“¿Qué es Metafísica?” — Esta pregunta incita a esperar una disertación
sobre la Metafísica. Renunciamos a ella, para discutir en cambio un problema metafísico determinado. Así, nos sumergiremos de inmediato en la Metafísica. Es la sola manera de ofrecer realmente a la Metafísica la posibilidad de presentarse a sí misma.
Nos proponemos comenzar con el
desarrollo de una cuestión metafísica, intentar luego su
elaboración y cerrarla, finalmente, con su
respuesta.
Desarrollo de una cuestión
metafísica
La Filosofía — desde el punto de vista de la sana razón humana — es, según
Hegel, el “mundo vuelto al revés”. De ahí la necesidad de señalar previamente el rasgo característico de nuestra empresa, rasgo que proviene, a su vez, de una doble peculiaridad de los problemas metafísicos.
En primer lugar, toda cuestión metafísica abraza siempre la totalidad de la problemática metafísica: Es la
totalidad, misma.
Por otra parte, toda cuestión metafísica sólo puede plantearse de tal modo que el mismo que la plantea, como tal, sea introducido en la cuestión, vale decir,
se tome objeto de la cuestión misma.
Y esto puede orientarnos en nuestra marcha: la interrogación metafísica debe ser planteada en su totalidad, y siempre por la situación esencial de la existencia que interroga.
Nosotros preguntamos,
aquí y
ahora, para nosotros. Nuestra existencia, en esta reunión de investigadores, maestros y estudiosos, está determinada por la
ciencia. ¿Qué ocurre esencialmente en nosotros, en el fondo de nuestra existencia, en la medida en que la ciencia se ha vuelto
pasión nuestra ?
Los dominios de las ciencias distan mucho unos de otros; el modo de tratar sus respectivos objetos es radicalmente diverso. Esta dislocada multiplicidad de disciplinas aún se mantiene unida a través de la organización técnica de universidades y facultades, y conserva una significación unitaria a través de la disociación de fines de las distintas especialidades. Pero ha muerto la raigambre de las ciencias en su base esencial.
No obstante, en todas las ciencias nos situamos — siguiendo su más peculiar intención — en actitud
dirigida hacia el
ente
(seiende) mismo. Precisamente desde el punto de vista de las ciencias ningún dominio tiene preeminencia sobre otro: ni la naturaleza sobre la historia, ni a la inversa. Ninguna manera de tratar los objetos sobrepuja a otra. El conocimiento matemático no es más riguroso que el filológico - histórico; sólo posee carácter de “exactitud”, que no coincide con el rigor. Pedir exactitud a la historia valdría atentar contra la idea del vigor específico de las ciencias del espíritu. La
referencia al mundo, que domina íntimamente todas las ciencias, en cuanto tales, les permite buscar el ente mismo; y cada ciencia, de acuerdo con su contenido y su modo de ser, lo hace objeto de una minuciosa investigación y de una determinación fundamental. En las ciencias se realiza, conforme a su idea, un
aproximarse a lo esencial de todas las cosas.
Esta referencia universal al ente mismo, que hemos destacado, es sostenida y conducida por una
actitud libremente elegida
de la existencia humana. Es verdad que también el humano actuar y consentir — precientífico y extracientífico — se orienta hacia el ente. Pero lo distintivo de la ciencia es que, básica y explícita y únicamente, concede la primera y última palabra
a las cosas mismas. Con esa objetividad del inquirir, del determinar y del fundamentar se realiza una sujeción al ente mismo que permite a lo que hay en él hacerse patente. Este
papel subordinado de la investigación y de la teoría se desarrolla constituyéndose en base de la posibilidad de una propia — aunque limitada —
función directriz en el conjunto de la existencia humana. No hay duda de que la peculiar referencia universal de la ciencia y la actitud humana que la dirige sólo son comprendidas plenamente cuando vemos y captamos
lo que acaece en la referencia universal
así alcanzada. El hombre, un ente entre otros, “hace ciencia”. En este hacer, ocurre nada menos que la
irrupción de un ente, llamado hombre, en la totalidad del ente, y de tal manera que en esa irrupción, y por obra suya, el ente se despliega en lo que
es y en como
es. A
su modo, la irrupción desplegadora pone el ente, ante todo, al alcance de sí mismo.
Esta tríada — referencia universal, actitud, irrupción — introduce, con su
radical unidad, una cálida
simplicidad y
agudeza
de “presencia” (Daseim) en la existencia científica. Si tomamos, para nosotros y
explícitamente, posesión de la existencia científica así transluminada, nos
es preciso decir:
A lo que se dirige la referencia universal es al
ente mismo — y fuera de él, nada.
De donde toda actitud toma su dirección es del
ente mismo — y más allá de él, nada.
Con lo que la discusión indagadora se produce en la irrupción, es con el
ente mismo — y por encima de él, nada.
Pero he ahí que — cosa notable — en el momento en que el hombre de ciencia se asegura de lo que le es
más propio, menciona precisamente
lo otro. Sólo debe investigarse el ente, y fuera de él,
nada; exclusivamente el ente, y más allá de él,
nada; únicamente el ente, y por encima de él,
nada.
¿Y esta Nada? ¿Es casualidad el que espontáneamente nos expresemos como lo hemos hecho? ¿Es sólo una manera de hablar, y fuera de eso, nada?
Pero ¿por qué nos preocupamos de esta Nada? Precisamente la ciencia se desentiende de ella y la abandona como lo
nulo
(Nichtige). Sin embargo, al abandonar nosotros así la Nada, ¿no la estamos
admitiendo cabalmente? ¿Pero, podemos hablar de un admitir, cuando lo que admitimos es
nada? ¿Y no caemos, con todo esto, en una vacía cuestión de palabras? ¿La ciencia no debe justamente
ahora afirmar renovadamente su sobria gravedad, como que no le interesa más que el
ente? La Nada ¿qué puede ser para la ciencia, sino un horror y una quimera?
Si la ciencia tiene razón, lo único seguro es que ella nada quiere saber de la Nada. Y esta es, en último término, la concepción científicamente rigurosa de la Nada. Lo sabemos al no querer saber nada de ello, de la Nada.
La ciencia nada quiere saber de la Nada. Pero con igual certeza queda establecido que precisamente la ciencia, al tratar de enunciar su propia esencia, pide auxilio a la Nada. Reclama para sí lo que ella misma rechaza de sí. ¿Qué
fragmentada esencia se revela en esto?
Reflexionando sobre nuestra existencia fáctica, como existencia determinada por la ciencia, hemos ido a dar en medio de una
contradicción. En esta
oposición se ha desarrollado ya una
pregunta que sólo pide una enunciación expresa:
¿ Y la Nada ?
Elaboración de la cuestión
La elaboración del problema de la Nada debe llevarnos a una situación
tal que desde ella se haga posible la respuesta, o se nos torne, en cambio, evidente la imposibilidad de responder. La Nada es admitida; es decir, por el contrario, abandonada por la ciencia, con superior indiferencia, como “lo que no existe”.
Con todo, tratemos de indagar la Nada: ¿Qué es la Nada? Ya en el primer acceso a esta pregunta revela algo insólito. Al formularla, introducimos por adelantado la
Nada como algo que “es” tal o cual cosa: como un
ente. Pero precisamente la Nada se distingue en absoluto del ente. El indagar la Nada — qué es y cómo es la Nada —
transforma el objeto de la indagación en su opuesto. La cuestión se priva a sí misma de su propio objeto.
De acuerdo con esto, toda
respuesta a aquella pregunta es, a su vez, imposible desde un principio, puesto que se mueve necesariamente dentro de esta forma: la Nada “es” esto y aquello.
Tanto la pregunta como la respuesta, referentes a la Nada, son en sí un
contrasentido.
Así, pues, no es necesario, para comenzar, el rechazo por la ciencia. Las reglas básicas del pensamiento en general, comúnmente admitidas, el principio de no-contradicción, la
“Lógica” general suprimen esta cuestión. Porque el pensamiento — que es siempre, por esencia, pensamiento
de algo — debería,
en cuanto pensamiento de la
Nada, atentar contra su propia esencia.
Puesto que nos queda así vedado hacer de la Nada en general el objeto, nos encontramos llegados al final de nuestra indagación de la Nada, admitiendo la suposición de que en este problema la “Lógica” constituye la instancia suprema, que el
entendimiento es el medio y que el pensar es el camino para captar
originariamente
la Nada y decidir acerca de su posible revelación.
¿Mas la soberanía de la “Lógica” consiente en ser ofendida? ¿El entendimiento no es en realidad soberano en esta cuestión de la Nada? Con
su ayuda, sin embargo, sólo podemos en general determinar la Nada y afirmarla como un problema — problema, no obstante, que se destruye a sí mismo —. En
efecto, la Nada es la
negación de la universalidad del ente: el no-ente absoluto. Pero así colocamos la Nada bajo la determinación superior de lo
negativo (Nichthaft) y, por tanto, de lo negado.
Negación, es, empero, según la doctrina — dominante y siempre respetada — de la “Lógica”, una específica
operación del entendimiento. ¿Cómo podemos, pues, en el problema de la Nada y hasta en el problema de su problematicidad querer renunciar al
entendimiento? ¿Pero, será tan seguro lo que hemos supuesto? El No, la negatividad (Vemeintheit) y, por lo tanto, la negación ¿representan la determinación
superior, bajo la que viene a caer la
Nada como una
manera especial de lo negado?
¿La Nada existe sólo porque existe el No, es decir, la negación? ¿O es que sucede lo contrario? ¿La negación y el No existen sólo porque existe la Nada? Esto no está resuelto, ni siquiera ha sido planteado jamás como problema explícito. Nosotros afirmamos que
la Nada es más originaria que el No y la negación.
Si esta tesis es correcta, la posibilidad de la negación como operación del entendimiento — y, en consecuencia, el entendimiento mismo — dependen, de algún modo, de la
Nada. ¿Cómo puede entonces el entendimiento pretender decidir este punto? El aparente
contrasentido de la pregunta y de la respuesta referentes a la Nada ¿sólo descansa, en último extremo, sobre una ciega
obstinación del mudable entendimiento?
Pero si no nos dejamos extraviar por la imposibilidad formal del problema de la Nada y si, a pesar de ella, planteamos sin embargo el problema, entonces debemos, por lo menos, cumplir con
lo que constituye permanentemente una exigencia fundamental para la posibilidad de realizar
cualquier problema. Siempre que la Nada sea
objeto de indagación, es menester que ella misma nos sea
dada previamente. Hemos de poder encontrarnos
con ella.
¿Y dónde buscamos nosotros la Nada? ¿Cómo la hallamos? Para encontrar una cosa, ¿no debemos, en general, saber ya que existe? En efecto: El hombre — ante todo, y las más veces — sólo puede buscar cuando ha anticipado el “estar presente” de lo que busca. Mas en nuestro caso lo que se busca es la
Nada. ¿Hay, en fin, un buscar
sin aquella anticipación: un buscar al que corresponda un encontrar
puro?
Cualquiera sea la respuesta que se dé a esa interrogación, lo cierto es que
nosotros conocemos la Nada, aunque sólo sea en la forma en que nos referimos a ella en el vaivén de nuestro hablar cotidiano. Y esta Nada ordinaria, descolorida dentro de la palidez toda de lo que se comprende por sí mismo; este Nada que ronda por nuestro lenguaje sin llamar en absoluto nuestra atención, la podemos, sin vacilar, disponer hasta en una “definición”:
La Nada es la absoluta negación de la universalidad del ente.
Esta caracterización de la Nada ¿no señala, como con el dedo, la única dirección por la cual puede la Nada venir a nuestro encuentro? La
universalidad del ente debe ser dada previamente para poder,
como tal, caer plenamente en la negación, en la cual la Nada misma habría de revelarse entonces.
Sólo que, aun cuando prescindamos de si merece ser objeto de problema la revelación entre la negación y la Nada, ¿cómo podríamos nosotros, en cuanto somos esencia finita, lograr que se nos vuelva accesible la
integridad del ente en su universalidad,
en sí y
de una vez? En rigor, podemos pensar la totalidad del ente en la “idea”, y negar en el pensamiento lo imaginado así, y “pensar” negadamente. Por este camino alcanzamos, ciertamente, el concepto formal de la Nada
imaginada, pero nunca la
Nada misma.
Ahora bien: la Nada, nada es; y entre la Nada imaginada y la “propia” no cabe distinción posible, como que la Nada representa la completa ausencia de distinción. Y la misma Nada “propia” ¿no es, una vez más, aquel concepto — disimulado, pero contradictorio — de una Nada
que es (seiende) ? Sea esta la última vez que las objeciones del entendimiento hayan logrado suspender nuestra indagación, cuya legitimidad sólo puede ser demostrada por una
experiencia básica de la Nada.
Por más que nunca captemos en absoluto la totalidad del ente en sí, lo cierto es que nosotros nos hallamos, no obstante, puestos en medio del ente revelado de algún modo en su totalidad. Hay, en definitiva, una diferencia esencial entre
captar la totalidad del ente en sí y
encontrarse en medio del ente
en su totalidad. Lo primero es fundamentalmente imposible. Lo segundo ocurre de continuo en nuestra existencia.
Es verdad que, en nuestro esfuerzo cotidiano, parecería como que nos aferráramos precisamente a este o aquel solo ente: como que estuviéramos perdidos en este o aquel circuito del ente. Por más fragmentado que pueda aparecérsenos lo cotidiano, continúa siempre manteniendo unida, aunque en tinieblas, la totalidad del ente. Incluso en el caso — y justamente en este caso — en que
no estamos particularmente ocupados de las cosas y de nosotros mismos, nos sobrecoge esa “totalidad”: por ejemplo, en el
auténtico aburrimiento. Aburrimiento que dista mucho del simple aburrirnos de este libro o aquella comedia, de esta ocupación o aquel descanso, y que irrumpe cuando “nos aburrimos”, [simplemente]. El profundo aburrimiento, que se cierne de aquí para allá, como niebla flotante, en los abismos de la existencia, envuelve consigo todas las cosas y los hombres y a nosotros mismos, reuniéndolo todo en una portentosa indiferencia. Este aburrimiento revela el ente en su totalidad.
Otra posibilidad de semejante revelación es la que se alberga en la
alegría causada por la presencia de la existencia — no sólo de la persona — de un ser amado.
Este hallarse en disposición
(Gestimmtsein), en que se “es” de tal o cual manera, nos ofrece la posibilidad de encontrarnos en medio del ente en su totalidad, transido por esa disposición. La posibilidad de darse [en nosotros] esa
disposición, no sólo manifiesta a su modo el ente en su totalidad, sino que tal manifestación es al mismo tiempo, muy lejos de un simple suceso, el acontecimiento fundamental de nuestra “existencia” (Dasein).
Lo que llamamos “sentimientos” no es un fugaz fenómeno accesorio de nuestra actitud pensante y queriente, ni un mero impulso determinante dirigido hacia ella, ni una simple situación presente a la que nos acomodamos en tal o cual forma.
Pero si justamente las disposiciones [de ánimo] nos ponen así en presencia del
ente en su totalidad, ellas nos encubren la Nada que buscamos. Y con esto estaremos
aún más lejos de pensar que la negación del ente — revelable en la disposición [de ánimo] — en su totalidad, nos ponga en presencia de la Nada. Tal cosa, pues, sólo podría ocurrir originariamente dentro de una
disposición que, según su
más auténtico sentido de descubrimiento, volviera patente la Nada.
¿Ocurre en la existencia humana semejante disposición, en la que el hombre es traído a la presencia de la Nada misma?
Este acontecimiento es posible, y, aunque bastante raro, se presenta en realidad, sólo en contados instantes, en la disposición [anímica] de la
angustia. Por tal angustia, no entendemos la inquietud angustiosa (Angstlichkeit) — harto frecuente — que sólo corresponde, en el fondo, a la timidez demasiado propensa a presentarse. La angustia es fundamentalmente distinta del temor. Nos atemorizamos siempre en presencia de este o aquel ente
determinado que nos amenaza en este o aquel
determinado respecto. El temor ante... teme también, en cada caso,
por algo preciso. Como es propia del temor la
limitación de su “de dónde” y de su “de qué”, el atemorizado y el tímido quedan
inmovilizados por aquello mismo en que se ven sumidos. En el afán de salvarse de “eso”, ante
esa cosa precisa, se llenan de incertidumbre con respecto a
lo demás: “pierden la cabeza” por entero.
La angustia no deja sobrevenir semejante confusión. Al contrario, produce una peculiar tranquilidad. Sin duda, la angustia es siempre angustia ante..., pero no ante esto o aquello. La angustia ante... es siempre angustia por. .., mas no por esto o por aquello. Pero la
indeterminación de aquello ante lo cual y de lo cual nos angustiamos no es una simple falta de precisión, sino la imposibilidad esencial de ser objeto de determinación. Ella se manifiesta en una conocida expresión: En la angustia — decimos — “está uno con zozobra” [en alemán:
“ist es einem unheimlich”.
Literalmente: “ello es a uno insólito”]. ¿Qué significa ese “ello” [alemán: es] y ese “a uno”
einem) ? No podemos decir ante qué cosa se está con zozobra. Se está
así en totalidad. Todas las cosas y nosotros mismos se hunden en la homogeneidad. Pero esto, no en el sentido de una mera desaparición, sino que todo, en su
alejamiento como tal,
se vuelve hacia nosotros. Este alejamiento del ente en su totalidad, que nos asedia en la angustia, nos oprime. No queda ningún punto de apoyo.
Únicamente queda, y cae sobre nosotros al huir el ente, ese
ningún.
La angustia manifiesta la Nada.
“Fluctuamos” en la angustia. Más claro: la angustia nos deja fluctuando porque hace huir al ente en su totalidad. De ahí que nosotros mismos — estos hombres que “somos” —
huimos en medio del ente,
con él. Por lo tanto, y fundamentalmente, no eres “tú” ni soy “yo” quien está con zozobra, sino
“uno”. Sólo subsiste el “existir” (Dasein) puro en la radical conmoción de ese fluctuar, donde no es posible aferrarse a cosa alguna.
La angustia nos hace perder el habla. Como el ente en su totalidad huye y la Nada acude entonces, calla en su presencia toda enunciación de ser
(“ist” - Sagen). El hecho de que en la zozobra de la angustia tratemos a menudo de romper precisamente el silencio vacío hablando con palabras que ni siquiera elegimos, no es otra cosa que la demostración
de la presencia de la Nada.
Que la angustia revela la Nada, lo comprueba el hombre mismo, inmediatamente, una vez desaparecida la angustia. Al fulgor instantáneo del recuerdo reciente, debemos decir: aquello ante lo cual y de lo cual nos angustiábamos era, “en rigor”, nada. En efecto: la Nada misma como tal, estaba allí.
Con la disposición [anímica] fundamental de la angustia, hemos alcanzado
el acontecimiento de la existencia en el que la Nada está patente, y a partir del cual debe tornarse objeto de interrogación :
¿Y la Nada?
Respuesta a la cuestión
La respuesta que en un principio era la sola esencial para
nuestro propósito la hemos alcanzado ya, si consideramos que el problema de la Nada queda
realmente planteado. Pero es menester, además, que sigamos íntegramente la transformación del hombre en su “existir”
(Da - sein) — transformación que toda angustia produce en nosotros, — para captar la Nada que se manifiesta en ella, y tal como se manifiesta. Lo cual importa, a la vez, otra exigencia: la de mantener expresamente
a distancia aquellas características de la Nada que
no se nos revelaron al contacto de la Nada.
La Nada se manifiesta en la angustia, pero no como ente. Ni se da tampoco como objeto. La angustia no es una comprensión de la Nada. Pero mediante ella y en ella se hace patente la Nada, aunque no de. tal modo que se revele como cosa separada “al lado” del ente angustiado en su totalidad. Mejor dicho: en la angustia, la Nada concurre en unidad con el ente total. ¿Qué significa este “en unidad con”?
En la angustia, el ente en su totalidad se vuelve
inseguro.
¿Pero en qué sentido ocurre esto? Porque el ente no es
anulado
por la angustia para dejar subsistir la Nada. ¡Cómo podría serlo, si la angustia se halla precisamente en absoluta
impotencia frente al ente total! Más bien, la Nada se revela propiamente con el ente y en él, en cuanto ente en fuga hacia la totalidad.
En la angustia no se produce
anulación alguna de todo el ente en sí, pero tampoco llevamos a cabo una
negación del ente en su totalidad para alcanzar la Nada desde un principio. Aun prescindiendo de que es extraña a la angustia como tal la ejecución expresa de una aserción negativa, siempre llegamos, además, demasiado tarde con una negación semejante, que quisiera producir la Nada. Ya la Nada se halla presente
antes de esto.
Y hemos dicho que concurre “en unidad con” el ente en fuga hacia la totalidad.
En la angustia hay un volverse atrás ante..., que indudablemente no es un huir, sino una inmovilidad de encantamiento mágico. Ese “atrás ante...” toma su punto de partida de la Nada. La Nada no ejerce atracción hacia sí, sino que, por esencia,
aleja de sí. Pero el alejamiento de sí como tal es un rechazo que permite huir: rechazo hacia el ente total
que naufraga. Este
rechazo — totalmente
alejador hacia el ente en fuga en su totalidad, — conforme al cual la Nada oprime en la angustia a la existencia, es la esencia de la Nada:
la anulación (Nichtung).
Ni es un aniquilamiento del ente, ni surge de una negación. La anulación tampoco es susceptible de reducirse a aniquilamiento ni negación.
La nada misma anula.
El anular no es un acaecimiento cualquiera, sino que, en cuanto rechazo alejador hacia el ente en fuga en su totalidad, manifiesta ese ente en su plena
extrañeza — encubierta hasta entonces, — como lo
absolutamente otro, frente a la Nada.
En la clara noche de la Nada de la angustia, la propiedad
originaria del ente de revelarse aparece primeramente
asi: es ente, y no Nada. Mas esta expresión “y no Nada”, añadida por nosotros al hablar, no es una explicación
suplementaria, sino
lo que hace posible previamente la propiedad de revelarse del ente en general. La esencia de la Nada originariamente anuladora consiste en que lleva la
“existencia”, en primer lugar, ante el ente como tal.
Sólo sobre la base de la propiedad originaria de revelarse de la Nada puede la existencia humana
llegar al ente y
penetrar
en él. Pero en la medida en que la existencia se relaciona, por esencia, con el ente — lo que no es' la existencia y lo que ella misma es, — proviene ya, como tal existencia, de la Nada revelada.
“Existir” significa
mantenerse en el interior de la Nada..
La existencia, manteniéndose a sí misma en el interior de la Nada, se halla ya
por encima del ente en su totalidad: a este estar por encima del ente lo llamamos
trascendencia. Si la existencia, en el fondo de su esencia, no trascendiera, — es decir, ahora, si no se mantuviera por anticipado en el interior de la Nada, — nunca podría estar en relación con el ente, ni tampoco, en consecuencia, consigo misma.
Imposible todo ser por sí mismo (Selbstsein)
y toda libertad, sin una originaria manifestación de la Nada.
Con esto queda alcanzada la respuesta al problema de la Nada. La Nada no es un objeto, ni, en general, un ente. La Nada no sobreviene por sí misma ni al lado del ente, al que está como adherida.
La Nada es el hacerse posible la manifestación del ente como tal, para la existencia humana. La Nada no ofrece ante todo el concepto opuesto al
ente, sino que corresponde primordialmente a la esencia del
ser mismo. En el ser del ente se realiza el anular de la Nada.
Pero es menester expresar ahora un
reparo, demasiado tiempo reprimido. Si la existencia puede tener relación con el ente — y, por lo tanto, existir — únicamente en su mantenerse dentro de la Nada, y si la Nada sólo se manifiesta primariamente en la angustia, ¿no debemos fluctuar
de continuo en esa angustia, para poder en general existir? Sin embargo, ¿no hemos reconocido, precisamente, que esa angustia primaria es
rara? Pero, en primer lugar, nosotros todos
existimos y nos relacionamos con el ente — el que no somos y el que nosotros mismos somos, —
sin esa angustia. ¿No será ella una invención arbitraria, y la Nada que se le atribuye una exageración?
Con todo, ¿qué significa que “esta angustia primaria ocurre sólo en
raros momentos”? Sencillamente, que la Nada, en primer lugar y las más veces, se nos
oculta en su primordialidad. ¿Y cómo? Perdiéndonos nosotros enteramente, de determinada manera, en el ente. Cuanto
más nos dirigimos, en nuestra actividad,
hacia el ente, tanto
menos lo dejamos huir como tal, y más nos apartamos
de la Nada; pero con tanta mayor seguridad nos lanzamos a la superficie, accesible a todos, de la existencia.
No obstante, este alejamiento de la Nada, continuo aunque equívoco, responde, dentro de ciertos límites, a su más auténtico sentido. Nos remite — la Nada en su anular — precisamente
al
ente. La Nada anula ininterrumpidamente, sin que nosotros, con
ese saber en que
cotidianamente nos movemos, sepamos
en realidad de tal acontecimiento.
¿Qué testimonio más impresionante de la manifestación continua y extendida, aunque disimulada, de la Nada en nuestra existencia, que
la
negación? Ella debe pertenecer, sin duda, a la esencia del pensar humano. La negación dictamina siempre acerca de un
No, en la
expresión negativa; pero de ningún modo añade el No, sacándolo de sí misma, como medio de distinción y oposición frente al dato, para deslizarlo al mismo tiempo en él. ¿Cómo podrá la negación sacar el No de sí misma, si sólo puede negar cuando se pone a su alcance un
objeto negable? Pero un objeto negable y por negar ¿cómo podrá ser considerado objeto “negativo” (Nichthaft), a menos que todo pensamiento como tal
mire ya
previamente a la
Nada? La Nada sólo puede, no obstante, tornarse manifiesta si su origen — el anular de la Nada en general, y con él la Nada misma — es arrancado a la ocultación.
La Nada no proviene de la negación, sino que la negación se
basa en el No, que surge del anular de la Nada. Pero, además, la negación es sólo
una manera de lo anulador, es decir, de la actitud previamente basada en el anular de la Nada.
Con esto queda demostrada en sus
rasgos fundamentales la tesis propuesta más arriba:
la Nada es el origen de la negación, no a la inversa.
Si se desmorona así el poder del
entendimiento en el terreno de la indagación sobre la Nada y sobre el ser, esto decide a la vez el destino del señorío de la “Lógica” dentro de la Filosofía. La idea misma de la “Lógica”
se deshace en el torbellino de una cuestión más primordial.
Por frecuente y múltiple que sea la penetración de la negación, expresa o no, a través de todo pensamiento, la negación no es, de modo alguno, testigo irrecusable para la manifestación de la Nada, que pertenece esencialmente a la existencia. En efecto: la negación no puede ser reconocida como la única — ni siquiera como la principal — actitud anuladora donde la existencia queda en profunda conmoción por el anular de la Nada. Más abismal que la simple conformidad con la negación pensante es la rudeza del
infringir y la causticidad del
odio. Más grave es el dolor del
incumplimiento y la crueldad de la
prohibición. Más onerosa la aspereza de la
privación.
Estas posibilidades de la actitud
anuladora — fuerzas en que la existencia sostiene, aunque no gobierna, su “abandono”
(Geworfenheit) — no son
especies de la mera negación. Mas esto no les impide
expresarse en el No y en la negación, y entonces sí que lo único que se pone en descubierto es, ciertamente, la vaciedad y amplitud de la negación.
La total invasión de la existencia por la actitud anuladora atestigua la capacidad de revelarse — continua y, sin duda, oscurecida — de la Nada que, primordialmente, sólo la angustia descubre. Lo cual implica que esa
angustia primaria es reprimida, las más veces, en la existencia. La angustia está ahí Duerme apenas. Su aliento palpita de continuo a lo largo de la existencia: con vibración mínima a través de lo “angustioso”, e imperceptible para el “sí, sí” y el “no, no” de la actividad; con máxima proximidad, en lo sosegado;
con certidumbre máxima, en lo radicalmente
temerario. Pero esto último acontece sólo en virtud de aquello
por lo que se es capaz de prodigarse, para salvar así la
suprema grandeza de la existencia.
La angustia de la temeridad no tolera ser contrapuesta a la alegría, ni tampoco al despreocupado placer de un calmoso esforzarse por algo. Se halla —
más aquí de tal oposición — en escondido
enlace con la pureza y la suavidad del anhelo creador.
En cualquier instante, la angustia primaria puede despertar en la existencia. No necesita, para ello, que ningún acaecimiento
insólito interrumpa su sueño. A la profundidad de su acción corresponde la insignificancia de los motivos que la provocan. Está en permanente acecho, y sin embargo,
rara vez se abalanza para arrebatarnos al interior de la fluctuación.
El mantenerse la existencia en el interior de la Nada, sobre la base de la angustia oculta, convierte al hombre en
campeón
de la Nada.
Tan finitos somos, que por nuestra decisión y voluntad propias no podemos originariamente transportarnos a presencia de la Nada. La
limitación excava tal abismo en la existencia, que la más propia y honda finitud
no se somete a nuestra libertad.
El mantenerse la existencia en el interior de la Nada, sobre la base de la angustia oculta, es la superación del ente en su totalidad: la
trascendencia.
Nuestra indagación acerca de la Nada debe traer la
Metafísica misma a nuestra presencia. El nombre de “Metafísica” deriva del griego
.
Este sorprendente título
fue luego interpretado como designación del problema que va “más allá” —
, trans — del ente como tal.
Metafísica es un
indagar más allá, acerca del ente, a fin de volver a la posesión del ente
como tal y en su totalidad, para su comprensión.
En el problema de la Nada ocurre semejante ir más allá del ente como ente en su totalidad. Resulta ser, pues, un problema “metafísico”. Hemos señalado al principio una doble característica de los problemas de esa especie: toda cuestión metafísica abraza, en primer lugar, la totalidad de la Metafísica; por otra parte, en toda cuestión metafísica, la existencia que plantea la cuestión es introducida, a su vez, dentro de la cuestión misma.
¿Hasta qué punto el problema de la Nada penetra y abraza la totalidad de la Metafísica?
Desde hace mucho tiempo, la Metafísica dictamina sobre la Nada en una afirmación sin duda equívoca:
ex nihilo nihil — de la nada, nada proviene. — Si bien en la discusión de este juicio la Nada misma nunca llega a ser, en rigor, problema, tal logra, merced a la luz que en cada caso se proyecta sobre la
Nada, dar expresión a la correspondiente concepción básica y directriz del ente.
La
metafísica de la antigüedad concibe la Nada en la significación de no - ente, vale decir, de materia no sometida a forma, incapaz de configurarse en un ente que esté provisto de forma y ofrezca, por lo tanto, un aspecto
(elbog). Ente es la formación que se forma a sí misma y que se presenta como tal en la apariencia (vista). El origen, la justificación y los límites de esta concepción del ser son tan poco discutidos como la Nada misma.
En cambio, la
dogmática cristiana niega la verdad de la proposición
ex nihilo nihil fit, con lo que confiere a la Nada una significación diversa, en el sentido de la simple ausencia del ente extra-divino:
ex nihilo fit... ens creatum. La Nada pasa a ser entonces el concepto opuesto al verdadero ente, al
summum ens,
a Dios como
ens increatum. También en este caso, la interpretación de la
Nada señala hacia la concepción básica, del
ente. Pero entonces la discusión metafísica del ente se mantiene en el mismo plano que el problema de la Nada. Ambos problemas, el del ser y el de la Nada, desaparecen como tales. Por eso no preocupa en absoluto la dificultad de que, si Dios crea de la Nada, debe precisamente estar en relación
con la Nada. Pero si Dios es Dios, no puede conocer la Nada, como que lo “absoluto” excluye de sí toda nulidad.
Esta escueta alusión histórica señala la Nada como concepto contrario al
auténtico ente, vale decir, como su negación. Pero si de algún modo la Nada se vuelve problema, esa relación de oposición no sólo es objeto de una determinación más clara, sino que entonces surge por primera vez el planteo realmente metafísico del problema relativo al
ser del ente. La Nada no será ya el impreciso
término opuesto del
ente, sino que se revela como
perteneciente al ser del ente.
“El ser puro y la Nada pura son, pues, lo mismo”. Esta afirmación de Hegel (Wissenschaft der Logik, libro I, ww III, pág. 74) continúa siendo exacta. Ser y Nada se corresponden, pero no porque ambos — desde el punto de vista del concepto hegeliano del pensamiento — coincidan en lo determinado e inmediato, sino porque el
ser mismo es, en esencia,
finito, y sólo se manifiesta en la trascendencia de la existencia mantenida en el interior de la
Nada.
Por otra parte, si el problema del ser como tal es el que abraza la Metafísica, el problema de la Nada resulta ser tal, que ciñe en torno la totalidad de la Metafísica. Mas el problema de la Nada atraviesa al mismo tiempo, de un cabo al otro, la totalidad de la Metafísica, en la medida en que lleva por fuerza al problema del
origen de la negación, vale decir, en definitiva, en la medida en que obliga a decidir si es o no legítima la soberanía de la “Lógica” en la Metafísica.
La antigua afirmación
ex nihilo nihil fit recibe entonces un sentido diverso — que toca al
problema mismo del ser, — y se expresa así:
ex nihilo omne ens qua ens fit. En la Nada de la existencia es donde el ente en su totalidad — según su más auténtica posibilidad, es decir, de manera finita, — se allega a sí mismo.
Pues bien, ¿hasta qué punto la interrogación acerca de la Nada, si es una interrogación metafísica, ha llevado a su propio interior nuestra existencia interrogadora?
Hemos caracterizado nuestra existencia como esencialmente determinada por la
ciencia. Si nuestra existencia, así determinada, ha sido puesta dentro del problema de la Nada, ha debido pasar entonces — y por obra de ese mismo problema — a ser
problemática.
La simplicidad y agudeza de la existencia científica residen en su actitud señaladamente orientada
hacia el ente mismo y sólo hacia él. La ciencia querría desentenderse, con un gesto de superioridad, de la Nada. Pero ahora resulta evidente, en el problema de la Nada, que esta existencia científica
sólo es
posible
si se mantiene, por adelantado, dentro de la Nada. Se comprende a sí misma, en lo que ella es, únicamente en el caso de
no
desentenderse de la Nada.
La presunta sobriedad y superioridad de la ciencia se vuelven risibles si ésta no toma en serio la Nada. Sólo porque la Nada es manifiesta puede la ciencia hacer del ente mismo el objeto de su indagación; y sólo a condición de tomar su existencia de la Metafísica le es dado realizar una y otra vez su misión esencial, que no consiste en acumular y ordenar conocimientos, sino en inferir
el área toda de la verdad, continua y renovadamente, de la naturaleza y de la historia.
Únicamente porque la Nada está manifiesta en el fondo de la existencia, es por lo que la plena
rareza del ente puede sobrecogernos. Sólo cuando nos oprime la rareza del ente, es cuando esa opresión provoca y atrae sobre sí el
asombro. El
“¿por qué?”
no surge sino sobre la base del asombro — es decir, de la manifestación de la Nada.— Si podemos, de determinada manera,
indagar 'principios y
fundar en principios, se debe exclusivamente a la posibilidad del por qué, en cuanto tal. Y sólo porque podemos indagar y fundamentar le ha sido entregado a nuestra existencia el destino del
investigador.
El problema de la Nada nos hace a
nosotros mismos — los que lo planteamos — objeto de problema: es un problema meta-físico.
La existencia humana puede orientarse sólo hacia el ente, cuando se mantiene en el interior de la Nada. El ir más allá del ente
se realiza en la esencia de la existencia. Ahora bien: ese ir más allá
es la
Metafísica misma. Esto implica que la Metafísica pertenece a la “naturaleza humana”. La Metafísica no es un capítulo de filosofía escolar, ni un campo de ocurrencias antojadizas: es el
acontecimiento fundamentad EN la existencia y EN CUANTO a la existencia misma.
Puesto que la verdad de la Metafísica habita esas profundidades abismales, se halla sujeta a la posibilidad — siempre en acecho — del más hondo error con respecto a las cosas
más inmediatas. Por eso no hay rigor científico que alcance la gravedad de la Metafísica. Y nunca puede medirse la Filosofía con el metro de la idea de ciencia.
Si el problema de la Nada, ya desarrollado, ha sido en verdad objeto, por nuestra parte, de un planteo tal que nosotros mismos quedamos incluidos en él, entonces no hemos traído la Metafísica sólo exteriormente a nuestra presencia. Ni tampoco nos hemos “transportado” por primera vez al interior de la Metafísica. De ningún modo podríamos hacerlo, porque, en la medida en que existimos,
ya estamos siempre dentro de ella:
(Platón,
Fedro, 279 a.) En la medida en que el hombre existe, ocurre el filosofar.
Filosofía — lo que nosotros llamamos Filosofía — no es otra cosa que el “poner en marcha” de la Metafísica. En ella, la Metafísica se allega a sí misma y a su misión
expresa. Y la Filosofía no se pone en marcha sino por una peculiar
inclusión de la propia existencia en las posibilidades básicas de la existencia en su totalidad. Para tal inclusión es decisivo:
ante todo, dejar campo abierto al ente en su totalidad;
luego, abandonarse al interior de la Nada, esto es, librarse de los ídolos que cada cual posee y hacia los que suele huir furtivamente;
y, por último, hacer cesar este balanceo, para que se cierna permanentemente en la
cuestión fundamental de la Metafísica, que la
Nada misma impone:
¿Por qué existe en general el ente y no, más bien, la Nada? |