La duda de Cézanne por Maurice Merleau-Ponty
Autorretrato con
sombrero arrugado |
Necesitaba cien sesiones de trabajo para una naturaleza muerta, y ciento cincuenta de pose para un retrato. Lo que denominamos su obra no era para él más que el ensayo y la aproximación de su pintura. En septiembre de 1906, a los sesenta y siete años, y un mes antes de morir, escribe: “Me encuentro en tal estado de perturbación cerebral, en una perturbación tan grande, que en cierto momento llegué a creer que perdería mi débil razón... Ahora me parece que sigo mejor y que pienso con mayor exactitud en la orientación de mis estudios. ¿Alcanzaré el objetivo tan buscado y tan largamente perseguido? Realizo siempre mis estudios del natural, y me parece que mis progresos son lentos.” La pintura fue su mundo y su razón de existir. Trabaja solo, sin discípulos, sin admiración de parte de su familia, sin que los jurados lo alienten. Pinta la tarde del día en que ha muerto su madre En 1870 pinta en Estaque, mientras los gendarmes lo buscan por rebelde. Y, sin embargo, duda a veces de su vocación. Al envejecer se pregunta si la novedad de su pintura provendrá de un defecto de sus ojos, se pregunta si toda su vida no habrá estado basada en un accidente de su cuerpo. A este esfuerzo y a esta duda responden las incertidumbres y las tonterías de sus contemporáneos. “Pintura de borracho limpiador de cloacas”, decía un crítico en 1905. En la actualidad, Camille Mauclair extrae todavía argumentos contra Cézanne de sus confesiones de impotencia. Entre tanto, sus cuadros se difunden por el mundo. ¿Por qué tanta incertidumbre, tanto trabajo, tantos fracasos y, de pronto, el más grande de los éxitos? Zola, que era amigo de infancia de Cézanne, fué el primero en encontrarlo genial, y el primero en hablar de él como de un “genio abortado”. Un espectador de la vida de Cézanne, como lo era Zola, más atento al carácter del hombre que al sentido de su pintura, bien podía considerarla como una manifestación enfermiza. Porque desde 1852, en Aix, en el colegio Bourbon, donde acababa de entrar, Cézanne inquietaba a sus amigos a causa de sus iras y sus decaimientos. Siete años después, .decidido a convertirse en pintor, duda de su talento, y no se atreve a pedirle a su padre, sombrerero y luego banquero, que lo envíe a París. Las cartas de Zola le reprochan su inestabilidad, su falta de carácter, su indecisión. Va a París, pero escribe: “No he hecho más que cambiar de lugar y el aburrimiento me ha seguido". No tolera la discusión, porque le fatiga y no sabe exponer sus razones. El fondo de su carácter es ansioso. A los cuarenta y dos años cree que morirá joven, y hace su testamento. A los cuarenta y seis experimenta, durante seis meses, una pasión fogosa, atormentada, avasalladora, cuyo desenlace no se conoce y de la cual nunca hablará. A los cincuenta y un años se retira a Aix en busca de la naturaleza que mejor conviene a su genio, pero es también un retorno al ambiente de su infancia, de su madre y de su hermana. Al morir su madre, él se apoyará en su hijo. “La vida es algo terrible”, decía con frecuencia. La religión, que entonces empieza a practicar, se inicia en él por miedo a la vida y a la muerte. “Es el miedo, explica a un amigo; siento que estaré muy poco sobre la tierra ¿Y después? Creo que sobreviviré y no quiero correr el riesgo de asarme in aeternum". Aunque más tarde su religiosidad se hizo más honda, el motivo inicial que la originó fue la necesidad de fijar su vida y terminar con esa preocupación. Cada día se vuelve más tímido, desconfiado y sensible. De cuando en cuando va a París; pero si se cruza con amigos, les hace señas de lejos para que no se le acerquen. En 1903, cuando sus cuadros empiezan a venderse en París dos veces más caros que los de Monet, cuando jóvenes como Joachim Gasquet y Emile Bernard van a verlo y a interrogarlo, se suaviza un poco. Pero sus iras persisten. Antaño un niño de Aix lo había golpeado al pasar junto a él; desde entonces no podía soportar el menor contacto. Cierto día, cuando ya era viejo, tropezó, y Emile Bernard lo sostuvo de la mano. Cézanne se puso furioso. Se le oyó andar de un lado al otro por su taller gritando que no iba a dejarse “dominar” por nadie. Debido a esta preocupación del “dominio”, apartó de su taller a las mujeres que hubieran podido servirle de modelos, apartó de su vida a los sacerdotes, a quienes llamaba “pegajosos”, y de su espíritu las teorías de Emile Bernard, cuando eran demasiado apremiantes. Esta pérdida de contacto flexible con los hombres, esta incapacidad para dominar las situaciones nuevas, esta huida para refugiarse en la rutina, en un ambiente que no plantea problemas, esta oposición rígida de la teoría y de la práctica, entre el “dominio” y la libertad del solitario, son síntomas que permiten hablar de una constitución morbosa, y tal vez. como se ha dicho del Greco, de una esquizoidia. Una debilidad análoga daría a Cézanne la idea de una pintura “del natural”. La extremada atención que prestaba a la naturaleza y al color, el carácter inhumano de su pintura (decía que hay que pintar una cara como si fuera un objeto) no serían más que compensaciones, y su devoción al mundo visible una forma de huir del mundo humano, la enajenación de su humanidad, Estas conjeturas no dan el sentido positivo de la obra; no es posible llegar a la conclusión sin más de que su pintura es un fenómeno de decadencia y, como dice Nietzsche, de vida “empobrecida”, y hasta de que no enseña nada al hombre cabal. Zola y Emile Bernard creyeron en el fracaso de Cézanne quizá porque dieron demasiada importancia a la psicología del artista y a su conocimiento personal. Queda la posibilidad de que, a causa de sus debilidades nerviosas, Cézanne haya concebido una forma de arte válida para todos. Abandonado a sí mismo ha podido mirar la naturaleza como sólo es capaz de hacerlo un hombre. El sentido de su obra no puede determinarse por su vida. No se le conocería mejor por medio de la historia del arte, es decir, recurriendo a las influencias (la de los italianos y del Tintoretto, la de Delacroix, la de Courbet y de los Impresionistas), a los procedimientos del mismo Cézanne o aun a su propio testimonio sobre su pintura. Sus primeros cuadros, hasta cerca del año 1870, son sueños pintados, un Rapto, un Asesinato. Provienen de los sentimientos y desean provocar ante todo los sentimientos. Por tanto, casi siempre han sido pintados a grandes pinceladas, y dan la fisonomía moral de los ademanes y gestos antes que su aspecto visible. A los impresionistas y, en particular, a Pissarro, debe Cézanne su ulterior concepción de la pintura, no como encarnación de escenas imaginadas o proyección de sueños al exterior, sino como estudio preciso de las apariencias, menos como trabajo de taller que como trabajo del natural, y les debe también el abandono de la factura barroca (que busca primeramente traducir el movimiento) por los pequeños toques yuxtapuestos y el plumeado paciente. |
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Pero pronto se separó de los impresionistas. El impresionismo quería traducir en la pintura la manera exacta con que los objetos hieren nuestra vista e impresionan nuestros sentidos. Los representaba en el ambiente en que los sitúa nuestra percepción instantánea, sin contornos absolutos, ligados entre sí por la luz y el aire. Para que esta capa fuera luminosa, era menester excluir los colores tierra, ocre, negro y utilizar solamente los siete colores del prisma. Para representar el color de los objetos no bastaba trasladar a la tela su tonalidad local, es decir el color que adquieren cuando se los aísla de lo que los rodea, sino que era necesario tener en cuenta los fenómenos de contraste que, en la naturaleza, modifican los colores locales. Además, cada color que vemos en la naturaleza provoca, mediante una especie de contragolpe, la visión de color complementario, y estos colores complementarios se realzan entre sí. Para obtener en el cuadro, que será visto a la débil luz de las habitaciones, el aspecto exacto de los colores del sol, es necesario hacer figurar en él no solamente un verde, si se trata del césped, sino también el rojo complementario que lo hará vibrar. En fin, la escuela impresionista llega hasta descomponer el tono local. Se puede, en general, obtener cada color yuxtaponiendo, en lugar de mezclarlos, los colores componentes, con lo cual se obtiene un tono más vibrante. Tales procedimientos daban por resultado que la tela, que no era ya comparable punto por punto con la naturaleza, restituía por acción de las partes, unas sobre otras, una verdad general de la impresión. Pero la pintura de la atmósfera y la división de los tonos ahogaban al mismo tiempo el objeto y hacían que perdiera su propia gravedad. La composición de la paleta de Cézanne hace presumir que su objetivo era otro: en ella hay, no los siete colores del prisma, sino dieciocho colores: seis rojos, cinco amarillos, tres azules, tres verdes, un, negro. El uso de los colores cálidos y del negro muestra que Cézanne desea representar el objeto, encontrarlo detrás de la atmósfera. Del mismo modo renuncia a la división del tono y la reemplaza por mezclas graduadas, por un desarrollo de matices cromáticos y, en el objeto mismo, por una modulación coloreada que sigue la forma y la luz que recibe. La supresión, en ciertos casos, de los contornos precisos, la prioridad del color sobre el dibujo, no tienen, evidentemente, el mismo sentido en Cézanne que en el impresionismo. El objeto ya no está cubierto de reflejos, perdido en su relación con el aire y los demás objetos, sino que está como sordamente iluminado desde dentro; la luz emana de él y da por resultado una impresión de solidez y materialidad. Por otra parte, Cézamie no renuncia a hacer vibrar los colores cálidos; obtiene esta sensación coloreante por medio del empleo del azul. Por tanto, habría que decir que quiso volver al objeto sin abandonar la estética impresionista, que toma modelo de la naturaleza. Emile Bernard le recordaba que, para los clásicos, un cuadro exige circunscripción dentro de contornos, composición y distribución de las luces. Cézanne contesta: “Ellos hacían el cuadro y nosotros intentamos un trozo de naturaleza". De los grandes maestros ha dicho que “reemplazaban la realidad por la imaginación y por la abstracción que la acompaña”; y de la naturaleza, que “hay que plegarse a esta obra perfecta. De ella nos viene todo, por ella existimos; olvidemos todo lo demás”. Declara que quiso hacer del impresionismo “algo sólido como el arte de los museos”. Su pintura sería una paradoja: buscar la realidad sin abandonar la sensación, sin otra guía que la impresión inmediata de la naturaleza, sin acentuar los contornos, sin encuadrar el color dentro del dibujo, sin componer la perspectiva ni el cuadro. Esto es lo que Bernard llama el suicidio de Cézanne: tiene por objeto la realidad y rechaza los medios de alcanzarla. Y esto, tal vez, explica sus dificultades y también las deformaciones que presenta su obra, sobre todo entre 1870 y 1890. Los platos y los vasos colocados de perfil sobre una mesa deberían ser elipses, pero los dos ejes de la elipse aparecen agrandados y dilatados. En el retrato de Gustave Geffroy la mesa de trabajo se extiende en la parte inferior del cuadro desdeñando las leyes de la perspectiva. Parecería que, abandonando el dibujo, Cézanne se hubiera entregado al caos de las sensaciones. Ahora bien, las sensaciones harían zozobrar los objetos y sugerirían constantemente ilusiones, como lo hacen a veces (por ejemplo, la ilusión de la inestabilidad de los objetos cuando movemos la cabeza) si nuestro juicio no enderezara sin cesar las apariencias. Según Bernard, Cézanne sumergió “la pintura en la ignorancia y su espíritu en las tinieblas”. |
En realidad, para juzgar de este modo su pintura habría que olvidar la mitad de lo que dijo y no querer ver lo que pintó. En sus diálogos con Emile Bemard se advierte claramente que Cézanne procura siempre huir de las alternativas convencionales que le proponen (la de los sentidos o la de la inteligencia, la del pintor que ve y la del pintor que piensa, la de la naturaleza y la de la composición, la del primitivismo y la de la tradición). “Es necesario hacerse una óptica”, dice; pero “entiendo por óptica una visión lógica, es decir, sin ningún absurdo.” “¿Se trata de nuestra naturaleza?”, pregunta Bernard. Cézanne contesta: “Se trata de las dos.” “¿La naturaleza y el arte no son diferentes?” “Desearía unirlos. El arte es una apercepción personal. Coloco esta apercepción en la sensación, y pido a la inteligencia que la organice en forma de obra.” Pero hasta estas mismas fórmulas conceden demasiada importancia a las nociones corrientes de “sensibilidad o sensación” y de “inteligencia”; por esta razón Cézanne no conseguía persuadir, y por esta razón prefería pintar. En lugar de aplicar a su obra dicotomías que, por otra parte, pertenecen más a las tradiciones de escuela que a los fundadores (filósofos o pintores) de esas tradiciones, vale más ser dócil al sentido propio de su pintura, que consiste en plantearlas nuevamente. Cézanne no creyó que debía elegir entre la sensación y el pensamiento como si se tratara de elegir entre el caos y el orden. No quiere separar las cosas fijas que se ofrecen a nuestra mirada de la forma fugaz con que aparecen; quiere pintar la materia en trance de adquirir forma, el orden que nace por medio de una organización espontánea. No establece escisión entre los sentidos y la inteligencia, sino entre el orden espontáneo de las cosas percibidas y el orden humano de las ideas y las ciencias. Percibimos las cosas, nos entendemos acerca de ellas, estamos anclados en ellas, y sobre este pedestal de naturaleza construimos ciencias. Este mundo primordial es el que ha querido pintar Cézanne; por esto sus cuadros dan la impresión de la naturaleza en su origen, mientras las fotografías de los mismos paisajes sugieren el trabajo de! hombre, sus comodidades, su presencia inminente. Cézanne no ha querido nunca “pintar como un bruto”, sino poner la inteligencia, las ideas, las ciencias, la perspectiva, la tradición, en contacto con el mundo natural, porque están hechas para comprenderlo; quiere confrontar las ciencias con la naturaleza, porque, como él mismo lo dice, “proceden de ella”. Las investigaciones de Cézanne en el terreno de la perspectiva descubren, por su fidelidad a los fenómenos, lo que la psicología reciente ha formulado. La perspectiva vivida, la de nuestra percepción, no es la perspectiva geométrica o fotográfica; en la percepción los objetos próximos parecen más pequeños, los objetos distantes más grandes que en una fotografía, como se comprueba en el cinematógrafo cuando un tren se acerca y se agranda mucho más rápidamente que un tren real en las mismas condiciones. Afirmar que un círculo visto oblicuamente se presenta como una elipse, significa substituir la percepción efectiva con el esquema de lo que deberíamos ver si fuéramos máquinas de fotografía: en realidad vemos una forma que oscila en torno de la elipse sin ser una elipse. En un retrato de Mme. Cézanne, la guarda de la tapicería, a ambos lados del cuerpo, no traza una línea recta: es sabido que si una línea pasa debajo de una ancha tira de papel las dos puntas visibles parecen dislocadas. La mesa de Gustave Geffroy se extiende en la parte inferior del cuadro, pero cuando nuestros ojos recorren una superficie ancha, las imágenes graduales que obtienen son tomadas desde diferentes puntos de vista y la superficie total es ondulada. Cierto es que al trasladar a la tela estas deformaciones, se fijan y se detiene el movimiento espontáneo mediante el cual se superponen unas a otras en la percepción y tienden hacia la perspectiva geométrica. Lo mismo ocurre tratándose de colores. Una rosa sobre un papel gris colorea de verde el fondo. La pintura tradicional pinta el fondo de gris, calculando que el cuadro, lo mismo que el objeto real, producirá el efecto de contraste. La pintura impresionista agrega verde al fondo para obtener un contraste tan vivo como el de los objetos al aire libre. ¿Falsea de este modo la relación de los tonos? La falsearía si se limitase a esto. Pero el arte del pintor consiste en que todos los otros colores del cuadro, convenientemente modificados, arrebaten al verde colocado en el fondo su carácter de color real. Del mismo modo el genio de Cézanne consiste en lograr, mediante la disposición de conjunto, que las deformaciones de la perspectiva dejen de ser visibles por sí mismas, cuando se mira el cuadro globalmente, y contribuyan sólo, como sucede en la visión natural, a dar la impresión de un orden naciente, de un objeto en trance de aparecer, en trance de aglomerarse ante nuestros ojos. Asimismo el contorno de los objetos concebido como una línea que los circunda no pertenece al mundo visible sino a la geometría. Si se acentúa con una raya el contorno de una manzana se crea una cosa, cuando en realidad el contorno es el límite ideal hacia el cual huyen en profundidad los lados de la manzana. No señalar ningún contorno sería quitar su identidad a los objetos. Señalar uno solo significa sacrificar la profundidad, es decir la dimensión que nos ofrece la cosa no como expuesta ante nosotros sino como llena de reservas y como una realidad inagotable. Por esta razón Cézanne subraya con una modulación coloreada el henchimiento del objeto, y acentúa con pinceladas azules varios contornos. La mirada, proyectada de uno al otro, percibe un contorno naciente de entre todos, como ocurre en la percepción. Nada más arbitrario que estas célebres deformaciones que, por otra parte, Cézanne abandona en sus últimos años, a partir de 1890, en que no llena ya su tela de colores, y se aparta de la factura estricta de las naturalezas muertas. |
Por consiguiente, el dibujo debe ser un resultante del color si se quiere representar al mundo en su espesor, porque existe una masa sin lagunas, un organismo de colores a través de los cuales la fuga de la perspectiva, los contornos, las rectas, las curvas, se instalan como líneas de fuerza, y el marco de espacio se constituye vibrando. “El dibujo y el color ya no se distinguen uno de otro; a medida que se pinta se dibuja; cuanto más se armoniza el color más se precisa el dibujo... Cuando el color alcanza su riqueza la forma alcanza su plenitud.” Cézanne no procura sugerir mediante el color las sensaciones táctiles que darían la forma y la profundidad. En la percepción primordial estas diferencias del tacto y de la vista son desconocidas. La ciencia del cuerpo humano es la que luego nos enseña a distinguir nuestros sentidos. La cosa vivida no se encuentra ni se construye partiendo de los datos que brindan los sentidos, sino que se ofrece de golpe como centro de donde proceden esos datos. Vemos la profundidad, el aterciopelado, la blandura, la dureza de los objetos (Cézanne decía que hasta su olor). Si el pintor desea expresar el mundo, es menester que la disposición de los colores encierre ese todo indivisible; de otro modo su pintura será nada más que una alusión a las cosa? y no las representará en la unidad imperiosa, en la presencia, en la plenitud imposible de superar que es para nosotros la definición de la realidad. Por esta razón, cada pincelada debe satisfacer una infinidad de condiciones; por esta razón, Cézanne meditaba a veces durante una hora antes de trazarla. Cada pincelada debe, como dice Bernard, “contener el aire, la luz, el objeto, el plan, el carácter, el dibujo, el estilo”. La expresión de lo que existe es tarea infinita. De igual modo Cézanne no descuidaba la fisonomía de los objetos y de los rostros, sólo que quería captarla cuando emerge del color. Pintar una cara “como un objeto’” no es despojarla de su “pensamiento”. “Exijo que el pintor la interprete”, dice Cézanne; “el pintor no es un imbécil". Pero esta interpretación no debe ser un pensamiento separado de la visión. “Si pinto todas las manchitas azules y marrones que tiene en la cara, lo hago mirar como mira... No me importa que no sepan cómo; mezclando un verde matizado con un rojo se entristece una boca o se hace sonreír una mejilla.” El espíritu se ve y se lee en las miradas, que, sin embargo, no son más que conjuntos coloreados. Los otros espíritus sólo se ofrecen a nosotros encarnados, adheridos a un rostro y a gestos. De nada sirve oponer aquí las distinciones entre alma y cuerpo, entre pensamiento y visión, puesto que Cézanne vuelve precisamente a la experiencia primordial de donde son extraídas estas nociones y nos las ofrece inseparables. El pintor que piensa y que busca sobre todo la expresión, no acierta con el misterio (renovado cada vez que miramos a alguien) de la aparición del hombre en la naturaleza. En La piel de zapa, Balzac describe “un mantel blanco como una capa de nieve recién caída, sobre el cual se elevaban simétricamente los cubiertos coronados de panecillos rubios”. “Durante toda mi juventud —decía Cézanne— he querido pintar eso, esa capa de nieve fresca... Ahora sé que sólo hay que querer pintar esto: se elevaban simétricamente los cubiertos y panecillos rubios. Si pinto coronados estoy perdido, ¿comprendéis? Y si consigo equilibrar y matizar mis cubiertos y mis panes como lo están naturalmente, tened la seguridad de que las coronas, la nieve y toda la vibración estarán allí.? |
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Vivimos en medio de objetos construidos por los hombres, entre utensilios, dentro de casas, en calles, ciudades que, la mayoría de las veces, sólo vemos a través de los actos humanos de los cuales pueden ser puntos de aplicación. Nos acostumbramos a pensar que todo eso existe necesariamente y es inquebrantable. La pintura de Cézanne pone en suspenso estas costumbres y revela el fondo de naturaleza inhumana en el cual se instala el hombre. Por eso sus personajes son extraños y parecen vistos por un ser perteneciente a otra especie. Hasta la naturaleza está despojada de los atributos que la preparan para las comuniones animistas: el paisaje carece de viento, el agua del lago de Annecy no tiene movimiento, los objetos helados vacilan como en los orígenes de la tierra. Es un mundo sin familiaridad en el cual uno no se siente bien, que prohíbe toda efusión humana. Viendo a otros pintores, después de ver los cuadros de Cézanne, se siente un alivio, como después de un duelo las conversaciones que se reanudan disfrazan esa novedad absoluta y devuelven su solidez a los vivos. Pero, precisamente, sólo el hombre es capaz de esta visión que va hasta las raíces más acá de la humanidad constituida. Todo demuestra que los animales no saben mirar, hundirse en las cosas sin esperar de ellas más que la verdad. Cuando afirma que el pintor de realidades es un mono, Emile Bernard dice, por tanto, exactamente lo contrario de la verdad, y se comprende que Cézanne readoptara la definición clásica del arte: el hombre agregado a la naturaleza. Su pintura no niega la ciencia ni la tradición. En París, Cézanne iba todos los días al Louvre. Opinaba que se aprende a pintar, que el estudio geométrico de los planos y de las formas es necesario. Se documentaba sobre la estructura geológica de los paisajes. Estas relaciones abstractas operarían en el acto de pintar, pero regidas por el mundo visible. La anatomía y el dibujo están presentes cuando da una pincelada, como las reglas del juego en una partida de tennis. Lo que motiva el ademán del pintor no puede ser jamás la perspectiva sola, ni la geometría sola, ni las leyes de la descomposición de los colores, ni cualquier otro conocimiento. Para justificar los ademanes, que poco a poco forman un cuadro, no hay más que un solo motivo: el paisaje en su totalidad y en su plenitud absoluta, que precisamente Cézanne denominaba un “motivo”. Empezaba descubriendo las bases geológicas. Luego permanecía inmóvil y miraba con los ojos dilatados, según contaba Mme. Cézanne. Germinaba con el paisaje. Se trataba, olvidando toda ciencia, de volver a captar, por medio de esas ciencias, la constitución del paisaje como organismo naciente. Había que soldar, unas con otras, todas las visiones parciales que abarcaba la mirada, reunir lo que se dispersa debido a la versatilidad de los ojos, “unir las manos errantes de la naturaleza”, como dice Gasquet. “Hay un minuto del mundo que pasa; es menester pintarlo en su realidad”. La meditación terminaba de golpe. “Ya tengo mi motivo”, decía Cézanne, y explicaba que el paisaje no debe ser circundado ni muy arriba ni muy abajo, o debe ser atrapado vivo en una red que no deje pasar nada. Entonces atacaba su cuadro por todos los lados a la vez, acentuaba con manchas coloreadas el primer trazo de carboncillo, el esqueleto geológico. La imagen se saturaba, se entremezclaba, se dibujaba, se equilibraba y alcanzaba simultáneamente su madurez. El paisaje —decía— se piensa en mí, y soy su conciencia. Nada más alejado del naturalismo que esta ciencia intuitiva. El arte no es una imitación ni, por otra parte, una fabricación de acuerdo con los deseos del instinto o del buen gusto. Es una operación de expresión. Así como la palabra denomina, discierne la naturaleza, y coloca ante nosotros, a título de objeto reconocible, lo que aparecía confuso, el pintor, según Gasquet, “objetiva”, “proyecta”, “fija”. Así como la palabra no se parece a lo que designa, la pintura no es una engañifa; el mismo Cézanne dice que “escribe como pintor lo que todavía no ha sido pintado, y lo convierte absolutamente en pintura”. Olvidamos las apariencias viscosas, equívocas, y a través de ellas vamos directamente a las cosas que presentan. El pintor retoma y convierte precisamente en objeto visible lo que sin él permanece encerrado en la vida separada de cada conciencia: la vibración de las apariencias que es la cuna de las cosas. Para este pintor una sola emoción es posible: el sentimiento de lo extraño; y un solo lirismo: el de la existencia siempre recomenzada. Leonardo da Yinci tenía por lema el obstinado rigor; todas las artes poéticas clásicas afirman que la obra es difícil. Las dificultades de Cézanne (como las de Balzac o las de Mallarmé) no son de la misma naturaleza. Influido, sin duda, por las indicaciones de Delacroix, Balzac imagina a un pintor que quiere expresar la vida misma únicamente con colores y que mantiene oculta su obra maestra. Cuando Frenhofer muere, sus amigos no encuentran más que un caos de colores, de líneas inasibles; una muralla de pintura. Cézanne se emocionó hasta las lágrimas al leer La obra maestra desconocida, y declaró que él mismo era Frenhofer. El esfuerzo de Balzac, obsesionado también él por la realización, ayuda a comprender el de Cézanne. En La piel de zapa habla de "un pensamiento que hay que expresar”, de “un sistema que hay que construir”, de “una ciencia que hay que explicar”. Hace decir a Louis Lambert, uno de los genios fracasados de la Comedia Humana: ... “me encamino hacia ciertos descubrimientos. . . Pero ¿qué nombre dar al poder que me ata las manos, me cierra la boca y me arrastra en sentido contrario de mi vocación?” No basta afirmar que Balzac se propuso comprender la sociedad de su tiempo. No era tarea sobrehumana describir el tipo de viajante de comercio, hacer una “anatomía de los cuerpos de enseñanza”, ni siquiera fundar una sociología. Una vez nombradas las fuerzas visibles, como el dinero y las pasiones, y una vez descritos sus funcionamientos evidentes, Balzac se pregunta para qué sirve todo eso, cuál es su razón de ser, qué quiere decir, por ejemplo, esa Europa “cuyos esfuerzos todos tienden a no sé qué misterio de civilización”, qué fuerza mantiene interiormente el mundo y hace pulular las formas visibles. Para Frenhofer, el sentido de la pintura es el mismo: “una mano no se relaciona solamente con el cuerpo; expresa y continúa un pensamiento que es necesario comprender e interpretar... ¡Ésta es la verdadera lucha! Muchos pintores triunfan instintivamente sin conocer este tema del arte. Dibujáis una mujer, pero no la veis”. El artista es el que fija y torna accesible a los más “humanos” de los hombres el espectáculo del cual forman parte sin verlo. |
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No hay, por tanto, arte placentero. Es posible fabricar objetos que causan placer, combinando de diverso modo ideas ya conocidas y presentando objetos ya vistos. Esa pintura o ese lenguaje secundario es lo que se entiende generalmente por cultura. Según Balzac, o según Cézanne, el artista no se contenta con ser un animal cultivado; asume la cultura desde su iniciación y vuelve a fundarla, habla como habló el primer hombre y pinta como si nadie hubiera pintado nunca. Por consiguiente, la expresión no puede ser la traducción de un pensamiento ya claro, puesto que los pensamientos claros son los que han sido ya expresados por nosotros o por los demás. La concepción no puede preceder a la ejecución. Antes de la expresión no hay más que una fiebre vaga, y únicamente la obra realizada y comprendida probará que había que encontrar allí algo en lugar de nada. Porque ha vuelto, para adquirir conciencia de ello, al fondo de experiencia muda y solitaria sobre el cual se basan la cultura y el intercambio de ideas, el artista lanza su obra como un hombre que lanza la primera palabra, sin saber si será otra cosa que un grito, si podrá separarse del flujo de vida individual de donde nace y presentar, ya sea a esta misma vida en su futuro, ya sea a las mónadas que coexisten con ella, ya sea a la comunidad abierta de las mónadas del porvenir, la existencia independiente de un sentido identificable. El sentido de lo que el artista va a decir no está en ninguna parte, ni en las cosas, que no son todavía sentido, ni en él mismo, en su vida informulada. De la razón ya constituida en que se encierran los “hombres cultivados”, apela a una razón que abarcaría sus propios orígenes. Como Bernard deseaba llevarlo a la inteligencia humana, Cézanne le respondió: “Me vuelvo hacia la inteligencia del Pater Omnipotens.” En todo caso se vuelve hacia la idea o el proyecto de un Logos infinito. La incertidumbre y la soledad de Cézanne no se explican, en lo esencial, por su constitución nerviosa, sino por la intención de su obra. Es posible que la herencia le hubiera legado sensaciones ricas, emociones intensas, un vago sentimiento de angustia o de misterio que desorganizaban su vida voluntaria y lo apartaban de los hombres; pero estos dones no forman una obra sino mediante el acto de expresión, y no intervienen para nada en las dificultades ni en las virtudes de dicho acto. Las dificultades de Cézanne son las del lenguaje primario. Se creyó impotente porque no era omnipotente, porque no era Dios y, sin embargo, quería pintar el mundo, convertirlo enteramente en espectáculo, hacer ver la manera en que nos afecta. Una teoría física nueva es fácil de probar porque la idea o el sentido se vinculan, por medio del cálculo, a medidas que son del dominio común a todos los hombres. Un pintor como Cézanne, un artista, un filósofo, no solamente debe creer y expresar una idea, sino también despertar las experiencias que la arraigarán en las otras conciencias. Si la obra está lograda, posee el extraño poder de enseñarse por sí misma. Siguiendo las indicaciones del cuadro o del libro, uniendo las piezas, tropezando de un lado y de otro, el lector o el espectador, guiados por la claridad confusa de un estilo, acaban por encontrar lo que se les ha querido comunicar. El pintor sólo ha podido construir una imagen. Hay que esperar que esta imagen adquiera animación para los demás. Entonces la obra de arte habrá unido esas vidas separadas, no existirá ya solamente en una de ellas como un sueño tenaz o un delirio persistente, o, en el espacio, como una tela coloreada; habitará indivisa en varios espíritus, probablemente en todo espíritu posible, como una adquisición para siempre. |
De este modo, las “herencias” y las “influencias”, los accidentes de Cézanne, son el texto que la naturaleza y la historia le han dado como la parte que le tocaba descifrar. Sólo proporcionan el sentido literal de su obra. Las creaciones del artista, como por otra parte las decisiones libres del hombre, imponen a esos datos un sentido figurado que no existía antes de dichas creaciones. Si nos parece que la vida de Cézanne llevaba en germen su obra, es porque primero conocemos su obra y porque vemos a través de ella las circunstancias de su vida, atribuyéndoles un sentido que tomamos de su obra. En cuanto a los datos de Cézanne que enumeramos y a los cuales nos referimos como a condiciones imperiosas, si hubiesen tenido que figurar en la trama de proyectos que era él, no habrían podido hacerlo sino proponiéndosele como lo que le correspondía vivir, y dejando sin determinar la manera de hacerlo. Tema obligado en el punto de partida, no son, vueltos a colocar dentro de la existencia que los abarca, más que monograma y emblema de una vida que se interpreta libremente a sí misma. Pero comprendamos bien esta libertad. Guardémonos de imaginar alguna fuerza abstracta que superpusiera sus efectos a los datos de la vida, o que introdujera cortes en su desarrollo. Cierto es que la vida no explica la obra, pero también es cierto que ambas se comunican. La verdad es que esta obra por hacerse exigía esta vida. Desde el principio, la vida de Cézanne sólo encontraba equilibrio apoyándose en la obra todavía futura, era su proyecto, y la obra se anunciaba en ella mediante signos premonitorios que no debemos considerar causas, pero que hacen de la obra y de la vida una sola aventura. No hay aquí causas y efectos; se unen en la simultaneidad de un Cézanne eterno, fórmula a la vez de lo que quiso ser y de lo que quiso hacer. Existe una relación entre la constitución esquizoide y la obra de Cézanne, porque la obra revela un sentido metafísico de la enfermedad —la esquizoidia como reducción del mundo a la totalidad de las apariencias inmovilizadas y suspensión de los valores expresivos—, porque la enfermedad deja entonces de ser un hecho absurdo y un destino para convertirse en posibilidad general de la existencia humana cuando afronta consecuentemente una de sus paradojas —el fenómeno de expresión— y porque al fin de cuentas es la misma cosa, en este sentido, ser Cézanne y ser esquizoide. No corresponde, pues, separar la libertad creadora de los comportamientos menos deliberados que aparecían ya en los primeros gestos de Cézanne niño y en la forma en que las cosas lo afectaban. El sentido que Cézanne dará en sus cuadros a las cosas y a los rostros le era propuesto en el mundo mismo que tenía ante los ojos; Cézanne se ha limitado a liberarlo; las cosas y los rostros tales cuales los veía pedían ser pintados así; Cézanne ha dicho solamente lo que querían decir. Pero entonces, ¿dónde está la libertad? Es verdad que las condiciones de existencia sólo pueden determinar una conciencia mediante el desvío de las razones de ser y de los justificativos que ésta se da; no podemos ver sino frente a nosotros, y con el aspecto de fines, nuestra propia realidad, de modo que nuestra vida tiene siempre forma de proyecto o de elección y nos parece espontánea. Pero decir de golpe que somos el punto de mira de un futuro, es lo mismo que decir que nuestro proyecto ha sido ya dispuesto por nuestros primeros modos de ser, que la elección ha sido hecha junto con nuestro primer aliento. Si nada nos violenta desde afuera, es porque somos todo nuestro exterior. Ese Cézanne eterno que vemos surgir primero, que ha atraído sobre Cézanne hombre los acontecimientos y las influencias que se creen exteriores a él, y que dibujaba todo lo que le había acontecido, esta actitud hacia los hombres y hacia el mundo que no fué deliberada, libre en lo concerniente a las causas externas, ¿es libre en lo concerniente a ella misma? ¿La elección no ha sido acaso rechazada más acá de la vida? ¿Existe elección donde no hay todavía un campo de posibilidades claramente articulado sino una sola probabilidad y una sola tentación? Si desde mi nacimiento soy proyecto, imposible de distinguir en mí lo dado y lo creado; imposible, por tanto, señalar un solo gesto que no sea hereditario o innato y que no sea espontáneo, pero tampoco un solo gesto que sea absolutamente nuevo respecto a esa manera de ser en el mundo que es la mía desde el principio. Dicho de otra manera: nuestra vida es totalmente construida o es totalmente dada. Si existe una libertad verdadera, no puede ser sino en el transcurso de la vida, superando nuestra situación de partida y, sin embargo, sin dejar de ser nosotros mismos; tal es el problema. Dos cosas son seguras a propósito de la libertad: que no estamos nunca determinados —y que nunca cambiamos— y que retrospectivamente podemos siempre encontrar en nuestro pasado el anuncio de lo que hemos llegado a ser. A nosotros nos corresponde comprender ambas cosas a la vez y cómo la libertad nace en nosotros sin romper nuestros vínculos con el mundo. |
Siempre hay vínculos, sobre todo cuando nos negamos a admitirlo. Valéry ha descrito, basándose en los cuadros de Leonardo da Vinci, a un monstruo de libertad pura, sin amantes, sin acreedores, sin anécdotas, sin aventuras. Ningún ensueño le disfraza la esencia de las cosas, sus certidumbres no encierran ningún doble sentido y no lee su destino en alguna imagen favorita como el abismo de Pascal. No ha luchado contra los monstruos, ha comprendido los resortes que los mueven, los ha desarmado por medio de la atención reduciéndolos a la condición de cosas conocidas. “Nada más libre, es decir, nada menos humano que este juicio sobre el amor, sobre la muerte. Nos lo deja adivinar en algunos fragmentos de sus cuadernos: “El amor, en su furor —dice más o menos— es cosa tan fea que la raza humana se extinguiría (la natura si perderebbe) si quienes lo hacen se vieran”. Este desprecio se revela en varios esbozos, porque el colmo del desprecio por ciertas cosas consiste en suma en examinarlas a su gusto. Dibuja, pues, aquí y allí uniones anatómicas, cortes espantosos en pleno amor”[1] Es dueño de sus medios, hace lo que quiere, pasa, cuando le parece, del conocimiento a la vida con una elegancia superior. No ha hecho nada sin saber lo que hacía, y la operación del arte, como el acto de respirar o de vivir, no está más allá de su conocimiento. Ha encontrado la “actitud central”, partiendo' de la cual es igualmente posible conocer, actuar y crear, porque la acción y la vida, convertidas en ejercicios, no son contrarias a la despreocupación del conocimiento. Es una “potencia intelectual”, es el hombre del espíritu. Observemos mejor. No hay revelación para Leonardo. No hay abismo abierto a su derecha, dice Valéry. Sin duda. Pero en el cuadro “Santa Ana, la Virgen y el Niño” hay ese manto de la Virgen que dibuja el contorno de un buitre y termina contra el rostro del Niño. Hay ese fragmento sobre el vuelo de los pájaros en el que Vinci se interrumpe, de pronto, para seguir un recuerdo de infancia: “Parece como si hubiera sido destinado a ocuparme muy particularmente del buitre, debido a uno de mis primeros recuerdos de la infancia; estando todavía en la cuna, un buitre vino hacia mí, me abrió la boca con su cola, y me golpeó varias veces entre los labios con esa cola.”[2] Como se ve, hasta esta conciencia transparente tiene su enigma: verdadero recuerdo de infancia o alucinación de la edad madura. Partía de algo, no se nutría de sí mismo. Henos aquí dentro de mía historia secreta y de un bosque de símbolos. Si Freud descifrara el enigma de acuerdo con lo que se sabe sobre el significado del vuelo de los pájaros, y sobre las alucinaciones de fellatio y su relación con la época de la lactancia, despertaría sin duda protestas. Pero al menos es un hecho el que los egipcios veían en el buitre el símbolo de la maternidad porque creían que todos los buitres son hembras y que son fecundados por el viento. También es un hecho que los Padres de la Iglesia utilizaban esta leyenda para refutar, por medio de la historia natural, a los que no querían creer en la maternidad de una virgen, y no es improbable que en sus lecturas infinitas Leonardo hubiera encontrado esta leyenda. Hallaba en ella el símbolo de su propia suerte. Era hijo natural de un rico notario que el mismo año de su nacimiento se casó con la noble dama Albiera, de quien no tuvo ningún hijo, y luego recogió en su hogar a Leonardo cuando éste contaba cinco años de edad. |
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Por consiguiente, Leonardo pasó los cuatro primeros años de su vida con su madre, la campesina abandonada; fue un niño sin padre, y trabó conocimiento con el mundo en la exclusiva compañía de esta madre infortunada que parecía haberlo creado milagrosamente. Si recordamos ahora que no se le conoció ninguna amante, y ni siquiera una pasión, que fue acusado de sodomía, pero absuelto, que su diario, mudo cuando se trata de otros gastos muchos más importantes, anota con detalle meticuloso el costo del entierro de su madre, pero también los de ropa y vestidos que hizo para dos de sus alumnos, no es disparatado suponer que Leonardo no amó más que a una sola mujer, su madre, y que este amor no le permitía más que ternuras platónicas por los jóvenes que lo rodeaban. En los cuatro años decisivos de su infancia había anudado ua cariño fundamental al que tuvo que renunciar cuando fué llevado al hogar de su padre y en él puso toda su capacidad de amor y de abandono. No le quedaba otro remedio que emplear su sed de vida en la investigación y el conocimiento del mundo; y puesto que lo habían separado, tenía que convertirse en esa potencia intelectual, en ese hombre del espíritu, en ese extraño entre los hombres, en ese indiferente, incapaz de indignación, de amor o de odio inmediatos, que dejaba sin terminar sus cuadros para emplear su tiempo en curiosas experiencias, y en quien sus contemporáneos presintieron un misterio. Todo acontece como si Leonardo nunca hubiera madurado del todo, como si todos los rincones de su corazón hubieran estado anticipadamente ocupados, como si el espíritu de investigación hubiera sido para él un medio para huir de la vida, como si hubiera invertido en sus primeros años todo su poder de asentimiento y como si hubiera permanecido fiel a su infancia hasta el fin. Jugaba como un niño. Vasari cuenta que “había fabricado una pasta de cera y, mientras paseaba, formaba con ella animales muy delicados, huecos y llenos de aire; cuando soplaba dentro de ellos, volaban; cuando el aire salía, caían al suelo. El viñador del Belvedere había encontrado un lagarto muy curioso; Leonardo le fabricó alas con la piel de otros lagartos y las llenó de mercurio, de manera que se agitaban y estremecían en cuanto el lagarto se movía; le hizo también, del mismo modo, ojos, una barba y cuernos, lo apresó, lo metió dentro de una caja, y asustaba a todos sus amigos con este lagarto”[3]. Dejaba sus obras inconclusas, así como su padre lo había abandonado. Ignoraba la autoridad, y en materia de conocimientos sólo se fiaba en la naturaleza y en su juicio propio, como ocurre a menudo con los que no han sido educados bajo la intimidación y el poder protector del padre. Asimismo este puro poder de análisis, esta soledad, esta curiosidad que definen el espíritu, no se establecieron en Leonardo sino en relación con su historia. En el colmo de la libertad está, hasta en esto, sometido a su infancia; no se desprende de un lado sino porque está atado a otro. Convertirse en conciencia pura es también una manera de tomar posición respecto al mundo y a los demás, y esta manera Leonardo la aprendió al asumir la situación derivada de su nacimiento y su infancia. No hay conciencia que no esté influida por su compromiso primordial en la vida y por la forma de este compromiso. Lo que puede haber de arbitrario en las explicaciones de Freud no podría desacreditar aquí la intuición psicoanalítica. Más de una vez, el lector se detiene ante la insuficiencia de pruebas. ¿Por qué esto y no otra cosa? La pregunta parece imponerse tanto más cuanto que Freud da con frecuencia varias interpretaciones, estando, según él, cada síntoma “superdeterminado”. En fin, está bien claro que una doctrina que hace intervenir en todo a la sexualidad no podría, según las reglas de la lógica inductiva, establecer su eficacia en ninguna parte, puesto que se priva de toda prueba contraria al excluir por anticipado cualquier caso diferencial. De este modo se triunfa del psicoanálisis, pero solamente en el papel. Porque las sugestiones del psicoanalista, aunque no pueden nunca ser probadas, tampoco pueden ser eliminadas: ¿cómo atribuir a la casualidad las relaciones complejas que el psicoanalista descubre entre el niño y el adulto? ¿Cómo negar que el psicoanálisis nos ha enseñado a percibir, entre un momento y otro de una vida, ecos, alusiones, repeticiones, un encadenamiento que no pondríamos en duda si Freud hubiese expresado correctamente la teoría? El psicoanálisis no está hecho para darnos, como las ciencias naturales, relaciones necesarias de causa a efecto, sino para indicamos relaciones de motivación que, en principio, son simplemente posibles. No nos figuremos la alucinación del buitre en Leonardo, con el pasado infantil que recubre, como una fuerza que determinó su porvenir; es más bien como la palabra del augur, un símbolo ambiguo que se aplica anticipadamente a varias líneas de sucesos posibles. Dicho con mayor precisión: el nacimiento y el pasado definen para cada vida categorías o dimensiones fundamentales que no imponen ningún acto en particular, pero que se leen o se encuentran en todos. Sea que Leonardo ceda a su infancia, sea que quiera huir de ella, nunca dejará de ser lo que fue. Hasta las decisiones que nos transforman son siempre tomadas con respecto a una situación de hecho, y una situación de hecho puede ser aceptada o rechazada; pero, en todo caso, no puede dejar de proporcionarnos nuestro impulso y de ser en sí misma para nosotros, como situación que se acepta o se rechaza, la encarnación del valor que le damos. Si el objeto del psicoanálisis es describir este intercambio entre el futuro y el pasado, y mostrar cómo cada vida sueña a propósito de enigmas cuyo sentido final no está inscrito anticipadamente en ninguna parte, no se le puede exigir el rigor inductivo. El ensueño hermenéutico del psicoanalista que multiplica las comunicaciones entre nosotros y nosotros mismos, toma la sexualidad como símbolo de la existencia y la existencia como símbolo de la sexualidad, busca el sentido del futuro en el pasado y el sentido del pasado en el futuro, es más que una inducción rigurosa adaptada al movimiento circular de nuestra vida que apoya su futuro en su pasado, su pasado en su futuro y en la que todo simboliza todo. El psicoanálisis no toma imposible la libertad; nos enseña a concebirla concretamente como una recuperación creadora de nosotros mismos, a la larga siempre fiel a nosotros mismos. Es verdad, pues, que la vida de un autor no nos enseña nada y también que si supiéramos leerla encontraríamos todo en ella, puesto que está abierta sobre la obra. Así como observamos los movimientos de algún animal desconocido sin comprender la ley que los habita y los gobierna, los testigos de Cézanne no adivinan las transmutaciones que impone a los acontecimientos y a las experiencias; son ciegos a su significado, a ese resplandor procedente de ninguna parte que por momentos lo envuelve. Pero él mismo no está nunca en el centro de sí mismo; en nueve días de cada diez no ve a su alrededor más que la miseria de su vida empírica y de sus ensayos fracasados, restos de una fiesta desconocida. Pero siempre tiene que realizar su libertad en el mundo, en una tela, con colores. Tiene que esperar la prueba de su valor de los otros. Por esta razón interroga cada cuadro que nace de su mano, espía las miradas de los demás que contemplan su tela. Por esta razón nunca terminó de trabajar. Nunca nos apartamos de nuestra vida, nunca vemos frente a frente la idea y la libertad. Notas: [1] Introducción al método de Leonardo da Vinci, en Variété, pág. 185. [2] Freud: Un recuerdo de infancia de Leonardo da Vinci, pág. 65. [3] Véase: Un recuerdo de infancia de Leonardo da Vinci, pág. 189. |
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