Arthur Rubinstein, el virtuoso feliz

Ensayo de Juan Miguel Moreno Calderón
Académico Numerario

RESUMEN

Arthur Rubinstein fue uno de los pianistas más importantes del siglo XX. Nacido en Polonia y formado en Alemania, su carrera discurrió por todo el mundo y tocó en las principales salas de conciertos y con los más ilustres directores. A través de su amplia discografía, podemos conocer su arte pianístico, que era especialmente reconocido en los autores románticos y, particularmente, en Chopin, cuyos cánones interpretativos renovó de los que eran habituales en la tradición del siglo XIX.

Palabras clave

Rubinstein. Chopin. Piano. Interpretación. Discografía.

Keywords

Rubinstein. Chopin. Piano. Interpretation. Discography.

ABSTRACT

Arthur Rubinstein was one of the most important pianists of the 20th century. Born in Poland and after studying in Germany, his career took him all over the world. He played in the main concert halls and with the most famous conductors. Through his extensive discography, we can learn about his piano art, which was especially recognized for the romantic authors and, more specifically, for Chopin, whose interpretative canons he renewed from those that were common in the tradition of 19th century.

A la memoria de Rafael Orozco, en el veinticinco aniversario de su muerte

Pocos intérpretes han sido tan queridos por el público en la historia del concertismo como Arthur Rubinstein. Entre sus colegas pianistas los hubo quienes dispusieron de legiones de fervorosos seguidores, como Alfred Cortot, Arturo Benedetti Michelangeli o Glenn Gould, y sobre todo Vladimir Horowitz, pero ninguno disfrutó del cariño generalizado del público de tantos países como el artista polaco. En esa simpatía colectiva que suscitaba confluían su alta categoría artística y una atrayente personalidad. Como pianista tenía el don de saber llegar al corazón de los oyentes por la belleza de su sonido y la naturalidad de su expresión musical, y como ser humano desbordaba amor por la vida, simpatía y don de gentes, a lo que contribuía, además, el saber expresarse en ocho idiomas. Thomas Mann se refirió a él como «el virtuoso feliz», porque es eso lo que irradiaba dentro y fuera de los escenarios: felicidad y vitalidad.

Nacido en Lodz, ciudad cercana a Varsovia, el 28 de enero de 1887, Arthur era el menor de siete hijos de una familia de judíos polacos dedicados al comercio textil. Cuando nació, hacía seis meses que había muerto Franz Liszt y seguía presente Johannes Brahms, dos compositores que en el futuro tendrían un privilegiado lugar en su repertorio; sobre todo, el segundo, de cuyos dos conciertos para piano y orquesta sería un fenomenal intérprete, así como de sus obras de cámara con piano. Precisamente, fue un célebre músico muy vinculado al compositor hamburgués, el violinista y director de orquesta Joseph Joachim, quien determinó en 1897, por petición de la familia del joven pianista, que aquel niño con aptitudes fuera de lo común, que con solo siete años había ofrecido ya su primer recital (siendo alumno de Alexander Rózycki en Varsovia), estudiaba en Berlín con Karl Heinrich Barth, maestro que lo fue también de Wilhelm Kempffi

Y sería con su mentor Joachim en el podio, como se presentó Rubinstein ante el público berlinés en 1900. Tocó el Concierto K.488 de Mozart, el segundo de los de Saint-Saéns (luego muy habitual en su carrera concertística) y obras para piano solo de Chopin y Schumann.

Tras siete años de estancia y formación en Berlín, que incluyó algunas clases con Paderewski y que compatibilizó con actuaciones en Alemania y Polonia, en 1904 debutó en París, ciudad que haría suya poco después, y tocó por Europa con éxito. En 1906 tuvo su presentación en el Carnegie Hall de Nueva York (con la Orquesta de Filadelfia y el Concierto n° 2 de Saint-Saéns) y actuaciones en muchas ciudades de Estados Unidos; aunque, como reconoce él mismo en su autobiografía, no con el éxito que le hubiera gustado obtener, lo cual le provocó cierto desánimo, lógicamente. Por fin, en 1912 sería Londres quien recibiera al joven pianista, donde además de recitales de piano, ofreció numerosas veladas de cámara; entre otros, con Pablo Casals y con Jacques Thibaud. Así, con altos y bajos, discurría la carrera de Rubinstein hasta que se produce el estallido de la Primera Guerra Mundial, lo cual hace que abandone París y traslade temporalmente su residencia a la capital británica.

Precisamente, estando en Londres, en el verano de 1915 recibe la invitación de su amigo Enrique Fernández Arbós, el eminente director de orquesta español a quien conocía de la capital londinense (donde Arbós ejercía como profesor de violín del Royal College of Music), para que viajara a San Sebastián a sustituir al pianista programado en los conciertos del Gran Casino: el francés Maurice Dumesnil, quien por temor de la guerra no podía desplazarse hasta allí desde su país en la fecha convenida. Y allá que Rubinstein, no sin sortear algunas dificultades y pedir varios favores, consigue llegar a la ciudad vasca el día antes del concierto, para interpretar nada menos que el Primero de Brahms. Gracias al éxito obtenido, surgieron nuevas actuaciones a celebrar en la capital donostiarra ese mismo mes de agosto y, sobre todo, una gran gira por España para 1916. Sería el inicio de la estrecha relación del músico con España, país que adoraba, cuya música difundió con entusiasmo y adonde gustaba de venir a tocar con regularidad. E incluso donde llegó a tener casa propia, en Marbella. En fin, importante relación con nuestro país nacida en aquel 1915, y que pronto se amplió a varios países de América Latina, gracias en cierta medida al buen hacer de su agente artístico español, Ernesto de Quesada.

Después de la guerra, y según el propio Rubinstein refirió en no pocas ocasiones, se dedicó a disfrutar de la vida, sin estudiar lo suficiente y confiándolo todo a su extraordinaria facilidad y portentosa memoria, aunque con el consiguiente reflejo en sus ejecuciones, según decía él. Lo que no sería óbice para que incluyese en sus programas obras de la mayor dificultad, como los Tres movimientos de Petroushka que su amigo Strawinski le dedicó en 1921. O los Valses nobles y sentimentales y Ondine (de Gaspard de la nuit) de Ravel, L’isle joyeuse de Debussy, la Sonata n° 5 y Vers la ñamme de Scriabin y diversas obras de Karol Szymanowski. También a grabar numerosas piezas en rollos de pianola, y con la HMV (His Master’s Voice) en Londres desde que comenzaron las grabaciones eléctricas. Como sostiene Harold C. Schonberg en su conocidísima obra Los grandes pianistas (1987), aquellas interpretaciones no nos dicen que fuera un pianista descuidado (como Rubinstein afirmaba), al tiempo que todas sus cualidades, luego ampliamente reconocidas, están presentes ya en su manera de tocar, que en ese tiempo sí es verdad que era más apasionada y fogosa que en épocas ulteriores de su trayectoria. Buen ejemplo de ese temperamento fogoso y algo vehemente que se aprecia en algunas interpretaciones de esos años finales de los veinte o principios de los treinta, es su grabación de 1929 del Concierto n°2 de Brahms, con Albert Coates y la London Symphony Orchestra.

No obstante lo anterior, el propio Rubinstein gustaba repetir que fue su matrimonio en 1932 con Aniela Mlinarsky, hija de un famoso director de orquesta polaco, el hecho que espoleó su conciencia en el sentido de que debería dedicarse al piano con mucha más intensidad y disciplina de lo que lo había hecho hasta entonces. Además, siempre se ha referido que su asistencia por entonces a un concierto de Horowitz, le hizo ver que tenía que reaccionar si no quería quedarse en un pianista de segunda fila. Sea como fuere, todo aquello marcó un punto de inflexión, de suerte que nos encontramos con que el pianista, camino ya de la cincuentena, decide por fin dar el salto necesario para convertirse a la postre en toda una leyenda. Los discos grabados en los años treinta nos muestran a un Rubinstein más sólido técnicamente y con más seguridad en la ejecución, aunque no falten quienes opinen que todo ello fue a costa en cierta medida de la frescura y espontaneidad de antes.

Su vuelta al Carnegie Hall en 1937 (con Rachmaninov y Josef Lhevin-ne en la sala, y el Segundo de Brahms y el Primero de Chaicovsky en los atriles de la Filarmónica de Nueva York, dirigida por John Barbirolli) constituye un rotundo éxito y, de la mano del famoso empresario Sol Hurok, dicho triunfo se expandirá por todos los Estados Unidos, país en el que se establecerá al inicio de la Segunda Guerra Mundial y del que obtendrá la nacionalidad en 1946. Entre Estados Unidos y Europa, principalmente, transcurrirían las décadas siguientes, convertido ya en el pianista más popular del mundo, con una agenda de conciertos impresionante y una no menos cuantiosa presencia discográfica con RCA, sello en el que plasmó la mayor parte del que era su repertorio de conciertos.

Gracias a tan abundante discografía podemos acercarnos al Rubinstein pianista. En este punto, hay que subrayar una vez más que, como niño prodigio que fue, tenía un enorme talento musical y una apabullante facilidad natural para tocar el piano, a lo cual añadía una memoria prodigiosa, inequívoca necesidad de conquistar al público y suficientes dotes escénicas. Sin duda, todo lo necesario para que desde muy pronto pudiera apreciarse que había nacido para ser un excelente pianista. En segundo lugar, hay que tener en cuenta que cuando él se formaba en Berlín, los pianistas que triunfaban por entonces (la mayoría, discípulos de Liszt o Leschetizky) estaban anclados en la tradición interpretativa decimonónica, lo cual permaneció siendo así hasta bien entrado el siglo XX. En este sentido, podría decirse que, generacionalmente, Rubinstein fue un pianista romántico y quizás algunos rasgos de esa tradición estén presentes en su manera de interpretar cuando era joven, pero desde luego no a la manera de un Paderewski o De Pachmann, por ejemplo. Las grabaciones de finales de los años veinte y principios de los treinta así acreditan que estamos ante un pianista más moderno, con ejemplos notables como el de los cuatro scherzi y la Barcarola op.60 de Chopin, el Capriccio op.76 n°2 de Brahms, Navarra y Triana de Albéniz, o el de todas esas piezas de compositores posrrománticos como Debussy, Ravel, Villa Lobos o Falla, que divulgó en aquella época y que luego mantendría en su repertorio, añadiéndole más composiciones de contemporáneos, como Szymanowski o Poulenc. Es decir, sin llegar al perfil de pianista intelectual, como se consideraba a Artur Schnabel, Rubinstein supo conciliar muy bien la espontaneidad que conlleva cualquier interpretación con la fidelidad al texto. A este respecto, merece la pena escuchar su versión de 1932 del Concierto n° 1 de Chaicowski con Barbirolli y la London Symphony Orchestra. Es de una fuerza y una vitalidad arrolladoras y, sin duda, desmiente eso tan repetido (y ya mencionado) de que, hasta que se casó ese mismo año, estudiaba poco y sus ejecuciones se resentían por ello. Muy al contrario, luce una técnica espléndida, como se constata, por ejemplo, en el célebre pasaje en octavas del primer movimiento.

En este punto, resulta interesante traer aquí el testimonio de otro gran artista, que conoció bien al pianista polaco y que además le dirigió en varias ocasiones (entre ellas, la grabación en disco de los cinco conciertos de Beethoven): Daniel Barenboim. En su libro Mi vida en la música (2002) se refiere a Rubinstein con frecuencia: sobre cómo lo conoció, cuánto le ayudó y no pocas anécdotas de la entrañable relación que mantuvieron los dos músicos, a pesar de la notoria diferencia de edad. Pero lo más interesante es la valoración que hace el pianista y director argentino-israelí del estilo pianístico del viejo maestro. Resalta dos cualidades: el sonido y el ritmo. En cuanto a lo primero, destaca que era especial, «verdaderamente noble y completo», y subraya la corporeidad del mismo hasta en los pasajes más delicados, al tiempo que nunca había asperezas o durezas incluso en los pasajes donde había que tocar muy fuerte. En verdad, era un sonido redondo, cristalino y siempre muy cuidado en todos sus matices, lo que lo hacía particularmente bellísimo en los grandes cantabiles, que fraseaba, además, de manera incomparable.

Y en relación con su sentido rítmico, considera Barenboim que era único, que «había algo casi físico en su estabilidad rítmica» y que daba a sus interpretaciones una vitalidad inimitable. Él pone como ejemplo paradigmático su ejecución de las polonesas y las mazurcas, pero dicha consideración valdría igualmente para todo lo demás. Era, en definitiva, el sostén perfecto de esa naturalidad que el propio Barenboim y los críticos en general han alabado del pianismo del polaco. Un pianismo refinado, siempre atento a la línea de canto, con el rubato justo y una lógica aplastante.

Otra cuestión muy recurrente al hablar de Rubinstein, es su aportación a la interpretación de Chopin. Mucho se ha escrito sobre ello y verdaderamente es uno de los aspectos más relevantes de su legado. Escuchando sus grabaciones chopinianas de los años treinta (la totalidad de los nocturnos, polonesas, mazurcas, scherzos...), apreciamos que ya entonces había replanteado la interpretación que de Chopin hacían muchos de los pianistas románticos anteriores a él, e incluso algunos coetáneos (con excepciones ilustres como las de Hofmann, Rachmaninov o Cortot). Aquel Chopin de Rubinstein huye de los amaneramientos y excesos sentimentales tan característicos de esa tradición romántica, hasta el punto de que una parte de la crítica considerara que se trataba de interpretaciones severas y austeras, lejos del carácter exageradamente emocional que dictaba dicha tradición. El suyo era un Chopin de ritmos más exactos, menos fluctuaciones de tempo, nada de atrasar la mano derecha con respecto a la izquierda y, por supuesto, sin hacer cambios textuales en las obras. Era, en definitiva, un Chopin más moderno. Y si eso era patente en aquellas versiones de dichos años treinta, no digamos ya en el Chopin que nos muestran sus grabaciones de los años cincuenta y sesenta (en que volvió a grabar casi todo), fuente de inspiración para muchos de su generación y de después. Y base sobre la que podemos entender la interpretación de ilustres chopinianos posteriores, como Krystian Zimerman o Mauricio Pollini.

Pero no sólo en Chopin fue un auténtico maestro. El repertorio de Rubinstein era amplio (sin llegar a las proporciones de los de Claudio Arrau o Alfred Brendel) y básicamente formado por las obras más representativas del repertorio de la tradición clásico-romántica; es decir, desde Mozart y Beethoven (mucho más el segundo), hasta las primeras vanguardias de primeros del siglo XX. Sólo en conciertos para piano y orquesta, mantuvo activos en su repertorio habitual y grabó cerca de una treintena (muchos de ellos en varias ocasiones), desde algunos de Mozart a la Sinfonía concertante de Szymanowski, incluyendo los cinco de Beethoven y todos los conciertos románticos de primer nivel hasta Rachmaninov (de éste, el segundo y la Rapsodia sobre un tema de Paganini). Sin embargo, nada de los de Bartók, Prokofiev o Ravel.

En cuanto al repertorio para piano solo, empezaba con la Chacona en re menor de Bach-Busoni (también, aunque menos, la organística Toccata y fuga en re menor de Bach-Tausig y la Toccata, adagio y fuga en do mayor BWV 564 en versión de Busoni), y continuaba con las sonatas de Beethoven más apreciadas por el público: Patética, Claro de luna, Waldstein, Appassionata, Adioses. Y una que le gustaba especialmente: la op.31 n°3 (además de la Hammerklavier que tocó al principio de su carrera y de otras como la op.28 y La Tempestad, de las que no dejó registros disco-gráficos). De Schubert, y además de varios impromptus, dos obras capitales: la Fantasía Wanderer y la Sonata D.960. Por supuesto, todo Chopin, salvo los Estudios, que fue el único ciclo que no tocó ni grabó en su totalidad. Schumann era otro de sus compositores preferidos, dejándonos magníficas versiones del Carnaval op.9 (referencia obligada todavía hoy, sesenta años después de grabarla), las Fantasiestücke op.12, los Estudios sinfónicos op.13, la Kreisleriana op.16, la Fantasía op.17 (quizás la menos lograda de todas las grandes obras citadas) y piezas sueltas de otros polípticos (además de Papillons op.2 y Davidsbundlertanze op.6, que tocó de joven, pero no grabó). Algunas de las principales obras de Liszt (Sonata en si menor, Vals Mefisto, Funerales, Rapsodias húngaras n° 10 y 12...). Y de Brahms, una imponente versión de la Sonata op.5, las Baladas op.10, las Rapsodias op.79, además de un buen número de piezas sueltas de las opus 76, 116, 117, 118 y 119. Muy celebrada es también su interpretación del Preludio, coral y fuga de Cesar Franck. En definitiva, el repertorio de un virtuoso romántico, pues si bien incluyó obras de compositores más modernos, lo hizo en menor cuantía y sobre todo en su juventud, en muchos de los casos. Aquí hemos de anotar obras de Albéniz, Granados, Falla, Debussy, Ravel, Prokofiev, Strawinski, Poulenc, Milhaud, Villa Lobos, Mompou...

En este punto merece la pena detenerse en lo concerniente a la música española. Como se ha dicho antes, Rubinstein era un enamorado de España. Y lo era, según él manifestaría en múltiples ocasiones, desde muy joven. En ello, mucho tuvieron que ver las músicas que le mostraba en Berlín el profesor y pianista mallorquín Miquel Caplhonch (asistente de Karl Heinrich Barth). Luego, en París, Paul Dukas le regalaría el primero de los cuatro cuadernos de la Iberia albeniciana, la cual terminaría por estudiar completa tras conocer en su gira española, en Palma de Mallorca, a la viuda de Albéniz, y de presentarla en varios conciertos (a cuatro piezas por recital) en Madrid y Barcelona. Otro tanto ocurre con Falla, de quien era amigo. En Madrid presenció el estreno de las Noches en los jardines de España, a cargo de José Cubiles y con Arbós como director, y decidió incorporarla a su repertorio, grabándola hasta en tres ocasiones. Aunque a él lo que de verdad le encantaba era tocar su propia versión de la Danza del fuego de El amor brujo, que paseó por todo el mundo. Por el contrario, mucho menos entusiasmo le despertaba la Fantasía bética, obra que él mismo encargó a Falla y que estrenó en Nueva York en 1920 y luego la presentó en París y Londres, así como en algunas ciudades españolas. Pero ya está. Algunas páginas más del Albéniz anterior a Iberia, así como Navarra (quizás la más tocada por él de todas las obras del gerundense), y unas cuantas piezas de Granados y Mompou, completaban el elenco de obras españolas que Rubinstein mantenía en su repertorio. De todo ese conjunto de obras, y además de las Noches en los jardines de España y la Danza del fuego de Falla, especialmente destacados son los registros que dejó de Navarra y Sevilla de Albéniz, ya que son la mejor muestra de que Rubinstein captó de manera admirable el alma de nuestra música.

También destacable es su gusto por la música de cámara, más allá de que en su juventud lo hiciera por necesidad de tocar. La prueba es que, siendo un pianista solista reconocido en todo el mundo, se interesara por colaborar con otros insignes intérpretes. Célebre fue en los años cuarenta el trío que formaba con Jascha Heiftz y Emanuel Feuermann (y luego Gregor Piatigorsky), o en época posterior los dúos y tríos hechos con Henryk Szering y Pierre Fournier, así como su muy fructífera colaboración con el Cuarteto Guarneri, con el que dejó excelentes versiones de los quintetos de Brahms (éste ensalzado por Glenn Gould como uno de los mejores discos de música de cámara existentes), Schumann y Dvorak, y de los cuartetos con piano de aquél y otros de Mozart, Dvorak y Fauré.

A mediados de los años setenta, rondando los noventa años de edad y con una ceguera progresiva, Rubinstein tuvo que plantearse la retirada de los escenarios, esos que le daban la vida y a los que se había dedicado en cuerpo y alma. Es emocionante recordar el último recital en su amada Israel, en enero de 1975, con un programa compuesto por la Appassionata beethoveniana, las Fantasiestücke op. 12 de Schumann, tres piezas de De-bussy (Ondine, La plus que lente y el preludio de Pour le piano) y, cómo no, varias obras de Chopin, hasta terminar con la Polonesa Heroica y un par de bises. Un año después sería el Carnegie Hall el que asistiese a su despedida del público neoyorquino y, finalmente, en junio de ese año el adiós definitivo de los escenarios, en el Wigmore Hall de Londres. Hasta en estos últimos conciertos conservó una envidiable vitalidad y una energía admirables; cualidades que podemos apreciar igualmente en dos documentos excepcionales, como son su grabación audiovisual con André Previn y la London Symphony Orchestra del Concierto op.16 de Grieg, el Concierto en fa menor de Chopin y el segundo de los de Saint-Saéns, en abril de 1975; y por otra parte, el Concierto n° 1 de Brahms con Bernard Haitink y la Concertgebouw Orchestra, en 1976. A pesar de su longeva edad y de sus problemas de visión, así como de que ya no tiene los mimbres técnicos que en épocas anteriores, ambos documentos nos permiten admirar la esencia del arte pianístico de su Rubinstein, desde su manera de tocar, físicamente hablando, a cómo dice la música.

Al final de su vida se decidió a escribir sus memorias, lo cual hizo en dos volúmenes: My Young Years (1973) y My Many Years (1980). Gracias a estos dos libros autobiográficos, que prueban esa memoria fuera de lo común que siempre le caracterizó, nos es posible conocer con un alto grado de detalle toda la peripecia vital y profesional de este artista excepcional. Sin olvidar, la magnífica biografía de Harvey Sachs (1995) o el fenomenal documental Rubinstein Remembered (1987). Y todo ello, junto a las interesantes aportaciones de eximios estudiosos del piano y los pianistas, como Harold C. Schonberg, Piero Rattalino o David Dubal, completan un caudal de fuentes realmente valioso para el conocimiento de este auténtico icono de la historia de la interpretación pianística. Rubinstein falleció en Ginebra el 29 de diciembre de 1982.

BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA

AA.VV.: Rubinstein y España. Banco Santander, 1987.

AA.VV.: Grandes intérpretes de la música clásica. Vol. 2: Pianistas. Barcelona, Editorial Planeta-De Agostini, 1992.

BARENBOIM, Daniel: Mi vida en la música. Madrid, La Esfera de los Libros, 2002.

DUBAL, David: The Art of the Piano. Its Performers, Literature, and Recordings. New Jersey, Amadeus Press, 2004.

RATTALINO, Piero: Da Clementi a Pollini. Duecento anni con i grandi pianisti. Florencia, Giunti Gruppo Editoriale, 1999.

ROMERO, Justo: El piano. 52+ 36. Madrid, Alianza Música, 2014.

RUBINSTEIN, Arthur: My Young Years. Nueva York, Knopf, 1973.

_My Many Years. Nueva York, Knopf, 1980.

SACHS, Harvey: Arthur Rubinstein. A Life. Londres, Phoenix, 1997.

SCHONBERG, Harold C.: Los grandes pianistas. Buenos Aires, Javier Vergara Editor, 1990.

SIEPMANN, Jeremy: El piano. Su historia, su evolución, su valor musical y los grandes compositores e intérpretes. Barcelona, Ediciones Robinbook, 2003.

SOLER SERRANO, Joaquín: A fondo. De la A la Z. Barcelona, Plaza & Janés, 1981.

Chopin Nocturnes (Artur Rubinstein 1965)

Ensayo de Juan Miguel Moreno Calderón
Académico Numerario

 

Publicado, originalmente, en: Boletín de la Real Academia de Córdoba, Nº 170 (2021) 411-420

Boletín de la Real Academia de Córdoba es una publicación editada por la Real Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba

Link del texto: http://repositorio.racordoba.es/jspui/bitstream/10853/197/23/25-juan-miguel-moreno-calderon.pdf

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Juan Miguel Moreno Calderón

Ir a página inicio

Ir a índice de autores