El joven Dickens

por Graham Greene
Traducción de Enrique Pezzoni

Boceto de Dickens en 1842

durante su primera gira americana

Todo crítico debe evitar el riesgo de convertirse en prisionero de su tiempo, y si hemos de apreciar a Oliver Twist en todo su valor, debemos olvidar la larga estantería de libros, toda la rígida importancia de un gran autor, los escándalos y las controversias de su vida privada. Tampoco estaría mal que consiguiéramos olvidar las ilustraciones de Phiz y de Cruikshank, que congelaron el agitado, agitador mundo de Dickens e hicieron de él un museo de cera donde las patillas del señor Mantalini están invariablemente atusadas, donde el señor Pickwick se levanta sin cesar los faldones del levitón y donde Fagin, en la Cámara de Horrores, se acuclilla ante un fuego que nunca morirá. Sus ilustradores —por brillantes que fueran como artífices— hicieron un flaco servicio a Dickens, porque ningún personaje volverá a entrar por primera vez en nuestro recuerdo tal como nosotros lo imaginamos: y nuestra imaginación, al fin y al cabo, tiene tanto derecho a la verdad como la de Cruikshank.

A pesar de todo, bien vale la pena el esfuerzo de retroceder. El viaje dura sólo algo más de cien años, y al otro extremo del camino nos espera un joven autor cuyo único título para el renombre, en 1836, ha sido la publicación de unos cuantos esbozos periodísticos y algunas operetas cómicas: El extraño caballero, La coqueta aldeana, ¿Es ella su. mujer? Dudo que, por esa época, cualquier Cortés literario las hubiese puesto en su biblioteca. Al fin, súbitamente, con Los papeles de Pickwick, llegan la popularidad y Ja fama. La fama cae como una mano muerta sobre el hombro de un autor; y ese autor tendrá suerte si le cae en los últimos años de su vida. ¿Cuántos, en lugar de Dickens, se habrían resistido a eso que James llamó “el gran contacto corruptor del público”, la popularidad basada —como casi siempre ocurre— no en la fuerza, sino en las debilidades de un autor?

El joven Dickens, a los veinticinco años, había encontrado una mina que le pagaba un tremendo dividendo. Fielding y Smollett, pulcros y refinados para la nueva burguesía, habían abastecido esa mina; Goldsmith había contribuido con el sentimentalismo y Monk Lewis con el horror. El libro era gigantesco, informe, familiar (receta importante para la popularidad). Lo que Henry James escribió acerca de un crítico francés (hace mucho tiempo olvidado, se aplica muy bien al joven Dickens: “Es llano, familiar, coloquial; apoya los codos sobre el mostrador y envuelve la compra semanal en un paquete que es lo opuesto de lo compacto. Puede uno imaginárselo como un almacenero que vende tapioca y harina de maíz sin escatimar en el peso; su estilo parece hecho con la trama del papel de estraza.”

Esto, desde luego, es injusto para con Los papeles de Pickwick. El crítico más árido no podría haber cerrado del todo los ojos a esas súbitas iluminaciones de genio cómico que atraviesan el yermo de palabras como relámpagos; pero ¿podía prever la segunda novela: no una repetición de ese baúl mundo atiborrado, pero sí un breve melodrama, de firme construcción, donde faltan casi por completo los elementos francamente cómicos y apenas se advierte el retorcido humorismo del asilo de huérfanos?

“Hará usted fortuna, señor Sowerberry —dijo el bedel, metiendo índice y pulgar en la caja de rapé que le tendía el enterrador, y que era un ingenioso modelo reducido de ataúd.”

Semejante evolución resultaba inconcebible, si se la pensaba como la transformación progresiva de aquella prosa, espesa como el fango, en las delicadas y exactas cadencias poéticas, en la música del recuerdo que influyeron a tal punto sobre Proust.

Cedemos demasiado a la inclinación de tomar a Dickens como un todo y de juzgar sus juvenilia con la misma blandura o dureza que su obra posterior. Oliver Twist es aún una muestra de juvenilia: unas magníficas juvenilia. Es el primer paso en el camino que lleva desde Pickwick hasta Grandes esperanzas. Y perdonamos de buen grado las faltas de gusto en el primer libro si consideramos la distancia que Dickens debía atravesar. Los dos típicos pasajes didácticos que siguen pueden servir como los dos primeros mojones al comienzo de la travesía. El primero es de Picxoick; el segundo, de Oliver Twist.

“Y muchos son, en verdad, los corazones a los cuales la Navidad brinda una breve estación de dicha y goce. Cuántas familias, cuyos miembros se han apartado y desperdigado por doquier en las agitadas luchas de la vida, se reúnen entonces y vuelven a encontrarse en ese feliz estado de la camaradería y la mutua buena voluntad, que es fuente de un deleite tan puro y sin mácula, tan incompatible con las fatigas y penas del mundo, que no sólo las creencias religiosas de las naciones más civilizadas, sino también las rudas tradiciones de los más toscos salvajes lo incluyen entre los goces primordiales de una futura condición de la existencia, concedida a los bienaventurados y a los felices."

“El muchacho se agitó y sonrió en sueños, como si esas muestras de piedad y compasión hubieran despertado en él algún sueño placentero de amor y afecto que nunca había conocido. Así, una corriente de suave música, o el murmullo del agua en un lugar silencioso, o el aroma de una flor, o la mención de una palabra familiar, suscitan a veces repentinas y vagas reminiscencias de escenas que nunca existieron, en esta vida; que se desvanecen como un suspiro; que parecen nacidas en el breve recuerdo de una existencia más feliz, y hace mucho desaparecida; que ya nunca podrá resucitar ningún esfuerzo voluntario de la mente."

El primer pasaje es, por cierto, papel de estraza: lo que envuelve ha sido elegido por el almacenero para complacer los gustos de sus clientes. Pero ¿no podemos percibir ya en el segundo el tono de la prosa secreta de Dickens, esa imagen de un alma que habla consigo misma, sin testigos, que encontramos en Grandes esperanzas?

“Hacía, de nuevo, un hermoso tiempo estival, y mientras caminaba retornaron a mí vividamente los tiempos en que era una criatura indefensa y mi hermana no me daba tregua. Pero retornaron bañados en una dulce tonalidad que suavizaba hasta las aristas de Tickler. Porque ahora, el aroma mismo de las alverjillas y del trébol susurraba a mi corazón que llegaría el día en que sería bueno para mi recuerdo el hecho de que otros, caminando al sol, sintieran esa misma suavidad al pensar en mí.”

Es un error creer que Oliver Twist es una novela realista: sólo al fin de su obra aprendió Dickens a escribir de manera realista acerca de los seres humanos; al principio, inventó la vida y ya no creemos en la existencia temporal de Fagin o de Bill Sikes más que en la existencia de aquel Gigante que Jack mató mientras aullaba Fee Fi Fo Fum[1].

Había Fagins, y Bill Sikes, y Bumbles de verdad en la Inglaterra de aquellos días; pero Dickens no los había retratado, como después habría de retratar al convicto Magwitch. Esos personajes de Oliver Twist son, simplemente, partes de una inmensa escena inventada que el propio Dickens llamó, en su prefacio, “las frías, húmedas, desamparadas calles de Londres a medianoche”. Cómo resuena el eco de esta frase en los libros de Dickens, hasta que volvemos a encontrarla en “las lóbregas calles del oeste de Londres, en una fría, polvorienta noche de primavera” que le parecían tan melancólicas a Pip. Pero Pip sería tan real como esas lóbregas calles, mientras que Oliver era tan poco realista como la fría, húmeda medianoche de que formaba parte.

Esto no es tanto criticar el libro cuanto describirlo. ¡Qué imaginación tendría ese muchacho de veintiséis años para inventar una leyenda tan monstruosa y total! Nosotros, los lectores, no nos perdemos con Oliver Twist en Saffron Hill: nos perdemos en los intersticios de una mente joven, iracunda, tenebrosa, y las imágenes inhumanas surgen ante los rieles como las figuras iluminadas en el túnel de un Tren Fantasma.

“Contra la pared se alineaban, en fila regular, una larga serie de tablones de olmo, cortados en la misma forma; en la luz difusa parecían espectros de altos hombros, con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones.”

Casi todos hemos visto esas estampas del siglo XIX en que cuerpos de mujeres desnudas forman la cara de un personaje: el Diplomático, el Avaro, etcétera. Así la figura acuclillada de Fagin parece formar la boca; Sikes, con su garrote, los rasgos prominentes y el triste, perdido Oliver los ojos de un hombre tan perdido como Oliver.

En un hermoso pasaje lleno de imaginación, Chesterton describió el misterio que se guarece tras los argumentos de Dickens, y la sensación de que el propio autor ignora lo que en realidad ocurre, a tal punto que cuando llegan las explicaciones y encontramos, amontanada en las últimas páginas de Oliver Twist, una desnuda, complicada historia de ilegitimidad, testamentos quemados y pruebas destruidas, simplemente no creemos en ella. “El misterio es sensacional; el secreto es baladí. La superficie de todo eso parece más espantosa que su fondo. Es como si esas figuras terribles, la señora Chadband y la señora Clennam, la señorita Havis-ham y la señorita Flite, Nemo y Sally Brass, ocultaran algo al autor y también al lector. Cuando el libro se cierra, aún ignoramos su verdadero secreto. Esos seres han contentado al optimista Dickens con algo menos tremendo que la verdad.”

Lo que más llama la atención en este sofocante universo de Fagin son los diferentes niveles de irrealidad. Si, como nos inclinamos a creer, el escritor percibe su mundo de una vez por todas durante la niñez y la adolescencia, y si su obra entera no es sino un esfuerzo para ilustrar su mundo privado en términos del gran mundo público que todos compartimos, podemos entender por qué Fagin y Sikes, en sus exageraciones más extremas, nos conmueven más que la benevolencia del señor Brownlow o la dulzura de la señora Maylie: nos conmueven con el miedo, mientras que los otros nunca nos conmueven de veras con el amor. Y no porque ese niño desdichado, con su orgullo herido y su sensación de incurable inseguridad, no hubiese conocido la bondad humana: simplemente porque no había logrado reconocerla en aquellas calles entre Gadshill y Hungerford Market, tan estrechas y sofocantes como las de Oliver Twist. En ese primer período, cuando Dickens procuraba describir la bondad parecía recordar las pequeñas papelerías, en el camino hacia la fábrica de betún, con sus coloridos recortes de ángeles y vírgenes, o el rostro de algún anciano caballero que le había hablado con dulzura fuera de la fábrica de Warren. Dickens había nadado hacia la bondad desde el profundo mundo de su experiencia, y en ese nivel tan playo su mente consciente se imponía y procuraba construir personajes que representaran la virtud y —puesto que su época se lo exigía— la virtud triunfante; pero todo cuanto pudo crear fueron pelucas empolvadas y anteojos centelleantes y un estrépito de tazones de caldo y un pálido rostro angelical. Comparemos el modo en que Dickens nos hace conocer el mal con su presentación de la bondad:

“Las paredes y el techo del cuarto estaban totalmente negros de mugre y vejez. Había una mesa de juego ante la chimenea: sobre ella, una vela, metida en una botella de jengibre; dos o tres tazones de peltre; un pan y manteca, un plato. En una sartén, puesta sobre el fuego y asegurada a la repisa de la chimenea mediante una cuerda, se cocinaban algunas salchichas. Frente a ellas, con una tostadera en la mano, había un judío muy viejo y arrugado cuya cara repulsiva y canallesca estaba oscurecida por una profusión de enmarañado pelo rojo. Estaba vestido con una grasienta toga de franela, con el cuello al aire. . .

—Este es él, Fagin —dijo Jack Dawkins—: mi amigo Oliver Twist.

El judío sonrió y haciendo una profunda reverencia a Oliver, lo tomó de la mano y esperó que tendría el honor de trabar íntima relación con él.”

Fagin siempre está rodeado por esa atmósfera de oscuridad y pesadilla. Nunca se muestra en las calles de día. Y hasta cuando lo vemos por última vez, en su celda de condenado, todavía no ha nacido el día. En la oscuridad de Fagin, pocas veces vacila la mano de Dickens. Oigámoslo dar otra vuelta de tuerca al horror cuando Nancy habla de los pensamientos de muerte que la han acosado:

“—Imaginaciones —dijo el caballero, tranquilizándola.

—No, no es mi imaginación —respondió la muchacha con voz ronca—. Juraría que he visto la palabra ‘ataúd’ escrita con grandes letras negras en cada página del libro. . . Sí, y esta noche pasó uno muy cerca de mí en la calle.

—Eso no tiene nada de raro —dijo el caballero—. Muchas veces me he cruzado con ataúdes en la calle.

—Con ataúdes reales —dijo la muchacha—. Pero ése no lo era.”

Pasemos ahora al mundo diurno y veamos cómo aparece Rose por primera vez:

“La dama más joven atravesaba ese período primaveral en que la condición de mujer florece en una encantadora lozanía; tenía esa edad que nos permite suponer, sin blasfemia, que si alguna vez encarnan los ángeles en formas mortales para cumplir los buenos designios de Dios, han de hacerlo en formas como la de ella. No tenía más de diecisiete años. Estaba hecha en un molde tan exquisito, tan suave y gentil, tan puro y hermoso que la tierra no parecía su elemento ni sus rudos habitantes los compañeros adecuados a ella".

O al señor Brownlow cuando se muestra a Oliver por primera vez:

“Ahora bien: el viejo caballero entró muy animado; pero no bien levantó los anteojos sobre su frente y puso las manos tras los faldones de su bata para echar una buena mirada a Oliver, su rostro experimentó una gran variedad de extrañas contorsiones.

...El hecho es que, si hemos de decir la verdad, el corazón del señor Brownlow, suficientemente grande como para seis viejos caballeros corrientes de constitución humana, impulsaba una provisión de lágrimas hasta sus ojos mediante algún proceso hidráulico que no somos lo bastante filósofos como para estar en condiciones de explicarlo.”

¿Cómo podemos creer que esos imperfectos fantasmas de la bondad pueden triunfar sobre Fagin, Monks y Sikes? La respuesta, desde luego, es que nunca podrían haber triunfado sin la complicada maquinaria del argumento expuesto en las últimas páginas. El mundo de Dickens es un mundo sin Dios; y como sucedáneo del poder y la gloria del omnipotente y el omnisciente hay unas pocas referencias sentimentales al cielo, los ángeles, los dulces rostros de los muertos. Además, está Oliver que dice: “El cielo está demasiado lejos y allá son demasiado felices para bajar junto al lecho de un pobre niño”. En este mundo maniqueo podemos creer en el mal, pero la bondad se diluye en la filantropía, la benevolencia y todas esas extrañas y vagas enfermedades en que las jóvenes mujeres de Dickens caen con tanta frecuencia y que le parecen a él mismo un símbolo de la virtud, como si hubiese algún mérito en la muerte.

Pero con qué agudeza el genio de Dickens reconoció esa falla e hizo de ella una virtud. No podemos creer en el poder del señor Brownlow, pero tampoco cree en él Dickens, y de esa incapacidad para creer en sus propios personajes buenos surge la verdadera tensión de la novela. Oliver no puede vivir en nuestra mente como David Copperfield, y aunque muchas de las frases del señor Bumble se han vuelto, merecidamente, citas familiares, sentimos que el personaje está fabricado: nunca respira como el señor Dorrit. Sin embargo, las vicisitudes de Oliver, esa lucha aterradora entre las sombras —donde se mueve el demonio— y la luz del sol —donde la ineficaz bondad hace su última aparición en un mundo condenado— formará parte para siempre de nuestras imaginaciones. Asistimos a la derrota de Monks, oímos a Fagin aullando en su celda, vemos a Sikes colgado de la cuerda que él mismo se ha echado al cuello, pero no creemos. Hemos presenciado con demasiada frecuencia las cortas huidas de Oliver y su inevitable recaptura: allí está la verdad y la experiencia creadora. Sabemos que cuando Oliver deja la casa del señor Brownlow para caminar unas cuantas yardas hasta la librería, sus amigos esperarán en vano su regreso. Todo Londres, más allá de las apacibles calles umbrosas de Pentonville, pertenece a sus perseguidores; y cuando vuelve a huir hacia la casa de la señora Maylie en los campos más allá de Shepperton, sabemos que su seguridad es falsa. Las estaciones pueden pasar, pero la seguridad depende no del tiempo, sino de la luz del día. Todos lo hemos sabido, de niños: sabemos hasta qué punto podemos olvidar, durante el día, la oscuridad y el viaje hacia el lecho. Es con una sensación de alivio como al anochecer vemos las caras del judío y de Monks, que atisban en la ventana de la cabaña, entre el rocío del jazmín. En ese momento comprendemos que el mundo todo, y no tan sólo Londres, pertenece a esos dos cuando cae la oscuridad. Dickens no puede estropear la validez y la dignidad de ese momento distribuyendo sus finales felices y sus recompensas irreales. “Ambos lo habían reconocido, y él los había reconocido a su vez. Y sus rostros quedaron impresos en su recuerdo con tanta firmeza como si, labrados en piedra, hubiesen estado expuestos ante él desde su nacimiento”.

“Desde su nacimiento”: con esta frase Dickens pudo referirse al complicado enredo del argumento que está fuera de la novela, “algo menos terrible que la verdad”. En cuanto a la verdad, ¿es demasiado fantástico imaginar que en esta novela, como en muchos de sus últimos libros, se insinúa la eterna y corruptora seducción de los maniqueos, que nos arrullan con la música de la desesperación al explicarnos, simplemente, terriblemente, que el mundo fue creado por Satanás, y no por Dios?

Nota:

[1] Alusión al cuento infantil Jack, el matador de gigantes. Fee Fi Fo Fum es la primera línea de una canción que dice “Fee Fi Fo Fum / I smell the blood of and Englisbman; / Let him be alive or let him he dead, / I grind his bones to make my bread. [Fee Fi Fo Fum / huelo la sangre de un inglés; / vivo o muerto, / muelo sus huesos para hacer mi pan.] N. del T.

 

por Graham Greene

Traducción de Enrique Pezzoni (Argentina)

 

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