«Buena» y «mala» literatura, los nuevos arcaísmos

ensayo de María Moraleda Sánchez

Cada febrero desde hace treinta y tres años desfila en la televisión pública de nuestras pantallas un elenco de vestidos, trajes, chistes, preguntas comprometidas, respuestas aún más, guionistas forzados y, a veces, un poco de cine. Hablo, por supuesto, de los Premios Goya. Estos galardones, bautizados también como «cabezones» por los premiados predilectos que suelen repetir —y repetirse—, son entregados cada año tras una criba que, si bien puede parecernos poco acertada en su trabajo de exclusión, lo cierto es que siempre da paso a un candente debate sobre la personalidad ganadora: su actitud, sus palabras, las que hubieran sido de boca de otro nominado... Nunca sobre si la película que ha concebido a estos nuevos —y viejos— «chicos Almodóvar» es merecedora de encontrarse entre las elegidas para competir.

No se reviste de los mismos filtros a la literatura. Pensemos, por ejemplo, en la fijación que se cierne sobre el jurado del Premio Planeta cada año o el tsunami —que no ola— de críticas que acarreará prácticamente de por vida una obra si acaba en la sección best-seller de cualquier librería. Estas posturas responden a lo que se ha venido considerando desde hace unos años como la capacidad de distinción y, por ende, la que parece personarse sobre aquel que emite tal juicio de valor entre la que es entendida como «buena» y «mala» literatura. Dichas nociones —si es que existen como tal—, los principios que rigen ambas o la opinión de ciertos académicos al respecto, han suscitado que la mayoría de lectores, asiduos o esporádicos, revisásemos la estantería en búsqueda de condenados.

Corría el 2010 cuando, como si de un visionario se tratase, un espontáneo Arturo Pérez-Reverte —algo a lo que ahora ya nos tiene acostumbrados— concedía una entrevista al diario ABC sobre El asedio, su entonces último libro: «A mí la calidad literaria, francamente, me importa un rábano; además, quién juzga quién tiene o no tiene esa ‘calidad literaria’. Yo escribo para contar historias que a la gente le hacen vivir vidas que no han vivido. La calidad literaria es para mí que el lector lea tus páginas y no pueda dejar de leer tu libro. Lo demás son milongas».

Lo que no podía Reverte considerar mentira ni entonces ni ahora es la poca repercusión que ha supuesto la actitud purista de ciertos círculos o la consabida petición de «la vuelta a los clásicos» que suplicaban ciertos autores, como si de escritores renacentistas se tratase, para los consumistas de la llamada «literatura basura». A ellos sí que les ha importado un rábano. El lector de Belén Esteban —ejemplo de literatura de poca envergadura por antonomasia— seguirá siendo seguidor de esta, porque sus razones puede que no obedezcan a las que hacen que un filólogo o un periodista se decante por una obra u otra. Y ha de ser —de facto lo es— lícito.

Es curioso que en todas las manifestaciones artísticas exista esta actitud supremacista —si se me permite la analogía— en detrimento, sobre todo, de las nuevas actitudes. Fijémonos, por ejemplo, en las connotaciones negativas que circundan actualmente el trap en el panorama musical, al igual que en los años noventa se tuvo del rap. Igual en lo pictórico: lo «sencillo» no tenía cabida en una única concepción del arte como sinónimo de un trabajo arduo y minucioso. Suerte que los tiempos han cambiado. Parece que el acceso al arte, a la literatura, ya no está restringido a la élite (parafraseando a Reverte: ¿quién juzga quién es o no la élite?), sino que abraza, al igual que es cobijo para el que se acerca como lector, a todo aquel que tenga algo que expresar.

Foco de esta mirada cada vez más arcaica ha sido la considerada «Generación de Instagram». Así se ha llamado a los «nuevos poetas virtuales»: Defreds, Miguel Gane, Elvira Sastre o Diego Ojeda han reinventado y revolucionado la poesía a través de un lenguaje crudo, explícito y sin titubeos románticos. Lejos quedaron los orígenes narrativos en diarios o fruto de una relación epistolar como cualquier poeta de antaño al uso; estos escritores «2.0» comenzaron escribiendo sus frases —en ocasiones no llegan a ser más que eso— en 140 caracteres.

Lo que comenzó siendo un juego de retweets y likes, hoy mueve masas. Varios de ellos tienen más de un título en el mercado, la mayoría han organizado gira de firmas y son reconocidos, por fin, por escribir. ¿Por qué molesta tanto una nueva actitud que nunca antes se había tenido hacia la literatura? Somos partícipes de lo que profesó García Lorca: «La poesía no quiere adeptos, quiere amantes». Que el debate sea por una vez, no para juzgar el contenido ni la forma, sino el enorme impacto de sus libros sobre una generación adolescente reacia a la lectura. Les queda toda la vida para discernir, como lectores, entre lo que consideran buena literatura para ellos y buena para el resto.

 

ensayo de María Moraleda Sánchez

 

Publicado, originalmente, en revista Vírgula. Revista del Grado en Español: Lengua y Literaturas, Nº. 1, 2019, págs. 33-34

Vírgula es una revista digital, de vocación humanista y contenido misceláneo, llevada a cabo por estudiantes del Grado en Español: Lengua y Literaturas (Universidad de Alicante)

Link del Nº. 1 (pdf)  https://rua.ua.es/dspace/bitstream/10045/92415/3/Virgula_01.pdf

 

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