El Juglar (Federico García Lorca)

por José Mora Guarnido

Del libro inédito (en el año 1957) "Federico García Lorca y su mundo”

 

LOS del "Rinconcillo” tuvimos el privilegio de conocer antes que nadie, antes que la propia familia, con excepción del hermano, los primeros versos de Lorca, que éste nos recitaba en el café puede decirse que recién salidos del horno.

No podría precisar si ya en aquella época estaría concluida la árida tarea de corrección de "Impresiones y Paisajes”, en la que todos con mayor experiencia de oficio colaboramos, o si andábamos aún enredados entre las galeradas de imprenta y se alternaban, estorbándose entre sí, las dos tareas. Lo que sí puedo confesar es que aquellos primeros versos nos desconcertaron profundamente. En primer lugar porque el poeta no nos dejaba leerlos, se limitaba a recitarlos con aquella gracia y aquella singular fuerza expresiva que fue la característica esencial de su persona, impregnándolos de un acento, de una emoción que nos sugestionaba y confundía. Al terminar el recitado, contemplaba risueño nuestra perplejidad; le pedíamos el original para leerlo; nos lo negaba. Nos quedaba siempre, no obstante la aceptación y admiración inmediatas, la grave duda de si nos hallábamos ante una auténtica calidad, o si nos envolvía y encandilaba el gesto expresivo del recitante, su enorme fuerza concitadora. Todo intento de confrontación de aquellas impresiones nuestras con el texto original era inútil. Sabíamos que Federico llevaba en el bolsillo, en papelitos varias veces doblados que consultaba muy raramente pues tenía una gran memoria y que empezamos a llamar en broma sus obras completas, aquellos versos sorprendentes; pero a ninguno nos permitió el acceso al "arca santa” de su secreto.

Naturalmente que al cabo de algún tiempo la repetición del fenómeno comenzó a darnos cierta seguridad. Las obras completas se abultaban, y, como el poeta transigía en repetirnos el recitado, como compensación de su resistencia a la comprobación directa, llegó un momento en que pudimos conservar en la memoria fragmentos, imágenes, hasta poemas enteros los que tenían la retentiva más feliz, que permitían avanzar más seguros en nuestra preocupación valorizadora.

Sin entusiasmos excesivos —el ambiente granadino es el campo andaluz más celoso de la "medida”—, sin ese juvenil énfasis que por lo general ponen en sus devociones las pandillas literarias, empezamos a considerar seriamente al nuevo poeta. Nuevo en muchísimos aspectos, hasta en el de ser el primero y único del grupo "rinconcillista”; el resto de la banda se orientaba por otros caminos: la crítica, el ensayo, el periodismo, la sencilla divagación evocadora. . . Es justo decir también que aquel brote lírico en Lorca no se manifestó de una manera fulminante y caudalosa, como eclosión provocada por el empuje de una madurez intensamente retenida. Nada de eso. La fluyente comenzó a aparecer de una manera gradual y pausada, en pequeños poemas, la mayoría de los que constituyeron más tarde su primer libro. Pero es justo decir también que, dentro de la tónica general de la poesía, ninguno de aquellos pequeños poemas podía ser desdeñado en un repertorio de personalidad recientemente iniciada.

Nadie podrá afirmar, dejándose llevar de un admirable sentimiento laudatorio, que aquellos primeros poemas caracterizaran definitivamente una personalidad original en absoluto. Puede estimarse, sin embargo, que eran de una originalidad relativa a su tiempo y su ambiente. Si se releen en nuestros días, se descubrirán en ellos las múltiples influencias que entonces gravitaban en la juvenil poesía española, especialmente Rubén Darío (al que, ¿qué estudiante de entonces no admiraba recitando su "Marcha Triunfal”, su "Sonatina”, sus "Motivos del Lobo”, su "Responso a Verlaine”?), de Manuel Machado (al que Federico había conocido personalmente en una de sus "Rutas” con el profesor Berrueta), de Salvador Rueda y aún de esa desperdiciada y pura esencia del lirismo que fue el desdichado y errante Francisco Villaespesa... Y puede decirse también que se insinúa claramente desde el comienzo y más a medida que el nuevo poeta asegura su paso, la imaginería propia de Lorca, ya vislumbrada en las prosas evocativas de "Impresiones y Paisajes”, una independiente y frondosa facilidad de procedimiento, una gran fertilidad en el brote de temas, los que, al diferenciarse radicalmente de los temas en uso corriente, iban anunciando una personalidad en constante pesquisa de su propio camino.

De acuerdo en que aquellos primeros versos recuerdan en mucho al material poético circundante, pero acusan indudablemente un principio de diferenciación que se va acentuando en forma progresiva. No cabe duda de que el poeta se coloca desde el comienzo en una postura personalísima, aunque atento a todo el panorama que percibe, deseando sin desmayos ni concesiones dar siempre su nota. Federico, que todavía sólo había estado en Madrid de paso —viajes con Berrueta, siempre brevísimos— no había podido percibir sino de muy lejos y a través de pocas publicaciones irregulares, los rumorosos embates de las "vanguardias” que empezaban a insinuarse en la Capital de España (y que procuraban hacer el mayor ruido posible, aunque de dudoso eco en las provincias), no había tenido ocasión de agitarse en aquella coctelera de ultras que era por entonces el Ateneo, tenía solamente una vaga conciencia de aquellos movimientos en los que posteriormente —más maduro— había de participar, con más curiosidad y condescendencia que entusiasmo, celoso siempre de su independencia.

Por el momento, el clima poético en que respiraba estaba casi circunscrito a Granada y a los vagos ecos que a Granada podían llegar, un poco rezagados siempre con respecto a los enfáticos campanazos madrileños. Y por entonces, Granada era: la Universidad donde nos agitábamos con simpática petulancia los "intelectuales” admiradores sobre todo de Rubén (el gran Darío); el Centro Artístico en el que profesaban aparatosa maestría dos poetas locales, Manuel de Góngora (híbrido resultante de Eduardo Marquina y Ricardo León) y Alberto A. Cienfuegos (ingenuo filial de Villaespesa)[1]. Sobre todo ello planeaba, con un peso difuso y adormilado, el recuerdo, aún no prescripto, del entusiasmo finisecular en torno al poeta Zorrilla, y sobrevivían los restos de una lírica "modernista” soportados por el notario Nicolás María López, poeta, y el costumbrista finísimo, pero de cortos vuelos literarios, don Matías Méndez Bellido[2].

Aquella supervivencia zorrillesca, mantenida por inercia como rescoldo de un inocente fulgor en el espíritu de la generación anterior a la nuestra, había desembocado, consecuencia segura de las triunfantes jiras teatrales de los esposos María Guerrero-Femando Díaz de Mendoza, que en sus temporadas del Teatro Isabel la Católica provocaban intenso revuelo artístico-social, en un momentáneo resplandor de lo que se llamaba "teatro poético” y cuyos más salientes representantes para nosotros fueron Marquina y Villaespesa. Las sonoras tiradas de versos pseudo clásicos de "Las Hijas del Cid”, "Doña María la Brava”, "En Flandes se ha puesto el Sol”, enardecían los auditorios. Francisco Villaespesa, errando por imposición de la necesidad su camino de lírico puro, compuso, ensartando torpemente versos de irregular calidad, su drama "El Alcázar de las Perlas”, remozamiento de una vieja leyenda sobre un fantástico rey Alhamar y la construcción de la Alhambra; los Guerrero-Mendoza, con gran sentido de la oportunidad, dedicaron a Granada la distinción de iniciar en ella su temporada con el estreno de aquella obra, desplegando en los preparativos un aparato de publicidad bastante eficaz. La ciudad revivió con todo ello circunstancias muy semejantes a las de la coronación de Zorrilla. "El Alcázar de las Perlas” se estrenó, pues, en el Teatro Isabel la Católica —ocasión memorable—, con una apoteosis circunstancial de actores y poeta. El Municipio de la ciudad, para demostrar que sabía ponerse a tono con los grandes fastos, otorgó a Villaespesa el honroso e inútil título de hijo predilecto de la ciudad —"Clarines, banderas. . . ”— y arrastrados en el torbellino, los "intelectuales” coincidimos con las “fuerzas vivas” en un solemne banquete. . .

El súbito entusiasmo puso en los labios de todos, casi sin distinción de matices, los versos más felices de la obra:

"Las fuentes de Granada. . .

¿Habéis sentido

en la noche, de estrellas perfumada,

algo más doloroso que su triste gemido?. .

Con esto hacían pareja las sonoras tiradas de la "Elegía de Elvira” y el sonsonete gracioso de la "casida” falsificada:

"Todos conocen el amor...

El amor es como un jardín

envenenado de dolor,

donde el dolor no tiene fin...

Todos conocen el amor.."

Los versos de Federico cayeron oportunamente como una fresca ducha en todas nuestras almas, pues, sin damos cuenta o por desesperada impasibilidad, nos habíamos entregado a aquel extravío; y el efecto suponía un invalorable beneficio. Nuestro nuevo poeta, exploraba las fuentes auténticas del sentimiento, eludía el refrito, el pastiche, la resobada y convencional adulteración del granadinismo cursi. Lorca, con sus primeros poemas, satisfacía un vago sentimiento general de liberación de las inocentes vanidades localistas y pueblerinas, nos instaba a mirar hacia valores más serios y perdurables.

Por otra parte, he aludido ya al acento, a la atracción particular que el poeta ejercía sobre todos con su manera de recitar. El encanto personal del recitado (característica vital de Federico) ha sido definido y explicado con satisfactoria y definitiva eficacia por Dámaso Alonso y Guillermo de Torre. El primero de ellos lo había de definir más tarde "no dotes inconexas e insignificantes de juglar, sino formidable poder de captación de todos los poderes vitales”. Y por su parte, de Torre, que recoge la definición anterior en su libro "La Aventura y el Orden”, la desarrolla con más amplitud en el primer prólogo que escribe para las Obras Completas del poeta (Edit. Losada. — Buenos Aires). La afición de de Torre a las palabras un poco revueltas lo empuja a calificar a Federico en ambas ocasiones de "poeta pregutenbergesco”, esto es, anterior a la imprenta; pero agrega —en serio— una explicación del fenómeno más aceptable: "Porque —dice— Federico poseía un arte maravilloso de juglar moderno —el último aedo lo llamábamos entonces en broma los amigos—, centuplicaba el valor de sus poesías al recitarlas y cada auditor, tras escucharlo, merced a la prodigiosa simpatía comunicativa que irradiaba, se tornaba más que en un admirador en un propagandista fervoroso del poeta. Utilizando una mínima dosis de histrionismo, el poeta alcanzaba los mejores efectos de interpretación lírico-plástica. . . "El hombre, pues, sugestionaba ya en él, desde aquellos días de adolescencia, tanto o más que la obra”. Pido perdón de tan larga cita y agradezco a de Torre el haber dado la expresión, para mí definitiva, de aquella característica del poeta. Y me parece oportuno agregar que, si aquel efecto de atracción se reprodujo constantemente durante toda la vida de Lorca, podrá juzgarse cuál sería en los primeros que lo percibimos y experimentamos cuando los íntimos recitados del "Rinconcillo”. Estupor, recelosa duda, primero. .. Más tarde, todos aceptamos conscientemente el papel, que nunca nos pesó ni desencantó, de fervorosos propagandistas.

Federico fue, en efecto, un juglar —no el último, rompamos la costumbre de las delimitaciones aventuradas: ahí tenemos a Alberti, magnífico juglar también, cuya vital recitación puede compararse con la de Lorca—; pero su condición de juglar arrastró con ella un grave inconveniente: perjudicó la suerte de los libros del poeta con la excesiva difusión anticipada de su contenido. Naturalmente que esto no le preocupaba a él gran cosa, siempre desinteresado del éxito lejano y frío. Lo que deseaba y conseguía era encender la inmediata chispa en los auditorios de grupo, primero en el "Rinconcillo”, más tarde —antes de la ida a Madrid— en tertulias más anchas: el Centro Artístico de Granada, las casas de don Fernando de los Ríos y don Manuel Falla, su misma casa a veces. Pero el caso era que, dada su resistencia a entregar nada a la imprenta, toda aquella obra, cada día más copiosa, se difundía en una extensión excesiva y en cierta manera peligrosa, a viva voz y solamente a viva voz. Dos consecuencias, ninguna de ellas beneficiosa, tenía evidentemente esto: Primero, la resonancia de aquella obra obtenía eco singularmente en los poetas jóvenes de su tiempo, influía en ellos, los impregnaba de sus imágenes y de sus temas, y luego podía ocurrir —acaso ocurrió— que esos jóvenes influidos, más rápidos que él de dar su poema a la imprenta, obtuviesen con ello un testimonio documental por el que podían invocar si querían una cierta primacía, un problemático derecho de originalidad. Segundo, que en el conjunto de los permanentes oyentes y devotos de Lorca, los poemas nuevos barrían desconsideradamente del recuerdo a la obra anterior, levantaban sobre ésta una barrera desdeñosa, la abatían. (De estas dos graves consecuencias de la difusión oral he de ocuparme con mayor detenimiento al hacer una tentativa —muy difícil— de ordenación cronológica de la obra de Federico, especialmente en su primera época).

La condición juglaresca de Federico tenía además una importante derivación en su carácter. Desde el principio, pero acentuándose ello cada vez más con el tiempo, el poeta exteriorizó siempre un afán inmoderado de renovar constantemente sus núcleos de amigos. Creo poder atribuir esta inquietud a la necesidad experimentada por el juglar de contar siempre con auditorios "virginales”, no endurecidos por la costumbre para resistir el choque de la interpretación lírico-plástica, blandos para acusar más espontáneamente el efecto. Sólo muy pocos espíritus reaccionan con constante entusiasmo ante el mismo espectáculo por maravilloso que sea; el que por segunda o tercera vez escucha o ve algo, no exterioriza igual emoción —sorpresa, encanto— que cuando escuchó o vio por vez primera, aunque lo que experimente siga interesándole igual. Cuando se quiere producir un efecto inmediato, caldeado, efusivo, el auditorio primerizo es mejor que el fogueado en sucesivas ocasiones. De aquél surgirá la exclamación, el grito, la alabanza ruidosa, hasta exagerada; de este último la callada y cordial sonrisa de complacencia. El juglar, necesitado de lo primero, acaso sentía en su espíritu quién sabe qué permanente ansiedad de inmediata respuesta, ya desde los tiempos de Granada se mostró de una errante preferencia por los auditorios nuevos, por los nuevos grupos de amigos; a los antiguos, sin embargo, nos conservó una íntima preferencia, pero nos huía, nos mantenía en una especie de reserva sentimental: nos buscaba para darnos la primicia de un poema, o para plantearnos alguna situación que requería un consejo desinteresado y leal; después, se esfumaba en sus eclipses que duraban a veces varios días. Esta característica se desenvolvió más ampliamente en Madrid hasta hacerse norma permanente.

Porque el viaje a Madrid del poeta se hacía indispensable. Primero, había terminado la carrera, tenía, para tranquilidad de los padres, su título de abogado —diploma que tanto cuesta y tantas ironías suscita—, y, para cualquier camino que tomase en la vida, el punto de partida no podía ser otro que la capital y corte de España —"Madrid, castillo famoso...”—. Segundo, la mayor parte del "Rincon-cillo” se le había anticipado levantando el vuelo hacia el mismo destino. Ya estaba allí Melchor Fernández Almagro, con su inquieta y constante pesquisa de la historia y la anécdota y en cartera su biografía de Angel Ganivet; Pepe Montesinos, metido hasta el cuello en su filología románica y su incansable persecución de Lope de Vega; Miguel Pizarro, aprendiz de periodista en "El Sol”; el músico Angel Barrios, empecinado en hacer "sarsuelas” de éxito pecuniario; el escultor Juan Cristóbal, con sus bellísimos bustos de mujeres y niños; el pintor Manuel Angeles, antes de dar el salto al trampolín del cubismo. . . En Granada quedaban solamente los que ya tenían hecho su camino en el mundo: Paquito Soriano Lapresa, bello remanso transparente de conocimientos y ansiedades; Ramón Pérez Roda, elegante renunciamiento de toda aspiración o vanidad.. . Los demás eran muchachos jóvenes que continuarían la dispersión en cuanto terminasen las carreras. Vencida, por lo tanto, la resistencia de los padres —la más dura de convencer fue doña Vicenta—, Lorca pudo levantar por fin el vuelo.

Fue en la primavera de 1918, y en aquella primera ocasión el poeta no vivió en la Residencia de Estudiantes de los Altos del Hipódromo —"colina de los chopos” de Juan Ramón Jiménez— sino en mi casa, o más propiamente dicho, en la discreta Casa de Huéspedes en que yo vivía, y, por escasez ocasional de habitaciones, en mi misma habitación. (Para más detalles que satisfagan al biógrafo futuro: Calle San Marcos 36, 29 piso). Debo aclarar aquí que el alojamiento le había sido impuesto por la madre; ya que tenía que acceder a que se alejase de su lado, quiso por lo menos tenerlo junto a alguna persona que, según su honesto pensamiento, oudiese en caso necesario cuidar de él. Agregaré que el alojamiento carecía de lujo, pero también de todo deplorable armazón "bohemio”; era una casa limpia, donde vivían estudiantes ya maduros, funcionarios y algún que otro artista teatral. Una digna viuda, doña Juanita Sanz, la regenteaba y presidía con sus dos hijas, Juanita y Petrita que hacían sus estudios en la Normal, y una espantosa Maritornes recién llegada de la provincia de Soria, fea como un demonio, pero con una voz maravillosa y un tan purísimo acento castellano que a los oídos andaluces de Federico y míos, sonaba mejor que la voz entonces considerada incomparable de María Guerrero. En aquella casa nos había precedido con su familia y en las estrecheces de sus primeros pasos profesionales la gran bailarina Encarna López (La Argentinita) que más tarde sería nuestra amiga y una de las víctimas del estreno de "El Maleficio de la Mariposa”. Y allí paraba entonces una gentil damita joven de la Compañía del Teatro Infanta Isabel, con la que el que suscribe había iniciado un romance que cortó de cuajo, con su arrebatadora atracción de las mujeres, el querido poeta. . .

Los "fervorosos propagandistas”, es decir los viejos compañeros del "Rinconcillo” que ya estábamos en Madrid, habíamos actuado algo así como profetas anunciadores en los respectivos medios —la Universidad, el Ateneo, algún que otro periódico o revista—, de la existencia en nuestra tierra natal de un poeta nuevo, una especie de Mesías lírico, de cuya obra, sin embargo, solamente podíamos dar como muestra los escasos fragmentos que en nuestro recuerdo sobrenadaban de sus recitados y que no éramos capaces de reavivar y colorear suficientemente con nuestra escasa dotación juglaresca. No obstante este déficit de capacidad expresiva, habíamos logrado crear cierta espectativa —no exenta de burlona desconfianza—; nos perjudicaba algo el tópico y falso prestigio de la exageración andaluza. Con todo ello, el clima estaba cargado y en posición de responder con escandalosa resonancia —en pro o en contra— a la llegada del poeta. El triunfo del juglar fue fulminante. Yo lo presenté en el núcleo de mis compañeros de la Facultad de Filosofía y Letras, entre los que estaba Angel del Río, futuro profesor en Norte América y que luego había de publicar una discreta biografía de Lorca en el Hispanic Institute de New York (1941). También el desaparecido Amado Alonso, ya orientado, como Montesinos, en el campo de la filología y que suspiraba por un amor que no tuvo consecuencias en el taller de la graciosa pintora Pilarito Zamora. Fernández Almagro y yo lo introdujimos en nuestras relaciones del Ateneo: Gerardo Diego, Pedro Salinas, Guillermo de Torre, el malogrado e inolvidable Pepe Ciria Escalante ("firme promesa de poeta”, como lo definió con delicada dedicatoria necrológica Fernández Almagro en el colofón de su Vida de Angel Garnivet)[3].

Lorca llegaba a Madrid con un cómico vestuario de muchacho rico de provincias que va a "pretender” a la Corte. No sé cuántos trajes nuevos, entre ellos, el indispensable traje negro de las visitas solemnes, zapatos de charol, camisas con pechera de piqué almidonado. Por añadidura, una cartera bien nutrida de dinero —Don Federico no fue nunca tacaño— y en el bolsillo unas cuantas tarjetas y cartas de recomendación para escritores y poetas consagrados. Tras las visitas protocolares e inútiles exigidas por las tarjetas y cartas de recomendación, el poeta se lanzó de lleno al río revuelto de la vida literaria madrileña, especialmente orientado, como se comprenderá, hacia los grupos juveniles. En todas partes su recitación provocaba oleadas de cálida admiración y simpatía. Pero los amigos granadinos, superado pronto el período de la orientación y las presentaciones, empezamos a perderlo de vista. No obstante compartir su propia habitación durante toda aquella temporada, yo mismo, que por mis tareas me acostaba y levantaba antes que él casi siempre, tenía con él muy escasas ocasiones de largo diálogo. Lo invitaban a comidas, lo buscaban, lo rodeaban constantemente nuevos y voraces auditorios. A veces, los sábados en que nos reuníamos a cenar en la Taberna de Eladio (uno de los figones literarios de Madrid más digno de la crónica conmemorativa) Fernández Almagro, Angel del Río, de Torre, Ciria, Montesinos y algunos otros, solía reunirse con nosotros, si otros compromisos más atrayentes no nos lo arrebataban. Pero lo más frecuente era su ausencia.

—¿Qué sabes de Federico?, era lo primero que nos preguntábamos al reunirnos.

El poeta se deslizaba ya por la vía que constituiría en adelante su existencia triunfal: un pasar de unos grupos a otros golpeando vivamente en la pantalla admirativa que lo circundaba y dispersando al mismo tiempo la abundante irradiación de simpatía y atractivo de su persona y su obra. Porque esta obra no había experimentado ninguna detención ni abatimiento en ocasión del trasplante a la escena madrileña, sino al contrario. Primero, porque, no obstante la extensión y agitación de sus relaciones inmediatas, Federico se pasaba muchas horas leyendo y rebuscando en la Biblioteca del Ateneo, compraba todo libro interesante que caía a su alcance y su mente, siempre al acecho, recibía y absorbía todas las novedades circulantes en el hervidero de ideas cortesano. Su poesía había ido evolucionando y depurándose de las inevitables influencias primarias y cambiando su orientación. Se iba perfilando su estilo hacia las ceñidas y perfectas formas que su gusto creciente le exigía y que además le aconsejaba el siempre renovado caudal de sus temas. Tardó sin embargo, en desprenderse de la influencia más dominante en su iniciación (Rubén Darío), mientras se acercaba cada vez más, empujado tal vez por las tendencias del "ultra” que no le satisfacían, pero le instaban forzosamente a una renovación, a la maestría de las formas clásicas, Garcilaso, los místicos, Góngora, de los que hacía tiempo iba sedimentando una conciencia admirativa a través de las colectivas lecturas del "Rinconcillo”, por magistral iniciativa de Paquito Soriano, profundo admirador de Góngora, y de la casi olvidada escuela culterana granadina (Pedro Soto de Rojas). En este camino de resuelto sacudimiento liberador, el poeta, sin embargo, tiene detenimientos y retrocesos sorprendentes. Esto se advierte, por ejemplo, en su poema "El Macho Cabrío” inserto en su "Libro de Poemas”, que es de pura estirpe rubeniana y que compuso después de varios meses de su estadía en Madrid.

"Salve, demonio mudo,

eres el más intenso

animal,

místico eterno

del infierno

carnal. .

La circunstancia en que la inspiración vino al encuentro del poeta conspiró probablemente a la reiteración de la modalidad rubeniana. Un domingo de mañana, con el escultor Juan Cristóbal, habíamos ido los tres a la Dehesa de la Villa, con el objeto de que aquél tomase apuntes de unos machos cabríos para el grupo decorativo del monumento a Ganivet que estaba preparando y que más tarde se erigió en los jardines de la Alhambra. Habían desfilado ante nosotros varios hermosos ejemplares, con sus barbas de sátiros, su profunda mirada, su prestigio, su grave majestad de ídolos; toda aquella mañana de sol entre pinares, habíamos estado hablando de aquel tema —sátiros, centauros, brillante imaginería greco-francesa de Rubén— y el tema golpeó con premura irresistible y forma prefijada en la mente del poeta, que al día siguiente nos buscó para recitarnos lo que había compuesto.

Importa muchísimo considerar en este momento que ni entonces, ni mucho tiempo después, aunque al parecer Lorca había ido a Madrid con aquel objeto, manifestó el menor interés en lo que siempre fue el primer deseo de un escritor: publicar un libro. Su prestigio era grande, todas las editoriales le habrían abierto sus puertas sin que hubiera necesidad de mayor gestión, sé que recibió propuestas en el mismo sentido y a las que dio respuestas vagas y dilatorias. No lo quería; mejor dicho, lo rehusaba abiertamente. (Lo que contrasta en forma muy expresiva, vuelvo sobre ello, con el interés y el apremio que tuvo en entregar a la imprenta su libro "Impresiones y Paisajes”, obligando al padre a pagar la edición). El hecho, bien exacto, no tiene a mi entender otra explicación valedera que ésta: la condición intrínseca de juglar que llevaba Federico en la sangre — en el mismo sitio que llevaba Manuel Torres la cultura. Por esta condición, por el gozo íntimo que en él provocaba siempre la reacción directa del auditor, el poeta se resistía a entregar su obra al intermediario de la página impresa. Cuando, después de muchas instancias, accedía a entregar un poema a alguna revista literaria, aún a aquéllas en cuya aventura editorial participó, lo hacía, estoy seguro, con desgarramiento y repugnancia secreta, como una madre que suelta un hijo para el cumplimiento de un deber marcial. Había en aquella postura algo que puede compararse al melancólico escrúpulo que me confidenció en cierta ocasión, en Buenos Aires, el excelente actor Alvarez Diosdado cuando lo felicitaba por su actuación en una película:

"No me gusta trabajar para el cine. Quiero tener al público delante de mí”.

Actor: juglar... En ambos casos estorba la muralla del celuloide, o del papel impreso, entre el estremecido impulso creador y el estremecimiento que se desea ardientemente provocar.

Pero esta circunstancia hace que Lorca permanezca inédito, no sólo durante el tiempo de su creación primigenia en Granada, sino después en Madrid, desde la primavera de 1918 hasta 1921, en que Gabriel García Maroto, ese gran tipo humano, poeta, crítico, pintor, impresor, que a la sazón tenía una imprenta en Madrid, le arrebató casi a la fuerza los originales de su primer volumen, los corrigió, lo persiguió implacable para que le ayudase a la selección y ordenamiento y le escribiera un breve prólogo. Tengo para mí que las breves líneas de presentación que figuran al frente del "Libro de Poemas” y que firma Federico, las escribió el propio Maroto, en vista de que no había forma de que el poeta lo hiciera (fenómeno similar al ocurrido con el título del desdichado ensayo teatral "El Maleficio de la Mariposa”).

El "Libro de Poemas” no tuvo sin embargo la fortuna que habíamos deseado. Su propio autor se había encargado de arrebatarle, antes de nacer, las virtudes esenciales para que una obra despierte interés y atracción en el ambiente. Todo su contenido era conocidísimo y yacía, como desdeñosamente arrinconado, en el brillante atractivo de la obra posterior. Cada uno de aquellos poemas tenía por lo menos una antigüedad de tres años. Conscientemente, porque Lorca supo siempre muy bien lo qué hacía, el poeta iba echando paladas de poesía en la fogata de su obra; lo anterior desaparecía bajo las llamaradas de lo nuevo; quedaba el rescoldo enterrado, y esto si a él no le importaba, le importa mucho ahora a la crítica para ordenar un poco la tarea de su valorización y de la huella del poeta en la literatura contemporánea.

Pero de esto habré de ocuparme en otro capítulo.

Notas:

[1] Manuel de Góngora, autor de UQ volumen de versos "Polvo de Siglos”, retórico y mecánico intento de reconstrucción poética (Marquina y Ricardo León refundidos en una retorta de hábil manipulador de ripios). Alberto A. Cienfuegos, autor de bellos sonetos imitación de Villaespesa, del que fue como un hijo espiritual, y de las obras teatrales, en verso, "Aben Humeya”, "Esperándola del Cielo", en la orientación de "El Alcázar de las Perlas” y las reconstrucciones de Marquina.

[2] A NICOLÁS María LÓPEZ el "modernismo” español lo estimaba como uno de sus más claros iniciadores. Villaespesa lo proclamaba su maestro. Un bello conjunto de temas de López, reducida edición local, titulado "La tristeza de las cosas” fue seguido y acaso superado por Villaespesa en su libro de versos "Trititie rerum”. En lo que se refiere a Matías Méndez Bellido, sus breves relatos en prosa, escenas de la vida granadina, constituían el decoro infaltable de las revistas y publicaciones que prestigiaron el Liceo Artístico y Literario, y posteriormente su heredero El Centro Artístico.

[3] Algo semejante me tocó hacer pocos años después en Montevideo, donde, hacia 1924, fui el primero en hablar de Lorca en los círculos literarios de entonces, el grupo “TESEO” del Tupi Nambá, en el que oficiaban de dirigentes Eduardo Dieste, Juan Parra del Riego, Alberto Zum Felde... y el de "La Cruz del Sur”, con Alberto Lasplaces, Mario Magallanes, Juan M. Filartigas y algunos poetas jóvenes.. .

 

por José Mora Guarnido (España)
Originalmente publicado en revista Entrega de La Licorne Nº 9/10 
Montevideo Año 1957
 

Ver, sobre Federico García Lorca, en Letras Uruguay

 

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