El compromiso político de Federico García Lorca [1]

Federico García Lorca’s Política! Engagement

por Jairo García Jaramillo

jairo.garcia.jaramillo@gmail.com

IES Padre Poveda España

Resumen. El presente artículo aporta argumentos para rechazar definitivamente el supuesto apoliticismo con que se ha querido definir al poeta Federico García Lorca, demostrando que se trata únicamente de un rumor que extendió el régimen de Franco para enmascarar su asesinato como revuelta callejera o rencilla familiar. La base documental aportada, desde sus propios testimonios hasta el último informe oficial publicado, revela, por el contrario, un indudable compromiso con los valores democráticos republicanos y la tradición ideológica de la izquierda.

Abstract. This article presents evidence that rejects the supposed apolitical position in which the poet Federico García Lorca has often been categorized. A widespread slander, from the Franco dictatorship, has been to cover up the poet’s terrible murder as the result of a street riot or a family quarrel. Furthermore, extensive records—from personal statements to recently published official papers—clearly reflect Lorca’s political engagement, his unquestionable tendency to support the left in politics, and his Spanish Republican and democratic values.

Palabras clave: poesía; intelectuales; política; fascismo; ideología.

Keywords: poetry; intelligentsia; politics; fas-cism; ideologies.

i. Un nuevo informe, viejas mentiras.

“Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad” es la frase con la que el siniestro Gobbels definió la implacable estrategia propagandística del régimen nazi, y aunque es cierto que la manipulación ha acompañado siempre al poder, esa máxima, escalofriante define muy bien el brutal mecanismo de alienación, inédito hasta entonces, que los regímenes totalitarios del siglo XX diseñaron para sembrar la barbarie, incluida, por supuesto, la dictadura española. Un régimen que, respecto al caso del escritor granadino Federico García Lorca, no dudó en emplearla para maquillar su asesinato en agosto de 1936, una vez que éste se convirtió en un escándalo internacional cuyas repercusiones, a buen seguro, no habían sido calculadas por quienes lo cometieron, y de cuya mancha -por decirlo con palabras de su amigo de juventud y primer biógrafo José Mora Guarnido (1998: 236)- pretendieron lavarse todos sin lograrlo.

Precisamente la reciente difusión -parcial- de un informe oficial sobre el fusilamiento del poeta (Domínguez, 2015), requerido en 1965 a instancias de la hispanista Marcelle Auclair a la Jefatura Superior de Policía de Granada a través de la embajada española en París, tiene una enorme importancia en este sentido, porque si bien no parece descubrir nada esencialmente nuevo sobre el crimen (al contrario, siembra nuevas dudas sobre, por ejemplo, el lugar del enterramiento), sí que ayuda a barrer de una vez por todas algunas de esas mentiras que, repetidas mil veces durante décadas, aún son tomadas por verdad por mucha gente en todo el mundo y no digamos ya sus malformaciones posteriores, que pronto adquirieron morbosa popularidad y se extendieron como la pólvora hasta formar ya parte de la leyenda del poeta, dando lugar, como señaló con ironía Manuel Vicent (1969: 147), a verdaderos pliegos de cordel.

Concretamente me refiero a ese supuesto apoliticismo del poeta que siempre han cuestionado los principales investigadores (Gibson, 1986: 16-20) y que ahora vuelve a quedar en entredicho gracias a que en él se lee literalmente que el poeta fue “sacado por fuerzas del Gobierno Civil” y “pasado por las armas” por “socialista” y “masón”, lo que significa sin duda reconocer por parte de las autoridades franquistas -desde dentro, desde el lugar mismo en que se cometió el crimen- el evidente y decisivo carácter político del mismo. Y así tendría que figurar de una vez por todas en el detalle de las trágicas circunstancias de su muerte, como la principal causa de su detención y posterior asesinato, junto a tantas otras miles de víctimas de la cruel represión llevada a cabo en Granada y otras ciudades españolas por los sublevados tras el estallido de la Guerra Civil.

Como escribe Santos Juliá (2011: 209-210), el de Lorca se convirtió en un asesinato tan monstruoso que de él “nadie alardea”, porque su muerte resultó vergonzante para todos desde el principio. Algunas de las justificaciones vertidas desde entonces son bien conocidas, empezando por la más temprana difundida por el propio general Francisco Franco durante la contienda, cuando, dada la trascendencia mundial que estaba adquiriendo el asesinato del poeta (al que se cuidaba mucho de no nombrar), quiso descargar responsabilidades y llegó a culpar incluso al otro bando, relatando el crimen como uno de tantos “accidentes naturales de la guerra” y atribuyéndolo a que “en los momentos primeros de la revolución en Granada, este escritor murió mezclado con los revoltosos”, debido a “la locura de las autoridades republicanas, repartiendo armas a la gente, [lo que] dio lugar a chispazos en el interior”. (Franco, 1938: 183). Como es sabido, diez años después sería José María Pemán (1948: 3) quien intentaría aliviar al régimen de aquella carga, definiendo el crimen como “un episodio vil y desgraciado, totalmente ajeno a toda responsabilidad e iniciativa oficial”.

De otra parte también se han esgrimido durante décadas, como todo el mundo sabe, las tan cacareadas “prácticas de homosexualismo” del poeta -así las deja caer el funcionario en el informe, como agravante, aludiendo a una “aberración” (sic) que era “vox populi”-; esta versión en concreto, la de que García Lorca fue asesinado por su condición sexual, es una de las que mayor fortuna popular ha tenido, especialmente desde que fuera utilizada por los apóstoles de la moral franquista a raíz de la publicación del polémico libro de Jean-Louis Schonberg Federico García Lorca. Lhomme. Lxuvre (1956), cuyo contenido llegó a provocar la ira de muchos de sus amigos, empezando por el poeta Jorge Guillén, quien nada más leerlo protestó al hispanista Jean Cassou por haberse prestado a prologarlo sabiendo que desdibujaba el incuestionable carácter político del asesinato y se atrevía nada menos que a juzgar la sexualidad del poeta, pintándolo con un “invertido” cobarde y afeminado (Guillén-Cassou, 2011: 23-27 y 118-119). También encontraría pronta y sólida respuesta al año siguiente en Federico García Lorca y su mundo (1957) la biografía que preparaba Mora Guarnido, quien escandalizado por el oportunismo y la vileza de Schonberg lo acusará de pretender la “absolución de las gentes a quienes con toda razón acusa la conciencia universal”, y se refería a su escrito como un “alegato a favor de los asesinos de Lorca” (1998: 217 y 237). Hasta tal punto esta interpretación le parecía indignante que, si bien defendía que el crimen “no tiene justificación ni explicación política” porque Lorca fue un ser individualista y libre, ni socialista ni comunista (Mora Guarnido, 1998: 206-207), a renglón seguido reconocía que tras el crimen habían actuado “las dos fuertes corrientes nutritivas de la reacción falangista: el señoritismo y el militarismo” (1998: 237-238).

Pero quizá ochenta años después del crimen y sobradamente reconocida su condición de símbolo universal, falta todavía por barrer de una vez del inconsciente colectivo el mito de un García Lorca apolítico, imagen difundida con insistencia por las medios ideológicos franquistas para, como explicaba Armando Pereira (2003: 51), “apropiarse de un poeta, de un intelectual, de envergadura internacional, que había sido asesinado por las propias fuerzas que ahora trataban, por todos los medios, de borrar ese hecho indeleble”. No vale, desde luego, pasar página sobre aquellos hechos aferrándose al consuelo de creer, como hacía por ejemplo el periodista Eduardo Molina Fajardo (1983: 77), que su asesinato no tiene explicación porque “la muerte, la guerra, el dolor, son preguntas existenciales cuya incógnita supera siempre los límites de los trabajos de investigación”, no vale afirmar que ante ellas “cualquier respuesta humana resulta limitada y claramente insatisfactoria”. Porque existe, por el contrario, una explicación fehaciente de aquel crimen, y esa explicación es política.

Es un acto irresponsable a estas alturas seguir queriendo despolitizar su muerte y disculpar al fascismo con turbios asuntos familiares, reduciendo el crimen a un mero ajuste de cuentas provinciano, por más que algunos investigadores sigan intentando convencernos de que tuvo su origen “en rencillas privadas, lejanas a posicionamientos políticos”, aireando de nuevo “odios y venganzas familiares”, y extendiendo nada menos que esas supuestas causas a “la mayoría de los [crímenes] que se cometieron en la Guerra Civil” (Caballero, 2011: 25), lo que va en contra de las más elementales evidencias históricas. Un argumentario, el de Miguel Caballero, que empieza por afirmar que Lorca “no se comprometió con ningún partido político”, olvidando que su firma encabeza un manifiesto de intelectuales a favor de la coalición del Frente Popular, en febrero de 1936, texto sobre el que su reciente editor, Rafael Inglada (2015: 99 y 283), afirma por el contrario, que constituye “uno de los más irrevocables y claros referentes que demuestran el compromiso político de García Lorca”.

Más adelante, Caballero (2011: 27) sustenta ese supuesto apoliticismo (o como él prefiere llamarlo, apartidismó) con argumentos como que el poeta granadino “firmó manifiestos a favor de asociaciones de uno y otro signo”, aunque por desgracia no especifica cuáles; que fue invitado por la Italia de Mussolini (2011: 27), sin especificar cuál es su fuente ni aclarar si el poeta, de ser cierto, llegó a aceptar o no la invitación; y por último, que el famoso residente Pepín Bello le contó personalmente “que Federico era de derechas, ya que pertenecía a una familia de derechas” (Caballero, 2011: 28), lo cual es absurdo no sólo porque padres e hijos puedan tener ideas políticas muy diferentes, sino además porque no se corresponde en absoluto con los testimonios familiares de que contamos: sin ir más lejos, la conocida crónica del periodista Pablo Suero, que almorzó con la familia nada más llegar de Argentina para cubrir las elecciones de febrero de 1936 y anotó:

En la casa de Federico todos son partidarios de Azaña, y Fernando de los Ríos es amigo venerado de la familia [...] Los padres de Federico son agricultores ricos de la vega de Granada. No obstante, están con el pueblo español, se duelen de su pobreza y anhelan el advenimiento de un socialismo cristiano (Suero, 2009: 252)

La crónica de Suero, por cierto, incluía un estremecedor testimonio de la madre del poeta: “Si no ganamos, ¡ya podemos despedirnos de España! ¡Nos echarán, si es que no nos matan!” (Suero, 2009: 252), palabras premonitorias que traen a la memoria otras remitidas a su hijo tres años atrás, en carta de diciembre de 1933, donde también queda suficientemente clara la vinculación política de la familia:

De política ya sabrás que las derechas triunfaron en una gran parte de España [.] Han gastado millones y se han hecho las cosas más sucias y vergonzosas que se han hecho nunca. Veremos a ver en lo que queda esto pues la cosa está fea (Fernández, 2008: 112)

Habría que recordar en este punto que su padre, Federico García Rodríguez, bien posicionado entre la elite liberal granadina, fue acusado también en octubre de 1936 de “manejos revolucionarios” y que sus bienes le fueron incautados hasta diciembre (Molina Fajardo, 1983: 73 y ss).

En este sentido, como decíamos, el informe mencionado contribuye a aniquilar de una vez por todas el mito de un García Lorca apolítico y neutral, o el disparate de un Federico “de derechas” como pretenden hacer creer quienes unen últimamente su nombre al de José Antonio Primo de Rivera en la portada de un libro como queriendo demostrar algo, no se sabe bien qué, mientras se sigue haciendo caja a costa del poeta (Cotta, 2015). Recordemos que ya en 1966 Luis Rosales, grabado secretamente por Ian Gibson, reconoció que esa supuesta “amistad” entre Lorca y José Antonio se reduciría todo lo más a algún encuentro puntual en los meses previos al golpe de Estado, recalcando explícitamente que no significó nada, pues Federico, como cualquier otro individuo, tenía conocidos de todas las ideologías -“el propio Azaña”, llega a decir Rosales (Ruiz Barra-china, 2010)-; y basta como prueba la amistad que lo unía a la propia familia Rosales. A este respecto valdría recordar que Concha, una de las hermanas del poeta, explicó en 1960 que “la gente decía que Federico era comunista” y que por eso corrió a esconderse a la casa de la familia Rosales, “el lugar más seguro que había en toda Granada” (García Lorca, 1981: XXVII). Y precisamente su hermano Francisco argumentó que ésa era otra prueba clara de que el suyo fue, ante todo, un crimen político:

Al estallar la guerra civil -Federico en territorio rebelde- se asila en una casa falangista. Si él no hubiese sentido de dónde podía venir la muerte, ¿por qué habría corrido a refugiarse? Esta simple pregunta responde a la razón, es decir, a la locura de su muerte: el impulso terrible que por motivos “políticos” en diferente grado tantas víctimas produjo en Granada (1981: 414)

Hasta tal punto es claro que la represión venía unidireccionalmente desde ese bando, donde los Rosales eran una familia destacada, que no sólo Lorca sino también su cuñado el alcalde socialista Manuel Fernández-Montesinos, fusilado unos días antes, trató también de buscar ayuda desesperadamente en la familia Rosales, como sabemos gracias a la estremecedora carta que reprodujo en sus memorias Isabel García Lorca, ( 5 fechada el 11 de agosto de 1936:

Las primeras ejecuciones fue [sic] algo tan monstruoso que no creíamos nunca que se repitiera, pero esta noche se han repetido a pesar de todo. [...] Sólo te anuncio que de seguir así todos iremos cayendo más o menos rápidamente [...] Es necesario que hagáis algo para ver si termina este suplicio. Ponte de acuerdo con Diego y busca a tío Frasquito para ver si habla con Rosales. (García Lorca,

Lo mismo cabría decir de la afirmación de Rosales de que Lorca estaba “atemorizado por la violencia” -algo en lo que curiosamente (o no tanto) insistirán Schonberg y Molina Fajardo-, o de que “era partidario de una dictadura militar”, ya que él mismo se desdecía a continuación: “No es que él fuera de derechas. tampoco eso sería verdad” (Ruiz Barrachina, 2010). Por lo demás, estigmatizarlo como “señorito” por su procedencia de clase o su modo de vida, como se ha hecho otras ocasiones para justificar esa supuesta filiación derechista, no sólo es inútil para explicar nada, sino que resulta demasiado simplista si, como sabemos, en un intelectual importa tanto su formación ideológica como su posición consciente.

El caso es que, para ser exactos, ni el informe de 1965 era totalmente desconocido -ya aludía a él, por ejemplo, Molina Fajardo, sin transcribirlo (1983: 76-77)-, ni se trata tampoco del único documento oficial que situaba explícitamente a García Lorca como enemigo político del régimen: hay que recordar que el pionero investigador Agustín Pe-nón dio en sus primeras pesquisas con un oficio del 28 de marzo de 1940, firmado por la Jefatura del Servicio Nacional de Seguridad de Granada, que describía al poeta con la habitual apostilla Desafecto al Régimen, valioso hallazgo sobre el que el propio Penón (2001: 417-418) apuntaba en 1955: “Sólo con lo que se atestigua en este documento bastaría para probar la muerte de Federico García Lorca, y que se debió a una causa política”. Se refería a “probar” su muerte porque en el momento en que escribe aún no había encontrado su partida de defunción, en la que el crimen aparece, sin embargo, despachado con el habitual eufemismo Heridas producidas por hecho de guerra, como si el poeta hubiese perecido en combate y no paseado.

También sabíamos de otros documentos importantes que mencionan la masonería del poeta y su izquierdismo por boca de diferentes informantes, recogidos todos en el Expediente de Responsabilidades Políticas del poeta (n° 630), es decir, la causa abierta a García Lorca póstumamente entre enero de 1940 y septiembre de 1941 para que su familia, que nada había podido alegar por la rapidez de su detención y fusilamiento (sin denuncia ni juicio alguno), pudiese recuperar al menos los derechos de sus obras, “en el aire por carecer oficialmente de herederos” según Molina Fajardo (1983: 73-74). Pero desgraciadamente se trata de documentos hoy perdidos -no por casualidad-, de los que solo contamos con la somera descripción que hizo Molina Fajardo, que sí pudo consultarlos (1983: 394-396), en los cuales es evidente que ninguno de los informantes alberga dudas sobre las ideas políticas de Lorca, pues mencionan explícita y reiterativamente que “era de izquierdas” (folio 8), que “es de rumor público que estaba afiliado a los amigos de Rusia y que era elemento muy adicto al Frente popular” (folio 16), que “sus ideas eran comunistas”, que era de “ideología francamente izquierdista” (folio 21), etc., mientras que de su masonería o de su condición sexual no parecen estarlo tanto.

En lugar de alimentar maliciosos fantasmas, es mejor acudir a las fuentes documentales, a las numerosas fotos, poemas, ensayos, manifiestos, dedicatorias y cartas que reflejan la constelación de relaciones personales que trazó la vida de Federico García Lorca, entre las que no figura el dirigente falangista entre otras cosas porque, como explicó Sultana Wahnón, más allá de algún posible encuentro existía una “vieja enemistad” de fondo, unas “difíciles relaciones” entre García Lorca y la Falange, de quien el poeta granadino “no era plato de devoción [.] ni política ni estéticamente” desde al menos los tiempos de La Barraca, lo que explica la lenta y anómala recuperación de su obra en la posguerra, no anterior a 1950 a pesar de los tímidos intentos de Dámaso Alonso o Antonio Vilanova (Wahnón, 1995: 411-412 y 420).

2. ¡Muera la inteligencia!

Es cierto que cuando a veces se defiende el supuesto “apoliticismo” del poeta, que como escribió Eduardo Castro (1986: 27), no es más que “una de las más grandes y estúpidas patrañas inventadas por el régimen”, en muchas ocasiones parece todavía funcionar la vieja creencia de que el arte debe ser una cosa y la política otra, idea en la que en un primer momento creyeron los propios poetas del 27, sin sospechar que, al poner en marcha la más pura de las estéticas también estaban de algún modo haciendo política, o al menos dejándose arrastrar por la ideología, ese sistema de ideas que trasciende la propia conciencia individual y tiene su raíz profunda en la historia y la sociedad de cada época y cada clase social; en este caso la ideología de clase burguesa y pequeñoburguesa a la que todos pertenecían, reticente siempre a “manchar” demasiado el arte de contenidos directamente políticos, en correspondencia con la estricta división privado/público (Rodríguez, 2001).

Así, por ejemplo Francisco García Lorca, aun defendiendo el posicionamiento político claro de su hermano, aseguraba no creer que Federico fuese “un escritor politizado”, apostillando desde esa lógica: “.afortunadamente para la permanencia de su obra” (García Lorca, 1981: 408). Y sin embargo, esta contraposición había sido cuestionada ya por el propio Lorca en los años treinta, cuando, en línea con otros intelectuales europeos entre al debate -tan importante en el momento y las décadas siguientes- de si al fin y al cabo hacer literatura no puede significar en algún sentido hacer política, pues al hablar al público desde la escena o escribir un poema, sin duda se está interviniendo materialmente en la vida de los demás.

De otro lado, este imparable afán posmoderno de mercantilización y consiguiente relajación ideológica, en la que cualquier relectura o revisión perniciosa del pasado se hace admisible fácilmente por el desconocimiento generalizado, ha permitido que se hagan olvidar, a propósito, las para muchos incómodas convicciones del poeta granadino, haciendo finalmente como si no existieran. Resulta desesperanzador pensar que solo despojado de ese estorbo incómodo -la ideología- y una vez salvado el último escollo de su compromiso progresista, el poeta y su obra sean más universalmente asumibles, puedan servir mejor como reclamo institucional o turístico (festivales, premios, fundaciones, museos, teatros, rutas urbanas, etc.), convertido finalmente en marca registrada.

Pero también es claro que al desvincular a García Lorca del compromiso izquierdista hay algunos otros que pretenden “desmontar” de una vez lo que el poeta viene representando para el progresismo desde el momento mismo de su asesinato, considerando que su figura, tan indiscutiblemente ligada a la libertad republicana, ha sido ensalzada y, en cierto sentido, mitificada, institucionalizada y sacralizada hasta hoy de un modo desmesurado que llega a rozar lo panegírico. Es decir, hay, por descontado, cierta ambición por arrebatárselo a la izquierda, a la que se ha llegado a acusar nada menos que de “apropiación indebida” y de “exhibir el asesinato de Lorca” (Caballero, 2011: 27).

Lo cierto es que afortunadamente, como subrayó Pablo Neruda (1980: 114), “hay Federicos para todo el mundo”, pero la conveniente y necesaria desmitificación no puede pasar en ningún caso por la mentira, y eso significa contar las cosas hasta donde sabemos: no hacer de García Lorca lo que no fue, es decir, no sobredimensionar su izquierdismo, porque evidentemente, como escribió Ian Gibson (1986: 20), “el odio del poeta por el fascismo no implicaba su aceptación del marxismo”, ni tampoco silenciar su compromiso político progresista. Como ya señalara el propio Gibson en 1979, la apoliticidad del granadino no se puede seguir sosteniendo con argumentos veraces si no es “por ignorancia total de las actividades de Lorca durante los años de la República y especialmente bajo el Frente Popular” o bien por “la determinación de silenciarlas” (Gibson, 1986: 16), pues como apostillaba a continuación su principal biógrafo, “a pesar de no pertenecer a ningún partido de izquierdas ni de ser militante político, tenía ideas socialistas liberales”, es decir, que “desde la óptica derechista de entonces, era decididamente rojo” (1986: 16). Y así lo afirman estudios más recientes como el de Armando Pereira, quien remarca que la “vocación política” de Lorca, es decir, “su pos-tura explícita en favor del ideal republicano”, es algo incontestable que se demuestra “incesantemente” tanto en su obra poética como en su teatro, ensayos, declaraciones y manifiestos, además de en su participación en la vida pública española (Pereira, 2003: 51); y no sólo eso, sino que tal “decidida voluntad de participación po-lítica [.] tenía un signo ideológico claramente definido: los pobres, los desheredados, los que no tienen nada, la justicia para todos”. (2003: 54). Pese a quien pese, la realidad es terca en ligar una y otra vez a Federico a la izquierda política.

No por otra razón Luis García Montero (2009) escribió que desde el punto de vista del fascismo el poeta granadino “tenía motivos de sobra para ser ejecutado sin juicio por los militares rebeldes de 1936”; una muerte que hay que entender ante todo en la coyuntura histórica que la rodeó, no reducida aisladamente a un asunto personal ni local, sino como parte de una estrategia de extermino colectivo en la que García Lorca, como tantas veces se ha dicho, fue uno más entre las miles de víctimas represaliadas en toda España, “llevados al matadero -escribe Santos Juliá (2011: 210)- por la coalición militar-falangista-católica que se rebeló contra la República [...], y eso es lo increíble y monstruoso”. Ya Francisco García Lorca razonaba en 1968 que no es posible “aducir razones particulares” para explicar el crimen de su hermano al margen de aquel “gigantesco sacrificio”, alertando contra quienes trataban de “sustraerlo alegremente de su contexto político” para de algún modo justificarlo (García Lorca, 1981: 414). Es decir que su asesinato es parte de lo que Paul Preston ha llamado “el holocausto español”, consecuencia del levantamiento militar contra la democracia republicana que derivó en una sangrienta guerra, en la que el bando sublevado llevó a cabo una “fulminante e intransigente” represión “minuciosamente planificada” por los militares insurrectos para aniquilar al bando contrario en todos los estratos sociales, incluso después de la contienda (Preston, 2013: 17-18).

Un estudio reciente sobre la “Granada azul” escrito por Claudio Hernández Burgos explica que el triunfo en la ciudad de los llamados nacionales trajo consigo “el amargo epílogo de una feroz represión”, en el que “la violencia desatada durante estos primeros meses de guerra contra los miembros republicanos fue estremecedora”, sobre todo porque “el ir y venir de los camiones cargados de futuros cadáveres marcó la vida cotidiana de aquel verano de 1936”. Una cruenta represión que “se cobró, en primer lugar, las vidas de los dirigentes más destacados del Frente Popular y cuantos habían tenido una significación contraria a los principios ideológicos defendidos por el bando franquista” (Hernández Burgos, 2011: 31-32), y el recuento incluye los alcaldes de la etapa republicana, el presidente de la Diputación, miembros de la cúpula del ejército, diferentes líderes políticos de organizaciones sindicales y políticas de izquierdas, los dirigentes de la Casa del Pueblo, médicos y maestros, el rector de la Universidad y otros eminentes catedráticos, el director del periódico El Defensor de Granada, etc., etc, fusilados en los primeros meses de la contienda junto a varios miles de ciudadanos anónimos -hasta 5.000 contabilizan los historiadores- únicamente por el delito de sus convicciones.

Pero más en concreto la bala que mató a Federico iba dirigida indudablemente a toda la intelectualidad republicana, verdadera bestia negra de los golpistas en toda España, como supo hacerle ver a Unamuno el general Millán Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca dos meses después del asesinato del granadino. No olvidemos que, como escribió Max Aub, “la totalidad de los que algo representaban en el pensamiento estaban con la República” (apud Sánchez Zapatero, 2014: 35); por ello el asesinato de Lorca, uno más entre tantos intelectuales progresistas, fue un crimen nada azaroso ni casual, sino más bien, como explica Armando Pereira (2003: 59) “un acto calculado y propositivo” de escarmiento “a una intelectualidad que cerraba filas en torno a la defensa de la república”. Así lo explicaba al poco de conocer el crimen el poeta chileno Pablo Neruda, que tan íntimamente trató a Lorca en los años de la República: “Lo han escogido bien quienes al fusilarlo han querido disparar al corazón de su raza [...], a la España radiante del orgullo vital y del espíritu” (1980: 71), y lo recordaba de nuevo en 1968, con motivo del referido homenaje al poeta en Sao Paulo:

Los usurpadores que aún gobiernan a España quieren enmascarar su muerte terrible como un fait divers, como una fatalidad de los primeros días sangrientos. Pero no es así. [...] Se trató de una agresión contra la inteligencia, dirigida y realizada con premeditación espantosa. Un millón de muertos, medio millón de exilados. El martirio del poeta fue un asalto de la oscuridad: querían matar la luz de España. (Neruda, 1980: 114)

3. Una “generosa y abierta izquierda"

Un simple repaso a su biografía y al ambiente familiar es suficiente para que aparezca muy pronto la influencia del profesor universitario y futuro ministro socialista Fernando de los Ríos, amigo íntimo de la familia desde su llegada a Granada y de quien García Lorca fue sin duda un pupilo destacado -lo que no por casualidad mencionan los diversos informes franquistas (folio 33) (Molina Fajardo, 1983: 396)-, por cuyo consejo y mediación lo veremos ingresar pronto en la Residencia de Estudiantes de Madrid y al mismo tiempo entrar en el mundo literario madrileño: “García Lorca vino a verme -recordaba Juan Ramón Jiménez- con carta de Fernando de los Ríos, y me pareció desde el primer momento un gran poeta en ciernes” (Gullón, 1980: 152). La influencia personal e ideológica del famoso líder socialista sobre el joven Lorca fue resaltada, por ejemplo, por José Mora Guarnido en su importante biografía, testimonio resaltable por la condición de testigo de aquellos años:

Aquella rectoría cultural del maestro, extendida por igual a todos los que lo seguimos, y de la que cada cual aprovechó de acuerdo a su capacidad receptiva y sus apetencias, alcanzó sin duda mucho a Federico en lo que tuvo relación con su cultura general, con su posición ante los problemas generales de la vida. (Mora Guarnido, 1998: 152)

Y ese vínculo lo destacaba también Francisco García Lorca (1981: 97), matizando que la influencia sobre la “tan poco articulada” ideología política de su joven hermano no fue tan directa al principio por tratarse de un grupo de muchachos “caracterizado entonces, en su mayoría, por un marcado apoliticismo”, para aclarar enseguida:

...lo cual no quiere decir que todos no estuviésemos inclinados a una generosa y abierta izquierda, con conciencia social y un agudo sentido crítico de la sociedad española y, particularmente, la provinciana. Esto lo sentía más o menos el pequeño mundo granadino, para quienes éramos unos “intelectuales”, planta vagamente nociva. (1981: 97)

Evidentemente, ese cerrado mundo de provincias que recelaba de los intelectuales progresistas será el mismo que, como es sabido, el propio Lorca llamará antes de morir “la peor burguesía de España” (García Lorca, O.C., III, p. 637), la misma clase social de la que saldrán quienes, una vez que en Granada triunfe el golpe de Estado, no dudarán en ajustarle cuentas a todos ellos. También la hermana menor del poeta, Isabel, recordará en sus memorias que Granada era entonces “una ciudad muy levítica”, con una burguesía “dominada por los curas y las órdenes religiosas”, de la que su familia estuvo siempre “al margen” (García Lorca, 2002: 33 y 89), lo que a buen seguro suscitaba envidias y rechazos en la ciudad.

En todo caso y volviendo al periodo de juventud del poeta, sería absurdo querer buscar en sus primeros poemas y obras dramáticas la tematización directa de problemas sociales, luchas políticas o denuncias de clase, que no podían tener cabida en su obra porque evidentemente todo un humus ideológico dominante dicta en su inconsciente el divorcio entre el artista y la conflictividad social. Como decíamos en su inconsciente Lorca participará siempre de la concepción burguesa del arte que tiende a separar la poesía de la política y a considerar no sólo la superioridad del primer término respecto al segundo, sino los defectos estéticos que se derivarían de acercar demasiado ambos polos. Insisto en que no hay necesidad de buscar en Lorca lo que no fue, y aún cuando este horizonte poético se vaya transformando, durante los años 30, todavía Federico García Lorca será reticente a descender del todo del sagrado reino de la Poesía. Pero eso no dice nada en contra de su ideología progresista, sino que habla más bien de su ideología literaria. De hecho ya en una carta de mayo de 1918, antes de su traslado a la capital, el joven Lorca, que había cuestionado la situación española en algunos puntos de Impresiones y paisajes, definía con amargura el tiempo que le había tocado vivir y mostraba su desprecio por la política conservadora del momento: “.una época odiosa y despreciable de káiseres y De La Ciervas (¡que se mueran!)” (García Lorca, O.C., 1997, III, p. 24-25 y 661).

Lo que sí hay en sus primeros textos, si bien desde una evidente idealización romántica, es una temprana sensibilización ética y una clara preocupación estética por lo popular (la lírica tradicional, las canciones populares, el flamenco), donde la estilización poética del mundo gitano se convierte en signo definitorio de esa “Andalucía del llanto” que él inventa, en oposición simbólica -pero sin duda desafiante- a la autoridad familiar y a la opresión social, y desde luego en contraposición a las fuerzas del orden representadas por la Guardia Civil (en poemas como “Canción del gitano apaleado”, “Escena del teniente coronel de la Guardia Civil”, “Prendimiento de Antoñito el Camborio”, “Romance de la Guardia Civil española”, etc.), textos nacidos en algún caso, como recordaba su hermano, de anécdotas reales presenciadas con angustia o leídas en prensa, pero transformadas luego en literatura cuando “una creadora transposición poética eleve de plano la anécdota ’ (García Lorca, 1981: 97). Mas literatura o no es cierto que si diez años atrás un poema contra la Guardia Civil había costado un juicio militar por ofensas al poeta Mauricio Bacarisse, la imagen que de ella daban en 1928 los poemas lorquianos, especialmente el último de los mencionados, también pudo crear un cierto malestar en la institución (Caballero, 2011: 42-47); recordemos que, como lamentaba el propio Lorca en carta a su hermano de febrero de 1926, España era entonces un país “gobernado por la Guardia Civil” (García Lorca, 1997, III: 881).

Pero por más que se estilice literariamente no hay que menospreciar en absoluto la presencia del gitano en la literatura lorquiana, en la medida en que, como recordaba Sultana Wahnón, posee una gran significación ideológica “como elemento desestabilizador de las esencias nacionales”. No se puede perder de vista que en estos textos hay de fondo una clara “dimensión política de la reivindicación de la presencia de lo gitano en Granada, ciudad de los Reyes Católicos”, lo que supone ya un posicionamiento claro del joven poeta del lado de la “diferencia irreductible, [de] la resistencia a la asimilación totalizadora”, y por extensión una ampliación de los límites de la identidad española y andaluza, así como la denuncia implícita de que ésta venía siendo cimentada “sobre la sangre derramada de las minorías y mediante la represión y el ocultamiento de todo lo que no era castellano ni católico” (Wahnón, 1995: 414-415).

También el estreno de Mariana Pineda en 1927, que actualizaba nada menos que la historia de la joven heroína granadina ajusticiada por el absolutismo, recogerá de algún modo el malestar de los jóvenes intelectuales contra la dictadura de Primo de Rivera, quien lógicamente prohibirá enseguida la obra, si bien es cierto que Lorca no querrá que sea encasillada como una obra política. Y en otra de sus piezas juveniles, la farsa guiño-lesca Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita, escrita en 1922 y reescrita en 1931, apuntará el tema de la opresión de la mujer, haciendo decir por ejemplo a Rosita: “Entre el cura y el padre, estamos las muchachas completamente fastidiadas” (O.C., II, p. 46), observación indudablemente incómoda para ciertos sectores de la época y muy en línea con las reivindicaciones de la llamada “mujer moderna”. Por cierto que en febrero de 1929 la dictadura impedirá el estreno de Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, esta vez a causa de su manifiesto erotismo: la censura llegará a tachar la obra de “pornográfica” y deberá esperar a ser estrenada con la libertad republicana.

En abril de ese año, Lorca firmará junto a Francisco Ayala, Corpus Barga, Chaves Nogales, Díaz Fernández, Pedro Salinas, Ramón J. Sender y otros jóvenes escritores, una carta abierta en la que negarán explícitamente ser apolíticos, expresando su deseo de alinearse en un partido intelectual bajo la advocación del maestro Ortega y Gasset y “dentro del horizonte de la libertad” que lógicamente en 1929 se enfrentaba -sin nombrarla- a la política autoritaria y cerril (a la vieja política) de Primo de Rivera (O.C., III, pp. 10951099). Pero ese año será importante sobre todo por su experiencia vital definitiva, la estancia en el Nueva York del crack de la Bolsa, que le hará más sensible hacia los males de la modernidad y terminará de abrir sus ojos para siempre, tras experimentar la angustia de esa “arquitectura extrahumana y ritmo furioso” (III, pp. 164 y 402) y convivir con las terribles multitudes “que orinan y vomitan”, entre las cuales -escribe Lorca- “si te caes, serás atropellado, y si resbalas al agua, arrojarán sobre ti los papeles de las meriendas” (III, p. 169).

Como explicó Francisco Caudet (1993: 381), el viaje a Nueva York “le abrió los ojos a la realidad del capitalismo, incidió en su reflexión estética y, naturalmente, en su praxis artística”, lo que impulsará su poética definitivamente y la hará ganar un lugar prominente en la literatura universal. En efecto, los lectores encuentran que Poeta en Nueva York ofrece una visión apocalíptica del futuro (“.allí no hay mañana ni esperanza posible”, O.C., I, p. 536), pareja a la adopción del sistema expresivo del surrealismo, donde el granadino empieza por cuestionar las bases del despiadado sistema de vida capitalista (“encadenados por un sistema económico cruel al que pronto habrá que cortar el cuello”, III, p. 172), anunciando premonitoriamente que el centro económico del mundo no puede ser jamás el centro moral, tal y como queda plasmado en los insuperables poemas sobre la injusticia y la explotación escritos desde la gran urbe (“los que limpian con la lengua/ las heridas de los millonarios”, O. C, I, p. 520). Y sin olvidar las furibundas críticas a la Iglesia desde la torre más alta del mundo, un año después de que Pio XI se aliara en Letrán con Mussolini: “Porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra/ que da sus frutos para todos” (I, p. 563). No es irrelevante señalar aquí, por cierto, que dentro de la causa póstuma abierta al poeta a que ya nos referimos, dos informes oficiales requeridos a Falange (folios 21 y 33) recordarán que Lorca “publicó varias poesías negando la existencia de Dios” (Molina Fajardo, 1983: 395).

4. Las hermosas horas republicanas.

A su vuelta a España, la proclamación de la Segunda República coincidirá con esa toma de conciencia definitiva - “todo lo que existe ahora en España está muerto”, había escrito a sus padres unos meses antes desde Nueva York (O.C., III, p. 1144)-, asumiendo personalmente los fundamentos democráticos del nuevo gobierno y su defensa implacable de la cultura. Tenemos noticia de su temprana adhesión a la manifestación republicana que recorrió Madrid el domingo de las elecciones (Gibson, 1998: 464-465), pero el mejor testimonio es su impagable “Alocución al pueblo de Fuente Vaqueros”, leída en verano de 1931 ante sus paisanos con motivo de la inauguración de la biblioteca pública, y donde Lorca (que cita El Capital como “un gran libro” y elogia al “gran Lenin”) no deja lugar a dudas sobre sus convicciones netamente republicanas, en especial, sobre el poder transformador de la cultura:

Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano, porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social [.] Los avances sociales y las revoluciones se hacen con libros [...], es preciso que los pueblos lean para que aprendan no sólo el verdadero sentido de la libertad, sino el sentido actual de la comprensión mutua y de la vida. (III, p. 203 y 213)

A comienzos del año 1932 Lorca estará vinculado a la cultura republicana a través de los Comités de Cooperación Intelectual ideados por Arturo Soria y Espinosa, dando conferencias por distintas ciudades. Pero su mayor implicación será, como todo el mundo sabe, La Barraca, una compañía ambulante que llevará el teatro a las zonas rurales, por ( 13 creer que la escena es “el medio más importante de instrucción popular, de intercambio popular de ideas”, contribuyendo así con el “gran ideal de educar al pueblo de nuestra amada República restituyéndole su propio teatro” (III, p. 389)[2] en paralelo al trabajo de las Misiones Pedagógicas -él mismo ligó las dos empresas (O.C., III, p. 216)-, y “con absoluto desinterés y alegría de poder colaborar [...] en esta hermosa hora de la nueva España” (III, p. 221). El proyecto, discutido desde el principio por las derechas y cuya subvención hubo de defender Fernando de los Ríos ante las Cortes, resultará cada vez más molesto para estos sectores, que tratarán de impedir de nuevo su financiación tras la victoria electoral de 1933, lo que conseguirán finalmente dos años después. También en la mencionada causa póstuma al poeta se le acusará de ser “director de una compañía de estudiantes que representaban comedias por los pueblos” y se añadirá que

desde luego sus ideas eran comunistas y actuaba en aquella fecha de acuerdo con el Gobernador Civil atropellando en todas las partes a los alcaldes y autoridades para hacer lo que pretendía (folio 19) (Molina Fajardo, 1983: 395)

En todo caso el Lorca dramaturgo, sin renunciar al éxito, planeará poco a poco devolverle autenticidad, calidad y sentido originario a un espectáculo corrompido por el mal gusto, el clasismo y la autocomplacencia de la burguesía: “En cuanto los de arriba bajen al patio de butacas, todo estará resuelto”, declara en 1934 (III, p. 546). Y llegará a escribir una obra marcadamente revolucionaria, Comedia sin título, con la que pretenderá subvertir las expectativas de los espectadores que pagan la entrada buscando un rato de distracción, para mostrarles en cambio “un pequeño rincón de realidad [...], cosas que no queréis ver, las simplísimas verdades que no queréis oír” (García Lorca, 1997, II, p. 769).

Durante su estancia en Buenos Aires de 1933, Federico referirá a su familia en varias cartas consecutivas su gran inquietud por el resultado de las próximas elecciones y sus posibles consecuencias, y si bien manifiesta una evidente preocupación por la seguridad de sus padres tras la “intentona anarquista”, al mismo tiempo se muestra muy optimista, pues la presencia de estas fuerzas le tranquiliza de cara a la situación política: “Estoy contentísimo porque esto demuestra que las derechas no pueden de ninguna manera asaltar a España” (III, p. 1248). Aunque, desgraciadamente, los acontecimientos posteriores hicieron del suyo un diagnóstico equivocado.

5. El anhelo de una gran revolución.

Ya en junio de 1932 Lorca había enviado al escritor gallego Carlos Martínez-Bar-beito una interesante carta en que, criticando a los miembros de la aristocracia que había conocido en la embajada donde trabajaba Carlos Morla Lynch, afirmaba: “.estoy anhelante de una sociedad mejor, que gire alrededor de la espiga” (O.C., III, p. 1210). La espiga, que aparece también en el verso final de la célebre “Oda a Walt Whitman”, es el fruto de la tierra y, obviamente, un símbolo de la revolución campesina que inspirará también a su amiga la pintora Maruja Mallo. Hay que recordar, por si las dudas, que en abril del año z933 García Lorca ingresa en la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, y que un par de años después afirmará en una entrevista: “La URSS es una cosa formidable. Moscú es el polo opuesto a Nueva York. Yo tengo muchas ganas de conocer personalmente Rusia, ya que el esfuerzo del pueblo ruso es algo fantástico” (III, p. 597), y en otra ocasión insistirá en que los revolucionarios rusos “tuvieron que transformar todo un estado de cosas” (III, pp. 607-608)[3]. El 1° de mayo de 1935 García Lorca encabezará con su firma un manifiesto contra la persecución nazi de escritores alemanes, que verá la luz en el adelanto de la revista Octubre de María Teresa León y Rafael Alberti (Gibson, 1998: 523), y hay algunos ataques más al fascismo en sus declaraciones (III, p. 597).

A propósito de Alberti, quienes niegan el compromiso político de García Lorca suelen frecuentemente contrastar su perfil con el del poeta gaditano, aduciendo sobre todo el desagrado que Lorca muestra en agosto de 1933 hacia la poesía “proletaria” que éste andaba escribiendo, a la que tilda de “mala literatura de periódico” (O.C., III, p. 423). Pero tampoco ésta es toda la verdad. Si en esa ocasión García Lorca aseguraba a los periodistas que “el artista, y particularmente el poeta, es siempre anarquista, sin que sepa escuchar otras voces que las que afluyen dentro de sí mismo” (ibíd.), dos años después, no sólo afirmaría que “Alberti es una gran figura, yo sé que es sincera su poesía actual, [.] me inspira gran respeto” (III, p. 557), sino que, al ser preguntado por un medio catalán sobre el papel del poeta ante la realidad social, ahora contestaba:

...el poeta debe apasionarse. No puede permanecer impasible de ninguna manera. ¿Cómo pretende que el poeta pueda cerrar los ojos ante los hombres que sufren, ante la tragedia espantosa del hombre oprimido? El poeta debe sentirlo y comprenderlo, y ayudar en la medida de sus posibilidades en la conquista de un mundo más justo y más humano. (O. C., III, p. 607)

Lógicamente las primeras declaraciones formaban parte de una reacción común a otros intelectuales, perplejos ante el salto a una nueva práctica poética que había dado Rafael Alberti, muy lejos ya del arte puro, lo que generaría un evidente desconcierto entre la sociedad literaria de la época como explicó Juan Cano Ballesta (1972: 200): “Numerosos amigos se distancian de él, críticos lamentan la pérdida de un poeta protestando que no es ése el fin de la poesía”. Pero la coyuntura cambiará pocos años después, y el pensamiento poético de Lorca se transformará al ritmo de los acontecimientos, lo que explica su paso desde el rechazo inicial a la comprensión del giro poético de Alberti, aunque su obra fuera por otros derroteros estéticos. Según puntualiza Andrés Soria Olmedo (1989: 19), en este segundo momento vemos al poeta granadino en plena búsqueda “de una fórmula que le permita conciliar sus exigencias formales y poéticas con la impregnación de los problemas sociales”.

Conviene recordar, a este propósito, que en una de sus crónicas de 1936 el periodista Pablo Suero (2009: 238) no dudaba en afirmar que “los jóvenes escritores de España militan todos en la izquierda” y situaba “a la cabeza, Federico García Lorca y Rafael Alberti”, capitaneando ambos la literatura comprometida sin ningún tipo de distingo ideológico. Y no es extraño: el propio García Lorca sería rotundo sobre esta cuestión en su última entrevista:

Ningún hombre verdadero cree ya en esta zarandaja del arte puro, arte por el arte mismo. En este momento dramático del mundo, el artista debe llorar y reír con su pueblo. Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango. (III, p. 635)

Como venimos demostrando desde el principio, sólo confundiendo -intencionadamente o no- la militancia de partido con las ideas políticas individuales podría negarse el compromiso inequívoco de García Lorca con la izquierda, a quien, por el contrario, vemos cada vez más politizado a medida que avanzan los años 30, añadiendo su firma en multitud de causas izquierdistas y claramente antifascistas: contra las dictaduras de Sala-zar y Getúlio Vargas, contra la intervención imperialista en Puerto Rico, contra el procesamiento de Manuel Azaña o, como vimos, posicionándose del lado del Frente Popular la víspera de las elecciones de 1936 (Inglada, 2015). Es más, en diciembre de 1934, García Lorca había declarado:

Yo siempre soy y seré partidario de los pobres, de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega. [...] A mí me ponen en una balanza el resultado de esta lucha: aquí tu dolor y tu sacrificio, y aquí la justicia para todos, aun con la angustia del tránsito hacia un futuro que se presiente pero que se desconoce, y descargo el puño con toda mi fuerza en este último platillo. (III, p. 545)

Y unos días después, ya en enero de 1935, insistiría:

El impulso de uno sería gritar todos los días al despertar en un mundo lleno de injusticias y miserias de todo orden. ¡Protesto! ¡Protesto! ¡Protesto! (III p. 556)

Hay también una carta sin fechar, enviada a su familia con toda seguridad uno o dos días después de estas últimas declaraciones, en la que el granadino refiere con detalle la gran emoción (“hasta el punto que me costó mucho trabajo empezar a hablar”) que había sentido en el teatro de Barcelona al recitar sus poemas ante un público de obreros que lo aclamaba gritando «¡Viva el poeta del pueblo!». Un relato que terminaba con el siguiente comentario:

...las derechas tomarán todas estas cosas para seguir en su campaña contra mí y contra Margarita [Xirgú], pero no importa. Es casi conveniente que lo hagan, y que se sepa de una vez los campos que pisamos. Desde luego, hoy en España no se puede ser neutral. (III, p. 1270)

Todavía para ilustrar mejor el clima ideológico en el que las obras de Lorca eran recibidas, Miguel García-Posada (1984: 3) recogió el testimonio de un periodista catalán que tras el estreno en Barcelona de Yerma ese otoño, escribía: “El público aplaude cuando Yerma mata a su marido como si éste perteneciese a la CEDA”, lo que revela, sin duda, que existía una “interpretación de la tragedia en clave política: Yerma era la alegoría de la España estéril por causa de la reacción y el oscurantismo”. Así lo recoge en su diario Morla Lynch (2008: 470), indignado porque la obra lorquiana se estaba juzgando no por sus propios méritos literarios, sino en función de las ideas políticas de quien escribía la crítica. En todo caso, se hiciese o no esta interpretación, es incuestionable que a la vista de ésta y otras reseñas de la época, Yerma no gustó nada a los sectores más conservadores, de modo que, como advertía Ian Gibson (1986: 25), tras ese estreno “Lorca estaba ya clasificado por la derecha como enemigo”.

El 15 de febrero de 1936, víspera de las elecciones generales, será precisamente el granadino quien, en un célebre homenaje a los escritores Rafael Alberti y María Teresa León, lea el manifiesto de adhesión de los intelectuales al Frente Popular y será además el primero en firmarlo, como ya vimos. Pero hay más: el 7 de abril de 1936, García Lorca declara

Mientras haya desequilibrio económico, el mundo no piensa. [.] El día que el hambre desaparezca, va a producirse en el mundo la explosión espiritual más grande que jamás conoció la humanidad. Nunca jamás se podrán figurar los hombres la alegría que estallará el día de la Gran Revolución. ¿Verdad que te estoy hablando en socialista puro? (III, p. 632)

Y también su hermano quiso dejar claro este punto, respondiendo de paso al famoso artículo de Dámaso Alonso “Una generación poética (1920-1936)”, que había excluido la cuestión política de las preocupaciones e inquietudes de los jóvenes poetas del 27, afirmando exactamente: “No, no hubo un sentido conjunto de protesta política, ni aún de preocupación política en esa generación” (Alonso, 1969: 161). Frente a esto, insistimos, escribía Francisco García Lorca:

...han querido atribuir a la generación del 27 una postura esteticista y ausente de los problemas vivos del hombre. Esto, en el caso de Federico, es una falsedad. Es más, el reproche de apoliticismo es sólo relativamente cierto. [...] Había que tomar posición. La posición de Federico es clara. [.] Federico ha sido el poeta más sensible a problemas sociales entre los autores españoles de su generación, sin excepción alguna. (García Lorca, 1981: 403 y 407, vid. 413)

En sus memorias parcialmente publicadas, el novelista uruguayo Enrique Amorim recuerda que su amigo Federico García Lorca se había colocado claramente “de un lado en la sociedad” y aclara que “exponer su parcialidad” no significa otra cosa que “marcar su actitud republicana como la más alta característica suya. sin que ello autorice a nadie a decir que era comunista”. Y a continuación relataba esta conocida anécdota en que ambos mantuvieron una acalorada discusión política en plena Gran Vía madrileña, seguidos de cerca por unos pistoleros falangistas:

Ante una temprana pregunta mía en vísperas de estallar la guerra civil, Federico me gritó indignado, como si [mi] curiosidad le hubiera ofendido: «Con Azaña, qué duda cabe. ¡con Azaña!» [...] Si algunos dudan de su actitud política, no fueron los que compartieron sus inquietudes estéticas, sino los recién llegados al lorquismo. (Rocca y Roland, 2010: 112)

Dámaso Alonso también aseguró haber mantenido una conversación con García Lorca unos días antes del estallido de la guerra, en la que el granadino le había confesado: “Yo nunca seré político. Yo soy revolucionario, porque no hay un verdadero poeta que no sea revolucionario [...] Pero político no lo seré nunca, ¡nunca!” (Alonso, 1969: 160-161), palabras que evidentemente sólo pueden entenderse en el contexto esbozado a lo largo de estas páginas, con un Lorca cada vez más sensible a la realidad social y definido políticamente hacia la causa popular, pero dispuesto a mantener como artista “la independencia que me salva” (O.C., III, p. 257), considerando que el creador es libre y no puede sujetarse a una doctrina ni seguir directrices externas: “El arte es incontrolable y no hay nada que se oponga tanto a la pura expresión de la literatura, y del arte en sí mismo, como unas ordenanzas, sean las que sean” (III, pp. 607-608).

Tampoco me resisto a traer, entre las decenas de testimonios que se conservan, el menos conocido de la artista argentina Delia del Carril, esposa entonces de Pablo Neruda, que trató íntimamente a García Lorca en el Madrid de los meses previos al golpe de Estado:

Federico no era político, pero era un hombre de izquierda. Él, que ya era famoso, conocía el entusiasmo que provocaba en la aristocracia, que se lo peleaba, pero decía: “Mi política es estar con los pobres.” (Vidal, 2006: 15)

Y hay otro retrato muy ilustrativo en Memoria de la melancolía de María Teresa León, autora también muy ligada entonces al poeta granadino:

Federico se sentaba sin miedo junto a los políticamente comprometidos. Puede que antes los criticase, pero en aquel momento en que comenzaban a prenderse las hogueras, no. [...] Políticamente era socialista. Cuando el Madrid del Frente Popular empezó a sentir los zarpazos de los falangistas [.] se emocionaba y hasta fue con nosotros y con Rapún al entierro de una de estas víctimas en medio de la desazón que iba ganando Madrid y de la que nadie podía librarse. (León, 1999: 346-347)

Está en lo cierto, sin duda, José-Carlos Mainer (2010: 493-494) cuando resume que el crimen de Lorca “no fue obra de la casualidad o la desgracia, sino de envidias locales y, sobre todo, de su inequívoca significación política y la de su familia y amigos”. Quizá en este sentido no está de más recordar que en el archivo personal de Pablo Suero apareció en 2015 una importante fotografía inédita que, ochenta años después de ser tomada por el fotógrafo Julio Mayo a propuesta de María Teresa León (Suero, 2009: 243), nos transporta directamente a mayo de 1936, justo al momento en que un grupo de escritores terminaba el banquete ofrecido al esmerado periodista en un restaurante madrileño: en ella aparecen, junto a Suero, la propia María Teresa, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre,

Manuel Altolaguirre y Federico García Lorca, todos con el puño en alto. Ya se sabe que a veces una imagen vale más que mil palabras.

En uno de los artículos de El espectador José Ortega y Gasset (1982: 18) alertó de la necesidad vital de “afirmarse [.] en la obligación de la verdad, en el derecho de la verdad” como tarea moral, una misión tan hermosa pero a la vez tan difícil que, evidentemente, nos supera. Pero hay algo claro: si sobre la verdad sólo podemos albergar dudas, sobre la mentira no debemos tener ninguna. No se puede seguir pregonando el apoliticismo o la neutralidad de García Lorca, ni seguir negando que el suyo fue ante todo un crimen político, como el de tantos otros, y en este sentido lleva de nuevo razón Manuel Vicent cuando afirma que “la muerte del poeta no constituye en sustancia ningún enigma, la oscuridad sólo se cierne en las trágicas anécdotas que la rodearon” (Vicent, 1969: 148).

Porque, como hemos ido viendo, resulta indudable a la luz de los testimonios y documentos históricos que Lorca no quiso ser, desde luego, un poeta de partido, pero también que eso no quiere decir que no tomase claramente partido: su compromiso con los ideales de la Segunda República y su vinculación a la izquierda política son incuestionables, y no podrán esconderlos las manipulaciones y tergiversaciones pasadas o venideras, de las que el propio poeta ya se defendió en vida haciendo un claro guiño a sus convicciones: “Para calumnias, horrores y sambenitos que empiezan a colgar sobre mi cuerpo, tengo una lluvia de risas de campesino para mi uso particular” (O.C., III, 257).

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Notas:

[1] Para citar este artículo: García Jaramillo, Jairo (2017). El compromiso político de Federico García Lorca. Alabe 15. [www.revistaalabe.com]

DOI: 10.15645/Alabe2017.15.4

[2] Son palabras de marzo de 1932. Pero la misma idea está en su “Charla sobre teatro” (2 de febrero de 1935), donde el poeta expresa: “El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la educación de un país”, y aún más adelante: “El teatro que no recoge el latido social, el latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu, con risa o con lágrimas, no tiene derecho a llamarse teatro” (O.C., III, p. 255).

[3] Esta oposición Nueva York / Moscú que representan dos sistemas de vida “antagónicos” aparece también en su conferencia “Un poeta en Nueva York”, ibíd., p. 164.

 

Jairo García Jaramillo
jairo.garcia.jaramillo@gmail.com 

IES Padre Poveda España

Publicado, originalmente, en Revista Álabe Nº° 15 enero - junio 2017  [ http://revistaalabe.com ]

Link del texto: http://revistaalabe.com/index/alabe/article/view/309

 

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