Horacio Quiroga en París: un raro en bicicleta

Ensayo de Rocío Muñoz Vergara
Universidad Nacional de Rosario

Una de las primeras cosas que hace Horacio Quiroga cuando llega a París es comprarse una bicicleta. Echeverría se había llevado su guitarra (Fleming “Introducción” 11), Quiroga elige una opción bastante disonante. El diario de viaje y las crónicas que escribió para La Reforma están llenos de alusiones al ciclismo. Una parte importante del poco dinero que tiene va para el velódromo; una parte importante de su escritura en París, de su vida en París, está dedicada a la bicicleta. Así el ciclismo parece tener más relevancia para él que las tertulias en los cafés o los intentos por destacarse en y desde ellas. Sabemos que nunca abandonó la afición y que además la complementó con el gusto por la moto, todavía más veloz. De hecho, sus casas en San Ignacio, la de madera reconstruida y la de piedra, así como la casa natal en Salto, muestran algunas de sus adquisiciones. A Quiroga en París lo hace raro montar en bicicleta, no pasar hambre ni escribir a la manera modernista. París y el modernismo se le caerán como a una víbora la camisa.

Años después del viaje, Quiroga le dijo a su amigo Julio Pairó que había ido a París por la bicicleta, comentario que Pablo Rocca interpreta como “una forma de ocultar su fracaso como escritor allí o de burlarse de su entonces abandonada bohemia de salón” (Horacio Quiroga). Sin embargo, el diario muestra otra cosa. No insinúo que realmente fuera la bicicleta el motivo central del viaje, pero sí que es lo que subyace, visto de modo retrospectivo. Ahora bien, ¿puede esto relacionarse con la escritura, o con la construcción de su imagen de escritor? ¿Juega la bicicleta algún papel en el debate a propósito de Quiroga y la bohemia de principios de siglo?

Como argumentó Beatriz Sarlo, “la vocación por el ‘saber hacer’ está, probablemente, en casi todas las aventuras de Quiroga” (“Horacio Quiroga” 1276), que no sabe dejarse llevar y por eso no puede hacerse el bohemio. Por más que intente la estética modernista, llena de escenas lánguidas de lluvia suave, atardeceres melancólicos y crepúsculos, su ritmo es más veloz y vertiginoso, implica acción dinámica, no contemplación poética. “La pasión futurista de la velocidad adjudica a la máquina ese estatuto de desafío permanente de los límites materiales y también de las habilidades prácticas” (1278), y de ahí su poderoso influjo en el salteño. Esto se relaciona con la escritura porque implica un dinamismo, una lucha por la acción, y por tanto, un deseo de narratividad que Lugones ya intuyera tras la publicación de Los arrecifes de coral (1901), probablemente merced a cuentos tan originales como “El guardabosque comediante”. Por eso le aconsejó que le iría mejor si abandonara el verso y se dedicara a escribir cuentos (Lafforgue “Noticia preliminar” 809-811)[1]. La bicicleta como símbolo anuncia ya en París un destino vital y literario personal y solitario, de trazo contundente, veloz y preciso, como el pedaleo. Esta escritura que intenta aunque todavía débilmente marcar una impronta propia a golpe de pedal aparece ya en algunos de sus primeros cuentos, como “Episodio” (Revista del Salto 1900)[2], donde en una sola página se narra la vertiginosa metamorfosis de los protagonistas en gusanos, o “Charlábamos de sobremesa” (La Alborada 1901), donde se hace burla de las supersticiones a propósito del lobisón.

La crítica clásica sobre Horacio Quiroga dividió su producción en cuatro etapas, la primera de las cuales, denominada por Arturo Sergio Visca etapa de “iniciación modernista” (Época modernista 7), abarcaría de 1897, fecha de su primera publicación (25-27)[3], a 1904, año en que se edita El rimen del otro. El punto de partida es precisamente la crónica de un recorrido en bicicleta, y el punto de llegada es el libro en que por fin abandona la poesía. Además del viaje a París, este periodo comprendería su adolescencia extravagante en Salto, el Consistorio del Gay Saber que funda en Montevideo, Los arrecifes de coral, que fue su primer libro, su exilio a Buenos Aires tras la muerte de sus dos hermanos y de su amigo Federico Ferrando, el viaje metamórfico a Misiones, su prolongación en la aventura chaqueña cultivando algodón, y finalmente la publicación de El crimen del otro. Tanta agitación impide un encasillamiento y además lo rechaza.

Se puede pensar en este primer Quiroga como bohemio, o como dandi, o como ambos roles en lucha, o como ambos roles en acuerdo. El asunto es polémico y contradictorio porque Quiroga no se deja etiquetar. No es sencillo analizar su relación con el dinero, ni con su contexto histórico y social, ni con el espíritu de la época. Toda su vida mantuvo al respecto posiciones polémicas. Lo que está claro es que quería ser escritor, y no sólo eso, quería ser un escritor modernista, con todas sus implicancias. Quería la “gloria rara” (abril 3. Quiroga Diario y correspondencia 19)”[4], sólo que para él, dicho ya por sus primeros biógrafos, “la gloria tenía dos ruedas, dos pedales y un manubrio” (Delgado y Brignole Vida y obra de Horacio Quiroga 55).

Se fue a París con 21 años, en el centro de una juventud vital y literariamente activa. Previamente al viaje ya había fundado y disuelto la Revista del Salto, que duró 5 meses y 20 números y dejó de hacerse “porque no se supo adaptar al medio en que vivía” (Quiroga Época modernista 95)”[5]. También había formado con sus amigos un grupo literario estridentista, los tres mosqueteros, en donde él era D’Artagnan. Entre otras cosas, se reunían en casas ruinosas a declamar sus composiciones. Todo esto junto con su interés por las máquinas, la fotografía, la química y la ciencia en general, es lo que se cuenta siempre de su primera juventud, de la que también se destacan sus desaciertos literarios. Después se va a París, donde permanece poco tiempo, teniendo en cuenta que sale de Montevideo el 30 de marzo y vuelve el 12 de julio, y los viajes de ida y vuelta duran un mes, respectivamente.

Si París en la época era un “lugar común”, la pregunta sobre por qué se va se habilita justamente porque se vuelve. El motivo más evidente del viaje lo señala ya Emir Rodríguez Monegal en la Introducción al Diario que acompaña su primera edición: “Porque París era, entonces, la meta de todos los aspirantes a poetas, la capital natural del modernismo” (“Introducción” 6). Pero el crítico percibe que “en ningún momento Quiroga insinúa que haya intentado participar de la intensa vida literaria de París”, y que el lector “que consulte el Diario se sentirá necesariamente perplejo ante el móvil del viaje, que no resulta nunca indicado explícitamente” (6). Aduce entonces otros dos motivos: “la exposición universal de París y las competencias ciclistas” (7). Y refuerza esta consideración explicando que “para el joven, no era el ciclismo sólo un espectáculo. Él era, ante todo, un corredor” (8).

Añadamos un motivo más: el deseo de estar en el lugar donde quería que estuviesen sus personajes, y con él la intención no sólo de hacer literatura, sino de serla. Esto fue exactamente lo que hizo durante toda su vida, estar en el lugar de su ficción, lo cual conlleva, si no una pose, sí una actitud, que podemos rastrear en las marcas que para la posteridad han quedado de lo íntimo: el diario de viaje, concebido como algo privado, pero también como algo público en tanto crónica de viajes a la manera de la época, y en tanto testimonio de un escritor. Además, no hay que pasar por alto el hecho de que Quiroga lo escribiera pensando en sus amigos como destinatarios[6], posibilitando, quizá como todo el que escribe un diario, la dimensión pública de su relato. Y algo más. Alejandra Laera rescata un dato interesante: Quiroga se anotó a la ida del viaje como “comerciante”, y a la vuelta como “giornalista”. Sin embargo, en París sólo escribió dos crónicas para La Reforma, por más que en el diario se prometía una serie. Cuando el hambre lo acucie, no tendrá inspiración para escribir versos, pero sí para registrar esto mismo en el diario, que se convertirá, dicho por Laera, “en el verdadero espacio de la escritura” (“Sin pan y con trabajo”). Las estrecheces económicas debilitarán el impulso poético, pero permitirán la narración dinámica y el énfasis en la precariedad. El diario es el espacio donde se irá construyendo como raro y como “personaje”, y donde las contradicciones de la modernidad quedarán expresadas, para ser resueltas de manera distinta al modelo imperante en la época. Saldrá como un Ulises en busca de Troya, y poco a poco se irá configurando como un Robinson Crusoe, con lo que París tendrá algo de isla desierta y Salto algo de Ítaca. Esta escasez material será en sí misma objeto de escritura, porque la segunda libreta de las dos que componen el diario se irá acabando sin que tenga dinero para comprar otra, y Quiroga escribe precisamente sobre esta circunstancia precaria, similar en cierta medida a la de los personajes de muchos de sus cuentos posteriores: piénsese en la escasez de recursos para la cura de la mordedura de víbora en “A la deriva” (Cuentos de amor de locura y de muerte 1917), o para fabricar licor en “Los destiladores de naranja” (Los desterrados 1926). La primera libreta es un registro de la travesía en barco, un medio de transporte que lo agobia porque no es él quien lo maneja, y porque no se parece en nada a los barcos de la literatura. En ella Quiroga se percibe como eslabón de una cadena de viajeros que durante todo el siglo XIX hicieron para consagrarse el mismo recorrido, del Río de la Plata a la capital de Francia. La evolución de estos viajes a París y sus respectivos objetos e interpretaciones ha sido magistralmente estudiada por David Viñas, que plantea una cronología que va desde el viaje colonial, el de Belgrano por ejemplo, allá por 1810, hasta el viaje estético, ya en 1900, en el que se enmarcaría Quiroga. Según Viñas, se trata de “una constante con variaciones: sucesivos papeles que van desempeñando los intelectuales argentinos del siglo XIX—romántico en sus culminaciones y en su disolución— caracterizan al expatriado de 1840, al excéntrico de 1880 hasta llegar al raro del 1900”.

Y eso quiere Quiroga, ser un raro, un elegido, un héroe. “Hasta creí que la gente que llenaba el muelle me miraba fijamente, como a un predestinado” (Quiroga Diario y correspondencia 15). Sumémosle el recuerdo constante en el barco de la amada a la que tuvo que abandonar, una Penélope que más que posiblemente no lo espere, y las quejas de que no haya tempestades ni nada medianamente literario en el viaje. “Una de las cosas que me prometía de bueno eran los temporales, las fosforescencias, el calor de la línea, los peces voladores, los delfines, etc. Pues bien: ni un temporal, insignificantes fosforescencias, ningún calor en la línea, dos o tres peces flacos y locos, cuatro o cinco delfines” (32).

Durante la travesía baila valses y mazurcas mejor que sus compañeras, propone juegos para entretenerse y entretener... se divierte construyendo una imagen “rara” y también de corte heroico (se dice “huérfano de todo, salvo una tía” (19), pero a la vez dice de sus compañeros de viaje: “todos equilibrados, vigorosos, estúpidos”. Y en contraposición: “yo me dejo la barba que tiene medio centímetro, el pelo largo y el cuerpo flaco” (21). Su actitud es un producto de su biblioteca. Pero el héroe clásico, que cuando hablan de literatura “se crispa como un caballo árabe” (13), tiene una pasión moderna, la bicicleta, y este desdoblamiento indica un desvío de la expectativa típica, que se manifiesta ya en la travesía. “Por efecto del brusco cambio de temperatura (pues ahora hace frío, verdadero frío), mi asma de Otoño ha venido a visitarme. No me ha dejado aún, ni creo me abandonará hasta que esté en París - el 26 (supongo), una vez que esté instalado, que pueda abrigarme bien de noche, transpirar, quemar polvos, andar en bicicleta...” (33). Y alquilar una bicicleta es lo primero que hace ni bien toca tierra en Génova, mientras espera su tren hacia París. “Hicimos tren en el Parco Bisagno, subimos el corso de circunvalación del mar, fuimos al Parco dell'Acqua Sola -gran cosa para máquina- y fuimos a dejar las bicicletas a 2 francos la hora” (36). En esto acaba la primera libreta, en cuyo ángulo superior izquierdo de la contratapa anterior dibuja a lápiz una diminuta bicicleta.

La segunda libreta empieza en París, previsiblemente en un café, el 25 de abril de 1900.

El dinero escasea casi desde el principio, y lo que más prioriza es el ciclismo: “No es mucho que digamos 17 pesos por mes en París; pero, ahorrando de cuando en cuando algunos días, pienso no faltar a carreras” (Quiroga Diario y correspondencia 43).

Pronto el diario se convertirá en gran parte en una crónica ciclista: “2 y 20 p.m. Estoy hace media hora en el Velódromo. En este momento toca una marcha la banda de música. Estoy medio loco. ¡Qué recuerdo! Y luego los titanes que voy a ver, me ponen excitadísimo. La pista tiene 666.66, y está tan bien trazada, que parece tuviera la mitad. Habrá en este momento unas 6 u 8000 personas de todas clases. Les llama la atención mi camiseta con C. C. S” (46). “Taylor es más ligero; el otro tiene un tren terrible. Hasta los 10 K van juntos; entonces pasa rápidamente Taylor” (51).

Prefiere entonces el velódromo al café (Colombi 2004), y esta no es precisamente la mejor manera de adaptarse a los ritos de la bohemia en la que entrará por necesidad. Pero cuando el dinero falte, se acogerá a la tradición del hambriento inspirado: “Esta mañana no almorcé, porque no tenía con qué. Sin embargo, tenía mucha hambre”. Y a pesar de todo, estos son los días más inspirados que he tenido. Héteme escribiendo a menudo. Y creo que no con mal resultado” (Diario y correspondencia 57).

No obstante, gradualmente, a medida que el hambre aumente, decrecerá la inspiración literaria y la bicicleta será el refugio, el “rincón”, la casa en el sentido que propone Gastón Bachelard (2000)[7]. El hambre lo acerca a la bohemia real, no impostada, y como consecuencia, tiene que empeñar su bicicleta, entre otras cosas. “Mañana iré a empeñar la bicicleta. Creo me darán treinta o cuarenta francos. Luego revenderé el boleto por 30 francos, y así tendré sesenta, lo bastante para hacer un telegrama y comer 3 días. No tengo más que 70 céntimos en el bolsillo” (Diario y correspondencia 56). “he empeñado hoy la bicicleta en el Montepío”. (56). Y no sólo eso, sino que tiene que aceptar dinero de sus compatriotas, para subsistir. Entonces escribe: “No tengo fibra de bohemio; porque tengo mucha vergüenza; y, dígase lo que se diga, para llevar esa vida se necesita no hacer caso de insultos y sonreír de alegría cuando le tiran una moneda” (67). Y al día siguiente:

En cuanto a París, será muy divertido pero yo me aburro. Verdad que no tengo dinero, lo que es algo para no divertirse. De todos modos, es hermosa ciudad aquella en que uno se divierte, ya se llame París o Salto. Un poeta griego de la decadencia, dijo: “La patria está donde se vive bien”. Es un gran pensamiento. ¿Por qué he de decir yo que no hay como París, si no me divierto? Quédense en buena hora con él los que gozan; pero yo no tengo ninguna razón para eso, y estoy en lo verdadero diciendo que Montevideo es mejor que París, porque allí lo paso bien; que el Salto es mejor que París, porque allí me divierto más. ¿Qué da que otros digan lo contrario, porque aquí lo han pasado bien? Cada cual vive la vida que le es posible; y el cazador que vive en su bosque, el rural que goza con su escopeta y sus soles, tiene razón cuando afirma que el monte o el pueblo es mejor que París. ¿Qué tenemos que decir a eso? Gócese en buena hora, ya sea donde sea. El lugar que nos ha visto felices y contentos, es el mejor de todos. En París se divierten los demás; yo en Salto. ¿Diré por lo tanto que esto es mejor que aquello? Sería una estupidez (Diario y correspondencia 70).

He aquí la rebeldía. Él es un provinciano, y de pronto descubre que verdaderamente quiere serlo. No quiere ser un cosmopolita. No quiere ser un bohemio, pero como sí quiere ser un raro, está en una encrucijada difícil, que vendrán a resolver primero la bicicleta y cuando ya no la tenga, el regreso. Además, París no es buen lugar precisamente para hacerse el ciudadano del mundo, porque esto desde luego no tiene nada de escandaloso en el lugar cosmopolita por antonomasia. Hacerse el provinciano en París es justamente lo que no corresponde, como tampoco corresponde rechazar la bohemia.

Esta contradicción es la forma quiroguiana de transitar la modernidad, en el sentido que apunta Marshall Berman cuando afirma que “Ser moderno es encontrarse en un ambiente que promete aventuras, poder, alegría, desarrollo, transformación de uno mismo y del mundo, y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que conocemos, todo lo que somos. (...) nos introduce a todos en un remolino de desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia perpetuas” (Todo lo sólido se desvanece en el aire 20).

Si al remolino parisiense añadimos la escasez económica, la bohemia hubiera sido una solución, pero demasiado previsible, y además hubiera implicado una forma de sociabilización que Quiroga no acepta.

En el café donde conoce a gente del calibre de Rubén Darío, Manuel Machado y Gómez Carrillo, no se le ocurre otra cosa que preguntarle a este último si habla guaraní, y la malignidad de la pregunta no es muy bien recibida por el guatemalteco. Así lo interpreta, lapidario, Rodríguez Monegal en la nota 90 al diario: “En París recrudece su nacionalismo, añora la Plaza Independencia o la laguna de Palma Sola; reniega de la gran ciudad y exalta la villa natal, y para equilibrar el despreciativo cosmopolitismo de estos expatriados, se le ocurre agredirlos con el guaraní. Vuelto a América, sin embargo, será otra vez el decadente, el exiliado de París. Y en Los arrecifes de coral intentará expresar su experiencia de la gran capital del decadentismo” (“Introducción”).

Quiroga es entonces, ni más ni menos y para siempre, un desubicado, y cuando acompase su desubicación literaria a la desubicación vital, se convertirá por fin en ese escritor capaz de narrar historias como las de Los desterrados, los ex hombres, los “tipos pintorescos” que “tocan normalmente banda y emprenden los rumbos más inesperados” (Quiroga Todos los cuentos 626). Como don Quijote, otro desubicado, él había creído que el modernismo de lo que leyó sobre París estaba realmente en París, a semejanza quizá del protagonista de “Las ninfas” de Rubén Darío (Azul). Pero no ve ninfas y hasta las cocottes son demasiado caras. Se habla poco del tema, pero también contrae una enfermedad venérea, blenorralgia según Roberto Ibáñez[8], y en lugar de jactarse, a lo Max Estrella cuando habla de su sífilis como “el regalo de Venus” (Valle-Inclán 1924), él cifra su enfermedad, cuya zona de molestia le impide precisamente ir en bicicleta. “Y para mejor, continúan (texto cifrado) Verdad que todo en declinación. Mas no puedo casi andar en bicicleta, no voy a ningún lado porque no tengo cómo, solo siempre, una vida bestial que llevo hace días” (Quiroga Diario 54).

Entonces trata débilmente -y sin éxito- de conseguir trabajo en la imprenta Garnier. Le manda un telegrama a su madre. Le pide dinero. Le envía cartas cuyo contenido no nos ha llegado pero podemos imaginarlo. No recibe respuesta. Se vuelve, y le tocará entonces encontrar otra manera de ser más raro que Los raros.

Si, como decía Gómez Carrillo, para ser bohemio hay que tener muy poco dinero y muchas ilusiones (1911), esto fue precisamente lo que le pasó a Quiroga en París, y también precisamente por esto se volvió. Afirma taxativamente Abelardo Castillo: “Se ha hablado de la bohemia parisina de Quiroga. No existió tal bohemia. Y apenas existió París” (“Liminar” XXII). Si validamos esto tenemos que validar también que la bohemia supone una aceptación por parte del que la “practica”, con lo que la expresión “inquerida bohemia” sería un oxímoron.

En París para ser raro tenía que ir al velódromo en lugar de a las tertulias. A la vuelta y teniendo en cuenta la escasa competencia, le basta con hacerse el poeta decadentista y estridente. No es que abandone la bicicleta, pero ya no es un generador de resistencia. Eso sí, si la resistencia en la época tenía que consistir social y literariamente en hacerse el dandi o el bohemio, Quiroga escoge la primera opción, porque en París probó la segunda y no le vio la gracia. Además, con la vuelta a su país vuelve también el dinero.

En su artículo sobre “dandis y bohemios en el Uruguay del 900”, Fernando Aínsa indica que “El dandi se caracteriza por sus posturas irreverentes y provocadoras y proclama con orgullo su diferencia. Con gesto impostado y a veces agresivo, se despoja de las máscaras de la burguesía convencional a la que generalmente pertenece por su origen de clase y busca una disonante originalidad que lo convierta en fabuloso espectáculo de sí mismo ante la sociedad a la que desprecia como pacata y prejuiciada”. Por contraste, “el bohemio inadaptado”, el abúlico del periodismo y las tertulias de los cafés de moda, generalmente ha abandonado sus estudios y se califica con orgullo como autodidacta. En su difusa inquietud se siente tentado por ideales sociales y políticos, inicialmente anarquistas y luego socialistas, que llegan a Montevideo desde Europa o a través de escritores y sindicalistas argentinos exiliados en Uruguay”. Es difícil asociar a Quiroga con algún punto de esta descripción, si no es con el autodidactismo, con lo que, teniéndola como base, Quiroga se va como dandi y vuelve como dandi, y en París le sobreviene la bohemia pero descubre que “no tiene fibra”. Este vaivén agónico lo constituye como sujeto moderno, por un lado, y por otro lo instala en un modo particular del modernismo, entendido como estética y como actitud vital, pero desprendido de algunos de sus rasgos característicos. Y es que, si como dijo Manuel Ugarte ya en 1908, “el modernismo no es quizá más que un movimiento individualista, una coalición momentánea de gentes que abominan lo que existe sin declarar lo que desean y quieren ir a alguna parte, sin saber adónde” (46), entonces este primer Quiroga es modernista; pero el caso es que por más que en sus textos trate de buscar la armonía rubendariana (“Ilusoria más enferma”, Rojo y blanco, 1900; “Jesucristo”, Los arreafes de coral, 1901), vital y literariamente es más heredero de Poe (“Fantasía nerviosa”, Revista del Salto, 1899; “Para noche de insomnio”, Revista del Salto, 1899), y en

París no encuentra su espacio porque le toca ser uno más. Sin embargo, en Montevideo sí puede volver a asumir su postura de líder individual, y de hecho el Consistorio, del cual es pontífice indiscutible, es previo a La Torre de los panoramas de Herrera y Reissig.

Hugo Biaginni, en su elocuente libro Utopías juveniles: de la Bohemia al Che, plantea las relaciones que en el 900 se dan entre bohemia y juventud, señalando la fuerza de la unión y el compañerismo, valores que no tienen que ver con el joven Quiroga, si no es por lo que respecta a sus amigos. Es de hecho su individualidad y su necesidad de autarquía, que la bicicleta representa a la perfección, lo que lo hacen recibir a disgusto el dinero de sus compatriotas, que otros hubieran entendido como signo de compañerismo y fraternidad. La crudeza de la soledad es de hecho una característica de algunos de sus cuentos más conocidos, como “El desierto” (El desierto, 1924), “El hombre muerto” (Los desterrados, 1926), o “El hijo” (Más allá, 1935).

1900 es también la fecha de publicación de ese canto a la juventud que es el Ariel de Rodó, compatriota de Quiroga. Se trata entonces de un año clave para el pensamiento latinoamericano, y para las redes intelectuales que lo van formando. De hecho, como documenta Eduardo Devés-Valdés en su reciente libro sobre el tema, “Rodó, varios años antes de publicar su obra más importante, antes de haber formulado el arielismo, había ya logrado establecer un conjunto importante de contactos tanto en varios países de América como en España” (Redes intelectuales 67). Los contactos se van multiplicando dando lugar a lo que Devés-Valdés denomina la red arielista, que “significó un nuevo escalón tanto a nivel de las ideas como a nivel de la construcción de un campo intelectual latinoamericano y latinoamericanista”. No es fácil hacer entrar a Quiroga a esta red, y de hecho el propio Devés-Valdés no lo cita en el recuento. La única juventud que entiende como compañera y aliada son sus amigos, y esto lo coloca siempre en una posición difícil y solitaria.

No insinúo con esto que su viaje no tenga nada que ver con el de los demás, pero sí que, valga el juego de palabras, procura no procurarlo.

Al hablar del viaje de Los raros, Viñas señala que, a diferencia de sus antecesores, “en lugar de gastar en el restorán, el teatro o el prostíbulo preferirán el museo” (“La mirada”), Quiroga pasa muchas páginas de su diario contando lo que ve en los museos y en la exposición universal, y esto lo asemejaría al resto, si las páginas que dedica a temas de arte y arquitectura no compitieran en extensión con las que escribe sobre la bicicleta. Entre el museo y su afición por la máquina se juega su contradicción. No es que proclame como Marinetti que el automóvil de carreras es más bello que la Victoria de Samotracia (1909), pero sí lo conforta más el dinamismo que la quietud, el “hacer” que el “mirar”. No tiene fibra de “flaneur”. El gusto refinado y cosmopolita se entrevera con el recuerdo de su ciudad y con la bicicleta, representados ambos en la camiseta del Club Ciclista de Salto. Esta dualidad es vivida en solitario, pero tiene un espacio de escritura, el diario, y poco a poco se irá trasladando tanto a los cuentos como a sus opciones vitales.

La tensión entre estar solo, a la intemperie, y estar con los otros, saber relacionarse correctamente con los otros, que además es, según Pierre Bourdieu, la única manera de conseguir un lugar en el campo intelectual, se hace contradicción violenta en los viajeros del 900 en general, y en Quiroga en particular. Como destaca Viñas, “el juego antagónico intemperie/domesticidad condicionará prolongadas secuencias” (“La mirada”). Este es el juego de Quiroga, la traducción de Quiroga de civilización y barbarie, esta es su contradicción moderna irresoluble, la doble faz que el propio Viñas señala de su posterior presencia corpórea en la selva misionera e incorpórea pero no por eso menos presente en Buenos Aires.

Leonardo Valencia ha subrayado que “el cosmopolitismo de la literatura latinoamericana en el siglo XIX, desde Juan Montalvo a José Martí, y su proyección a principios del siglo XX con Rubén Darío y Alfonso Reyes, señaló dos rasgos básicos para la constitución del perfil creativo latinoamericano: el reencuentro con las raíces de las que se provenía y la revisión de los antecedentes nacionales de cada escritor” (“El tiempo de los inasibles” 9). Pero estos rasgos no tienen en Quiroga el encuentro feliz de Rubén Darío o de Rodó, entre tantos otros. Quiroga no dice: “Mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París” (Darío Prosas profanas 10)[9]. Para él se trata de un viaje bumerang, cuyo sentido está a la vuelta, conque mejor volverse pronto.

En cuanto a su pertenencia declarada al modernismo, no creo aventurado afirmar, teniendo en cuenta lo dicho, que su filiación es más estética que ideológica, y que precisamente esto desvigoriza sus producciones literarias de la época. Ya en la Revista del Salto había escrito un artículo titulado “Aspectos del modernismo” (Quiroga Época modernista 49-50)[10], donde se refiere a elementos intrínsecamente literarios, en busca de una función estética, y en todo caso, de un estatus. “El sentido común da paso al sentido refinado, que es el de los elegidos, de los que han abierto la carrera al Modernismo” (50). Destáquese la idea de “carrera”, porque como señalara en “De sport” (61-62)[11], “una de las características del siglo que va a morir es la adquisición de velocidades anormales” (61). Se trata de llegar rápido, y sobre todo de llegar antes, con lo que mejor ir en bicicleta.

Para concluir, es cierto que Quiroga acostumbra a sacar su escritura de lo extremo, de la “persecución de la aspereza” (Fleming 1994), de la “experiencia” y el “riesgo” (Jitrik 1959); pero de la experiencia y el riesgo individuales, especiales, únicos, diferentes. A esta forma particular de la intemperie es a la que el propio Quiroga denominará “la vida intensa”, ya desde el cuento homónimo publicado en 1908 en Carasy Caretas[12]. Pasar hambre y escribir en París no era su lucha, porque era la de todos. Por el contrario, su destino personal y literario habría de encaminarse a confirmar a golpe de pluma y de machete lo que aparece después encarnado en los protagonistas de cuentos como “La voluntad” (El salvaje, 1920) o “Los fabricantes de carbón” (Anaconda, 1921), algo que ya Quiroga subrayara en “De sport”, antes incluso del viaje a París, en la Revista del Salto y como elogio de la bicicleta: “He venido por mí mismo, mis fuerzas me han traído, a nadie debo nada. Toda la gloria es mía” (Época modernista 62).

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                   —. El desierto, Buenos Aires: BABEL, 1924.

                   —. El salvaje, Buenos Aires: Agencia General de Librería y Publicaciones, 1920.

                   —. Época modernista, Prólogo y notas de Arturo Sergio Visca y Jorge Ruffinelli. Obras inéditas y desconocidas, dirección y plan general de Ángel Rama, tomo VIII, Montevideo: Arca, 1973.

                   —. Los arrecifes de coral, Montevideo: El Siglo Ilustrado, 1901.

                   --. Los desterrados, Buenos Aires: BABEL, 1926.

                   —. Más allá, Buenos Aires-Montevideo: SARLP, 1935.

                   —. Quiroga íntimo. Correspondencia. Diario de viaje a París, edición de Erika Martínez, Madrid: Páginas de espuma, 2010.

                   —. Todos los cuentos. Edición crítica. Napoleón Baccino Ponce de León y Jorge Lafforgue (coord.). Madrid: Archivos, 1993.

Rocca, Pablo. “Cronología bio/bibliográficafundamental de Horacio Quiroga ”, en Horacio Quiroga, selección, prólogo, bibliografía, cronología y notas de Pablo Rocca, Instituto nacional del libro, 1994. Disponible en: http://letras-uruguay.espaciolatino.com/quiroga/index.htm

Rodríguez Monegal, Emir. “Introducción”, en diario del viaje a París, Montevideo: Número, 1950.

Sarlo, Beatriz. “Horacio Quiroga y la hipótesis técnico-científica”, en Todos los cuentos, Madrid: Archivos, 1993, pp. 1274-1292.

Ugarte, Manuel. Las nuevas tendencias literarias, Valencia: Sempere, 1908.

Valencia, Leonardo. “El tiempo de los inasibles”, Cuadernos hispanoamericanos, n° 673-674, 2006, pp. 9-18.

Visca, Arturo Sergio. “Prólogo”, en Horacio Quiroga. Época modernista, Obras inéditas y desconocidas, t. VIII, Montevideo: Arca, 1973.

Valle-Inclán, Ramón del. Luces de bohemia, Madrid: Imprenta cervantina, 1924.

Viñas, David. “La mirada a Europa: del viaje colonial al viaje estético”, Recuperado de Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2010.

                  Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcwd4g1

           —. “Trabajo, espectáculo y correspondencia: Horacio Quiroga”, en Literatura argentina y realidad política. De Sarmiento a Cortázar,; Buenos Aires: Siglo XXI, 1971.

Notas:

[1] Cabe aclarar que Los arrecifes de coral (Montevideo: El Siglo Ilustrado, 1901) contiene dieciocho poemas, treinta prosas líricas y cuatro cuentos, presentándose así como una miscelánea de géneros, a la manera modernista de libros como Azul de Rubén Darío.

 

[2] Los cuentos aquí citados pueden consultarse en su totalidad en la edición de Todos los cuentos, que prepararon Jorge Lafforgue y Napoleón Baccino Ponce de León para la Colección Archivos, Madrid, 1993.

 

[3] Se trata de la crónica de este recorrido en bicicleta, “por terrenos intrincados e inhóspitos”, y junto a su amigo Carlos Beruti.

 

[4] Así dice en su diario el 3 de Abril de 1900. “Me creo notable, muy notable, con un porvenir, sobre todo, de gloria rara. No gloria popular, conocida, ofrecida y desgajada, sino sutil, extraña, de lágrima de vidrio” (Quiroga Diario 19). Sigo en todo momento la edición de Jorge Lafforgue y Pablo Rocca, publicada en Obras, Jorge Lafforgue coeditores, Buenos Aires, Losada, 2007, vol. V, Diario y correspondencia. Esta a su vez se mantiene fiel a la de Rodríguez Monegal (Montevideo: Número, 1950), conservando sus notas y añadiendo algunas otras. Véase también la reciente edición de Erika Martínez, Quiroga íntimo, Madrid: Páginas de Espuma, 2010.

 

[5] Destáquese la ironía. El artículo se publicó el 4 de febrero de 1900, en el último número de la revista, y titulado “Por qué no sale más la revista del Salto”.

 

[6] De hecho muchos años después acabó por confiárselo a su amigo Ezequiel Martínez Estrada, que posteriormente lo cedió a Rodríguez Monegal. El original se custodia en la Biblioteca Nacional de Montevideo.

 

[7] “Hay que decir, pues, cómo habitamos nuestro espacio vital de acuerdo con todas las dialécticas de la vida, cómo nos enraizamos, de día en día, en un “rincón del mundo” (Bachelard

     La poética del espacio 29).

 

[8] Véase la nota 93 a la edición de Lafforgue y Rocca.

 

[9] Se destaca la frase porque puede leerse en sí misma como un manifiesto, al que Quiroga decide no adscribirse.

 

[10].Originalmente en Revista del Salto, Año I, n° 5, 9/X/1899.

 

[11] Originalmente en Revista del Salto, Año I, n° 10, 13/XI/1899, pp. 13-14.

 

[12] Quiroga recurrió a menudo a esta expresión para referirse tanto a su manera de vivir como a lo que pretendía lograr en sus cuentos. Al respecto véase especialmente el artículo de Nora Avaro “El relato de la “vida intensa” en los “cuentos de monte” de Horacio Quiroga” (Gramuglio Historia crítica 179-201).

 

Ensayo de Rocío Muñoz Vergara

Universidad Nacional de Rosario


Publicado, originalmente, en: Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria Nº 18 octubre de 2017

Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria es editado por Cetycli Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario

Link del texto: https://www.cetycli.org/cboletines/8f00b204e9-mu_oz_vergara.pdf

 

Ver, además:

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