La poesía de Tagore

por Eduardo González Lanuza

“Tú, que no se quién eres; tú, que lees estos versos míos que tienen ya cien años, oye:

No puedo ofrecerte una sola flor de todo el tesoro de la primavera, ni una sola luz de estas nubes de oro. Pero abre tus puertas y mira; y coge, entre la flor de tu jardín, el recuerdo oloroso de las flores que hace cien años murieron.

Y ojalá puedas sentir en la alegría de tu corazón la alegría viva que esta mañana de abril te mandó, a través de cien años, cantando dichosa.”

No, en verdad no tiene aún cien años este poema, pero esa es, justamente, la piadosa porción del tiempo transcurrida desde el nacimiento de su autor, el poeta bengalí Rabindranath Tagore. Su efecto temporal que busca lo eterno disminuye por esa circunstancia, en este mensaje a través de la duración, como el de las estrellas extinguidas y aún visibles. Alude a una fraternidad trascendente capaz de identificar a dos almas, una ya ida, otra aún no manifestada en el momento en que esas palabras fueron escritas, en la contemplación de un luminoso jardín suscitador de idéntica alegría. Ya en otra composición, el poeta había expresado este ruego: ¡“Señor, concédeme esto que te pido: que yo no pierda nunca la felicidad de encontrar lo único en este juego de lo diverso!” La palabra “juego” en su sentido de regocijado quehacer abunda a lo largo de sus poemas: lo diverso no es una apariencia hostil o desorientados, un “juego” de la realidad para que nos entretengamos en la felicidad de hallar a su trasluz la Unidad. En el caso del poema inicial, el “juego” incluye al poeta y al lector identificados en un recuerdo oloroso, en el dorado matiz de unas nubes de bienaventuranza, sin edad posible.

En una poesía de otro tono, la actitud del poeta al dirigirse a sus presuntos lectores de cien años después, podría tener sus dejos de soberbia al descontar una eficiencia retórica a fin de cuentas problemáticas; pero Tagore, no. Es demasiado evidente su propia humildad personal equiparándose con el más simple de sus lectores probables para hacer resaltar la feliz permanencia del color y la alegría por encima de sus eventuales sostenes humanos. Tal vez el secreto fundamental de su poética consista en haber sabido adquirir una cortés evanescencia, como de fantasma, fluctuante y casi traslúcida, pero mantenedora por lo mismo de su perfil inconfundible. Si se ha podido definir la música como el bordeado contorno del silencio, la poesía de Tagore se podría, a su vez, caracterizar como la ondulante —y deleitosa— ribera de lo inefable. Lo que dice, con ser a menudo sorprendentemente bello, aparece siempre rodeado por una atmósfera de alusiones que lo supera, nos permite —e induce— la sospecha de una continuidad gozosa de lo real más allá de lo habitualmente admitido, y desde cuyos territorios parece llegar él como de puntillas, con una generosa sonrisa entre sus barbas, tomarnos de la mano como a tímidas criaturas para inducirnos a perder el temor al misterio. Adviértase el tono del poema que estoy comentando, nada elegiaco por cierto como pudiera haberlo sido al ser lanzado sobre el azar de la inexistencia. Todo es en él plasticidad, evidencia gozosamente comprobable por los sentidos. Ni el menor temblor sentimental por las flores “que hace cien años murieron”, ni menos aún por el poeta que las contempló. La esperanza vibra en el “ojalá”, que es casi total certidumbre, puedas “tú” sentir la alegría, y lo que ya resulta plenamente revelador es el imperativo “abre tus puertas y coge el recuerdo oloroso de las flores”. El recuerdo de lo que yo ahora estoy experimentando por ti, y el recuerdo de una sensación de apariencia tan intransferible como un perfume.

¿No nos está revelando esto la íntima convicción de que aún la diferencia entre el “tú” y el “yo”, forma parte del “juego” de lo diverso detrás del cual resplandece, callada, la Unidad? Muy lejos está este procedimiento del habitual en la poesía mística que procura irse desasiendo de lo sensorial hasta alcanzar la irrepresentable abstracción del Ser. Tagore no acepta esa técnica por considerarla innecesaria, y no sé si para su caso particular, perniciosa. Para él las nubes de oro son las nubes de oro, y la mañana de abril, la mañana de abril, una deleitosa eternidad para quien sepa advertirlo. ¿Acaso toda manifestación de la realidad no es ya de por sí aclaración de su propio símbolo? ¿A qué obstinarse en pretenderlo descifrar de nuevo? ¿No será ésa una sospechosa manera de volver su lectura final irreconocible? Él prefiere abrir bien los ojos y mirar a fondo, gozándose en ello con suficiente intensidad como para hacer posible que el lector de cien años más tarde la sienta como “recuerdo” capaz de acrecentar su dicha, porque es “la alegría de tu corazón, la alegría viva de esta mañana de abril”, la única vencedora posible de la muerte y su vana apariencia, la alegría que se tiende luminosa como un arcoiris de alma a alma. He elegido este poema no por la trivial —aunque no tanto— circunstancia de que aluda a esa porción de tiempo que hoy nos trae a conmemorar a un poeta cuya memoria está muy por encima de esas vicisitudes temporales, sino porque lo considero muy significativo de la poética de Tagore. Es innegable la religiosidad que de sus composiciones desborda por encima de todo rito determinado, pero ella se encuentra vivificada por un permanente goce directo de lo sensual, cuyo supremo antecedente acaso deba buscarse en el "Cantar de los Cantares” de Salomón.

Le placen las confesiones de directísimo regocijo de los sentidos, en los que no advierte la menor contradicción, sino por el contrario una ayuda para acceder a lo religioso. No es esto interpretación arriesgada del comentarista, sino expreso testimonio del interesado en el poema 73 de su “Gitanjali”:

“No, nunca cerraré las puertas de mis sentidos. Los deleites de mi vista, de mi oído y de mi tacto, soportarán tu deleite”. Pocos poetas que se hayan confesado paganos habrán cantado su felicidad sensual con júbilo semejante al de este poeta religioso que, justamente, al dirigirse a Dios, le ruega en el poema final del mismo libro:

“Permite, Dios mío, que mis sentidos se dilaten sin fin, en una salutación a ti, y toquen este mundo a tus pies.”

“Este mundo a tus pies”, elude todo supuesto propósito panteísta de confundir al Creador con su Creación, pero le place advertir el resplandor de la bondad divina bajo las formas tangibles visibles o aludibles de lo creado. No es mediante la anulación de los sentidos, sino valiéndose de su dilatación como se propone saludar y adorar a Dios.

Incluso al pensar de modo directo en la muerte, no deja de hacerlo valiéndose de una hermosa imagen visual equiparando vida y muerte a los dos pechos maternos:

“El niño, cuando su madre le quita el seno derecho, se echa a llorar, pero al punto encuentra en el izquierdo su consuelo." (id. 95). Y no porque descuente que hallará otra “mejor vida”, no, sino porque presume idéntica generosidad: "Cuando me vaya, sea ésta mí palabra última: que lo que he visto no pueda ser mejor". ¿No parece esto corroborar las palabras del Génesis: "Y vió Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera"? No añadiré nuevos ejemplos aunque podrían multiplicarse las citas a este respecto, pero no puedo dejar de aludir al final del poema 75 de "La Cosecha”:

¡"Señor, cómo te gusta saber que yo amo este mundo adonde me has traído!” El mundo, visto no como enemigo, sino como corroborador del alma, como generosa donación de Dios, y en cuyo goce podemos demostrar nuestra cabal gratitud.

Sucede con la lectura de los poemas de Tagore algo muy semejante a lo que ocurre con la lectura de la Biblia: y es que la excelencia de las traducciones por un lado, y lo inaccesible de sus idiomas originales por otro, nos hace olvidar que son versiones y no lecturas directas. En nuestro caso, incluso se trata de traducciones de otra traducción, pues no creo que Juan Ramón Jiménez conociese el bengalí, de modo que su traslado debe de haberse hecho del inglés. Desde luego, sin conocer los originales es muy temerario arriesgarse a hablar de las bellezas de forma de un poema. Pero por nuestra fortuna, en francés y en castellano, Tagore encontró en Gide y en Juan Ramón los traductores que se merecía. En castellano de modo muy especial, puesto que el manejo delicadísimo de sus evanescencias alusivas, y casi podría decirse mágicamente persuasivas, no podían haber ido a dar a mejores manos. No sé hasta dónde ese doble trasiego habrá podido hacernos perder las originales bellezas prosódicas, en toda poesía de tan fundamental importancia, pero lo cierto es que Juan Ramón supo, en todo caso, suplirlas con esa prosa suya de suavidad de niebla, que se acomoda tan bien a los perfiles, restándoles dureza y asegurando su fragilidad contra los riesgos de una comprensión excesivamente directa. Ello no nos impide la comprobación del empleo en la poesía de Tagore, con un sentido fruictivo, de palabras alusivas a rotundas formas, y sensaciones bien determinadas. Abundan en ella lámparas, laúdes, guirnaldas, mantos azafranados, jarras, espadas, ajorcas, relámpagos, barcas, pájaros, estrellas, flores, colinas... Si nos dejan entrever su valor de símbolos, no es porque él se lo haya adjudicado de modo especial, sino porque nada existe que no lo sea, para comenzar de sí mismo, ya que lo sensorial, como hemos visto, es lo que le aproxima a los pies de Dios. Por eso se recrea también en el diseño de auténticos cuadros. No fue una vocación lateral la que le llevó, ya hombre maduro, a expresarse plásticamente, sino que ella estaba implícita en su poética. Aparte de las auténticas “naturalezas muertas’' que pueden adivinarse por la combinación de los elementos que he señalado, en sus poemas aparecen de pronto verdaderos paisajes. Señalaré dos ejemplos de ellos, el primero tomado de la estrofa inicial del poema 14 de “El Jardinero”: Era después de mediodía, y el viento andaba entre las ramas del bambú. Las sombras caídas, alargando los brazos, le cogían los pies a la luz fugitiva.

El segundo es también del comienzo del poema 12 de “La Cosecha” “El Jumna corría allá en lo hondo, ligero y claro. Arriba, ceñudo, el tajo alzaba su frente. Y montes de oscuro verdor, cicatrizados de torrentes, se agrupaban en torno”. En cada una de ellos se hace presente una tonalidad y casi un procedimiento, de graciosa acuarela en el primero* de vigoroso óleo en el último. Antes de utilizar lápices o colores, ya se había manifestado Tagore como artista plástico, y todo ello con la gracia de quien ha aprendido a orar sonriendo, como quien juega y encuentra en el rezo un deleite casi infantil, nada desaprovechado: “He jugado en esta casa de juguetes de formas infinitas: y vislumbré, jugando, a aquel que no tiene forma”, dice en el poema 96 de “Gitanjali”. “Juguetes de formas infinitas”, estas palabras son de por sí bien explícitas para aclararnos la conducta del poeta frente a las cosas, aceptadas con el candoroso regocijo del niño que recibe un regalo de las manos del Padre, y vislumbra a través de él el misterio de la Paternidad, lo que le une al dadivoso donador: “vislumbré, jugando, a aquel que no tiene forma”.

No en meditativo éxtasis, no en maceraciones ni sacrificios renunciamientos, sino “jugando”. El mundo no es para él valle de lágrimas, sino “casa de juguetes”, y si a veces se vuelve melancólico, es por nuestra incapacidad para interpretarlo en su recto sentido.

Y la auténtica sabiduría no debe buscarse tras el conocimiento, o por el ejercicio de la inteligencia discursiva. Una discreta ignorancia puede servirnos mejor para llegar hasta ella y participar en lo que se nos está queriendo decir. Basta una actitud de aquiescencia y todo se esforzará en ayudarnos a descifrar lo que debe interesarnos. Léase a ese respecto el poema 4 de “La Cosecha”:

“Al despertar esta mañana, me encontré su carta. No sé qué dice, porque no sé leer; ni molestaré al sabio en la soledad de sus libros, porque él quizás tampoco entienda lo que dice.

¡Déjame que la apriete contra mi frente, que la estreche contra mi corazón! Cuando la noche se calle, y vayan saliendo las estrellas una a una, la abriré sobre mi falda y me estaré callado. Las hojas suspirantes me la leerán alto, el arroyo atropellado me la irá cantando, y las siete estrellas sabias me la rezarán desde el cielo.

¡No encuentro lo que busco! ¡No puedo comprender lo que quisiera! Pero esta carta sin leer me ha aliviado de mi carga y me ha hecho canciones mis pensamientos!”

Este poema comporta no sólo una actitud religiosa, sino una auténtica “arte poética”. Lo que se nos dice, no es para ser interpretado por nosotros, sino estrechado contra el corazón y la frente, puesto luego sobre nuestra falda para que las suspirantes hojas, y el arroyo y las estrellas se encarguen de ello. La actitud poética que en consecuencia se deriva, no es la de decir aquello cuya lectura puede resultar ociosa, sino la de proveer elementos de suscitación que hagan cantar a la realidad en torno a nosotros y manifestársenos. No debemos considerar esa realidad como un jeroglífico que espera ser descifrado, sino como mensaje tan evidente que nos exime de esa temeraria labor; basta que nos coloquemos en situación de inminencia, de regocijada expectativa, que aceptemos participar en su “juego” para que a través de él se nos revele “el que no tiene forma”. Las artimañas de lo cognoscitivo pueden resultar las que más nos alejen del Conocimiento. En el final del poema 102 de “Gitanjali” vuelve a colocarse en el indeciso margen de lo inefable: “He hablado de ti en canciones perdurables, cuyo secreto brota de mi corazón. Vienen y me preguntan”: ¿“Qué quiere decir todo eso?” No sé qué responderles, y digo: “Ay, quién sabe lo que quiere decir.” Y se ríen de mí y se van despreciándome. Y tú sigues sentado allí sonriendo”.

El mayor respeto para el Misterio consiste según él en no pretender que deje de ser misterioso disminuyéndolo en explicación. De ahí esa actitud reconocedora de los propios límites, de la vanidad final de la inteligencia, y de la profunda sabiduría religiosa del “juego” como vía comunicativa.

Esta sensibilidad para lo sensorial, y esa convicción religiosa colocan a Tagore en una posición especialísima frente a la imperativa doctrina del “desapego” de tanta importancia en todas las religiones, y en especial en las indostánicas. Las criaturas, las cosas, los seres, serán meras apariencias, “juguetes”, pero nos permiten advertir a su través “al que no tiene forma” y por lo tanto no están eximidas de lo sagrado. ¿Porqué, pues, hemos de renunciar a ellas y al deleite que nos proporcionan? ¿De qué nos libertaremos al abandonarlas? “La libertad no está en la renunciación. Yo siento su abrazo en infinitos labios deleitables”, confiesa en el poema 73 de Gitanjali, y nos ha propuesto antes el ejemplo divino de renunciamiento a la Libertad por el Amor, en el poema 11 del mismo libro: “¿Libertad? ¿Dónde quieres encontrar libertad? No se ha atado él mismo, lleno de alegría, a la Creación? Sí, él está atado a todos nosotros para siempre”.

Lleva esa convicción hasta un extremo nada ortodoxo para el budismo, mucho más próximo al cristianismo, al identificar el amor a Dios con el amor al prójimo, que recuerda los apostrofes de San Pablo: “porque si la Caridad faltare...”. Así en el poema 75 de “El Jardinero” nos presenta al hombre a quien la soberbia fuerza, para conseguir su propia santidad, al abandono de los suyos. En la primera estrofa se lee:

“A media noche, el hombre dijo: “Ha llegado la hora de dejar mi casa y de buscar a Dios. ¿Quién me ha tenido en engaño tanto tiempo?” Dios le respondió sereno: “Yo”. Pero el hombre nada oía.” ‘ En este patético diálogo el tremendo monosílabo divino, que encierra tan definitiva y complicada doctrina, no es oído por el interesado que prosigue en su plan. La última estrofa es aún más definí toria:

“El niño gritaba en sueños, apretándose contra su madre. Dios dijo al hombre: “Detente, necio, y no dejes tu hogar’. Pero el hombre nada oía. Y Dios suspiraba tristemente: “¿Por qué querrá venir a mí, abandonándome?”.”

Y no sin cierta sorna, que por otra ¡Darte despunta más a menudo de lo que pudiera creerse en la poesía más profunda de Tagore, había dicho en el poema 43 del mismo libro:

“No, no, amigos míos, no. Decid lo que queráis, pero yo nunca seré un santo. A menos que ella profese conmigo. Lo tengo resuelto; si no encuentro un nido a la sombra y una compañera de penitencia, no seré nunca santo.”

En dos tonos bien distintos queda expresado un mismo concepto adverso al desapego en su forma aparente, puesto que para él las criaturas y el amor hacia ellas, incluido, como vemos, el amor de hombre a mujer, en modo alguno es por fatalidad opuesto al amor a Dios, y antes bien es uno de los caminos, no por deleitoso menos seguro, que a él llevan. Las conclusiones teológicas de esta actitud, no es a mí a quien corresponde esclarecerlas. Sus consecuencias estéticas, que son las que me interesan, las hemos visto en esa profunda alegría en que la sumerjen las formas, los olores, los sonidos, en su capacidad para transmitirnos a un mismo tiempo los matices de su extraordinaria sensibilidad y la plenitud de su significado que se exaltan mutuamente, convirtiéndolo en uno de los más altos poetas de cualquier época. Pero no quedaría contento conmigo mismo si a este respecto del desapego no aclarara que, si Tagore no lo practica en su poesía con respecto de los seres y las cosas, a las que ama en su calidad de criaturas divinas, es más meritoria aún por ello su actitud para abandonar esta “casa de juguetes” que tanto amó. Sin el menor patetismo, con una correctísima actitud de buena educación oriental, sabe enfrentar el momento de abandonarla con estas palabras de la segunda estrofa del poema 93 de su “Gitanjali”: "Aquí os dejo la llave de mi puerta; renuncio a todo derecho sobre mi casa. Sólo os pido buenas palabras de despedida”.

 

por Eduardo González Lanuza

 

Publicado, originalmente, en: Revista "Sur"  .ISSN: 0035-0478 Año XII Nº 270 mayo / junio de 1961

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

 

Ver, además:

                      Rabindranath Tagore en Letras Uruguay

 

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