El guardafaro
Julio R. Hernández

Hace tanto tiempo que comencé este escrito. Tantas veces lo rompí para al tiempo reiniciarlo. Pareciera que desde que Sombra se fue, además de quedar solo, también fui perdiendo la voluntad.

 Pero los acontecimientos  se repiten, y aunque como mi vieja máquina de escribir, tengo la cinta gastada. Con la poca tinta que  queda, quiero contar lo que por vergüenza siempre callé; pero ahora, viendo como nuevamente se acerca, lo voy a hacer.

Ha pasado tanto tiempo desde que llegué, he escrito tantos relatos y vivencias, los he dado a tantos Capitanes de otros tantos barcos, que ya no sé si mi vida es estar cuidando el Faro del Fin del Mundo, o machacar sobre ésta vieja Ramington, que como yo, tiene las letras de sus teclas borradas, pero grabadas en la memoria.

Hace muchos años, por motivos que no viene al caso mencionar, necesitado, urgido de soledad, acepté ser el guardafaro del Faro del Fin del Mundo; quizá ya soy parte de él,  pero no es el hecho.

Cuando llegué, lo hice acompañado de mi perro Sombra, mi fiel amigo, en mas de una ocasión mi cable a tierra. Tal vez fui injusto con él, pues sin darme cuenta, lo obligué a vivir mi confinamiento.

Al principio fue muy duro, pero la novedad, mas la imperiosa necesidad de estar solo, aislado de la sociedad, dieron lugar para el acostumbramiento.

El rugido por momentos ensordecedor del mar, acompañado del fuerte silbido del viento y el canto, si se le puede llamar canto, de las gaviotas,  eran y siguen siendo las músicas que acompañan mi vida. 

El pasado se fue convirtiendo en un recuerdo olvidado en algún rincón del cerebro. El equipo de radio, era un relativo auxiliar, pues el clima, las tormentas y la falta de repuestos para ocasionalmente repararlo, lo llevaban a lapsos de silencio.

 Solo Sombra aceptaba mis estados de ánimo, a veces pienso, forzado ante la imposibilidad de irse.

Las hojas de los almanaques, y los almanaques mismos, se fueron convirtiendo en cenizas con un correr de períodos que ya no contabilizaba. En algunas ocasiones me preguntaba: ¿Cómo estando en el fin del mundo, podía estar tan cerca de Dios?

En fin, eran divagues, incoherencias que surgían de los fantasmas que ocasionalmente anidaban en mi ánimo, y que como las aves, volaban con el cambio de estaciones.

Al pasar de los años, comencé a observar una situación insólita, Sombra, en ocasiones, se ponía a ladrar mirando un lugar del infinito océano; yo en ese momento, no observaba nada que pudiera llamar mi atención. Mas adelante, por las noches, en el confín donde el mar se une al cielo, comencé a percibir una claridad, que aparecía y se escondía, como los barcos cuando emergen y se pierden cubiertos por el oleaje.

A través del tiempo, ese espectáculo se transformó en una constante, solo que en el pasar de los meses parecía acercarse; y  pude apreciar a través del catalejo, que se trataba de un viejo barco a vela.

Fue paralelo a la aparición, cuando empecé a soñar con una mujer; una mujer ideal, de una belleza extraordinaria. Sus facciones eran de una diosa, con sus senos y brazos firmes, toda ella parecía producto del más inspirado cincel.

El barco continuaba avanzando en dirección al faro, ya su presencia estaba integrada al panorama. Con los prismáticos podía observarlo por entero, era una goleta muy vieja, el escaso velamen hacía muy lento su avance; sobre cubierta, había hombres, mujeres, algunos niños y hasta animales pequeños, algunos caminando lentamente y otros sentados en distintas posiciones. 

Fue al inspeccionarlo más detenidamente, que pude verla, descubrir a la mujer de mis sueños. Estaba sola, en la proa, desafiando las olas, ofreciéndose al mar, rígida, imperturbable, como salida de la mano de un artista iluminado; era él más hermoso mascarón de proa que hubiera podido imaginar mente humana. Fue para mí, en ese momento, una revelación. Solo con el tiempo pude conocer el valor de esa revelación.

El timonel de la goleta, se destacaba en la cubierta de popa, era un anciano muy alto, de largos y canosos cabellos y  barba; vestido con una holgada túnica blanca; parecía acariciar el timón, como si el barco no necesitara de él para tomar el rumbo. Me llamaba la atención la ausencia de una estela y de aletas de peces siguiéndola,  también, que las gaviotas no revolotearan a su alrededor.

Así fue aproximándose, hasta que ya muy cerca de la costa, comenzó a navegar paralela a ella. Yo la seguía caminando por la playa, admirado, asombrado; hasta que en un momento, viró en dirección al mar profundo, no podía comprender por que no anclaba en el muelle como yo esperaba, y le grité al timonel: ¿Por qué se va? ¿Cómo se llama el barco?  El viejo giró su cuerpo y mirándome contesto: “Es el barco del fin y el comienzo”. 

Quedé largo rato sentado en la playa sin comprender, finalmente inicié el regreso al faro, y fue en ese momento cuando comprobé que mi fiel perro, mi amigo, dormía; pero él no estaba, se había embarcado en la goleta, y sobre la cubierta, me ladraba moviendo la cola en una alegre despedida.

Por eso estoy escribiendo este relato, desde hace ya mucho tiempo,  veo como se aproxima al faro la mujer soñada que viaja en la proa; y el barco ya comienza a navegar paralelo a la costa.

La música de fondo, que fue compañera durante mi vida en éste lugar, ha disminuido, hasta casi desaparecer; el mar y el viento están calmos, no veo gaviotas en la playa. Como si fuera una gran sombrilla, una muy blanca nube se desplaza por el cielo, sobre la goleta.

El equipo de radio se ha prendido solo, pero no escucho los desagradables sonidos normales, ni voces de radioaficionados, no, deja oír una sinfonía tenue y adormecedora que se expande por todo el ambiente.

El mascaron, ha dejado de ser de una hermosa rigidez, ahora, la mujer sonríe y sus brazos se despegan de sus costados, para abrirse, como ofreciendo un abrazo. Deseo dejar testimonio de lo que siento en éste momento, y de lo que sentiré al embarcar y navegar en la goleta Del Fin y el Comienzo. Nadie antes lo ha narrado, pienso que puede ser un relato muy interesan......

Julio R. Hernández

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