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La guerra silenciosa, de Manuel Scorza: poesía, crónica y parodia 
Juan González Soto
jgsoto@nil.fut.es
 

Todo escritor sabe que si su obra es verdadera es porque logra mostrar, una vez más, la íntima e inseparable correlación entre propósito y medio para conseguirlo. Esta evidencia lleva al estudioso de la literatura a conocer la vana e irresoluble distinción entre forma y contenido.  

 

La crítica en torno a La guerra silenciosa –Redoble por Rancas (1970), Garabombo, el invisible (1971), El jinete insomne (1977), Cantar de Agapito Robles (1977) y La tumba del relámpago (1979)– ha descuidado el estudio de los elementos estéticos que pueblan el ciclo novelesco y le dan vida. Este pequeño ensayo pretende mostrar que Manuel Scorza consiguió una conjunción perfecta –es decir, adecuada y significativa– ya que cuantos elementos temáticos desarrolla viven en equilibrio con la manera en que son tratados.

 

El punto de arranque es en verdad comprometido. Manuel Scorza presencia las revueltas campesinas de los Andes centrales que tuvieron lugar a finales de los años cincuenta. Después, desde el reciente recuerdo, escribe las cinco novelas que conforman el ciclo narrativo La guerra silenciosa. Acaso esa capacidad que despliega el novelista para la preterición conduce a la frustración de los hechos históricos relatados en la medida en que, inevitablemente, los cambia; en la historia –convertida ya en ficción– habitan imaginaciones y deseos junto a los recuerdos. En definitiva, es posible que el escritor traicione el presente que vivió cuando realiza el acto de escritura: Quizá todos los mecanismos del recuerdo llevan ya marcada la traición a los hechos recordados.

 

En cualquier caso, en el acto de escritura radica el mejor sentido del narrador. La novela deviene espacio entre dos cortes del tiempo, tales cortes nacen de decisiones arbitrarias, que en ningún caso pretenden abrir y cerrar un acontecimiento o una suma de acontecimientos. Antes al contrario, la ficción novelesca insinúa la continuidad de cualquier discurso, probablemente invariable, probablemente monótono, como la línea del tiempo de la cual nace. Sin embargo, la obra literaria ya culminada es capaz –cual vuelco milagroso– de deshacer el embrujo lineal del tiempo, el fatal espejismo de su monotonía. Así ocurre con La guerra silenciosa. El logrado despliegue de recursos consigue recuperar, ante los sorprendidos ojos del lector, un tiempo –ahora novelesco– habitado por personajes y situaciones. Logra recuperarse, así, un tiempo ficticio que –de una manera nueva– hace las veces del recuerdo de cuanto el novelista vivió y vive, deseó y desea, imaginó e imagina.

 

Un rasgo esencial en La guerra silenciosa es el acento que el narrador pone en la percepción del indio respecto a lo inanimado, lo sobrenatural y los fenómenos cósmicos. De esta manera, la mitología quechua se incorpora a la narración. La evidencia literaria –la muestra estética– es la frecuente plasmación de descripciones líricas. También la convivencia en un único plano –el meramente narrativo– de dos bien diferenciados: el real y el mágico.

 

Aquí radica una de las mayores sorpresas del ciclo. El narrador incluye dentro del ámbito mágico todo lo fantástico. Pero, cuáles son las diferencias entre magia y fantasía. Convendrá deslindarlas para llegar a una más cabal concepción del ciclo scorziano.

 

Magia y fantasía aparecen en la narración a cada paso; y, ambas, son fabulaciones de lo irreal. La magia, sin embargo, está enraizada en una colectividad de hombres y mujeres –el campesinado quechua, en este caso– y forma parte de sus creencias. Quienes poseen tal mentalidad de índole mágica tienen conciencia de que tras lo aparente, tras lo visible, tras el hecho estrictamente mágico, existe lo trascendente. Desde el punto de vista occidental –que es desde el cual escribe el autor de este artículo– la magia es incompatible con el pensamiento racional y logra su plasmación más vehemente y fructífera en el mito. Puede decirse que el mito es la fabulación de elementos o hechos mágicos.

 

La fantasía, por otro lado, nace de la imaginación del narrador; es, pues, una operación individual de creación en que también puede intervenir –y es natural que se dé tal intervención– la cultura del narrador. La fantasía, en oposición a la magia, sí es compatible con el mundo real, puesto que el narrador si bien remueve lo real, desquiciándolo, únicamente lo hace desde su imaginación y dentro de ella. El receptor de esa fantasía imaginada por el narrador –el lector– conoce las claves del desquiciamiento de la realidad. El pensamiento racional del receptor sabe discriminar lo fantástico y lo real.

 

Tres son las ocasiones en que Manuel Scorza acude a los ámbitos mágicos del campesinado quechua.

 

En el capítulo 35 de Garabombo, el invisible (1972) se habla de la creencia india en que el alma se desprende del cadáver emitiendo un sonido. Una pequeña mosca anuncia, emitiendo una sílaba –¡sió!– el definitivo alejamiento del mundo de los vivos. Se trata –según advierte Laura Lee Crumley de Pérez– del concepto quechua de la chiririnka, la mosca azul anunciadora de la muerte.[1] No obstante, la segunda parte de mito no es incluida por Manuel Scorza en el ciclo. En esta segunda parte se da noticia de los acontecimientos que –según la concepción quechua– llevaron al origen de la muerte. La no inclusión de este fragmento significaría –según la opinión de Laura Lee Crumley de Pérez– tanto la pérdida del tiempo primordial del cosmos, como la pérdida de la inmortalidad humana.[2] En cualquier caso, Manuel Scorza muestra haber tenido conocimiento de este mito tras la lectura de la narración quechua Dioses y hombres de Huarochirí. Este manuscrito quechua sin título comienza con las palabras "Runa yndio niscap Machoncuna naripa". Fue recogido en la provincia de Huarochirí, a finales del siglo XVI, por el sacerdote cuzqueño Francisco de Ávila. La cuidadosa traducción al español y la ejemplar edición del texto, en 1966, corrieron a cargo de José María Arguedas.[3] De esta edición es de la que, seguramente, Manuel Scorza toma el fragmento con que encabeza el capítulo 35 de Garabombo, el invisible: El texto que reproduce es el exacto inicio del capítulo 27 de Dioses y hombres de Huarochirí.

 

En El jinete insomne (1977), el narrador del ciclo da noticia del canto de dolor que expresan las llamadas Madres de los Muertos. Se trata de la elegía "Apu Inka Atawallpaman". Manuel Scorza transcribe la versión recogida por J.M.B. Farfán y recopilada por Cosme Ticona. La versión en castellano se debe –una vez más– a José María Arguedas.[4] El poema, según opinión de Ángel Rama es, quizás, el texto poético quechua de más alta temperatura lírica y en la traducción de José María Arguedas es de una austera belleza.[5] Por su parte, Nathan Wachtel sugiere que la elegía "Apu Inka Atawallpaman" no parece haber sido compuesta en fecha muy posterior a la ejecución del inca, en 1533, en Cajamarca.[6]

La tumba del relámpago (1979) se abre con el mito de Inkarrí. Este mito –en opinión de José María Arguedas– es posthispánico y utiliza algunos elementos provenientes de la mitología quechua.[7] El mito de Inkarrí demuestra –según palabras de Ángel Rama– una actividad creadora de la cultura sojuzgada en la que va implícita una reivindicación social, transparente para quienes lo narran.[8] El dios Inkarrí, tenido por muerto, posee los atributos del inca decapitado; pero es también un dios sufriente que ha de volver; y, además, es asimilable al dios creador, capaz de resurgir creando un nuevo estado de cosas. De la relativa pervivencia de este mito ha hablado José Arguedas y lo más probable es que Manuel Scorza haya tomado noticia del mito gracias a la labor divulgadora del autor de Todas las sangres.

 

En cualquier caso, en la ficción de La guerra silenciosa conviven esos tres elementos de entidad mítica con otros que sí han nacido de la imaginación del escritor. Éstos son meramente fantásticos puesto que –según se ha sido sugerido más arriba– son fruto de la inventiva y también de la cultura que posee el narrador. Larga es la nómina de personajes y situaciones en que éste muestra su vivísima imaginación. Fermín Espinoza es invisible, Raymundo Herrera sufre un insomnio inacabable, Héctor Chacón posee la facultad de ver en la oscuridad, el Ladrón de Caballos conversa con los equinos, el Abigeo es avisado mediante el sueño de hechos futuros o de hechos pasados de que nadie fue testigo, el Niño Remigio transforma su apariencia externa... Pero, además, el tiempo se detiene, las aguas de los ríos dejan de fluir, los vientos se paralizan, los calendarios se vuelven locos, los relojes se pudren, algunos conflictos son anticipados en los colores y las formas de los ponchos que teje una ciega, una escuela de dimensiones ciclópeas es construida en las altas punas y es posteriormente destruida, y vuelve a construirse y a destruirse dos, tres, cuatro veces...

 

En definitiva, si el mito es la fabulación de elementos mágicos y reposa en la colectividad, la fantasía es la fabulación de imaginaciones y nace de la individualidad del escritor. Y magia y fantasía caminan de la mano a lo largo de todo el ciclo scorziano. Quizá para sugerir que los oprimidos igualmente habitan en el engaño si son protagonistas de la fantasía del escritor como si lo son de la magia, en la fabulosa forma del mito. Según afirmó Manuel Scorza en conversación con Manuel Osorio en una entrevista a principios de 1979,[9] aquí radica uno de los sentidos del ciclo novelesco:

 

Yo admiro, por su belleza, algunos libros míticos, pero el mito es también una forma de impotencia. Yo aspiro a plantear una historia vital; por eso, repito, mis libros son una marcha hacia la lucidez [...] Porque mis objetivos no eran meramente literarios, sino también "políticos", entre comillas, en un nuevo sentido del término. Normalmente, los escritores viven la fantasía antes que la realidad. En mi caso personal yo he vivido estos libros antes en la realidad y después en la fantasía. Para mí, los libros son un recurso de apelación.

 

No hay duda que en La guerra silenciosa hay un verdadero empeño por incorporar la percepción que el indio tiene sobre lo inanimado, lo sobrenatural y los fenómenos cósmicos. Y que, de esta manera, la mitología quechua se incorpora, sin fisuras ni engaños, a la narración. Pero hay otro rasgo, esta vez de índole estructural, que también contribuye a la plasmación del universo quechua dentro de los límites de la novela. Se trata de la incorporación de episodios que –de modo variable en extensión y en independencia con respecto a la trama principal– posibilita que la novela se halle dentro de la tradición del cuento oral. Este aspecto, que fue señalado por Antonio Cornejo Polar como característico de la narrativa indigenista, puede describirse como un desarrollo novelístico por acrecentamiento y propicia una suerte de desorden interno.[10] En La guerra silenciosa es verdaderamente notable la aparición de episodios que no sólo mueven a la perplejidad del lector por la desviación que provocan respecto de la trama principal, sino que –incluso– llegan a adquirir categoría, relevancia y significación de importancia pareja a la trama principal. De perplejidad de lectura puede hablarse cuando, en Redoble por Rancas, se llega al capítulo 15 en que se narra la muerte de quince peones de la hacienda El Estribo a causa de un inopinado "infarto colectivo". Mientras que, por otro lado, las historias del Niño Remigio –en Garabombo, el invisible– o de Maca Albornoz –que discurre a lo largo de las dos últimas novelas del ciclo, Cantar de Agapito Robles y La tumba del relámpago– adquieren una relevancia verdaderamente significativa dentro de las respectivas novelas. Estos desarrollos novelísticos por acrecentamiento llevan al lector avisado a vivir el sortilegio de una narración en que lo oral ha sido tenido en cuenta, a la manera del fabulador popular que inserta dentro del avance de la ficción otras historias con que animar o fijar la atención de quienes le escuchan.

 

Junto a este aspecto estructural de la intromisión de otras ficciones dentro de la ficción principal debe reseñarse otro elemento que también contribuye a la cuidadosa atención del lector o la estimula. Se trata de la narración no cronológica de los sucesos. El avance narrativo deja de ser lineal y es roto a cada momento con interrupciones y saltos en el tiempo hacia atrás o hacia adelante. El avance novelesco cronológicamente fracturado lleva en sí mismo una concepción de un ritmo que atañe al modo de contar historias que tiene esa colectividad a la cual está referida el ciclo de novelas, el campesinado quechua. Pero ese avance novelesco en fracturas también involucra al lector. Y éste, por definición, está alejado del ámbito cultural de los personajes que habitan el ciclo novelesco. No hay sino tomar en cuenta el concepto de heterogeneidad literaria, lúcidamente introducido por Antonio Cornejo Polar.[11] Una de las muchas manifestaciones de este concepto es que la producción, el texto y su consumo corresponden a un universo bien distinto, o incluso opuesto, del referente, el ámbito narrado en la novela.

 

El lector, en definitiva, está alejado del ámbito cultural de los personajes del ciclo. Y las operaciones que debe llevar a cabo no pueden ceñirse –por insuficientes– a las estrictamente precisas de deletreo, seguimiento de palabras y decodificación de caracteres y señales tipográficos en el papel impreso. Está obligado a recomponer episodios, ubicarlos en sus lugares correspondientes, intuir desarrollos cuyas partes integrantes le han sido escamoteadas, inferir situaciones que se anticipan o que aparecieron muchas páginas atrás.

 

Esta esforzada y riquísima actividad de recomposición o de reelaboración no sólo ha sido prevista por quien ha urdido la ficción novelesca, Manuel Scorza, sino que alude a una concepción creadora en que se han decidido hacer caber las perspectivas de quien recobra mediante la lectura el universo novelesco. Los acontecimientos, los sucesos de la ficción, han sido seleccionados por el novelista de entre la infinidad que componen el mundo a que se refiere la novela; y éste ya es un axioma fundamental: se admite que la realidad siempre es más de cuanto el texto intenta reflejar. El novelista fracciona esos acontecimientos y los dispone en un orden que él mismo decide. Sin embargo, en la operación de reelaboración que le espera al lector no interviene el novelista sino la materia por él creada, la ficción misma. Considerar esta perspectiva es otorgar, no ya un plano de actividad participativa del lector, sino una concepción en que la novela deja de ser algo estático e indivisible, un continuum monótono o circular, algo que desfila ante los ojos más o menos atónitos del lector. La novela se convierte en una visión particular, en un punto de vista sobre la novela misma. Deja de ser una sustancia que avanza desde su principio hacia su fin; se convierte en una corriente que es contemplada desde la concreta perspectiva de un lector concreto.

 

En definitiva, el avance novelesco cronológicamente fracturado no sólo contribuye a connotar de manera aguda y sutil el ámbito cultural de quienes pueblan La guerra silenciosa (En la cosmovisión quechua, según sostiene Heike Spreen, el tiempo carece de linealidad y los acontecimientos no se encadenan, sino que se amalgaman).[12] La narración no cronológica de los sucesos incorpora una concepción de la novela en que el lector debe involucrarse ejerciendo un constante esfuerzo de interpretación y recomposición, con lo cual el texto deja de ser una pieza definitiva, completa y acabada; y deviene múltiple, abierta y cambiante.

 

Un nuevo elemento característico viene a sumarse a cuantos van apuntados cuando se repara en la estructura general del ciclo novelesco. Los personajes desarrollan una historia colectiva y tienen una dimensión simbólica. Tanto es así que incluso las cinco entregas del ciclo son nombradas por el propio novelista como sucesivos hitos de un único objetivo. Así se lo confió a Tomás Gustavo Escajadillo en una entrevista, realizada en los primeros meses de 1979,[13] en cualquier caso, antes del mes de marzo, momento de la publicación de la quinta novela:  

Redoble por Rancas es la revuelta individual; Garabombo, el invisible, la revuelta colectiva; El jinete insomne, la reconstrucción del coraje, un retroceso táctico en la lucha [...] Cantar de Agapito Robles plantea nuevamente la empresa colectiva y refleja un triunfo provisorio. La tumba del relámpago es el libro de la lucidez, la adquisición de una conciencia colectiva.

 

Los personajes de La guerra silenciosa no desarrollan una aventura individual sino una historia colectiva y simbólica. La razón quizá haya que buscarla en el sentido épico que posee el ciclo, que pretende expresar los esfuerzos que realiza toda una colectividad, no sólo por obtener los derechos que le son negados, no sólo por recuperar las tierras de que ha sido desposeída, sino también por revitalizar la ancestral cultura que les pertenece. Por otro lado, si de la lectura individual de cada una de las novelas se infiere la constante repetición de sucesivas derrotas tras los respectivos períodos de resistencia, el ciclo narrativo considerado en su conjunto permite percibir un constante progreso, desde su inicio en un pequeño y solitario levantamiento en una pequeña aldea (Redoble por Rancas) hasta la bien planeada y organizada ocupación simultánea de varias haciendas (Cantar de Agapito Robles y La tumba del relámpago). Tal es la fe que Manuel Scorza muestra en el mero acto de reclamación de justicia que entiende que es portador en sí mismo del éxito. Así, llega a confiar a Albert Bensoussan en una entrevista realizada en 1974:

 

Yo creo que la lucha es un fin. Cualquiera que sea el resultado del combate, los indios de los Andes centrales han vencido.[14]

 

Puede decirse que Manuel Scorza no sólo ha logrado hacer una reflexión sobre el Perú de este siglo a partir de una serie de revueltas concretas, sino que también ha sido capaz de hacer llegar las justas reclamaciones del campesinado quechua hasta los ámbitos del reconocimiento internacional.

 

Pero es en el lenguaje donde quizá se obre uno de los mayores prodigios del ciclo novelesco. Tanto es así que ha sido frecuentemente elogiado por la crítica. Tomás Gustavo Escajadillo, en un artículo publicado en diciembre de 1983,[15] poco después de la muerte del poeta y novelista peruano, habla con entusiasmo del lenguaje desenfadado, del humor, del uso e intencional abuso de la metáfora. Por su parte, Bradley A. Shaw había ponderado la acertada combinación de hipérbole y parodia, capaz de habitar siempre en el límite entre la ironía y la sátira.[16] En 1986, Jean-Marie Lemogodeuc además de elogiar el humorismo y la cuidadosa personificación de elementos naturales y cósmicos, repara en que el tema social es hábilmente velado mediante el empleo de la ironía.[17]

 

Un primer elemento que llama la atención en la lectura de la práctica totalidad de las páginas del ciclo es la cualidad poética del lenguaje. De tal modo que no extraña la afirmación que Manuel Scorza hizo a Albert Bensoussan: Yo creo que nunca he dejado de escribir poesía, que la escribo en prosa.[18]

 

Merecerá la pena rendir un pequeño homenaje a este poeta que decide ser novelista. Y que, incapaz de abandonar las cualidades poéticas del lenguaje, sabe demostrar que ambos papeles, el de poeta y el de novelista, no se excluyen sino que se conjugan y multiplican en felicísimo acuerdo.

 

Manuel Scorza despliega a lo largo de todo el ciclo novelesco un prodigioso repertorio de personificaciones. Parece como si con ellas quisiera reflejar la percepción animista que del cosmos y de la naturaleza posee el mundo indígena. Valga el siguiente fragmento tomado de Redoble por Rancas. Debe repararse en que la personificación no nace tan sólo del embrujo de la imaginación, sino tras una secuencia en la cual se imbrica el sentido cabal de la imagen con que se culmina el texto. El cerco de Redoble por Rancas –un personaje más de la novela– impide cualquier huida posible. Ahí nace la personificación:

 

El Cerco clausuraba los caminos. Sólo podían rezar en las plazas, aterrados. Ya era tarde. Aunque el alambrado no prohibiera los pasos, ¿adónde huirían? Los habitantes de las tierras bajas podían descender a las selvas o remontar las cordilleras. Ellos vivían en el tejado del mundo. Sobre sus sombreros colgaba un cielo hosco a la súplica (Redoble por Rancas, capítulo 2).

 

La metáfora se enseñorea –viva y fulgurante– en todo el ciclo narrativo. Elegir sólo una es un reto del que, por fuerza, se ha de salir perdiendo, porque los cientos y cientos que se contienen en las cinco novelas pronuncian su queja desde el silencio de no haber sido elegidas. He aquí el exacto momento de la muerte de un personaje singular, el Niño Remigio:

 

– Este piojo, ¿quién es?

 

– Un loquito, mi alférez.

 

El Niño Remigio se agachó. Recogió una piedra. Avanzó.

 

– ¡Quémelo! –mandó el alférez.

 

El guardia lo segó con su metralleta. Así se comprobó que el Niño Remigio padecía una enfermedad incurable porque la ráfaga que le destapó la mitad de la cabeza mostró que en lugar de sesos tenía una mata de geranios (Garabombo, el invisible, capítulo 33).

 

Otro recurso principal en La guerra silenciosa es la hipérbole. Manuel Scorza despliega una rica exuberancia en que la hipérbole roza los niveles de la imagen más vigorosa. La siguiente presenta el momento en que Raymundo Herrera recupera el Título de la comunidad de Yanacocha:

 

Don Raymundo Herrera miró los escombros de arrogancia del propietario. Se inclinó. Sin prisa, Sóstenes lo guió hasta un desván casi tan vasto como la techumbre. Agachándose, lo condujo ante un baúl de cuero labrado.

 

– Éste es.

 

Entregó la llave, descendió por la escalera. El viejo esperó que sus pasos se extinguieran, abrió el candado y levantó la tapa. ¡Una llamarada lo untó de oro! Más cegado por el asombro que por el miedo retrocedió. Protegido por una pila de sacos de cebada observó que el incendio que tostaba la somnolencia de los trastos olvidados se amansaba en un fulgor soportable. Con regocijo, con terror comprobó entonces que lejos de ceder a la humedad del altillo donde había dormido cuarenta años el Título de propiedad de Yanacocha, brillaba peor que una generación de luciérnagas (El jinete insomne, capítulo 2).

 

La ironía violenta a menudo el texto. Manuel Scorza demuestra ser un maestro de este recurso agresivo que funde hechos y valores, que destruye objetos e inunda de insolencias y significados ocultos el avance de la lectura. El siguiente ejemplo corresponde a la propuesta de matrimonio que, tras una noche de amor, don Migdonio le hace a Maca Albornoz:

 

Cerca de medianoche [Nuño, también enamorado de Maca] vio a Maca y a don Migdonio subir la escalera del hotelito. Los músicos, los Generales y los ayayeros se retiraron. Él apagó las luces, se envolvió en su poncho. Reclinó la espalda para descansar. No descansó. Comenzó a oír los bramidos de don Migdonio y las carcajadas y los susurros de Maca. Padeció toda la noche. Pero no oyó lo que a las ocho de la mañana, rigurosamente vestido de negro, suplicó el hacendado:

 

– Me llamo Migdonio de la Torre y Covarrubias del Campo del Moral. Los de la Torre acompañaron al Libertador Bolívar durante la campaña de la Independencia. Nuestra familia ha dado un presidente de la república, tres generales, cuatro obispos y dos vocales de la Corte Suprema. ¿Acepta ser mi esposa?

 

– Antes te aceptaría unos tamalitos, si no es ofensa tener hambre después de haber dado de comer.

 

– ¿Tamalitos?

 

– Sí. Y verdes, salvo que tus ilustres antepasados tengan algo en contra de ese color (Cantar de Agapito Robles, capítulo 9).

 

Otro recurso que Manuel Scorza logra hacer brillantísimo en el ciclo novelesco es la enumeración. La frase adquiere un inusitado ritmo y proporciona a la lectura en voz alta un brillantísimo valor, cercano en riqueza al relato oral. El siguiente ejemplo recoge los recuerdos de Doroteo Silvestre en busca de informaciones acerca del paradero de Maca Albornoz:

 

Disimulé. Le acaricié el pelo, le acaricié la cara, le acaricié el oído con todas esas babosadas que a las mujeres les gusta creer. ¡Ella, feliz! Un poco porque Ginelda se lo merecía, otro porque me comía el ansia de saber más sobre Maco Albornoz, me quedé en su casa unos días. ¡Ella, feliz! Me cocinaba, me lavaba la ropa, me bailaba, y, según ella, me hacía dichoso. Supe esperar. Poco después de un mediodía ardoroso, luego de dos cuyes con hierbabuena y regados con buena cerveza, compartimos la siesta en una hamaca de su huerta. Enardecidos por el aire cálido y el rumor de los grandes árboles, en el vaivén de la hamaca nos enredamos. Salté al suelo, me arrodillé, me levanté, volví a arrodillarme, la bajé a la grama, le di la vuelta, regresé, la cargué, metí mis brazos tras de sus rodillas y mi cuello detrás de sus manos, la alcé y la bajé hasta que bramó como si pariera, hasta que lloró y me suplicó que dejara de hacerla feliz. Ya manejada, le insistí:

 

– ¿Te acuerdas que hablamos de Maco Albornoz?

 

– Me acuerdo, mi amor.

 

– Maco Albornoz me jugó una mala pasada. Y yo quiero cobrársela. Por eso ando averiguando sus costumbres (La tumba del relámpago, capítulo 9).

 

En definitiva, la maestría en el empleo de estos recursos, junto a otros –la titulación burlesca de muchos capítulos, los sobrenombres humorísticos de algunos personajes, la habitual ausencia de descripciones físicas y psicológicas de los personajes, el tono desenfadado en el avance de muchas situaciones– logran hacer del ciclo novelesco un diverso y vigoroso mural paródico. En él conviven la ironía y el humor junto a la denodada reivindicación del ámbito campesino de los Andes centrales y la frontal crítica al aparato y a los sistemas de explotación colectiva. Por otro lado, un complejo entramado técnico brilla a cada paso en la lectura. A la fragmentación cronológica debe sumarse el complejo entramado de voces narrativas que llevan al lector a la obligación de ejercer un esfuerzo de reelaboración textual.

Pero, por encima de su riqueza literaria, o quizá gracias a ella, La guerra silenciosa muestra que gracias a la solidaridad se logra hacer frente a la explotación, que toda justa reivindicación es portadora del éxito aunque acabe en derrota, y que –sin contradicción– los empeños individuales también tienen sentido junto a los empeños colectivos, y los acrecientan y engrandecen.

Notas:

 

[1]. Laura Lee Crumley de Pérez. "El intertexto de Huarochirí en Manuel Scorza: una visión múltiple de la muerte en Historia de Garabombo, el invisible". América Indígena, XLIV, nº 4, octubre-diciembre de 1984.

[2]. Ibidem.

[3]. Dioses y hombres de Huarochirí. Lima: Museo Nacional de Historia /IEP, 1966. Narración quecha recogida por Francisco de Ávila [1598?]. Introducción y traducción: José María Arguedas. Apéndice: Pierre Duviols.

[4]. La versión fue publicada en el estudio "Los himnos quechuas católicos cuzqueños" [Colección del Padre Jorge A. Lira. Estudio introductorio de J.M.B. Farfán]. Floklore Americano, nº 3, noviembre de 1955. Más adelante la reproduce Miguel León-Portilla en la obra El reverso de la conquista (México: Joaquín Mortiz, 1964). Edmundo Bendezú Aybar vuelve a publicarla en el volumen Literatura quechua (Caracas: Ayacucho, 1980). Edmundo Bendezú Aybar anuncia que la reproduce de la edición Apu Inca Atawallpaman. Elegía quechua anónima (Lima: Juan Mejía Baca y P.L. Villanueva Editores, 1955). También afirma que fue recogida en Pisac, Calca, por Cosme Ticona a comienzos de este siglo.

[5]. Ángel Rama. "José María Arguedas, el otro". Crisis, nº 10, febrero de 1974.

[6]. Nathan Wachtel. Los vencidos. Los indios del Perú frente a la conquista española (1530-1570). Madrid: Alianza Universidad, 1976 (Primera edición: La vision des vaincus. Les Indiens du Pérou devant la Conquête espagnole, 1530-1570. París: Gallimard, 1971).

[7]. José María Arguedas. "Mitos quechuas posthipánicos". Amaru, nº 3, julio-septiembre de 1967. El ensayo vuelve a publicarse, en colaboración con Alejandro Ortiz Rescaniere, con un nuevo título, "La posesión de la tierra. Los mitos posthispánicos y la visión del universo en la población monolingüe quechua" (Les problèmes agraires des Amériques Latines. París: Publ. du CNRS, 1967). Finalmente, es reproducido –con el título original– en la ediciónpreparada por Ángel Rama sobre la obra ensayística de José María Arguedas, Formación de una cultura nacional indoamericana (México: Siglo XXI, 1975).

[8]. Ángel Rama. "José María Arguedas, el otro". Crisis, nº 10, febrero de 1974.

[9]. Manuel Osorio. "Conversación con Manuel Scorza: Desde sus orígenes, toda la literatura latinoamericana es mítica". El País, 15 de julio de 1979.

[10]. Antonio Cornejo Polar. Literatura y sociedad en el Perú: La novela indigenista. Lima: Lasontay, 1980. Antonio Cornejo Polar. "El indigenismo y las literaturas heterogéneas. Su doble estatuto sociocultural". Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, IV, nº 7-8, 1978.

[11]. Heike Spreen. "Manuel Scorza como fenómeno literario en la sociedad peruana. La guerra silenciosa en el proceso sociocultural del Perú". Homenaje a Alejandro Losada. La literatura en la sociedad de América (José Morales Saravia, ed.). Lima: Latinoamericana Editores, 1987.

[12]. Tomás Gustavo Escajadillo. "La historia, el mito y los sueños. Una entrevista inédita con Manuel Scorza". Quehacer, nº 69, enero-febrero de 1991.".

[13]. Albert Bensoussan. "Manuel Scorza: Yo viajo de la realidad al mito". Crisis, nº 12, abril de 1974.

[14]. Tomás Gustavo Escajadillo. "Scorza después de la última batalla". El Observador, 5 de diciembre de 1983.

[15]. Bradley A. Shaw. "The Indigenista Novel in Peru after Arguedas. The Case of Manuel Scorza". Selecta, nº 3, 1982.

[16]. Jean-Marie Lemogodeuc. Histoire et discours dans le roman indigéniste péruvien: Ciro Alegría, José María Arguedas et Manuel Scorza. Tesis doctoral inédita: Université de Paris III / La Sorbonne Nouvelle, 1986.

[17]. Albert Bensoussan. Op. cit

Juan González Soto
jgsoto@nil.fut.es
 

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