Canto a los juguetes rotos de mis hijos

poema de Federico Muelas

 

Os van modelando las manos de mis hijos casi torrencialmente,

huracán que transmuta en una hora el paisaje.
Acaso vuestro destino definitivo, fuera éste que nos sorprende
y tú naciste, bella muñeca rubia, para ser ciega
y tú holandesa de largas trenzas momentáneas
para enseñar el vacío de tu linda cabeza
con el simple mecanismo que abre y cierra los ojos.
Yo no me cansaré nunca de cantar las manos devastadoras de mis hijos,
sus manos implacables que hacen cambiar el destino de las cosas
sujetándolas a un orden rígido y fugaz,
amándolas fieramente hasta su destrucción,
recogiéndolas ya destruidas para glorificarlas,
rindiéndoles el apoteosis de su cariño vehemente
cuando los mayores las creíamos en definitiva ruina.
Yo cantaré siempre a esta extraña desazón que congrega sobre los juguetes
las tormentas del furor callado que sabe que las cosas tienen que ser así;
las desoladas renunciaciones cuando la belleza está exigiendo la caricia
o la piedad de su medida como sólo los dioses y los niños pueden sentir
para la irremediable fealdad.
No busquemos razones, ni leyes, sino duros

decretos inapelables,

tiránicas órdenes sencillas y firmes

como una voz de mando.
Nacen los deseos en una súbita Primavera

en un estío voraz estalla soles de voluntad o fuegos

sobre el mundo resignado de las cosas,

sobre la candorosa espera de los juguetes

mundo acampado en las laderas de un volcán.
Amo las manos terribles, las encantadoras manos diminutas
con el sentido destructor de lo pequeño,
con la pululación de los mundos ínfimos
donde el quehacer terrible no cesa;
amo su ternísima voracidad que fragmento las cosas
que mutila o sacrifica las entregas
que hacemos, reconociéndoles ya dioses;
amo este mundo de mis hijos como Dios debe amar
las terribles jornadas homicidas
los milenios sangrientos de los pueblos primeros,
los que creen que el secreto de todo está en la sangre
y la miran correr y la suscitan
con la avidez del que busca el misterio,
con el ansia de todos los buscadores de oro o de verdad.
Quisiera que no cesase nunca esta actividad que pide

nuevas formas a las cosas, nueva conciencia a los seres,

que los inventa a cada momento, que los exalta o degrada,

que los ama hasta el sacrificio o los destruye impasible.
Yo sé que es imposible penetrar en su mundo,
que nos quedamos al borde mismo de la fábula
en las fronteras de este reino del que sólo ellos tienen la llave.
Allí estamos como piedras o dólmenes,
monstruosamente serios, ridículamente herméticos,
sin poder dar un paso mientras ellos pululan
mientras sus manos van y vuelven, vuelven a ir y a volver
y hacen y deshacen y construyen con lo deshecho
en una incesante renovación;
mientras la idea, la idea suya, angélica y terrible
armada de la espada flamígera circunda
como un vuelo de altísimas rapaces, acaso
como en un cotidiano ir y volver de alondras de inexorables picos

regulando la esclusa de su bullente mundo.
Amo este mundo tanto que pienso si Dios mismo

no será como un niño que nos tiene en sus manos,

que nos arranca plumas o sangre, que nos hunde

los ojos para darnos terciopelos de sombras.
Y es su juego volando, revolando, inasible,

destructor, creador, infantil y cambiante

como los mares, como los cielos, como el fuego,

como esa tierra misma que sus manos disgregan,

y convierte en la tendida playa o alza soberbia

en la frente tenaz de los acantilados.
Dios está entre los niños, lo veo entre mis hijos

sumido en inefables creaciones crueles,

rectificando el torpe destino que nosotros

los humanos, los lógicos humanos, enclaustrados
en nuestra pobre idea, en nuestro pobre juicio,

en nuestra pobre lógica, en la bondad tan pobre,

en el bien tan menudo, en la belleza rala,

en la verdad precaria, en la nada erigida

por nuestra vanidad sobre carroza de cartón-piedra

y en la que el hombre pasa mientras los niños ríen

mientras mis hijos juegan arrancando los brazos,

hundiéndoles los ojos a las muñecas cándidas,

a los seres esclavos, porque ellos los reducen

a su condición cierta, porque ellos los destronan

de la altísima tarta que nosotros les damos

para que la contemplen boquiabiertos, estúpidos,

eternamente imbéciles, como si los quisiéramos,

menos o babeantes
la admiración de baba lastrándoles la boca.
El telo de la idea muestra sobre sus ojos

donde la luz más pura enciende su fogata.
Y los hierros, los hierros de las limitaciones,

del mundo embaldosado, cuadriculado, frío,

horriblemente helado del dos por dos son cuatro,

de la ley que agarrota y te muerde en las alas

y te obliga a vaciar la voz en sucios moldes

y de teja las manos
para palpar las cosas sin que hiera su carne,

sin que puedas perderte en su caliente adentro:
¡La mano del esclavo, las manos escupidas,
que ellos mismos escupen, que ellos mismos infaman!...

 

¡Amo al mundo, las manos de mis hijos, las manos

de los hijos de todos, de los niños del mundo,

del viento como un niño, del agua niña, del fuego

niño...
           ¡Señor, las manos tuyas

terribles, infantiles, creando y recreando

mientras el hombre mínimo se hunde en su caracola!


Federico Muelas
 

Publicado, originalmente, en: Mairena Revista de Poesía Nº 2 1953 /54

Buenos Aires, Argentina

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/mairena-no-2/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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