El globo fantástico 
Florencio Moneo 

A Mikel e Itziar

…Haz para ti un Arca de madera bien acepillada; en el Arca dispondrán celditas, y las calafatearás con brea por dentro y por fuera.

Y has de fabricarla de esta suerte: la longitud del Arca será de trescientos codos, la latitud de cincuenta, y de treinta codos su altura.

Harás una ventana en el Arca, y el techo o cubierta del Arca le harás no plano, sino de modo que vaya alzándose hasta un codo, y escupa el agua; pondrás la puerta del Arca en un costado, y harás en ella tres pisos, uno abajo, otro en medio y otro arriba…

“El Génesis”

Érase una vez una ciudad llamada Redonda. En ella las calles eran redondas, los árboles, calles y plazas, también redondas, como globos.

Vivían por aquel entonces un niño muy pequeño, de apenas dos años de edad, junto a su madre, que se trataba de toda una dama. Bella, fina y culta, mantenía el pequeño hogar con los ingresos que ganaba trabajando de secretaria en una empresa editorial especializada en literatura infantil.

Por la mañana, nada más levantarse, tomaba a su pequeñín, le cambiaba de pañal, inundaba con un montón de besos su pequeña cara hasta lograr hacerle reír, y cuando ya le veía desperezándose del todo, le sentaba en la poltrona, le cubría con el baberito y le preparaba una papilita de cereales con miel.

El Enanito Guapo, que así le llamaba su madre, en ocasiones no quería comer, y entonces chillaba y chillaba. Vamos, gritaba tanto, eran tan potentes sus trinos que hasta los pajaritos apostados en los tamarindos cercanos a su casa le devolvían el saludo, alegres y vitales ellos, ante el comienzo de un nuevo día. Pero en otras ocasiones comía bien y con ganas, por lo que tal problema no existía para la preocupada madre. Más tarde le vestía, peinaba y echaba colonia en su redonda cabecita, porque tenía que llevarle a la guardería.

Una vez hecho esto volvía sobre sus pasos, y unas veces a pie, otras en autobús, se dirigía hacia la parte opuesta de la ciudad a comenzar su jornada laboral de mañana y tarde, descansando escasamente una hora para comer un tentempié en una cafetería aledaña a la editorial, leer las noticias locales del periódico, y vuelta al trabajo.

No se me ha de olvidar que el Enanito Guapo no tenía padre, que murió al poco de su nacimiento por mor de la aciaga circunstancia de ser alcanzado de lleno por un rayo, una tarde invernal y muy trágica que la ciudad entera no logró olvidar, un veinticuatro de diciembre.

Desde la tragedia, la vida de la mamá se tornó azarosa, sacrificada, penosa. Una sombra de tristeza invadió su amorosa alma, y ella trataba de encontrar consuelo en su actividad profesional dentro de la editorial, y en el cariño que le profesaba a su pequeño. Y esta singular repetición de esfuerzos por sobrevivir, tristezas que soportar y amores que cultivar, se sucedían una y otra vez, un día y al siguiente. Era para ella una conocida monotonía de la que llegó a pensar que nunca más conseguiría salir.

Pero he aquí que cierto día sucedió algo extraordinario. Fue tan extraordinario, tan extraordinario, que cuando me enteré de esta historia que os acabo de empezar, decidí transmitírsela a mi bebé para que a su vez se la contara a su hijo, y éste al suyo, y así hasta el infinito, de lo impresionado que me dejó.

Así que estábamos en sucedió un día una cosa completamente extraordinaria –atiende bien, hijo mío-. El reloj despertador de mamá empezó a soltar rines: rin, rin, a eso de las siete de la mañana. Mientras su mano izquierda trataba de apaciguar tanto alboroto, Joan, que así se llamaba el Enanito Guapo, ya se había colocado al borde de la cuna con sus ojitos expectantes, risa franca y pelito embarullado.

-Ata. Ama. Quique. Acar. Uco. Galio. Ga –decía entre otras expresiones infantiles, nada fáciles de entender.

-Joan. Joan. Qué tal mi pequeñín –respondía la madre.

Aquella mañana, Joan se fijó, como en otras ocasiones, en el pequeño globo rosa que se encontraba semiatado a uno de los barrotes de la cuna. Se lo había regalado mamá un día que fue de compras a una zapatería. Llevaba allí atado sus buenos dos meses, y Joan solía arrancarlo con los deditos porque le gustaba el ruido bronco que producía, unas veces, y otras lo chupaba con la boca y a continuación expulsaba de golpe el aire, haciendo un ruido hueco. Después, lo abandonaba, un poco cansado.

Pero esa mañana Joan no sabía que el globo poseía una cualidad más que los días anteriores. Esa mañana el globo estaba encantado. Al acercarse, se sintió atraído por la luz mágica que emanaba de él, porque era una luz que contenía todos los colores, desde el blanco hasta el negro. Y lo tocó con su mano derecha. Entonces sucedió algo extraño, un fenómeno imposible, vio que su mano había traspasado la goma y que al no encontrar tope le estaba introduciendo por entero en el globito. Cuando hubo entrado, le pareció algo raro que su cuerpecito, de mucho mayor volumen que el del globo, cupiera en su interior. Pero a lo hecho pecho, y el bebé se tuvo que conformar con la nueva situación a la que le había llevado su curiosidad. Así que una vez dentro del globo no se le ocurrió otra idea mejor que la de sentarse en el suelo.

De repente, como por arte de birlibirloque se le apareció un patito negro que le dijo:

-Hola Joan. Soy el Patito Feo. Me han encargado la labor de portero. Te voy a explicar lo que encontrarás en esta casa. Ya te habrás dado cuenta de que es redonda, como las del resto de la ciudad.

Y así fue como su nuevo amiguito, el Patito Feo, le informó de la existencia de los ilustres huéspedes que poblaban el globo. Por él supo, por ejemplo, que en el piso primero derecha vivía una muchacha tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre, y de cabellos tan negros como la caoba, que respondía al nombre de Blancanieves. Y en el primero izquierda vivían siete enanitos oriundos del país de los siete montes. Luego, en el segundo mano derecha, se alijaba una dulce mocita, a la que todos querían, aunque solamente la hubiesen visto una vez. En el mismo piso pero a la izquierda era su abuelita, la persona que de entre todas más la quería, la que vivía desde hacía dos añitos, que abandonó su casita del bosque para trasladarse a la ciudad, trayendo consigo sus pertenencias y también el trozo de tarta y la botella de vino que le llevara Caperucita Roja, y por supuesto, después de que se muriera ahogado en la pila del pozo el lobo feroz que tan mal les había tratado. Y ya llegamos al tercero. En el derecha tenía su pisito el hijo de un pobre campesino y una mujer hilandera, que nació a los siete meses, llamado Pulgarcito. Sus amiguitos contaban de él que era tan listo, tan listo y quería tanto a sus padres, que siempre salía vencedor en sus luchas contra los malvados ladrones y lobos. En la izquierda era el bienamado Rolando quien lo habitaba. Vivía con su mujer, aquella hija hermosa y buena que tanta envidia le tenía su madrastra porque no la quiso nada. Y eran muy felices. Y así, en el cuarto, quinto, etc… ya que se trataba de un globo rascacielos, casi infinito.

Joan, escuchando al Patito Feo, a todos los inquilinos y sus respectivas historias, se quedaba embobado, la boca abierta a más no poder, y la baba había formado un gran charco en el suelo del globo, de lo interesante que le pareció aquel nuevo mundo, tan lleno de significados que le gustaría conocer.

Entonces, el Enanito Guapo, como despertándose, le hizo a su amiguito el Patito Feo la siguiente pregunta:

-¡Ay! ¡Cómo me gustaría a mí también tener una historia que contar, enfrentarme a la vida, y poder distinguir bien al malo para darle su merecido, y juntarme con el bueno! ¿Qué podría hacer? ¿Qué me aconsejar, Patito Feo?

Éste le dirigió una mirada envolvente, se sonrió y tras un leve carraspeo, le respondió:

-Joan, tú eres muy pequeñín todavía para que te ocurran historias, pero sí puedes, por ejemplo, inventarte una.

-Y eso, ¿Cómo se hace?

Un silencio musical parecido al que a intervalos salía de la cajita de música que Joan tenía atada a uno de los listones de su cuna, entre son y son, separó a ambos.

-Mira. Se me ocurre una idea. Voy a tocar reunión general de la comunidad de huéspedes. Nos sentaremos en la tabla redonda, y allí nos la cuentas según te la vas inventando. ¿Hace?

Joan no tenía ni idea de cómo se hacía eso, me refiero, claro está, a la forma de inventar un cuento. Además, le habían contado tan pocos por ser muy chiquitín, que no disponía de tantas fuentes de inspiración. Pero como era un niños muy listo y valiente, le respondió que sí a su amiguito, el Patito Feo.

-Tururú, tururú- se oía en todos los pisos del globo.

–Llaman reunión general, llaman reunión general- exclamaban todos los encantadores moradores.

Al cabo de media hora, varios cientos, se hallaban en torno a la famosa tabla redonda.

Se había hecho silencia gracias a los soplidos de los Siete Enanitos del Bosque de las Siete Colinas, pues así era el nombre completo con los dos apellidos, que dirigían a los presentes.

-“¡Chistt! ¡Chistt!”

Tomó entonces la palabra el Patito Feo.

-Queridas amigas y amigos. He convocado la presente para comunicaros que en el día de hoy ha entrado al globo un nuevo personaje. Que este personaje se llama Joan, y como es de rigor, por la obligación que todos conocéis y como supongo bien os acordáis, va a cumplir con la norma de inventarse un cuento y de hacerlo al mismo tiempo que lo va contando. Por lo tanto, y acabo ya esta larga introducción, doy la palabra a Joan. Joan, puedes empezar.

Joan se puso un poco nervioso porque no tenía ni idea del cuento que había de narrar. Hizo un respingo, se agarró una mano contra la otra, los pies juntos, y puesto en pie se dispuso a contar la siguiente historia.

-“Érase una vez una madre muy guapa, muy sola y muy pobre, que vivía en un lejano y antiquísimo país al que los demás se referían con el nombre no del todo preciso de País Bajo.

Habitaba una casita ubicada en el centro de una gran ciudad, rodeada de montes por los cuatro costados, y partida por la mitad por un río llamado Ibai. Como podréis daros cuenta, esta ciudad era una isla. La casita de la madre guapa, que se llamaba Estrella, era de piedra, muy antigua y sólida, y se levantaba justo enfrente de un teatro en donde se representaban cuentos los siete días de la semana, por lo que os podréis imaginar cuan contentos jugaban los niños de la ciudad.

Estrella vivía sola. Y sucedió un día que llamaron a su puerta. Ella pensó que se trataría de sus siete hijitos, ya de vuelta de la escuela. Como se demoraba un poco, ocupada en colgar la ropa de su generosa prole, se asustó al volver a oír, esta vez más estruendosamente, el repique de la puerta de madera. Lo dejó todo y abrió. Pero, ¡Ay! ¿Qué encontró? Tenía ante sí a un enorme dragón del que sólo podía distinguir las botas, de lo grande que era.

-¡Hola, mamá de los siete hijitos! –Le dijo.

-¿Sí? ¿Qué desea? –respondió llena de espanto Estrella.

-Le deseo a usted. Soy el malvado dragón del País de los Volcanes, y he venido a llevarme a la madre más buena, paciente y comprensible que en la ciudad halla, la más hermosa y generosa que el mundo conoció jamás. Soy malo por naturaleza, y me he propuesto secuestrarle para que la bondad y la belleza no se expandan por tu país, porque yo estoy enseñando a los niños cómo hay que ser de verdad: hay que ser malo y envidioso, feo mejor que guapo, y al que no me siga me lo secuestro.

-Usted, señor gigante, no tiene razón. Es el mal ejemplo lo que pretende enseñar a los niños, y por eso está dispuesto a abusar de ellos, de su confianza. No, debe de recapacitar, tratar de cambiar esas penosas ideas que le van a destruir tanto. Un buen consejo para usted sería que se atreviera a iniciar sus estudios, aprender un idioma, cultivar la amistad de los conocidos, y con aquellos con los que se sintiera correspondido profundizara en ella, aprendiera a confiar más en su propia valía para que la envidia hacia los que tienen más que usted no le hiciera sufrir tanto, practicara una de las bellas artes, si no todas, y se buscara un trabajo con el que ganarse la vida y poder comprarse una casita, y elegir a la mujer más cercana a sus preferencias, y fundar con ella una familia, tener un hijito…

-¡Ba, ba, ba, ba! –Exclamó, indignado, el gigante dragón-. Todas esas paparruchas ya me las sé. Pero no me da la gana. Me gusta más hacer tonterías. Por eso me echo unos polvos mágicos, para que te desmayes, y te rapte. ¡Ja, ja, ja!

Y el dragón puso unos polvos blancos que había sacado del bolsillo de su chaqueta, encima de Estrella, y ésta de repente se quedó dormida, sin luz.

Una hora más tarde llegaron a casa los siete hijitos. Al ver la puerta abierta llamaron a su mamá. Pero como ésta no respondía se pusieron a buscarla como locos –tanto cariño la tenían- dentro de casa, deslizándose por todos los rincones, y en la ciudad, hablando con amigos y vecinos. Pero no apareció.

Pasó el tiempo. Los siete hijitos crecieron, se ayudaron el uno al otro, haciendo de padre y de madre entre sí, mientras estudiaban con alegría para el día de mañana.

Ese día llegó. Se fueron casando el uno detrás del otro, hasta que por fin se quedó sólo el benjamín, que soy yo, que no paré de seguir buscando a mi mamá hasta encontrarla. Ella se pudo escapar del dragón secuestrador, porque este señor, que la mantuvo cerca de cuarenta años cautiva, no pudo resistir la envidia que le causó el ver que cada día los siete hijitos de su secuestrada se superaban a sí mismos aprendiendo cosas nuevas, organizándose y llevándose mejor, ganando nuevos amigos y el reconocimiento de todos por su valor, esfuerzo, responsabilidad y la amabilidad con la que trataron los siete hermanos a la gente que les rodeaba, sin dejar por ello de luchar para salir adelante y ganarse la vida honradamente.”

Joan se quedó mudo. Un silencio cum laude llenó la tabla redonda. Pensó que les había gustado mucho por cómo habían reaccionado.

-¡Bravo, bravo!

-¡Muy bien!

-¡Así se habla! Perdón. ¡Así se cuenta!

-¡Viva Joan! ¡Viva Joan!

-¡Viva nuestro nuevo amigo!

Y así comenzó el banquete. Joan tuvo la experiencia fantástica de comer una rica comidita junto a un montón de nuevos y cariñosos amiguitos que tenían mucho parecido a él.

Después se sucedieron las despedidas, las lágrimas y la tristeza porque Joan tenía que salir del globo fantástico para seguir creciendo al lado de su mamá, y poder beneficiarse de lo que le pasó durante aquel maravilloso día de su lejana infancia, un lugar de cuyo nombre sí quiere acordarse.

Salí del globo con la sensación de tener la cabeza llena de amigos que me querían por ser como yo era. Mi mamá me tomó por debajo de los sobacos y me posó en el suelo, al lado de la caja de juguetes. Esto me dio ánimo y empecé a dar saltos y más saltos. Eché a correr en dirección a la cocina y me coloqué al lado de la poltrona para desayunar. Mamá se disponía a encender el fuego. Después salía del cazo de la leche un humito como transparente.

-Joan. Joan. Bacataplán. Joan. Joan. Bacataplán. –la oía decir mientras preparaba la papilla con miel.

-Joan es un niño muy grande. Que se lo come todo, todo, todo, y que se lo… ¡comió! –estaba desayunando.

-¡Buá, buá! –le decía para protestar por protestar, lo juro, y entonces sucedía, como todas las mañanas, que me colocaba un auto miniatura de principios de siglo para distraerme y jugar con él.

-Borr, borr –era el motor puesto en marcha-. Borr, borr.

Dejé el culín negando con mi cabeza una y otra vez, y vi que mamá respetó el deseo. Pasó la esponja por la cara y las manos. Lo secó todo. Me volvió a tomar en su regazo y me encontré en volandas por el pasillo hacia la cama sin apenas darme cuenta de ello. Me tumbó. Me despojó del pijama y me envolvió con la ropa de calle. Era la hora de acudir a la guardería a jugar con mis amigos. Me dio dos besitos y se fue al trabajo.

Más tarde supe que empezó a frecuentar la amistad con el gerente de la editorial infantil en la que trabajaba.

Él era un hombre muy culto, muy culto, que aseguraba haber leído todos los cuentos infantiles escritos en el mundo.

Como solía frecuentar por razón de su cargo la relación con escritores de cuentos infantiles, siempre le tenía dicho a mamá que algún día se decidiría a ser él mismo quien se inventara un grueso libro de éstos.

Quisieron los avatares de la vida que Salvador, que así se llamaba este hombre honrado y sin vicios conocidos, se quedara viudo por mor de la aciaga circunstancia del accidente de tráfico que sesgó la vida de la mujer y de los tres churumbeles que la acompañaban, a los que amaba. Dijeron algo acerca de lo resbaladizo del piso, y que el coche derrapó y se salió de la calzada para irse a estrellar contra un árbol.

De sopetón, Salvador se quedó solo en el mundo, sin familia, únicamente su trabajo en la editorial le hacía compañía.

Mamá, con el tiempo, llegó a intimar con él, y pasados los años se casaron en segundas nupcias.

A partir de entonces noté que mi alegría por el recuerdo de mi aventura dentro del globo fantástico se fue incorporando a las relaciones de la vida cotidiana. No sé cómo explicarme, pero notaba que aquella intensa felicidad no era ningún secreto para nadie. Salvador todas las tardes volvía de su trabajo con un montón de cuentos imaginados durante el intervalo de su trabajo, a la hora de comer. Qué se yo la cantidad de historias, de personajes, repetidos, parecidos y descaradamente diferentes que colgaban del armario invisible del espacio central de la cocina en donde cenábamos. Los fines de semana tomaba una pluma estilográfica y garabateaba con más fuerza que yo, las hojas del aparador, nuestro pupitre personal. Recuerdo que siempre me dejaba hacer de las mías, y quedaba aquella cuartilla echa un pingajo. Nos reíamos como locos del juego. ¡Ja, ja, ja!

Luego vinieron los años de vacas flacas: la crisis económica, el plan de convergencia y la inestabilidad del gobierno. Las ventas de la empresa editorial se derrumbaron. La gente ya compraba libros infantiles, ya, pero los costos de producción y los impuestos incrementaron en exceso el producto. Creo haber oído a Salvador afirmar que eran los niños los que empujaban a sus padres a comprar aquellos libros.

El caso es que la editorial tuvo que despedir al personal, y al de poco cerraba por quiebra técnica. Mis padres se quedaron sin nada y en la calle.

Entonces fue cuando mi nuevo padre tomó la decisión de hacerse escritor. Pasaba hasta diecisiete horas seguidas al día escribiendo sin parar.

Aguantamos aquellos duros tiempos gracias a la ayuda en forma de unos dinerillos que nos prestaron una pareja de amigos, y a la inteligente actividad contable de mamá.

Ella logró un trabajo de profesora en la universidad. Él logró publicar en otras editoriales y en los periódicos sus producciones.

Salimos adelante con nuestro propio esfuerzo personal, ayuda mutua en las horas bajas y capacidad de sacrificio.

Y así, querido hijo, termina este capítulo de la historia de mi vida, este cuento, que espero que te sea provechoso, y te sirva para entender mejor esa cosa tan difícil llamada capacidad de ser feliz contigo mismo y conducta positiva ante los aconteceres penosos que la vida te tiene reservados.

Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

Dame un besito, que voy a apagar la luz. Que descanses.

Se durmió como un angelito, y soñó el siguiente sueño:

“Se encontraba en una ciudad muy grande, muy grande. Más que la suya en donde vivía, de grande. La niebla ocupaba todo el espacio visible, de tal forma que no se podían distinguir los objetos. El cielo estaba encapotado. Llovía. Era un día gris. Se da cuenta de pronto que se halla al lado de su mamá, haciendo cola en la parada del autobús. Todos miraban la niebla opaca. Se detiene en ese momento el autobús. Pero no era uno sino dos, el primero muy chico y el segundo grande. Al primero le llamaban patinete porque sólo tenía cabida para un viajero, mientras que al segundo limusina por lo grandioso de su capacidad, cabían infinitas personas y nunca se llenaba. El nene estaba dudando entre cual de los dos objetos elegiría. La limusina le parecía demasiado grande para sus pretensiones, y el patinete demasiado pequeño. Ante la duda, preguntó a su mamá y le pidió un sabio consejo. La mamá le respondió que sin duda le convenía la limusina porque era el mejor, y le explicó que dudaba por su miedo a hacerse mayor de día en día. El nene se despidió de su mamá para subirse al carro. Entonces empezó el largo viaje.” 

FIN

Florencio Moneo

Ir a índice de Europa

Ir a índice de Moneo, Florencio

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio