Los designios de la doctora Frankenstein:

seducción de lo fantástico en la nueva poesía española

The Will ofDr. Mrs. Frankenstein: Enticement ofthe Phantastic in the New Spanish Poetry

Ensayo de Juan Andrés García Román

  Universidad de Extremadura ORCID: 0000-0002-5874-4518

El debut poético de Andrea Abello ha radicalizado una tendencia que ya se apuntaba entre los nuevos derroteros de la poesía española contemporánea. En Duende (2021), el decir de la intimidad se entrevera con la descripción de un “monstruo” que es a la vez masculino y femenino, según encarna uno u otro costado de su naturaleza proteica. El decir de la intimidad se problematiza y la sexualidad se transforma en una proyección utópica. En el presente trabajo, se persigue delimitar la relevancia que cobra lo fantástico en la poesía a la hora de exponer una crisis identitaria, así como el deseo de un nuevo orden social y político. Para ello se propone el estudio de Duende junto a otras propuestas poéticas españolas muy recientes -las de Lola Nieto, Xaime Martínez o Rosa Berbel, entre otras- en donde se hallan igualmente presentes la fantasía y la ciencia ficción.

Palabras clave: poesía fantástica; identidad y fantasía; poesía española contemporánea: Andrea Abello; Lola Nieto; Xaime Martínez; Rosa Berbel.

ABSTRACT

Andrea Abello's poetic debut has radicalized a trend that was already being noted among the new directions of contemporary Spanish poetry. In Duende (2021) the loving feelings are intertwined with the description of a “monster”, which is both masculine and feminine as it embodies one or the other side of its protean nature. The present approach pursues a definition of the fantastic in poetry and how it is a relevant feature when exposing an identity crisis or the desire for a new social and political order. For this, the study of Duende is proposed together with other veiy recent Spanish book of poems -those of Lola Nieto, Xaime Martínez or Rosa Berbel, among others- where fantasy and Science fiction are equally present.

Keywords: fantastic poetry; identity and fantasy; contemporary Spanish poetry: Andrea Abello; Lola Nieto; Xaime Martínez; Rosa Berbel.

Lo fantástico: el nuevo boom

En Granada, hace ya muchos años, cuando las ciudades aún tenían inviernos, callejones con olor a rata y manzanas de casas designadas por sus respectivas parroquias, se dio el caso de un duende entre las de San Pedro y Santa Ana, muy cerca del llamado Paseo de los Tristes. Así rezaba parte de la noticia original aparecida en el diario El Defensor de Granada y recopilada hace poco en un blog vecinal:

Se pensó pudieran ser los gritos de una mujer que por allí convivía. Nada se encontró y el propio cura aseguró haber oído tales terroríficas lamentaciones semejantes a las de un animal salvaje. Opinión que compartían los vecinos de San Pedro y Santa Ana. Pensaron algunos que los aullidos eran de un perro enfermo que fue allí arrojado; pero capturado el animal por los empleados municipales del Servicio de Limpieza, continuaron los gritos y lamentaciones. Para otros pudo ser un gorila escapado de una caseta de feria en el Corpus granadino y al que algunos vecinos vieron saltar al río desde una higuera. Nada se encontró. Hasta un niño, que se aventuró a encontrar al duende, aseguraba haber sido golpeado por una figura blanca que parecía un fantasma (Delgado s/p).

Curioso que un fantasma proyecte un retrato así de realista de la sociedad de su época. Y curioso también que al susodicho duende se le encontrara explicación “racional” al atribuirlo a un animal salvaje, un gorila escapado, un perro enfermo, un fantasma o una mujer [sic]. Uno lee con sorpresa y quizás un poco de suspicacia libresca la atribución al gorila: ¿era el cronista lector inconfeso de E. A. Poe? Si proseguimos la crónica, comprobamos además que tampoco falta el elemento chusco, ya que la existencia del fantasma se asignó igualmente a los impulsos eróticos de una pareja necesitada de clandestinidad. Como se ve, en una crónica de fantasmas penetra toda la historia social de un pueblo: su machismo (en ningún caso el duende fue identificado con un hombre), su hipocresía y picaresca, el panem et circenses de los medios, las ineludibles dudas metafísicas que trasluce cualquier escritura humana o el puro miedo a la oscuridad, plenamente justificado, pues el suceso ocurrió un año antes de la contienda civil...

No puede ser casualidad, por tanto, que el poemario último, y primero, de Andrea Abello (Mieres, 1997) tome para su título una palabra polisémica, cuya ambigüedad tiene de hecho un correlato de género. Un duende es masculino o femenino entre otras cosas porque no remite necesariamente a una entidad antropomórfica. Incluso en la acepción que más se relaciona con el espectro, este puede ser tanto un niño como un viejo, siempre que cause “trastorno y estruendo en la casa en la que habita” (DRAE, s/f, s/p): a mitad de camino, pues, entre el diosecillo de la casa y el poltergeist. La imagen del trastorno es interesante, porque quizás la autora ha pretendido causar ese mismo trastorno o incomodidad con la publicación de un libro de poesía descriptivo y en prosa que declara su amor a un ente. La acepción cultural o contracultural del duende está soportada en la segunda acepción más abstracta del término, que lo relaciona con un “encanto misterioso e inefable” (DRAE, s/f, s/p). Es el caso del cante flamenco y, en fin, tiene mucho que ver con el espíritu del pueblo, del folclore, que tan pronto llena de encanto una velada junto a la lumbre como se lleva consigo a quien no lo respeta, o a quien lo ama demasiado. Ahí está sin ir más lejos el Rey de los Alisos (o de los Elfos) del poema goethiano (Goethe 16-17) y su mezcla de confort y horror: el bosque, santuario romántico, es también el lugar de lo desconocido y, en este caso, del crimen, del elfo. También es una buena metáfora de lo ocurrido en el seno del propio código literario, su estética purista y neoclásica hasta hace nada y ahora abierta en canal a un concepto oscuro y encantador: lo popular.

Pero no nos adelantemos. El caso, por ahora, es que Andrea Abello no es la única poeta contemporánea que ha recurrido a la temática fantástica y fantasmal. La palabra fantasma es explícita en el título del segundo poemario, Los planetas fantasma (2022) de Rosa Berbel (Estepa, 1997), con copiosas referencias a lo paranormal y feérico y unas figuras espectrales, como expulsadas del paraíso, que resultan ser el tú y el yo, pareja heterosexual perdida en la caricaturesca trivialidad de su crisis. Por su parte, Cuerpos perdidos en las morgues. Una novela de detectives (2018), poemario con el que Xaime Martínez (Oviedo, 1993) obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven 2019, tiene la osadía de llamarse novela y una incipiente trama con rasgos de intriga que concluirá, para colmo, en ciencia ficción. Sin ir más lejos, en el primer poema del libro, después de que se haya comenzado a hablar de los cuerpos de las morgues en tercera persona, estos parecen arrebatar la enunciación: “Amor, amor, me temo / que han robado nuestros cuerpos” (Martínez 19)[1].

Los ejemplos son miles y este no será el primer ni el último artículo dedicado a esa nueva veta fantástica de la poesía. ¿Por qué esta preocupación? ¿Atisbamos la alargada sombra del nuevo boom: el gótico andino? No obstante, quisiera terminar este recuento con la poesía de Lola Nieto, que en las performáti-cas presentaciones de sus poemas se atavía según los usos japoneses y se tinta el interior de la boca de negro para dar vida a un espectro: prorrumpe en balbuceos, gritos y muecas desesperadas mientras aproxima el oído a una grabadora que reproduce poemas inquietantes (Museo Carmen Thyssen Málaga s/p). Por lo demás, la referencia a lo muerto y espectral es tan profusa que los límites entre vida y muerte parecen haber sido rilkeanamente disueltos: “Procuré que las palabras actuaran sobre la realidad y la modificaran. Entendí que, si concentraba toda la fuerza de mi cuerpo en una palabra, algo, lo que más íntimamente deseaba, sucedería. Escribí para que otro cuerpo, muerto, regresara” (Quinto s/p). Hablando de su último poemario, Caracol (2021), la autora refiere la audición obsesiva de una cantante de la chanson francesa y el hecho paradójico de que, con la reproducción técnica, se haya logrado captar cada modulación de la voz, el chasquido cercano de la lengua y la saliva de un ser humano fallecido: “Escuchar una voz muerta varias veces / prender de memoria el sonido de saliva en la articulación de su boca / imitar con la boca la saliva de su boca sin voz / recolectar / cuando la mies suena un labio la dilata / frente al micrófono: se llama vapor de un calco” (Nieto 43).

Es un hecho; en la poesía española última lo fantástico ha cobrado una inusitada importancia. La pregunta, por tanto, ha de ser más bien por la función que esa temática cumple. Y es que el flirteo esporádico con el misterio no constituye en sí mismo una novedad. De hecho, es casi una constante. Lo vimos en la voz demoníaca de un Leopoldo María Panero; por ejemplo, en su “Lamento del vampiro”: el vampiro es un hito de la cultura pop y novísima y Panero gusta de relacionar la crónica de su locura con un satanismo maldito. Pero lo fantástico tampoco estaba ausente cuando la cruda representación de la realidad de social iba un paso más allá, como en aquel poema de Jenaro Talens: “Después de haber puesto la mano en la trituradora, la mujer se dice, no puede ser verdad. Mira su mano que semeja una mano pasada por la trituradora y se dice, no puede ser verdad” (Talens 67). Y no dejó de visitar el lirismo de los ochenta y su ironía desencantada, que Jon Juaristi conduce a una de sus mayores cotas. Pues bien, allí también se vislumbró el fantasma, como en “Elegías a ciegas”, el poema dedicado a sus tías abuelas: “Las dos hermanas ciegas de tu abuelo, / Pepita juntamente y Victoriana, / a contraluz las ves, sombras chinescas / entre el biombo de seda y la ventana” (Juaristi 129). Hoy basta entrar en una librería para encontrar aquí y allá referencias fantasmales: el editor de la legendaria revista Litoral Antonio Lafarque prepara, para la editorial de Versos de Cordelia, una antología de poemas vampíricos con el título provisional de La biblioteca de Drácula. Pero en ninguno de esos casos, se diría, el uso de lo fantástico está al servicio de la función que cumple en la poesía más reciente y cuyo diagnóstico es el cometido de estas páginas, a saber: la (re)construcción de una identidad social y de género en mitad de un proceso histórico adverso, cargado de incertidumbres.

Lo fantástico y la poesía: el concepto de fantástico

Antes de seguir, será preciso reflexionar un poco sobre el concepto. ¿Existe de hecho una fantasía poética o ambos términos, poesía y fantasía, se excluyen mutuamente?

Lo fantástico es una de esas nociones de las que solemos tener una comprensión intuitiva y funcional, pero igualmente ardua de definir. Como se sabe, es Tzvetan Todorov uno de los pioneros en la sistematización del concepto de fantástico e hito inexcusable para la reflexión posterior. En su ensayo Introducción a la literatura fantástica del año 1970 sí que está aludida la poesía y la pregunta por un fantástico poético. Por las preocupaciones del propio Todorov y su compromiso con la teoría de los géneros literarios se entiende que aún pesaba la importancia de la lírica, tan de vieja y buena escuela, en su noción de literatura.

Pues bien, Todorov define lo fantástico como esencialmente evanescente, un instante de crisis o vacilación a la hora de atribuir la lógica a unos hechos. Poniendo como ejemplo el Manuscrito encontrado en Zaragoza (1805), Todorov nos coloca ante la duda del personaje con respecto a esas vampiresas que por las noches vienen a seducirlo: ¿son producto del sueño, del mal funcionamiento de su psique o son reales? La duda provoca un cortocircuito en su consciencia. El seísmo tampoco durará para siempre, pero obligará al personaje -al lector- a encontrarle acomodo dentro de su noción de lo real. Damos por sentado que al día siguiente volverá a salir el sol, pero aun así el momento de vacilación tiene un enorme poder, el momento en que nos asomamos al abismo: “Llegué a pensar que, para engañarme, los demonios habían animado cadáveres de ahorcados. ‘Llegué a pensarlo’: he aquí la fórmula que resume el espíritu de lo fantástico. Tanto la incredulidad total como la fe absoluta nos llevarían fuera de lo fantástico: lo que le da vida es la vacilación” (Todorov 38).

Es decir, si encontramos que lo ocurrido puede explicarse por las leyes de la naturaleza tal y como las conocemos, entonces diremos que hemos sido (el personaje ha sido) testigos de un suceso raro, de esos que pueden explicarse científicamente, pero cuya improbabilidad, aunque sea por un momento, nos reta: estamos en el terreno de lo extraño. En cambio, cuando lo desconocido campa a sus anchas y aceptamos deleitados y sin preguntas el gobierno de las nuevas leyes, habitam0s el espacio de lo maravilloso. Tanto en un caso como en el otro, lo fantástico se ha disuelto para dejar su espacio a otra cosa.

En realidad, no estamos nada lejos del concepto de grotesco de W. Kayser. Lo grotesco no tolera la explicación ni la asimilación. Por así decir, la gracia de un relato de Hoffmann como “Sobre la vida de un hombre célebre” (1819) se arruina un tanto si atendemos a su título alternativo, “El diablo en Berlín”. Porque nos inquieta saber que ese hombre recién llegado a la ciudad es extraño; que si un alma bonancible se le acerca para ayudarle a cruzar la calle, es capaz de saltar, con su benefactor de la mano, “un salto de seis varas de altura y doce pies de longitud hasta el otro lado” (Kayser 122). Pero si nos enteramos de que es el diablo, por más que la figura del diablo nos perturbe, ya hemos apaciguado la extrañeza con un referente. Lo grotesco existe cada vez que “el suelo se desploma bajo nuestros pies” (168), cuando nuestros conceptos del mundo conocido quieren desvencijarse. A diferencia de Todorov, Kayser está muy preocupado por hallar el equivalente en la historia social a ese desasosiego de la irrupción grotesca: momentos en que la Historia parece cambiar, evolucionar o desplomarse. Por ejemplo, cuando, con la pujanza de la burguesía, pueden empezar a mostrarse las corruptelas de los clérigos y, con ello, las seguridades del espíritu teocéntrico colap-san: lo vemos en los cuadros del Bosco. O cuando, simplemente, Europa se encamina al abismo de las guerras mundiales en medio de la burocratización y deshumanización: lo encontramos en los relatos de Kafka.

A decir de Rosalba Campra, “el mundo fantástico puede ser todo, menos consolador” (Campra 160). Si se da, por ejemplo, y es uno de los conflictos más frecuentes, una situación en la que el personaje se topa con un muerto, sus seguridades se desmoronan, ya que el mundo de los muertos y el de los vivos son, hasta nueva orden, irreconciliables. En definitiva, lo que pasa es que el lector ve amenazado su hábitat. Ocurre cuando el mundo del sueño empieza a mostrarse tan imperativo que cobra prevalencia sobre la vigilia y amenaza a esta con convertirla en sombra; es el caso de “La noche boca arriba” de Cortázar (1955) y, en realidad, el de la inveterada mariposa de Chuang-Tzú, tan querida por Bor-ges: “Chuang-Tzú soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre” (Campra 163). También es ese, al cabo, el leitmotiv de la escritura de H. P. Lovecraft, la sospecha de que cambian las tornas y el hombre no es la criatura autosuficiente que pensó ser, sino que está hibridado con el simio, o que su inteligencia nada puede contra la de ciertas entidades temibles que, insospechadamente, gobernaban la tierra antes que él. Quizás, de hecho, la vigencia de lo fantástico en la literatura actual se deba también en parte a cualquier cosa que la ciencia está a punto de revelarnos: el posible hallazgo de vida extraterrestre o algún fenómeno que sacudiría los cimientos del discurso humano.

Sin embargo, esa sensación de vértigo es muy frecuente en toda la literatura. Quizás porque la literatura es una vía de expresión y escape. De hecho, como tantas otras categorías literarias, no podemos decir que lo fantástico se dé o no se dé, blanco o negro, sino que su presencia es una escala de grises. En uno de los poemas iniciales de Los planetas fantasma leemos “La casa se ha llenado de fantasmas”, a lo que sigue un “No dormiremos solos esta noche” (17), una afirmación que puede despertar la memoria de los terrores nocturnos de nuestra infancia. La cosa se agrava con el verso siguiente: “No viviremos solos”. Si queríamos dar una lectura exclusivamente biográfica al poemario -el relato de una crisis conyugal-, de repente parece que, como mínimo, atraca la seguridad de nuestra interpretación un tercer elemento, insospechado. Naturalmente, la identidad sufre cuando lo fantástico adviene: “Las fronteras se definen [...] entre yo/otro; ahora/pasado y/o futuro; acá/allá. Lo fantástico implica la superación y la mezcla de estos órdenes: el yo se desdobla y en consecuencia se anula la identidad personal” (Campra 165). A medida que el poemario fantasmal de Rosa Berbel avanza, la capacidad de ancorar la anécdota de los poemas en nuestro propio imaginario va menguando, los personajes se van haciendo más y más esquemáticos y la poeta ya no parece estar evocando el recuerdo de una intimidad. Es su propia voz la que resulta espectral y, no en vano, como en Cortázar, el espacio que impera es el sueño, con su tiempo verbal prototípico, el imperfecto: “Íbamos a través del desierto. / El día era claro y gris / y la noche era azul y generosa. / Las jornadas tenían quince horas, diez, / treinta, en función de los tramos, / y a menudo mirábamos la luna / ignorando sus fases” (Berbel 55). De repente, sí, hemos perdido el mundo. Y ellos apenas son un hombre y una mujer, sino dos sombras en un extraño universo auroral.

Pero no nos apresuremos, porque todavía no hemos contestado la pregunta esencial. Está bien, lo fantástico (y también lo grotesco) coincide con esa sensación de no hacer pie. Ahora bien, ¿puede ese vértigo darse en la poesía? La respuesta de To-dorov es claramente negativa. ¿Por qué? Pues porque la poesía, afirma, no es representativa. Así que, “la lectura poética constituye un obstáculo para lo fantástico. [...] Por esta razón, lo fantástico sólo puede subsistir en la ficción; la poesía no puede ser fantástica (aunque existan antologías de ‘poesía fantástica’). En una palabra, lo fantástico implica la ficción” (2016, p. 69). La verdad es que uno percibe, al leer estos razonamientos de Todorov, que se ha pasado demasiado aprisa de una equivalencia a la siguiente. ¿Realmente la poesía no es representativa? Todorov proclama “la intransitividad de las imágenes poéticas” (Todorov 69) o, lo que es lo mismo, la percepción de que las imágenes poéticas no describen una realidad que se encuentre fuera de ellas, es decir, que no tienen un referente, nada afuera del lenguaje. Pero es difícil estar totalmente de acuerdo; de nuevo, la presencia o ausencia de un ingrediente en un texto literario es una cuestión de grado, no de esencia. Por un lado, la pregunta sobre si existe algo fuera del lenguaje, ya sea poesía o prosa, cae por su propio peso. Por el otro, tenemos la impresión de que los poemas sí representan: la forma de referirnos al “universo poético” de un determinado autor es una muestra bastante intuitiva de ello. ¿No sería entonces, más bien, que Todorov está siendo perfectamente fiel al concepto aristotélico de mímesis, en el sentido de mímesis de la acción? Cuando opone tan claramente ficción a poesía, parece evidente que así es: “No es casual que en el primer caso, los términos empleados corrientemente sean: personajes, acción, atmósfera, marco, etcétera, es decir, términos que designan también una realidad no textual. Por el contrario, cuando se trata de poesía, se tiende a hablar de rimas, de ritmo, de figuras retóricas, etcétera” (Todorov 68). En fin, el crítico búlgaro está pensando en un tipo determinado de poesía y de poética y su concepto está influido por su “método” y por aquello que desea lograr: un análisis más sincrónico que diacrónico, de validez universal. Los ejemplos narrativos de Todorov van del XIX -Poe, Hoffmann, Gautier, Cazotte, etc.- al XX -Cortázar, Borges, etc., mientras que su noción de lo poético casi se circunscribe al Siglo de Oro: rimas, ritmo, figuras retóricas.

Pero en torno a finales del siglo XVIII se ha dado en la cultura europea una convulsión que supondrá un antes y un después en el concepto de poema, y en su posibilidad de representar. En efecto, Todorov se ha deshecho de un plumazo de un nivel de representatividad que continúa teniendo una enorme, hasta cansina, vigencia en la poesía: el de su confesionalidad, su capacidad para evocar la historia de un yo. De hecho, el pragmatismo de nuestro tiempo ha dividido la literatura en dos grandes bloques: ficción y no ficción, este segundo emparentado con la escritura del yo. Pero es un lugar común referirse al componente ficticio de la supuesta no-ficción: Hayden White supo detectar la imaginación en discursos tan supuestamente objetivos como la historia (1992). Luego está nuestra tendencia a inventar un yo o una personalidad a partir de los datos biográficos y las vivencias inconexas: ¿quién no ha sido invitado a salir de su “narrativa” para escapar de una crisis personal? La poesía no es plenamente escritura del yo, eso es verdad, pues posee otras facetas, otras aristas, y en ocasiones su carácter autobiográfico es prácticamente nulo. Está bien, pero tampoco hay duda de que el poema tiene mucho de escritura del yo. Los poemas o los poemarios representan; lo que no podemos pedirles es que representen de la misma forma ni los mismos objetos que los relatos. No podemos pedirles que tengan una trama, aunque no en vano también la tienen, en ocasiones.

Nunca está de más aclarar que la mímesis no es mera descripción del natural, sino que implica una acción, una fabricación; por ella se logra algo que al inicio de la obra no estaba ahí: “Se sabe que la mímesis aristotélica no debe ser entendida solo en términos de imitación ni tampoco como una sencilla construcción referencial del texto basada en la realidad. Según Ricoeur, no cabe mímesis más que donde hay un hacer” (Luque Amo 284). Viajamos, por así decir, de un punto conocido a otro que, hasta hace un momento, nos resultaba ajeno. Quien acaba un buen libro de poemas no está en el mismo lugar en el que comenzó. Se ha dado un autoconocimiento, algo se ha dibujado, algo se ha representado, aunque ese algo sea mucho más complejo, más abstracto y difícil de diagnosticar que en la narrativa.

En lo que sí están de acuerdo los tratadistas de lo fantástico es en que la clave para detectarlo es ese momento de cataclismo. Ahora bien, ¿ese cataclismo se debe a una falla previa al texto o es un efecto de su lectura? En realidad, lo segundo convierte el tratado sobre lo fantástico en un mero inventario de cuentos y novelas, mientras que lo primero lo pone en comunicación con los abismos del alma humana y las incertidumbres de su Historia. Si el estudio se ocupa de las afueras de ese cataclismo, si contempla el texto como superposición de textos y contextos, el juego se jugará también en otros terrenos más allá de la trama. Y en tal caso, la poesía podrá participar.

Por otra parte, el juego con el lenguaje no ocurre en una campana de vacío: la poesía moderna juega con el lenguaje porque el Romanticismo, previamente, teatralizó la ceremonia de bodas del poeta con el discurso del conocimiento. La poesía es la representación de la capacidad de metaforizar: “El mundo debe ser romantizado. Así redescubriremos su sentido originario”, afirmaba Novalis (VV. AA. 574). La poesía es el lugar donde el sujeto toma las bridas de la Creación: es la representación del ser humano dotando de sentido, por medio del lenguaje, a lo real. Desde el Romanticismo, como si se refractara en dos, el poema dice y el poema dice que dice. Tenemos la poesía, que es el código creador que el hombre quiere usurparle a la naturaleza, y tenemos la llamada “poesía de la poesía”, el género poético concreto, con su dosis de prestidigitación, de ensayo de la nueva cultura. Por eso en los poemas florales de A. W. Schlegel casi podemos percibir la respiración del poeta-teórico asomado a su ensayo, y eso que trataba de estar ausente. Se ha perdido la vieja “naturalidad” de seguir un oficio, una retórica, y ahora al poema lo acompaña el ideador, el pastor, que está fabricando un arte universal, aunque aún alberga muchas dudas sobre su experimento. En muchos poemas románticos intuimos la sombra del poeta, como en esos seriales baratos donde se cuela el micrófono en la parte alta de la pantalla. En fin, y a esto íbamos, el poeta, el lenguaje, la escritura son lo verdaderamente representado. Lo dice claramente el otro hermano Schlegel, Friedrich: “[1] Muchos de los que son denominados artistas son, en realidad, obras de arte de la naturaleza” (Lacou-Labarthe y Nancy 112). Porque, el poema, ese juego entre figuras, rimas y ritmos es sólo el fruto limpio de toda una escritura que también es poesía: “[4] ¡Hay tanta poesía y, sin embargo, no hay nada más infrecuente que un poema! Esto se debe a la cantidad de esquemas, estudios, fragmentos, tendencias, ruinas y materiales poéticos” (Lacou-Labarthe & Nancy 112).

Quizás ahí es donde debamos buscar el cataclismo de lo fantástico en poesía, en esa, por así decir, refracción:

Al claro de luna, cerca del mar, en los lugares aislados del campo, vemos, sumergido en amargas reflexiones, revestir todas las cosas, unas formas amarillas, indecisas, fantásticas. Las sombras de los árboles, de pronto rápidas, de pronto lentas, corren, van, vienen, con diversas formas, aplanándose, adhiriéndose a la tierra (Ducasse 61).

Es una descripción bastante lírica, pero en su otoño parece esconderse una sombra monstruosa, ¿la misma que se presenta en el poema de amor de Berbel? Pertenece a Los Cantos de Maldoror. Esa sensación de peligro, del viento encarnado en otra cosa, puede en verdad asignarse a lo fantástico, y es así porque la sensación halla su eco en el caos asociativo de los cantos, el cierto desorden del discurso y, desde luego, la expresión de una desazón existencial:

Respeto el deseo de la muerta. Yo, igual que los perros, siento la necesidad del infinito... ¡Pero no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Soy hijo del hombre y de la mujer, según me han dicho. Y eso me asombra... pues creía ser más. Por otra parte, ¿qué me importa de dónde vengo? De haber podido depender de mi voluntad, hubiera querido ser más bien el hijo de la hembra del tiburón (Ducasse 65).

Es decir: aborrecimiento del don de la vida humana, un tópico de la poesía romántica, anatema, celebración del pecado del suicidio, pecado representado en el cuerpo de la mujer, descubrimiento de la propia condición fatal, caída de lo divino, filiación de lo humano con el animal o con la bestia, identidad dudosa, comunión con los muertos, como en el poema “La carroña” de Baudelaire. Todas estas son características que suenan a grotesco, suenan a fantástico. Se lo puede querer ver o no, pero aquí no estamos lejos ni del señor Valdemar de Poe, ni del Frankenstein de Mary Shelley, ni de Lovecraft. Tampoco, por cierto, estamos lejos de Holderlin, quien en su poema “En adorable azul” también se preguntaba si debía ser hombre u otra cosa, como si existiera la opción: “¿Querría ser un cometa? Eso creo. Porque tienen la velocidad de los pájaros, son como flores de fuego y niños en la pureza” (VV. AA. 135). La existencia es por primera vez en la historia algo que se puede mirar desde fuera, tomar o no. La expresión de desasosiego que esto provoca, y que puede terminar en un deseo suicida, es a menudo terreno sembrado para lo fantástico. Una atmósfera de una sensualidad floral delicuescente y, permítaseme, “rara” se percibe en los afanes de extinción de Karoline von Günderrode.

Que el sueño de la razón produce monstruos es mucho más que una frase hecha: las dudas de identidad, sobre moral sexual, el temor a carecer de cualquier tipo de chispa divina, la formulación, en fin, de un yo totalmente pagano tienen mucho que ver con que la literatura europea del XVIII y XIX se pueble de monstruos, cementerios y vampiros. Las mismas Noches lúgubres (1790) de Cadalso y su pulsión necrofílica no habrían existido, como se sabe, sin una inspiración poética previa, Los pensamientos nocturnos (1742-1745) de Edward Young. Y hay que recordar que aquellas míticas veladas junto al Lago Lemán de los Shelley, Byron y Polidori estaban cuajadas de ideas de amor libres, las boutades de los salones y círculos del primer romanticismo. “Ya sé de qué materia está hecha mi criatura y el espíritu que la mueve, todo lo que es viene de mí, siempre he sido yo” afirma el personaje de Mary Shelley -Lizzy McInnerny en Remando al viento, a lo que Hugh Grant- Byron contesta: “Si has tenido poder para escribir nuestro destino, ten ahora fuerza para aceptarlo” (Suárez). En todo el filme, el matrimonio es un caballo de batalla, y el suicidio -la opción de Polidori- la pregunta que sobrevuela las mentes de todos. Por fin, el canto albanés con el que Byron bromea resulta ser un grito animal. La existencia parece encontrarse, por primera vez en la historia, en las manos de los propios sujetos, pues el creador del primer monstruo se llamó René Descartes. Y si se me permite, ¿no esconde algo extraño, de cuerpo en disgregación, la forma con que Rousseau en sus Confesiones (1782) se refiere al corazón como a una posesión (aleatoria)? Las aguas procelosas de la primera libertad son también la baba amniótica de su monstruo, el tedio de Pascal, el pesimismo de La Rochefoucauld, el genio maligno de Descartes. Y la poesía, que empieza a ser en el XVIII expresión de la intimidad humana, no puede estar ausente de estos vértigos, aunque no necesita una trama para representarlo.

Terminando ya con esta reflexión, porque nos esperan las identidades fantásticas de algunos jóvenes poetas españoles, creo que aún merece la pena preguntarse: un poema como “Érase un hombre a una nariz pegado” (Quevedo 142), la nariz, sí, el mismo motivo por cierto del cuento fantástico de Gogol, ¿no revela ese mismo vértigo? Detrás de su alegría asociativa, no hay nada; en una perpetua línea de fuga, una imagen se superpone a la otra y el diabólico antisemitismo y el desdén por la fealdad son los únicos sentimientos “humanos”. No hay regreso, no hay moraleja. Luego está la fábula inversa, de nuevo el animal, el gorila de Poe, la referencia a un Antiguo Testamento sin alma o la bestialización caricaturesca, que es también sumamente enajenante, pues, como en Lautréamont, no se acude a un mamífero, sino a un pez con una cualidad casi fantástica. Aparte de eso, tenemos la libertad asociativa, que es otra cara de la libertad, la acumulación de material poético, una presencia obsesiva de la metáfora que, por su aglomeración, ofusca la referencia y logra la independencia, fantasmal, del sentido. Igual que en el grotesco, la risa cortada está relacionada con la muerte. A decir de Terry Eagleton: “Estamos en presencia de la muerte, de una repetición frenética que no lleva a ninguna parte, una exhibición de un espejo tras otro que cree que deteniendo así la historia podrá evitar la muerte, pero que con esta orgía de la materia sólo logra ser arrastrada de forma aún más inexorable a sus garras” (Eagleton 65). Todo el universo simbólico barroco está presidido por la muerte: ¿es debido al cientificismo de los filósofos, los avances de la ciencia médica y la biología? ¿Y es que acaso, en nuestro tiempo, no miramos con desconsuelo la arrogante superioridad de una ciencia y tecnología desbocadas?

Identidad utópica y lo fantástico en la poesía española última

Ya es hora de volver sobre nuestros pasos. Comenzábamos esta reflexión haciéndonos eco de algunos jóvenes poetas españoles en cuyos últimos y recientes poemarios lo fantástico obtiene un tratamiento discernible. Luego se ha procurado ofrecer una definición de fantástico y de cómo lo fantástico, contradiciendo la reflexión de Todorov, sí que puede tener cabida en el texto poético y sus afueras. Y es que tanto lo fantástico moderno como el concepto de poesía contemporáneo giran en torno al mismo eje: el nacimiento contra natura de la individualidad: los dilemas morales, el vértigo de la soledad, el apartamiento de la divinidad y el tedio, etc.

Pero, ¿y en los libros de esos poetas señalados?, ¿qué funciones cumplen en ellos esos elementos fantásticos?, ¿cuál puede ser la causa de su empleo? Se trata, no cabe duda, de libros muy diversos y recientes y, para colmo, quizás sólo nos encontramos en la primera fase de una posible tendencia. Pero, desde luego, se dan una serie de rasgos comunes.

En todos los casos, el lugar de enunciación es problemático, incluso aunque hablemos de poéticas distintas y hasta distantes. En Cuerpos perdidos en las morgues, Xaime Martínez parece querer jugar al desconcierto, y es uno de los aspectos que contribuyen a la novedad del libro. Su subtítulo nos recuerda que estamos ante una novela, pero no podría hablarse de una sola trama reconocible, sino de tramas entrecruzadas que, además, no comparten universo: desde la crónica metapoética que, como en el Romanticismo, aproxima el poema a la identidad del escritor -“Estamos en mitad del desierto de Tabernas / escribiendo poemas / y creo que las drogas ya nunca harán efecto. // Una casa alquilada, / la exacta suciedad de las esquinas, / quizá tan sólo el tempo acumulándose. / Nuestra manera de vivir el sueño americano” (46)- hasta la ensoñación de un futuro como de ciencia ficción -“Camina bajo un cielo de mercurio. / Recoge alguna planta / raquítica. / Las máquinas comienzan a apagarse. / Hoy es el día. / El Sol no da calor y el hombre observa” (59)-. Se podría decir con la siguiente fórmula: cada poema, un mundo. Sí que se dan unos nombres comunes -Fatal, Destínez- como de novela policíaca de vodevil en un viaje por lugares de Europa -Dublín, una Barcelona escrita con uve, Yugoslavia, el Desierto de Tabernas-, también están los referentes literarios, la causticidad del lenguaje en una especie de mirada hipercrítica, la sensación de vivir en un mundo narrado, tan narrado que no queda espacio para la experiencia genuina ni para la libertad. Parece de hecho que se desprecia el mundo “real”, que se lo mira con condescendencia. Por eso también se procura una distancia irónica respecto de la poesía canónica: no hay un yo que le hable un tú, ni tan siquiera sabemos de verdad el género de los “personajes”, o si son dos o más de dos. Lo masculino y lo femenino no son tales, casi no alcanzan una atribución y sólo quedan dos figuras que van intercambiándose las máscaras mientras se hablan, como en el diálogo el de la Figura de Pámpanos y la Figura de Cascabeles de El público (2006) lorquiano, cuyo baile se cortaba con la mención de un elemento violento. Se diría que en el poemario de Martínez hay un cansancio de los discursos establecidos, de los roles desempeñados; por eso se inventan, vuelan, saltan de acá para allá, hasta el futuro, pero la amenaza -una salida de la sociedad no es posible- siempre está ahí: la repetición de la palabra “mierda” en el poemario, mucho más desencantada que la “caca” del dialogo de El público. De todas maneras, lo más significativo es esa tremebunda sensación de vértigo. A decir de Mark Fisher (a propósito de un filme de David Lynch): “La hemorragia de mundo se ha agravado tanto que ya no podemos hablar de jerarquías entrelazadas, sino de un terreno sujeto a un hundimiento ontológico crónico” (Fisher 70).

Duende de Andrea Abello persigue distanciarse de la realidad, decepcionante, y de una identidad personal y sexual prefijada, pero en su caso los cimientos del invento no los socavan las termitas de la ironía. Hay un hermoso poema de la poeta austríaca Ingeborg Bachmann titulado “Se acabó el juego” (Bachmann 22-25) en el que una voz femenina le habla a un yo masculino; es un poema de amor, pero al mismo tiempo no lo es, pues su interlocutor es el hermano en la representación de sus juegos infantiles. Ahí sí es posible la ternura, el fervor, ya que el juego infantil actúa como zócalo que previene de la seducción, el amor sexuado. Es una huida del hombre, pero también de la mujer: los roles que de ellos se esperan, la productividad y desempeño de la lógica mercantil, que son, a su vez, una continuación de la guerra y, en la terminología benjaminiana, del fascismo. En Duende tenemos algo muy parecido: el objeto de amor es una especie de híbrido animal-bestezuela-extraterrestre que transciende las dualidades “masculino-femenino”, “feo-hermoso”. Por eso, duende es “fea”, porque su belleza escapa a los estándares, escapa a cualquier expectativa; la fealdad de Duende es algo que celebrar, un eureka que espolea su inadecuación -ella/él no es uno de vosotros/as- y reivindica lo tierno, lo no eficiente:

Crecerá para ser madrastra; miramos las lentejas desde la piedrecita y es muy fea, muy fea como algo importante, como el asfódelo o la marmota, corre al árbol a buscarte, mamá, lo dorado, la herida en la frente, la cabeza triangulada de la virtud, el vestido triangulado más bello cada noche, pero qué fea con esa estrella sobre los ojos (19).

Fea es algo bueno, igual que “caca” en el diálogo lorquiano. Andrea Abello propone aquí un amor como aquel de Platero y yo (1914): la ternura infantil hacia un animal, un amor tan en peligro que no pudo sino despertar el sarcasmo malintencionado del corrillo de poetas. Duende, el personaje, no es ni masculino ni femenino, porque tampoco es reptil ni mamífero, ni humano; es lo puramente otro y lo puramente proteico, como el lenguaje efervescente del libro. Y en un mundo obsesionado por la cuestión de la identidad, Duende prefiere no identificarse con tal de ser de todos y/o profundamente del sujeto que, sin juzgarla/lo, la/lo ama. Curioso también que en Duende lo rural fagocite a lo urbano. Por supuesto, la Historia no está abolida -sin Historia, no hay poesía- pero se encuentra en barbecho; es el “principio esperanza”. Resulta constante la recurrencia a un tiempo agrícola, anterior, preindustrial y, sobre todo, plural; un tiempo que recuerda en parte al pasado, y lo redime, pero que se propone para un futuro sostenible -sí, también en un sentido ecológico- y perdurable. El poema se llena de personajes femeninos preindustriales, acaso preteridos, ¿fantasmas?; como si la España vaciada cobrara vida y lo hiciera sin miseria. Siguiendo la terminología de Todorov, en Duende lo fantástico ha dado paso a lo maravilloso. Por eso, no hay sobresalto. Duende se ha quedado a vivir; lo hermoso es sin fin, como en los cuentos de Lord Dunsany. En todo caso, nos lamentamos al comparar nuestro presente a ese tiempo curativo-creativo y popular o cuando sentimos la sospecha, como en E.TelExtraterreste (1982), de que el visitante y la excepción que trae consigo ha de regresar a su mundo, enfermar o abandonarnos: “¿Morirá Duende si morimos?” (52).

Por su parte, en Caracol, de Lola Nieto, lo fantástico y el género sexual están también íntimamente conectados, y digo bien, íntimamente. El poemario es un acto de amor rarísimo. Estamos ante un tipo de relación como mínimo tan experimental como en Duende; en este caso, el objeto de amor no es un visitante o una criatura, sino un cadáver, el cadáver de una mujer -su cuerpo, la memoria de su cuerpo- sobre la que se opera un montaje. Se trata de una especie de alquimia que tiene tanto de tenebroso como de enternecedor. Al cabo, es un amor verdadero, de una intensidad vibrante y rota. Sí, la evocación de un doctor Frankenstein redivivo y enamorado es inevitable, aunque todo es un poco impreciso y está sujeto a la exquisita vacilación de la escritura, que acompaña la evocación con su magmatismo: palabras partidas, versos rotos, sintaxis torsionada, estilo nominal, frases que no terminan, repeticiones obsesivas de vocablos, vocablos que se descomponen en sílabas y letras y dan lugar a otros vocablos. Por su parte, el poema en prosa “Carpintería” es un emocionado manual de ensamblaje que transborda entre nuestro plano y el inframundo: “Digamos que está muerta. Maneja un péndulo. Susceptibilidad entre el cuerpo y la presencia. Todos los movimientos son extensiones, Friego las manos una contra la otra. Por la extensión de las palmas. Un movimiento del cuerpo sobre el cuerpo niega la extensión y la presencia [...] // te estoy haciendo de arroz triturado / para que no renazcas” (Nieto 20).

Claro está, la discrepancia de planos en lo fantástico poético no puede residir en una fisura del mundo narrado; quizás se manifiesta en una inadecuación del discurso. Tanto en Duende como en Caracol, el amor es una fuerza inmensa, abarcadora, capaz de hacer palidecer al tú y al yo de tantos poemas, de dejar fuera de combate los convencionalismos del discurso amoroso. No es casualidad que la poesía más reciente, sobre todo la femenina, parezca magnetizada por algún tipo de prosa teórica: como en los poemas de Alba Cid, como en Ruth Llana o, fuera de España, en Anne Carson o Lila Zemborain, etc. ¿Es la mujer queriendo reconstruir el discurso de una civilización enferma, enferma de raíz, enferma de lenguaje, con sus identidades asfixiantes y nítidas? Y digo bien, reconstrucción, porque no es posible “crear” un producto cultural sin aceptar su código, su materia herida, no muerta, rediviva, revenante, cosida a retazos: ¿una doctora Frankenstein?

¿Es ésa la clave, esa, finalmente, la causa del reciente empeño fantástico? Porque sin duda hay mucho de delirio, el de una civilización que ha perdido el miedo a la razón, a la comprobación lógica de los enunciados, que vive como un zombi tras la caída de “los grandes caracteres”, de la verdad. Sí, es cierto estamos en un mundo invadido de ficción, lleno de relatos friquis que, como reinos de taifas, se reparten los restos del viejo conocimiento. Pero estos pocos poetas jóvenes españoles tienen en sus manos algo muy poderoso, devenido de la misma y rotunda intuición del derrumbe. ¿Por eso domina en ellos la idea de un renacer? La urgencia de ese embrión incipiente que les arde en las manos convierte sus intuiciones en eso mismo, un no sé qué febril y fabril, impreciso, una necesidad de recomenzar que no quiere mirar a la cara a las ruinas. El caso es que no ha sucedido ninguna guerra mundial, pero la sensación de catástrofe es manifiesta. Y ese dominio del “tener que”, sin saber cómo, cuándo o de qué manera recuerda, y mucho, a la poesía de después de los cuarenta. También es que el enemigo es poderosamente invisible. E imbatible. ¿La sociedad de mercado? Viene a colación aquel triste y certero chiste de F. Jameson: “A estas alturas resulta más imaginable el fin del mundo que el final del capitalismo” (De Diego s/p).

Por eso, crear el fantasma es una posibilidad, una alternativa, es el sueño de un amor allende las individualidades pragmáticas de dos perfiles de Instagram, con su deseo de egoísta satisfacción. Es aún una fuerza transformadora, incluso aunque parezca de dibujos animados, como esos Fatal y Destínez moviéndose por utopías y distopías de mentirijilla. Como el tú y el yo de los amantes en Los planetas fantasma, fantasmas ellos también, caminando a una incierta aurora, la de un mundo que se resiste a ser peor.

Bibliografía

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Nota:

[1] Sería imposible dar cuenta de todos los poemarios con referencias o elementos fantásticos: también una ironizada referencia al moderno Prometeo da título al poemario No supo Víctor Frankenstein ser madre (2019), de Francisco Najarro (Zafra, 1987). Igualmente flirtean con lo fantástico La escala deBortle (2021) de Virginia Aguilar Bautista o Mecánica (2021) de Vicente Luis Mora, si bien la ciencia, aunque sea de frontera, su capacidad de racionalizar los prodigios, funciona como un disolvente de lo fantástico y del vértigo. La ciencia realmente nos admira, pero genera confianza en nuestra realidad. Asimismo, los retos de la física alentaron una cierta escuela de la poesía contemporánea española, la de Agustín Fernández Mallo o, en fin, los ecos en España de la poesía del alemán Raoul Schrott.

 

Ensayo de Juan Andrés García Román

Universidad de Extremadura ORCID: 0000-0002-5874-4518

 

Publicado, originalmente, en: Letral, Número 30, pp. 107-124 ,2023, ISSN 1989-3302

Letral es una publicación académica del Proyecto I+D+i LETRAL

Departamento de Literatura Española, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada

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DOI: https://doi.org/10.30827/rl.vi30.26668

 

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