De impúber a mujer: aprendizajes de la memoria y la escritura

(María Luisa Bombal y Clarice Lispector)[1]

Ensayo de Sonia Mattalia

Universitat de Valencia

I. El dispositivo

Comenzamos con una imagen que nos remonta a la Europa de fines del XIX:

Cuando paseo bajo el brillo de la luna —entre viejas construcciones cubiertas de musgo, que entre tanto me son familiares— me da miedo mi propia sombra. Cuando enciendo la lámpara, veo de repente el gran espejo que cuelga sobre la estufa me contemplo a mi mismo —mi propio rostro de fantasma— Y vivo con los muertos — con mi madre, con mi hermana, con mi padre —sobre todo con mi padre— Todos los recuerdos, los más pequeños detalles desfilan ante mis ojos[2]

escribía Edvar Munch en su manifiesto de St. Cloud, notas escritas a comienzos de 1890 en el suburbio parisino en el que vivía en ese momento. La sombra, proyección y deformación afantasmada del cuerpo, sería uno de los temas centrales de la obra pictórica del pintor nórdico y marca un momento central en la ruptura post-impresionista hacia la abstracción.

Pintado en 1894, sobre una versión de 1886 hoy perdida, Pubertad, se apoya sobre el peso de la sombra que aparece como la prolongación siniestra de un cuerpo femenino adolescente en inestable equilibrio. En consonancia con los interiores de confinamiento, encerrados, recluidos, explorados por Munch en telas anteriores, como La niña enferma o Noche en St. Cloud, el de la habitación de Pubertad se condensa, en la línea horizontal del cuadro, en una cama cortada por el marco que, de abajo hacia arriba, señala una gradación del casi negro al ocre negruzco de la cama y al blanco manchado de rosados y azules de las sábanas.

En la vertical, la muchacha, asentada, casi fijada a la cama, se eleva desde el suelo, iluminada por la luz que entra desde la izquierda. Una sombra poderosa emana de la figura, alargándola hacia la izquierda, y refuerza la inestabilidad del cuerpo adolescente. Cuerpo desnudo, crudamente expuesto en su delgadez y formas incipientes. La posición de encubrimiento del sexo y de ligero encorvamiento de los hombros que protegen los pechos recién nacidos; el rostro aniñado, enmarcado por el pelo liso que aparece como continuación de la línea de la sombra, nos presentan una cierta indeterminación gestual, que nos sugiere una sexualidad aún no terminada de perfilar. Los muy abiertos ojos negros, de mirada acuosa y perdida, junto con las manos, que cubren y enfatizan el sexo, también sombreadas en su cruce, señalan el azoramiento y la amenaza del despertar de la sexualidad, prefigurando un tema que Munch desarrollará intensamente en su producción inmediata posterior: la asociación de miedo y sexualidad.

Si las notas de Munch expresaban su pavor ante la sombra de la muerte proveniente del pasado, la espesa sombra de esta adolescente desnuda parece condensar una amenaza futura: la de la definición de lo informe, lo no determinado, lo inacabado del cuerpo infantil, que adquirirá en el cambio de la infancia a la adolescencia su perfil sexual definitivo e ineluctable.

Límite y frontera, la adolescencia ha sido uno de los temas preferidos de la representación moderna, desde las novelas de aprendizaje románticas a las exaltaciones del héroe adolescente atormentado en el salto hacia la madurez de fines del siglo XIX, una intensa producción literaria y pictórica señala la preocupación por el disciplinamiento o la relajación de los cuerpos adolescentes, Foucault describió, minuciosamente, las políticas sobre el cuerpo que acompañan el ascenso y asentamiento de las sociedades burguesas, señalando la radicalidad del cambio de las nuevas sociedades frente a los regímenes anteriores. En éstos últimos el derecho fundamental del poder y del soberano se concentraba en la administración y control de la muerte, incluyendo su más allá, a diferencia de las sociedades burguesas emergentes en las cuales el ejercicio del poder se sustancia en un control sobre la vida y los cuerpos vivientes. Un salto que podríamos expresar como el del buen morir al del buen vivir, cuya alentadora promesa de salud, bienestar y longevidad no puede ocultarnos sus técnicas disciplinadoras. La intensidad del control alienta la teoría, la reflexión y el disciplinamiento de su dispositivo fundamental, la sexualidad, que llega, en nuestras sociedades actuales, a su paroxismo en las políticas de exaltación del cuerpo, un cuerpo cada día más descarnado y, a la vez, más arquetipizado y model izado.

Podría decirse —apunta Foucault— que el viejo derecho de hacer morir o dejar vivir de las épocas clásicas fue reemplazado por el poder de hacer vivir o de rechazar la muerte. Quizá se explique así esa descalificación de la muerte señalada por la reciente caída en desuso de los rituales que la acompañaban. El cuidado puesto en esquivar la muerte está ligado menos que a una nueva angustia que la tornaría insoportable para nuestras sociedades, que al hecho de que los procedimientos de poder no han dejado de apartarse de ella. En el paso de un mundo a otro, la muerte era el relevo de una soberanía terrestre por otra divina, singularmente más poderosa; el fasto que la rodeaba era signo del carácter político de la ceremonia. Ahora es en la vida y a lo largo de su desarrollo donde el poder establece su fuerza; la muerte es su límite, el momento que no puede apresar; se torna el punto más secreto de la existencia, el más «privado»[3].

En la emergencia del ejercicio de políticas del y sobre el cuerpo se construye un dispositivo, el de la sexualidad, de alta eficacia que construye nuestras imágenes del cuerpo. Foucault muestra cómo en el siglo XIX se estructuran y afianzan estas microfísicas del poder que encuentran en los discursos de la medicina, la psicología y la sociología sus campos más eficaces para la reglamentación y el disciplinamiento del cuerpo. Políticas basadas en tres líneas fundamentales; la histerización de la mujer, la sexualización de la infancia y la psiquiatrización de las perversiones.

En lo que atañe a la histerización de la mujer, el «sexo» es definido de tres maneras:

como lo que es común al hombre y la mujer; o como lo que pertenece por excelencia al hombre y falta por tanto a la mujer; pero también lo que constituye por sí solo el cuerpo de la mujer, orientándolo por entero a las funciones de reproducción y perturbándolo sin cesar en virtud de los efectos de esas mismas funciones; en esa estrategia, la historia es interpretada como el juego del sexo en tanto que es lo «uno» y lo «otro», todo y parte, principio y carencia.

En lo relacionado a la sexualidad infantil, apunta Foucault,

se elabora la idea de un sexo presente (anatómicamente) y ausente (fisiológícámeñíe), presente también si se considera su actividad y deficiente si se atiende a su finalidad reproductora; o asimismo actual en sus manifestaciones pero escondido en sus efectos, que sólo más tarde aparecerán en su gravedad patológica,

basta recordar, al respecto, la causalidad secreta que ciertas prácticas sexuales infantiles —como la masturbación, por ejemplo— tenían en relación a la impotencia, la esterilidad o la frigidez en la edad adulta. En lo referente a la psiquiatrización de las perversiones «el sexo fue referido a funciones biológicas y a un aparato anatomofisiológico que le da su «sentido», es decir su finalidad; pero también fue referido a un instinto que, a través de su propio desarrollo y según los objetos que elige, forma la aparición de conductas perversas», «desviadas» según la terminología del XIX, de las cuales surge una perversión modélica —el fetichismo—- que, al menos desde 1877, sirve de hilo para la explicación de las conductas sexuales diferentes.

Este dispositivo de la sexualidad, entre otros efectos, ha permitido esconder lo que hace el poder con el poder, aunque últimamente se habla de una «erótica del poder» para denunciarlo como el gran constructo imaginario del Occidente moderno. La eficacia práctica de este dispositivo puede valorarse en su incidencia sobre los sujetos concretos, ya que ha promovido una idea del sexo como punto imaginario, desde el cual explicamos nuestra propia inteligibilidad como sujetos; en él ss cifra la conciencia ds la totalidad de nuestro cuerpo, nuestra identidad y nuestra producción de sentido sobre nosotros mismos. La paradoja —quizá la más sustancial y la más escondida— de este siglo nuestro que ya termina, dedicado a la exploración, la reflexión, la «liberación del sexo», es la de haber hecho del «sexo» el sustituto de los grandes dilemas morales que, en otras épocas, permitían la atemperación de la conciencia de la muerte.

El pacto fáustico cuya tentación inscribió en nosotros el dispositivo de la sexualidad es, de ahora en adelante, éste: intercambiar la vida toda entera contra el sexo mismo, contra la verdad y la soberanía del sexo. Es en este sentido histórico, como hoy el sexo está atravesado por el instinto de muerte. Cuando Occidente, hace ya mucho tiempo, descubrió el amor, le acordó suficiente precio como para tornar aceptable la muerte; hoy, el sexo pretende esa equivalencia, la más elevada de todas. Y mientras que el dispositivo de sexualidad permite a las técnicas de poder la invasión de la vida, el punto ficticio del sexo —establecido por el mismo dispositivo— ejerce sobre nosotros bastante fascinación para que aceptemos oír cómo gruñe allí la muerte[4].

El desnudamiento de estas políticas puede explicarnos el por qué de la atención que, durante dos siglos, se ha concentrado sobre el cuerpo de la mujer y ha hecho surgir una edad «nueva» en las clásicas «edades del hombre» (infancia, madurez, senectud), la adolescencia. En el caso del adolescente, figuración moderna —en las épocas clásicas el-la joven eran sujetos adultos a partir de su definición sexual, es en la modernidad donde aparece el adolescente como sujeto indefinido y en tránsito—, el control apunta al de la garantía de definición sexual normativa y prevención de las perversiones, o sea de la homosexualidad.

Así como el dispositivo de la sexualidad ha conformado imágenes de la mujer, también ha construido la del adolescente como figura mítica del conflicto cuerpo-espíritu, en el que la transformación física debe ser reglamentada por un aparato de control social que apunta a patologizarlo psíquica y físicamente. Frases como «la edad del pavo», «está hecho un adolescente insoportable», hasta la intensificación de nuevas enfermedades que caracterizan a este fin de siglo —entre las que la bulimia y la anorexia son las reinas en los países del capitalismo avanzado— expresan la concepción de la adolescencia como época turbulenta, conflictiva, de tentaciones a la rebeldía o a la extraiimitación.

El adolescente, «figura mítica del imaginario» occidental, es una de las figuras más frecuentadas por las representaciones modernas y podemos pensar en él más que «como una categoría de edad» como una «estructura psíquica abierta»[5], en la cual se plantea el tránsito hacia una fijación identitaria —sexual y psíquica—.

También la literatura se ha hecho cargo de esta figuración. Desde la concepción roussoniana del niño que inicia un dificultoso viaje educativo e ini-ciático que lo conforma y fija a una identidad acabada, hasta la fascinación de nuestro siglo XX por las estructuras inacabadas, ambiguas, deslizantes entre la inocencia de la niñez y la adquisición de las estrategias de la seducción y la máscara, circula no sólo la organización, estabilización y despliegue del dispositivo de la sexualidad que apuntábamos, sino también todo un proceso de fascinación de las escrituras contemporáneas por lo informe e inacabado.

Desde Los hermanos Karamazov o El adolescente de Dostoievsky, pasando por la Lolita de Nabokov y los fluidos personajes del Gombrowickz en Transatlántico o Pornografía, hasta el héroe resabiado y entrañable de El guardián entre el centeno de Salinger, se produce una deconstrucción de la fijación identitaria y sexual que Kristeva relaciona con «.el cuestionamiento de los valores forzosamente paternos, en los que el escritor se declara expresamente seducido por el adolescente o la adolescente»[6]. De tal manera que la pléyade de «antihéroes» contemporáneos que pueblan la narrativa de este siglo sostiene esta representación trabajando a sus personajes centrales como héroes en tránsito, que buscan, encuentran o descoyuntan su fijación identitaria; novelas que, a su vez, se presentan como procesos, como estructuras abiertas, inacabadas.

Nos preguntamos ¿sucede lo mismo con las figuras femeninas adolescentes?, ¿es semejante la fascinación por lo informe, lo ambiguo?, ¿qué imágenes proponen de este tránsito las escrituras producidas por mujeres? A partir de estas preguntas enhebraremos nuestra lectura de dos autoras latinoamericanas: María Luisa Bomba! y Clarice Lispector.

II. La «nueva mujer»

Te recuerdo, te recuerdo adolescente. Recuerdo tu pupila clara, tu tez de rubio curtida por el sol de la hacienda, tu cuerpo entonces, afilado y nervioso.

Sobre tus cinco hermanas, sobre Alicia, sobre mí, a quienes considerabas primas —no lo éramos pero nuestros fundos lindaban y a nuestra vez llamábamos tíos a tus padres — reinabas por el terror.

Te veo correr tras nuestras piernas desnudas para fustigarlas con tu látigo.

Te juro que te odiábamos de corazón cuando soltabas nuestros pájaros o suspendías de los cabellos nuestras muñecas a las ramas altas del plátano.

Una de tus bromas favoritas era dispararnos al oído un salvaje: jUh! ¡Uh!, en el momento más inesperado. No te conmovían nuestros ataques de nervios, nuestros llantos. Nunca te cansaste de sorprendernos para colarnos por la espalda cuanto bicho extraño recogías en el bosque.

Eras un espantoso verdugo. Y, sin embargo, ejercías sobre nosotras una especie de fascinación. Creo que te admirábamos. (...) Durante varios años no pudimos casi dormir temerosas de tu siniestra visita[7].

En esta cita extraída de la novela de la chilena María Luisa Bombal, La amortajada, publicada en Buenos Aires en 1941, se pueden observar, modélicamente, la tensión entre los sexos que se tipifican en este período de transición que hemos dado en llamar adolescencia; pero, sobre todo, representa la conformación de una subjetividad femenina a partir de una dualidad: «!a debilidad» y «pasividad» de las niñas frente a la agresividad y actividad del compañero masculino.

Ninguno de los tópicos falta en este recuerdo de infancia y adolescencia de una mujer, protagonista de la novela, que desde el ataúd, ya cadáver, reconstruye su biografía y el aprendizaje de la femineidad de una señorita de la alta burguesía patrimonial latinoamericana: los juegos maternales con muñecas, los ataques de nervios, los llantos, el miedo y la admiración frente al mundo exterior —incluido el otro sexo— que se aprende a vivenciar como hostil y fascinante.

La intensa urbanización y los procesos democratizadores que avanzan en América Latina desde fines del siglo pasado implicaron un reacomodamiento de las antiguas estructuras sociales lideradas por el patriciado criollo en el XIX y la emergencia de nuevos actores sociales —clases medias y proletariado urbano—, también una redistribución de los roles sociales. Junto al ingreso de !a mujer al trabajo y a la educación media aparecieron nuevos lugares de mostración y deseo de los cuerpos femeninos: sobre el cambio del viejo perfil de las ciudades coloniales, abiertas a fines del XIX por las grandes avenidas según el modelo del París de Haussmans, la avalancha comercial, la introducción de la cultura de masas, se recortan las imágenes de una «nueva mujer». Empleada del hogar, ama de casa, maestra, oficinista, dependienta, obrera, las mujeres ganan la calle y abandonan el recinto interior de las casas del XIX, dividido entre señoras y criadas, para ser objeto de una publicidad que, masivamente, propone ideales de cuerpos modernos: blancos, rubios, jóvenes, vestidos a la última moda de París,

Revistas de moda con páginas literarias de «sensibilidad», novelas rosas, folletines radiales, teatro sentimental, el avance del canon hollywoodense, y una publicidad que apunta a la histerización del cuerpo femenino, configuran un apasionante abanico discursivo que dialoga con los más atrevidos productos de la literatura de vanguardia. La expansión y fluidifica-ción del mercado de bienes culturales producida en las capitales latinoamericanas —que incluye una oferta editorial diversificada y estratificada socialmente— encuentra en las mujeres a un consumidor ávido y con interesantes posibilidades adquisitivas. La mujer se convierte, lenta y trabajosamente, en un sujeto social que empieza a la par a integrarse en el mundo laboral y a estructurar sus propias plataformas reivindicativas. La literatura dirigida a ese nuevo público femenino, las líneas educativas, la publicidad, el melodrama radial y los esplendorosos ídola de Hollywood, promueven un cuerpo femenino dirigido a un nuevo consumo —emulsiones, cremas, tintes, ropas— que dispone un cuerpo concentrado en sí mismo pero diferido al cuerpo social.

Si repasamos las revistas y los anuncios de los grandes periódicos, publicados de norte a sur en América Latina, podemos observar el trabajo de una publicidad que se dirige a construir el cuerpo de la «nueva mujer» polarizando su imagen entre la mujer-niña o madre —cercana en su debilidad e inestabilidad emotiva a la labilidad infantil— y la de la mujer fatal, seductora y enigmática, presentada como amenaza a la masculinidad. La patologización del cuerpo de la mujer, que se sustenta en la construcción de lo femenino como espacio de debilidad asociado a una naturaleza intrínsecamente frágil, contrarresta las de la «nueva mujer», cada vez más integrada como sujeto social, en muchos casos desestabilizador y discordante. El cuerpo femenino, delimitado por la enfermedad y por las imágenes de la mujer frágil o fatal, tiene su contrapartida en la amenaza de la masculini-zación.

Pero lo que interesa es cómo ese discurso masivo genera un imaginario social que otorga a la mujer una relación reconcentrada en su propio cuerpo y en sus pasiones —sentimientos, angustias, ideales, deseos—. Imaginario, por cierto, diferenciado del que se dirige a los sujetos masculinos, hacia quienes se propone una integración y un modelo de ascenso social basado en la moral del trabajo exitoso y del ascenso a través de la educación superior, que coagula en los movimientos de reforma universitaria en todo el continente, en la década del 20, y a través de los movimientos democratizadores protagonizados por las clases medias urbanas.

Esquemáticamente señalamos que tal polarización muestra un espacio, una escena cultural, en la que se debatirá la escritura de mujeres en la década del 20: la expresión poética intimista, que hace del conflicto cuerpo-pasión, cuerpo trastornado, desviación de lo «natural femenino» su eje reflexivo, se irá decantando hacia la ironía sobre el cuerpo y el distanciamiento, progresivamente crítico, de ese imaginario. Es decir: el proceso modemiza-dor, desigual y periférico, va promoviendo y construyendo imaginarios «otros», y la coexistencia de diversas tendencias literarias —desde el modernismo a la vanguardia y a las diversas propuestas del realismo regionalista o social— en el seno de la Latinoamérica de los 20 y 30, no sólo se debe a la explosión de la cultura urbana y de masas, o al afianzamiento de la cultura letrada, sino a una demarcación de tendencias culturales afectadas en lo genérico: la modernización promueve a lo largo de la primera mitad de este siglo una estratificación, jerarquización, de los imaginarios de mujeres que, a su vez, buscan y diversifican las propuestas textuales que cuestionan el canon literario, no solamente, desde un punto de vista textual, sino desde diferentes lugares sociales.

Esto es, se producen también diferentes imágenes de la mujer «escritora»: Entre las «señoritas díscolas» —estilo Teresa de la Parra, Victoria Ocampo— que cuestionan desde una ironía cargada de cosmopolitismo el lugar que su propia clase, la alta burguesía, les ha construido como mujeres—, y las «trabajadoras esforzadas» —estilo Alfonsina Storni o Gabriela Mistral— que se transforman en transgresoras o educadoras, santas o perdidas, portavoces de los ideales de las clases medias en ascenso, se despliega un matizado conjunto de imágenes de Ja mujer escritora.

Una de ellas es el de la escritora «hipersensible» e «inadaptada», desmesurada en sus actos y agresiva consigo misma, cuyas vidas son «enigmáticas» por algunos avatares biográficos. Como ejemplos elijo a dos: la chilena María Luisa Bombal en la década del 30 y la brasileña Clarice Lispector, cuya producción abarca desde los 40 a los 70.

III. Desde el cuerpo muerto

En una de sus entrevistas, María Luisa recuerda su amistad con Borges: «Georgie no era aficionado a las tertulias en los cafés o en casa de Girando. Pertenecía a un grupo mucho más cerrado, más intelectual. Mi amistad con él era una amistad personal, particular». Los unen aficiones comunes: el cine, el tango y largos paseos por la ciudad y el Riachuelo.

A él le confía el tema de La amortajada, en la que está trabajando. Borges le comenta que «Ese argumento es de ejecución imposible —le dice— Corres dos riesgos graves: o la muerta va a oscurecer los hechos humanos, o los hechos humanos van a opacar la parte sobrenatural. No creo que puedas hacerlo». A pesar de las recomendaciones de su amigo, Bombal continúa, cuando la publica Borges la reseñará admirado: «Libro de triste magia, deliberadamente suranée, libro de oculta organización eficaz, libro que no olvidará nunca nuestra América».[8].

En efecto Borges no se equivocaba, el argumento de la novela —la historia de su vida reconstruida por una mujer muerta que, desde el cajón, observa a los asistentes a su velorio y va recuperando, en fragmentos discontinuos, su infancia y adolescencia, su primer y trágico amor de juventud, su vida matrimonial y familiar, su estrecha y sádica relación con un amigo y confidente, sus conflictos con el cura y el médico— se presenta como de una ejecución difícil. Bombal convierte a lo que podríamos denominar el periplo clásico de la novela de aprendizaje de la vida, en una novela del aprendizaje de la muerte.

Los sucesivos encuentros con los rostros de los visitantes que asisten a su velorio y se acercan a su cuerpo yacente permiten una reconstrucción autobiográfica no lineal, en la que se despliega un aprendizaje que va desde el salto hacia la sexualidad en el amor adolescente y su decepción hasta el fracaso matrimonial y familiar; aprendizaje, también, del tiempo, que se expresa en el progresivo desgaste de un cuerpo de mujer. Simultáneamente, la novela cuenta el desarrollo del velorio con sus rituales específicos, en el que se escenifica el aprendizaje de la muerte.

a) El trabajo sobre el doble

La eficacia constructiva del relato, que preocupaba a Borges, se asienta en la ejecución de un punto de vista que oscila entre la voz de la propia amortajada y la de un narrador exterior pero focalizado e identificado con la muerta, que constituye la realización más ajustada y perspicaz de la novela. Garantía de unidad para un relato que cuenta una memoria imposible —la de una muerta— se alterna con una exterioridad omnisciente, pero concentrada en las sensaciones, los sentimientos, la voluptuosidad y la sensibilidad de la protagonista-narradora. Una muerta viva y un narrador identificado con una muerta, oscilación permanente del sujeto de la narración entre una primera y una tercera persona.

En esa oscilación se cuenta una doble historia: La historia secreta de Ana María, la amortajada, que ella misma y el narrador reconstruyen; y la historia de un ritual social, el velorio, en cuyo decurso —desde su cuerpo muerto en la cama matrimonial, los rituales del amortajamiento, el traslado al ataúd, las visitas, el camino al cementerio y el final enterramiento— marcan la line-alidad del tiempo.

Dos tiempos, entonces: el discontinuo de la memoria, que se cuenta en bloques biográficos y el continuo de la historia del cuerpo muerto. Ambos confluyen al final: la reconstrucción discontinua de la propia biografía — anagnórisis vital— y la del velorio —aprendizaje de la muerte— culminan en la disolución en el todo inanimado.

La dualidad de las voces narrativas, de la historia que se cuenta, de los tiempos del relato marcados por la memoria y el velorio, se constituye en un desplazamiento tempoespacial —del pasado al presente y de la casa al cementerio— que, en el espacio de la escritura, se verifica en el desplazamiento de los estilos: desde las viñetas del comienzo, cercanas a la descripción sensualista del modernismo a la desestructuración final de la libre asociación surrealista:

En el comienzo aparecen retratados los personajes fundamentales de la historia de Ana María y ella misma, en una prosa de clara ascendencia modernista: «Y es así como se ve inmóvil, tendida boca arriba en el amplio lecho revestido ahora de sábanas bordadas, perfumadas de espliego —que se guardan siempre bajo llave—, y se ve envuelta en aquel batón de raso blanco que solía volverla tan grácil. Levemente cruzadas sobre el pecho y oprimiendo un crucifijo, vislumbra sus manos; sus manos que han adquirido la delicadeza frívola de dos palomas sosegadas». En el acercamiento a la definitiva integración del cuerpo muerto en la tierra la prosa de la novela se radicaliza en imágenes de corte surrealista: «Cayendo, a ratos, en blandos pozos de helada baba de diablo. Descendía lenta, lenta, esquivando flores de hueso y extraños seres, de cuerpo viscoso, que miraban por dos estrechas hendiduras tocadas de rocío. Topando esqueletos humanos, maravillosamente blancos e intactos, cuyas orillas se encogían, como en el vientre de la madre. (...) Vertientes subterráneas la arrastraron luego en su carrera bajo inmensas bóvedas de bosques petrificados. (...) Pero, nacidas de su cuerpo, sentía una infinidad de raíces hundirse y esparcirse en la tierra como una pujante telaraña por la que subía temblando, hasta ella, la constante palpitación del universo. Y ya no deseaba sino quedarse crucificada a la tierra, sufriendo y gozando en su carne el ir y venir de lejanas, muy lejanas mareas; sintiendo crecer la hierba, emerger islas nuevas y abrirse, en otro continente la flor ignorada que no vive sino un día de eclipse. Y sintiendo aún bullir y estallar soles, y derrumbarse, quien sabe adonde, montañas gigantes de arena».

b) El doble en el cuerpo: Ver/ser vista

En uno de sus artículos sobre arte moderno Baudelaire hace un «Elogio del Maquillaje», en el que inscribe la artificialidad del maquillaje como un impulso hacia el ideal del arte opuesto a la malignidad de la naturaleza, de la cual provienen los impulsos salvajes y bajos de la condición humana. Arte trivial, ejercido por la mujeres, que las coloca en vecindad con el poeta: «(...) para limitarnos a lo que nuestra época llama vulgarmente maquillaje, ¿quién no sabe que la utilización de los polvos de arroz, tan neciamente anatemiza-dos por los filósofos cándidos, tiene como finalidad y resultado hacer desaparecer de la tez todas las manchas que la naturaleza ha sembrado de manera ultrajante, y crear una unidad abstracta en el tono y color de la piel, unidad que, como la producida por la envoltura, aproxima de inmediato al ser humano a la estatua, es decir a un ser divino y superior?», en relación al negro de los ojos y al rojo de mejillas y labios, dice, satisfacen una necesidad completamente opuesta: «El rojo y el negro representan la vida, una vida sobrenatural y excesiva; ese marco negro hace la mirada más profunda y más singular, da al ojo una apariencia más decidida de ventana abierta hacia el infinito; el rojo, que inflama el pómulo, aumenta más la claridad de la pupila y añade a un bello rostro femenino la pasión misteriosa de la sacerdotisa». Finalmente, afirma, «el maquillaje no tiene que ocultarse, que evitar dejarse adivinar; puede, por el contrario, mostrarse, si no con afectación, al menos con una especie de candor»[9].

Este arte del maquillaje acerca a la mujer, no sólo al poeta sino también a la divinidad y a lo sagrado, y se opone a la moral ilustrada dieciochesca exaltadora de las bondades del hombre «natura!». Es interesante observar que este salto de fines del XIX está en consonancia con toda una nosología del cuerpo femenino como cuerpo para darse a ver, cuerpo expuesto a las miradas del hombre que lo transforma en acceso a la divinidad o en representación del Mal; y acompaña la conformación de un pensamiento científico y psiquiátrico sobre la mujer: los estudios sobre la histeria.

En su «elogio» de la histérica, Israel señala que el maquillaje apunta a una doble denuncia: señala la femineidad como máscara y, al tiempo, agujerea una negación, algo de ío que no se quiere saber nada: la pulsión de muerte. Y es en la máscara del maquillaje que encuentra su explicitud:

Sabemos que la histérica provoca, mediante la palabra, sus actitudes, su aspecto. (...) Desde siempre las ojeras han jugado un papel importante en el maquillaje. Debemos considerar que las ojeras no son esa zona que roza los ojos y que da testimonio de la consumición de la grasa en el juego del amor, sino que las entendemos en su sentido etimológico, como el círculo que limita, que recorta. (...) El maquillaje recorta, y para mostrar hacia dónde lleva el maquillaje yo diría que el maquillaje despedaza. (...) El maquillaje tiene la función de una verónica, para usar el lenguaje de las corridas de toros. La verónica sirve para hacer que el toro pase de largo; para llevar la atención hacia esos afeites que se exhiben y no hacia otra cosa. (...) Ese maquillaje, ese aparente llamado de atención sobre ciertas partes, centra el interés, trata de hacer olvidar que entre esas partes existen zonas intermedias que gracias al fantasma del maquillaje o a su fantasía, desaparecen[10].

En el comienzo de la novela de Bombal encontramos a una muerta: una muerta que se da a ver y reflexiona sobre su imagen en el ataúd, atendiendo a otra de las peculiaridades del maquillaje, el peinado que recorta el rostro y lo enmarca:

Consiguieron, al fin, desenmarañarla, alisarla, dividirla, sobre la frente. Han descuidado, por cierto, recogerla. Pero ella no ignora que la masa sombría de una cabellera desplegada presta a toda mujer extendida y durmiendo un ceño de misterio, un perturbador encanto. Y de golpe se siente sin una sola arruga, pálida y bella, como nunca. La invade una inmensa alegría, que puedan admirarla así, los que ya no la recordaban sino devorada por fútiles inquietudes, marchita por algunas penas y el aire cortante de la hacienda.

La muerte ha devuelto a esta amortajada la belleza de su juventud; desde este cuerpo muerto pero recuperado en su máscara, en su señuelo, puede recuperarse la memoria. De hecho, lo que la memoria despliega, como una cabellera, es el tránsito de construcción del cuerpo de una mujer que se da a ver: desde el aprendizaje de la sexualidad con su primer amante a su negación frígida en el matrimonio. Hecho de pérdidas —la sangre menstrual, el primer hijo abortado, los hijos crecidos, un matrimonio convencional donde ella resiste a la pasión— este cuerpo histérico de una mujer viva, renace en el cuerpo amortajado. Pero renace para denunciarse a sí mismo: el pasaje que realiza este cuerpo es el de la negación para resistir —agresivamente— a la pérdida fundamental y terminar reintegrándose en la Cosa primigenia, la no vida, la muerte, la tierra, la naturaleza.

El dispositivo del relato nos pone en el camino de una subjetividad femenina construida como dispositivo de resistencia: un cuerpo vivo despedazado que se da a desear, para llevar al propio deseo —obliterado, negado— hasta su límite: el goce mortífero del cadáver. «La histérica nos obliga a una nueva lectura del cuerpo y, a menudo, a una lectura de los signos inscritos en el cuerpo. Lo que ella inscribe es la división, la escisión, el despedazamiento o la fragmentación del yo (...)», la que su cuerpo da a mirar denuncia, pone ante nuestros ojos, la ficción de que puede haber un objeto satisfactorio. «Lo que se despedaza ante nuestros ojos, lo que se desmorona ante los ojos del hombre, frente al maquillaje de la mujer histérica es su propio fantasma: el de una totalidad que vendría a completarnos, a darnos el sentimiento de completud»[11].

Por ello, la culminación de la historia de nuestra amortajada es su negativa definitiva. Un «no» que está más allá de la muerte y de la disolución del cuerpo:

No tentó a la amortajada el menor deseo de incorporarse. Sola, podría, al fin, descansar, morir. Había sufrido la muerte de los vivos. Ahora, anhelaba la inmersión total, la segunda muerte: Ja muerte de los muertos.

IV. Escribir: El fluir del ser

En 1971, la narradora brasileña Clarice Lispector, seguramente la escritora de mayor potencia transgresora de este siglo en América Latina, publica un volumen de cuentos bajo el título de Feücidade clandestina, considerado la cima de la narrativa corta de una autora de densa trayectoria. Sobre su peculiar mundo y la ruptura modernizadora de su escritura ha dicho Cristina Peri Rossi, traductora de otro de sus libros de relatos Onde estevestes de noi-te (1974), presentado en español como Silencio:

«Digo lo que tengo que decir sin literatura». Esta declaración de despojamiento tiene que ver con esa pretensión de veracidad de percepción y con el estilo de Clarice Lispector. Si la literatura es metáfora, y por lo tanto, polivalencia, multiplicidad de imágenes, el esfuerzo verista de la autora pasa por otra forma de lo literario, aparentemente renuncia a esa interpretación de lo poético. Clarice Lis-pector escribe como mira, sin adornos. En su búsqueda de lo esencial (es decir, del hueso último, de lo que está debajo de la superficie) prescinde justamente de lo metafórico, de la proliferación de imágenes, para que la literatura sea entonces una investigación de lo interior, y no espejos polivalentes. (...) el adjetivo es el que mejor define la obra de Clarice y su estilo: seco[12].

En efecto la busca de la esencialidad en lo cotidiano apunta a una escritura despojada y aguda que presenta situaciones, historias, anécdotas nimias en su vulgaridad, relatadas en toda su intensidad dramática. La variación, la indeterminación, la ambigüedad, marca la construcción y la eficacia del mundo de sus personajes: personajes comunes en situaciones comunes que despliegan toda una variación que la acerca a los fantasmagóricos y vulgares personajes de Kafka, pero, añadimos, despojados aún más de toda trascendencia, en la medida que Lispector no cierra sus relatos, los suspende en una deriva abierta y amenazante.

No es casual que los mundos representados por Lispector tomen, a menudo, como protagonistas a niñas pre-adolescentes, en tránsito, o a mujeres enclaustradas cuyas identidades fluctúan y derivan hacia lo extraño, incluso lo monstruoso. Nos detendremos en dos relatos de Felicidad clandestina[13], que pueden ser leídos como dos tiempos de una misma historia: Las desdichas de Sofía y Felicidad clandestina.

Primera escena: Nos presenta a una niña «de poco más de nueve años, edad dura como el tallo sin romper de una begoña», en el dificultoso equilibrio hacia la adolescencia, en su confusa, ambivalente, relación con un profesor. La voz narrativa, la niña ya adulta, se hace cargo de la distancia y asume los sentimientos y sensaciones de Sofía.

Una figura paterna, desaliñada y desprotegida, la del profesor —«gordo, grande y silencioso, de hombros contraídos. (...) Usaba una chaqueta demasiado corta, gafas sin montura, con un hilo de oro montado sobre la nariz gruesa y romana», será el objeto que despierte en la niña dispares reacciones ante la sexualidad y el aprendizaje de la seducción. Un hombre descubierto en sus límites, en su desgracia, por una aguda mirada de niña y que provoca atracción y rechazo, fascinación y asco; un pobre hombre al que atacar y confundir:

No lo amaba como la mujer que alguna vez sería, lo amaba como una criatura que torpemente intenta proteger a un adulto, con la cólera del que, sin haber sido cobarde aún, ve un hombre tan fuerte con los hombros tan encorvados.

En el relato se filtra, como gotas de lluvia en un techado agujereado, la desidealización de la figura masculina poderosa, que llega a cuestionar la noción misma de madurez. En el espacio de la confrontación se va perfilando la conciencia de su propio cuerpo y de su futuro ser mujer:

La antipatía que aquel hombre sentía por mí era tan fuerte que yo misma me detestaba (...) Aprender, no aprendía en aquellas clases. El juego de hacerlo desgraciado me había poseído en exceso. Soportando con desenvuelta amargura mis piernas largas y los zapatos siempre torcidos, humillada por no ser una flor y, sobre todo, torturada por una infancia enorme que temía no acabase nunca, más infeliz lo hacía y agitaba con altivez mi única riqueza: mis cabellos lacios que, esperaba, un día la permanente embellecería y, a cuenta del futuro, ya me ejercitaba en sacudir.

El desenlace de la historia es la culminación de un aprendizaje: La niña escribe una redacción sobre un hombre cansado de buscar tesoros, exigida por el profesor a partir de un relato contado por él mismo en clase. La redacción es alabada y reconocida por el profesor en su originalidad y culmina con un encuentro, clímax emotivo del relato. La niña ha escrito una libre interpretación, propia, de la moraleja del cuento propuesto por el discurso paterno del profesor interpelado; y el reconocimiento de éste concluye el proceso de aprendizaje y diluye la ambivalencia amor-odio.

Doble descubrimiento, doble aprendizaje: Sofía descubre que contar historias «con sus propias palabras» significa «contrariar arbitrariamente el sentido real de la historia»; una promesa de futuro se abre: «de alguna manera yo me prometía por escrito que el ocio, más que el trabajo, me proporcionaría las grandes recompensas gratuitas, las únicas a las que yo aspiraba».

Trazo indeleble, unión de la escritura y el amor, que hace surgir un saber, un hallazgo, que contempla —desde la voz adulta de la narradora— aterrorizada, asqueada, paralizada de fascinación, en un estado alucinatorio: la indeterminación sangrienta de la vida.

Era demasiado temprano para ver tanto. Era demasiado temprano para que yo viese cómo nace la vida. El nacimiento de la vida era mucho más sangriento que la muerte. La muerte es ininterrumpida. Pero ver cómo la materia inerte trata de incorporarse lentamente como un gran muerto vivo... Ver la esperanza me aterrorizaba, ver la vida me revolvía el estómago. Estaban exigiendo demasiado de mi valor porque yo era valerosa, exigían demasiado de mi fuerza sólo porque era fuerte. «Pero ¿y yo?, grité diez años después por motivos de amor perdido. «¿Quién vendrá alguna vez hasta mi flaqueza».

La sabiduría-ignorancia de mujer que esta niña adquiere es la de aquella destinada a ser el lado del amor de la creación:

Él acababa de transformarme en algo más que en el rey de la Creación: había hecho de mí la mujer del rey de la Creación. Precisamente a mí, tan llena de garras y sueños, me había tocado arrancarle del corazón la flecha espinosa.

Segunda escena: A partir de aqui, solamente será posible una «Felicidad clandestina», relato también contado por una voz femenina adulta sobre su experiencia de niña. Esta vez una niña que envidia en una compañera de colegio no sus pechos enormes frente a los chatos propios, ni el tener caramelos en los dos bolsillos, sino la posesión de «/o que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un padre dueño de una librería». La feliz poseedora de las posibilidades de ese mundo de libros, cargado de sorpresas y maravillas, ostenta ante los ojos de la deseante narradora un libro, gordo, enorme, «válgame Dios, era un libro como para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir. Y totalmente por encima de mis posibilidades», el cual le será prestado. Cruel la compañera dilata el cumplimiento de la promesa. El aumento consecuente del deseo por el libro, las sucesivas humillaciones a las que es sometida la narradora, permanentemente engañada por su sádica amiga, tienen un desenlace fundamental y trivial: la madre de la malvada descubre !a perversidad de su hija y le hace entrega del ansiado bien «Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras»— le dice. «Eso era más valioso que si me hubiese regalado el libro: el tiempo que quieras es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer».

Con el objeto deseado entre sus manos, la feliz poseedora del libro alarga su placer, se demora en abrirlo, lo abre y lo cierra, hace que lo olvida o lo pierde, crea «obstáculos falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina». La lectura-la escritura aparecen, entonces, como espacios de una libertad secreta, oculta a la mirada de los otros; espacios donde la escisión de ver/ ser vista se diluye, donde la relación con el otro cambia de lugar: convierte al lector, al escritor, en amante. La posesión ilimitada del libro, es la de una felicidad abierta, dilatada, donde pueden suspenderse la máscara, los avatares dolorosos del cuerpo, el amor o el desamor. Una nueva forma de relación amorosa en la que la niña se convierte en mujer:

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.

Ya no era una niña con un libro: era una mujer con su amante.

V

Volviendo a nuestras preguntas iniciales, podemos señalar que lo que estas escrituras femeninas proponen no es tanto la fascinación por lo informe e inacabado, ni el enaltecimiento de la ambigüedad enigmática de la adolescente, sino un tránsito que conduce a aprendizajes disímiles del cuerpo, de la vida, de la muerte. Estos textos de Bombal y Lispector escenifican esta peculiar relación de la escritura-mujer con el devenir subjetivo, en la cual la escritura construye lugares donde la memoria recupera la fluidez, trágica y azarosa, de los cambios.

La escritura aparece como un espacio donde deslizar la posibilidad de mutaciones y variaciones que conducen a un devenir-mujer, como proceso sin fin. Contradiciendo las imágenes coaguladas por la tradición y los tópicos, ser mujer es, aunque de diferente manera en cada autora, no cesar de cambiar.

997    Anales de Literatura Hispanoamericana

¡999, 28: 979-997

Notas:

[1] Este texto fue presentado como conferencia en el ciclo: Mujer, salud y cultura (Adolescencia), Instituto Valenciano de Salud, en noviembre de 1998.

 

[2] Citado en Ulrich BischofF. Edvard Munch (1863-1944): Cuadros sobre la vida y la muerte, Berlín, Taschen, 1994, pág. 34.

 

[3] Michel Foucault. La voluntad de saber, Historia de la sexualidad, Vol. I, Madrid, Siglo XXI, 1978, pág. 167.

 

[4] ¡bid., págs. 187-190.

 

[5] Vid. Julia Kristeva. «La novela adolescente», Las nuevas enfermedades del alma, Madrid, Cátedra, 1995.

 

[6] ¡bid.

 

[7] Ma Luisa Bombal. La amortajada, en Obras completas, ed. de Lucía Guerra, Chile, Andrés Bello, 1996, pág. 100. Las citas seguirán esta edición.

 

[8] Borges, J. L.: «La amortajada», revista Sur, vol. 8, no. 7, Buenos Aires, 1938, págs. 80 y 81.

 

[9] Charles Baudelaire. «Elogio del maquillaje», Salones y otros escritos sobre arte, Madrid, La balsa de la Medusa, 1996, pág. 385.

 

[10] Luden Israel. El goce de la histérica, Buenos Aires, Argonauta, 1979, págs. 56 a 58.

 

[11] Ibid., pág. 60.

 

[12] Cristina Peri Rossi. «Prólogo» a la edición castellana de Onde estevestes de noite, Lispector, Clarice. Silencio, Barcelona, Mondadori, 1995, pág. 10.
1999, 28: 979-997

13] Clarice Lispector. Felicidad clandestina, traducción de Marcelo Cohén, Barcelona, Grijalbo-Mondadori, 1988. Las citas se harán por esta edición.

 

Ensayo de Sonia Mattalia

Universitat de Valencia

 

Publicado, originalmente, en: Anales de Literatura Hispanoamericana 1999, 28: 979-997

Anales de Literatura Hispanoamericana es editada por Ediciones Complutense de la Universidad Complutense de Madrid

Link del texto: https://revistas.ucm.es/index.php/ALHI/article/view/ALHI9999220979A

 

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