Geografías del Edén:

la poesía trovadoresca de Violeta Parra

Ensayo de Selena Millares

Universidad Autónoma de Madrid

RESUMEN /ABSTRACT

La trascendencia del legado poético de Viólela Parra invita a la reconsideración de su naturaleza, a menudo desvirtuada o desatendida. La propia historia de su recepción es controvertida, pues nos habla del poder de su presencia carismálica, pero también de cierto abandono por razones de muy diversa índole. Sin embargo, es de especial trascendencia su defensa de lo más genuino de la música y del canto popular chileno -en un momento en que languidece frente a modelos culturales foráneos mucho más poderosos-, en una tarea afín a la que en el plano poético desarrolla su hermano Nicanor. El hondo aliento lírico de la producción de Violeta Parra admite un análisis textual más allá del componente musical, y ahí merece particular atención su reformulación de tópicos tradicionales -que hace suyos para unlversalizarlos, sin perder nunca su raigambre popular-, en especial las figuraciones del paraíso primero, que hilvanan toda su producción y protagonizan su singularidad.

Geocraphies of Edén: The trovadoresque poetry of Violeta Parra

The trascendence of Violeta Parra’s poctic legacy invites to considcr its nature once more, a legacy many limes distorted or unatiended. The story of the reccption iiself is a controversia! one. Nevcrtheless her dcfcncc of the most gcnuinc of Chilean musical and popular songs is of particular importance -in a moment duríng which il languishes before foreign cultural models many times more powerful-, in a lask cióse lo the one his brother Nicanor developcd on ihc poctic level. The profound lyric lonc of Viólela Parra's poctic produelion invites a textual analysis beyond its musical componcnt. Shc offers a new refreshíng reading of traditional topics -which shc assumcs in order to give thcm universal meaning without loosing its popular roots. In particular, the representation of Edén intertwines all her poctic production and highlights its originality.

Violeta Parra, la trovadora casi mítica que desde su muerte en 1967 ingresara en la leyenda que acompaña su canto, ocupa un espacio controvertido y de difícil delimitación. Cuando se la nombra, las primeras evocaciones que se despiertan más comúnmente son las musicales, y también las ideológicas, en tanto que el legado de su silabeo poético parece discurrir por cauces más escondidos. El espacio académico no le ha dedicado una especial atención, tal vez por cierto desdén hacia el carácter popular de su escritura, tal vez por la “vampirización política”[1] de la que ha sido objeto, o tal vez porque no se ha querido deslindar su tarca como recopiladora y folclorista de su quehacer como creadora, donde, por otra parte, el verso se continúa en la pintura, la música, la cerámica y la arpillera para configurar un todo indisoluble.

Sin embargo, la trascendencia de su obra y su permanencia, invitan a reconsiderar su naturaleza y singularidad, más allá de los obstáculos inevitables, que van de los deslumbramientos biografistas ante una personalidad carismática y arrolladora hasta las deficiencias en la edición de sus textos. Al primer ámbito corresponden los libros que le dedican Bernardo Subcrcaseaux (1976), Patricio Manns (1978), Isabel Parra (1985) y Carmen Oviedo (1990), cuyo notable esfuerzo por recuperar la trayectoria vital de la cantora es de gran utilidad a la hora de desentrañar el sentido de su obra, si bien desvía la atención fuera de ésta. En cuanto a la edición de sus textos, cabe decir que esta tarea está aún por realizar, ya que hasta ahora solo es posible acceder a ellos en antologías. La única edición que en vida de la autora sale a la luz es la que prepara Fanchita González-Batí le en 1965, bajo el título de Poésie populaire des Andes, cuyo descuido formal y profusión de erratas son compensados por sus valores: es la primera vez que aparecen en libro los trabajos de Violeta, y de la mano de la editora podemos acceder a una selección de sus recopilaciones y creaciones, clasificadas en sendas secciones y acompañadas de entrevistas y comentarios. Años después, en 1971, la Universidad Católica publica Décimas-Autobiografía en versos chilenos, cuyos originales peregrinaron entre Europa y el Ministerio de Relaciones Exteriores por largo tiempo antes de salir a la luz, y sus sucesivas reediciones en Santiago, La Habana y Barcelona dan fe de la proyección de ese testamento literario, avalado por textos de Pablo Neruda, Nicanor Parra y Pablo de Rokha.

A partir de entonces, las ediciones se suceden en esfuerzos meritorios pero de inevitable parcialidad; así por ejemplo, en 1974 Alfonso Alcalde publica una antología que paradójicamente titula Toda Violeta Parra, y en 1977 el crítico Juan Andrés Piña edita 21 son los dolores, donde recopilación y creación se entremezclan y confunden, bajo el nombre de la autora se suceden versos ajenos. A esto se añade que a las erratas de la edición parisina se le suman otras nuevas que desvirtúan el original, como en la canción popular y anónima “Una naranja me dieron”, donde los versos 10 y 24 sufren lamentables alteraciones[2]. La edición que en 1979 hace Nascimento de Cantos folklóricos chilenos, con las transcripciones musicales de Luis Gastón Soublette y fotografías de Sergio Larraín y Sergio Bravo, parece dar un paso adelante en ese panorama disperso. Posteriormente, la antología que Isabel Parra incluye en su edición de 1985 ensaya una restitución necesaria, y la aparición de nuevos materiales lleva a una reedición en 1990.[3]

Esto es parte de la historia textual de Violeta Parra, cuya recepción a lo largo de los años ha sufrido también importantes variaciones. Inés Dólz, al analizar en 1991 ese proceso a partir de más de quinientas referencias de prensa, habla con optimismo de un “gradual reconocimiento de su genio y obra” (1991:436). En efecto, tras el silencio de los setenta, los ochenta ven aparecer obras como Violeta Parra: Santa de pura greda. Un análisis de su poética, de Marjoric Agosín c Inés Dólz, pero la atención declina, y las facilidades para el acercamiento a la cantora tampoco son muchas, tal y como lo observa la misma autora: A pesar del extraordinario auge de Violeta en los periódicos chilenos de la década del 80, conviene destacar que no hay lugares en Chile donde el investigador pueda concentrarse a estudiarla. Rosario Guzmán, reportera de un diario santiaguino, emprendió un viaje por centros culturales de la capital indagando sobre la permanencia de la producción parriana en dichos centros y los resultados fueron desconcertantes: ningún lugar tiene sus pinturas, el Archivo Musical solo posee un casete de ella, la Biblioteca Nacional tiene en su poder una bibliografía y tres sobres de recortes de lo que se ha escrito sobre ella en los últimos años (...), el Pequeño Derecho de Autor tiene 232 inscripciones de canciones compuestas por ella (...) Y eso es todo (Dólz, 1991:443).

En definitiva, la atención de la critica no se muestra particularmente profusa, y en 1997, a treinta años de su muerte, Susana Münnich lamenta el escaso interés académico que suscita la figura de Violeta, y culpa de este hecho a la preocupante dependencia cultural que hoy se vive en Chile, donde la música folclórica se asocia “con los desposeídos, lo que ciertamente no la vuelve ni atractiva ni meritoria” (Münnich, 1997:128).

Ahí está, en efecto, una clave importante de este abandono, ya que la cantora hizo de su vida una verdadera cruzada en defensa de la esencia más genuina de la música popular chilena, que logra resucitar en momentos en que ésta languidece, oscurecida por modas que ejercen un verdadero acoso en el terreno de la cultura. Entre los primeros que ponderaron esa tarea solitaria y titánica está José María Argucdas, igualmente obsedido por el rescate de lo propio frente al proceso de colonización mental que erosiona a América Latina: valora su recuperación para la música chilena de la quena, antes silenciada -su uso en Perú era un acto considerado subversivo, por estar asimilada a los sectores más marginados, y podía incluso suponer pena de prisión-, y destaca que sea a un tiempo “genialmente individual” y “genialmente popular”[4]. Esa capacidad de captar y al tiempo trascender -para unlversalizarla- el alma de una tradición nacional es lo que da relieve a su tarea, y lo que le otorga un valor artístico a pesar de conjugar la belleza con la funcionalidad social, algo difícilmente perdonable para algunos sectores intelectuales.

Violeta Parra se perfila, a través de su andadura, como artífice de la Nueva Canción Chilena, donde la protesta social se imbrica con la recuperación del folclore que identifica a todo un pueblo, y que es ahora dignificado y enaltecido por su impulso vivificador. El proceso es complejo: lo que actualmente se entiende como folclore popular tiene a menudo su origen en las clases dominantes del tiempo de la colonia, y la tarca ejercida por la cantora no es fácil: frente a la insistente tendencia latinoamericana a adoptar los modelos de prestigio europeos y norteamericanos en detrimento de lo autóctono, su empeño quiere no solo sustituirlos por la tradición propia, sino mostrarla al exterior: su amplia permanencia en París y sus giras por las capitales europeas lo testimonian, así como el insólito logro de exponer sus arpilleras en el Louvre, un episodio que la llenaba de orgullo. Se trata, entonces, de una actitud de resistencia frente a la presión del colonialismo cultural, cobijado bajo múltiples formas. Precisamente en ese marco se puede entenderla singularidad de su voz “chillona”, que, en términos de Naomi Lindstrom, ella “cultivó como acto de respeto ante la tradición chilena y de desafío ante las consideraciones comerciales” (Lindstrom, 1995:324)[5].

Su amorosa dedicación a su gente, en un alineamiento de férreas convicciones, así como su pasión comunicadora, la lleva a fundirse en la voz colectiva, si bien no puede esconder su propia individualidad, y se presenta como trovadora que halla en ese crisol la fuente de su canto y también su destino. Así se desprende de sus propias palabras:

Haciendo mi trabajo musical en Chile, he visto que el modernismo había matado la tradición de la música del pueblo. Los indios pierden el arte popular, también en el campo. Los campesinos compran nylon en lugar de encajes que confeccionaban antes en casa. La tradición es casi ya un cadáver. Es triste... Pero me siento contenta al poder pasearme entre mi alma, muy vieja, y esta vida de hoy (en Isabel Parra, 1985: 45).

Para comprender la significación de su tarca basta trasladarse al contexto en el que se integra su producción, que Patricio Manns presenta en dos vertientes antagónicas: de una parte, conjuntos como “Los cuatro huasos”-quc con el tiempo se decantaría significativamente como adicto al régimen militar- dan una visión preciosista y pintoresca, al tiempo que falseadora, del paisaje chileno; de otra, los juglares, “envejecidos y trashumantes, describen en versos precisos c intencionados, a una atenta clientela de bar de mala muerte, las vicisitudes de la crisis salitrera y de la hambruna nacional”[6].

La actuación de Violeta Parra se convierte así en una inversión del impulso prometeico: no roba el fuego a los grandes demiurgos para dárselo a su tribu, sino que recolecta el legado de ésta por todo su país para trasladarlo, con orgullo, del campo a la ciudad, de Chile a Latinoamérica y más allá, a las grandes metrópolis culturales. En este sentido, su tarea se siente como muy imbricada con la que realiza su hermano y mentor Nicanor Parra, que con la irreverencia antipoética quiere devolver a las gentes sencillas el pan de la poesía, frente a los poetas burgueses y su coqueteo con las modas estéticas. En ambos casos, el fuego del arte es robado del Olimpo, para que sea, tal como se declara en el “Manifiesto” de Nicanor Parra, de la naturaleza, de la plaza pública y de la protesta social. Además de obligar a su público a escuchar canciones distintas de las que pide en su tiempo -corridos y tangos, entre otras cosas[7]-, despertando así sus voces dormidas, logra Violeta que la Universidad se interese por sus investigaciones e incluso las financie, de modo que establece una nueva comunicación, antes quebrada, entre lo culto y lo popular. Su fe casi religiosa en la misión que se propone convicrtc a ésta en un modo de apostolado, con la música tradicional como evangelio, en tanto que a su muerte se desata la búsqueda de sus reliquias; no son de extrañar entonces las imágenes con que Neruda la representa, santificada y mítica, en su “Elegía para cantar”:

(...) ¡Santa de greda pura!

Te alabo, amiga mía, compañera:

de cuerda en cuerda llegas

al firme firmamento,

y, nocturna, en el cielo, tu fulgor

es la constelación de una guitarra

                 (...)

Santa Violeta, tu te convertiste,

en guitarra con hojas que relucen

el brillo de la luna,

en ciruela salvaje,

transformada,

en pueblo verdadero,

en paloma del campo, en alcancía

                                (Neruda, 1982:31-33).

Igualmente, Nicanor Parra nombra su peregrinaje y también su martirio en una defensa con sabor a letanía, que desemboca en una visión premonitoria del acontecer futuro:

Pero los secretarios no te quieren

Y te cierran la puerta de tu casa

Y te declaran la guerra a muerte

Viola doliente.

 

Porque tú no te vistes de payaso

Porque tú no te compras ni te vendes

Porque hablas la lengua de la tierra

Viola chilensis.

 

(...) Qué te cuesta mujer árbol florido

Alzate en cuerpo y alma del sepulcro

Y haz estallar las piedras con tu voz

Violeta Parra

                                (Nicanor Parra, 1983: 163,166).

Ese credo que impulsa el quehacer de la cantora se materializa en dos vertientes poéticas: de una parte, las canciones; de otra, las décimas autobiográficas que escribiera alentada por su “hermano estudiante”, y que también serían musicalizadas. En ambos casos, dos son los ejes temáticos centrales: se trata de versos de amor y combate mayoritariamente, que van hilvanando temas de “dicha y quebranto”, los materiales que, en sus propias palabras, forman su canto, “canto de lodos” al modo juglaresco, con todo el sabor de lo popular: en su naturalidad.[8] está el modo de hablar de la gente de la calle, en un fluir que se aleja de la lógica y centellea en la plasticidad de las viñetas sucesivas con que compone sus relatos, sin olvidar el humor y la ironía: “Miren cómo sonríen/los presidentes/cuando le hacen promesas/al inocente” (Violeta Parra, 1965:164). A todo ello se añade la funcionalidad del canto, ya sea consuelo o diatriba, y el hondo sentido moral de la trovadora, que cumple sus deberes -“Yo canto la diferencia/que hay de lo cierto a lo falso /de lo contrario no canto” (ibíd.: 154)— y que se pone así al servicio de la colectividad, en tanto hace de la memoria su savia nutricia. Lo individual queda en segundo plano, como se desprende de una de las cartas en verso a Nicanor: “día y noche disparan contra el ave indefensa (...) pero no lo repitas ni siquiera entre dientes” (en Isabel Parra, 1985:103).

La literalidad de sus versos se construye así a partir de modelos populares que Violeta rcclabora y hace suyos, y que rondan un motivo dilecto: la figuración del edén, del paraíso perdido de la inocencia, que una y otra vez se construye como refugio para la esperanza. La imagen del árbol es también central, al igual que la del ave que lo habita. Esta es, desde tiempos inmemoriales, representación del poeta y el cantor: es vulnerable pero también libre en su diálogo con los seres y las cosas del firmamento; como “árbol lleno de pájaros cantores” y liberadora de aves cautivas la retrató Nicanor Parra, y ella misma insiste en la imagen en numerosas ocasiones:

Cuando fui para la pampa

llevaba mi corazón

contento como un chirigüe,

pero allá se me murió,

primero perdí las plumas

y luego perdí la voz,

y arriba quemando el sol

                                (Violeta Parra, 1985:150).

En esa imagen recurrente del jardín se pueden percibir resonancias bíblicas, pero en un sentido abierto, el mismo que llevaría a Pablo de Rokha a hablar de un catolicismo “más pagano que cristiano” que “llora, sonríe, brama en el subsuelo” (Violeta Parra, 1971:12)[9]. En ese momento se entiende, por otra parte, una de las manifestaciones populares que con mayor maestría dominara, la de los velorios de angelitos, entre los que destacan tres de factura propia: el que se integra en las Décimas con todo su ritual cualripartito -con versos por saludo, por padecimiento, por sabiduría y por despedida-, el hondamente emotivo que dedica a su hija muerta, y el celebre “Rin del angelito”, así como el que, de un modo simbólico, teje para Gabriela Mistral con motivo de su muerte.

La imagen del edén como reino de la inocencia adopta infinidad de variantes, y se observa ya en “La jardinera”, tonada amorosa que data de principios de los cincuenta: insiste ahí la poeta en constantes figuraciones de ese paraíso autónomo donde el mal no tiene cabida, donde una barrera invisible detiene los poderes de la perfidia y la alevosía. Allí la alquimia del verso todo lo transmuta en flores y en aves, y también en música; en el aire se compone su cantata, para habitar ese espacio entre cielo y suelo, así hermanados: siempre con los pies en la tierra y sin perder su contacto, la vista en el arco de las alianzas que no tiene frontera ni límite.

Cabe nombrar igualmente como una de las más notables, la que se integra en la canción “Volver a los 17”, que Violeta incluyera en la grabación de sus “Últimas composiciones”, si bien es anterior. En esta sirilla reivindica la cantora el valor del sentimiento por encima de la razón, y se presenta como Eva desterrada del paraíso -de la infancia y su inocencia, en este caso- que insiste en reconstruir ese edén perdido, ahora con una nueva alquimia: “sólo el amor con su ciencia/nos vuelve tan inocentes”. Se multiplican las imágenes astrales, y las figuras del firmamento, aves, ángeles o estrellas, se hacen también emblemas de pureza.

Es así como las evocaciones del paraíso, con sus aromas y melodías, retoman una y otra vez: es un lugar encantado, consuelo para el infortunio, espacio para la imaginación. Su negativo será otra sirilla, “Maldigo del alto cielo”, una de sus composiciones de mayor madurez, donde la desolación se desata en un crescendo tumultuoso, y la cantora se enfrenta a la totalidad cósmica para maldecirla porque ya no sirve de consuelo, se ha terminado la magia, y todo se toma inútil. Ahí están los emblemas que antes fueron refugio: los círculos de su edén imaginario, la tierra patria, los elementos y la bóveda que compone el firmamento; pero sobreviene la impotencia, se ha roto el hechizo, y la condena de todo lo bello es índice del desgarro interior, así como la recopilación desesperada de los talismanes más preciados, que juntos no son capaces de alejar un dolor que se extiende a la totalidad del cosmos:

Maldigo la primavera

con sus jardines en flor

y del otoño el color

yo lo maldigo de veras;

a la nube pasajera

la maldigo tanto y tanto

porque me asiste un quebranto.

Maldigo el invierno entero

con el verano embustero

maldigo profano y santo,

cuánto será mi dolor

                                (Violeta Parra, 1992: 105-106).

Se derrumba la tarea previa de la poeta, deslindar lo verdadero y lo falso, construir la quimera del lado del bien, allí atrincherarse. Ahora todo está revuelto, la realidad indómita se resiste al acto de la alquimia poética, se impone la soledad final frente a un mundo enemigo que impulsa una amargura incontenible. El canto a la inocencia de ese paraíso primero no es incompatible con la ironía y la acidez, con las que se pone en tela de juicio la validez de un sistema que oprime y amordaza, que legitima la pobreza, y con ella aliena y envilece a los desposeídos. La religiosidad de honda raigambre popular no incluye la resignación sino que incita imperativa a la rebeldía, como en “Arauco tiene una pena”, donde se niega el continuismo de una situación que los siglos parecen haber institucionalizado. Se despiertan ahí los nombres de los héroes de las antiguas luchas en la Araucanía, la épica y el honor que fundan ese pueblo en una libertad ahora robada.[10]. Igualmente, en “Mi pecho se halla de luto” se reitera el motivo del jardín y el impulso reivindicativo.

Mi pecho se halla de luto

por la muerte del amor,

en los jardines cultivan

las flores de la traición,

oro cobra el hortelano

que va sembrando rencor,

por eso llorando estoy.

 

Los pajarillos no cantan,

no tienen donde andar,

ya les cortaron las ramas

donde solían cantar,

después cortarán el tronco

y pondrán en su lugar

una letrina y un bar

                                (Violeta Parra, 1965: 136).

Es el contrajardín, ahora contaminado y mancillado, que ve subvertida su imagen primera por cada agresión. Aves y flores son así sílabas para un código que se aferra a la tierra, que es voz del aire, de un mundo de pureza que se quiere defender, y que se desmarca de los discursos fariseos y los falsos progresos. Estos, desde fuera, quieren despojar su curso subterráneo, que pervive a pesar del acoso, y de ahí la vigilia de la cantora, en su función matriarcal de velar por el fuego de la memoria colectiva de su tribu. Situada en los márgenes, desde allí dibuja un espacio autónomo, en tanto condena la alcahuetería de leyes, gobiernos y ministerios. Desde allí también se alinea junto a las gentes sencillas, y sin retórica ni consignas habla con voz humilde pero férrea de su soledad y abandono, para acariciarles el alma con su canción.

En completa coherencia con su producción musical, las Décimas de Violeta Parra, compuestas a fines de los cincuenta y publicadas póstumamente, ofrecen por su parte una calidad literaria digna de atención, y Javier Campos las ha calificado como “uno de los más perfectos discursos poéticos que poseemos del pueblo de Chile, decantado por un largo período de aprendizaje, lejos del adorno falsamente ingenuo del que a menudo suelen vestirse algunas expresiones ‘populares’ (Campos, 1990: 46). En su difícil naturalidad nada disuena: emergen en ellas la música del coloquio, el idioma de las calles, las imágenes de cada día. Ausentes las pretensiones y deslumbramientos del quehacer culto, se abren las puertas al hechizo de la voz que arrastra con su espontaneidad y frescura. Una vez más, el jardín florido se hace emblema del canto, del ramillete de versos que la jardinera recolecta: “Cual vendaval de granizos/han de florear los vocablos...” (Violeta Parra, 1971: 21). A partir de la propuesta de su hermano mayor, comienza entonces la cantora a relatar la propia biografía como si desplegara un ancho mural: ahí van desfilando como personajes los miembros de toda una familia con sus miserias y esplendores, y los focos iluminan el escenario, para delatar las circunstancias políticas que motivan su derrumbe. En ese marco, la música será siempre consuelo: el padre hace de ella alimento sustitutorio frente a la penuria, y esa semilla ha de dar sus frutos tempranamente. Con su muerte -su ingreso en el “jardín del silencio”-, los hijos harán de esa habilidad una vía para afrontar la nueva situación de extrema precariedad. Arpa, violín, vihuela pueblan el espacio infantil y encienden las ensoñaciones de Violeta, que los incorpora a su propio edén.

Las décimas fluyen, en definitiva, dentro de los parámetros de lo genuina-mente popular, si bien la cantora logra trascender los límites patrios para alcanzar la universalidad y ofrendar composiciones de intensa temperatura estética que son mucho más que folclore, donde con maestría desgrana las palabras para hacer de ellas gemas, como en el pasaje en que, a partir de extensas enumeraciones de topónimos, nos relata, visionaria, su extenso peregrinar:

Un ojo en Los Lagos

por un descuido casual,

el otro quedó en Parral

en un boliche de tragos;

(...) Mi brazo derecho en Buin

quedó, señores oyentes,

el otro por San Vicente

quedó no sé con qué fin,

mi pecho en Curacaulín

lo veo en un jardincillo,

mis manos en Maitencillo

saludan en Pelequén,

mi falda en Perquilauquén

recoge unos pececillos

                                (Violeta Parra, 1971:189).

Voz telúrica y celeste, Violeta parece condensar en su propio nombre esa paradoja de su poderoso don para la creación: el rojo y el azul componen ese color sugestivo que habla de flores sombrías asimiladas al fatalismo de la muerte -Neruda hace esa lectura de su apellido, “Parra eres y en vino triste te convertirás” (Neruda, 1982: 32); pero igualmente las violetas -flor integrante de su jardín imaginario- son el antídoto para los pesares, como nos lo cuenta la propia cantora -“para mi tristeza” (Nicanor Parra, 1983: 16)-, quien igualmente la vincula con un destino fatal: “Viola funebris” (Ibíd.: 165). Jardín del canto y de la poesía, la trascendencia de su legado nace no so lo de su hondo lirismo sino también de su universalidad: la savia matricial de toda una colectividad renace en cada uno de sus versos, y su permanencia habla por sí sola.

BIBLIOGRAFÍA CITADA

Agosín, Marjoric e Inés Dólz. Violeta Parra: Santa de pura greda. Un análisis de su poética. Santiago: Planeta, 1988.

Campos, Javier. “Lecturas de las Décimas de Violeta Parra”. Cuadernos hispanoamericanos, Los Complementarios, n.5 (1990): 45-55.

Cánepa-Hurtado, Gina. “La canción de lucha en Violeta Parra y su ubicación en el complejo cultural chileno entre los años 1960 a 1973. Esbozo de sus antecedentes socio-históricos y categorización de los fenómenos culturales atingentes”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, IX-X (1984): 17-20. Dolz-Blackbum, Inés. “Valorización y perfil de Violeta Parra a través de la prensa chilena, 1967-1990: una evaluación cronológica". Revista Interamericana de Bibliografía XLI, 3 (1991): 436-467.

Engelbert, Manfred. “‘Indigenismo’ o ‘universalismo’: apuntes para una tercer-mundización de la cultura (José María Arguedas y Violeta Parra)”. Alba de América 22-23 (1994): 467-478.

Epple, Juan Armando. “Entreticn avee Angel Parra”. Caravelle 48 (1987): 121-126. Lafucnte, Silvia. “Folclore y literatura en las Décimas de Violeta Parra”. Cuadernos Hispanoamericanos. Los Complementarios n.5 (1990): 57-74.

Lindstrom, Naomi. “Las Décimas de Violeta Parra: versos autobiográficos y crítica cultural”, en Adelaida López de Martínez (cd.), Discurso femenino actual. San Juan: Universidad de Puerto Rico, 1995.

Manns, Patricio. Violeta Parra. Madrid: Júcar, 1978; 2* ed. 1984.

Münnich, Susana. “El sentimiento de abandono en los textos de Violeta Parra y Gabriela Mistral”. Atenea 475 (1997): 125-136.

Neruda, Pablo. El fin del viaje. Obra postuma. Barcelona: Seix Barral, 1982. Oviedo, Carmen. Mentira todo lo cierto. Tras la huella de Violeta Parra. Santiago de Chile: Universitaria, 1990.

Parra, Isabel. El libro mayor de Violeta Parra. Madrid: Michay, 1990.

Parra, Nicanor. Obra gruesa. Santiago: Andrés Bello, 1983.

Parra, Violeta. Poésie populaire des Andes, ed. de Fanchita González-Batlle. París: Frangois Maspero, 1965.

               -. Décimas. Prólogo de Pablo Neruda, Nicanor Parra y Pablo de Rokha. La Habana: Casa de las Américas, 1971.

               -. Cantos folklóricos chilenos. Transcripciones musicales de Luis Gastón

Soublette, fotografías de Sergio Larraín y Sergio Bravo. Santiago: Nascimento, 1979.

              -. Veintiuno son los dolores. Selección y prólogo de Juan Andrés Piña. Santiago: Los Andes, 1992.

Subercaseaux, Bernardo, Patricia Stambuk y Jaime Londoño. Violeta Parra. Gracias a la vida. Testimonios. Buenos Aires: Galerna, 1976. 4ª ed. revisada y aumentada, 1985.

Notas:

[1] “Unos pocos periodistas estimaron que se estaba manipulando su memoria con fines políticos, “vampirismo político”. Otros resintieron la verdadera euforia que suscitaba su nombre; “la vioietomanía” había invadido definitivamente todos los círculos sociales a través de todo el país. El movimiento se denunciaba como hipócrita: “ahora lodo somos violetómanos, y en vida se la ignoró, despreció y atacó” (Dólz-Blackbum, 1991:440).

[2] El verso décimo, “diez momentos que te vi”, de la edición de Fanchita González-Batlle, se convierten en “diez años te he de querer” en la edición de Piña para la editorial Aconcagua, lo cual es en realidad una reiteración errónea del verso 20 del mismo poema. En la edición de Los Andes de 1992, con motivo del centenario, la errata no es corregida, a pesar de su sonoro quebrantamiento de la rima natural del poema. En cuanto al verso 24, el original “tres flores del huerto lloran /cuatro rosas de castilla” deviene “tres flores del huerto lloran /cuatro flores de Castilla”. Véanse al respecto también las alteraciones del esquinazo “A verte vengo esta noche”, donde “pepita de calabazo" se convierte en “pepita de calabozo".

[3] En entrevista de 1987 ya comentaba Angel Parra: “Hay en el Libro mayor de Violeta Parra, publicado en el 85, varios textos que eran desconocidos. Pero también hay más material nuevo, que Isabel lo está trillando. Le está poniendo música. Hace cuatro años atrás, pasando por Nueva York, me encontré con Raúl Alicardi, ese amigo del que ya hablé, quien me regaló un cuaderno con unas ochenta canciones y poemas de la Violeta. Mi mamá se lo había dado un día. No tenía nada que darle y le dijo: ‘Te voy a dar este cuaderno”. Y Raúl ha tenido el hermoso gesto de devolvérmelo. Vas a ver que va a pasar con esc material algún día” (Epple, 1987:126).

[4] Vid. Engelbert, 1994:469 y ss. Lafuente, 1990:59 y ss.

[5] Gina Cánepa recuerda que también Víctor Jara “considera que la reelaboración de elementos folklóricos es un momento necesario en la creación de canciones de lucha como factor dcscolonizanle de la cultura nacional. A su juicio la canción “rock-beat” anglosajona debe ser rechazada para cualquier proyecto, como agente del imperialismo que cumple un papel enajenante en la juventud en especial” (Cánepa, 1984:166). Cabe, por otra parte, recordar el importante papel de Violeta Parra en el rescate del guitarrón, originalmente instrumento de salón y después popular y en extinción en el momento en que ella lo redime del olvido. Vid. Subercaseaux et. al., 1985:64 y ss.

[6] Manns, 1984:51. Continúa el autor: “Violeta me aseguró muchas veces que ella conoció perfectamente ‘La Lira Popular’ (...) Esta relación de Violeta con la poesía popular chilena es de la mayor importancia porque se estima comúnmente que la canción chilena no tiene antecedentes sociales y que este descubrimiento es mérito exclusivo de la “nueva canción chilena”. No hay tal. Centenares de poetas populares -ya lo dijimos: poetas cancioneros- y miles de poemas certifican lo contrario (...) En todos los sentidos, pues, Violeta es una digna heredera de los cantores anónimos de ‘La Lira Popular’ y de todos los anónimos cantores que se desplazan por el vasto y sangrante tiempo de América; no niega su influencia, escoge sus temas y define su intención como lodos ellos, pero con una diferencia: ha logrado saltar las barreras del anonimato y, esgrimiendo una poética que se genera a sí misma como una síntesis entre lo religioso-ingenuo y lo político-social, perfila su prestancia a la cabeza de la ‘nueva canción’ ” (1984:51,54).

[7] En términos de Gastón Soublette, Violeta “hizo que los cantores nuevamente revaloraran lo que tenían, porque muchos de estos cantores -algunos ya de cierta edad- se sentían desplazados por la música moderna, con el tango, las mexicanas, todo eso que fue invadiendo lentamente los hogares del pueblo chileno y desplazando el folklore (...) pero cuando vieron que había interés en ellos, comenzaron nuevamente a organizar conjuntos de cantores y hubo que fabricar más guitarrones, incluso algunos jóvenes, hijos de cantores, que consideraban que todo esto eran cosas de viejos, se pusieron a cantar también” (en Subercaseaux et.al., 1985:66).

[8] En términos de Nicanor Parra, su verso fluye “sin el menor esfuerzo/como quien se bebe una copa de vino (Nicanor Parra, 1983:67).

[9] Por otra parte, esa religiosidad no es incompatible con la crítica a la degradación de las instituciones eclesiásticas, como en el poema “Ayúdame Valentina”:

Qué vamos a hacer tantos

y tantos predicadores,

unos se valen de libros,

otros de bellas razones,

algunos de cuentos raros,

milagros y apariciones,

los otros de la presencia

de esqueletos y escorpiones,

            (...)

Qué vamos a hacer con tanta

plegaria sobre nosotros,

hablando en todas las lenguas

de gloria y esto y lo otro,

de infiernos y paraísos,

de limbos y purgatorios,

edenes y vida eterna,

arcángeles y demonios

                                               (Violeta Parra, 1965:168).

 

[10] ¿Adonde se fue Lautaro?
Perdido en el cielo azul,

y el alma de Galvarino

se la llevó el viento Sur,

por eso pasan llorando

los cueros de su Kultrún,
Levántate, pues, Callfull
                                (Violeta Parra, 1965:132).

 

Ensayo de Selena Millares

Universidad Autónoma de Madrid


Publicado, originalmente, en: Anales de Literatura Chilena Año 1, Diciembre 2000, Número 1, 167-179

Anales de Literatura Chilena es una publicación del Centro de Estudios de Literatura Chilena de la Pontificia Universidad Católica de Chile (CELICH)

Link del texto: http://analesliteraturachilena.letras.uc.cl/index.php/alch/article/view/54209

 

 

Ver, además:

 

Violeta Parra en Letras Uruguay

 

 

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