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Ética confirmada, Santiago Montobbio, Editorial Devenir, Madrid, 1990, por Ángel-Antonio Herrera |
Convalecencias Ética confirmada, de Santiago Montobbio Aclara Santiago Montobbio (Barcelona, 1966), en una nota final a su Ética confirmada, que ésta es segunda entrega o prolongación natural de su primer libro, Hospital de Inocentes. Es de justicia decir que uno no conocía esta su ópera prima -sí un anticipo del 88, en la Revista de Occidente- y el medio descuido, en este caso, es de confesar, cuando menos, ya que si la lectura de todo libro de interés nos despierta ganas, para próximos encuentros con su autor no resultan tampoco desdeñables las curiosidades por visitar los títulos anteriores, mayormente si encontramos, como en Montobbio, que hay deslumbres de originalidad y que lo suyo, por manera y mundo, viene ahondándose desde atrás, en un todo del qué decir y del cómo hacerlo. No
estamos ante un joven caso más de poeta de la cultura (lo que no quiere
decir que nuestro autor no sea culto, sino quizá todo lo contrario), o
sea, que Montobbio ha desdeñado la vía del desmelene surreal, por un
lado, y, por otro, la senda desadjetivada de esa lírica narrativa que
hace coartada en los motivos clásicos o románticos elegidos, para
espesarse, y ha elegido así (o se ha dejado elegir, que es el hallazgo)
por el cantar soledades, amores, tardes de domingo y otras convalecencias,
desde la ironía, que no es mal modo de no estar –o sea, de estar- en el
mundo: Oh tú entre los imbéciles
dulcísimo: de la vida/ no hagas arte, más aún, de la vida/ no hagas
nada, y al arte, mira, al arte que se la frían. Con estas perezas o derrotas por bandera, Montobbio presenta un catálogo del sentir, desde sus afueras, como sin ganas siquiera por recordar o celebrar, haragán de lucidez que pasa del oficio de vivir y del arte de escribirlo, y que en su fortuna de desposeído y deslenguado, no olvida halagar a la novia del poeta, en corrosivo poema a la misma, que así concluye: De verdad dichoso será el día/ en que comprendas todo eso y te decidas/ a dejar ya para siempre abandonado/ a tan miserable y estúpido sujeto. Naturalmente, quien a todo esto se atreve, comienza por ironizarse él mismo, en un ejercicio tan saludable para lo vital como gratificante para lo literario. El jugar a demoler y demolerse, como gusta a menudo Montobbio, es un modo muy serio –quizá uno de los más serios- de asistir a las cosas, y por aquí se alinea su lírica, que si hace desdén y divertimento del dolor es porque ya ha sufrido y entendido todo como tal. |
O
apenarse, o distanciarse, incluso por el humor, de la pena. En ambos casos
estamos ante un mismo pesimismo que acaba, en las dos vertientes, por dar
alta poesía. En Montobbio, al fin, encontramos a un poeta que no se
llora, o que llora muy poco, y esto es de agradecer. Como lo es que, para
confirmar estas éticas suyas, use verso cuidado y rico, de arboladura clásica,
en la sintaxis, y puro de palabras bellas. El tener cosas que decir no le
lleva a descuidar el molde en que las dice. El verso, así, se le enreda
bien, en los poemas largos, donde practica con solvencia la reiteración
(hay algunos flojos) y se le vuelve ceñido y pujante en esos pirueteos
sin red que son los más breves, donde o te aplauden los enemigos o te
descalabras para siempre: ¿Un
hombre decente qué legión/ de exilios no puede llegar/ a ser capaz de
padecer/ sin salir jamás de casa? Lo dicho. No sólo seguirle, en próximas
entregas, sino recuperar la primera, sin temor a aburrirse. |
Ángel-Antonio Herrera
El Sol, Madrid, 28 de diciembre de 1990
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