Lectura Cervantina de Tres Tristes Tigres

por Juan Goytisolo

 

En su Vida de don Quijote y Sancho, al llegar al capítulo sexto de la Primera parte de la obra, consagrado al escrutinio de la biblioteca del hidalgo por el cura y el barbero, Unamuno lo despacha con estas breves líneas sentenciosas: “Todo lo cual es crítica literaria que debe importarnos muy poco. Trata de libros y no de vida. Pasémoslo por alto.[1]” No corresponde a nuestros propósitos analizar ahora la torcida interpretación por parte del escritor vasco de un pensamiento liberal y humanista que se sitúa en los antípodas del suyo - mucho más afín, dicho sea de paso, al de Quevedo que al de Cervantes -: otros lo han hecho ya, y a ellos nos remitimos. Nos limitaremos tan sólo a observar que, al expresarse en términos de “vida” y “libros” en el interior del espacio literario de la novela, parece incurrir en la óptica del “realismo’ ’ pedestre que con tanta razón execraba. Cuando la vida entra en los libros se transmuta inmediatamente en “literatura”, y como tal debemos juzgarla. A decir verdad, el capítulo sexto desempeña un papel fundamental en la novela, hasta el punto de que sin él el Quijote no existiría. Lo que Unamuno pasó por alto fue, nada menos, la maravillosa galería de espejos cervantina, ese juego a la vez destructivo y creador con los diferentes códigos literarios de su tiempo, demostrando una vez más - como si ello fuera aun necesario - su insensibilidad total a una obra tan ajena como infinitamente superior a la suya.

Una novela - recordémoslo - no enlaza sólo con el contexto vital - social, histórico - en que surge; responde también, y ante todo, a las leyes del género a que pertenece, esto es, a las exigencias de su propio discurso. Aunque para una apreciable mayoría de .novelistas, críticos y lectores lo más importante en ella es su relación con la “realidad” que pretende representar - novela como espejo en el camino, personajes destinados a competir con los del registro civil, etc. - su trabazón con el conjunto de las obras publicadas anteriormente es siempre más fuerte y decisiva que la que le une a la “ realidad ”. El Quijote es precisamente la mejor demostración de que un texto no puede ser estudiado aisladamente - como si hubiera nacido de la nada o fuera un mero producto del mundo exterior sino en conexión y correspondencia con otros textos, con todo un sistema de valores y significaciones nuevos. Como dijeron en su día los formalistas rusos, la función de cada obra está en su relación con las demás. Cada obra es un signo diferencial.

La gran novela cervantina es un discurso literario complejísimo que se ilumina y cobra sentido por su vinculación con los modelos literarios de la época: la relación intertextual desempeña en ella una función primordial, como la ejerce igualmente en las obras literarias francesas e inglesas sobre las que tuvo mayor influencia, desde Sterne a Flaubert. Bajo este concepto el capítulo sexto permite a Cervantes introducir la discusión literaria en la vivencia de los personajes y catapultar la teoría en el recinto mismo de la novela. Como todo un sector de la novelística actual—que “cervantiza” sin saberlo—caracterizado por su desconfianza de los “contenidos” y ”formas” tradicionales, el Quijote e.s, simultáneamente, crítica y creación, escritura e interrogación acerca de la escritura,—texto que se construye sin dejar de ponerse nunca él mismo en tela de juicio.

Pero la relación de la novela de Cervantes con el Corpus literario de su tiempo no se reduce, como Unamuno da a entender, al importantísimo capítulo sexto: se manifiesta, al contrario, sin desmayo, desde el prólogo al final de la obra. Esto lo vio muy bien Américo Castro cuando escribía:

Se ha hablado mucho de las fuentes literarias del Quijote, y muy poco de la presencia y función de los libros dentro del proceso creador de la obra. Leer o haber leído, escribir o estar escribiendo son tareas de muchos de los personajes que pueblan las páginas del Quijote, tareas sin las cuales no existirían algunos de ellos [...] Diríamos en vista de ello que el Quijote es un libro forjado y deducido de la activa materia de otros libros. La Primera parte emana esencialmente de los libros leídos por Don Quijote; la Segunda es, a su vez, emanación de la Primera, pues no se limita a seguir narrando nuevos sucesos, sino que incorpora en la vida del personaje la conciencia de haber sido aquélla ya narrada en un libro. El Don Quijote de la Segunda parte se continúa a sí mismo y a la interpretación literaria de Cide Hamete.[2]

Con su habitual perspicacia, mucho antes de la divulgación en Occidente de los hallazgos de los formalistas, el autor de El pensamiento de Cervantes supo captar el papel decisivo de la intertextualidad en la obra cervantina y el juego de la palabra escrita en la psique de los personajes: como vamos a ver, dentro de los términos de brevedad que nos impone el presente ensayo, el Quijote ilustra mejor que ninguna otra novela el principio formulado por Sklovsky según el cual toda obra literaria "se crea en paralelo y oposición a un modelo cualquiera. La forma nueva no aparece para expresar un contenido nuevo sino para susbstituir a la forma antigua que ha perdido su carácter estético"[3]. En el prólogo de la novela, Cervantes nos propone ya que la contemplemos como un objeto literario nuevo y original que si por un lado actualiza todas o casi todas las posibilidades latentes en el discurso novelesco, por otro propone una combinación única, irreductible a todo modelo previo.

Algunos cervantistas, siguiendo las huellas de Unamuno en su esfuerzo por disociar al Quijote de su creador y considerar a éste un ingenio lego, nos dicen, como el señor Rodríguez Marín, que el libro contiene una serie de excelencias, pero ‘su propio padre no acertó a verlas (...) Somos sus lectores los que hemos descubierto lo mejor del tesoro del gran libro”. Esto, desde luego, es un solemne disparate, y lo más triste del caso es que el ilustre académico no nos revela absolutamente nada de nuestro, autor fuera de que no tenía abuela, cuando indirectamente se atribuye el mérito de ‘ ‘descubrir’ ’ los tesoros ocultos del libro. Nadie mejor que Cervantes conocía el valor y originalidad del objeto literario que proponía a sus lectores, y del mismo modo que Juan Ruiz se jacta de escribir “versos extraños”—por el hecho de ser el primer poeta que emplea el zéjel con rima interna de los poetas árabes—Cervantes se autodefine “raro inventor” y se preocupa por indicarnos ab initio que su libro es absolutamente distinto de los que, por aquellas fechas, se publican y obtienen el favor del público; desde el prólogo entabla un diálogo imaginario con el lector medio, destinado a poner de relieve el signo diferencial de su novela con respecto al sistema literario de su tiempo.

El Quijote no refleja tan sólo, como suele decirse, la antinomia y juego dialéctico entre la realidad y la ficción, el ser y la apariencia mediante el prisma transmutador de la locura de su héroe. Dicha contraposición—ventas/castillos, molinos/gigantes, venteras/señoras, prostitutas/nobles doncellas, rebaños/ejércitos, cueros de vino/gigantes, bacía/yelmo, aceñas/fortalezas, etc.—es, desde luego, importantísima, pero no debe divertirnos del hecho capital de que Cervantes nos interna en una fantástica galería de espejos, -una sutilísima red de signos correspondientes a realidades opuestas. La especificidad del fenómeno literario nos es recordada a cada paso a medida que penetramos en el laberinto verbal del libro. Mientras en la comunicación ordinaria el código de la lengua se da siempre por supuesto, hasta el punto de que los sujetos parlantes lo usan de modo automático y lo ponen, por decirlo así, entre paréntesis, el lenguaje literario se singulariza por procurarnos una mayor o menor información acerca de su propia estructura. En el primer caso la estructura lingüística consituye un simple medio de transmitirnos la información; en el segundo, la estructura literaria pone el énfasis en el propio mensaje, no en la referencia, y lo peculiar de ella es precisamente la información que facilita respecto a su propia construcción:

Dicen que en el propio original desta historia se lee que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fué un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de Don Quijote, por parecerle que siempre había de, hablardél y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que por huir deste inconveniente había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron las del “Curioso impertinente” y la del “Capitán cautivo”, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse. También pensó, como él dice, que muchos, llevados de la atención que piden las hazañas de Don Quijote, no la darían a las. novelas, y pasarían por ellas, o con priesa, o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrara bien al descubierto cuando por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don Quijote, ni a las sandeces de Sancho, salieran a luz.

Y así, en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece, y aun éstos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos; y pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir. (II, 44)

A imitación del autor- o“autores”- de la obra, los personajes del Quijote, manifiestan igualmente una gran preocupación coni el lenguaje y el modo de referir los hechos, esto es, con el código de la lengua, violado por Sancho o el cabrero, y con el discurso narrativo:

-Sigue tu cuento, Sancho—dijo don Quijote—, y del camino que hemos de seguir déjame a mí el- cuidado.

-Digo, pues - prosiguió Sancho—, que en un lugar de Extremadura había un pastor cabrerizo, quiera decir que guardaba cabras; el cual pastor o cabrerizo, como digo de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba; la cual pastora llamada Torralba era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico...

-Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho - dijo don Quijote - repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente, y cuéntalo como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada.

-De la misma manera que yo lo cuento - respondió Sancho - se cuentan en mi tierra todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me pida que haga usos nuevos. (I, 20)

La discusión literaria, lejos de ceñirse al escrutinio de la biblioteca del hidalgo por el cura y el barbero, se extiende durante capítulos enteros a lo largo de la obra: en la Primera parte el ventero menciona una maleta “olvidada” por un huésped en la que se hallan dos novelas de caballería y la historia del gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba — recurso muy común en la narrativa de la época para interpolar nuevas historias —, lo que suscita una interesantísima discusión sobre el concepto de verosimilitud. El debate se reanuda más tarde, con una defensa del verosímil artístico por parte del canónigo y una respuesta del cura en la que matiza su anterior punto de vista. Durante esta controversia, el canónigo critica la estructura de los libros de caballería en unos términos que ponen de relieve el contraste existente entre ellos y la sabia y armoniosa arquitectura del objeto que nos ofrece Cervantes. En la Segunda parte hallamos igualmente una discusión con el caballero del Verde Gabán sobre el arte poética y un curiosísimo debate acerca de traducciones y el arte de traducir cuando don Quijote, durante su estancia en Barcelona, visita una imprenta:

Llegábase don Quijote a un cajón y preguntaba qué era aquello que alllí se hacía; dábanle cuenta los oficiales; admirábase, y pasaba adelante. Llegó en otras a uno, y preguntóle qué era lo que hacía. El oficial le respondió:

-    Señor, este caballero que aquí está—y enseñóle a un hombre de muy buen talle y parecer y de alguna gravedad—ha traducido un libro toscano en nuestra lengua castellana y estoyle yo componiendo, para larle a la estampa.

-    Qué título tiene el libro?—Preguntó don Quijote.

A lo que el autor respondió:

-Señor, el libro, en toscano, se llama Le bagatele.

-Y qué responde le bagatele en nuestro castellano?—preguntó don Quijote.

-Le bagatele—dijo el autor—es como si en castellano dijésemos los juguetes; y aunque este libro es en el nombre humilde., contiene y encierra en sí cosas muy buenas y sustanciales.

-Yo—dijo don Quijote—sé algún tanto del toscano, y me precio de cantar algunas estancias del Ariosto. Pero dígame vuesa merced, señor mío, y no digo esto porque quiero examinar el ingenio de vuestra merced, sino por curiosidad no más: ha hallado en su escritura alguna vez nombrar piñata?

-Sí, muchas veces—respondió el autor.

-Y como la traduce vuesa merced en castellano?—preguntó don Quijote.

-Cómo la había de traducir—replicó el autor—, sino diciendo olla?

-Cuerpo de tal—dijo don Quijote—, y qué adelante está vuesa merced en el toscano idioma! Yo apostaré una buena apuesta que adonde diga en el toscano piace, dice vuesa merced en el castellano place; y adonde diga piu, dice mas, y el su declara con arriba, y el giu con abajo.

-Sí declaro, por cierto—dijo el autor—porque ésas son sus propias correspondencias.

-Osaré yo jurar—dijo don Quijote—que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos.

Qué de habilidades hay perdidas por ahí! Qué de ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero, con todo ésto, me parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que la escurecen, y no se veen con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel. Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio del traducir; porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre y que menos provecho le trajesen. (II, 57)

La controversia literaria de mayor interés es tal ver la del capítulo 48 de la Primera parte, en la que el canónigo, pasando de la critica de lo inverosímil en las novelas de caballería, arremete con las “comedias que ahora se representan”, es decir con Lope de Vega. Como ha captado muy bien Vicente Llorens, el ataque de Cervantes a la novela de caballería sería desproporcionado si no implicara también una crítica de la comedia lopesca que perpetuaba los ideales anacrónicos del Amadís, presentándolos al público como valores actuales y factibles en el contexto de aquel tiempo[4]. Por otra parte, la acometida del canónigo contra el arte popular y mayoritario de Lope marca la oposición de la sutil ingeniería literaria cervantina al canon literario de la época, afirmando así su carácter específico de “diferencia”.

La densísima correlación del Quijote con la literatura de su siglo se manifiesta en todos los niveles de la obra, desde los más superficiales a los más profundos: por un lado, el libro está repleto de alusiones y citas del romancero, novelas de caballería—poetas latinos, Ariosto y Garcilaso, etc. ;jpor otro, se nos presenta, en su totalidad, como un objeto exclusivamente literario, no como un trozo de vida o de “realidad”. Cervantes no nos dice, como Galdós en el prólogo de Misericordia o Cela en el de La colmena, .que halló el argumento de la novela en la vida, a base de observaciones y estudios del natural, sino en unos cartapacios escritos en lengua arábiga por un tal Cide Hamete Benengeli, por los que pagó unos pocos reales y que el último autor—es decir, el compilador—hizo traducir a un morisco aljamiado a cambio de “dos arrobas de pasas y dos. fanegas de trigo”. Los diferentes artífices de la obra aparecen envueltos en la bruma, y puede decirse en propiedad que la fábrica entera de la novela se funda en el diálogo de “los autores que deste caso escriben” (I, 1) con un “segundo autor”—el compilador—que, a su vez, descubre la obra de un tercero—Cide Hamete Benengeli, a quien se llama no obstante “primer autor”—, obra trasladada y adaptada por un cuarto autor—pues, como éste nos indica en alguna ocasión, no se ciñe a su papel de traductor y ejerce funciones de censor e incluso de exégeta—, con lo que el lector se extravía en un laberinto de conjeturas acerca de la identidad de los narradores, enfrentado a un texto de otro texto de otro texto, etc., según la técnica incorporativa infinita de las muñecas rusas o cajitas japonesas.

Una de las particularidades más notables de la novela es que sus personajes son lo que son más la proyección literaria de alguno de los géneros narrativos entonces en boga. La literatura ha influido de tal modo sobre el hidalgo manchego que se convierte en un protagonista de los libros de caballería, con lo que el verosímil y las normas de un código literario muy preciso y concreto se integran en la textura compleja del héroe. En su ensayo sobre la estructura del Quijote Castro observa agudamente que Cervantes introduce la metáfora en el cuerpo de la novela, no como figura de lenguaje sino en la vivencia de sus protagonistas: “los molinos no sólo son gigantes, sino además contenido de la experiencia de alguien que los vive como tales, y cerca de otras vidas que los siguen viendo como molinos. La metáfora deja de ser la del poeta lírico y se convierte en una existencia metaforizada”. Exacto: cuando don Quijote toma la bacía por yelmo o la venta por castillo vive la metáfora desde dentro, y algo parecido ocurre, como vamos a ver, con otros personajes de la novela.

El contagio irresistible de las lecturas no se reduce al hidalgo manchego y los libros de caballería. En la obra de Cervantes casi todos los personajes se muestran ávidos de historias y relatos: el ventero, su esposa y Maritornes nos hablan con pasión de sus gustos y ensueños literarios; otras figuras nos informan sobre sus bibliotecas, como el caballero del Verde Gabán, o nos confiesan, como el canónigo, que han intentado redactar una novela y tienen escritas “más de cien hojas”. La literatura ha sorbido los sesos de don Lorenzo, según refiere su propio padre, el caballero del Verde Gabán. Algunos personajes con quienes tropieza don Quijote son una mera proyección del género bucólico, como Marcela, Crisóstomo, Eugenio o Anselmo. Esta receptividad general de los héroes de la obra a la magia suasoria de las lecturas y su innata propensión a asumir las características propias de los personajes de diferentes géneros literarios explica la ojeriza de la sobrina de don Quijote no ya a los libros de caballería sino al género novelesco en su totalidad:

Y abriendo uno, vio que era La Diana, de Jorge Montemayor, y dijo, creyendo que todos los demás eran del mesmo género:

-Estos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho; que son libros de entendimiento, sin perjuicio de tercero.

-Ay señor!—dijo la sobrina—. Bien los puede vuestra merced mandar quemar, como a los demás; porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y, lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza. (I, 6)

Preciso es reconocer que los hechos le dan razón. Momentáneamente alejado de su empresa de deshacer entuertos, don Quijote se transforma, en el castillo de los duques, en un personaje de esa novela italianizante de amor y aventuras del tipo de las que cultivaron más tarde Lope y María de Zayas y que ensayó el propio Cervantes en las novelillas intercaladas en la Primera parte del libro, como “El curioso impertinente” o la historia de Cardenio y Dorotea: requerido de amores por la doncella Altisidora, pide un laúd y decide responderle en verso conforme a las exigencias del género. Asimismo, al final de la obra, cuando vencido por el bachiller Sansón Carrasco debe renunciar al ejercicio, de la caballería, resuelve hacerse pastor y vivir en los campos, esto es, pasar de personaje del género caballeresco a personaje del género bucólico y trocar los hábitos y convenciones propios del Amadís por los de La Diana.

En el universo del Quijote el poder de la literatura es omnímodo, y casi todos los personajes acatan las convenciones literarias que exige el verosímil del género que representan, ya sea por receptividad natural, ya por espíritu de juego: el cura, el barbero, Sansón Carrasco y Dorotea se disfrazan de encantador, doncella, caballero andante y princesa encantada y se expresan como personajes de novelas de caballería, y lo mismo hacen en el castillo los duques, la dueña dolorida, Altisidora y la comparsa de auxiliares y criados. Cervantes nos presenta así un muestrario de los diferentes códigos literarios de su tiempo, con el arsenal de recursos peculiar de cada uno de ellos, y a continuación se entrega al malicioso juego de destruirlos en nombre de la insólita, deslumbradora realidad literaria que él crea. Con respecto al género de caballería, la parodia es continua; bástenos recordar que el hidalgo es armado caballero por el ventero y dos prostitutas. El género italianizante no sale mejor parado: cuando don Quijote responde al son de una vihuela a la doncella Altisidora, su canto es interrumpido por el estruendo ocasionado por unos gatos que, con cencerros atados a las colas, se desparraman por la habitación y cubren de arañazos al desdichado caballero. En otro pasaje, don Quijote tropieza con unas pastoras enmarcadas en el paisaje convencional de la novela bucólica y, de improviso, un tropel de toros bravos con sus cabestros atropella a los exquisitos personajes del cuadro y aniquila con violencia burlesca la atmósfera irreal de aquella Arcadia fingida.

El juego inter-textual de la obra se revela de modo especial en la Segunda parte, a través del continuo diálogo entre lo que expone su compilador final y los textos, publicados ya, de la Primera parte y del licenciado Avellaneda. El hidalgo manchego y su escudero son ahora ya, simultáneamente, personajes de la crónica de Cide Hamete Benengeli e impresa y vendida por millares de ejemplares, y son reconocidas como tales por los demás protagonistas de la Segunda parte. La discusión literaria, extendida antes a géneros tan diversos como el libro de caballería, novela bucólica, comedia lopesca, etc., abarca también la Primera parte de la novela. Don Quijote y Sancho aparecen a menudo preocupados por la imagen que proyectan, en calidad de personajes literarios, en la crónica de Cide Hamete, y algunos protagonistas, como el bachiller Sansón Carrasco y la duquesa, les interrogan sobre sucesos acaecidos en la Primera parte, con objeto de aclarar situaciones confusas o insuficientemente explicadas, o señalarles las contradicciones o errores en que incurrieron.

La extraordinaria galería de espejos cervantina adquiere una dimensión nueva en la medida en que el hidalgo y su escudero no sólo se ven a sí mismos, y son reconocidos como personajes de la Primera parte, sino también como personajes de la obra publicada por Avellaneda. El ataque de éste afectó mucho a Cervantes y en el prólogo de la Segunda parte responde con ironía a sus acusaciones de que las referencias a Lope fueran producto de la envidia. Con todo, no se contenta con polemizar desde fuera y, conforme a su procedimiento habitual, introduce el debate en el ámbito de la novela, entablando un nuevo, audaz e ingenioso diálogo entre sus dos héroes y los descritos por Avellaneda. Así, el don Quijote y Sancho de la Segunda parte tienen neta conciencia de su doble proyección exterior, a la vez como personajes de Cide Hamete y de la novela apócrifa, lo que permite a Cervantes tejer una sutilísima red de relaciones entre la proyección literaria de los héroes de las dos obras y subrayar con ello la inferioridad manifiesta de la escrita por su rival.

Cuando Roque Guinart recibe a don Quijote en Barcelona, deja bien sentadas sus preferencias con respecto a los dos libros, y el propio hidalgo, al visitar la imprenta, descubre un ejemplar de la obra de Avellaneda y la condena desdeñosamente al fuego purificador. En su coloquio con la doncella Altisidora, ésta le refiere que vio arrojar a los infiernos la novela de su enemigo, y el caballero le responde “si ella fuere buena, fiel y verdadera, tendrá siglos de vida; pero si fuere mala, de su parto a la sepultura no será muy largo el camino”. Más prodigioso aún: el hidalgo manchego se rebela en una forma que hoy calificaríamos de pirandeliana—o como el Augusto Pérez de Niebla^-contra el destino que ha pretendido trazarle Avellaneda, y modifica sus planes de viaje a fin de desautorizarle y mostrar a las claras la falsedad de su relato. Pero el momento donde el juego literario cervantino se despliega con mayor efecto es en el pasaje en que don Quijote y Sancho tropiezan con un personaje del falso Quijote':.

-Mi nombre es don Alvaro Tarfe—respondió el huésped. A lo que respondió don Quijote:

-Sin duda alguna pienso que vuestra merced debe de ser aquel Don Alvaro de Tarfe que anda impreso en la segunda parte de la Historia de Don Quijote de la Mancha, recién impresa y dada a la luz por un autor moderno.

-El mismo soy — respondió el caballero — , y el tal don Quijote, sujeto principal de la tal historia, fue grandísimo amigo mío, y yo fui el que le sacó de su tierra, o, a lo menos, le moví a que viniese a unas justas que se hacían en Zaragoza, adonde yo iba; y en verdad en verdad que le hice muchas amistades, y que le quité de que no le palmease las espaldas el verdugo, por ser demasiadamente atrevido.

-Y dígame vuestra merced, señor don Alvaro, parezco yo en algo a ese tal don Quijote que vr.estra merced dice?

- No, por cierto — respondió el huésped — : en ninguna manera.

-Y ese don Quijotedijo el nuestro, traía consigo a un escudero llamado Sancho Panza?

-Sí traía—respondió don Alvaro—; y aunque tenía fama de muy gracioso, nunca le oí decir gracia que la tuviese.

-Eso creo yo muy bien—dijo a esta sazón Sancho—, porque el decir gracias no es para todos, y ese Sancho que vuestra merced dice, señor gentilhombre, debe de ser algún grandísimo bellaco, frión y ladrón juntamente; que el verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo más gracias que llovidas; y si no, haga vuestra merced la experiencia, y ándese tras de mí por lo menos un año, y verá que se me caen a cada paso, y tales y tantas, que sin saber yo las más veces lo que me digo, hago reír a cuantos me escuchan; y el verdadero don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de las viudas, el matador de las doncellas, el que tiene por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso, es este señor que está presente, que es mi amo; todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño. (II, 72)

La novela de Cervantes es en puridad un relato de diferentes relatos, un discurso sobre discursos literarios anteriores que en ningún momento disimula el proceso de enunciación; antes bien, claramente lo manifiesta. La historia del personaje enloquecido por los libros de caballería se trueca así, de modo insidioso, en la historia de un escritor enloquecido con el poder fantasmal de la literatura. Si el “juego constante del enlace entre las partes y el todo por un lado, y las palabras y la estructura por otro se presenta en forma de una espiral en la que el número de vueltas es proporcional a la plenitud y complejidad del sistema”, en el caso del Quijote el movimiento helicoidal es prácticamente infinito. Cervantes ha tocado todas las teclas y registros del juego. Por eso, cuando abandonando el “realismo” de corto vuelo predominante en los últimos siglos, la vanguardia de hoy intenta devolver a la novela sus posibilidades de expresión perdidas o mantenidas en barbecho, deliberadamente o no, huella el ámbito cervantino.

Un análisis de Tres tristes tigres, del novelista cubano Guillermo Cabrera Infante, nos suministra un excelente ejemplo.

II

Una lectura apresurada de TTTha inducido a un buen número de lectores y críticos a la errónea conclusión de que se trata de una obra irregular, llena de páginas brillantes y con aciertos narrativos parciales, pero caótica y mal planteada. Desde su aparición, el libro fue saludado como una novela de gran importancia y, de modo bastante arbitrario, comparado a Rayuela[5] no obstante, sus mismos admiradores, tras lamentarse de sus malabarismos verbales, montaje confuso, carencia de esquema general, etc., han solido entresacar determinados pasajes o capítulos—vgr. “Ella cantaba boleros” o los monólogos de “Los debutantes” —a expensas del resto, considerado poco menos que simple material de relleno, chiste inane, digresión prescindible, opinión compartida, preciso es decirlo, con cierto número de lectores.

A primera vista, los hechos parecen darles razón: la estructura general de TTT no emerge fácilmente de una primera lectura del libro. El orden disperso o, por mejor decir, el desorden estrictamente regulado de la novela, incitan a menudo al error. En un volumen consagrado a la obra de Cabrera Infante[6] figura, por ejemplo, un ensayo en el que aparecen varias equivocaciones de bulto: su autor confunde a Cuba Venegas con Minerva Eros; no acierta a ver que Ribot, el dibujante y Eribó, el bongosero, son la misma persona; atribuye el breve monólogo final de la novela a la Estrella “agonizando en una carpa de oxígeno’ ’ y juzga el diálogo entre Silvestre y Cué de las últimas ciento cincuenta páginas, en donde se nos revelan las claves fundamentales del libro, “un ejercicio de tediosa inautenticidad”, todo salpicado con citas de Mallarmé, Dubuffet, Umberto Eco y otras de erudición a la page.

La oscuridad, decía en una ocasión Jean Genet, es la cortesía del autor con el lector:

TTT es un buen ejemplo de aquellas obras que, en vez de someterse a las reglas de un juego conocido por el lector, crean sus propias reglas de juego, como'si dijéramos, “en plena marcha’ ’, y es precisamente la victoria final del autor sobre los hábitos del conformismo y rutina que, de modo capcioso, se cuelan en todo ejercicio de lectura, la que aporta al lector, confuso y aturdido primero, partícipe y enterado después, una emoción estética. Los hechos qv.e Cabrera Infante presenta de forma dislocada los reconstruimos poco a poco conforme avanzamos en el camino enrevesado del libro. Nuestra lectura así, es una lectura activa: somos nosotros, los lectores, quienes debemos armar el rompecabezas. La cortesía de Cabrera Infante radica en permitirnos colaborar con nuestro talento y sensibilidad en la reconstrucción de la novela.

Para lograr este objetivo el novelista juega hábilmente con la “anacronía”—las relaciones existentes entre el tiempo del argumento y el tiempo de la instancia narrativa que lo contiene. Con razón la crítica ha señalado aquí la influencia de Sterne: el empleo indirecto de la excusado propter infirmitatem, de la narración perpetuamente interrumpida por una digresión inoportuna y en muchos pasajes, siguiendo las huellas de Tristram Shandy, los equívocos, circunloquios y juegos de palabras se convierten en la auténtica textura de TTT y borran de la novela todo vestigio de trama. Por otra parte,l a magnífica “galería de voces” del libro introduce una serie de discursos en los que la entonación, mímica y gestos sonoros desempeñan un papel de primer orden. En la Advertencia inaugural Cabrera Infante aconseja una lectura en voz alta, una audición en vez de una lectura: así la envoltura sonora de la palabra, su carácter acústico, adquieren una significación independiente de su sentido. A menudo la anécdota cuenta menos que la mímica y gestos, las variaciones cómicas o grotescas, las disposiciones sintácticas chocantes o insólitas. Esto lo había visto muy bien Cervantes:

Los cuentos —escribía en “El coloquio de los perros”— unos encierran y tienen gracia en ellos mismos; otros, en el modo de contarlos; quiero decir que algunos hay que aunque se cuenten sin preámbulos dan contento; otros hay, que es menester vestirlos de palabras y con demostraciones del rostro y de las manos y con mudar la voz se hacen algo de nonada, y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos.

Dichos elementos, junto con la influencia del cine, radio, televisión y los hitparade de la época, han sido justamente señalados por los críticos más responsables. Pero la red de connotaciones de la novela no se extiende solo—como es el caso, por ejemplo, en la obra de Manuel Puig—a la cultura popular de los medios de información de masas: en TTT abarca también, y ante todo, el mundo de los libros, y como el Quijote—cayos pasos sigue muchas veces, quizá sin saberlo—es un ejemplo de diálogo intertextual.

La novela de Cabrera Infante se nos ofrece como un discurso literario elaborado y complejo que se define y cobra sentido por su apretado haz de relaciones con los destintos modelos de su tiempo. El divertido! pastiche de Bustrófedon de los principales narradores cubanos nos viene a recordar oportunamente que el texto literario no puede ser juzgado de modo aislado, sino en relación y correspondencia con otros textos, con todo el sistema de valores y normas que lo anteceden y predeterminan su identidad, ya sea por medio de su imitación, parodia o rechazo. Como Cervantes, Cabrera Infante introduce la discusión literaria en el cuerpo de la novela y crea una obra que, a medida que avanza, se va comentando a sí misma, parodia y destruye los modelos rivales y alza sobre sus ruinas la prodigiosa armazón de su fábrica. El juego de correspondencias se manifiesta igualmente en todos los niveles del libro: TTT está lleno de citas literarias, alusiones a escritores y obras, discusiones sobre el arte de traducir, etc., exactamente como el Quijote.

Las referencias a Joyce, Hemingway, Faulkner, etc. son abundantísimas (vgr: las bromas y juegos de palabras sobre ‘ ‘Por quién doblan las esquinas” y ‘ ‘Más Allá-del-Río-y-entre-los- arboles!”, pp. 141, 146). Uno de los narradores, Codac, sueña incluso con “El viejo y el mar’ ’ (‘ ‘y empecé a jalar cordel y pegué mi pez a la borda y le decía pez grande, mi pez enorme, noble pez, yo te arponié, yo te cogí, pero no dejaré que ellos te coman”).

Si el paisaje que contempla Don Quijote nos es descrito en términos del Amadís, el que recorren los héroes de TTT pasa igualmente a través del filtro de su cultura libresca (Conrad, Lorca, André Gide, p. 316; Huxley y otra vez Hemingway, p. 362, etc.). Silvestre y Cué debaten sobre lo que es o debería ser la literatura, del mismo modo que el cura y el canónigo discuten la verosimilitud de los libros de caballería y la comedia lopesca (pp. 330-331). Vimos cómo Don Quijote se burla del modo repetitivo en que Sancho refiere su “cuento de nunca acabar”; en un pasaje muy gracioso, Cabrera Infante emplea un recurso parecido cuando nos muéstrala sus héroes, durante el paseo nocturno en automóvil con Magalena y Beba, parodiando una versión del “cuento de nunca empezar” (pp. 387388). Los personajes cervantinos hablan con frecuencia de sus lecturas y bibliotecas y, como el canónigo, nos confiesan que han intentado escribir; los tristes tigres de Cabrera Infante parecen a su vez verdaderamente obsesionados por la escritura y se interrogan respecto a su vocación de escritores: “Algún día escribiré este cuento”, dice Silvestre. El diálogo entre este último y Cué—diálogo interrumpido y por ello mismo más significativo tanto cuanto revela una preocupación profunda—es un buen ejemplo de ello:

-¿Por qué tú no escribes?—le pregunté de pronto.

-Por qué no te preguntas mejor por qué no traduzco?

-No. Creo que podrías escribir. Si quisieras.

-Y o también lo pensé en un tiempo - dijo y se calló.

                                                     (P- 311)

Discutimos, discutíamos y bebimos la sexta copa porque la conversación cayó otra vez, ella sólita, en lo que Cué llamaba El tema y que ahora no fue el sexo ni la música ni ni siquiera su Pandectas inconcluso. Creo que vino a parar aquí rodando y rodando sobre las palabras que querían evitar la pregunta, la única pregunta, mi pregunta. Pero era Cué quien preguntaba, insistente.

-¿Qué sería yo entonces? ¿Un lector mediocre más? ¿Traductor, otro traidor?

                                                     (pp. 339-340)

Recordemos que durante su visita a una imprenta en Barcelona, el hidalgo manchego tropieza con un traductor y discurre con él acerca del arte-de traducir. Este tópico—la traducción—es uno de los ingredientes esenciales en la novela de Cabrera Infante. En el diálogo que acabamos de citar, Cué responde a la pregunta de su amigo , y a continuación ambos discuten de escritores y novelas:

(...) Más atrás algún Montenegro salvable pese al subdesarrollo de la prosa, su Hombres sin Mujer, dos o tres cuentos de Linoi Novás, que es un gran traductor.

-¿Lino? ¡Por favor! Tú no has leído su versión de El viejo y el Mar. Hay por lo menos tres errores graves ya en la primera página. Me dio lástima seguir buscándolos. Nd me gustan las decepciones. Por curiosidad miré la última página. Allí llega a convertir los leones africanos del recuerdo de Santiago, en “leones marinos”! Es decir, en morsas. Delcarrajo. (p. 341)

Todavía, más adelante, Silvestre insiste en sus ataques:

Feroz anglicista traduciendo naturalmente del americano. Dice también, afluente por próspero, morón por idiota, me luce por parece, chance por oportunidad, controlar por revisar y muchas cosas más. Qué horror el Espanglish. Ya nos ocuparemos de ti un día, Lyno Novas, (p. 369)

En este punto, la “Historia de un bastón y algunos reparos de Mrs. Campbell”—relato intercalado en el cuerpo de la novela como Cervantes intercala “El curioso impertinente” o el cuento de Crisóstomo y Marcela—cobra todo su sentido: este Mr. Campbell, de quien primero tenemos noticia gracias a la presentación bilingüe del Maestro de Ceremonias de Tropicana, es autor de un cuento, de factura muy hemingwayana, del que se nos ofrecen dos versiones en la sección titulada ‘ ‘Los vistantes”. La primera de ellas—presentada en segundo lugar—es una sucesión de giros y locuciones literalmente traducidos del inglés, que infectan la estructura lingüística del castellano y producen en el lector un efecto cómico irresistible, al tiempo que, con gran eficacia, y sin la cargante retórica a que estamos acostumbrados, denuncia la penetración imperialista del inglés en el munco de habla hispana[7]. Pero la segunda versión, corregida, según descubriremos más tarde, por el propio Silvestre, es también, a su manera, una traición: “hacía un calor terrible. Había un techo bajo de gordas nubes grises, negras más bien...” Como dice Emir Rodríguez Monegal:

¿Cómo no reconocer en la ordenación de esos adjetivos en hilera, sin una coma, ( precisamente uno de los rasgos más notorios del estilo inglés de William Faulkner, que sus traductores (desde Novás Calvo a Jorge Luis Borges) aclimataron en la lengua española, traicionando inevitablemente al curso natural de la misma?[8]

De modo muy "tristramshandyano", Cabrera Infante nos da la clave de la obsesión de Silvestre por el arte de traducir únicamente en las páginas finales del libro, en un episodio importantísimo no sólo porque en él se cuela de modo directo en la novela-GCI, redactor en jefe del semanario habanero, Carteles, cargo que ocupó en la realidad Cabrera Infante-sino también porqué “motiva” la inserción del cuento de Mr. Campbell en la novela, interpolación que de otro modo hubiera sido arbitraria. Esta obsesión acompaña a Silvestre hasta las últimas líneas de su relato, cuando, rendido de cansancio, se acuesta: “Soñando con los leones marinos de la página ciento uno: morsas: Morcillas: sea-morsels. Tradit-torir (p.445)

Fiel aún al ejemplo cervantino, Cabrera Infante nos presenta un muestrario de los modelós narrativos con quienes quiere cotejar su novela y se lanza al juego burlesco de remedarlos en nombre de la realidad diferencial que él crea. Blanco de las parodias no son en este caso los libros de caballería o la novela pastoril sino la obra de destacados escritores cubanos. Para comprender el propósito de los pastiches de Bustrófedon resulta indispensable referirse a la mencionada discusión literaria de “Bachata”, cuando Silvestre y Cué citan sucesivamente los nombres de Montenegro, Novás Calvo, Piñera y Carpentier, o el pasaje de la misma sección en que Silvestre expresa su opinión sobre Martí:

-¿Eso costó entierro de Bustrófedon?

-No, eso costó el entierro de Martí. Triste, ¿verdad? No dijo nada.

No soy, no éramos martianos. En un tiempo admiré mucho a José Martí, pero luego hubo tanta bobería y tal afán de hacerlo un santo y cada cabrón convirtiéndolo en su estandarte, que me disgustaba el mero sonido de la palabra martiano. Era preferible el de marciano, (p. 403)[9]

“La muerte de Trotsky referida por varios escritores cubanos, años después, o antes”, contiene imitaciones de Martí, Lezama Lima, Virgilio Piñera, Lydia Cabrera y Nicolás Guillén; algunas son muy cómicas, otras, irónicamente afectuosas como las de Piñera o Lezama. La más cruel, sin duda, es la del estilo ornamental de Carpentier, que tan a menudo roza el decorado de repostería o de cartón piedra, aunque hay que reconocer que Bustrófedon lleva la burla demasiado lejos y, por momentos, se le va de las manos.

Aún en los pasajes de la novela que hacen referencia al cine, TTT repite, voluntariamente o no, el esquema de Cervantes: Silvestre y Cué se transforman en personajes de película como los protagonistas del Quijote se convierten en personajes de libros de caballería o novela bucólica: durante su visita al apartamento de Livia, Cué se identifica con Andy Hardy y David Niven; en el paseo en automóvil de “Bachatá”, con Robert Montgomery. Otras veces, por espíritu de juego, parodian de fofma muy cervantina, escenas de películas conocidas, conforme a la pauta del cura, el barbero,

Sansón Carrasco y Dorotea cuando desempeñan para don Quijote los papeles de encantador, doncella, caballero andante y princesa encantada: diálogo de Vincent van Douglas en Sed de vivir de Gary Cooper y Katy Jurado en High Noon\ de Abbot y Costello contra los fantasmas, etc.

El autor o autores de la novela de Cervantes, así como el apellido del protagonista (¿Quijada, Quesada, Quejana?) se nos ofrecen de manera dudosa y problemática. El compilador final de la obra opera sobre lo que otros han escrito y no se aclara nunca el grado de participación de los diferentes autores (Cide Hamete, el traductor y aquéllos a quienes se alude en el capítulo primero del libro). Como vamos a ver, la misma imprecisión acerca de quien nos da a conocer los múltiples relatos que se integran en la estructura final de TTT afecta también nuestra lectura de la novela de Cabrera Infante. Para resolver el enigma nos detendremos en la sección titulada “Bachata”. La casi totalidad de las ciento cincuenta páginas que abarca la misma—excepto dos consagradas a la oncena sesión de la misteriosa mujer sicoanalizada—refieren el paseo en automóvil de Silvestre y Cué, enzarzados en un largo y sinuoso coloquio cuya pirotecnia verbal se esfuerza en ocultar, sin lograrlo, la ansiedad y angustia secretas de los dos tristes tigres. El punto de vista de la narración es el de Silvestre y la conversación de los protagonistas—elusiva, llena de quiebras—revela poco a poco las claves—piezas escamoteadas por el autor—que permitirán al lector armar al fin el complejo rompecabeza de la novela (la inclusión del cuento de Mr. Campbell, la personalidad de Magalena Crus, el final del relato de Cué que figura en “Los debutantes”, etc.).

Cué ha referido su sueño a Silvestre (p. 313) y, cien páginas después, éste vuelve a tocar el tema y le cuenta a su vez el sueño de una amiga: “nuestra amiga, mi amiga”, “esta amiga críptica, tan oculta como la tuya y casi tan evidente” (p. 420). La revelación ¡de la identidad de la amiga acaece veintitrés páginas más tarde: ‘ ‘era lo que quise decirle toda la noche, todo el día, desde hace días. Llegó el momento de la verdad’ ’.

-Te voy a decir el nombre de la mujer del sueño. Se llama Laura.

Esperé que saltara. Lo esperé desde hace semanas, lo esperé todo el día, por la tarde, por la noche temprano. Ya no lo esperaba. Tenía lo que no tienen ustedes para saberlo: su cara frente a la mía.

-Fue ella quien soñó el sueño.

Me sentí ridículo, más que nunca.

-¿Y?

-El sueño, es de ella.

-Ya me lo dijiste. ¿Qué más?

Me quedé callado. Traté de encontrar algo más que refranes y frases hechas, unas frases por hacer, palabras, alguna oración regada por aquí y por allá. No era ni pelota ni ajedrez, era armar un rompecabezas. No, un juego de bloques de letras.

-La conocí hace días. Un mes o dos, mejor dicho. Hemos salido, salimos juntos. Pienso, creo. No. Me voy a casar con ella. (p. 434)

Para comprender la tensión secreta de este diálogo hay que retroceder, según el método habitual en Cabrera Infante, casi trescientas páginas, al relato de Cué en “La casa de los espejos” (pp. 147-148). De un modo deliberadamente elíptico, Cué menciona su historia con Laura Díaz:

No, no había amor entre Laura y yo aquella tarde, todavía. Lo hubo, lo hay, lo habrá, mientras yo viva,ahora. Livia lo sabía, mis amigos lo sabían, toda La Habana /que es como decir todo el mundo/lo sabía. Pero yo no lo sabía. No sé si Laura lo supo nunca. Livia sí lo sabía: sé que lo sabía al insistir que yo entrara en la casa cuando fui a buscar a Laura el 19de junio de 1957. (p. 150)

Recuerdo, ahora cuando la puerta de la nueva casa de Livia se abre, otra puerta que se cierra y la frase socorrida, vulgar que Laura dijo y a la que el tono súbitamente helado hizo de veras dramática La próxima vez cierran la puerta al irse y recuerdo la indiferencia continuada en las ocasiones que la llamé, que vine a buscarla, que fui a verla a la televisión y la lejanía afectiva en que acabó nuestra relación, donde el Quiay y el hola y el Taluego sustituyeron todas las anteriores expresiones de calor, de afecto - ¿de amor? (p. 152)

La escena en que Laura sorprende a Cué en embarazosa intimidad con Livia y a partir de la cual se distancia definitivamente de él, ocurre el 19 de junio de 1957, es decir, un año antes del paseo en automóvil en que Silvestre le anuncia su propósito de casarse con ella-de ahí la soterrada violencia de la conversación de los dos amigos. Pero lo que nos interesa ahora es una serie de elementos sueltos en la caracterización de Laura Díaz, tal como aparecen en el relato de Cúé: “muchacha larga, pobremente vestida”, “belleza simple, provinciana’ ’, “era viuda’ ’, “una niña pequeña y rubia y fea, que era su hija' ’, “ hoy es famosa", “trabaja en la televisión” (pp. 148-152). Recordemos igualmente que Silvestre es escritor, así como el sueño de Laura que este último ha contado en la página 420, y pasemos a continuación a las secuencias sicoanalíticas de la Misteriosa:

Primera: “Usted sabía que mi marido es escritor?”

Segunda: Un sueño.

Tercera: ‘ ‘Doctor, usted cree que yo debo volver al teatro?

Cuarta: Recuerdo infantil. Pobreza implícita.

Quinta: Historia del noviazgo. Lo que importa es el encuentro con la amiga de la infancia, compañera en lá escuela del pueblo, con quien se sentaba por las noches en la acera de la casa. Cotéjense estos datos con la primera secuencia de “Los debutantes” y la inclinación a fabular, a exhibirse y hacer teatro de las dos niñas, (pp.23-27)

Séptima: “El viernes le dije una mentira, doctor ... Ese muchacho el rico no se casó conmigo. Yo me casé con otro muchacho que ni siquiera lo conocía’ ’.

Octava: Otro sueño.

Novena: “¿Yo no le dije que soy viuda?”. La familia del difunto marido le quitó la niña alegando que ‘ ‘ vivía una vida inmoral de artista’ ’.

Oncena: Trauma infantil. Nueva referencia al marido.

Estos datos dispersos nos permiten identificar a la misteriosa mujer sicoanalizada, quien no es otra que Laura Díaz, la futura esposa de Silvestre. Digo futura porque, cuando termina “Bachata”, Silvestre y Laura no se han casado aún. Lo cual nos indica, sin lugar a dudas, que las sesiones de sicoanálisis de Laura se sitúan en un tiempo ulterior al de la trama del resto de la novela. Laura no es sólo la mujer de Silverstre sino que ha abandonado el teatro, como nos descubre la tercera secuencia. Esta remisión a un período subsiguiente me parece importantísima tanto cuanto nos da la clave de la estructuración del libro y el papel que Silvestre desempeña en ella.

En “Bachata”, Silvestre-como un personaje cervantino o de La lozana andaluza -busca papel y lápiz para anotar una anécdota (pp. 299-300), o afirma: “algún día escribiré este cuento”, y Arsenio-igualmente como los héroes cervantinos o de la novela de Delicado-alude a su futura condición de personaje. Tras una referencia-que dista mucho de ser casual-a Don Quijote como ‘ ‘tipo ejemplar de contradictorio temprano”, leemos:

-Y tú y yo?

Pensé decirle, seamos más modestos.

-No somos personajes literarios.

-¿Y cuando escribas estas aventuras nocturnas?

-Tampoco lo seremos. Seré un escriba, otro anotador, el taquígrafo de Dios, pero jamás tu Creador, (p. 408)

Como vemos, en este pasaje Silvestre se caracteriza a sí mismo, definiendo su trabajo posterior en términos de escriba, anotador, taquígrafo de Dios, “pero jamás tu Creador”. La observación me parece fundamental en la medida en que, como todo texto literario coherente, TTT suministra una información acerca de su propia estructura[10]: el papel del novelista en ella será el de un escriba, anotador, taquígrafo-no el narrador omnisciente a la manera del XIX, Jehová, Dios creador. El tiempo ulterior al de la acción de la obra incluye así la etapa del sicoanálisis de Laura Díaz y del trabajo 'de escriba, anotador o taquígrafo de Silvestre mientras arma o desarma para nosotros el admirable edificio de la novela. El papel privilegiado de Silvestre se nos descubre, por un lado mediante sus frecuentes referencias al acto de la escritura (“y me toma más tiempo escribirlo que lo que demoró en hacerlo”); por otro, por su concepción de la obra como volumen, novela impresa, compaginada y publicada o presta a la publicación- concepción que Cabrera Infante le atribuye a él con exclusión de los demás personajes (‘ ‘los titulitos pertenecen al anotador”, p. 344)[11].

La identificación de Silvestre como editor o compilador de la obra es todavía más precisa cuando se refiere a la numeración definitiva de la novela que nosotros, los lectores, tenemos entre manos:

me lo contó todo. O casi todo. El cuento está en la página cincuenta y tres, y me volví a quedar durmiendo dreamiando soñando con los leones marinos de la página ciento uno.

La historia "omitida" por Cabrera Infante —pieza maestra necesaria para completar el rompecabeza y descifrar su orden desordenado— no es otra que la del proceso de estructuración de la novela con posterioridad al tiempo en que se desenvuelve la trama, como la historia “omitida” del Quijote es la que hubiera debido aclararnos el incierto proceso de su fragmentaria creación sucesiva. Con esto no pretendo afirmar que la repetición de los esquemas del Quijote en TTT sea siempre consciente. En mi opinión no lo es, como me prueba mi experiencia en el caso de Don Julián: no descubrí sino más tarde, cuando había concluido el libro, que el episodio de las moscas en la biblioteca de Tánger desempeñaba en el interior del mismo una función similar al del examen de la biblioteca del hidalgo por el cura y el barbero, o sea, que es posible “cervantear” sin que uno lo sepa. Ello se debe sin duda al hecho de que Cervantes exploró virtualmente las posibilidades latentes del género que había elegido para expresarse, y quien concibe la novela como una aventura, no por esencial menos problemática, debe remitirse necesariamente al inmenso campo de maniobras recorrido por él. Si a ello añadimos que—ya temática (Tiempo de silencio), ya estructuralmente (Juan\sin tierra)—algunos escritores españoles entronquemos aposta con su “rara’ ’ invención, es la prueba de que, por los senderos de Borges o Américo Castro, la lección del Quijote se ha abierto finalmente camino y preside a ambos lados del Atlántico el resurgir actual de nuestra novela.

En TTT, Cabrera Infante nos ha presentado los hechos en una forma dispersa que auspicia no obstante el esfuerzo ordenador, ha barajado maliciosamente los materiales como un jugador de naipes y, con una cortesía y respeto verdaderamente encomiables a nuestra agudeza y sensibilidad de lectores, nos ha permitido el placer exquisito de su reconstrucción.

Notas:


[1] Carlos P. Otero, “Unamuno y Cervantes” Letras, 1 (Barcelona: Editorial Seix Barral, 1966), pp. 171 -190.

[2] Américo Castro, “La palabra escrita y el Quijote”, en Hacia Cervantes (Madrid, 1958)

[3] En Theorie de la Litterature. Textes des Formalistes russes rdunis, presentes et traduits par Tzvetan Todorov. Preface de Roman Jakobson(Paris: Ed. du Seuil, 1965), pp. 76-97.

[4] Vicente Llorens, Literatura, historia, política (Madrid: Revista de Occidente, 1967).

[5] Aunque no comparto la severidad del juicio de Juan Benet sobre Cortázar en su interesante entrevista en el clausurado semanario uruguayo Marcha, no cabe duda que pone el dedo en la llaga cuando apunta a algunos de los defectos e insuficiencias de su ambiciosa novela. En cualquier caso, la inadecuada comparación de los críticos entre las dos obras no hace más que resaltar la indiscutible superioridad de TTT. Cabrera Infante puede reivindicar en verdad su filiación conservantes y Steme; el laborioso montaje de Rayuelo—pese a algunas secuencias brillantes, perfectamente conseguidas—se relaciona más bien con el experimentalismo gideano de Les faux monneyeurs

[6] Guillermo Cabrera Infante (Madrid: Editorial Fundamentos, 1974). Selección de Julián Ríos. Véanse especialmente los excelentes artículos de Emir Rodríguez Monegal y Julio Matas.

[7] En 1965, durante un viaje por la URSS, invitado por la Unión de Escritores, alguien me entregó un folleto, vertido al parecer en castellano, sobre “La promoción de la mujer uzbeca en el Socialismo”. El desdichado traductor—que debía ignorar nuestra lengua tanto como el autor de la primera versión del cuento de Mr. Campbell—había logrado, sin proponérselo, uno de los textos más cómicos que he leído en mi vida. Refiriéndose a la vieja costumbre del velo de las mujeres musulmanas uzbecas—costumbre eliminada después por el poder soviético—escribía esta gloriosa frase: “Ellas andaban interceptadas por tupidos velamentos”

[8] Artículo incluido en el volumen citado en la nota 6.

[9] Algo parecido ocurre hoy en España con el proceso de beatificaci6n de Antonio Machado "el bueno"-beatificaci6n que demuestra, por parte de sus bienintencionados autores, una incomprensi6n total del
magisterio de Mairena. Hasta cuándo persistir en nuestros presuntos historiadores literarios en la carpetovetónica costumbre de dividir a los escritores en Malos y Buenos?

[10] La misma información estructural y a fin de cuentas, el hecho de referirnos de modo indirectolal proceso de su propia creación, los hallamos en dos novelas españolas fundamentales de nuestra postguerra: La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela y Recuento de Luis Goytisolo.

[11] Es cierto que en la página 270 Códac dice de sí mismo: “este anónimo escriba de jeroglíficos actuales”, pero sabemos que fue Silvestre quien le pasó las “memorias” de Bustrófedon para que las copiara, y podemos deducir que aquéllas, una vez transcritas, volvieron a las manos de su anterior propietario.

 

por Juan Goytisolo

Publicado originalmente, en Revista Iberoamericana Vol. LXXXIV, Num. 263, Abril-Junio 2018

University of Pittsburgh
Link del texto: https://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/view/3073/3256

 

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