El genio puritano en el siglo XIX Ralph Waldo Emerson - Walt Whitman - Emily Dickinson Ensayo de Christian Murciaux
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Ralph Waldo Emerson |
Walt Whitman |
Emily Dickinson |
Norteamérica, antes de ser un Estado, una Potencia, es un barco, digamos una balsa donde algunos proscriptos prestan juramento: juran vivir en el continente donde arribarán según la ley de su corazón, según la exigencia de su espíritu. Fundarán en Occidente un nuevo Reino de Israel, otra Ciudad de Dios. La intransigencia y la rebeldía por una parte, la fe por otra, fe en Dios y en el hombre hecho a imagen de Dios, dictan ese juramento. Esa fe militante de los Peregrinos envuelve su vida cotidiana como el canto de los Salmos acompañó su desembarco. La poesía que transfigura esa dura exigencia la toman del Génesis y del Libro de los Reyes, del Cantar de los Cantares, del Eclesiastés y del Libro de Tobías. La rapsodia, el primer poema épico del pueblo americano, es la Biblia; por eso los poetas que un día rendirán testimonio por esas generaciones taciturnas, recordarán los Libros Santos aunque crean inventar sus temas poéticos y su prosodia. No es el menor parentesco de tres poetas tan diferentes como Ralph Waldo Emerson, Walt Whitman y Emily Dickinson el haber bebido desde la infancia en la Fuente de Vida de las Escrituras. Esos tres heréticos, esos tres incrédulos, citarán como libro de cabecera, como fuente de toda belleza y de toda poesía, lo que ellos llaman “la Revelación”. El espíritu de rebeldía y de intransigencia de los Peregrinos, cuando por fin se han asegurado su vida material y su independencia espiritual, se manifiesta en el plano político: es la guerra de la Independencia. A comienzos del siglo XIX, mientras Europa se desgarra en las guerras de la Revolución y del Imperio, mientras América del Sur empieza a conmoverse y a rechazar a su vez el yugo de España, el Reino de Dios ha encontrado sus fronteras, y en esa tierra duramente roturada, maduran por fin los Frutos de Canaán. Pero es también el tiempo en que la fe se debilita en los corazones. La religión se convierte en un conjunto de dogmas en lugar de ser un impulso hacia Dios, una ofrenda y una iluminación de cada instante. La seguridad, la riqueza, alejan de Dios, a los Peregrinos, y la crítica, bajo la influencia de los filósofos alemanes y franceses del siglo XVIII, viene a destruir sin reemplazarlo el fervor conquistador de los Puritanos. La sombra de Milton, el hálito de Cromwell se extinguen. La sed del oro viene a reemplazar a la necesidad de lo Eterno y los aventureros tentarán fortuna en una tierra virgen en lugar de buscar en ella su salvación. En el dominio de las Artes y las Letras, América no ha hecho hasta entonces sino imitar a Europa. Por una extraña coincidencia, en el momento en que esta Tentación se apodera de todo un pueblo es cuando surgen escritores, y en primer término una generación de poetas. Parecen obedecer a un misterioso relevo, desviar un misterioso peligro. El primero de ellos es hijo de pastor y pastor él mismo. Será un hombre de Dios antes de ser solamente un poeta. En vano intentará despertar la fe ardiente de los Peregrinos antes de aportar a los hombres otro Evangelio que sus discípulos, es decir, otros poetas, a su vez proseguirán. Ralph Waldo Emerson descendía como Emily Dickinson y como Walt Whitman, de las generaciones heroicas de Peregrinos. Como ellos, es heredero por la carne y el espíritu de los fanáticos del “Mayflower”, de esos iluminados que durante años se han alimentado más de milagros que de maíz y trigo. Ya no se trata de cantar los Salmos sino de componer el canto de gesta de un pueblo nuevo para arrastrarlo hacia su porvenir. Los tres obedecen oscuramente a esa misma vocación: atizar el fervor en las almas, sustituir el formalismo religioso por una comunión de hombres vivientes. Emerson, el primero de esos tres predestinados, pertenecía a una vieja familia de pastores letrados. Su padre había muerto joven dejando una numerosa familia. Ralph, el menor, creció con sus hermanos en la pobreza. Se levanta al alba para hacer las tareas domésticas y preparar la mesa del desayuno. Luego despierta a su madre y viste a sus hermanos. Hijo modelo, es la Cenicienta de la familia. Una vez terminados los trabajos de la escuela, hechas las diligencias de su madre, se le confía la única riqueza de los Emerson: una vaca lechera que Ralph, con dignidad, lleva a pastar. Sin embargo, dicen los vecinos de ojo crítico, parece que la tierra no es bastante buena para ese niño. Ralph, que lee todos los días la Biblia, sabe que David y José fueron pastores antes de ser conductores del pueblo. Y en la sombra está para alentarlo la tía Mary Woody, semi hechicera, semi Sibila, cuyas excentricidades pasman a la región. En ella revive el espíritu absoluto de los Puritanos. Vive en pleno bosque, en una ermita semejante a un nido de águilas. Lee la Biblia, Milton, Marco Aurelio y algunos sermonarios. Lee también los románticos alemanes y hace aprender de memoria a sus sobrinos el Don Juan de Byron. Vive en un clima fantástico, duerme en un lecho en forma de ataúd y cabalga al crepúsculo envuelta en una mortaja. Qué enseñanza imparte esa walkiria a Ralph: “Desprecia las frivolidades. Apunta alto. Desprecia la gloria, el honor, el dinero. ¡Excélsior! ¡Ralph, excélsior!” Ralph tiene que llegar a ser un santo y un genio a la vez. El resto es engañifa. Cabe sonreír ante esta pedagogía, pero cada vez que Ralph desfallezca se volverá hacia ese corazón ardiente como si fuera otro yo más puro. Todavía más allá de la tumba oirá esa voz imperiosa: “¡Excélsior! ¡Ralph, excélsior!” A los catorce años entra en Harvard que todavía es sólo un colegio. Aprende con fiebre. Descubre en seguida a sus maestros Platón y Montaigne, Shakespeare y Milton. Quiere ser profesor de elocuencia y de poesía. Cree que la Belleza se confunde con la verdad. Entre el alma y el mundo, Ralph descubre una correspondencia milagrosa. Ya es, no tanto un dialéctico, como un músico. “Un gran río circunda el Universo, corre en innumerables canales que alimentan las fuentes de la Vida, y refluye luego sobre sí mismo para sumirse en su fuente eterna que es Dios.” En ese panteísmo lírico Dios y el hombre, la Creación y la criatura son uno sólo. Emerson se prepara para ser pastor por que se siente rico de una verdad interior que confunde por el momento con la de la Iglesia. Pero Ralph no se interesa tanto en los dogmas como en las grandes almas que representan para él el objetivo y a la vez la suprema eclosión de la humanidad. Hay en él una necesidad apasionada de unidad. ¿Por qué excluir a Platón en provecho de San Agustín? Todos los grandes buscadores tienen razón. Salían al descubrimiento del mismo tesoro pero le daban nombres diferentes. ¿Cómo creer en el Bien y en el Mal? No hay antagonismo sino equilibrio, o más bien, para usar la palabra preferida de Emerson, compensación. El Universo material y espiritual donde vive Emerson está hecho de gravitaciones: es un cielo de verano y es una fuga de Bach. Semejante sistema denuncia a un poeta. La enfermedad, un principio de tuberculosis, no arranca a Ralph a sus meditaciones. Desciendo hacia el Sur, allí encuentra a un hijo de Caroline Murat y trata de convertirlo a esa visión serena del mundo. Ralph cura y su diario está lleno de anotaciones extrañas para un futuro pastor. “Estoy, no cabe duda, en el camino que conduce a la divinidad.” A los veinticinco años Ralph descubre el amor. Es una muchacha de diecisiete años. No es tanto el encuentro de un hombre y una mujer como el de Eros y Psique. Ralph se casa con esa frágil Amada, pero dos años después Psique lo abandona. Muere dulcemente. Ralph está solo. Trata de tomar gusto a su oficio, ¿pero qué necesidad hay de enseñar la verdad? Dios habita en ti, escribe Ralph en su diario. El espíritu de intransigencia de los Puritanos despierta en él. Se niega a celebrar la Cena, rechaza los ritos: “en cuanto el hombre crece, en cuanto piensa, es en sí mismo su partido y su iglesia”. Se comprende, leyendo tales frases, que Nietzsche, ese otro hijo de pastor en rebeldía contra las iglesias, haya gustado de Emerson. Ralph rompe con la iglesia. Parte al Viejo Mundo, no a descubrir ciudades o paisajes que no lo conmueven, sino hombres. Quiere ver a Carlyle, el profeta tumultuoso que acaba de celebrar entre los Héroes a ese Cromwell caro a los puritanos. A su regreso a los Estados Unidos, Emerson ya es célebre. Las almas están preparadas para recibir su enseñanza: una fe basada enteramente en el individuo, un cántico de orgullo a América, un canto de confianza en el hombre. A través de innumerables ensayos, Ralph revelará su sabiduría hecha de una conciliación de todas las sabidurías al mismo tiempo que de una hosca negativa a inclinarse delante de otra autoridad que no sea la intuición. Todo vuelve al problema central del alma y su fervor, dirá un biógrafo de Emerson, ¿pero quiénes mejor que los poetas sabrían hacer fructificar semejante lección? Los verdaderos discípulos de Ralph serán dos poetas: Emily Dickinson y Walt Whitman. En un pueblo cerca de Boston, Ralph Waldo Emerson prepara sus ensayos prestando a los sistemas una vibración carnal, un acento inspirado, una autoridad misteriosa. Es la voz de los adivinos y las sibilas más que la de un filósofo. Penetra en los corazones, y Ralph se arranca a sus bosques y a sus estanques para recorrer los Estados Unidos. No es un conferenciante ni un predicador sino un apóstol. Posee esa elocuencia que no se aprende y que es la música de un alma grande que arrastra a otras almas en su gravitación. Algunas mujeres se cruzan en su camino, pero ninguna criatura puede desviarlo de ese esfuerzo de conciliación entre los dioses rivales. Una gran alegría reconforta la vida del sabio: el nacimiento del pequeño Waldo, un niño tan rico en adivinación que Ralph anota sus menores hallazgos. La muerte del niño arranca a Emerson el único grito de rebeldía, el único grito de sufrimiento. Por una vez acusa al Universo: ¿No había en el cielo centinela ni ángeles / para salvar a ese niño único, / para defender ese brote de la tierra / más precioso que todas sus cosechas?, protesta Ralph en uno de sus poemas más hermosos. La herida se cierra lentamente. Emerson publica sus ensayos, efusiones espléndidas, variaciones de poeta y de músico sobre temas eternos, divagaciones cerebrales y voluptuosas que son la expresión más completa del lirismo de Emerson. La vida es un éxtasis, repite Emerson, es decir, que el íntimo coloquio de la criatura con la Creación puede llegar a ser un éxtasis y alcanzar los ejercicios espirituales de los místicos. La edad de la máquina, el poder del oro hacen aun más necesaria esta conciencia. Los viajes, los encuentros confirman a Emerson en esa visión central y en ese quietismo. La historia del mundo es la historia de algunas grandes almas, modelos y testigos. A los héroes de Carlyle van a responder las biografías sublimes de aquellos a quienes Emerson llama hombres representativos. La obra de Emerson es efectivamente, como lo dice Carlyle, un soliloquio bajo las estrellas, pero esas estrellas son rostros humanos. La guerra de secesión debía arrancar a Emerson de sus meditaciones. Para Emerson, como para Emily Dickinson que vive recluida en un pueblo de Nueva Inglaterra, como para Walt Whitman, vagabundo de Long Island, esa guerra es ante todo una crisis de conciencia: desempeña en el sentimiento americano el papel de la revolución del 89 y del affaire Dreyfus en Francia. Traza una fisura espiritual. Emerson es furiosamente anti-esclavista, furiosamente unitario. Sólo reanuda su vida de “buhonero del ideal” después de la capitulación del General Lee. Con los años, el universo visible se le presenta cada vez más como un alfabeto, una clave para descifrar el universo invisible, una simple proyección del alma, y los filósofos, los fundadores de religiones son poetas que han logrado imponer sus visiones a los otros hombres. Al regreso de una de sus jiras de conferencias, Emerson encuentra un volumen de título extraño: Hojas de hierba. Son los poemas tumultuosos de un obrero tipógrafo. Todos guardan silencio sobre esos poemas impúdicos y extravagantes. La crítica se mofa del autor, pero Emerson, el gentleman de Concord, no se engaña sobre el volumen del andariego: “un monstruo indescriptible pero de ojos terribles y con la fuerza de un búfalo”, escribe a Carlyle, y responde a Walt Whitman con una carta que sigue siendo justamente famosa: “No ignoraba yo el valor del don maravilloso que usted me había hecho con Hojas de hierba. Considero ese libro el más extraordinario testimonio de espíritu y sabiduría que haya producido América hasta ahora. Soy muy feliz leyéndolo, pues el gran poder hace feliz. Lo saludo al comienzo de una gran carrera”. Al celebrar a Walt Whitman, Emerson sabe que celebra al más grande de sus discípulos, a un discípulo tan grande que en poesía borrará a su maestro. ¿ Sabe que a unas leguas de Concord una reclusa, nutrida con sus ensayos y sus poemas, elabora una obra audaz? Sin embargo una noche, en el curso de una de esas largas jiras de conferencias, Emerson durmió bajo el techo de Austin Dickinson. Oyó sin duda el nombre de esa mujer que vive como una monja lejos del siglo, a pocos pasos de la casa de su hermano y en el mismo jardín. Pero fiel a la extraña clausura que respeta desde hace treinta años, Emily Dickinson se niega a ver a Emerson. Al día siguiente traza en un mensaje a su cuñada el retrato más penetrante que jamás se haya hecho de Emerson: “Venía del país donde nacen los sueños”. Ralph no conocerá a la otra discípula pero esas almas tan semejantes que parecen el rostro viril y el rostro femenino de un mismo genio, se han rozado; no habrá otro vínculo entre ellos que ese adiós de Emily Dickinson por donde pasa un eco de Shakespeare. Los años pasan para el sabio de Concord cuya vida es una oración continua, una comunión silenciosa. La vejez no existe para Emerson: “la primavera provoca todavía una primavera en mi alma” dice. A los setenta años escribe en uno de sus últimos poemas: El puerto está listo / y cada ola está encantada. Quizá no ha escuchado bastante el canto de las sirenas. “Unspent Youth” suspira. ¿Piensa en Ellen, en Margaret Fuller, aquella hermosa ménade a quien quiso tan sólo después de muerta, cuando se había vuelto serena y silenciosa como una Idea, en aquellas Amadas que cruzan con pseudónimos misteriosos por su Diario? Porque ese puritano es taciturno y secreto. Ralph llega hasta Egipto para interrogar a la esfinge, pero no hay enigma: el misterio es esa sombra transparente que los pintores utilizan para transfigurar lo real. Emerson es el único filósofo que no deja desesperado a su lector, me decía Edmond Jaloux poco antes de su muerte; pero para Emerson la filosofía es “la nostalgia del país del alma”. La vida de Emerson fue un éxtasis. Muere como ha vivido. En el supremo instante balbucea. Alguien quiere recoger su último mensaje, pero Ralph sonríe. En lugar de la muerte ve a su hijo, ese retoño más precioso que todas las cosechas de la tierra. Qué lindo muchachito, dice Ralph, y se apaga el jueves 27 de abril de 1882 a la edad de setenta y nueve años. Cuando los semidioses se van, surgen los inmortales, había escrito Emerson. Esos inmortales son los dos poetas a quienes Emerson abrió camino: Emily Dickinson y Walt Whitman. Ambos nutridos con su obra, le sobreviven pocos años pero sólo en el siglo XX los dos innovadores encontrarán un inmenso auditorio, en el mismo momento en que la obra poética de Emerson se borra, mientras sus ensayos conservan el mismo eco. Los antepasados de Emily Dickinson desembarcaban dos siglos antes de su nacimiento en el Nuevo Mundo. Venían de aquel país salvaje de landas y brezales donde debía nacer un día Emily Bronté, pero remontándose más lejos en el tiempo, venían de Normandía y de aquella ciudad de Caen de donde procede el nombre curiosamente deformado. Una raza de creyentes taciturnos y de proscriptos intratables es el árbol genealógico más bello para un poeta. En las venas de Emily corrían con su sangre la audacia de los pioneers, la fe militante de los Peregrinos, la violencia de los Elegidos que tuvieron que conquistar otro reino de Israel antes de ver maduros los frutos de Canaán. En los tiempos heroicos de los Peregrinos, la aldea de Amherst había sido señalada por prodigios : un misterioso capitán de cabellos blancos había surgido en la hora de la derrota para reunir a los hijos de Dios y poner en fuga a los indios. De sus antepasados, Emily heredará, no una fe formal, sino la necesidad de encerrarse con Dios en un orgulloso coloquio íntimo, y de juzgar todas las cosas según su propia tabla de valores. Como ellos, edificará en Occidente otra Jerusalén, pero con palabras límpidas y ardientes. El abuelo de Emily Dickinson creía en la proximidad del Juicio Final. Una tarde abandonó los trabajos del campo para correr al galope a la aldea. Quería reunir a los suyos a su alrededor antes de comparecer ante Dios. El padre de Emily Dickinson no era menos singular. Nunca aprendió a jugar, dirá más tarde Emily, y su otra hija Lavinia dirá de él: nunca lo he visto sonreír. Unos celos morbosos dictarán todos los actos de Edward Dickinson. Logrará conservar a su lado hasta el fin a sus dos hijas y a su hijo Austin. La única concesión que hará ese padre abusivo es edificar para su hijo y su nuera una casa a pocos metros de la propia. Pero ese hombre que gustaba de hacer temblar a los suyos, cedía a extraños caprichos. Un día mandó tocar a rebato para señalar la belleza de una puesta del sol a sus conciudadanos. La madre de Emily, tímida y borrosa, pertenecía también a una vieja familia puritana. No he tenido madre, escribirá un día duramente Emily. En casa de los Dickinson, Lavinia desempeña el papel de Marta. Emily, frágil y secreta, el de María. Su hermano Austin se le parece más. En él la originalidad linda con la extravagancia. El clima de la casa de Amherst recuerda el del presbiterio de los Bronté. Es la misma mezcla de excentricidad profunda y conformismo aparente, la misma oposición de temperamentos violentos, las mismas pasiones taciturnas. Emily gobierna mejor esa energía dispersa; de ella le viene su genio. Su correspondencia traiciona en cada línea su precocidad intelectual, su sed de instruirse, también su necesidad de agradar y de asombrar. A los catorce años se proclama liberal; a los quince afirma: me estoy poniendo muy linda. A los dieciséis descubre con admiración la ciudad de Boston. A los diecisiete exclama: “seré la mujer más linda de Amherst y tendré una corte de admiradores”. Sus cartas nos recuerdan a veces el hervor de risa y juventud de las de Keats. Nos recuerdan también la Natacha de Tolstoi, candorosamente embriagada por su imagen en los espejos. Emily Dickinson descubre temprano un afecto apasionado que utiliza casi el lenguaje del amor. Es Susan Gilbert, que será más tarde su cuñada. Susan, o más bien “Sue”, como la llama Emily, es hermosa, inteligente y ambiciosa. Pronto discierne en Emily esa singularidad, ese apartamiento que más tarde serán su genio. Conserva cuidadosamente las más ínfimas misivas de su amiga. A los dieciséis años, Emily Dickinson es enviada por su padre, que presiente en ella una peligrosa independencia, al colegio de South Hadley. Emily Dickinson sufre y hace escándalo; allí anuda algunos de esos vínculos que la seguirán toda su vida. Al cabo de un año regresa con delicia a Amherst, al hogar familiar abierto a los estudiantes del colegio que los Dickinson han fundado. Entre los jóvenes que su hermano Austin le presenta, entabla estrecha amistad con Leonard Humphrey y George Gould. ¿Una estrecha amistad? ¿Cómo saberlo en esos puritanos de bocas cerradas y corazones ardientes? Leonard Humphrey es el guía espiritual de Emily. Le revela a George Eliot. Deposita todos los días en un escondrijo los libros prohibidos. George Gould comparte los mismos descubrimientos. Entre esos tres adolescentes reina una emulación maravillosa. Quieren aprender a pensar, a vivir. Les urge aniquilar el mundo para reconstruirlo más hermoso. Cuando Emily Dickinson llega a los veinte años, la literatura americana conoce una verdadera edad de oro. Nathaniel Hawthorne publica La letra escarlata; Melville publica Moby Dick. Obedeciendo al sorprendente sincronismo de esta aparición del espíritu, Walt Whitman publica sus poemas de Hojas de hierba, que serán el evangelio de la Nueva América, mientras Emerson recoge en un solo haz todas las sabidurías. Este pastor libera de la tiranía de los siglos, enseña la presencia de Dios en cada uno de nosotros. El profeta del trascen-dentalismo, en quien Nietzsche pronto reconocerá un hermano de Zaratustra, proclama como solo dogma la inmortalidad del alma. No hay otro ritual que la vida interior, ni otra plegaria que la efusión poética. Este místico, pariente de Fenelón y de Madame Guyon, es la fuente límpida donde beben los tres adolescentes. George Gould es más joven que Leonard Humphrey. Predica con tanto fuego que parece San Pablo. Es hermoso. Es pobre. Las mujeres lo rodean de una admiración llena de solicitud. George Gould, como Julien Sorel, ha elegido la Iglesia para abreviar el camino. Su elocuencia trastorna a Emily que pretendía gustar sólo de los sermones sobre la incredulidad. ¿Quién habló primero? Sin duda Emily. Todos los años los enamorados tímidos confesaban su pasión el día de la fiesta de San Valentín. A esas curiosas cartas anónimas se las llamaba valentinas. A pesar de las burlas habituales, de las bromas de colegio, la valentina de Emily a George Gould ardía con tanto fuego que fué reproducida en una gaceta local y hallada en 1929. Este poema sorprendente es también un documento: “Quisiera conversar. Nos encontraremos al salir el sol, o al crepúsculo, o con la luna nueva, fuera del espacio. ¿ Qué me importan las vestiduras de púrpura, de oro o de bayeta? Las armas cuentan menos que el combatiente. Sea en una carroza o en una carreta o en un camino, el equipaje poco importa. Sea con nuestras almas, nuestros espíritus o nuestros cuerpos, eso no cuenta para mí. Sea con o sin escolta, a pleno sol o bajo la tempestad, en las nubes o en tierra, en cualquier parte, de cualquier modo, le ofrezco este encuentro. "Nuestra amistad durará hasta que el sol y la luna declinen, hasta que las estrellas cesen de gravitar, hasta que las víctimas se levanten para bendecir el último sacrificio... Todos los grandes espíritus nos están vinculados; hay entre nosotros un intercambio incesante de pensamiento. Soy Judit, la heroína de la Biblia y usted es Pablo, el orador de Efeso”. Esta declaración de amor participa del manifiesto literario y del tratado de filosofía. Es posible preguntarse si la obra de Emily Dickinson es otra cosa que la asombrosa paráfrasis de esta carta. El 30 de noviembre de 1850, en una ciudad vecina donde pasaba sus vacaciones, Humphrey cae fulminado por una congestión cerebral. En torno a Emily Dickinson los seres desaparecerán siempre con esta brutalidad. La víspera Humphrey le había escrito para anunciarle que ella sería un gran poeta. Agregaba esta frase extraña: “Si vivo, iré a Amherst, pero si muero volveré seguramente”. Más o menos en el mismo momento Edward Dickinson adquiere conciencia del peligro que amenaza a su hija. Ese peligro es la felicidad. Emily ama a George Gould, es amada por él. Edward Dickinson rechaza a ese pretendiente indigno de su hija. Su feroz decisión parece inspirada por una sabiduría burguesa. Para distraer a Emily, su padre la obliga a acompañarlo a Washington donde debe asistir al Congreso. Emily tiene veinticuatro años. No es hermosa, pero su espíritu maduro, su sentido del humor, su independencia, su fuego de alma y espíritu atraen y retienen. En Washington agrada y se complace en brillar. En el camino de vuelta ve a George Gould en Filadelfia. Él quiere arrancarla por la fuerza a la casa familiar. Emily se niega. ¿Cree que su padre se dejará doblegar? ¿Quiere someter a prueba a George Gould? No lo sabemos. Vuelve a Amherst agotada por su victoria. Ha vencido a la tentación, pero en adelante se sobrevivirá. Si ya no abandona su casa no es, como algunos lo imaginan, por guardar un juramento romántico. Es que el terrible choque de la muerte de Humphrey y de la separación de George Gould ha precipitado su vocación. Emily se descubre un extraño poder sobre las palabras. Vive recluida en Poesía. A pesar de las prohibiciones, a pesar de la soledad, a pesar de la ausencia, encuentra una libertad total, una sociedad inviolable y, no obstante su privación, una fabulosa riqueza. Día tras día, trasmuta su experiencia en oro. Sigue llevando una vida familiar, una vida doméstica, pero todas las noches se evade. Llega a ser, como se ha dicho, una técnica de la soledad. Su cuñada recoge, mezclados con frutas, con flores, esos poemas que un día formarán un volumen. Sue conoce los motivos que hacen de Emily una prisionera voluntaria. En las paredes de su caverna, Emily ve pasar sombras maravillosas. Las capta para encerrarlas en sus poemas. Sue presiente los hallazgos de Emily. Critica un verso, elogia una imagen. Durante diez años a este poeta le bastará un lector. Es difícil hacer distingos en esa obra que nos llegó al día siguiente de morir Emily, formando un solo haz abrumador. Sólo es posible fechar los poemas por el estudio de la letra, pero a través de esa prodigiosa acumulación de variaciones —mil quinientos poemas hoy descifrados o hallados—, se desprenden los grandes temas: la soledad y el amor, el tiempo y la eternidad, y el que encierra y corona a todos: la Resurrección. El primer tema de Emily Dickinson, el tema fundamental, es la soledad, el alma que hace de sí misma su sociedad, su alimento y su porvenir. Esta cuarteta célebre lo afirma: El alma está condenada a ser / para sí misma su aventura, / acompañada de un lebrel único: / su propia identidad. Jean Catel, que fue el primer dickinsoniano de Francia, ha parafraseado esta cuarteta para evocar así a la reclusa: “un alma solitaria que ha partido a una caza ilusoria, acompañada de un lebrel: su sombra”. A veces el encarnizado coloquio de la reclusa consigo misma se interrumpe: el poeta se entrega a un inventario deslumbrado y minucioso del mundo. Pero para esta hermana de Emerson, el esplendor del -Universo refleja solamente el del alma. Emily describe la fuga de las estaciones, la primavera, los hielos o la nieve con una increíble riqueza. Sus poemas sobre la serpiente o el murciélago tienen el trazo agudo de los animales vistos por Durero, el mismo relieve escultórico, idéntico animismo profundo. Pero el sufrimiento la arranca de la contemplación serena del mundo y del alma. El sufrimiento, es decir, el amor. Los poemas de amor de Emily Dickinson son jirones de diario íntimo, gritos palpitantes: “Creada, desposada, envuelta en el sudario en un solo día”, dice. La puritana nutrida en la Biblia encuentra las palabras de la Esposa del Cantar de los Cantares, las palabras de la Sulamita en busca del Amado: Una esposa seré al alba; / ¿amanecer, tienes una bandera para mí? / Es medianoche, aún soy doncella / —¡qué poco lleva desposarla!— / Luego, medianoche, te dejaré / camino del Este y la Victoria. / Medianoche, ¡Buenas noches! / Los oigo llamar. / Los Ángeles bullen en el hall, / suavemente mi Futuro sube la escalera, / tropiezo en mi plegaria de la infancia, / ¡tan pronto dejar de ser una niña / Eternidad, heme aquí, ¡ Señor, ya he visto ese rostro. A veces, cansada de esta vana persecusión, Emily Dickinson evoca con envidia a los muertos, “los mansos miembros de la resurrección”: Seguros en sus aposentos de alabastro, / intocados por la mañana, intocados por el mediodía, / duermen los mansos miembros de la resurrección, / bajo cabrios de raso y techo de piedra. / Leve ríe la brisa en su castillo de sol; / zumba la abeja en el oído estólido; / cantan los dulces pájaros con cadencia ignorante. / ¡Ah, qué sagacidad ha perecido aquí! / Majestuosos pasaai los años sobre ellos; / los mundos se arquean y los firmamentos bogan, / las diademas caen y los reyes se rinden, ¡ sin ruido como puntos en un disco de nieve. Esta mujer desposeída y humillada cree que en el fondo de los cielos le están preparado un inmenso desquite. Ve avanzar la procesión de los ángeles en “uniforme de nieve”. Describe, como ningún visionario lo ha hecho, la Ciudad del Silencio, de mudos relojes. Encuentra en su congoja la fe ardiente de sus antepasados puritanos: Las únicas noticias que sé / son los boletines cotidianos / de la Inmortalidad. / Los únicos espectáculos que veo: / Ayer y Hoy, / quizá la Eternidad. / El Único a quien encuentro / es Dios, la única calle / la Existencia, cruzada la cual / si hay otras noticias / o espectáculo más admirable, / os lo diré. Saca símbolos de los textos sagrados, alegorías que aplica con tranquila audacia a su destino. Sustituye las beatitudes prometidas a los justos, por el éxtasis que no ha conocido en esta vida: El Paraíso no es más distante / que la habitación contigua / donde un ser amado espera / destino, felicidad. / Resistente es el alma / que así puede soportar / el rumor de un paso que se acerca, / de una puerta que se abre. Sus poemas sobre la Resurrección, cuyas mejores traducciones no son más que un pálido reflejo, brillan en el original con los colores de Fra Angélico, rebosan la alegría convincente de los conciertos y corales de Bach. Pinta la Ciudad de los Cielos con palabras de todos los días, pero con una simplicidad que iguala a San Juan, una audacia que supera a Blake y a los poetas más místicos del tiempo de Elisabeth: He conocido un cielo que como una carpa / recogía sus lonas brillantes, / arrancaba las estacas y desaparecía / sin ruido de tablados / de clavos o de carpintería, / sólo el largo asombro / que señala la partida del circo / en Norte América. / Ni una huella, ni un vestigio / de lo que ayer deslumbraba, / ni un aro, ni un prodigio; / hombres y hazañas / se han desvanecido totalmente / como el viaje de un pájaro lejano / sólo deja un trazo; / un chapoteo de remos, algazara. / Y luego nada. Como Madame Guyon, como Teresa de Ávila, penetra sin temblar en el último castillo del alma. El miedo y el arrobamiento alternan en esos poemas que son una experiencia del alma antes de ser un triunfo fulgurante del arte. Como San Juan de la Cruz se pierde a veces en la Noche Oscura en busca del Amado; pocas palabras, largamente escogidas, reunidas con cuidado, sostienen la indestructible arquitectura de esos breves poemas. Esos bloques de duras aristas, unidos sin nada de cemento, forman las murallas de cristal y las puertas de perla de la Jerusalén Celeste: Es fácil inventar una vida, / Dios lo hace todos los días. / La, creación sólo es un juego de manos / de Su Autoridad. / Es fácil también borrarla, pues la económica Divinidad / no concede eternidad / a lo espontáneo. / Los moldes usados murmuran, / pero su plan sigue imperturbable. / Insertando aquí un Sol. / Quitando allá un Hombre. Una aurora eterna baña ese mundo, esos paisajes indelebles que parecen grabados en un vidrio con la punta de un diamante. Cualquier cuarteta de Emily contiene un arte de vivir, una actitud frente al mundo y a Dios. Esa revelación que consterna a Emily, no le permite jugar con las palabras. Las prueba largamente, las elige compactas y duras, construye su poema con violencia, con el encarnizamiento con que la abeja hace su panal según una secreta geometría. Se identifica con el avispero de diamante, con el encaje de escarcha, con el árbol de coral cuyas ramas cortantes crecen lentamente en el seno del mar, en el seno del silencio. De ahí proceden el acento extraordinario, la solemnidad de cualquier octosílabo y la grandeza monumental de esos poemas de pocas estrofas. Se niega siempre al desarrollo y a la elocuencia, a la melodía y a la emoción. Las palabras le pesan. Busca la elipsis vertiginosa, la concisión que deja al lector deslumbrado y pleno, el vuelo vertical de la alondra que se pierde en mitad del cielo. Esta mujer que no recibe otros consejos que los de la Biblia y Shakespeare, violenta la lengua, disocia las palabras, vuelve a forjar con insensata audacia de creador, sus medios de expresión poética. Ese aspecto, en el cual no puedo insistir, explica que desde 1918 toda la poesía americana invoque a una reclusa que muy a su pesar hace escuela. Cada noche basta la luz de una lámpara sobre la página en blanco para que Emily se evada, para que construya como un prisionero su subterráneo sin saber dónde desemboca. Edifica pacientemente el camino de su fuga con ese diccionario que no la abandona. Lo lee y lo relee como un libro de oraciones. Así compone sus sortilegios durante diez años de silencio y de labor: Largos años de ausencia / no logran cavar un abismo / que una estación no pueda llenar / —la desaparición del mego / no puede aniquilar el sortilegio— / Viejos de varios siglos / los tizones descubiertos por la mano / que antes los removía, / cuando ardían, / resplandecen y comprenden. Emily Dickinson se ha convertido en un gran poeta, pero el mundo lo ignora. La guerra de secesión asuela los Estados Unidos y despierta en Emily una vieja angustia. Su poesía, ese poder y ese secreto la ahogan. Sue está demasiado próxima a Emily. Entonces es cuando Emily Dickinson lee en una revista un artículo de Thomas Higginson: “qué más fascinante que descubrir un genio”; lo escribe ese hombre excelente que descubrirá, en efecto, un genio, pero esperará a que Emily haya muerto para aceptarlo. Esa frase trastorna a Emily. Domina su timidez. Envía a Thomas Hig’ginson una carta que es un pedido de auxilio, cuatro poemas y su dirección en otro sobre por un refinamiento de pudor. Le entrega la clave de su vida, el nombre de sus maestros: Keats, los Browning, Emerson, George Eliot, Carlyle y la Biblia. Es preciso añadir Shakespeare, a quien no nombra, tan mezclado está a su vida. Thomas Higginson, habituado al arrullo de las poetisas de Boston, se queda azorado ante la carta; lo intriga su autor, lo desconciertan los poemas. Ese arte prodigiosamente viril, ese don de reducir las iluminaciones místicas a teoremas, ese cubismo avant la lettre, esa manera de caer sobre la presa y hendida hasta el hueso que comparten los grandes poetas y las aves de presa, lo dejan perplejo y lo aterran. Responde cortésmente a Emily aconsejándole que cuide su prosa; ella oculta su decepción pero se recobra. Le agradece con fingido reconocimiento ese vago aliento y los consejos ineficaces. No les hace ningún caso. Se niega a que la introduzcan en los cenáculos de Boston pero recibirá a Thomas Higginson si quiere llegar hasta Amherst. Cuando Higginson habla de publicar, ella rechaza la idea pero añade esta frase extraña: si la gloria me pertenece, no puedo escapar a ella. El encuentro en Amherst de Emily Dickinson y Thomas Higginson será un patético fracaso. Emily vuelve a su soledad, a su jardín, a sus meditaciones sobre el tiempo y la eternidad. Encajera infatigable, se inclina de nuevo cada noche sobre la trama del poema; quizá entonces escribe estos versos: El alma elige su compañía, / luego cierra la puerta; / que su divina mayoría / nadie importune. / Inmutable, advierte la pausa de la carrosa / a su puerta baja; / inmutable, un emperador se arrodilla / sobre su estera. / La he visto, de una vasta nación ¡ elegir a uno; / luego cerrar las valvas de su atención / como piedra. El amor de Emily Dickinson por George Gould se va haciendo más lejano con los años. Superamos el amor, dice, y lo ordenamos un día como las otras cosas en un cajón. Amistades apasionadas reemplazan el ardor único. La correspondencia para establecer secretas gravitaciones entre almas solitarias. Cartas apenas menos asombrosas que sus poemas, vinculan a Emily Dickinson con seres a quienes se niega a ver, mensajes enigmáticos y preciosos, llenos de ardides, de súbitas confesiones, de iluminaciones. Basta leer sus cartas a Samuel Bowles, a Thomas Higginson, al misterioso pastor Charles Wadworth para adivinar que las “afinidades electivas tienen también sus desgarramientos, sus impulsos y sus quejas contenidas”. Esa correspondencia se asemeja a una dirección espiritual; así es como una Teresa de Ávila escribe a San Juan de la Cruz o a una hija dilecta. A los ojos del mundo la vida de Emily Dickinson sólo está marcada por algunos duelos. Pierde bruscamente a su padre, luego a su madre. Las hermanas Dickinson son ahora dos solteronas que viven en una gran casa semioculta bajo los árboles. Emily lleva una vida cada vez más monjil entre sus flores y sus poemas. Se niega a los enternecimientos y a las quejas, y su renunciamiento tiene un acento hosco: A algunas cosas que vuelan / pájaros, horas, moscardones, ¡ no cantéis elegías. / Con algunas cosas que permanecen ¡ pena, colinas, eternidad, / no me abruméis. / Hay cosas que permanecen y se elevan. / ¿Puedo explicar los cielos? / /Qué silencioso yace el enigma! Pero si bien el orbe de vida de Emily Dickinson se reduce día a día, pareciera que esa vida vuelve a florecer con los hijos de Austin. El más joven, Gilbert, es el preferido de Emily. Es como ella, imaginativo y exigente. Quiere leer la Biblia a las abejas para que no piquen. Comparte su maravilla ante el nacimiento de una planta rara. Frente a ese niño, una ternura maternal estremece el corazón de la mujer estéril, pero en pocos días la enfermedad se lleva a Gilbert. Cuando Emily Dickinson ve en un recodo del corredor, un sombrero, una chaqueta de niño, se le escapa un grito de rebeldía: Sobre él las aguas se cerraron, / cómo, no lo sabremos jamás. / El estanque despliega para ocultarlo / sobre él lirios sin memoria. / ¿No queda para contar su historia / más que un sombrero, una chaqueta colgada? La soledad crece a su alrededor. Evita a los últimos visitantes o los recibe como una religiosa en el locutorio de su convento, separada de ellos por una reja invisible, por un umbral que no se atreven a franquear; se niega a escribir la dirección de un sobre. Manos brutales no han de rozar esos caracteres que Thomas Higginson compara con huellas de pájaro en la nieve. Al crepúsculo cruza como un espectro el césped para respirar el olor de un rosal. Se sienta bajo el “porch” donde despliegan para ella una gran manta roja. De ahí nacerá la leyenda de un fantasma que frecuenta la casa de los Dickinson y pisa, como los mártires de los retablos, una pradera regada por la sangre del Cordero. Junto a la chimenea, Emily Dickinson atiza el fuego. Se inclina hacia los últimos sobresaltos de las llamas como haría si fueran los de un amor. ¿Pero puede morir un amor? Emily cree demasiado en la inmortalidad del alma para consentir en ese empobrecimiento. Escribe algún poema breve para probar que todavía ama a George Gould: El carbón que se apaga enrojece, / oh corazón ardiente del tizón, / ¿has sobrevivido a las estaciones? / La brasa al morir sonríe, / una nueva luz despierta / un resplandor largo tiempo oculto, / y el corazón elegido encubre / el fuego que nadie ha sabido arrancar. A veces se pregunta por el Amado que no ha sabido acordarse de ella toda la vida. Enciende esa lámpara de aceite que ha sido testigo de sus veladas solitarias, de la lenta alquimia que ha operado durante toda la existencia para trasmutar el dolor en alegría, la miseria en belleza, el tiempo en eternidad. Escribe ese breve y prodigioso poema en el que la lámpara familiar se convierte en una nebulosa, fuente de otras constelaciones: La lámpara que todo poeta enciende / y la mecha que él ha nutrido / con la verdadera luz de una vida, / mientras él mismo se consume, / crece siempre como un sol / —cada siglo aumenta su irradiación— / y se dispersa en el cielo / en lluvia de constelaciones. Pero se entrega sobre todo a la última revelación de su vida: la música. Mabel Loomis Todd, mujer de un profesor, se instala en Amherst. Esa joven alegre, viva, inteligente, ama los viajes y las ascensiones, las matemáticas y la astronomía. Escribe un libro sobre los eclipses. La cazadora de estrellas descubre en Emily un astro largo tiempo oculto. La nómada siente hacia la reclusa una admiración sin límites, una curiosidad ferviente. Todos los días, durante horas y horas, en el salón un poco fúnebre de los Dickinson, Mabel toca para revelar a Emily los conciertos de Bach, las sinfonías de Beethoven, los adagios de Mozart, los andantes de Schumann. En la habitación vecina, Emily escucha con toda el alma. Esta mujer, que muere por haber callado demasiado, se maravilla ante las confidencias de la música, ante ese impudor sublime, esas tormentas interiores, esas mareas tumultuosas. La música es para ella un Juicio Final donde encuentra el rostro y el cuerpo glorioso de su amor. Emily Dickinson piensa cada vez más en la Resurrección como en una cita extraña que los amantes separados se dan fuera del tiempo y el espacio. Describe la Ciudad Celeste como la pintó antes de ella San Juan en el Apocalipsis, como lo intentaron Milton y Blake. Ve la ‘‘pequeña ciudad iluminada por un rubí y cubierta de plumón, más silenciosa que los campos cuando el rocío está en su plenitud”. En adelante Emily Dickinson sólo vive en su cuarto. En las paredes los retratos de Carlyle, de los Browning y de George Gould le hacen compañía. Todavía escribe algunos mensajes a Sue. A pesar de todas las decepciones revive su ternura por la amiga de la infancia. “Susan, única entre las mujeres”, le escribe; y otro día esta confidencia: “con excepción de Shakespeare, me has revelado más cosas que ningún ser viviente; poder decírtelo con sinceridad es un extraño elogio”. El fin se acerca, pero Emily Dickinson descubre que la muerte sólo es, dice, el éxtasis de la separación. Escribe: “la eternidad fluye a mi alrededor como el mar”. Qué importa que George Gould viva todavía como pastor sin suerte. Para Emily Dickinson su Amado ya no es terrenal. Se dice Prometida del Espíritu. Dios, exclama, está en todas las barreras. Ahora la muerte, para esta extraña monja, es una consagración, la consumación de un matrimonio místico. Antes de desaparecer, Emily Dickinson se vuelve por última vez hacia Sue, la amiga, el testigo, la confidente, aquella que la ha sostenido como las hijas de Jerusalén sostienen a la Esposa en el Cantar de los Cantares. Unos días antes de su muerte le escribe todavía: “Tienes que dejarme marchar antes que tú, Sue, porque siempre he vivido sobre el mar, conozco el camino pero hubiera querido cubrirte los ojos con las manos para ocultarte el abismo”. Traza con esfuerzo el último mensaje: “Sue querida, gracias”. Luego espera, con los ojos bien abiertos, el instante de franquear el umbral imperceptible, la invisible frontera entre el tiempo y la eternidad. La víspera de su muerte todavía escribe dos palabras en una hoja en blanco: Galled back... Pide a Vinnie que destruya sus cartas y también, sin duda, sus poemas. Es preciso que el mundo no sepa un día que Emily Dickinson vivió, amó, sufrió. Es preciso destruir esos poemas que son el testimonio irrecusable de una vida. Vinnie obedece a su hermana. Al día. siguiente del entierro quema manuscritos, cartas, consuma un auto de fe irreparable. Pero cuando abre los cajones del pequeño escritorio, descubre mil quinientos poemas que duermen con sus múltiples versiones en paquetes amarillentos. Vinnie no tiene valor para destruir esa fabulosa cosecha. La obra del poeta está salvada. Emily Dickinson, la hija de los puritanos, deja a América esos poemas más ardientes y más puros que los salmos que acompañaban el primer desembarco de Peregrinos. Pero los poemas de Emily Dickinson, como los ensayos de Emerson, son la acción de gracias de un místico, ejercicios espirituales, oraciones dirigidas a la Super Alma y no a Dios. En esa América que adquiere conciencia de su fuerza y de su vocación, ¿no es posible imaginar otro canto, un himno fraternal, un grito salvaje que domine el ruido de las ciudades y las máquinas? Emerson deseaba ese canto, como lo testimonia su diario: “Versos semejantes al galope del caballo, versos que zarandean la prosa y la levantan con la fuerza de una bala, versos que desde el seno del caos y de la noche tiendan un puente por encima de lo infranqueable y griten a todos los hijos de la Mañana que la creación prosigue”. Ese deseo de Emerson no podía realizarlo ni un clergyman en ruptura con la iglesia, ni una reclusa. Pero había un hombre en busca de ese canto que tendría la violencia de la vida y el ritmo de la sangre, un hombre en busca de sí mismo, con la constitución de un gigante, hosco como un salvaje, impúdico como un niño, ebrio de su fuerza creadora como un demiurgo en el instante de crear. La única coartada social de ese poeta era una vaga profesión de tipógrafo y de periodista. Con el buen tiempo, y aun en todo tiempo, abandonaba su tarea para reír con otros hombres, vagabundear por el río y dormir a campo raso. Desconocido en los cenáculos pero célebre en los tugurios, se llamaba Walt Whitman. Vagabundo extasiado, todas las mañanas se maravillaba de estar en el mundo y de ser Walt Whitman. Para decir su furor de vida, ninguna palabra era bastante sencilla ni bastante fogosa. Como Emerson y como Emily Dickinson, este autodidacto había recibido grandes lecciones: Homero y la Biblia, Milton y Shakespeare... Era cortés con los escritores célebres de su tiempo, pero igual que Emily Dickinson no consideraba genios a Longfellow y a Whittier. Como tema le bastaba la vida cotidiana, el cruce del río, el encuentro con un desconocido. A veces, como los pintores demasiado pobres para pagar un modelo, se plantaba frente a un espejo. Pero pintándose pintaba también a los hombres que lo rodeaban, la vocación confusa de un pueblo y la esperanza de un siglo nuevo. El poema se convertía en un canto cósmico y Walt justificaba la vida celebrándola a pleno pulmón: Partiendo de Paumanok, én forma de pez, donde nací, / bien engendrado y criado por tina madre perfecta, / después de errar por muchas tierras, enamorado de calles populosas, / habitante de Manhattan mi ciudad, o de las sabanas meridionales, / o soldado en campamento, con la mochila y el fusil, o minero en California, / o rústico en mi casa de los bosques de Daliota, comiendo carne, bebiendo de las fuentes, / o recluido para reflexionar y meditar en algún profundo retiro, / lejos del tumulto de las multitudes, momentos que pasan extasiados y felices, / conociendo el fresco Missouri que corre y da libremente, conociendo el poderoso Niágara, / conociendo las manadas de búfalos que pacen en las llanuras, el hirsuto toro de fuerte pecho, / con experiencia de la tierra, las rocas, las flores de mayo, las estrellas, la lluvia, la nieve, mi asombro, / habiendo estudiado el canto del sinsonte y el vuelo del halcón de montaña, / y oído al alba al sin rival, el tordo oculto en los enebros, / solitario, en el Oeste, comienzo a cantar un Nuevo Mundo. Cada poema de Walt Whitman es una página de diario íntimo, una canción del camino y una profecía. Nunca fue más rápido el paso del individuo a la humanidad, nunca más directo el llamamiento al compañero: Entonaré el canto de camaradería, / escribiré el Poema Evangelio de los camaradas. Camarada, camarada, es la palabra que Walt Whitman repite sin cesar: Soy el hombre despreocupado de castas, de siglos, de razas, / salgo del pueblo, doy testimonio de su espíritu. Por su padre y su madre podía invocar a las primeras familias que se habían arraigado en Nueva Inglaterra, y todos los Whitman habían sido labradores, carpinteros y graduados en Harvard, creyentes. Él mismo se remitirá a menudo a los cuáqueros y a esa luz interior que confunde con la inspiración poética. De niño, Walt había asistido a las prédicas apasionadas de Elias Hicks. Había visto a hombres y mujeres escuchando con fervor en las esquinas sus palabras iluminadas. Los cuáqueros se llamaban amigos entre sí. Esa fraternidad se encontrará en los cantos de Whitman que exaltan a los compañeros. El padre de Walt era un carpintero, un coloso de dos metros, un gozador de la vida. No le gustaba vivir siempre en la misma casa, y la infancia de Walt fue nómada. De su madre, hija de marinos y de navegantes holandeses, Walt heredará el gusto contradictorio por la aventura y la vida interior. Walt siempre amó apasionadamente a su madre y su infancia fue feliz. Desde el comienzo se sintió en armonía con el mundo, con el mar cuyo rumor se oía en la casa natal. Los seres y las cosas le inspiraban la misma ternura. Los padres de Walt abandonaron pronto el campo para ir a esa isla todavía desierta que será el centro de Nueva York. Brooklyn es por entonces una aldea. Walt hace acopio de imágenes y recuerdos que encastrará más tarde en la arquitectura de sus recuerdos: un naufragio, la liberación de un esclavo, el canto de un pájaro, un encuentro con La Fayette. Walt registra todo y se acuerda de todo. Posee esa memoria que capta viviente toda presa, y esa memoria es sin duda la mitad del genio. Evocará así su infancia: “Había una vez un niño que salía todos los días. Adivinaba el primer objeto que contemplaba y ese objeto se convertía en una parte de sí mismo por todo un día, y por vastos ciclos de años”. Es ya el arte poético de Walt Whitman. No se instruye devorando solamente libros y periódicos, sino recogiendo todos los espectáculos. Su oficio —pues desde los dieciséis años Walt se gana la vida como tipógrafo, maestro de escuela o periodista— no podía interrumpir ese vagabundeo fecundo. “He crecido por el ocio”, escribirá un día Baudelaire. Así crece Walt. Cuando trabaja en el campo y se le ocurre una idea para un poema, deja con suavidad la horquilla o la hoz para tenderse bajo un árbol. Es temido y amado a la vez, joven atleta de ojos gris azulado, de un color difícil de precisar, de mirada magnética, de bella boca que las mujeres notan, de tez clara en contraste con el pelo negro. Le gusta mezclarse a la multitud en las calles populosas y más aun en la balsa que permite pasar de una orilla a la otra. Necesita cruzar la corriente humana que fluye por las calles como necesita hendir a nado los ríos. Gusta, gustará hasta el último suspiro, de la camaradería fuerte e ingenua de los seres sencillos. “Estoy enamorado de lo que crece al aire libre, dice en un poema, de los hombres que viven entre los animales y que conservan el olor del océano y los bosques Ese unanimismo tiene otra fuerza, otro sabor que el de sus imitadores franceses del grupo de l’Abbaye. Y el gran poema de la balsa de Brooklyn aparece como la clave de bóveda de la obra de Whitman. Por ese desbordante himno a la humanidad pasa el eco de los coros de la novena sinfonía, pero ese mensaje a los seres vivientes es también un llamamiento a los jóvenes de las futuras estaciones: Otros entrarán por las puertas de la balsa y cruzarán de una orilla a la otra, / otros contemplarán el curso de la pleamar, / otros verán los barcos de Manhattan al norte y al oeste, y las alturas de Brooklyn hacia el sur y el este, / otros verán las islas grandes y pequeñas; / dentro de cincuenta años, otros los verán cruzar, el sol alto durante media hora, / dentro de cien años, o aun dentro de varios cientos de años, otros los verán, / disfrutarán del crepúsculo, del flujo de la pleamar, del retroceso de la marca menguante. / No importa el tiempo ni el lugar, la distancia no importa, / estoy con vosotros, hombres y mujeres de una generación, o aun de varias generaciones después, / así como sentís al mirar el río y el cielo, yo lo he sentido, / así como cualquiera de vosotros pertenece a una multitud viviente, yo fui uno de la multitud, / así como os refresca la alegría del río y su curso brillante, me refrescó a mí, / así como os quedáis apoyados en la barandilla, impulsados sin embargo por la veloz corriente, estuve yo y fui impulsado por ella. Walt Whitman se yergue en medio del mundo como Adán en medio del Edén, enumerando con embriaguez las formas y los colores, emborrachándose con los nombres que se atreve a dar a las cosas. Impregnado de Emerson, Walt Whitman lleva hasta el fin la demostración. Todo es ímpetu vital: una brizna de hierba en su crecimiento iguala el esfuerzo del más sublime pensador. Entre los hombres no puede haber fronteras. Walt Whitman comulga con los elementos pero se siente multiplicado en la multitud de Nueva York. Se pierde y se encuentra voluptuosamente en todos esos cuerpos deseables, en todos esos rostros que ofrecen la amistad y el amor. Walt tiende a confundir la amistad y el amor en un mismo impulso de ternura. Camaradas, dice a todos esos compañeros, a todos esos cómplices que comparten su embriaguez de vida. Narcisismo, panteísmo, unanimismo, | qué importan las palabras para un poeta que no puede resignarse a ser tan sólo un hombre, a tener un solo destino / En el puente de Brooklyn, Walt se abandona a la multitud corno a un abrazo. En el imperial de los ómnibus recita a Shakespeare en voz alta. Va al bosque a leer a los árboles sus primeros ensayos. Y los hombres y las mujeres acuden a él como a un vidente o un santo. Los milagros y las visiones de Walt serán sus poemas. Pero antes de Nietzsche y antes de Rimbaud, Walt vive peligrosamente. Practica con candor el desarreglo de los sentidos. El vagabundo se acompaña de marinos y cocheros de plaza, de conductores de autobús y pilotos de la balsa, de pioneers y desertores. Desciende a todos los círculos del Infierno en compañía de demonios con caras de ángeles. Pero en los garitos y en los lupanares, en los tugurios y en los cafetines, bajo la máscara de la miseria, del crimen o del vicio, Walt busca solamente la misma humanidad. Codicia mucho más las almas que los cuerpos y no hay obstáculo que detenga a ese raptor. Es el Esposo que esperan las Vírgenes prudentes y el Seductor que escuchan las Vírgenes locas. Esos años de aprendizaje preparan la gran explosión poética que va a marcar la treintena. En un poema áspero y brutal que podría llamarse Los compañeros, Walt Whitman expresa esa fraternidad de azar y ese pacto inviolable entre dos seres: Dos muchachos siempre juntos, / nunca el uno sin el otro Midamos, / en todas direcciones recorremos los caminos, haciendo / excursiones al norte y al sur, disfrutando del poder, los codos separados, los puños apretados, / armados y sin miedo, comiendo, bebiendo, durmiendo, amando, / sin otra ley que la nuestra, marineros, soldados, ladrones, amenazantes, / alarmando a los avaros, a los lacayos, a los sacerdotes, respirando aire, bebiendo agua, bailando en la pista de la playa, / forzando las ciudades, despreciando la comodidad, burlando las leyes, persiguiendo la debilidad, realizando el saqueo. Esos vagabundeos de Walt recuerdan las exploraciones de Marcel Proust. “A qué país vas por la noche que vuelves con los ojos tan cansados y tan lúcidos”, cantaba Paul Morand. De esas noches lo que cuenta es lo que Walt trae consigo al día. Es preciso arrojar la red a las profundidades de una capital para recoger una pesca milagrosa. A los veintinueve años, Walt sólo conoce New York. Se le presenta la oportunidad de dirigir un periódico en Luisiana. Acepta esa oportunidad de vagabundear por un continente. Desciende por el Ohío y el Missouri, maravillándose al pasar de la riqueza de esa tierra. Es la primavera, una cálida primavera de Luisiana. Los algodoneros en flor forman una nube a ras del suelo. Todo eso pertenece a Walt Whitman, libre ciudadano de los Estados Unidos: los campos, los ríos, los bosques, las minas, y se vanagloria de ello. Es el maleficio del Sur. Una mujer aparece en la vida de Walt Whitman, y su paso deja una larga huella de nostalgia': Una vez crucé una ciudad populosa imprimiendo en mi cerebro, para uso futuro, sus espectácidos, su arquitectura, sus costumbres, sus tradiciones, / sin embargo de toda aquella ciudad sólo recuerdo ahora una mujer que encontré por casualidad, que me retuvo por amor a mí, / día tras día y noche tras noche estuvimos juntos; todo lo demás hace tiempo lo he olvidado, J recuerdo, digo, sólo aquella mujer que apasionadamente se apegó a mí, / de nuevo vagamos, nos amamos, nos separamos de nuevo, / de nuevo me sujeta de la mano, no debo irme, / la veo muy junta a mí con labios silenciosos, triste y trémula. Vuelve a Nueva York al cabo de tres meses, pero el viaje ha madurado su vocación de poeta. Ese aparente ocioso persigue en secreto un gran designio, construye piedra a piedra su catedral o más bien elabora su obra célula a célula como un fruto. Ese falso ignorante acumula bosquejos y notas de lectura. Su libre respiración derriba las trabas de la prosodia clásica. Inventa ese amplio versículo poderoso y flexible, nuevo como los temas que quiere desarrollar. La gloria del hombre, el reino de la democracia, la apoteosis del mundo nuevo y de esa América populosa que es su América en oposición a la de Emerson, son los leit-motiv de esos poemas centrados en la exaltación del individuo y en un sentimiento apasionado de camaradería. Exulta y profetiza confundiendo su destino con el florecimiento de América: Sí, yo haré indisoluble el continente, / haré la rasa más espléndida sobre la cual jamás ha brillado el sol, / haré divinas tierras magnéticas, / con el amor de los camaradas, / con el amor eterno de los camaradas. / Yo plantaré el compañerismo denso como los árboles a lo largo de todos los ríos de América, y a lo largo de las orillas de los grandes lagos, y por todas las praderas, / haré inseparable las ciudades rodeándose el cuello con los brazos unas a otras, / por el amor de los camaradas, / por el varonil amor de los camaradas. Pero ese amor de Walt supera rápidamente la democracia o la patria; se convierte en el rostro ardiente de la caridad, y sus acentos recuerdan sorprendentemente las parábolas del Evangelio: “He aquí la mesa servida para todos”, dice el poeta; “he aquí el alimento para el hambre”. La poesía es el pan místico que Walt desea compartir con todos los hombres. Pero permanece fiel a la Tierra: “Soy el poeta del Cuerpo y soy el poeta del Alma” dice, y reivindica las alegrías del cielo y las torturas del infierno. Y Walt se pinta otra vez de pie: Walt Whitman, dice, un cosmos, el hijo de Manhattan, / turbulento, carnal, que come, bebe y procrea. Pero su misión de liberación lo obsede: Escuchad a través de mí las voces prohibidas, / las voces de los sexos, y de las concupiscencias, pero por mí clarificadas y transfiguradas. Al poner en el tapete todos los valores, otra vez estallan, proclamados con una audacia inusitada, la rebeldía y el orgullo de los puritanos. Pues siendo “omnisciente, omnipotente, omnívoro”, como él lo dice, Walt se proyecta y se multiplica a través de todas las existencias. ¿Quieres que te cuente un combate naval? pregunta Walt al lector, y su visión ya lo arrastra. Ese discípulo de Emerson descubre en todas partes el signo de la continuidad, la promesa de su eternidad: jamás hubo interrupción, dice, no puede haber jamás interrupción. Niega el tiempo y el espacio con la misma seguridad tranquila de Emily Dickinson. El alma es el fin y el centro del universo; el Juicio Final es el encuentro con el compañero por excelencia: Dios. Mi cita está determinada: él es seguro. El Señor estará allí, escribe Walt, esperando que yo llegue en pie de perfección. Pero de nuevo Walt se siente rodeado de discípulos: Me ahogan los que me aman. Adquiere conciencia de su misión: Soy el vagabundo de un eterno viaje, exclama Walt descubriendo súbitamente su propio mito, inventando de golpe la leyenda. Y ese vagabundo dirige a sus fieles extraños adioses que recuerdan los de Cristo; Walt recuerda sin duda aquellas prédicas de iluminados que escuchaba con su padre, tiritando de frío en las esquinas: Me lego al barro para renacer de la hierba que amo, / si me quieres búscame en adelante bajo la suela de tus zapatos, / si no me encuentras en mi lugar, búscame en otro sitio, / en alguna parte me he detenido para esperarte. Pero el Canto a mí mismo es sólo un preludio a otros poemas a esos hijos de Adán, donde Walt Whitman celebra el cuerpo del hombre y de la mujer con un erotismo maravillado: Estar rodeado de bella carne, curiosa, respirante, risueña, exclama. Pero no celebra la sola apariencia del cuerpo, sino, con una precisión digna de la anatomía, las esponjas de los pulmones, el bolsillo del estómago, los delgados hilitos de escarcha roja y la médula de los huesos. Esos poemas cándidos son los que provocaron indignación y luego procesos. Pero Walt no se conforma con celebrar el cuerpo como lo dirá en uno de sus últimos poemas: He cantado el cuerpo y el alma, he cantado la guerra y la paz y los cantos de la vida y de la muerte, / he cantado los cantos del nacimiento y he mostrado qué múltiples eran los nacimientos. Celebra al Nuevo Mundo en el Canto de la exposición, y rechaza las modas y las imitaciones del Viejo Mundo; exalta la epopeya de los pioneers pero a veces se limita a evocar sus comienzos, su juventud mezclada a la juventud de otros hombres y a la risa de los elementos. Entonces, en medio del estruendo de los versículos, se eleva este canto nostálgico: Ah, volver al lugar donde nací, / escuchar el canto de los pájaros una vez más, / vagabundear alrededor de la casa y el establo y por los campos una vez más, J ,y por el huerto y a lo largo de los viejos senderos una vez más./ Ah, criarse en las bahías, en las lagunas, en las ensenadas, o a lo largo de la costa, / seguir empleado allí toda la vida, / el olor salobre y húmedo, la playa, las hierbas saladas que la marea baja descubre, / el trabajo de los pescadores, el trabajo del pescador de anguilas y el trabajo del pescador de almejas; / vengo con mi rastrillo y mi pala, vengo con mi horquilla para las anguilas, / ¿el mar se ha retirado? Me uno al grupo de buscadores de almejas en los bancos, / río y trabajo con ellos, bromeo en la tarea como un joven brioso. En adelante la vida de Walt se confunde con la de su libro. Podará ese árbol para permitir que broten nuevas ramas. El crecimiento de ese libro y su expansión se confunden con su aliento. La indiferencia del público, la burla de los periodistas no pueden alcanzarlo. Emerson ha saludado en él al cantor de América. Walt se limita a replegarse sobre sí mismo con la misma intransigencia que comprobamos en Emerson o en Emily Dickinson. Continúa vagabundeando, leyendo, absorbiendo por todos los poros el espectáculo del Universo. Va llegando a los cuarenta. Está en plena posesión de su genio y su obra se enriquece, se organiza, se distribuye en varios círculos ligados por grandes temas. Más que en un árbol esta obra hace pensar en una vía láctea: en ella dormitaban las nebulosas que se desprenden lentamente para formar el centro de otros sistemas solares, de otras galaxias, de otros cúmulos de estrellas. Y Walt, semejante al demiurgo, vigila las gravitaciones y compone esa sinfonía estelar. Emerson afirma que desde Shakespeare la lengua inglesa no ha producido nada semejante. Esta afirmación se abre camino y la gloria de Walt Whitman crece lentamente cuando la guerra de secesión estalla y divide a los Estados Unidos. Desde el principio Walt toma partido con violencia. Como Emerson, como Emily Dickinson, condena con violencia la esclavitud contraria a la dignidad del hombre y la secesión que amenaza el porvenir de los Estados Unidos. En busca de su hermano herido, Walt se dirige a los campos de batalla y a los hospitales. Había celebrado el esplendor de los rostros y la perfección de los cuerpos, la juventud que hace a los hombres más hermosos que los dioses. Walt descubre la enfermedad, el sufrimiento, las mutilaciones atroces, las operaciones realizadas sin desinfectantes ni anestésicos, al azar. Pero sin desfallecer, Walt hace suyo este sufrimiento. Encuentra centuplicado el amor que le inspiraba la multitud anónima. Enfermero, taumaturgo, director de conciencia, confidente y testigo, se multiplica. Los médicos y los pastores le abandonan los casos desesperados. A fuerza de amor Walt logra a veces una misteriosa transfusión de vida. Consuela a los abandonados; cura a los heridos cuando los enfermeros retroceden ante el olor de las llagas; reconforta a los moribundos. Comparte sus últimas esperanzas y sus últimos pesares, escribe sus últimos mensajes. Se inclina con todo su amor sobre esos hombres apenas salidos de la adolescencia para entrar en la Eternidad. En el corazón del infierno, realiza su vocación. Su leyenda crece en los dos ejércitos: en los campos de batalla ya no distingue entre sureños y norteños, y su caridad ardiente envuelve a todos los heridos. Después de una operación en la que ha ayudado, una de esas operaciones improvisadas sin las precauciones más indispensables, una hinchazón que es una forma de gangrena, aparece e invade sus brazos. “Casi me avergüenza estar tan bien”, escribía Walt a su madre. Este envenenamiento de la sangre le revela que es vulnerable como los otros hombres. Evacuado, regresa lentamente a Nueva York. Compone sobre la humanidad sufriente poemas que reflejan su experiencia. Lincoln es asesinado. Entonces Walt escribe un inmenso poema donde la aparición de un héroe, el florecimiento de una rama de lilas y la muerte del héroe forman un admirable contrapunto. Se convierte en un poeta nacional, en el sentido más noble de la palabra. Walt cumple en un ministerio oscuras funciones que le permiten vivir, es decir soñar, escribir y vagabundear con sus amigos. Porque ha encontrado en Washington otros amigos de manos rudas, de rostros candorosos, de corazones puros. Una noche en el ómnibus Walt Whitman conoce a un joven conductor. Es el coup de foudre de la amistad. Walt Whitman inscribe en sus poemas el nombre de Peter Doyle. como Miguel Ángel pintó en las bóvedas de la Sixtina, en medio de las sibilas y los profetas, el rostro de Tomaso Cavalieri. Con Peter Doyle, Walt hace largos paseos. Quisiera explicarle la poesía; Peter Doyle no comprende. Hijo de herrero, a los dieciocho años hace la guerra en el ejército sureño. Pierde los manuscritos que Walt le da, pero esta amistad llena la vida de Walt. En sus cartas llama a Peter Doyle: “Mi niño querido, hijo mío, hermano mío”, y esta pasión contiene sin duda todos los rostros del amor. Es la época en que la gloria de Walt llega al Viejo Mundo. Swinburne lo compara con Blake, y Rossetti lo celebra. Entre esos nuevos discípulos, una mujer atenta y fervorosa, Ana Gilchrist, se pone en camino hacia Walt. Será Magdalena y María a la vez. Una gran serenidad reina en el alma del poeta. Después de las pruebas, alza los ojos hacia la evidencia tranquila del cielo nocturno: Citando escuché al sabio astrónomo, / cuando las pruebas, los números, se alinearon en columnas delante de mí, / cuando me mostraron los mapas y diagramas para sumar, dividir y medir, / cuando sentado en la sala escuché conferenciar al aplaudido astrónomo, / qué pronto me sentí inexplicablemente cansado y harto, / hasta que levantándome me deslicé afuera para vagabundear solo, / en el místico aire húmedo de la noche, y de ves en cuando / alzar los ojos en perfecto silencio hacia las estrellas. Va a entrar en un otoño fecundo, pues para ese sembrador no hay estación muerta, cuando le da un primer ataque de parálisis. El hombre que tanto ha celebrado la vida libre y salvaje, está clavado en un cuarto miserable. Su madre se encuentra muy enferma en Nueva York. Walt se arrastra a su cabecera. Con estupor ve morir a la que fuera para él “lo mejor de la vida, lo mejor del amor”. La creía inmortal, así como él se había creído invulnerable. Pero Walt no desespera: “volveré a salir en primavera como las ranas y las lilas”, escribe a Peter Doyle. A veces se le escapa un grito de sufrimiento y es esa plegaria de Cristóbal Colón donde el poeta se identifica con el navegante vencido: Viejo andrajoso, ruina, / arrojado a esa orilla salvaje, lejos, muy lejos del país, / encerrado por el mar y negras cimas enemigas, después de doce meses sombríos, / dolorido, endurecido por tantas faenas, hastiado y próximo a morir, / voy por mi camino a la orilla de la isla, / desahogando mi corazón apesadumbrado. / ¿Enuncio el pensamiento del profeta, o estoy delirando? / ¿Qué sé de la vida? ¿Y de mí mismo? / No sé siquiera mi propia obra pasada o presente, / imprecisos, sus atisbos se extienden siempre cambiantes delante de mí, / mundos nuevos y mejores, de su rudo parto, / que se burlan de mí, me confunden. Y esas cosas que de pronto advierto, ¿qué significan? / Como si algún milagro, alguna mano divina me abriera los ojos, / vastas formas sombrías me sonríen a través del aire y del cielo, / y en las olas lejanas bogan navíos innumerables, / y oigo en lenguas nuevas himnos que me saludan. Walt se va de Filadelfia para vivir en el campo, en una granja. Espera, exige el milagro. La fe que los puritanos dirigían a Dios, la vuelve hacia la naturaleza, hacia sí mismo. Tendido en la hierba, pasa horas enteras en un valle solitario, se baña y cubre su cuerpo con el barro del torrente. Siempre hay en Walt un taumaturgo: esta vez se resucita a sí mismo. Recupera en seguida su necesidad de vagabundeo. Descubre con embriaguez las Montañas Rocosas, el Colorado, pero sus fuerzas de convaleciente lo traicionan en Saint-Louis. Walt se establece en Camden, un suburbio cerca de Filadelfia; continúa siendo un peregrino, pero camina por las rutas imaginarias del pasado: volver hacia atrás, dice, errar como en sueños, meditar sobre los días cumplidos, los amores, los seres, los viajes, éste es el programa que llenará sus últimos años. “Vejez que fluye con la deliciosa libertad de la muerte cercana” dice Walt. Se despide de sus poemas como de viejos compañeros. Se despide de ese misterioso discípulo a quien siempre ha legado su pensamiento: Me siento corno quien al fin de su jornada va a retirarse un momento, / acepto de nuevo uno de mis numerosos traspasos. / ¡Adiós! l Acuérdate de mis palabras: es posible que vuelva. Sueña con la muerte como con una fuga silenciosa: Al final, tiernamente, / que de los muros de la poderosa casa fortificada, de los cerrojos corridos, de la guardia en las puertas bien cerradas, / sea llevado en un soplo, / salga desligándome sin ruido, / con la llave de la dulzura abre los cerrojos con un murmullo, / abre de par en par las puertas de mi Alma. Su canto se ensancha en el tiempo y en el espacio. Los poetas son capitanes y los descubridores de continentes, poetas: Cuando todos los mares estén liberados, / aparecerá el Poeta, el hijo de Dios, / doblará el Cabo de Buena Esperanza para siempre. Walt se siente testigo del pasado y fiador del porvenir, defensor del Arca y anunciador de los tiempos nuevos. Es el Cristóbal Colón de otra América más fabulosa que las comarcas con que soñaban Marco Polo y Vasco de Gama. La ruta de las Indias es la poesía. Anexa ahora comarcas misteriosas, las orillas inexploradas del sueño. Visita a los durmientes mezclando confidencias y divagaciones: “Sueño en mi sueño todos los sueños de los que duermen”, dice Walt, “y me convierto en los que sueñan”. Celebra a ese pueblo dormido, a ese pueblo yacente: Los que duermen son bellos, tendidos y sin ropas. / Tomados de la mano son como una ola sobre la tierra entera del Este al Oeste, tendidos y sin ropas. La exploración de los mares imaginarios (esta vez lo arriesgamos todo, dice Walt, el navío y nosotros mismos), la exploración de las tierras que sólo hollan los que duermen, preparan a Walt Whitman para una última expedición hacia una tierra más silenciosa que el sueño, para un periplo sin fin y sin escala. Oigo cuchichear la divina muerte, repite Walt: Oigo cuchichear a la divina muerte en murmullos, / parlería de labios por la noche, coros silbantes, / pasos que dulcemente suben, místicas brisas de hálito blando y bajo, / ondulaciones de invisibles ríos, olas de una corriente que fluye, fluye siempre, / (¿O es el chapoteo de las lágrimas, el océano ilimitado de las lágrimas humanas?) Veo, entreveo en el cielo grandes masas de nubes, / lentamente, fúnebremente flotan en silencio, se hinchan y se mezclan, / con una estrella a veces, a lo lejos, semioscurecida, triste, / que aparece y desaparece. (Más bien algún parto, algún augusto nacimiento inmortal, / en las fronteras impenetrables para los ojos; / alguien entrega su alma.) Y llama dulcemente a la muerte como última realización. Komm Süsser Tod, cantaba Bach en el sublime coral. Sus últimas invocaciones se asemejan a esos cánticos sagrados llenos de una misteriosa impaciencia. Pero los hombres del Nuevo y Viejo Mundo rodean al poeta, y él sonríe a esos admiradores fanáticos. Había profetizado esta reconciliación de un poeta con su pueblo. “A la hora señalada América avanzará al encuentro de sus poetas. La prueba de un poeta debe diferirse estrictamente hasta que su país lo absorba con tanto amor como él ha absorbido a su país.” La ternura de los corazones sencillos y la veneración de un pueblo endulzan sus últimas horas. En su agonía, Walt recuerda otra vez a sus compañeros: “No veré más a los hombres de la balsa”. Los hombres de la balsa son los que se reúnen alrededor de sus despojos, y también extraños caminantes venidos del fondo de las edades, peregrinos cuyos pasos levantan todavía el polvo de los caminos de Asia y Galilea. Voces fervientes salmodian sucesivamente los poemas fraternales de Hojas de hierba, los himnos védicos, las parábolas de los Evangelios, las sentencias de Marco Aurelio, las promesas de £akia Mouni y de Zoroastro. Todas las sabidurías, todas las religiones forman para Walt Whitman una sola liturgia. Alrededor del vagabundo se reúnen todos los profetas, pues ese pescador de hombres es el último de los profetas. De la orilla del tiempo a la orilla de la eternidad, sobre sus hombros de carpintero, ese hijo de cuáqueros ha trasportado diariamente la alegría y el dolor de los hombres. Ese barquero de la poesía, ese San Cristóbal cándido y musculoso, continúa avanzando con el Niño, cada vez más pesado, sobre sus hombros. América también continúa su camino. En la cala de ese navío cargado por los siglos se amontonan los tesoros del Viejo Mundo, las telas de Vermeer y de Cézanne, los mármoles griegos, los manuscritos preciosos, pero también las riquezas que Walt enumeraba con embriaguez: el petróleo y el algodón, la madera, el mineral y el carbón. Como olas poderosas, los poemas de Walt Whitman empujan hacia el porvenir el barco de los peregrinos, y los cánticos espirituales de Emerson y de Emily Dickinson planean sobre ese navío como los pájaros que antes anunciaban las orillas próximas de otra tierra de Canaán. |
Ensayo de Christian Murciaux
Traducción de Aurora Bernárdez (Argentina)
Publicado, originalmente, en: Revista "Sur" Nº 215 - 216 setiembre - octubre de 1952 - Buenos Aires, República Argentina
Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina
Link del texto: https://catalogo.bn.gov.ar/F/?func=direct&doc_number=001218322&local_base=GENER
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