El cortaplumas perdido

Cuento de Hermann Hesse

Ayer perdí un cortaplumas y a causa de ello comprobé sobre cuán débiles bases se asientan mi filosofía y mi disposición para aceptar el destino: una pérdida tan pequeña me ha conmovido más allá de toda medida, y aún hoy sigo pensando en aquel cortaplumas, no sin reírme de mi propio sentimentalismo.

Mal signo, que su pérdida pueda afligirme tanto. Entre las peculiaridades que yo mismo me censuro y combato, sin lograr vencer, está el aferrarme con gran cariño a las cosas que he poseído. Siempre es para mí una molestia, cuando no un pequeño dolor, separarme de un traje, de un sombrero, de un bastón que he usado mucho tiempo —qué decir de una casa en la que he vivido durante años—, sin hablar de adioses y alejamientos más tristes. Y aquel cortaplumas era de los pocos objetos que habían sobrevivido a las peripecias de mi vida, acompañándome a través de todas las mudanzas.

Aún conservo, a decir verdad, algunas baratijas consagradas por el pasado lejano: un anillo de mi madre, un reloj de mi padre, un par de fotografías y recuerdos de mi niñez. Pero son objetos de museo: yacen en un cajón y salen a la luz en muy raras ocasiones. El cortaplumas, en cambio, era un objeto de uso cotidiano; cuántas veces lo guardé en el bolsillo, lo saqué del bolsillo, lo usé para el trabajo o el juego, lo afilé en la piedra. A veces, también, lo perdí para volverlo a encontrar. Sentía cariño por ese cortaplumas, y bien merece una elegía.

No era un cortaplumas ordinario (de esos he tenido muchos en mi vida). Era un cuchillo de jardín, con una sola hoja muy fuerte, curvada en forma de media luna y terminada en un sólido mango de madera pulida; no era un objeto de lujo o de ocio; era un arma seria, un instrumento genuino, de diseño antiquísimo, garantizado por el uso. Estos diseños provienen de la experiencia ancestral de nuestros padres y a menudo resisten largo tiempo el empuje de la industria, que ambiciona reemplazarlos por otros no probados, nuevos, fútiles, sin sentido. /Acaso la industria no basa su existencia en las veleidades del hombre moderno, en el cansancio que le inspiran los objetos con los cuales trabaja o se divierte, en su afición a cambiarlos sin nostalgia y con frecuencia? Si cada hombre, como en los viejos tiempos, comprara una sola vez en su vida un cuchillo fuerte y noble, y lo conservara con esmero, ¿a dónde irían a parar las fábricas de cuchillo? No; hoy cambiamos, a cada momento, cuchillo, tenedor, gemelos, sombrero, bastón, paraguas; la industria ha conseguido someter a la moda todas estas cosas, y de las formas diseñadas para una temporada no puede esperarse que posean la belleza, la vida y la legitimidad de las formas viejas, auténticas, justificadas por el uso.

Recuerdo muy bien la mañana en que entré en posesión de mi hermoso cuchillo de jardín en forma de hoz. Por entonces yo me sentía en mi apogeo desde todo punto de vista. Me había casado hacía poco, estaba libre de la ciudad y del encierro de un oficio necesario, acababa de establecerme, dependiendo exclusivamente de mí mismo, en una hermosa aldea junto al lago Constanza; mis libros tenían éxito —yo los encontraba buenos—, un bote de remos se mecía sobre el lago, mi mujer esperaba a su primer niño; agregaré que vo estaba a punto de iniciar una gran empresa cuya importancia me llenaba de gozo: la construcción de mi propia casa y el diseño de mi propio jardín. Había comprado el terreno, tomado las medidas; v cuando recorría el lugar, sentía como algo solemne la belleza v la dignidad de aquella acción; me parecía que allí colocaba, para siempre, una piedra fundamental; que allí establecía, para siempre, un hogar y un refugio. Los planos de la casa estaban listos v el jardín, poco a poco, tomaba forma en mis sueños: imaginaba la espaciosa avenida central, la fuente, el prado, la sombra de los castaños.

Una mañana —yo andaría por los treinta años— el vapor me trajo un pesado cajón que ayudé a subir desde el muelle; venía de un comercio de jardinería y sólo contenía instrumentos de jardín: pala, palas de puntear, pico, rastrillo, escardillos (había uno. con cuello de cisne, que me encantaba sobremanera) y otras cosas de la misma especie. Y entre ellas, envueltos cuidadosamente, algunos objetos más pequeños y delicados que descubrí y examiné con alegría; allí estaba el cuchillo corvo; en seguida lo probé: saltó el tenso resorte, v nnte mis ojos relampagueó el acero flamante y brillaron Jas guarnir-iones niqueladas del mango. En aquel tiempo, el cuchillo era un detalle más, un suplemento ínfimo de mis pertenencias; estaba lejos de pensar que alguna vez sería, de toda mi hermosa v nueva posesión, de casa y jardín, patria y familia, el único pedacito que aún fuera mío y permaneciera a mi lado.

No pasaron muchos días antes de que estuviera a punto de cercenarme un dedo con el nuevo cuchillo; aún hoy conservo la cicatriz. Entre tanto, el jardín estaba dispuesto y plantado; la casa, construida; año tras año, el cuchillo fue mi compañero; con él podé los frutales e hice ramos de dalias y girasoles; con él corté látigos para mis hijos y arcos para sus flechas; por entonces, yo viajaba poco; salvo en raras ocasiones, pues, pasaba diariamente algunas horas en el jardín, que yo mismo cuidaba, ocupado en cavar, plantar, sembrar, regar, abonar, cosechar; durante las estaciones frescas, mantuve siempre una fogata en un rincón del jardín; en ella ardían —transformándose en cenizas— malezas, raigones y desechos de toda clase. Mis hijos se divertían hundiendo varas y juncos, asando patatas y castañas en el fuego; y en el fuego, una vez, se me cayó el cuchillo; desde entonces apareció en su mango una marquita por la cual yo le hubiera reconocido entre todos los cuchillos del mundo.

Llegó un tiempo en que viajé mucho; ya no me sentía tan feliz en la risueña casita del lago de Constanza. Abandoné mi jardín para correr mundo, como si en alguna parte hubiese olvidado lo esencial; llegué hasta el extremo sureste de Sumatra y vi las grandes mariposas verdes brillar en la jungla. Y a mi regreso, mi mujer se puso de acuerdo conmigo en que deseábamos abandonar la casita y la aldea. Nuestros hijos, ya crecidos, necesitaban instrucción; hablamos mucho de todo ello. Pero de una cosa no hablé con nadie. A nadie confesé que mi permanencia en aquel pueblo había perdido su sentido, y que mi sueño de felicidad y desahogo en aquella casa había sido un sueño falso, que debía desechar.

En la magnificencia de un viejo jardín, con árboles añosos e imponentes, cerca de una gran ciudad suiza, ante solemnes montañas cubiertas de nieve, volví a encender mis fuegos acostumbrados de otoño y primavera. También en este nuevo lugar llegó a dolerme la vida; contrariedades, desasosiegos. Buscaba yo, aquí y allá, la culpa de todo ello; a menudo, la buscaba en el propio corazón; y al mirar mi fuerte cortaplumas acudían a mi memoria las espléndidas instrucciones de Goethe para uso de suicidas reflexivos: no anhelar una muerte demasiado fácil sino merecerla heroicamente y clavarse, por lo menos con la propia mano, el cuchillo en el corazón. Lo cual me resultaba tan imposible como a Goethe.

Llegó la guerra del catorce. A poco advertí que ya no necesitaba buscar los motivos de mi descontento y melancolía. Todo era inevitable: lo comprendía claramente. Sin embargo, vivir en el infierno de esta época era una buena cura contra el egoísmo de la propia tristeza y decepción. Apenas podía usar mi cuchillo; tenía demasiado que hacer. Y todo, poco a poco, se fue deslizando hacia la ruina; antes que nada, el Imperio Alemán y su guerra. Contemplarlo desde afuera era una amargura inconcebible. Y cuando terminó la guerra, también en mi vida habían cambiado muchas cosas; ya no poseía casa ni jardín; tuve que separarme de mi familia; conocí la soledad y el recogimiento; a menudo, en los largos, largos inviernos del destierro, permanecía sentado en una fría habitación junto a la pequeña chimenea, quemando cartas y diarios, haciendo con el cortaplumas, al azar, incisiones en los leños, antes de echarlos al fuego; veía quemarse en las llamas, para purificarse en cenizas, mi ambición y mi ciencia y todo mi ser. Y aunque el yo, los anhelos, la vanidad y la turbia magia de la vida volvieran a enmarañarme una y otra vez, había encontrado un refugio; había aprendido una verdad: la patria que nunca pude fundar y poseer en vida, empezó a crecer en mi propio corazón.

Llorar la pérdida del cortaplumas que me acompañó por este largo camino, no es una actitud heroica, ni prudente. Pero hoy no quiero ser heroico ni prudente. Para serlo, ya habrá tiempo mañana.

 

Cuento de Hermann Hesse

 

Publicado, originalmente, en: Revista "Sur" Nº 330 / 331 publicación anual Año 1972 - Buenos Aires, República Argentina

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

Link del texto: https://catalogo.bn.gov.ar/F/?func=direct&doc_number=001218322&local_base=GENER#

 

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