El jardín Marino

 

Rainer Maria Rilke / Paul Cézanne

por Enrique Juncosa

En su prodigiosa novela sobre la vida universitaria, Stoner (1965), John Williams ya nos alertó, en boca de sus personajes, de los cambios que llegaban a los estudios literarios motivados por nuevas actitudes frente a los textos, “como si una novela o un poema fueran algo que estudiar y comprender, en lugar de algo a experimentar”, olvidando que leer sin placer no tiene realmente sentido. Esta tendencia no ha hecho sino llegar a dominarlo todo, sobre todo en el terreno del arte contemporáneo, una gran parte del cual se constituye mediante conceptos e ideas que no solo son más importantes que lo que vemos sino que incluso llegan a substituirlo por completo. Es por eso que un libro tan intenso y directo sobre la experiencia del arte, las Cartas sobre Cézanne, del poeta Rainer Maria Rilke, se lee como se bebe un vaso de agua cuando se tiene sed en un día caluroso. Rilke visitó en 1907 la exposición conmemorativa dedicada al gran pintor francés, que había fallecido el año anterior, en el Salon de Autumne parisino, y el impacto que sus pinturas le causaron le iba a perseguir toda su vida. Para empezar, la visita a la exposición generó una intensa correspondencia diaria con su mujer, del 6 al 25 de octubre, en el que explica lo qué siente frente a los cuadros, que visita una y otra vez mientras dura la exposición, y cómo descubre en la sensación de equilibrio que estos cuadros desprenden un modelo perfecto paralo que él hace o intenta hacer con palabras. La correspondencia se completa con dos cartas enviadas en noviembre desde Praga, a los pocos días de las primeras, y donde Rilke encuentra una nueva exposición de arte moderno con obras de Cézanne.

Rilke analiza de forma tan sensible como exacta lo que considera un conflicto en la obra del pintor francés. Un conflicto entre el mirar y percibir con claridad, y el apropiarse y hacer uso de lo percibido. Cézanne, al final de su vida, centró su trabajo en unos mismos temas de forma obsesiva, el monte Sainte-Victoire o estudios de manzanas descansando en una mesa entre los pliegues de un cubrecamas, algo que sin duda hizo para no distraerse de ese conflicto o cuestión esencial. Al hablarle a su mujer de aquellas pinturas y la impresión que éstas le causan, Rilke describe a Cézanne como a un viejo huraño y solitario que va cada día a pintar su montaña al aire libre, mientras los niños del pueblo le persiguen tirándole piedras como si se tratara de un anciano loco. Rilke le admira por su tenacidad y determinación, pero también por su actitud ante el trabajo. Piensa que Cézanne logra ir más allá del mero amor por lo que hace, porque este amor presupondría juzgar el trabajo en lugar de centrarse en decirlo, hacerlo o lograrlo. Rilke piensa en la objetividad conseguida por Cézanne en su búsqueda de la pureza absoluta, haciendo desaparecer la emoción que le posee al pintar, para obtener una perfección más neutra capaz de revelar una suerte de esplendor escondido hasta entonces.

En una de sus cartas Rilke comenta cómo escucha los comentarios de algunos espectadores que declaran no ver nada en los cuadros de Cézanne, enfadándose al respecto, y sin darse cuenta de la grandeza de aquellas imágenes que hablaban de la naturaleza misma de la creación artística y de la naturaleza del lenguaje pictórico. Cézanne fue capaz de recrear el mundo que veía mediante los colores que hizo propios, tan armónicos como neutros, y con los que logró una nueva objetividad sin límites. Reduciendo lo que veía a combinaciones exactas de colores, Cézanne, en opinión de Rilke, dio a la realidad objetiva que observaba, pintándola, una nueva existencia más allá del color y de cualquier memoria previa. El resultado final se caracteriza por una completa autonomía que hace de la pintura algo que va más allá de ser un mero ejercicio representacional, algo no solo de repente válido sino que a todas luces deseable. Rilke ve en Cézanne que la pintura es realmente el resultado de la relación entre los colores que la constituyen, y que cualquier inclusión en ella de ingenio, deliberación o agilidad intelectual, perturba esa relación esencial. La proximidad de un color con otro es lo que intensifica o diluye su naturaleza, convirtiéndoles juntos en existencia pictórica definitiva, donde todo vibra y emociona, sea cual sea su intensidad, siendo los colores parte de equilibrios exactos a pesar de su aparente humildad. Sobre todo en las cartas finales, la emoción que Rilke siente cuando describe algunos de los cuadros, incluido un autorretrato o una mujer sentada en un sillón, se manifiesta de forma extraordinaria. Para Rilke, el equilibro interno formado por la combinación de colores, hace que de los cuadros se desprenda una luz aterciopelada y envolvente.

Unos años antes en 1903, Rilke le había escrito a Lou Andreas-Salomé algo parecido a esto: “De una forma u otra, debo de encontrar una forma de hacer las cosas, una forma de escribir, que permita constituir realidades surgidas de la técnica misma la escritura. De alguna forma, tengo que descubrir también el elemento constituyente más pequeño, la célula de mi arte, los medios inmateriales tangibles para poder expresarlo todo”. No es de extrañar entonces que la exposición homenaje a Cézanne le mostrara a un artista que había logrado lo mismo que el intentaba hacer escribiendo. Curiosamente, este principio del arte moderno es lo que nos ha llevado, lejos de la experiencia sensual e intelectual que nos proporciona la obra de Cézanne y de Rilke, a la aridez de algunas de las formas artísticas contemporáneas.

 

por Enrique Juncosa
Publicado, originalmente, en Periódico de Poesía No. 79 / Mayo 2015
Periódico de Poesía es una Publicación mensual editada por la Universidad Nacional Autónoma de México a través de la Dirección de Literatura

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Ver, además:

Cezanne y el expresionismo ensayo de Hans Platschek c/videos

 

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