Dalí: el pintor como novelista

ensayo de Paul Ille

 

El interés de ocuparse de una oscura novela —y escrita, además, por un pintor— será sin duda debatido, sobre todo cuando la novela es mediocre y los talentos artísticos de su autor objeto de muchas discusiones. No obstante, conviene que un nuevo aspecto de la obra de Dalí quede abierto a la controversia, pues que la indiferencia es ajena a su mundo creativo y a cuanto entra en su órbita. Lo cierto es, sin embargo, que Rostros ocultos (Barcelona, 1952) exige justificadamente la admisión en la historia de la novela española por el hecho de ser Dalí un español. El que sea también un expatriado no llega a menoscabar esta justificación, pues hay todo un ejército de escritores incursos en tal categoría. Que la novela fuese escrita en otra lengua romance carece de importancia cuando la mentalidad responsable de su concepción no es menos española que la de un Eugenio d'Ors o una Rosalía de Castro. Los cimientos espirituales de Dalí fueron solidificados en su juventud por fuerzas culturales aproximadamente idénticas a las que afectaron a Gómez de la Serna, Buñuel y Lorca; y sólo más tarde comenzó el proceso de laminación cosmopolita. Fue en Cadaqués donde Dalí escrutó por vez primera, mediante una técnica intensiva que después llamaría "crítico-paranoica”, las superficies de las rocas, en busca de configuraciones grotescas; es la llanura del Ampurdán la que sirve como pavorosamente realista telón de fondo a muchas de sus pinturas del surrealismo; y en la Academia de Bellas Artes de Madrid transcurrió su más estimulante año de aprendizaje.

Rostros ocultos resulta insólita en el reciente desarrollo de la novela española porque en ella se incrustan actitudes de un español hacia la guerra global. Dalí rebasa los horizontes literarios de sus paisanos, quienes apenas tocan, con mucho tacto y escasa insistencia, su Guerra Civil, y sólo de un modo inferencial se ocupan, cuando lo hacen, del escenario mundial. Rostros ocultos representa también la emergencia simbólica de Dalí del hermetismo estético para crear con conciencia social. La novela utiliza el mito de "muerte y resurrección” para sepultar el Des Esseintismo y regenerar para la época de postguerra la ética cristiana de la reciprocidad. En el curso de este proceso se nos brindan las exequias de la Europa aristocrática, se prevén grandes horizontes para los vigorosos Estados Unidos, y un cierto número de cuestiones estéticas e ideológicas exhiben un virtuosismo literario a la vez discutible y lo bastante curioso para merecer una más íntima inspección.

Dalí es el antagonista de Cronos. En su opinión, el hombre moderno ha permitido al Tiempo frecuentar tan asiduamente su compañía que ha llegado a tergiversar su verdadera importancia. El avatar contemporáneo de Cronos, según advierte Dalí, es la Velocidad, a la que se rinde homenaje en forma de actividad apresurada. Los peatones metropolitanos andan a toda prisa, los horarios de trabajo son fijos y acelerados, el cuento está siendo redescubierto por personas hasta ahora demasiado ocupadas para leer, y la forma literaria más popular es la narración detectivesca, o mejor aún, la novela de pura acción en la que el tiempo es percibido en términos de rapidez. En su intento de reaccionar contra esta "locura de la velocidad”, Dalí escribe Rostros ocultos, la especie de antinomia a la "novela de acción” que Ortega denominó "novela morosa”. El propio Dalí caracterizó su obra como

Una verdadera novela de culminación, de introspección y de revolución, de edificación de pasiones debe ser (como siempre ha sido) exactamente lo contrario de una película del ratón Mickey o de la ofuscadora sensación de un "parachutista". Es preciso, como en los lentos viajes de la época de Stendhal, ser capaz de ir descubriendo gradualmente la belleza de los paisajes del alma que se cruza; las nuevas cúpulas de la pasión deben hacerse gradualmente visibles hasta alcanzar su plenitud en el momento debido, de manera que el espíritu de los lectores pueda disponer de la sazón inapresurada que es necesaria para "saborearlas" (pp. 10-11).

Si una novela es escrita como protesta contra la rápida andadura de la sociedad, juzgará malsano el valor que esa sociedad concede al tiempo. Un síntoma del mal es la popularidad de las diversiones ultraveloces, contra las cuales Dalí prescribe como modesto antídoto su novela psicológica. Por ello está lejos de ser accidental el que Rostros ocultos, que contiene ciertos elementos psicoanaliticos, sea considerada por Dalí como un correctivo. Es decir, de igual modo que la psicoterapia es un proceso lento, antitemporal en su oposición a los métodos precipitados, así la novela psicológica obliga al lector a aflojar el paso. De hecho, el éxito de esta especie de novela descansa en gran medida en la impaciencia que en el lector producen las narraciones dilatorias.

La impaciencia ante el ritmo retardado de una novela procede de las frustraciones acumuladas por nuestro deseo de acción. Como observó Ortega en Ideas sobre la novela, el interés dramático se convierte al leer en necesidad psicológica normal por la exigencia de aliviar la intensidad de la pura contemplación. Tanto la estructura de esta impaciencia como el paso del tiempo en la novela vienen determinados por las mismas coordenadas. Con la actividad dramática, con la sucesión de acontecimientos, surge nuestra sensación de paso del tiempo. Pero cuando Dalí conduce el carro demasiado lentamente, cuando obliga a entretenerse excesivamente contemplando "los paisajes del alma", sentimos una penosa inmovilidad temporal y estamos ansiosos por proseguir, es decir, por acelerar el tiempo. Cuando Ortega sentía una vaga insatisfacción al encontrar tan escasa acción en Proust, era porque medía el tiempo en términos de velocidad.

El tiempo como tema se halla ausente en Rostros ocultos. El resultado es que la impaciencia como factor extranovelístico gana en importancia, pues somos nosotros, y no Dalí, los responsables de cuanta conciencia temporal pueda surgir de la experiencia de la lectura. Desde luego, y en última instancia, el crédito pertenece a Dalí por haber hecho de sus episodios estímulos para nuestras respuestas; y, no obstante, es en la psicología del lector en lo que debe confiar. La impaciencia es alimentada por medio del diálogo y de la barroca retórica. Aunque las conversaciones de la novela son inteligentes, lo son al modo de un Henry James, sin su ingenio. En consecuencia, un leve tedio puebla muchos de los pasajes, y éstos, a su vez, nos fatigan ligeramente. Cuando les acompaña la turgencia estilística y empezamos a otear en busca del final, la percepción del tiempo se agudiza. Tales momentos (nada escasos) anulan el vivificante cambio de tempo de otras escenas más dramáticas. Incluso lingüísticamente, pues, la novela obstruye la sensación del paso del tiempo.

Hay un aspecto significativo en el estilo de Dalí. Su lenguaje es tan extraño como su pintura, e incluye cuanto de imaginación, ironía y exceso va asociado a su arte.

Miró furtiva y resentidamente al teléfono, que tembló ligeramente y produjo un ligero tintineo sin continuación, lo que hizo que el mortal silencio de la mañana latiese violentamente en el vacío corazón de Bárbara. Se sintió débil y volvió el rostro con disgusto en otra dirección para no ver el lugar en que el receptor se encontraba como una langosta blanca, adormilada e inmóvil, estúpidamente atrapada por la horquilla e incapaz de acudir en auxilio de ella (p. 61).

El humor de la anterior imagen resulta coartado por el desesperado aburrimiento de la mujer, pero insinúa ya la extravagancia de que Dalí es capaz en otros lugares.

Por su parte, la señorita Andrews poseía un cerebro muy pequeño que estaba amasado con literatura sensacionalista de periódicos diarios irregularmente salpicados de lúgubres cuadrados negros combinados con otros grises y sucios en los que había medio borradas unas palabras escritas a lápiz que componían la deficiente solución de un juego de palabras cruzadas (p. 59).

El extremismo que distingue a los aspectos satíricos de los estilos surrealista y dadaísta contrapesa a menudo la exactitud de sus analogías, como sucede en el anterior ejemplo; y esos mismos excesos destruyen con frecuencia el delicado equilibrio de una buena imagen, como en el siguiente:

El pecho de Solange era muy pequeño, casi como el de una adolescente, y tan prieto, que los pliegues macizos de la seda se deslizaron sobre él con los vividos movimientos de una anguila que fuese aprisionada entre dos piedras brillantes en un pantano salado del cual el agua, devorada por el sol, se hubiera evaporado (p. 41).

Tanto en los pasajes conceptuales como en los descriptivos, Dalí ofrece una imagen pictórica de la más plástica textura. El efecto de este lenguaje es positivo, especialmente cuando su tema es el mundo tangible: . .las tiernas lunas de junio, las lunas maduras de agosto y las de septiembre, ya duras, lisas y brillantes como una uña" (p. 153). Pero esta misma tendencia gráfica hace su dicción extraña cuando se ocupa de abstracciones: "Fue entonces cuando Verónica, empuñando el teléfono como si fuera un martillo, clavó el espigón férreo de su voluntad en la blanda madera de la indecisión de la mano de su madre" (p. 178). Incluso cuando es extravagante, Dalí no tiene otra culpa que la de ser pintor, porque es su mentalidad eidética la que le traiciona como escritor.

Cierto que cabe criticar a Dalí por su verbosidad, pero un último ejemplo, de un estilo más puramente barroco, puede sugerir la existencia de una distinción entre lo copioso y lo prolijo, y que el lenguaje de Dalí corresponde a la primera cualidad.

Al apreciar el infierno de la inevitable realidad, cada ser, guiado por sus deseos regresivos de protección intra-uterina, se encerraba en el paradisíaco capullo que la oruga de su prudencia había tejido con la dulcificante saliva de la amnesia. No más memoria: solamente la crisálida del dolor moral de lo que habría de sobrevenir nutrida por el hambre de las futuras ausencias, por el néctar de los ayunos y el fermento de los heroísmos cubiertos por las banderas inmateriales de estériles sacrificios, armada de la antena, infinitamente sensible, del martirio. Esta crisálida de la desventura comienza a agitarse, pues que está dispuesta a rasgar los muros de seda de la prisión de su larga insensibilidad... (p. 134)

La idea central del pasaje es un concepto —la prudencia— que Dalí, que aborrece las abstracciones en el lenguaje tanto como el informalismo en pintura, traslada inmediatamente a términos concretos. Pero es precisamente en esta encrucijada lingüística donde Dalí equivoca, por inadvertencia, el viraje. Al visualizar lo conceptual en un medio verbal, ignora la esencial distinción entre el escribir y el pintar, revelando así su verdadera vocación profesional. Dalí aguijonea al lenguaje por el camino de la pintura cuando ilustra una idea abstracta por medio de una imagen. El lenguaje está equipado para la abstracción como no lo está la pintura, y el hecho de que el primero pueda ser imaginativo y la segunda abstracta demuestra más la flexibilidad de ambos medios que su naturaleza fundamental. A este respecto, merece subrayarse que la prosa barroca es identi-ficable por su sintaxis abstracta y complicada, mientras que la poesía barroca (una forma plástica) se construye con complejidad metafórica, es decir, imaginativa. El estilo de Dalí denuncia la mente de un pintor; y la prueba será más concluyente si se piensa en cómo disponía Gracián sus ideas sobre la prudencia. Pero un hecho es cierto: ni Dalí ni Gracián son prolijos. Ambos reflejan a través del estilo las ramificaciones de los conceptos.

No existe aún un comentario detallado sobre los grandes mitos de la pintura daliana. Aunque tal intento estaría aquí fuera de lugar, hemos de examinar brevemente dos de ellos que han sido transplantados a contextos literarios. El primero se refiere al totemismo y a la intuición del lazo que relaciona la vida de la planta y el animal con la existencia humana. Estrechamente vinculados a esto se hallan los atisbos resultantes sobre el proceso evolutivo: percepciones de duración instantánea que ponen al desnudo los anamorfos de un ser vivo. Un segundo mito elabora la noción de muerte y regeneración en asociación dialéctica con el totemismo. Los temas ideológicos de Rostros ocultos reciben así alumbraciones míticas. Por ejemplo, la civilización mecanizada, estadio final de la evolución humana, se convierte a la vez en instrumento de su muerte; la guerra se transforma en un destructivo rito de fertilidad del que surge vigorosamente una nueva especie; y se arrancan las máscaras de ciertas ceremonias sociales, exponiendo los verdaderos rostros de los oficiantes. Pero este desenmascaramiento final es una exposición de la carne desnuda, una revelación de sinceridad e incluso de inocencia. Por eso, al concluir la novela, la joven pareja americana se halla, como modernos Adán y Eva, frente al comienzo de un nuevo ciclo vital. En todo esto, Dalí encuentra, no sin razón, amplia oportunidad para embarcarse en sus familiares técnicas dispersivas.

Con respecto a la descripción contorsionada, es problemático si los temas de Dalí fomentan imágenes correlativas o es su imaginación fantástica quien contempla primero las imágenes e induce después una serie de ¡deas. Esta última hipótesis parece más verosímil en los casos en que es evidente el método de la reacción paranoica: "Y de este modo detenida, bajo la opaca luz eléctrica que bañaba el lugar, su expectante figura parecía la de una quimera, y su rostro el de una celestial Madonna adherido al equívoco, curvo y semi-animal cuerpo de una esfinge” (p. 185). Se revela aquí la mente gráfica del pintor: el requisito previo para el estudio de un objeto es la luz; y por ello

Dalí, antes de describir a la mujer, alude a la ambigüedad de la luz como explicación preparatoria del subsiguiente retrato quimérico. Lo tenebroso cobija extrañas sombras que, a través de una interpretación fantástica, modifican los contornos originales de la forma casi a voluntad del contemplador. No obstante, el hecho de que Dalí viese, entre las posibles figuras, los rasgos totémicos de una esfinge, es indicio casi decisivo de que los aspectos metafóricos de su lenguaje son ancilares de los ideológicos. ¿Se hallaba Dalí predispuesto a describir un tipo especial de imagen de acuerdo con una doctrina, o no era inevitable que una verdad totémica surgiese a la realidad de la conciencia normal? ¿No resultan algunas verdades ocultas iluminadas en sus posiciones subliminares por súbitos relámpagos de intuición que parecen centellear únicamente en circunstancias insólitas? Para Dalí, es en los momentos extraños e inesperados cuando se penetra en realidades arcanas, pero no menos significativas.

Como si estuviera hipnotizado, el Conde observó las imágenes liliputienses de sus invitados reflejadas en las concavidades y en las convexidades de los objetos de plata. Observó con fascinación las figuras y los rostros de sus amigos, de los cuales se hacían irreconocibles aun los más familiares, que adquirían por virtud de sus fortuitas deformaciones y de sus metamorfosis, las más insospechadas relaciones y las más sorprendentes semejanzas con las desvanecidas personalidades de sus antecesores, implacablemente caricaturizadas en las policromas imágenes que adornaban los fondos de los platos en que la comida acababa de ser servida (pp. 31-32).

Puesto que las perspectivas ordinarias dan las usuales representaciones de la existencia, una lente contorsionada pondrá de relieve los aspectos no obvios, y por tanto tradicionalmente ignorados, de esa misma existencia. En lo fundamental, la técnica de desfiguración no implica tanto la deformación de lo visible como la actualización de lo invisible, pues lo pasado por alto en un objeto permanece escondido y, para cualquier fin práctico, inexistente. Esto explica por qué, tanto en la novela como en la pintura de Dali, las apariciones fantasmalmente dislocadas suelen ser parciales en su énfasis pictórico sobre uno solo de los elementos transmutados.

Si las imágenes de Dalí resultan simplistas en su propósito de destacar uno o dos rasgos inadvertidos, son abstrusas en su simbolismo intelectual. La idea de la maldición ancestral, con su implicación de una culpa perpetuada, es una de las más complejas de la mitología mundial. Hasta hace unos quince años la interpretación creativa del universo de Dalí fue marcadamente biológica, de modo que no es sorprendente encontrar en Rostros ocultos una preocupación por el primitivismo y por las tendencias atávicas. En el pasaje que acabamos de citar, es una referencia a "las más insospechadas relaciones y las más sorprendentes semejanzas con las desvanecidas personalidades de sus antecesores”. Tales momentáneas regresiones en una élite como la que rodea al Conde están expuestas con deliberada ironía. Pero la ironía no es sino el primer nivel en una estratificación de las intenciones dalinianas que acaba en el proceso de la falsa apariencia del hombre, si no es la áspera sugestión de que la naturaleza bestial del ser humano resulta pocas veces reprimible.

Exactamente del mismo modo que en la famosa colección de rostros monstruosos dibujados por Leonardo, allí podía verse el rostro de cada uno de los invitados sorprendido en las feroces mallas de la anamorfosis, extendiéndose, retorciéndose, curvándose, alargándose, con los labios transformados en hocicos, estirando las mandíbulas, con los cráneos comprimidos y con las narices achatadas hasta resucitar los más remotos vestigios heráldicos y totémicos de su propia animalidad... Como en un instantáneo relámpago demoníaco, se veían los dientes relampagueantes de un chacal en el rostro divino de un ángel, o el ojo estúpido de un chimpancé que brillaba salvajemente en el rostro sereno de un filósofo (p. 32).

En gracia a la sobriedad, sería conveniente recordar que esta novela fue, en parte, motivada por la Segunda Guerra Mundial, y que el caprichoso teratismo de las primeras pinturas de Dalí se hallaba libre de la preocupación política que afecta a su pensamiento en la tercera y cuarta décadas del siglo. En tiempos de violencia como son los de guerra, una especie de animalidad irrumpe en el comportamiento humano. Inclinaciones primitivas seguramente desechadas durante el largo proceso evolutivo resultan no ser sino cualidades reprimidas de la naturaleza humana, demasiado inherentes a ella para no manifestarse bajo desfavorables condiciones. El papel social del hombre, tan admirablemente civilizado cuando no se halla sometido a la prueba de la tensión, demuestra en los momentos críticos ser una frágil máscara tras de la cual acechan características que compendian la fisiología y la conducta de animales inferiores. Por parafrasear la última cita, ni los refinamientos de la especie ni los avances de una civilización técnica consiguen hacer de la "belleza” y la "inteligencia" algo más que rasgos genéticos dominantes en los seres humanos, que junto a ellos conservan caracteres inferiores en forma recesiva.

Pero, más allá de la perpetuación de una herencia bestial, con su secuela de lacras morales, el análisis biológico de la existencia por Dalí intenta revelar una especie de lazo consustancial unificador de todas las formas de la vida. Al igual que en sus cuadros, la novela repite el intento stravinskiniano de describir, como ha dicho Cocteau, "las geórgicas de la prehistoria". La evolución de la conciencia va de los estados minerales inconscientes y la materia orgánica viable, a las complejidades proto-plasmáticas de los vegetales superiores, y de aquí escala zoológica arriba. La vacilación se presenta en un estadio crítico a caballo sobre la nebulosa frontera en la que la vida animal se diferencia del desarrollo botánico y emerge de él. Afirmación intuitiva de este origen común es, desde luego, la vasta mitología occidental de hombres que asumen formas de flora y fauna. Tal es el contexto en el que deben ser entendidos varios de los motivos de Rostros ocultos: "Solange estiró perezosamente ambas piernas y los huesos de sus rodillas crujieron uno tras otro exactamente del mismo modo y en el mismo momento que los tocones, que Prince había arrojado al fuego unos momentos antes para reanimarlo, comenzaban a arder y chasquear en la chimenea” (p. 47). Y también: "El Conde es la encarnación viva de uno de esos extraños fenómenos del campo que escapan a los recursos y a la maestría de la agronomía: un terreno formado de tierra y sangre procedente de una fuente incógnita, una arcilla mágica de la cual se forma el espíritu de nuestra tierra nativa” (p. 15). No es coincidencia que las armas de la casa de Grandsaille sean un árbol-mujer, una complicada fusión de ramas y miembros, tronco y torso, con un rostro femenino en medio del follaje. Pero estas alusiones a la naturaleza fitogénica del hombre son también base de aberraciones en la sensibilidad de la novela. Las referencia a insectos, rocas, formas vegetales, sustancias viscosas y otras variedades protomórficas de la vida son típicas de la extravagancia estilística de Dalí. Más serias resultan las implicaciones eróticas de una novela en la que el erotismo es pervertido en la mejor de las tradiciones decadentes.

En el lugar que la hoja de corcho había desnudado, en el centro del tronco del árbol, quedó una especie de delicada piel sedosa, tierna, sensible y casi humana, no solamente por su color, que era exactamente el de la sangre fresca, sino también porque cuando se hallan desprovistos del ropaje de su corteza los alcornoques sugieren enérgicamente cuerpos de mujeres desnudas con los brazos levantados hacia el cielo en la más noble de las actitudes; y porque por sus líneas atrevidas y por la lisura y la suavidad de las redondeces de sus relieves imitan de la manera más ideal y más divina la anatomía despellejada del mundo de las percepciones, en tanto que tienen las profundas raíces clavadas en tierra. La sola presencia de un alcornoque desnudo en un paisaje es suficiente para llenar el crepúsculo con su gracia (p. 344).

No obstante, los elementos psicopatológicos de Rostros ocultos están, con pocas excepciones, tratados con un pedestre convencionalismo. Lo único interesante es el nexo de la evolución con la guerra y la regeneración.

La guerra puede ser una experiencia de la más fundamental realidad —la lucha por la supervivencia— o de la más increíble fantasía. En ambos casos, es una revelación, o mejor, un desvelamiento de básicas verdades. Actúa destructivamente en su implacable remoción de cuantas galas culturales la civilización ha acumulado desde los tiempos primitivos. Pero la experiencia bélica es también intelectualmente constructiva en cuanto obliga al individuo a contemplar tales galas como lo que son: disfraces. Hablando por boca del aviador americano Baba, Dalí contrasta paz y guerra: "Uno se hace monstruosamente inteligente, todo se mezcla y funde. ¡Lo feo parece hermoso, los criminales son santos o enfermos, los enfermos son genios, todo es doble, ambivalente. . .! Todo es distinto a la luz implacable de España. En el interior de mi rata, todo se hace de nuevo inexorablemente cierto.. .” (p. 121). La violencia, esencia de la guerra, presenta la realidad en su forma más intensa, como una serie de agitados datos sensoriales que insistentemente bombardean el sistema nervioso. Pero durante el momento de violencia cesa el pensar abstracto y la conciencia se limita a las inmediaciones de la realidad tangible. Semejante confinamiento mental cuadra al estado de guerra, pues si considerásemos a éste como una manifestación de regresión humana, el hombre se hallaría paralelamente limitado a las posibilidades cerebrales de las criaturas para las que la violencia es una necesidad, es decir, los animales. Y, ciertamente, las respuestas de Baba se hacen instintivas; es más consciente de su presencia física y de los fenómenos sensoriales que le rodean y que nunca transforma en abstracciones.

Lo importante es sentirse a sí mismo convertirse nuevamente en una gota de albúmina, de vida instintiva y vulnerable en el centro de una granada de mica, en el centro del cielo. . . En lugar de pensar, el cerebro funciona; el sístole y el diástole del corazón y las combustiones químicas de los líquidos propios, alimentan las alas del aeroplano. . . ¡Todo esto no es literatura! Uno se siente verdaderamente a sí mismo desde el interior de las visceras hasta las puntas de las uñas. .. Se es, entonces, los ojos y las entrañas del aeroplano. Y entonces, ya no existe París, ya no hay surrealismo, ya no hay angustias. . . ¿Lo oyes? Todos los temores, todos los remordimientos, todas las teorías y las indolencias, todas las contradicciones del pensamiento y todas las insatisfacciones acumuladas por las dudas. . . todo esto desaparece para dar lugar al chorro furioso de una única y sencilla certidumbre: la del continuo y crepitante haz de fuego de la ametralladora (p. 121).

Si se supone que las guerras son emprendidas por razones ideológicas, también son a menudo ocasionadas por impulsos emocionales. No solamente la tangibilidad, sino un general irracio-nalismo, caracterizan la realidad fundamental del conflicto. De acuerdo con esto, vuelve Dalí a su análisis biológico de la existencia al describir la guerra con vocabulario de biólogo. Y al hacerlo, consigue, mediante la misma técnica, diagnosticar la guerra como una enfermedad cultural.

La epidermis hinchada e irritada del cielo estaba todavía cubierta de la espantosa erupción de los carbunclos antiaéreos, y los cauterizadores rayos de las ametralladoras trazaban profundas incisiones en todas direcciones, en forma de cruces, y reventaban las repugnantes yemas de los huevos fritos en aceite con los tumores de las explosiones, y lanzaban hacia las estrellas el espeso pus de su humo denso y sangriento (p. 211).

El carácter repulsivo pertenece también al deliberado patrón de los temas periféricos dalinianos. Igual que el atavismo es un hecho intelectualmente inquietante para el individuo y los misterios de tótem y metamorfosis le perturban emocionalmente, así también la fealdad fisiológica provoca sensaciones correspondientes de disgusto en su cuerpo. Sea esto como quiera, con frecuencia sucede que las más molestas esferas de la biología son también las más vitalmente atañederas a la función del organismo. La imagen de un estado prenatal resulta escasamente estética, pero la idea de la vuelta a semejante condición va unida a una teoría de la regeneración. Esto explica la importancia que atribuye Baba a sentirse siendo una gota de albúmina en una granada. Se ha sustraído a un mundo que ha estimulado los resultados adventicios del progreso social y técnico. La violencia le lanza a darse cuenta de que el existir es simplemente un asunto de vida y muerte. Esta conciencia inicia un modo de vivir más esclarecido, simbolizado por el aeroplano embriónico.

Presenta, pues, la guerra tres facetas: es el aniquilamiento de un viejo orden, una conciencia de la realidad y una ceremonia monogenética engendradora de una nueva especie social.

Esta crisálida de la desventura comienza a agitarse, pues, que está dispuesta a rasgar los muros de seda de la prisión de su larga insensibilidad para presentarse, al fin, con la incomparable crueldad de sus metamorfosis en la hora y en el momento exacto que le será indicado por el primer disparo de cañón. Entonces, se verá a un ser innominado, a unos seres innominados, levantarse con los cerebros oprimidos por unos cascos sonoros. .. (p. 134)-

La actitud de Dali hacia la guerra no es conciliadora ni indulgente. Se muestra francamente hostil a la lucha, sin olvidar lo que hay en ella de eficaz agente de desengaño. Su descripción del bombardeo de Málaga —omitida en la versión española— tiene tanto de compasiva como de desalentadora. Pero, de acuerdo con la daliniana visión cíclica de la evolución, la guerra es considerada como el fin de un período; en consecuencia Rostros ocultos, como novela de guerra, es primordialmente optimista. Incluso Grandsailles, exhausta personificación de una aristocracia impotente, reconoce en la palabra "sabotaje” una fuerza catártica que forma parte del efecto últimamente revitalizador de la guerra.

Pero repentinamente, esta odiosa palabra destinada a purificar y limpiar de la infección mecánica de la industrialización a su querida llanura, sonó en sus vengativos oídos como un clarinete de redención.... ¡Sabotaje! Y, al fin, los mirtos y las madreselvas podrían volver a desarrollarse en el mismo lugar en que habían florecido por espacio de tres mil años y curar las cicatrices de la tierra mutilada con su perenne verdor (pp. 200-201).

A estas alturas, el significado del título de la novela no puede ya ocultársenos. La Europa que Dalí llegó a conocer al final de los veintes y en los treintas difería grandemente de la saludable imagen que de ella se había forjado en España. Quizá como resultado del éxito, acaso por la frecuentación de nuevos círculos sociales, Dalí concebiría más tarde a la aristocracia francesa como estéril. Según él, los Estados Unidos no se hallaban totalmente exentos de culpa en la decadencia de Europa. En apoyo de esto presenta a la estereotipada heredera-aventurera Bárbara Stevens, que con sus millones contribuye a la vacía existencia de las clases ociosas. No obstante, hay una idea más meditada en sus ceremoniales representaciones en sociedad, ejecutadas con máscaras.

Bárbara Stevens era uno de esos seres raros capaces, por la misma esencia de su naturaleza, de todas las transformaciones y todos los rejuvenecimientos tan ligeramente prometidos por los gabinetes de belleza. A causa de un innato sentido de la imitación, su rostro podía reproducir con engañosa precisión las expresiones más antagónicas de cualquier ser: del hombre, de la mujer, y aun de los animales. Hundida en la mitología de las tiendas de modas, esta mujer gastaba sus facultades miméticas contaminándose a voluntad con las actitudes y las virtudes de las divinidades del día que más la habían impresionado; de este modo, en la carrera frenética de su despersonalización, Bárbara Stevens derrochaba los tesoros de su energía en imitar a las mujeres más lindas de su época, en tanto que guardaba de sí misma lo que era estrictamente necesario para permanecer viva (pp. 62-63).

La pérdida de identidad, tema común en las artes modernas, es descrita de varias maneras. Uno de los métodos es el de la figura sin rostro de la pintura surrealista. Otro, la designación de un personaje por una letra o número en vez de por un nombre. Es significativo que Baba tenga el rostro vendado cuando conoce a la hija de Bárbara Stevens. Años más tarde, cuando vuelven a encontrarse, su nombre es John Randalph y la muchacha ve su cara.

Como un guerrero después de la batalla, el hombre de su quimera, el del rostro escondido, se levantó, al fin, la visera del casco. Y ella lo vio.

Todos volvían a hacerse visibles, los que habían sido seres sin rostro, seres del disimulo, del comouflage, de la traición.

Y ¿qué es la paz, sino el redescubrimiento de la dignidad del rostro humano? (pp. 343-344).

Los dos jóvenes que van a comenzar la vida de postguerra en una atmósfera de realismo y sinceridad son americanos. El valor que Dalí atribuye a su nacionalidad es ambiguo, pero el vigor de su juventud y la afirmación de su individualidad son inconfundibles. Dalí adopta una perspectiva internacional al escribir su novela, y en este aspecto su obra es insólita en la literatura española contemporánea. Si la novela española se caracteriza por su ausencia de cosmopolitismo, Rostros ocultos ha de ser excluida de su historia. Pero si Dalí se halla tan internacionalizado que la única certeza a la que puede asirse es su personalidad de español, Rostros ocultos merece atención como una significativa mutación de la especie "novela española”. Al recalar en la literatura, Dalí ha dejado caer su propia máscara.

 

ensayo de Paul Ille

Cuadernos Americanos Año XX Vol. CXVII Julio - Agosto 1961
Universidad Nacional Autónoma de México

 

Ver, además:

Trascendencia y trivialidad del surrealismo, por Ernesto Sabato (Argentina) c/videos

 

Salvador Dali en la ciudad de Haifa, por Ana Jerozolimski (Uruguay) c/videos

 

Salvador Dalí / Federico García Lorca, por Enrique Juncosa (España)

 

 

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