La experiencia del combatiente en

Sin novedad en el frente (1929) de Erich Maria Remarque[1]
Fighter experience in all Quietin the westernfront (1929) by Erich Maria Remarque
Ensayo de Joan B. Llinares
Universitat de Valencia (España)

Resumen: Estudio de la novela de E. M. Remarque Im Westen nichts Neues, fina descripción de sus experiencias como soldado en la Gran Guerra, que por su veracidad y profundo humanismo de gran calado ético y autocrítico se ha convertido en texto de referencia de las vivencias bélicas de aquella “generación perdida” tanto en Alemania como en el resto de países que participaron en la contienda.

Palabras-clave: Guerra, vida en el frente, instrucción militar, visita y estancia en el hospital, el olvido y la memoria, el compañerismo y la amistad, la muerte de los animales, el espectáculo bélico, la sexualidad, los prisioneros, el otro como enemigo y como ser humano.

Abstract: Study E. M. Remarque’s novel All Quiet in the Western Front, fine description of his experiences as a soldier in the Great War, which for its accuracy and deep humanism of great ethical and self-criticism has become a reference text of the war experiences of that “lost generation” in both Germany and other countries that participated in the contest.

Key-words: War, life on the front, military training, visit and stay in the hospital, forgetfulness and memory, companionship and friendship, death of animals, war spectacle, sexuality, prisoners, the other as an enemy and as a human being.

1. Una notable obra en mosaico sobre la Gran Guerra.

Esta célebre novela, Sin novedad en el frente (SNF)[2],, en contra de lo que insinúan ciertas apariencias triviales, es un texto de referencia para el estudio de la experiencia bélica, y por varios motivos. Ante todo, porque contiene una fina fenomenología de la vivencia de un joven sensible en el frente, de un tipo humano eminentemente representativo, pues centenares de miles de soldados, alemanes y no alemanes, lo consideraron auténtico, excepcionalmente fiel a lo que ellos habían experimentado durante la Gran Guerra. En efecto, Im Westen nichts Nenes[3]; que se publicó por entregas en el Vossische Zeitung a partir del 10 de noviembre de 1928 y apareció en forma de libro, tras una bien orquestada campaña publicitaria, el 29 de enero de 1929, forma parte de la muy valiosa literatura que surgió de la Primera Guerra Mundial (3 de agosto de 1914 - 11 de noviembre de 1918), aldabonazo tremendo que sacudió a la humanidad de manera drástica y que produjo una serie de análisis y reflexiones ineludibles para quien desee profundizar en esa experiencia trágica y reiterada llamada “guerra”, a menudo exaltada mediante esteticismos, heroísmos, aventureris-mos e ideologías y fanatismos de diverso tipo, que la desvirtúan y disfrazan. En esos cuatro años de lucha se movilizaron y armaron unos 65 millones de hombres, de los cuales hubo nueve millones de muertos, veintiún millones de heridos y ocho millones de prisioneros...

Al leer la cuantiosa y valiosa literatura que por entonces se gestó, se percibe una inequívoca diferencia entre las obras que se publicaron durante el conflicto o inmediatamente después del alto al fuego, y las que, como en necesaria cascada, aparecieron a partir de 1928, pasada una década, en las cuales ya es manifiesta la elaboración del duelo sobre lo experimentado en las cruentas batallas, el trabajo de reconstrucción e integración de la vulnerada personalidad de los que allí combatieron, y su voluntad de dar crítico testimonio público de aquel horror. En esta tarea, la impostergable rememoración de la guerra y las pertinentes consecuencias a extraer de ese fragmento candente y traumático de tantas biografías son elementos decisivos de su consecuente reflexión, como trataremos de mostrar.

El autor de la citada novela, Erich Maria Remarque, era el nombre literario de Erich Paul Remark, nacido en Osnabrück el 22 de junio de 1898 y fallecido en Suiza el 25 de septiembre de 1970. Como escribió en el frontispicio de su obra, “este libro no representa ni una denuncia ni una confesión. Pretende únicamente mostrar una generación que fue destruida por la guerra, aunque escapara a las granadas”. En este sentido, más que relatar una experiencia individual en lo que tiene de singular e irrepetible, la del soldado Paul Bau-mer, alter ego del escritor, este texto desea ser la voz de toda una “generación perdida”, la crónica de aquellos jóvenes que se encontraron en el frente cuando todavía no se habían hecho adultos. A los miembros de esa generación la guerra fue lo que les hizo y les deshizo para siempre, aunque salvaran la vida, lo que les marcó de forma indeleble la existencia por la apabullante persistencia de las heridas que les causó, en el cuerpo y en el alma. De hecho, la novela está pensada como la primera parte de una trilogía sobre esa generación amputada por los cuatro años de guerra y condicionada luego en su muy difícil retorno a la vida civil, lleno de secuelas, y a la costosa vinculación tanto a otras personas como a las obligaciones que comporta el ejercicio de cualquier profesión, en una ingrata post-guerra de la que también ellos fueron víctimas, por su brutal condicionamiento y su escorada y deficiente preparación, su carencia de estudios superiores y su inestable y lesionada psique. Las segunda y tercera partes las componen las novelas Der Weg zurück (1931) [El camino de vuelta, traducida también como Después, El regreso y De regreso...] y Drei Kameraden (1938) [Tres camaradas], obras que aquí no analizaremos[4]. Tampoco han tenido la repercusión que la primera alcanzó y que todavía mantiene, convertida en texto de lectura obligada en el bachillerato de varios países y, cosa que a menudo se ignora, en el máximo éxito internacional de la literatura en lengua alemana de la primera mitad del siglo XX[5]. Al margen de su interesante y aleccionadora elaboración e historia efectual, de su agresiva prohibición por los nazis y de la progresiva radicalización de las simpatías políticas de su autor, ahora nos centraremos en el mosaico de vivencias que transmite y en la primorosa radiografía que de ellas efectúa.

El análisis de este relato puede verse acrecentado con el estudio de algunas representaciones de sus capítulos tanto en lenguaje fotográfico y cinematográfico como en lenguaje gráfico y pictórico, ya que, por ejemplo, los cuadros y acuarelas y la carpeta Der Krieg de Otto Dix manifiestan una experiencia similar, que registra las modalidades e innovaciones de la Gran Guerra, sobre todo en aquello que la hizo tan aniquiladora: las posiciones y trincheras con frentes muy extensos y permanentes, los embudos que causan los obuses de la moderna artillería y llenan la tierra de cráteres, los cohetes y bengalas que iluminan el frente durante la noche, los nidos de ametralladoras y las alambradas electrificadas, los tanques, los lanzallamas, las bombas de gas y la llamada “guerra química”, las minas explosivas, la presencia y los efectos de la aviación, los terribles hospitales de campaña y la mortandad escalofriante, los cuerpos insoportablemente desfigurados de los heridos, los burdeles militares, los pueblos y aldeas que desaparecieron literalmente del mapa, etcétera. En el ámbito alemán, las obras de George Grosz y de Max Beckmann son también otros interesantes puntos de comparación con lo narrado por Remarque. Mención especial merece el fotolibro de Ernst Friedrich, Krieg dem Kriege [Guerra a la guerra], de 1924, así como los diversos que preparó y prologó Ernst Jünger.[6]  Con estos elementos es posible hacer frente a la decisiva cuestión del estatuto y la función de las imágenes en la experiencia bélica, que aquí analizaremos solamente en cuanto imágenes del recuerdo durante las vivencias en el frente por parte de un combatiente arquetípico desde la prosa de SNF.

2. Elementos estructurales de la vida de un soldado.

“La guerra es muy distinta a como uno se la imagina” (VII, 149), es, ciertamente, una realidad compleja y avasalladora, en la que intervienen muchos factores. La vida de un soldado en el frente se da en un contexto que implica al menos otras cuatro experiencias complementarias, a saber, la previa instrucción militar, los días de descanso en la retaguardia, los permisos para breves estancias en contextos civiles, y las visitas y probables ingresos en los hospitales, sean ambulatorios y de campaña, sean sanatorios alejados del frente, tras el obligado transporte de los heridos. Es habitual, por lo demás, que antes de formar parte del ejército, primero como recluta y luego como soldado, un joven haya de alistarse en las oficinas correspondientes, bien de manera voluntaria, bien de manera obligatoria por haber sido llamado a filas al cumplir determinada edad. En el primer caso, suele predominar en el ambiente social en el que ese joven está inmerso cierta visión escorada, interesada y “patriótica” del conflicto, que le obliga a vestir el uniforme, aunque sólo sea por la presión que le acosa por todas partes, para no sentirse excluído y tachado de cobarde e insolidario (cf. I, 15-18). Pero SNF apenas alude a las causas de la contienda, no estamos ante un libro de historia ni ante un ensayo de “estudios culturales”, sino ante el testimonio de lo vivido por un joven todavía inexperto y sin formación. El protagonista ha de cumplir con su deber porque se presentó voluntario junto con sus compañeros de clase, movilizados por uno de los profesores, Kantorek, que les inoculó su beligerante patriotismo (II, 2324). Comenzaremos, así pues, por lo que SNF nos transmite de tales vivencias complementarias, una vez ya alistado el personaje principal, que es el sujeto de la voz narrativa en todo momento, excepto en las últimas líneas del libro, cuando en estilo indirecto se nos informa que ese joven murió un día tranquilo en el que “el comunicado oficial se limitó a decir [que] no había novedades en el frente” (XII, 255). El lector acaba así la lectura incitado a hacer un duelo, a preguntarse por el sentido de tantas muertes de las que ha tenido que ser testigor, desde la primera a la última página de este relato.

Como es bien sabido, ser soldado implica formar parte del ejército, tras haber sido declarado apto por la correspondiente inspección médica y haber pasado como recluta por un tiempo de instrucción. Todo combatiente tiene, por tanto, experiencia del ejército, que lo transporta y le proporciona preparación, armas y equipamiento, vestido (el uniforme) y alimentos (el rencho). Ahora bien, en casi todos los textos sobre la guerra hay muchas observaciones, a menudo muy críticas, sobre la característica central de esa institución: el predominio absoluto de la cadena de mando, la obediencia obligatoria bajo pena de fuertes castigos e incluso de sufrir un consejo de guerra (“una orden es una orden, y debe cumplirse”), el ejercicio incuestionado de la autoridad, mejor dicho, del poder, del mecanismo ciego de la jerarquía, aunque privilegie a alguien que parece torpe, ignorante y cobarde a los ojos de sus subordinados, que en nada le respetan (II, 25-29; III, 43-44). Basta tener un galón más sobre otro para obligarle a realizar lo que con frecuencia no es sino una mera arbitrariedad, un capricho absurdo que le puede costar la salud y hasta la vida al pobre recluta que se ve tajantemente desposeído de los derechos que tenía como civil. Este comprueba pronto que se halla en un campo abonado tanto para el sadismo como para el odio y la ansiada venganza por el sufrimiento que se tiene que soportar de manera injusta, fruto del ensañamiento y el rencor (III, 45-49). En SNF el personaje de Himmelstoss condensa como idealtipo este mal endémico de los cuarteles. Los comentarios del protagonista y de sus compañeros diagnostican con precisión este malestar estructural que tantas amarguras produce. Por lo demás, esa instrucción apenas es efectiva, casi no prepara para superar los peligros del frente, es una rutina frustrante, despersonalizante y embrutecedora, que altera por completo la valoración de lo que se ha vivido hasta entonces, el peso de los objetivos por los que se ha estudiado y trabajado en la vida civil. La prueba más contundente de su inutilidad la proporcionan los que llegan al frente por vez primera y allí mueren en cantidades alarmantes ante la compasiva mirada de los veteranos, que nada pueden hacer para remediar las carencias del nulo entrenamiento práctico (VI, 116-118). No obstante, su ineficacia no es absoluta porque, como reconocen estos mismos veteranos, esa instrucción estúpida les ha preparado para lo que es un absurdo todavía mayor y más letal, la guerra de posiciones en las trincheras. Entre la vida civil y ese matadero se requiere una estación de tránsito para no enloquecer, y en eso consiste toda la función de semejante adiestramiento: saber que se está en otro universo, en un mundo de realidades caóticas y brutales en el que rigen otras reglas (II, 29).

La vida en la retaguardia es el necesario contrapunto, cada quince días, para poder soportar las condiciones de estar destinado a primera línea, en las trincheras del frente. Por estricta subsistencia hay que descansar de vez en cuando de tamaña tensión, es decir, hay que dormir en algo que parezca una cama, lavarse y despiojarse, comer comida caliente, ir a la cantina, jugar a las cartas, fumar, beber y emborracharse, y, también, en ocasiones, visitar los burdeles autorizados, y, con todo ello, sentir que se sigue vivo y que esa vida es soportable. Cuando ya se es un veterano de la guerra de posiciones, entonces el simple hecho de tener lleno el estómago y defecar a gusto se convierten en objetivos esenciales, en lo más preciado de la escueta vida del combatiente, junto con el sueño y el reposo para leer y escribir cartas. Como es obvio, estas actividades, todas ellas, se llevan a cabo en grupo, en equipo, entre colegas, habiéndose alterado por completo el sentido de la vergüenza y de la intimidad (I, 12-14; II, 31), como si de golpe se formara parte de otra etnia, en la que prevalecieran costumbres inauditas.

Pero el contrapunto más fuerte lo constituyen los días de permiso, lejos ya de la primera línea y de sus ruidos incesantes, de nuevo entre civiles, entre calles y jardines, o atravesando en el tren los campos cultivados. Es el retorno de lo añorado. Sin embargo, las expectativas que se tenían son cruelmente deshechas por la realidad que se reencuentra en casa, de manera que en lugar de proporcionar consuelo, los permisos decepcionan (VII, 138-165). La experiencia de la guerra singulariza hasta tal extremo que es casi imposible poder compartirla, comunicarla o transmitirla excepto a aquellos que también la están padeciendo, por lo cual el soldado de permiso no encuentra interlocutores con los que entablar una genuina conversación, lo que dice y lo que le dicen siempre es fuente de malentendidos, y, para no hacer sufrir constantemente con la veracidad de hechos tan espeluznantes como los que acaba de vivir, está obligado a guardar silencio o a mentir, a contar mentiras piadosas, en especial a su propia madre y a las madres que han perdido a algún hijo en el frente, con frecuencia después de sufrir éste heridas atroces y haber pasado algunos días agonizando en los ambulatorios ante la impotente mirada de algún camarada.

En efecto, las visitas a los hospitales son ese otro componente de la vida militar, gracias al cual o bien se asiste a algún compañero gravemente enfermo y que rara vez supera el estado crítico en el que se encuentra (I, 18-22; II, 29-34), o bien es uno mismo el que está herido, el que sufre alguna operación y, con suerte, comienza a recuperarse para luego, si la salud se ha restablecido y se han recuperado las fuerzas, volver al combate (X, 211-234). Los hospitales son otro campo de batalla, en ellos hay siempre escasez de todo, de camas y de materiales, de medicinas y calmantes, hecho que propicia otro tipo de mercado negro; los médicos apenas pueden operar a los necesitados, trabajan durante horarios extremos, alguno de ellos incluso se permite ciertos experimentos macabros; las imágenes del dolor y de los cuerpos destrozados son una pesadilla insufrible, repetida día a día, aunque en ocasiones algún afortunado regrese de las salas cercanas a los mortuorios o reciba en público a su añorada mujer y a su desconocido bebé.

La ausencia de mujeres es otro rasgo estructural de la vida de los soldados en tiempos de guerra. De ahí la sexualidad intermitente y acentuada que viven, bien imaginando la figura de una actriz que aparece borrosa en algún cartel de teatro (VII, 127-129), bien con penosas visitas a los burdeles y la posterior carga que conllevarán, cuestión finamente insinuada en este texto (VII, 80), e incluso intercambiando alimentos por favores sexuales con la parte femenina de la población ocupada, que está hambrienta y teme por su vida (VII, 129-137). Todo es una contraprestación muy intensa, muy fugaz, sin perpectivas para el mañana. Estar en el frente es estar arrancado del suelo familiar, del espacio en el que están las compañeras, novias, esposas y amigas de los combatientes, que han de aprender a vivir con ese vacío, supliéndolo a menudo de forma vicaria e ilusoria: los momentos de éxtasis se desvanecen como el humo, carecen de firmeza.

3. Rasgos cruciales de la experiencia del frente

Ahora bien, el punto álgido de la experiencia de la guerra es el frente, la participación en ofensivas y contraofensivas, ataques y contraataques, siempre bajo el fuego de la artillería, los proyectiles que abren inmensos boquetes en el suelo o perforan los muros y paredes de casas y refugios, las armas químicas que obligan al uso de máscaras para no respirar el gas y morir envenenados, el ruido enloquecedor e incesante, el cansancio, el hambre, los piojos, las ratas, el barro, los cadáveres descomponiéndose, los estertores de los agonizantes, los brotes de locura de quienes se automutilan o dejan de protegerse para rescatar a un perro perdido o para que alguna bala apiadada acabe de una vez con el insoportable tormento. Ahora no deseamos pormenorizar estas horrorosas descripciones, que tanto se repiten en las memorias de los combatientes de la Gran Guerra. Nuestro propósito es destacar aquellos rasgos de esta experiencia radical que la particularizan y que el arte de Remarque nos permite detectar y analizar.

Desde la famosa descripción de un campo de batalla al inicio de La cartuja de Parma de Stendhal, pasando por las escenas de combates en la memorable Guerra y paz de Tolstói, hasta este relato modélico y veraz, por no hablar de lo que sucedió décadas después, una cosa es bien cierta: en los enfrentamientos bélicos a partir del XIX el combatiente vive una especie de maraña, de fragmentación y desconcierto, de sentirse convertido en una astilla o partícula candente que estalla y se desplaza de forma imprevisible en un espacio inabarcable, porque las batallas ya no siguen una secuencia ordenada ni contituyen un todo estructurado: en cada uno de los espacios en que se llevan a cabo las condiciones cambian y son diferentes, ni siquiera un veterano general desde una posición elevada y a cierta distancia, por perspicaz que sea y buen largavistas que tenga, consigue hacerse cargo de lo que allí sucede (VII, 150). Esto tiene una inevitable consecuencia narratológica: si se desea ser fiel a la experiencia vivida, difusa, confusa y parcial, la narración de lo experimentado ha de ser también fragmentaria, quebrada, puntual, ha de estar atomizada, transcrita con una serie de brochazos intermitentes e inconexos, ha de mostrar la incertidumbre, el descontrol y la parcialidad de lo percibido por parte de unos individuos, que ocupan una pequeña posición en inacabables frentes de muchos kilómetros de extensión, con decenas de miles de soldados, los cuales, por su parte, también entran en acción, como hormigas de un inmenso hormiguero cuyas galerías hubieran quedado a la intemperie por un estallido. Saber que se avanza en un flanco no es indicio suficiente de que así sucede en otros puntos de la batalla, y lo que dirán los periódicos o los partes radiofónicos no merecerá confianza, porque también la propaganda es un arma de combate. En resumen, y en afortunada expresión, la guerra a partir de Waterloo es una epopeya imposible[7]. Para comprobarlo bastaría releer, por ejemplo, esa portentosa reconstrucción que es La roja insignia del valor de Stephen Crane. De igual modo, con su sobria autenticidad SNF acentúa la incertidumbre de los combatientes por el imperio del azar que reina en el frente, convertido en algo así como una tómbola o una bolera de la que no se puede escapar por propia decisión; en ese contexto no valen los argumentos ni el comportamiento lógico: uno se librará de sufrir los impactos que le pueden liquidar por pura casualidad, por chiripa, por fortuna, de ahí que ya sólo se crea en el azar (VI, 91-92)

Al entrar en el frente se sufre una mutación, las palabras adquieren un nuevo sentido, se produce como una corriente eléctrica que nos electrocuta, y de repente la tierra se torna una defensa y cobra un significado protector. Los soldados retroceden miles de años y se ven convertidos en bestias y en fieras, el ser humano se reduce a instinto animal, a fibras nerviosas, a algo previo y más básico que la consciencia y el pensamiento: a la subconsciencia, el inconsciente, la vida secreta, la corporalidad en estado de alerta que al instante sabe reaccionar a las más mínimas señales que detecta por cualquiera de las puertas de la percepción, por un sonido extraño apenas insinuado (IV, 51-53). La extrema tensión durante un ataque transforma al soldado en un animal peligroso, en un furioso autómata, en una especie de cadáver insensible y cruel, asesino y demente, como si estuviera embrujado y careciera de voluntad (VI, 102-105). Vivir en la frontera de la muerte embrutece, esa experiencia es la del genuino primitivismo, la del verdadero salvajismo, la de la real regresión de la humanidad, reducida al grado cero de su condición, al umbral mínimo de su naturaleza física, el de la mera subsistencia vegetativa, un anhelo elemental que poco a poco también se corroe y se desgasta (XI, 236-238).

Un daño colateral, otra de las consecuencias inadmisibles de la guerra es tener que asistir a un desastre ecológico, a la devastación de la naturaleza, y, sobre todo, tener que asumir el dolor de los animales. En el frente se pueden ver ataques con proyectiles que destrozan una trinchera y acaban con la vida de sus ocupantes, que deshacen las casas de un pueblo y pulverizan los entrañables muebles que contenían, que desentierran los ataúdes de un cementerio y llenan de metralla a los cadáveres, que arrancan los árboles y reducen a escombros lo que era un bosque precioso, pero todavía hay una pena que resulta, si cabe, más insoportable, como ratifica la extraña coincidencia de los testimonios de quienes lo han vivido: escuchar el grito estridente y penetrante de un grupo de caballos heridos, a los que algún soldado caritativo remata para que acabe su sufrimiento estremecedor. Parece que el dolor de las víctimas humanas pudiera comprenderse por su pertenencia nacional, por sus errores y sus crímenes, o por los que han causado sus compatriotas, miembros de una misma sociedad y una misma cultura, pero los animales, los caballos en este caso, ¿qué culpa tienen? Esta vivencia conmociona a todo el que la tiene y se convierte, por ello, en uno de los clamores más incontestables de la injusticia de las guerras. Remarque lo ha narrado con enorme fuerza, baste aquí la indicación (IV, 59-61).

Pero en tan desoladoras circunstancias se producen momentos de terrible fascinación cargados de poderosos atractivos. La guerra es también un gigantesco espectáculo estético: quienes la han vivido lo recuerdan, y quienes saben y necesitan expresarse con imágenes plásticas y figurativas han encontrado en ello una fuente de inspiración de la que dar testimonio. La guerra es un torbellino de extraordinarias imágenes visuales, unos inmensos y prolongados castillos de fuegos artificiales, un concierto ininterrumpido de sones proferidos por órganos mayores que la mayor de las catedrales, una berrea inacabable de ciervos del tamaño de dinosaurios. He aquí algunas muestras de este mítico espectáculo sin equivalentes:

Los lomos de los caballos brillan bajo la luna; sus movimientos son hermosos, agitan la cabeza y sus ojos brillan. Los camiones y los cañones parecen resbalar sobre un fondo de paisaje lunar; los jinetes, con sus cascos de acero, parecen caballeros de una época pasada; resulta hermoso, conmovedor...

Una claridad incierta, rojiza, se extiende de un extremo al otro del horizonte. Está en constante movimiento, atravesado por los fogonazos de las baterías. Las esferas luminosas se elevan por encima, círculos rojos y plateados, que estallan y caen como lluvia en forma de estrellas rojas, verdes y blancas. Las bengalas francesas salen disparadas, despliegan en el aire un paracaídas de seda y descienden lentamente. Lo iluminan todo como si fuera de día, su resplandor llega hasta nosotros, y vemos nuestra sombra claramente perfilada en el suelo. Planean unos minutos antes de consumirse. De inmediato disparan más bengalas, por todas partes, y de nuevo se divisan las estrellas azules, rojas y verdes...

Los reflectores comienzan a explorar el cielo oscurecido. Resbalan por él como enormes reglas, más estrechas en un extremo. Uno de ellos queda inmóvil y apenas tiembla un poco. De inmediato un segundo reflector llega junto a él, ambos se cruzan e iluminan un insecto negro que intenta escapar: un avión. El piloto, cegado, pierde el control y vacila.

Veo las estrellas, las bengalas y por un momento tengo la impresión de haberme dormido durante una fiesta en un jardín.

—Qué hermosos fuegos artificiales, si no fueran tan peligrosos... (IV, 54-57).

4. La vida oscilante de las imágenes del recuerdo

La experiencia del frente en el relato que Remarque nos ofrece contiene la descripción de un notable fenómeno que atañe a la memoria, a los recuerdos, a la diferente relación que entonces entabla un combatiente con su propio pasado. La guerra significa un corte, una ruptura con la vida anterior, la época en que había paz, un tiempo que ahora reaparece a golpes y fragmentos inconexos, en forma de imágenes mudas del pasado, como si fueran fotografías de color sepia que revisten la veracidad de toda genuina confesión involuntaria. Pensamos que estas descripciones contienen alguno de los máximos logros de esta obra de arte, y por ello las transcribiremos con amplitud, pues profundizan magistralmente en esta poco llamativa dimensión de la experiencia del frente:

Las bengalas se elevan en el cielo y delante de mí aparece una imagen: es un atardecer estival, estoy en el claustro de la catedral contemplando los rosales floridos en medio del jardincillo claustral, donde están enterrados los canónigos. Esta imagen está tan cerca de mí que me asusta, llega a tocarme antes de desvanecerse con el fulgor de la siguiente bengala.

En los prados que había más allá de nuestra ciudad se levantaba junto a un riachuelo una larga hilera de chopos. Se distinguían desde muy lejos, y aunque estaban sólo en un lado, les llamábamos la chopera... El aroma puro del agua y la melodía de la brisa en los chopos dominaban nuestra fantasía. ¡Los amábamos tanto! La imagen de aquellos días aún me hace latir el corazón, antes de desvanecerse.

Es curioso que todos los recuerdos que despiertan en mí tengan dos particularidades. Siempre están llenos de silencio; es el rasgo más dominante. Y aunque no fueran totalmente ciertos, tendrían el mismo efecto. Son apariciones silenciosas, que me hablan con miradas y gestos mudos. Son tan silenciosas porque el silencio nos resulta ahora inconcebible.

Nunca hay silencio en el frente, y el sector que abarca es tan vasto que nunca podemos escapar de él. Incluso en la retaguardia, en los cuarteles más alejados, el sordo rumor de las explosiones llega constantemente a nuestros oídos. Nunca nos alejamos lo suficiente para no oírlo. En estos últimos días ha sido insoportable.

Ese silencio es la causa de que las imágenes del pasado despierten en nosotros más tristeza que deseo: una inmensa y desesperanzada melancolía. Esas cosas han sido, pero no volverán. Han pasado, pertenecen a un mundo que ha terminado para nosotros. aquí, en las trincheras, lo hemos perdido todo. Ya no se eleva en nosotros ningún recuerdo; estamos muertos, y el recuerdo planea a lo lejos, en el horizonte. Es una especie de aparición, un enigmático reflejo que despierta, al que tememos y al que amamos sin esperanza. Es intenso, y nuestro deseo es intenso; pero es inaccesible, y lo sabemos. Es tan vano como la esperanza de llegar a general.

Y aunque recuperáramos ese paisaje de nuestra juventud, apenas sabríamos qué hacer allí. Las delicadas y secretas fuerzas que suscitaba en nosotros no pueden renacer. Ya no nos sentimos atados como antes a ese paisaje. Hoy pasaríamos por el paisaje de nuestra juventud como viajeros. Los hechos nos han consumido, conocemos las diferencias como comerciantes y las necesidades como carniceros. Ya no somos despreocupados, somos terriblemente indiferentes. Estaríamos allí, pero, ¿viviríamos?

Estamos abandonados como niños y somos experimentados como ancianos. Somos groseros, tristes, superficiales... Creo que estamos perdidos.

Bajo mi piel, la sangre lleva terror e inquietud a mis pensamientos. Se debilitan y tiemblan, quieren calor y vida. No pueden resistir sin consuelo ni ilusiones; se desorientan ante la desnuda imagen de la desesperación. (VI, 107-111).

Parece entonces que los recuerdos se esfumen, que todo se olvide para así poder subsistir sea como sea, pero esa apariencia es un espejismo momentáneo, lo vivido perdura y necesita un arduo trabajo de duelo, de rememoración consciente en la que se expresen con palabras personalísimas las huellas imborrables que la guerra va dejando en la psique:

.Todo es cuestión de acostumbrarse; incluso a la trinchera. Esa costumbre es la razón de que, aparentemente, olvidemos tan deprisa. Anteayer estábamos todavía en medio del fuego; hoy hacemos tonterías y perdemos el tiempo por los alrededores; mañana volveremos a las trincheras. En realidad, no olvidamos nada. Mientras permanecemos en la retaguardia, los días de frente, cuando ya han transcurrido, se hunden como piedras en nuestro interior, porque son demasiado pesados como para poder pensar en ellos de inmediato. Si lo hiciéramos, acabarían con nosotros, pues me he dado cuenta de esto: mientras permaneces agachado en la trinchera, el horror puede soportarse, pero en cuanto reflexionas sobre él, te mata.

Del mismo modo en que nos convertimos en bestias cuando vamos al frente porque eso es lo único que nos permite resistir, nos volvemos unos bromistas superficiales y dormilones cuando nos encontramos en la retaguardia. No podemos impedirlo, es más fuerte que nosotros. Queremos vivir a cualquier precio; no podemos cargarnos con sentimientos que pueden resultar muy decorativos en tiempos de paz, pero que aquí resultan falsos. El horror del frente se hunde en nuestro interior en cuanto le volvemos la espalda; lo acuciamos con bromas innobles y feroces.

¡Pero no olvidamos!...

Lo sé; todo lo que ahora, mientras combatimos, se hunde en nuestro interior como una piedra, emergerá de nuevo cuando la guerra termine y entonces será cuando empiece el conflicto a vida o muerte.

Los días, las semanas, los años vividos aquí volverán, nuestros camaradas muertos resucitarán y marcharán con nosotros, nuestras mentes recuperarán la lucidez, tendremos un objetivo. Y así marcharemos; a nuestro lado los compañeros muertos; los años del frente a nuestra espalda. ¿Contra quién marcharemos? (VII, 125-127).

Si se hace balance de tal experiencia, se plantea una pregunta ineludible: ¿Hay alguna vivencia positiva en la guerra? ¿Se descubre alguna dimensión del anthropos que merezca reconocimiento y que afirme nuestra condición de seres sociales capaces de entrega y de amistad? En efecto, sólo una, según descubre el protagonista de SNF desde que tiene que soportar las arbitrariedades y sacrificios de los mandos en la instrucción militar y sufrir en propia carne las laceraciones de la guerra, cuando ya se sabe víctima de ella: la ayuda mutua entre sus camaradas, esa solidaridad de quienes han de sufrir irremediablemente, situados en el escalón más bajo del ejército, y luego, en el frente, llegan a arriesgar su vida por sus compañeros, los únicos que, por haber vivido las mismas atrocidades, son interlocutores válidos y saben comprender lo que allí se siente casi sin necesidad de formularlo en palabras. Los camaradas son, según diferencias de edad y de talante, como unos nuevos hermanos, e incluso alcanzan a sustituir por momentos la figura paterna y la materna, porque ellos son la única familia que le queda al soldado:

[Durante el período de formación en el cuartel] no desmayamos; nos adaptamos. Nuestros veinte años, que tantas cosas nos dificultaban, representaron para eso una ayuda. Lo más importante fue, sin embargo, que se despertó en nosotros un vigoroso sentimiento de solidaridad práctica que más tarde, en campaña, se desarrolló hasta convertirse en lo único bueno que la guerra produce: la camaradería (II, 29).

A pesar del ruido de la artillería pueden oírse unos murmullos sospechosos. Escucho; los rumores están a mi espalda. Es nuestra gente que pasa por la trinchera. Ahora oigo también voces ahogadas. De pronto me invade un calor extraordinario. Estas voces, estas pocas palabras murmuradas a mi espalda, estos pasos en la trinchera que está detrás de mí, me arrancan del angustioso aislamiento, del terror a la muerte en el que iba, casi, a abandonarme. Son mucho más que mi vida, estas voces; son mucho más que el amor de una madre y que el miedo; son lo más fuerte y lo más eficaz para protegeros que existe en el mundo; son las voces de los camaradas.

No soy ya un poco de vida, temblorosa, sola en las tinieblas... , les pertenezco y ellos me pertenecen; todos tenemos la misma vida; estamos unidos de una forma simple y profunda. Querría sumergir el rostro, apretarme contra estas voces que me han salvado y que me sostendrán (IX, 186-187).

5. Enseñanzas de las experiencias radicales de la alteridad

Si esta rápida enumeración de rasgos antropológicos que el relato de Remarque perfila en la experiencia bélica ha de hacerle justicia, hemos de añadir otro de sus componentes estructurales, pues entre las vivencias del soldado se da también la de poder ser prisionero de guerra, y la de tener que vigilar a prisioneros de guerra y entrar en trato con ellos, como aquí sucede con cautivos rusos procedentes del frente oriental (VIII, 167-172). Se entablan entonces unas relaciones elementales, casi sin palabras por el mutuo desconocimiento idiomático entre el protagonista y esos prisioneros, de ahí la importancia que entonces adquieren los gestos corporales, o la música, sea en forma de cantos corales que acompañan el entierro de algún fallecido, o de interpretaciones de melodías populares por parte de un violinista al atardecer, y que llevan al joven soldado alemán a regalarles alimentos, incluso de los procedentes de su casa, elaborados por su hermana, gestos todos que cuestionan la mera consideración de “enemigos” a la que la guerra reduce a los otros, a los que luchan en el otro lado del frente, en un paulatino descubrimiento de la humanidad compartida. La cercanía de los cuerpos y esa extraña convivencia asimétrica enseñan que esos otros también están lejos de sus hogares, de sus mujeres e hijos, que malviven carentes de sexo y afecto, pasando hambre y frío, muriendo a causa de privaciones y enfermedades, y la contemplación de sus apacibles y emotivos rostros barbados, como el de los apóstoles en tantos cuadros, cuestiona que haya motivos interpersonales concretos para tantas agresiones, desgracias y matanzas. Este hallazgo de la fraternidad que atraviesa las fronteras, esta insospechada percepción de que todos somos parte de la gran familia de los humanos, una vivencia primordial que desenmascara la extrañeza y la absurdez de la guerra en la que se está participando, también se tiene, y de manera acentuada, cuando por fin se puede personalizar a un soldado determinado del otro bando, un francés al que uno acaba de matar en un dramático cuerpo a cuerpo, motivado por la angustia y el miedo y las ansias de susbsistencia (IX, 190-191). La cercanía de ese cadáver de quien hasta hace unos minutos era un enemigo letal transforma la percepción que se tiene del otro y de uno mismo, en especial cuando se lo ve con nombre y apellidos como un ser humano concreto, frágil y mortal, como lo somos todos, con cualidades propias, no de forma anónima, como un número en las placas de un ejército masificado. Más aún, al leer sus documentos de identidad y saber la profesión que esa persona ejercía, al contemplar las fotografías de su familia y al descubrir mediante la lectura de algunas palabras de las cartas que guardaba los lazos que ese fallecido sigue manteniendo en cuanto ser humano con el agresor, con el sobreviviente que ha ejecutado una mortífera agresión, entonces la hostilidad y la indiferencia desaparecen y uno reconoce que también tiene responsabilidades y compromisos éticos con los familiares, con la mujer y la niña de ese soldado que ya ha fallecido y con el resto de seres humanos, a los que por principio no se los ha de matar acuchillándolos, aunque tengan otra nacionalidad y se expresen en otra lengua (IX, 195-199). Ahora bien, este descubrimiento decisivo, este hallazgo fundamental ¿es un despertar momentáneo y fugaz, una elucubración sentimental e ineficaz, o acaso tiene fuerza suficiente para transformar y reinterpretar la vivencia de tales muertes, de tales combates y de la parafernalia entera que ha llevado a semejantes horrores y tragedias de una guerra mundial?

Para que ese recuerdo traumático no sea un espejismo efímero se requiere un prolongado trabajo de reflexión, una minuciosa rememoración y un análisis crítico de todo lo vivido en el frente, sin eliminar los diversos factores de su densa complejidad. En esta ineludible tarea la literatura y la filosofía son elementos imprescindibles que permiten que se lleve a cabo esta labor de reflexión y de reconciliación, de proyección de un nosotos futuro que ha de ser, en efecto, muy crítico y autocrítico, y quizá hasta utópico, pero no puede dejar de elaborarse y de forjarse si deseamos seguir siendo fraternalmente humanos y si queremos estar a la altura de las consecuencias que conlleva el haber participado en una guerra y haber recordado con hondura las imágenes que esa trágica experiencia ha dejado grabadas en nuestra psique, aunque sea de forma indirecta. En este sentido, los mosaicos de la escritura pormenorizada y emotiva de Erich Maria Remarque merecen nuestra gratitud porque nos hacen conscientes de las seducciones que acompañan a la experiencia bélica y nos plantean interrogantes que no podemos ignorar: esas incógnitas nos desbordan, ciertamente, pero no por ello dejan de cuestionamos a cada uno de nosotros como personas. Y todo eso ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué?

Notas

[1] Al acoger este articulo en Themata se pretende apoyar las publicaciones de calidad de las revistas de menor difusión, y ponerlas a disposición de los estudiosos de la Antropología filosófica a nivel internacional. Este artículo, fruto de la comunicación presentada en esta sección en el Congreso de la SHAF de Alicante fue publicado en la revista Pasajes de pensamiento contemporáneo, 40, invierno 2012-2013, pp. 94-107.

[2] Citamos la edición siguiente: E. M. Remarque, Sin novedad en el frente. Trad. de Judith Vilar, Barcelona, Edhasa, 2012, tercera reimpresión. Para facilitar la consulta de los textos a los que haremos referencia indicaremos en números romanos el capítulo al que pertenecen y añadiremos a continuación la página o páginas de esta edición de bolsillo, de la colección pocket-edhasa.

[3] Cuya traducción literal es Sin novedad en el frente occidental, como reza la traducción inglesa: All Quiet in the Western Front. Consultamos la edición original alemana: E. M. Remarque, Im Westen nichts Neues, Colonia/Berlín, Kiepenheuer & Witsch, 1971, que reproduce el texto de la primera edición, Berlín, Ullstein, 1928-1929.

[4] Pueden leerse las tres en el volumen E. M. Remarque, Sin novedad en el Frente, Después, Tres camaradas, Barcelona, Planeta, 1990, que forma parte de la colección Grandes Novelistas Mundiales y en el que colaboran varios traductores. La tercera parte se publicó primero en inglés como Three Comrades en 1937. Todas ellas se llevaron al cine, en 1930, 1937 y 1938 respectivamente.

[5] De este libro, que en seguida se tradujo a 26 lenguas y se vendió muchísimo, se filmó pronto una notable película, denominada también Sin novedad en el frente (1930), dirigida por Lewis Milestone, que mereció el óscar al mejor director y a la mejor película, y que reforzó todavía más su enorme impacto, contribuyendo a su divulgación. En 1979 se realizó otra excelente versión televisiva, dirigida por Delbert Mann, que mereció el Globo de oro. En 1983 Elton John compuso una canción con idéntico título y en 1999 hizo lo mismo el grupo punk Die Toten Hosen en su álbum Schon sein. En 2007 el libro se había traducido ya a más de 50 lenguas y de él se habían vendido más de veinte millones de ejemplares. Sigue reeditándose en nuestros días, también en castellano, como demuestra la citada traducción de Judith Vilar, disponible ahora mismo en bolsillo, Barcelona, Edhasa, pocket, 2012, tercera reimpresión.

[6] Que entre nosotros ha reeditado y comentado con mucha sabiduría Nicolás Sánchez Durá, con ensayos imprescindibles de otro de nuestros mejores traductores y especialistas en el tema, Enrique Ocaña, en el Servei de Publicacions de la Universitat de Valencia. Este libro ha merecido reconocimiento internacional.

[7] Cf. C. Magris, Alfabetos, Ensayos de Literatura. Trad. de P. González Rodríguez, Barcelona, Anagrama, 2010, pp. 54-57.

 

Ensayo de Joan B. Llinares
Universitat de Valencia (España)

 

Publicado, originalmente, en: THÉMATA. Revista de Filosofía N°48, julio-diciembre (2013) pp.: 97-110 ISSN: 0212-8365 e-ISSN: 2253-900X / doi:10.12795/themata.2013.i48.08 

THÉMATA. Revista de Filosofía es una publicación editada, primitivamente, por las Universidades de Murcia, Málaga y Sevilla, pero pronto quedaron como gestores de la revista un

grupo de profesores del Departamento de Filosofía de la Universidad de Sevilla

Link del texto: https://revistascientificas.us.es/index.php/themata/article/view/336   / http://hdl.handle.net/10550/36760

 

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