Perdido
Julio R. Hernández

Dejando atrás la Av. Leandro N. Alem y ya en la vereda del hotel Sheraton, cruzó en diagonal hacia la plaza, que desde lo ocurrido en Malvinas, cambiaba de nombre según quien lo dijera.

Pasó cerca de la torre, que allí permanecía como un Big Ben en exilio. Esa torre que había marcado su vida; con la que por momentos compartía la sensación de soledad, de sueños mal jugados en una existencia sin premios, y cargada con esa nostálgica tristeza profunda y antigua.

Siguió caminando en dirección a la Terminal de ómnibus. Al llegar, buscó la plataforma de donde su padrino saldría de regreso al pueblo. En su mente estaba preguntarle por Rocío, de quien siempre había estado enamorado sin animarse a hablarle, saber si noviaba o se había casado; también le quería preguntar por el vasco José, su amigo y compañero de correrías, que debía reunirse con él en Buenos Aires para la gran aventura, el gran salto, pero nunca lo hizo.  

Entre el anhídrido de los vehículos, la tarde se iba perdiendo temprano ante la llegada anticipada de la noche invernal. El anciano, estaba inquieto y ansioso, con sus manos metidas en los bolsillos del sobretodo, una de las cuales,  en un movimiento inconsciente, sacaba cada tanto con el pasaje enrollado en su palma cerrada, para estirarlo, mirarlo, inspeccionarlo... Sentado en el inmenso salón de espera,  pensaba en sus gallinas, si su mujer les habría dado el alimento, a pesar de que ya no tenía tantas como en el pasado. También, en como le iría al vasco José con el campito, que después de casarse con Rocío le había arrendado. Íntimamente, sabía que nada podía haber cambiado en dos días,  pero el movimiento y sistema de vida de la gran ciudad lo confundían y atemorizaban. Solo había hablado por teléfono con su ahijado, le hubiera gustado estar con él, que le contara de su vida, pero no soportaba quedarse un día más. Se le ocurrió  que tal vez lo fuera a despedir...

Cuando el joven lo ubicó, se detuvo a observarlo, la gente que circulaba impedía por momentos su visión. Pensaba verlo igual que la última vez, la misma cara, con esa mirada deslumbrada y vivaracha. La ropa era la misma, pero le pareció empequeñecido y desvalorizado, volando vaya a saber tras que pensamientos.

Con la imagen del protector enseñándole a nadar en la laguna, a montar caballos, a jugar al truco; se le achicaron los ojos, producto de la sonrisa que surgió de la evocación...

El padrino recién lo vio cuando estuvo delante, se besaron y abrazaron. Joaquín, en la emoción del momento, volvió a sentir a ese viejo en la plenitud del pasado, con su aspecto y personalidad tan impactantes a sus ojos de niño.

Faltaba más de una hora hasta la salida del ómnibus, lo invitó a tomar algo, pero pese a su insistencia, el anciano se negó temeroso de perderlo. Ante la obstinada negativa, se sentó a su lado. 

No existió una charla fluida, cada vez que el joven intentaba preguntar, el bullicio de la gente, y el sonoro parlante anunciando salidas o llegadas de ómnibus,  parecían frenar su impulso.

El tiempo transcurrió entre comentarios totalmente intrascendentes, casi forzados, y en contemplar a la pequeña que iba y volvía corriendo, esquivando personas; o en observar con disimulo a esa pareja de jóvenes, que ajenos al entorno, abrazados, estaban encerrados en su mundo, o a aquel hombre de corbata chillona con aspecto de viajante, que hacía palabras cruzadas con la revista apoyada en su portafolios...

La inseguridad llevaba al anciano a confirmar con su propio reloj las indicaciones horarias, y a releer la hora de salida y el número de dársena en el pasaje. 

Ya cercano a la partida, el padrino salió casi corriendo, agradeciendo, pero negándole la ayuda en el traslado de una vieja valija de lona y varios paquetes. Chocando con el gentío, siguió apresurado hasta llegar a la plataforma, para ser el primero en despachar sus pertenencias.

Cuando lo suyo estuvo ubicado, marcho disparado para subir al ómnibus, en la puerta se dio vuelta, y diciéndole: “chau querido”, le dio un beso de despedida. Para cuando Joaquín quiso retribuir, no pudo, pues el viejo abordaba apurado; lo siguió con la mirada hasta verlo sentado.  

El padrino lo miraba sonriente mientras le decía lo que él adivinaba, pues no lo escuchaba, “ ¿ Cuándo vas a ir por el pueblo?.”

Joaquín, alzó los hombros mientras hundía su cabeza entre ellos y subía las cejas.

El ómnibus arrancó,  lo siguió corriendo unos pasos a su par mientras saludaba y era saludado... Luego se quedó parado, con la mano en alto saludando el vacío, perdido en lo que tenía en el pensamiento y no pudo expresar, y de lo que no tenía respuesta.

Julio R. Hernández

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