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Las palabras del mundo


cuento de José María Merino

 

La gente malévola de la facultad asegura que, salvo la ayudante Celina Vallejo, ninguno de los miembros del departamento a que pertenecía el profesor Granda manifestó signo alguno de pesar cuando se produjo su desaparición. Los más maliciosos señalan incluso que la pesadumbre de la ayudante Vallejo no se debió tanto a un sentimiento amistoso —o amoroso— como al hecho de que el desaparecido fuese director de su tesis doctoral, que quedaba así huérfana de tutela en el presente y de valimiento en el futuro. Mas lo cierto es que Celina Vallejo se mostró abatida durante bastante tiempo. También es verdad que su interés en el extraño asunto pareció extinguirse definitivamente, y que tal cambio de actitud había coincidido con la decisión del catedrático, don José Dodero, de asumir la dirección de la tesis interrumpida. Pero durante las semanas que sucedieron a la desaparición del profesor Granda, la ayudante Vallejo realizó numerosas gestiones con el fin de conocer en lo posible los extremos del suceso, se desplazó a la Costa de Finisterre. por su cuenta, para entrevistarse con el comandante del destacamento de la Guardia Civil que redactara el atestado, y hasta logró recuperar el cuadernillo en que figuran los postreros testimonios del presunto suicida.

La desaparición de Carlos Granda remató el cúmulo de anomalías y rarezas de comportamiento que el infortunado había manifestado a lo largo del último curso académico. Los maledicentes atribuyen aquellos desórdenes de su conducta a desequilibrios psicológicos, cuyo causante mediato sería el propio doctor Dodero; empeñado en mantenerse como único catedrático de su departamento, el doctor Dodero no propicia —es más, obstaculiza e impide— la dotación de nuevas cátedras, suscitando en el ánimo de sus colaboradores la convicción amarga de que allí nunca adquirirán esa superior condición académica y docente que, sin embargo, compañeros de otros departamentos, con menor antigüedad e inferiores méritos, han logrado ya en diversas universidades de provincias, y hasta en la Complutense, de la mano de catedráticos menos celosos de su poder y protagonismo.

La injusticia sería flagrante en el caso del doctor Granda, pues llevaba en la facultad 19 años —15 de ellos como doctor— y obtuvo su plaza de profesor adjunto —que ahora se denomina profesor titular— hacía 12, con el primer número. Además, fue autor de numerosas publicaciones en su especialidad, que le hicieron acreedor de consideración entre sus colegas de las universidades más importantes, y, sin embargo, resultaba ser el único profesor de su oposición, y acaso de su generación, que no era todavía catedrático. Pues el doctor Dodero ha advertido y advierte, pertinaz e implacable, que hasta que él mismo se jubile —lo que no sucederá antes de dos lustros, como poco— no existirá otro catedrático en aquel departamento.

Algunos compañeros recomendaban al profesor Granda el traslado a otra universidad, i al como estaban ias cosas, y considerando sus méritos, no le sería difícil acceder a una cátedra en cualquier universidad de provincias; en cuanto a los posibles trastornos de su vida no era previsible que, siendo soltero, un cambio de tal naturaleza le crease otras incomodidades que la búsqueda de vivienda. Pero el profesor Granda era persona de hábitos rígidos, estaba acostumbrado a los usos y servicios de su facultad de tantos años, vivía en un antiguo y enorme piso cercano a Tirso de Molina —un lugar que le resultaba especialmente grato— y habia acumulado en su casa cerca de 8.000 libros, en espacios holgados que no era fácil de sustituir. Sordo a las sugerencias de un traslado que le haría catedrático, iba, no obstante, alimentando el resentimiento creciente de no serlo y desequilibrándose por ello. Tal fue la interpretación más usual sobre el origen de sus desvaríos.

Los problemas del profesor Granda comenzaron el mismo día de la apertura del anterior curso. Era cumplidor con los ritos académicos, y aunque en aquel principio de noviembre no habían empezado todavía las ciases y él se encontraba absorto en la elaboración de un trabajo sobre fonología —del que era parte sustantiva un prolijo inventario de variantes de fonemas—, acudió disciplinadamente al paraninfo, dispuesto a oír la lección magistral que debía pronunciar un catedrático de Historia Económica sobre las postrimerías de la agricultura tradicional. Mientras escuchaba la conferencia, en la mente del profesor Granda persistían algunos interrogantes de su investigación. Le interesaban en particular aquellos días determinados aspectos de la pronunciación de los fonemas be, de y ge, que permitían analizarlos desde perspectivas diferentes de las utilizadas en los estudios habituales, y siguió el discurso con avidez, comparando las variantes que los fonemas mostraban en la pronunciación del conferenciante a lo largo de su lección.

Mas hubo un momento —según se sabe por declaraciones del propio profesor Granda— en que fue consciente de una extraña percepción: pues algunas de las palabras del discurso, escuchadas por él con toda claridad, perdían de pronto su sentido y llegaban a los límites de su entendimiento tan extrañamente descompuestas que sólo por el sentido de los vocablos que las acompañaban era capar de comprenderlas. Esto sucedió con la palabra ganadería, que, tras oír repetidamente, se fue transformando en sus oídos en gan-ad-erí-a, hasta llegar a convertirse en una confusa serie de fonemas en que sólo resaltaban las vocales a-e-i entre un inescrutable revoltijo de sonidos guturales, nasales, alveolares, que enmascaraban definitivamente el significado último de la palabra. Le sucedió claramente con ganadería, cultivo y vías agropecuarias, y sólo extremando su atención consiguió que no le sucediese con algunas otras. Un esfuerzo que le dejó exhausto al final de la lección, pues le obligó a acechar cada palabra en el momento en que el conferenciante la pronunciaba, intuyendo casi su sentido para fijarlo de inmediato, conforme a los fonemas que la iban construyendo, de modo que pudiese asumir y comprender el vocablo antes de que se perdiese en la pura sucesión de los sonidos.

Aquella experiencia desazonó mucho al profesor Granda. Desgraciadamente para él, el problema se repitió cuando comenzaron las clases: le resultaba cada vez más difícil comprender, ya no el significado de las preguntas de sus alumnos, sino la misma forma conceptual de los vocablos que las componían. La clase asistía a su desconcierto con asombro, que fue volviéndose irrisión; pero, tras los días primeros de diciembre, llegaron las vacaciones, y el profesor, que se indignaba cada año con aquella prematura holganza, la recibió esta vez con alivio. Fue entonces cuando sus compañeros y colaboradores conocieron el caso, pues el profesor Granda se encontraba muy angustiado y les relató su problema desde los orígenes, confesando que, a aquellas alturas, tenía ya gran dificultad para interpretar cualquier conversación cotidiana, pues el más elemental “buenos días” se convertía, para su percepción, en una incomprensible amalgama fónica. Añadió que, para comprender los mensajes que se le dirigían oralmente, empezaba a ser imprescindible que se le pusiesen por escrito, ya que sólo las palabras escritas o impresas seguían conservando para él su rotundo significado, sin ambigüedad, confusión ni error.

Su anomalía !e cambió ligeramente la manera de hablar. Elevaba el tono como los sordos, y su angustiada perplejidad le ponía en la voz un quiebro ansioso, que colgaba de las frases como una banderola. Por fin, acabaría optando por hablar sólo lo imprescindible y por comunicarse principalmente mediante la escritura, pues hasta las palabras habladas por él se tornaban un cúmulo de sonidos absurdos - al resonar en su interior cuando las decía. Llevaba siempre consigo un cuaderno en que apuntaba sus preguntas y respuestas, y solicitaba del interlocutor la misma manera de comunicarse. Celina Vallejo, la profesora ayudante cuya tesis dirigía, conserva varios de tales cuadernillos. A lo largo del tiempo en que se valió de ellos para la comunicación con los demás, el profesor apuntó también algunas reflexiones que dan idea de le que pudieran ser graves perturbaciones psicológicas.

Aunque el profesor Granda intentó acometer animosamente la continuación del curso, el primer día de mediados de enero en que se reanudaron las clases su lección concluyó entre una gran algarabía, pues no pudo entenderse con los alumnos. Muy deprimido, el profesor Granda acudió entonces al médico, y éste le prescribió la inmediata interrupción de su trabajo, por un plazo no inferior a cuatro meses, y le aconsejó que se retirase a descansar a algún lugar tranquilo. Buscó entonces la solitaria placidez de un pueblo serrano y alternó allí sus trabajos científicos con largas caminatas por el monte. Residía en una fonda que servía también de albergue para un veterinario y dos jóvenes maestras, y era considerado por todos con extraordinario respeto. Pero ni la quietud del paisaje ni la estima de sus convecinos ayudaron a su curación, e incluso parece que allí fue donde su dolencia alcanzó irremediable gravedad, comenzando a presentar los rasgos de una pérdida progresiva de la razón.

En una carta que la ayudante Vallejo conserva, el enfermo le relató la experiencia, para él terrible, de haber descubierto que el murmullo interminable de las aguas, en los limpios arroyos que descendían por el monte, tenía los mismos elementos sonoros que las palabras humanas. En aquellos días, cuando su percepción de los sonidos hablados era incapaz de darles el correspondiente significado, resultaba que algunos ruidos de la naturaleza, también ininteligibles, resonaban de idéntica manera y se iban sucediendo con la misma alternancia fónica que los vocablos de un discurso.

Señalaba en su carta que esto le había hecho recapacitar, con horror, en que o bien los murmullos del arroyo estaban también constituidos por un código lingüístico ordenado, susceptible de análisis científico —lo que no era admisible—, o bien las palabras humanas pertenecían al campo de los puros sonidos naturales y carecían, como el ruido del arroyo, de cualquier sentido. Más adelante, apuntaba una hipótesis que sobresaltó a Celina Vallejo, al considerar que tal razonamiento no podía provenir sino de una mente desequilibrada: sintiéndose envuelto en un silencio doblemente angustioso, el profesor Granda aventuraba que las palabras, elemento fundamental que la especie humana ha construido para comunicarse, sobreviven solamente por un permanente y violento esfuerzo de la memoria, mantenido sin desfallecimiento en lo más intimo de cada ser humano que va conociendo los primeros rudimentos de la lengua. Un desfallecimiento de esa secreta voluntad y el súbito olvido hará que todo el gigantesco castillo de las palabras, artificioso, ficticio, pierda su imposible coherencia y se desmorone. Sin duda, decía, era eso lo que a él había sucedido: había dejado de esforzarse, en lo más íntimo de si mismo, en e¡ fondo de su ánimo, por recordar y coordinar algo tan ajeno como tos ruidos del habla, que sólo pertenecían al territorio irracional de los sonidos naturales, como el murmullo de las fuentes, el restallido del trueno o eí rugir de los motores.

Una carta posterior, que la ayudante Vallejo conserva también, ofrece mas datos de la grave perturbación que iba aquejando a Carlos Granda. Pues éste venía a decir que también las palabras escritas eran, sin duda, producto de una voluntad poderosa e inconsciente, que reflejaba en el interior de cada uno el propósito colectivo de que aquellos signos gráficos tuviesen un significado que trascendía inmensamente su forma, un significado que, al convertirlas en una denominación reconocible y aceptada, era no sólo la verdadera señal de la existencia de las cosas del mundo, sino el propio emblema mágico que las hacía existir. “En las palabras escritas está el único indicio de las cosas’’, escribía el profesor. “Las cosas sólo se sostienen en letras”. “Sólo son las cosas que tienen nombre”. “Las palabras: el mundo”.

Alarmada por aquellas cartas, Celina Vallejo visitó al profesor Granda, desplazándose hasta la sierra en su cochecito. Era un día lluvioso de abril, pero ambos, al resguardo de un paraguas, pasearon largo tiempo entre las jaras colmadas de flores. Algunas gotas de lluvia han difuminado las cinco o seis, páginas del cuaderno en que quedó anotada su conversación. Allí, el profesor Granda ha dejado, manuscritas. declaraciones que señalan el rumbo anormal de su pensamiento: “Sólo lo escrito existe". “Fonemas: agua que corre". Y una frase, previa a la despedida de su visitante, que parece denotar inclinaciones morbosas en el profundo desarreglo de su razón : “ No olvidar las letras o todo desaparecerá”.

El profesor Granda abandonó súbitamente su retiro en la sierra y regresó sin decírselo a nadie. Fue también Celina Vallejo quien conoció el cambio, unos días más tarde, después de una conversación telefónica con la fonda. Se acercó entonces a casa de Granda, y sólo tras mucha insistencia en sus llamadas consiguió que éste le diese acceso. El profesor Granda era hombre de hábitos ordenados, que mantenía también escrupuloso atildamiento en el cuidado de su persona. Sin embargo. la ayudante Vallejo se encontró frente a un desbarajuste de muebles, libros desparramados y un hombre que, vestido sólo con un arrugado pijama y presentando gran desaliño, fijaba en ella una mirada temerosa. El suelo de la gran habitación que el profesor destinaba a parte principal de su extensa biblioteca estaba cubierto de numerosas hojas de papel llenas de palabras manuscritas. Celina Vallejo tomó un cuaderno del escritorio, buscó una página en blanco y anotó: “¿Está usted bien?”. Pero el profesor Granda no hizo ademán de responder. Estaba allí delante, inmóvil, mirándola con un pasmo que, como ella relataría más tarde a personas de su confianza, le producía una sensación a la vez de pena y de miedo. El profesor se dejó caer sentado en un sillón, con un ademán de abatimiento. Ella insistía, en su gesto de alargarle el cuaderno y el bolígrafo, pero él tardó un rato en responder. Tomó al fin el bolígrafo y el cuaderno, y ella comprendió que aquel hombre había sufrido —estaba sufriendo— una nueva transformación, pues en lugar de escribir con la precisión y rapidez con que acostumbraba, comenzó a hacerlo con torpeza y lentitud que recordaban el esfuerzo de un escolar que elaborase sus primeros palotes. Al cabo de un tiempo, le mostró el mensaje, hecho con letras deformes y temblequeantes: “Me cuesta mucho”, decía. Como si recuperase el aliento y reuniese sus fuerzas, esperó un tiempo antes de continuar. Se inclinó por fin otra vez sobre el cuaderno: “Olvido las letras. Es el fin".

La ayudante Vallejo se fue muy afectada. Aquella misma semana, el profesor se ausentó sin dejar señal alguna. Y casi un mes más tarde llegó la noticia de su extraña desaparición en la llamada costa de muerte, al borde de una playa apartada. donde había sido localizado su automóvil y dentro de él, ropas y objetos que le pertenecían. Cuando la policía tuvo testimonios de la peculiar conducta del profesor Granda en los últimos meses, supuso que él mismo había sido el causante de su desaparición, posiblemente dando fin a su vida entre aquellas olas turbulentas, aunque su cuerpo no hubiese sido hallado todavía entonces, como no lo ha sido hasta la fecha. La noticia desazonó tanto a Celina Vallejo que emprendió enseguida el largo viaje a las tierras gallegas. Recuperar los cuadernos que el desaparecido llevaba consigo le costó algunos prolijos trámites, pero al fin se los entregaron. En cuanto a la cartera y los cheques de gasolina, así como la ropa —arrebujada en una bolsa de plástico—, deben esperar, para su entrega, una tramitación más compleja.

Celina Vallejo quiso conocer el lugar donde había aparecido el automóvil. Le acompañó un muchachito rubicundo, hijo del patrón del albergue, que le iba indicando, meticuloso, todos los accidentes de la pista de tierra que bordea las playas. La mar estaba agitada en un vertiginoso hervor de espumas y, entre las rocas negras y ásperas, las olas se vertían en grandes avalanchas, luciendo al sol súbitas crestas neblinosas. Ella detuvo el coche en el lugar indicado por su joven acompañante. Todavía permanecían, marcadas en la humedad de la tierra, unas huellas de neumático, que el muchacho señaló sin hablar. Bordeaba el camino un escaso repecho vegetal, y luego el nivel del terreno ofrecía un abrupto descenso, prolongado hasta el agua un largo declive cubierto de pedruscos redondeados y blanquecinos como calaveras. En la orilla las olas sacudían su fuerza estrepitosa. Celina Vallejo contempló durante bastante tiempo aquellas aguas bravas, los roquedales que penetraban en el mar como oscuros cuchillos, el horizonte ensombrecido por un agrupamiento de nubes plomizas. Relataría luego a sus amistades que aquel paisaje tenía apariencia especialmente inhumana y que tanto los elementos sólidos del lugar —la palidez de los cantos, la negrura de los roquedales— como la violencia del mar —las olas bramantes— se acomodaban perfectamente a las extremosidades de cualquier delirio.

Allí mismo hojeó los cuadernos del profesor Granda: dos de ellos estaban sin estrenar, pero el otro ofrecía bastantes muestras de escritura. En él se relacionaban, sin duda, los sucesos más recientes, pues figuraban —en sus primeras páginas— frases sucesivas que denotaban la necesidad de comunicación del profesor en los avatares de su viaje: “Super. 2.000 pesetas”. “Sopa de pescado y bisté con patatas”, "Botellín". “Otro botellín”, “Dónde está el W.C.”, "Café solo y sacarina” y otras similares, escritas todas con la torpeza casi infantil en que había venido a dar su escritura, antes tan clara y simétrica. Aquellas frases encaminadas a la comunicación ocupan las tres o cuatro primeras hojas del cuaderno; viene luego una copiosa sucesión de páginas en que el alfabeto —desde la a hasta la z— está repetido una y otra vez, incansablemente, con el cuidado —dentro de la tosquedad de la expresión— de un ejercicio caligráfico. Celina Vallejo pasó aquellas hojas hasta topar con otra parte en que el inhábil escribiente había repetido también en incontable número, cúmulos y agrupaciones de sílabas que recordaban los modelos de antiguos -catones: “Lo, la, ala, ola, solo", "so, sa, osa, soso”, “la losa, la fosa”, “lla, llo, ya, yo”, “ llevo la llave”, “aro, faro, oro", "mano dolorida”, "rayo luminoso”, “arena dorada". Hay luego una serie de frases que recordaron a la ayudante Vallejo algunos de los disparatados razonamientos manifestados por el profesor en aquella ocasión, bajo la lluvia primaveral: "Sólo lo escrito es", "Sólo es lo que tiene nombre", "No olvidar las letras del mundo", "Olvidar: no es", "Olvido: no existo". Estas frases, escritas con letras
grandes y contrahechas, preceden a la parte final de la escritura: aquella que. a su juicio, había sido elaborada por el profesor Granda ante la salvaje vista marina. En ella se suceden palabras que tienen como referencia exclusiva el paisaje: "mar'', "olas", "peñas", "cantos", "arena", "azul", "gris", "luz", "sombra", "tarde", "lucero". A través de vocablos aislados. el profesor Granda había inventariado pormenorizadamente el tiempo de su permanencia en aquel lugar, posiblemente una jornada completa: árboles, hierbas, matorrales, humos, gaviotas, sonidos y brillos, un carro que chirría, un perro que pasa, restallan las olas, el parpadeo del faro, un fuego lejos, la amplitud de las playas, el alba, la pleamar que avanza.

Son 22 hojas en que los conceptos se repiten y se acumulan. Progresivamente, va aumentando la deformidad de la escritura, hasta que las letras pierden por fin su forma y cruzan de modo decidido la leve
frontera que las separa del garabato. Y los garabatos se van sucediendo: inescrutables rayones de trazado helicoidal, al principio agrupados en series longitudinales, conservando aún la linealidad propia de una escritura, pero dispersos luego, cada vez más grandes, hasta convertirse en una única línea enrevesada que, partiendo del centro de cada hoja, titubea y se ensancha, buscando a ciegas distintos rumbos, hasta semejar el dibujo de una tela de araña. El resto de las hojas está en blanco.

Por la tarde. en la comandancia, la ayudante Vallejo habló con el cabo: un hombre bajo y ancho cuyo modo de hablar denotaba procedencias regionales alejadas de aquellos contornos. Era uno de los mismos
guardias que, por denuncia de un pescador, habían investigado aquel automóvil solitario, abandonado al parecer en un lejano recodo de la costa, frente a la mar de Trece. El automóvil llevaba seis o siete días
allí, estacionado al borde del sendero, en posición ligeramente oblicua. La llave del encendido estaba colocada en su sitio. Sobre el asiento inmediato al del conductor se encontraban los cuadernos, un billetero con 20.000 pesetas, algo de calderilla, un paquete de pañuelos de papel y un talonario con cheques de gasolina. En el lugar del conductor había ropa. Y era precisamente la disposición de la ropa lo que había
extrañado al cabo, hombre que aparentaba no tener demasiada capacidad de sorpresa.

El cabo tenía el prurito de redactar los atestados de modo que reflejasen con veracidad los sucesos tal corno fueron, o que transmitiesen lo más certeramente posible los datos de la realidad. Por eso se preocupó de reseñar con minuciosidad ¡as ropas abandonadas sobre aquel asiento. Pero cuando comenzó a hacerlo descubrió que había en ellas un orden misterioso. Los zapatos, colocados simétricamente en el suelo, según la postura lógica en unos pies calzados —el izquierdo, a la izquierda, y el derecho, a la derecha—, tenían sus cordones cuidadosamente anudados. Dentro, y a lo largo de cada zapato, los calcetines estaban extendidos desde la puntera, e insertas las mangas respectivas en la correspondiente abertura inferior de cada pernera del pantalón, que tenía cerrada la cremallera de la bragueta y el cinturón abrochado. Dentro del pantalón, colocado en la misma forma que debe mantener vistiendo un cuerpo, había un calzoncillo; y, a partir de la cintura, aunque reposando en el respaldo, se extendía una camisa abotonada, cuyos faldones se refugiaban en el pantalón. Sobre las ropas había un reloj de pulsera, abrochado como si abrazase una muñeca. Dentro de la camisa apareció, también abrochada, una cadena de plata, con la placa que solía llevar el profesor Granda colgando del cuello, indicativa de su nombre y grupo sanguíneo.

Dijo el cabo que las ropas, ordenadas como si vistiesen a una persona —aunque era evidente que no había nadie dentro— y sin volumen que les diese forma, recordaban, sin embargo, vagamente un ademán humano. A él, aquella disposición le había parecido la señal de una macabra humorada, indicio probable de una decisión desgraciada por parte del desconocido propietario. Sin embargo, la descripción de aquel orden incomprensible suscitó en Celina Vallejo un borroso pavor y, como contó a los compañeros de su mayor intimidad —aunque a la larga hemos llegado a saberlo todos—, recordó de pronto la figura del profesor Granda con toda precisión y le imaginó desapareciendo súbitamente, esfumándose en el aire del mismo modo que se había extinguido y esfumado su última memoria de las palabras, mientras aquellas ropas se iban arrugando lentamente, hasta quedar desplomadas sobre el asiento del automóvil, como testimonio indescifrable de la desaparición.

Fue una imagen absurda, demente, que Celina Vallejo se apresuró a desarraigar lo más pronto posible de su ánimo. La impresión de la pérdida le duró todavía cinco o seis meses, pero al cabo recuperó el buen humor y las ganas de trabajar, y ahora está entregada afanosamente a la tarea de rematar su tesis doctoral.

José María Merino, español nacido en 1941, es un escritor de trayectoria sólida y lenguaje seguro, lo que le hizo ganar el Premio de la Crítica en 1986 con su obra La orilla oscura. Ha publicado también Novela de Andrés Choz (1976, Premio Novelas y Cuentos). El caldero de oro, El oro de los sueños, el volumen de relatos Cuentos del reino secreto, tres libros de poemas y un libro de viajes.

Michael Ende
Semanario "Jaque" - Año V - Nº 213
Montevideo 27 de enero de 1988

Texto digitalizado y editado por mi, Carlos Echinope, editor de Letras Uruguay. Se agrega imagen.  echinope@gmail.com - https://twitter.com/echinope fb https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

 

 

 

 

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