De hombres menores y mujeres formidables: el hombre a la sombra de Mecha Inzunza en El Tango de la Vieja Guardia de Arturo Pérez-Reverte

From Lesser Men to Formidable Women: the Man in the Shadow of Mecha Inzunza in El Tango de la Vieja Guardia by Arturo Pérez-Reverte

Emilio Ramón García

Universidad Católica de Valencia

emilio.ramon@ucv.es

RESUMEN

Los dos personajes principales de El tango de la vieja guardia siguen la estela de los grandes personajes de Pérez-Reverte, pero muestran una complejidad superior. Max Costa, con un alto concepto de sí mismo, se transforma en el momento que conoce a Mecha Inzunza y depende de cómo se ve reflejado en las palabras y las lecturas de ella y en sus encuentros. Mecha es una mujer formidable, en todo superior a él, que ejerce poder en el sentido de Foucault: le incita, induce, seduce, facilita y actúa sobre él incluso cuando él se siente viejo y sin fuerzas. La novela se plantea como una partida de ajedrez aplazada, con misterios y guerras, con Mecha como maestra del juego y con Max, sin percatarse, como peón y ayudante. La inequidad de los roles de género se subvierte y quien domina es Mecha, que sabe leer los acontecimientos mucho mejor.

Palabras Clave: ajedrez; mujeres formidables; identidad; poder; Foucault; el Otro; Hegel; género; Beauvoir; Lorber; Butler; intertextualidad; Arturo Pérez-Reverte.

ABSTRACT

El tango de la vieja guardia shows its two major characters following the lead of Pérez-Re-verte’s previous great ones and takes them one step forward. From the first time they meet, in spite of having a high-concept of himself, Max Costa becomes a part of what Mecha is, does and reads. She exerts Foucauldian power over him; she induces, facilitates, seduces and makes him do things even when he is an old man feeling incapable of achieving his old feats. The novel is presented as a twice adjourned chess game, with mysteries, wars and intrigues. Mecha is the master player, while Max, without even noticing it, is a pawn and her helper. The traditional congealed form of the sexualization of inequality between men and women is subverted and Max is subordinated to Mecha, who is seen to read events more successfully than men.

Key words: Chess; Formidable Women; Identity; Power; Foucault; the Other; Hegel; Gender; Beauvoir; Lorber; Butler; Intertextuality; Arturo Pérez-Reverte.

Introducción

«Y sin embargo, una mujer como usted y un hombre

como yo no coinciden a menudo sobre la tierra»

Joseph Conrad. Entre mareas.

Con esta cita de uno de los escritores admirados por Arturo Pérez-Reverte, Joseph Conrad, abre El Tango de la Vieja Guardia (2012), una historia que recoge parte del escepticismo, la melancolía, la reflexión sobre el poder del dinero, el cuestionamiento del progreso y del modus vivendi de la clase alta europea y también acerca de la fidelidad que propone Conrad en Entre mareas. El escritor cartagenero suma a estos temas el tango y el ajedrez en manos de una mujer que supera en más de un aspecto al principal personaje masculino y que supone un paso más allá en lo que suele ser habitual en los personajes perez-revertianos. Conforme avanza la narrativa del escritor cartagenero, sus personajes femeninos evolucionan desde imágenes más o menos estereotipadas hasta mujeres mucho más complejas. Se trata de mujeres que, sobre todo las primeras, beben de los estereotipos de la novela negra hard-boiled si bien presentan una diferencia notable, lejos de ser el personaje del que se prescinde (Godsland 2002: 351), resultan ser mujeres superiores a los personajes masculinos. Mecha Inzunza sigue la estela de los personajes femeninos más significativos de Pérez-Reverte y consigue una complejidad superior a cualquiera de los hasta ahora creados por él, incluida Macarena Bruner, Teresa Mendoza o Lex, el personaje principal de su posterior novela El francotirador paciente (2013). Su desarrollo narrativo posibilita, además, el del personaje masculino: Max Costa. El objetivo del presente trabajo es analizar cómo y hasta qué punto Mecha supera en complejidad a los grandes personajes creados, hasta ahora, por Pérez-Reverte así como su indiscutible influencia en su homólogo masculino, Max Costa, hasta el punto de llegar a configurarle: un hombre a la sombra de una formidable mujer.

En noviembre de 1928, Armando de Troeye viajó a Buenos Aires para componer un tango y así batir en una apuesta a su amigo Maurice Ravel, que acababa de componer su famoso bolero. Embarcado en el transatlántico Cap Polonio junto a su mujer, Mecha, propiciará una intensa historia de amor que durará cuatro décadas: la que unirá a la esposa del músico con Max, un bailarín profesional y ladrón de guante blanco empleado en el barco, con quien el matrimonio conocerá los bajos fondos bonaerenses. El reencuentro de ambos en la Riviera francesa durante la Guerra Civil española y el último encuentro en Sorrento en 1966 suponen, como veremos, una misma partida de ajedrez aplazada por dos veces.

Max Costa y el legado de los hombres pérez-revertianos

A Max Costa lo conocemos en el momento en que pone los ojos en Mecha Inzunza, granadina, hija del rey de las aguas minerales y mujer del célebre compositor Armando de Troeye, amigo de Picasso, de Stravinski y de Ravel, y veinte años mayor que su esposa. Por medio de Max el lector descubre algunos de los excesos de una de las altas sociedades más decadentes que se han conocido. Una sociedad que hizo bandera de ese estilo de vida entregado a toda clase de abusos; producto de la sensación apocalíptica dejada en muchos por el cataclismo social, político, económico y cultural de la Primera Guerra Mundial. Desde la primera vez que Max baila con Mecha en el buque, calcula sus posibilidades para robarle un lujoso collar de perlas; cual cazador estudiando a su presa. Sus reflexiones y sus movimientos, sin embargo, pronto se verán asimilados y mejorados por Mecha en una historia que transcurre mezclando el presente y el pasado, el tango, un lance de espías, un torneo de ajedrez, el robo, el arrebatamiento, el sexo y el juego. Desde su primer encuentro en el transatlántico, pasando por Buenos Aires, Niza y Sorrento, la narración se revela cual baile preparado o partida de ajedrez estudiada. Max ejecuta el primer movimiento pero el cazador acaba siendo cazado, como es común en la novelística de Pérez-Reverte.

Max Costa sigue la estela de esos hombres que viven bajo el peso del recuerdo de una mujer, de una inseguridad o de su pasado, como es el caso del famoso Lucas Corso. El personaje principal de El Club Dumas (Pérez-Reverte 1993) es un tipo solitario, sarcástico, que vive al margen de la sociedad y lleva a cabo misiones por encargo en un ambiente sombrío que muestra la fatiga de una vida intensa y decepcionada. Su incapacidad para comprometerse con los demás, o con una causa, queda manifiesta por su propia compañera antes de abandonarle: «Estás muerto como tus libros. Jamás quisiste a nadie, Corso» (ibid.: 66). Ni siquiera el hecho de que el padre de ésta hubiera sido un judío preso por los Nazis le provoca el menor reparo para mantener una colaboración fluida y cómplice con Grüber, recepcionista del hotel Louvre Concorde de París y antiguo miembro de las SS. Para Corso todo es relativo y tanto la fantasía como el engaño son modos aceptables de percibir la realidad de igual modo que acepta el desconocimiento como parte esencial de la naturaleza humana (Benson 1994: 62; Spitzmesser 1999; Bruña Bragado 2010: 1352). Corso se muestra como un escéptico superviviente que no llega a dominar nunca el escenario. En este sentido, Max tampoco participa de las «verdades» que esgrimen unos y otros durante la guerra civil española y en la antesala de la segunda guerra mundial ni se angustia por desconocer lo que acontece en Europa. Para él, la verdadera naturaleza de las personas se mide en función no de su apariencia, sino de las propinas que dejan en los hoteles, si bien se vale de la fantasía de sus encantos y del engaño para sobrevivir. Pero sin comprometerse. El bailarín mundano se parece también a otro de los héroes pérez-re-vertianos, Faulques, en su faceta de hombre «solitario [...] que vive rememorando el pasado, disfruta de un juego/duelo con un antagonista sagaz y vive bajo la sombra del recuerdo de una mujer fuerte» (Dávila Gon?alves 2010: 168), que en el caso de Max resultarán ser dos mujeres. Cuando cree ver a Mecha en Sorrento en 1966 centra sus esfuerzos en coincidir con ella en el hotel, aparentando haber conseguido éxito económico en la vida, al tiempo que le inundan los recuerdos de sus encuentros anteriores. La narración transcurre así entrelazando presente y pasado.

Max, que se alistó en la legión a los 19 años huyendo de posibles problemas con la ley, se mantiene patológicamente solitario por instinto de superviviente. Sin educación formal, pero con mucha adquirida por experiencia propia y ajena, viste como un caballero, baila como el mejor, brilla en las mejores casas y, si es necesario, roba con escalo, abre cajas fuertes, para una cuchillada, revienta un ojo con un dedo, y resiste a la tortura, todo con aparente serenidad profesional. El bailarín mundano, como lo nombra la voz narradora,

... mantuvo siempre el compás impecable en una pista, las manos serenas y ágiles fuera de ella, y en los labios la frase apropiada, la réplica oportuna, brillante. Eso lo hacía simpático a los hombres y admirado por las mujeres. [.] dominaba como nadie el arte de crear fuegos artificiales con las palabras y dibujar melancólicos paisajes con los silencios. Durante largos y fructíferos años, rara vez erró el tiro: resultaba difícil que una mujer de posición acomodada, de cualquier edad, se le resistiera (Pérez-Reverte 2012: 11).

Convierte la fantasía y el engaño en su modus vivendi, como hiciera Corso, aunque su objetivo no son los libros incunables, sino las mujeres de cierta edad. Max Costa se mueve en una sociedad que todavía bebe de los ideales de Bal-zac respecto al matrimonio[1], en la que la mujer, destinada a casarse, es una esclava a quien hay que saber sentar en un trono y cuyo único respiro puede ser el adulterio. Adulador impenitente, comenta Belmonte (2012), Max es «un tipo diestro en colocar apuntes ajenos para improvisar palabras. Un lobo solitario que explota lo que sabe y lo aplica en el momento preciso. Max. la alargada sombra del Rastignac zolesco [sic] y el Julián Sorel stendhaliano» (n. p.)[2]. Del personaje de Balzac, Max aprovecha sus encantos para conseguir sus propósitos con las mujeres, mientras que de Julien Sorel toma su increíble memoria para auparse en sociedad; no tanto por arribismo, sino por supervivencia:

—Se requiere mucha inteligencia para disfrazar de artificio las propias emociones —dijo Max.

Había leído o escuchado aquello en alguna parte. A falta de verdadera cultura personal, era diestro en colocar apuntes ajenos para improvisar palabras propias (Pérez-Reverte 2012: 83).

El resultado merece el elogio de Mecha Inzunza, quien le reconoce que

... no practica usted el exhibicionismo torpe del arribista, ni la ostentación vulgar del que pretende aparentar lo que no es. Ni siquiera tiene la petulancia natural en un hombre joven de buena planta. Parece caerle bien a todo el mundo, como sin proponérselo. Y no sólo a las señoras (ibid.: 90).

Este reconocimiento acrecienta la ya de por sí elevada imagen que Max tiene de sí mismo. Esta percepción influye poderosamente en su ego sin lugar a dudas pues, señala Morris Berman, tanto la imagen corporal como su identidad son las dos caras de la misma moneda: «El ego es primero y más importante, un ego corporal [...] El principio del autorreconocimiento, y finalmente la conciencia de sí mismo, es un fenómeno corporal y gira alrededor de la imagen del cuerpo» (Berman 1992: 353), y Max se sabe guapo y encantador, como se trasluce desde su primer encuentro con Mecha. A partir de ahí, la apariencia y la autoestima de Max van ligadas a Mecha; hasta el punto de que, ya anciano y sin energías, aún es capaz de dar un último golpe por ella. Necesita en cierta manera su aprobación para reafirmar su propio ego, de hecho, en palabras de Simone de Beauvoir, «ella es todo cuanto el hombre ama y todo aquello que no alcanza. [...]; ella es la sustancia de la acción y lo que la obstaculiza, el dominio del hombre sobre el mundo y su fracaso» (Beauvoir 2005 108). Y es que a Max se le entiende mejor en contraposición a Mecha Inzunza, a lo que ella hace, lo que ella dice y lo que ella lee. Una mujer que sigue la estela de grandes personajes como Macarena Bruner o Teresa Mendoza, entre otros, y que los supera en complejidad.

Mujeres fuertes y formidables en la novelística de Pérez-Reverte

La novelística de Pérez-Reverte está surtida de mujeres fuertes: ya sean mujeres a las que se les puede aplicar el adjetivo de «formidables» o aquellas que siguen el estereotipo de la femme fatal, pero que, en cualquier caso, superan a los hombres perez-revertianos. La acepción de «formidable» la tomo de Jorge Zamora quien comenta que en El club Dumas (Pérez-Reverte 1993) encontramos un grupo de mujeres fuertes, dinámicas y autónomas, unas mujeres «formidables» que acaban por dominar el escenario narrativo y a las que se les contrapone un tipo de hombre débil, abúlico y decadente. Según el DRAE, formidable implica, por una parte, algo «temible y que infunde asombro y miedo» (986) y, por otra tiene la acepción de algo que es «excesivamente grande en su línea, enorme. Magnífico» (986). En las primeras páginas de El club Dumas encontramos a Makarova, tabernera y amiga de Corso quien sienta las bases de un buen número de mujeres que se van a imponer a los personajes masculinos. Ella

. era grande, rubia y cuarentona con el pelo corto y un aro en una oreja, recuerdo de cuando navegaba a bordo de un pesquero ruso. Llevaba pantalones estrechos y camisa remangada hasta los hombros, y sus bíceps excesivamente fuertes no era lo único masculino que podía olfatearse en ella. [. ]. Con su aire báltico y su forma de moverse, parecía un oficial ajustador en una fábrica de cojinetes de Leningrado (Pérez-Reverte 1993: 6).

Su pasado carcelario, «por romperle la cara a un guardia» (ibid.: 37), y «sus experiencias en un carguero ruso» (ibid.: 36) provocan el temor de no pocos hombres. Su aparición, pese a ser breve, inicia un paradigma que Pérez-Rever-te va a seguir explotando tanto con personajes muy desarrollados como con otros creados a base de unas pocas pinceladas, como la propia Makarova o la baronesa Frida Ungern, una «vieja loca [que] se había hecho millonaria escribiendo libros sobre ocultismo y demonología» (ibid.: 38) y que, pese a ser septuagenaria, «[d]aba la única mano, menuda como el resto, con inusitada energía» (ibid.: 294). Su carácter se impone independientemente de su estado físico.

También a base de unas pocas pinceladas encontramos personajes como la Chica sin nombre, cuya aparente delicadeza parece representar otro estereotipo femenino de la novela policíaca en el que, señala Ann Wilson (1995: 149), el cuerpo femenino aparece «weaker than a man’s and therefore less effective in situations which require physical power», pero lo suficientemente eficaz como para jugar la carta de la dama indefensa. En el polo opuesto encontramos a otro personaje mucho más desarrollado y de carácter diametralmente diferente, Liana Taillefer. Se trata de una mujer

. alta y rubia, de piel blanca y movimientos lánguidos. El tipo de mujer que emplea una eternidad entre extraer un cigarrillo y expulsar la primera bocanada de humo, y lo hace mirando a los ojos del interlocutor masculino con el tranquilo aplomo que proporcionan cierto parecido con Kim Novak, unas medidas anatómicas generosas, casi excesivas (Pérez-Reverte 1993: 45).

Ante ésta, Lucas Corso no puede dejar de observar sus «dos piernas extraordinariamente bien torneadas, y el busto —exuberante era la palabra, se dijo; llevaba un rato dándole vueltas— que el suéter de angora negra moldeaba de forma devastadora, a septentrión» (ibid.: 45-47). Desde el principio, Corso constata que ella es bastante más alta que él y de espalda ancha y piernas «fuertes como las columnas de un templo» (ibid.: 57), que posee una fortaleza física que deja patente en su apretón de manos con «contacto firme» (ibid.: 54). Le atribuye la fortaleza estereotípica de «aquellas matronas nórdicas, con caderas en las que nunca se pone el sol, hechas para parir sin esfuerzo rubios Eriks y Sigfridos» (ibid.: 51-52), en clara alusión a la mitología germana. Para Jorge Zamora, tanto Makarova como Liana Tallefer denotan, por motivos diferentes, una fortaleza física y mental de la que adolece Lucas Corso (Zamora 2008: 20). En el caso de Tallefer, la manera en que describe sus ojos «azul acero, grandes y fríos» (Pérez-Reverte 1993: 46) y sus «dedos de uñas largas, lacadas, en rojo sangre» (ibid.: 47) la aproximan además al estereotipo policíaco de la femme fatale: «[A]n agent of evil [...] [t]he attractive woman is duplicitous, her physical beauty working a deadly web in concert with her depraved spirit» (Wilson 1995: 48). Unas características que comparte con la villana de Los tres mosqueteros, Milady De Winter (López de Abiada y López Bernasocchi 2003: 209; Perona 2000: 384), y que continúa la tradición perez-revertiana de jugar con los mitos y estereotipos femeninos literarios.

En La piel del tambor (Pérez-Reverte 1995) encontramos a la aristócrata sevillana Macarena Bruner, una mujer bella, elegante y segura de sí misma que también va a hacer tambalearse al personaje masculino: Lorenzo Quart. En esta ocasión el hombre tiene mejor presencia que Corso, no se siente intimado por su altura o su corpulencia: «Era un poco más baja que él, rondaba el metro ochenta y cinco. Los tejanos y el cinturón de cuero moldeaban bajo la chaqueta unas caderas atractivas» (ibid.: 157), lo cual no es óbice para que «la belleza de los grandes ojos, oscuros con reflejos de miel [y su perfume] suave, como jazmín» (ibid.: 159), le turben desde el principio. Quart, a quien se le describe como templario y cazador cansado en más de una ocasión, ni siquiera puede mantener la calma cuando Macarena comenta que sería divertido confesarse con él: «Respiró otras dos veces, cual si aquello fuera una sesión de yoga [...] Procura que la calma no te abandone ahora» (ibid.: 163-164). El desenlace, como no podía ser de otra manera, es la claudicación del hombre ante la aristócrata sevillana:

Pero un segundo antes de enlazar los dedos en aquel cabello para escapar durante una noche a la soledad [.] la sombra, el niño, el hombre que miraba el cuerpo desnudo bajo las líneas de luz de la persiana, el templario desamparado y exhausto, se volvieron todos al mismo tiempo para mirar hacia arriba y atrás, en dirección a la ventana apenas iluminada en la torre del palomar (ibid.: 359).

José Perona comenta que Macarena Bruner usa el sexo como un arma para ganarse al cazador de cabelleras (Perona 2000: 382), pero merece la pena señalar que, en este caso, ella no es un simple agente del mal, una femme fatal de novela negra al estilo de Liana Tallefer, sino que ella «también está rota. Como sus colegas, lucha ya sólo por un pasado y por una venganza, y es una acompañante digna de Gris Marsala, el brazo ejecutor, también hermosa, también obligada a una rotura vital por amor» (Perona 2000: 384). Los personajes femeninos del escritor cartagenero van, poco a poco, ganando en profundidad y complejidad y, en este proceso el personaje principal de La reina del Sur (Pérez-Reverte 2002) merece especial atención.

Teresa Mendoza es, sin duda, uno de los personajes femeninos más estudiados y admirados de Pérez-Reverte. A ella la conocemos por medio de un periodista que intenta recomponer su imagen y su identidad, como luego hará Max Costa con Mencha Inzunza en El tango de la vieja guardia. Al comienzo de la novela, César Batman Güemes, que la conoció en Culiacán, la consideraba una chica sin nada excepcional, sin nada que le hiciera sobresalir o con un comportamiento que se saliera de lo que se esperaba de ella:

Era una de tantas: jovencita, callada. La chava de un narco. [.] [Y es que] aquí las hembras suelen ocuparse de sus asuntos: peluquería, telenovelas, Juan Gabriel y música norteña, compras de tres mil dólares. [.] Ya sabe. Reposo del guerrero. [...] Pero nada tenía que ver con las transas de su hombre (Pérez-Reverte 2002: 55-56).

Teresa pertenecía a una subcultura, la narcocultura, misógina por naturaleza; en donde su rol es el de sujeto subordinado. Para Marcela Turatí (2011), en la construcción social del narco ellas son artículos decorativos, para exhibirse y, para los más jóvenes, son sólo compañía, diversión y sexo. José Manuel Valenzuela Arce (2010) explica que la mujer aquí es una mujer trofeo, cosifi-cada y ninguneada a la que se la toma con independencia de su voluntad. La mujer y lo femenino se usa como objeto «por medio del cual el narcotrafican-te comunica a la sociedad con la que interactúa su éxito en términos de riqueza y poder social» (Ovalle y Giacomello 2007: 34). También se usa como referencia despreciativa, señala Turatí (2011), para humillar los cuerpos de los rivales asesinados colocándolos en poses afeminadas. En este mundo tan ma-chista encontramos la llamada «mujer del narco», —las esposas, hijas y otros miembros de la familia, con acceso al lujo, a estudios y a una suerte de legitimidad frente a otras que buscan pertenecer a este mundo—, las llamadas «buchonas» (Mata 2009: 8), —aquellas que se valen de su belleza para acceder a los hombres del narco—, y un tercer grupo creciente de mujeres que, tras la muerte de su pareja, continúan con el negocio del narco: las «mujeres-capo» (Santamaría 2012: 111). Este último grupo, pese a la creencia popular, viene cobrando relevancia desde la década de 1920 y, en especial, tras la Segunda Guerra Mundial (ibid.: 33-34). Teresa Mendoza llega a pertenecer a este grupo, si bien comienza su andadura como mujer trofeo dado que

. ella todavía no estaba preparada, entonces. Era una chavita: la morra de un narco bien puesta en casa, coleccionando videos y porcelanas y láminas con paisajes para colgar en la pared. Una de tantas. Siempre lista para su hombre, que se lo devolvía de lujo. Bien padre. Con el Güero todo era reírse y coger (Pérez-Re-verte 2002: 94).

La muerte de su hombre le supone una ruptura repentina y traumática con su pasado que le obliga a huir del país. El consejo que le dieron fue «procura enterrarte tan hondo que no te encuentren» (Pérez-Reverte 2002: 71) y, al principio, entierra su pasado y no habla de él para nada a nadie (ibid.: 115). Participando del mundo del narco a ambos lados del Atlántico, Teresa Mendoza se erige en prototipo de lo que Francisca Noguerol Jiménez (2006) denomina «una cultura sin fronteras». Una vez fuera, Teresa tiene que negar quien era ella en Culiacán. Tiene que reprimir su forma de ser anterior, pasiva y dependiente, y actuar de una forma que ni siquiera ella espera de sí misma. Esto causa que tenga un sentimiento muy patente de ser dos mujeres en una: una predominantemente tímida y otra atrevida. La nueva mujer que despierta dentro de ella, a quien ella misma denomina «la otra Teresa Mendoza» (Pérez-Re-verte 2002: 38, 41, 44, 68, etc.) es una «desconocida imprudente» (ibid.: 36) que se enfrenta a sus enemigos «con desapasionado cálculo» (ibid.: 41), mientras que la Teresa original querría ser más cautelosa y pasar desapercibida. La Teresa tímida se refugia en la atrevida y sólo sale a la luz en los momentos de tranquilidad, nostalgia o tristeza (ibid.: 129), mostrando una complejidad que aún no habíamos visto en un personaje femenino de Pérez-Reverte. Después de la muerte del Güero, Teresa cree que no podrá confiar en ningún otro hombre. No se trata de una conclusión a la que haya llegado por amor, sino todo lo contrario (ibid.: 72). Pérez-Reverte profundiza con el personaje de Teresa Mendoza en lo que, en palabras de Mempo Giardinelli, supone «una radiografía de la llamada civilización, tan eficaz y sofisticada como inhumana y destructora» (en Noguerol Jiménez 2006). No sólo encontramos motivos para el desasosiego en un personaje o en un grupo de ellos, sino que se trata de una parte amplia de la sociedad que empuja al personaje independientemente de su voluntad; algo más propio de sus novelas con la guerra como trasfondo, como Territorio Comanche, El pintor de batallas o El asedio, donde los promotores de la destrucción suelen ser un tanto abstractos.

Al revés que los personajes comentados anteriormente, más estáticos, a Teresa la vemos evolucionar. Sin habérselo propuesto, ella deja de limitarse a la esfera privada y a su subordinación a los hombres, como comentaba Simone de Beauvoir en Le deuxiéme sexe para pasar a la trascendencia, a la acción con todas sus consecuencias. En ella se cumple el haber «franqueado [. ] la distancia que le separaba del varón, [. ] gracias al trabajo; [que es] es lo único que puede garantizarle una libertad concreta» (Beauvoir 2005: 380). Teresa accede así «a los recursos materiales y simbólicos, que producen una repartición inequitativa del poder» (Scott 1996: 293) y acaba apropiándose de ellos. Alcanza gran poder en un mundo fuertemente masculino, un poder, como explica Foucault, que «incita, induce, seduce, facilita o dificulta, amplía o limita. vuelve más o menos probable; de manera extrema constriñe o prohíbe de modo absoluto; con todo, siempre es una manera de actuar sobre un sujeto actuante o sobre sujetos actuantes» (Foucault 1988: 15), y Teresa alcanza poder extremo sobre muchos sujetos. El mundo de La reina del sur es un lugar en el que impera la cultura del ataque, físico y psicológico, y la necesidad de dominio sobre alguien (Hooks 2000: 70). La Teresa Mendoza que se erige en reina del narco, la que goza del poder, se encuentra sin embargo con la paradoja de ser una extraña para sí misma. A la distancia física entre su tierra natal y su tierra adoptiva se le suma la distancia interior entre las mencionadas dos Teresas; una distancia que sale a la superficie a la hora de acercarse a otros (Kristeva 1991: 27) y que no le permite sino esperar «pseudo-relaciones con pseudo-otros» (ibid.: 13). El personaje resulta uno de los más completos y complejos hasta ese momento y aúna la estética del poder y la de la derrota tan típica de Pé-rez-Reverte. Teresa, como Macarena, también está rota, y no tiene posibilidad de ningún tipo de relación más completa, que le satisfaga, pese a los cambios que experimenta. Ya no supone un mero estereotipo de mujer varonil a lo Makarova, de dama indefensa a lo Chica sin nombre, o de femme fatale siguiendo parámetros de la mitología tipo Liana Taillefer, sino que reúne unas características que la dotan de una profundidad hasta ese momento desconocidas en un personaje femenino de Pérez-Reverte.

Teresa Mendoza comparte con Lex, la protagonista de El francotirador paciente (2013), el silencio, los secretos y un pasado enterrado y, por ende, sufre la arribe mencionada problemática de las «pseudo-relaciones» (Kristeva 1991: 13). Lex ya ha superado la problemática beauvoirana y se erige como una mujer totalmente independiente, trabajadora, que «firm[a] un contrato temporal exclusivo, trabaj[a] duro y cobr[a] por ello» (Pérez-Reverte 2013: 21). Su figura solitaria, sarcástica y marginal, llevando a cabo misiones por encargo en ambientes sombríos recuerda a la de Corso, si bien ella no es un personaje débil ante las mujeres, sino una mujer formidable. Respetada en su mundo laboral, aunque también odiada por algunos: «Hay quien después de pronunciar mi nombre añade un par de adjetivos no siempre agradables; pero estoy hecha a ello. Curtida por diez años de oficio y treinta y cuatro de vida» (ibid.: 12). La actitud de Lex rompe con las etiquetas y parámetros estereotipados acerca de las mujeres que, en palabras de Judith Butler «make life unlivable» (Butler 2004: 4). Su manera de ser le hace estar por encima de hombres y de mujeres, tanto a nivel profesional como afectivo, sin sentirse inferior a nadie, como ocurre con otros personajes como, por ejemplo, Corso. No obstante, eso también tiene sus consecuencias típicamente perez-revertianas: «Soy sobria, de pocos gastos. Vivo sola, incluso cuando no lo estoy. Vivo de eso» (Pérez-Reverte 2013: 21). Su carácter solitario, típico también de los personajes perez-re-vertíanos, le hace incapaz de mantener relaciones afectivas plenamente satisfactorias. Por eso, a su pareja sólo la

. podía corresponder con mi lealtad sentimental —en el sentido social del asunto— y mi eficacia física en circunstancias íntimas. Con la certeza, en cierto modo analgésica, de que su compañía era lo mejor que en esa etapa de mi vida podía encontrar. [...] Puede decirse que éramos pareja desde hacía ocho meses, aunque cada una vivía en su propia casa y a su manera. Pedir que la amase, entendido en el sentido convencional del término, ya era otra cuestión (ibid.: 67).

Lex sigue también la estela de Teresa Mendoza en el sentido que explica Kristeva respecto a las personas que, por su situación, muestran siempre una distancia que les impide relacionarse plenamente (Kristeva 1991: 13), aumentando su marginalidad. Una situación de exclusión que va incrementando a medida que avanza la narración y se adentra en el mundo de los grafiteros hasta llegar al punto culmen de la misma. Lex se desenvuelve a la perfección en un mundo lleno de violencia y testosterona y su labor investigadora implica «a challenge to the limitations of women’s current roles» (Klein y Keller 1986: 12) tanto en el mundo editorial como en el de la cultura del grafiti[3]. Por todo ello, Lex se comporta de una manera mucho más segura que la gran mayoría de personajes del escritor cartagenero, y sus empleadores la quieren por su enorme efectividad, capaz de desenvolverse desde la marginalidad y hacia la marginalidad, sea del tipo que sea, con esfuerzo constante[4]. Ella encarna la demanda de Judith Lorber (2005: 172) de que toda persona sea considerada «on the basis of credentials, experience, abilities» y no a base de estereotipos. Ella supone un paso al frente en la indagación de la condición humana tan propia de Pérez-Reverte y que, hasta esta novela, estaba mayormente centrada en los personajes masculinos.

Mecha Inzunza: obsesión y configuración de Max Costa

Mecha Inzunza también rezuma seguridad, pero su desarrollo como personaje femenino probablemente sea el más logrado hasta ahora. En El tango de la vieja guardia Pérez-Reverte inicia el modelo posteriormente usado en El francotirador paciente de conocer a uno de los personajes principales, Sniper, por medio de los fragmentos literarios, cinematográficos y musicales que lo definen, y se sirve de las lecturas, las películas y los bailes que gustan a Mecha para configurar a Max. Nacida en el seno de una familia adinerada de la alta burguesía de Granada, bella, elegante, inteligente, serena y desenvuelta, llama la atención del protagonista la primera vez que coincide con ella:

. la mujer bailaba bien, comprobó Max Costa. Suelta y con cierta audacia. Incluso se atrevió a seguirlo en un paso lateral más complicado, de fantasía, que él improvisó para tantear su pericia. [...] Debía de acercarse a los veinticinco años. Alta, esbelta, brazos largos, muñecas finas y piernas que se adivinaban interminables bajo la seda ligera y oscura. [. ] Trigueña de pelo [. ] habían vuelto a mirarse a los ojos. Ella los tenía de un color miel transparente, casi líquido; realzados por la cantidad de rimmel justo —ni un toque más de lo necesario, lo mismo que el carmín de la boca— bajo el arco de unas cejas depiladas en trazo muy fino (Pérez-Reverte 2012: 20).

En un primer momento, las observaciones de Max son meramente profesionales, calculando las posibilidades de sacar algún beneficio en su faceta de ladrón de guante blanco. Nacido en el barrio humilde de Barracas de Buenos Aires, hijo de una madre de descendencia italiana y padre asturiano, Max volvió a España cuando tenía catorce años y siempre ha sido un buscavidas: botones en el Hotel Ritz de Barcelona, legionario en África y combatiente en Annual, bailarín profesional, guapo, encantador y ladrón. Se considera a sí mismo «un cazador virtuoso y paciente» (ibid.: 99) y con la maleta siempre dispuesta a asumir un nuevo rumbo y una nueva identidad: «En mi mundo todo resulta maravillosamente simple: soy lo que las propinas me dicen que soy. Y si una identidad se estropea o agota, al día siguiente tomo otra» (ibid.: 463). Max ha ido creando su imagen, su identidad, a su antojo. Su actitud vital es oportunista, pragmática y su identidad fluida, pero desde que conoce a Mecha, su relación se puede describir en términos de lo que Hegel comenta respecto al primer encuentro con el otro: «Self-consciousness. has come out of itself... it has lost itself, for it finds itself as an other being» (Hegel 1997: 111). A partir de este momento, la identidad de Max se define a través del reflejo de sí en el otro, en Mecha, y desde ese momento, ya no será igual para él. Como explica Hegel (1997: 147-148) «it will never be “returned” to what it was. [.] What becomes clear, though, is that the self never returns to itself free of the Other, that is “relationality” becomes constitutive of who the self is». En este sentido, desde el día siguiente a su primer baile en el Cap Polonio descubrimos la primera de una serie de lecturas de Mecha que van a configurar a Max: su presente y su futuro. En su primer encuentro fuera del salón de baile, Mecha «estaba en la cubierta de botes, no en la de primera clase, leyendo «Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez»» (Pérez-Reverte 2012: 26). Una novela escrita en 1916, curiosamente, tras el viaje a la inversa que están realizando los de Troeye: de Buenos Aires a Francia, tras las aventuras argentinas del escritor valenciano.

En esta obra Blasco Ibáñez ve la guerra como un fenómeno recurrente en la historia de la humanidad, un retorno a la barbarie, representada aquí por

Alemania. Blasco Ibáñez tuvo en París esa «visión» de los cuatro jinetes —la Guerra, el Hambre, la Peste y la Muerte, tal como aparecen en el grabado de Durero y dispuestos a instaurar el reino de la Bestia—, y hará decir a su portavoz Tchernoff que «la Bestia nunca muere, todo lo más se oculta durante mucho tiempo» (Blasco Ibáñez 2005: III.ii). En El tango de la vieja guardia, el relato comienza en años posteriores a la Primera Guerra Mundial y, cuando se produce el segundo encuentro entre Mecha y Max, la guerra civil española está en su auge y las potencias fascistas preparándose para la Segunda Guerra Mundial. Para cuando ocurre el tercero, en 1966, no hay mención alguna de las contiendas: la Bestia parece dormir de nuevo. Max, sin gozar de una posición privilegiada, sí que comparte con el personaje principal de Blasco Ibáñez, Julio Desnoyers, el gusto por el tango y la falta de conciencia nacional, como se observa en el siguiente diálogo entre éste y los dos agentes italianos:

No consta que usted haya mostrado simpatía por uno u otro bando de los que combaten en España. La verdad es que aquello parece serle indiferente.

—En realidad soy más argentino que español.

—Será por eso. De cualquier modo, descartado el móvil patriótico, nos queda el económico. Y en ese terreno sí ha manifestado convicciones firmes. Estamos autorizados a ofrecerle una cantidad respetable (Pérez-Reverte 2012: 238).

—Esta ciudad volverá a ser nuestra —entornaba los párpados, sombrío—. Algún día.

—No tengo objeción a eso, pero le recuerdo que necesito más dinero (ibid.: 261).

Una actitud que recuerda también a la de Corso o Faulques entre otros. La realidad del bailarín mundano queda tan intrínsecamente ligada a Mecha que el recuerdo de ésta le persigue durante el resto del viaje en el trasatlántico pese a no haber hecho sino bailar con ella:

Esbelta, tranquila, caminando firme sobre los tacones altos en el suave balanceo de la nave, su cuerpo imprimía líneas rectas y prolongadas, casi interminables, a un vestido verde jade y ligero —al menos cinco mil francos en París, rue de la Paix, calculó Max con ojo experto. [.] Max llegó a una doble conclusión. Aquella era una de esas mujeres que se veían elegantes a la primera mirada y hermosas en la segunda. También pertenecía a cierta clase de señoras nacidas para llevar, como si formasen parte de su piel, vestidos como ése (ibid.: 31).

Max, bailarín y ladrón profesional, cree ser quien inicia los movimientos y lleva el paso, pero lo cierto es que en cuanto el baile comienza, Mecha se adueña del mismo: «Correspondía con plena soltura a los pasos más complicados, adaptándose tanto a los movimientos clásicos, previsibles, como a los que él, cada vez más seguro de su acompañante, emprendía a veces» (ibid.: 21). Desde este momento, Mecha se hace con el control. Tras haber pasado la noche pensando en ella, la segunda vez que Max se encuentra con ella ocurre en la cubierta de botes del Cap Polonio, una zona poco común para el pasaje de primera clase. Ella se hace la encontradiza y, esta vez, el libro que ella estaba leyendo «estaba en inglés: The Razor’s Edge» (ibid.: 80). No sólo resulta premonitorio el título de la novela de Somerset Maugham, sino que Pérez-Rever-te se toma la licencia de incluir una novela que no sería publicada hasta 16 años después (1944) de este encuentro en la cubierta del barco (1928). The Razor ’s Edge comienza con el siguiente epígrafe: «The sharp edge of a razor is difficult to pass over; thus the wise say the path to Salvation is hard» (Mau-gham 1944). En el caso de Max, desde que Mecha entra en su vida, tanto su salvación física como la mental se encuentra constantemente en el filo de la navaja; a punto de perder la vida a manos de Rafael Mostaza, o de los agentes soviéticos, o de perderse para siempre en Mecha, cuya mera presencia en So-rrento en 1966 le lleva a «crearse» una ficticia posición de lujo y bienestar con tal de volver a estar con ella. Max podía haber seguido con su vida pero no puede resistirse al ver a aquella mujer que, pese al paso del tiempo, «conserva rastros de su antigua belleza —los ojos son idénticos, y el contorno de la boca permanece fino de líneas y bien dibujado—» (Pérez-Reverte 2012: 91) y cuyos «movimientos son los mismos que él recuerda: serenos, seguros de sí mismo. Los de una mujer que durante toda su vida caminó por un mundo hecho expresamente para que ella caminara» (Pérez-Reverte 2012: 91). Su apariencia implica «un punto de superposición entre lo físico, lo simbólico y lo sociológico» (Braidotti 2000: 29) que impele a Max a encontrarse con ella. El protagonista «se enfrenta al eco de un recuerdo» (Pérez-Reverte 2012: 18) que le impulsa a volver a los viejos modos de la fantasía y el engaño: haciéndose pasar por hombre rico cuando en realidad trabaja de chófer de un rico psiquiatra para hacerse el encontradizo con ella.

Mecha siempre se ha movido en un mundo como el del Elliot Templeton de la novela de Maugham, en lo mejor de la aristocracia, independientemente de dónde se encuentre: «I have always moved in the best society in Europe, and I have no doubt that I shall move in the best society in heaven» (Maugham 1944: 257). Un mundo en el que Max vuelve a adentrarse cogiendo ropa prestada de su empleador y consumiendo parte de sus ahorros para poder hospedarse en el mismo hotel que ella en Sorrento. Tras sobornar con una buena propina al conserje, entra en la habitación de ésta y allí encuentra tres libros: «dos novelas policíacas de Eric Ambler en inglés —l e suenan de kioscos de ferrocarril— y una de un tal Soldati, en italiano: Le lettere da Capri» (Pérez-Reverte 2012: 95). Al primero, autor de novelas de espías y guionista de historias de aventuras en el mar, como A Night to Remember[5], acerca del hundimiento del Titanic, se le conoce sobre todo porque sus protagonistas rara vez son espías profesionales, policías o detectives[6]. De hecho, uno de sus temas recurrentes es el del amateur que acaba, pese a su voluntad, rodeado de criminales o de espías. El protagonista se encuentra entonces fuera de lugar y parece más bien lo opuesto a un héroe, aunque al final acaba sorprendiendo: haciéndose con las riendas de la situación y superando a sus más que avezados oponentes. Max Costa se ve dos veces, en Niza primero y en Sorrento después, implicado en cuestiones de espionaje de las que consigue salir vivo por los pelos. Las novelas de Ambler hacen referencia tanto al pasado como al, en ese momento, futuro de Max. En Niza, dos agentes secretos italianos le obligan a robar unas cartas del yerno y ministro de Asuntos Exteriores de Mussolini, guardadas en la caja fuerte del banquero español que paga el golpe del generalísimo Franco, so pena de hacerle la vida imposible por media Europa. A esto se le suma Rafael Mostaza, supuesto agente de la república española que también le quiere obligar a cometer el robo. Ante la incómoda situación, Max le pregunta a Mostaza: «¿Por qué me escoge a mí, habiendo espías de verdad?» (Pérez-Reverte 2012: 276), a lo que éste le responde «—Esto es Francia, y la situación política internacional es delicada. Usted es un individuo sin filiación política. Un apátrida en tal sentido, por decirlo de alguna manera» (ibid.: 276). Max, incómodo porque le «han atrapado en algo que no [l]e gusta [...] lo único que dese[a] es acabar de una vez. Perderlos de vista a todos» (ibid.: 381), conseguirá inopinadamente salir vivo de la situación. La segunda vez que pone su vida en juego, ni está obligado por espías internacionales ni se siente capaz de hacerlo. La imagen que configura ahora su ego es la de un

. anciano inmóvil que contempla su propio pelo gris mojado, las arrugas de la cara, los ojos cansados. Todavía es un buen aspecto el suyo, concluye, si se consideran con benevolencia los estragos que a esa edad suelen mostrar otros hombres. Los daños, pérdidas y decadencias. Las derrotas irreparables. [...] Vestigios, en fin, de un pasado atractivo que en otras épocas le permitió moverse con descarado aplomo de cazador por territorios inciertos, a menudo hostiles. Medrar en ellos y sobrevivir. O casi. Hasta hace poco (ibid.: 66).

Se juzga a sí mismo con benevolencia pese a las «derrotas irreparables», pero, a su edad, no se ve capaz de acometer un arriesgado robo, con salto de muros incluido. Max accede a robar los libros secretos del campeón mundial de ajedrez, custodiados por el KGB, cuando Mecha le menosprecia por segunda vez. Ella sabe muy bien qué fichas mover para obligarle a actuar:

—No le des más vueltas, por favor, Tómalo o déjalo. Pero deja de ser patético.

—No soy patético.

— Sí que lo eres. Un viejo patético, buscando liberarse de una carga tardía e inesperada. Cuando no hay carga ninguna (ibid.: 383).

Pero la carga la lleva en su interior. Acaba perpetrando un robo muy mal planificado para sus energías por lo que casi se queda atrapado. De lo que no se libra es de las sospechas y la posterior tortura a la que le someten los soviéticos. Haber aceptado este encargo pese a sus circunstancias y su edad sólo se explica a la luz de la novela de Soldati (2005), Le lettere da Capri, una novela acerca de la obsesión nacida del conflicto entre la razón y el sentimiento. Un conflicto en el que Max lleva las de perder, obsesionado por ella: «Incluso a media luz, cada poro de aquella mujer transpiraba clase superior. Hasta sus ademanes más convencionales parecían el descuido de un pintor o un escultor antiguo. La negligencia elegante de un maestro» (Pérez-Reverte 2012: 155). Su admiración obsesiva permea una y otra vez por las páginas de la novela:

Carne bellísima. Espléndida. Tal vez ésas eran las palabras exactas para definir el cuerpo de mujer dormido e inmóvil que contemplaba Max en la penumbra del dormitorio, sobre las sábanas revueltas. No había pintor ni fotógrafo, concluyó el bailarín mundano, capaz de registrar fielmente aquellas líneas largas y soberbias (ibid.: 213).

El tango de la vieja guardia, como ya hiciera por ejemplo El maestro de esgrima comenta Alfredo Rodríguez López-Vázquez (2000: 399), se nutre de los impulsos básicos freudianos, especialmente el de la pasión del sexo, por parte de Max y de Mecha, y el de la pasión del poder y la pasión del saber en el caso de Mecha.

En un primer momento, la pasión de ella por el saber y por el sexo se inicia de la mano de su primer marido: «— Me casé muy joven [...]. Y él hizo que me asomase a pozos oscuros de mí misma. [...] Armando se limitó a ponerme un espejo delante. A guiarme por mis propios rincones oscuros. O tal vez ni siquiera eso. Quizá su papel se redujo a mostrármelos» (Pérez-Reverte 2012: 291). De ahí en adelante, siempre trascendiendo en el sentido beauvoi-riano, ella es totalmente independiente y consciente de sus decisiones: «De todas formas, nunca dependía de Armando» (ibid.: 318). Desde el comienzo de su matrimonio ella accede al poder de la seducción, «Gracias a él descubrí placeres que prolongaban el placer —añadió ella—. Que lo hacían más espeso e intenso. Quizá más sucio» (ibid.: 320), y poco después lo conjuga con el de la subyugación, como se aprecia durante sus encuentros en Buenos Aires y su modo de actuar con la bailarina de alquiler. Para Mecha, Max resulta una pieza en su juego que apareció «con [s]u sonrisa de buen chico. Y [s]us tangos. En el momento exacto» (ibid.: 320). Desde sus primeros bailes en el transatlántico, Mecha lo caló «tan limpio siempre, pese a [sus] canalladas. Tan sano, tan leal y recto en [sus] mentiras y traiciones. Un buen soldado» (ibid.: 291). Ella percibe que, como tantos otros personajes perez-revertianos, Max está roto: «supe que tenías una cicatriz antes de verla. [. ] —Hay hombres que tienen cosas en la mirada y en la sonrisa [...]. Hombres que llevan una maleta invisible, cargada de cosas densas» (ibid.: 176). Para Mecha, la manera en que éste baila no puede deberse a un mero aprendizaje profesional, sino que lleva la impronta de una mujer, y está en lo cierto. Aunque Max nunca se lo había dicho, él debía todo lo que sabía del baile a Boske: la bailarina húngara que le compró un frac en París y con quien actuó como pareja de baile hasta que ella murió de sobredosis de morfina. Un personaje a base de pocas pinceladas pero con un papel determinante en Max.

Mecha hace bueno el comentario de Anne Walsh respecto a que «female characters are seen to “read” events more successfully than men» (Walsh 2007: 5) en las novelas de Pérez-Reverte, mientras que los personajes masculinos se mueven entre la ignorancia y «el desconcierto» (Pérez-Reverte 2012: 170). Cuando los de Troeye insisten en conocer la diferencia entre el tango afrancesado y el tango primitivo, «más rápido, tocado por músicos populares y orejeros. Más lascivo que elegante [...]. Hecho de cortes y quebradas, bailado por prostitutas y rufianes» (ibid.: 61), Max cree que lo único que les preocupa es la apuesta hecha por el compositor con su amigo Ravel. No se percata de que la curiosidad acerca de lo que algunos definen como «tangos para matar. Los originales eran más bien de estos últimos. [. ] —Tango de la Vieja Guardia, lo llaman» (ibid.: 74), viene en realidad de ella. Ni siquiera cuando Armando le explica que «Mecha jamás me perdonaría que la dejara en el hotel. Esa excursión arrabalera la excita como nada» (ibid.: 105), parece asimilarlo. En realidad, es ella quien, una vez superados los pasos iniciales, quiere aprender más, experimentar más, y sirve de filtro de la realidad, de guía para su marido pese a ser veinte años más joven: «Es de esas mujeres que ayudan a comprender el tiempo en que nos toca vivir» (ibid.: 108). Lo mismo hace cuando aprende a moverse con el tango de la vieja guardia:

Cuando Max se detuvo en el corte, a medio paso de baile, Mecha lo miró brevemente a los ojos, se pegó a él con desafío y, oscilando el cuerpo a un lado y otro, deslizó uno de sus muslos en torno a la pierna adelantada y quieta del hombre. [. ] —Así me gusta —susurró ella—. Despacito y tranquilo, no vayan a creer que me tienes miedo (ibid.: 185).

Ese tango que, según Max, se caracteriza por una faceta sexual y/o criminal, acaba siendo dominado por Mecha; tomando las riendas e incitando a Max a actuar. Como ella misma admite, «en Buenos Aires, como en todas partes, fui dueña absoluta de mis actos» (ibid.: 170). En cierta manera Mecha Inzunza se hace eco de lo que Judith Lorber denomina «Breaking the Bowls», cuestionando la división de prácticas y roles generalmente atribuidos según el género en cuanto al poder, el saber, y la consecución de los ideales (Lorber 2005: 4), pues ella se alza con el poder y el saber en cuantas relaciones participa. Según Ca-tharine MacKinnon (1987: 6-7), la estructura jerárquica del género en la sociedad implica que «men are understood to subordinate women», creando «the congealed form of the sexualization of inequality between men and women», pero lo que vemos en El Tango de la vieja guardia es que Max se halla subordinado a Mecha y que la relación es, efectivamente, de inequidad, pero a favor de ella. En este sentido, pese a la atracción que ambos sienten, tardan en hacer el amor porque él se encuentra incómodo al estar ella casada. No es hasta que ella toma la iniciativa al día siguiente, apareciendo en la pensión de Max, que mantienen un apasionado encuentro sexual. Lo mismo ocurre cuando se encuentran años después en Niza y ella toma de nuevo la iniciativa: «Quiero acostarme contigo —resumió Mecha, ante su silencio—. Y quiero que ocurra ahora» (Pérez-Reverte 2012: 361). Max resulta ser una persona mucho más convencional que ella y a menudo se siente descentrado, hasta el punto de que Mecha lo tacha de «puritano» (ibid.: 357). Su apariencia de rompecorazones se desmorona ante una mujer tan liberada, independiente y sexualmente agresiva.

En un momento de extrema violencia, ella golpeó el rostro de Max hasta hacerlo sangrar por la nariz; y cuando éste intentaba restañar el brote de gotas rojas que salpicaba las sábanas, siguió besándolo con furia hasta hacerle más daño, manchada de sangre la nariz y la boca, enloquecida como una loba que devorase una presa con crueles dentelladas (ibid.: 394).

El cazador paciente es, en realidad, la presa de esta mujer que le supera desde que se conocieran a bordo del transatlántico. En una conversación en Niza, Mecha confiesa que se acuesta con hombres y con mujeres pero Max no quiere entrar en ese diálogo, si bien el narrador puntualiza que «sentía celos de esa mujer. una desolación extraña, nueva» (ibid.: 359). Max está completamente descolocado por lo que Judith Butler (2005: 53) denomina el desplazamiento de «certain tacit norms of gender. In a sense, the implicit regulation of gender takes place through the explicit regulation of sexuality», y por eso le dice a Mecha que la suya ha sido una relación «extraña» (Pérez-Reverte 2012: 386). Mecha, indignada, rechaza esta caracterización: «¿Eso es todo? ... estuve enamorada de ti desde que bailamos aquel tango. durante casi toda mi vida» (ibid.: 386); y es que Max, en ningún momento «ha logrado penetrar en los detalles de la partida que se desarrolla ante sus ojos» (ibid.: 327). De hecho él pensaba que, tras haberle robado el collar de perlas en Buenos Aires, Mecha no querría saber de él, pues no creía que realmente tuviera interés por él. A lo que Mecha le reprocha que «dos veces dejaste pasar la ocasión. ¿Cómo pudiste ser tan estúpido conmigo? ¿Tan torpe y tan ciego?» (ibid.: 384). Max no sabe leer lo que le ha estado pasando con ella. Cuando Mecha le señala que su «edad coincide exactamente con el número de casillas de un tablero de ajedrez» (ibid.: 415), el lector descubre que el personaje ha estado jugando una partida de ajedrez sin saberlo.

No es casualidad que Mecha sea la madre del aspirante a campeón del mundo de ajedrez y que, además, los dos momentos anteriores en la historia común de Max con ella, 1928 y 1937, se mezclen de manera fluida, sin orden cronológico, como partes de una misma partida de ajedrez. Se trata de un recurso que, señala Rodríguez López-Vázquez (2000: 411) a propósito de La Tabla de Flandes, «no es sólo una partida de ajedrez; simboliza algo que corresponde al inconsciente colectivo del hombre», implica, en palabras de Santos Sanz Villanueva (2004: 69), un «análisis meditativo acerca de la condición humana». En El tango de la vieja guardia, pese a marcar tanto la trama como la psicología de los personajes, el ajedrez no llega a desempeñar un papel tan determinante como en La tabla de Flandes. Esta última está construida como «una fascinante novela detectivesca alrededor de una partida de ajedrez que refleja tanto las peripecias de la trama como la psicología de los antagonistas» (Kunz 2000: 165), llena de diagramas y explicaciones de las jugadas que hacen a su vez de pistas. El ajedrez, señala Linda Hutcheon, es uno de los juegos cuyo funcionamiento parece encajar de manera inherente con la estructura metaficcional, «with its characters of all classes, its intrigues, and action» (Hutcheon 1980: 83), lo cual abunda en El tango de la vieja guardia. Aquí encontramos una partida en la que Mecha, también, lleva la delantera a los demás. Ella define el ajedrez como «el arte de la mentira, del asesinato y de la guerra» (Pérez-Reverte 2012: 338) y, como tal,

. requiere métodos científicos, explorar todas las situaciones posibles en busca de nuevas ideas. Un gran jugador conoce los movimientos de miles de partidas propias y ajenas, que trata de mejorar con nuevas aperturas o variantes, estudiando a sus predecesores como quien aprende idiomas o cálculo algebraico. Para eso se apoya en los equipos de ayudantes, preparadores y analistas (ibid.: 165).

Sin haberse percatado, Max resulta a veces peón, otras adversario y, al final de la partida, en el momento en que accede a robar el libro del maestro ruso, ayudante. Pero siempre por detrás de Mecha; la gran jugadora. Ella misma define la relación entre ambos, repartida en el tiempo, como «una partida aplazada. En dos movimientos» (ibid.: 199). Max, convencido de que esta vez lleva la delantera y está engañando a Mecha con su ropa cara y sus historias de éxito económico, añade mentalmente: «En tres, piensa Max. Hay otro en curso» (ibid.: 199). Pero, como de costumbre, ella va por delante:

—Hice averiguaciones en cuanto apareciste por el hotel [...]

—¿Lo has sabido todo el tiempo?

—Casi todo.

—¿Y por qué me seguiste la corriente?

—Por varias razones. Curiosidad primero. [...] También estoy a gusto contigo,

Siempre lo he estado (ibid.: 401).

Mecha, como posteriormente Lex, es jugadora paciente a quien le gusta observar y aprender de los movimientos de sus adversarios para, llegado el momento, controlarlos, tener poder sobre ellos, aunque sin procurar mal. Mecha ha estado insinuándole, exigiéndole, presentándosele en la habitación, haciéndole sangrar, manipulándolo desde que bailara con Max la primera vez en el Cap Polonio en 1928 hasta el momento actual, 1966, en que consigue que se introduzca en la delegación rusa para robar el libro de claves del campeón de ajedrez, pese a que «Arrastra años y kilos de más, [...]. Quizá, también, vida de más» (ibid.: 52). Le hace creer que es él, como bailarín mundano experto en un tango que es «instinto, ritmo, improvisación y letra perdularia» (ibid.: 146), quien tiene el control, cuando siempre lo ha tenido ella. Incluso en los momentos más delicados en los barrios fondos bonaerenses ella mueve directa o indirectamente las fichas.

Mecha se enamoró de él, sí, pero en todo momento es consciente de que «Todo fueron casualidades. En otras circunstancias no habrías tenido la menor oportunidad [.] De acercarte a mí» (ibid.: 170), y puede proseguir su vida con o sin él a su lado. Ella no depende de nadie. Tampoco procura el mal de nadie al modo de una Liana Tallafer, si bien no tiene ningún condicionamiento moral que la ate o restrinja. La incapacidad de Max para comprender la partida que se ha estado desarrollando a lo largo de los años provoca en ella «desprecio [...] infinito» (ibid.: 321), pero ahora «ya no vale la pena demostrarle nada» (ídem). Como otros muchos personajes del escritor cartagenero, ella también tiene pseudo-relaciones, pero parece no importarle. Al contrario que tantos otros personajes de Pérez-Reverte, incluido el propio Max, ella no está rota.

El bailarín mundano se encuentra en situación similar a la que describe Irina, la compañera y ayudante del hijo de Mecha y aspirante a campeón del mundo: «Estar en el tablero y ver la consecuencia de un error táctico. Comprobar con qué facilidad se esfuman tu talento y tu vida» (ibid.: 309). Al final Max se da cuenta de que mientras él creía haber llevado los pasos en el baile de su vida, en realidad había seguido todo lo que Mecha había previsto o planeado desde que bailaran juntos la primera vez. Una vez Mecha comenzó a seguirle en todos los pasos y giros por difíciles que fueran, parecía que le estuviera leyendo las jugadas. Se podría decir que ella se había hecho con el libro de claves de ajedrez de Max. La diferencia entre Irina y Max es que éste acepta sin rencor, sin aspavientos y sin remordimientos que su percepción de haber tenido alguna vez el control se esfume. Cuando Mecha le abre los ojos, «le enmudeció la repentina conciencia de su propia torpeza» (ibid.: 321), y asume su derrota y su clara inferioridad ante ella con nobleza, agregándose así a la larga lista de derrotados en la novelística de Pérez-Reverte. El propio escritor explica en entrevista a Juan Manuel de Prada (2000: 395) su debilidad por «esas personas vencidas que son conscientes de su derrota, y que aun así conservan la dignidad. Hace falta tener coraje, mucho coraje, para seguir respirando, cuando conoces tu derrota. Siempre me ha parecido más digno el soldado vencido que el vencedor», y Max es un soldado vencido, pero digno, que se marcha magullado por los golpes que le han propinado los soviéticos, aunque con el orgullo de haber robado el libro del campeón de ajedrez para su hijo. Podría haberse llevado el collar de perlas que Mecha le ofrece, pero únicamente coge el guante blanco y sale «silbando El hombre que desbancó a Monte-carlo» (Pérez-Reverte 2012: 490). Su consuelo es haber mantenido una partida de ajedrez aplazada en tres tiempos con todos los ingredientes que menciona Mecha, —mentiras, asesinatos y guerras—, con una mujer formidable, inteligente, superior a él y al resto de hombres de la novela. Una mujer que supera en complejidad al resto de personajes femeninos de Pérez-Reverte hasta la fecha[7].

Conclusión

Arturo Pérez-Reverte concibe su universo literario como uno en el que el hombre es un lobo para el hombre, con personajes intensos y con una ética definida en medio de una sociedad en la que los valores pre-cartesianos se diluyen[8]. El protagonista masculino de El tango de la vieja guardia, novela cercana al thriller como El francotirador paciente, continúa la trayectoria de los cazadores cansados y de los soldados perdidos en territorio hostil de Pé-rez-Reverte y pone gran énfasis en el análisis de la naturaleza humana por encima de los demás aspectos narrativos. Max Costa, como tantos otros personajes masculinos de Pérez-Reverte, se define como un personaje a la sombra de una o varias mujeres e incapaz de leer lo que está ocurriendo a su alrededor con la misma facilidad que éstas. Max está hecho de reflejos que, como explica Hegel, le constituyen. Para cuando conocemos a Max, éste ya está roto por el recuerdo de la primera mujer que le marcó: Boske. A lo largo de la narración podemos comprobar que el bailarín mundano está compuesto de reflejos literarios de Balzac, Stendhal, Blasco Ibáñez, Somerset Maugham, Eric Ambler, Soldati y Joseph Conrad así como de reflejos de Mecha Inzunza, con cuya relación constituye su yo en el sentido hegeliano.

Mecha Inzunza proviene de una tradición literaria que comenzó usando Pérez-Reverte con mujeres objeto que pronto se tornan mujeres formidables, ya sea siguiendo parámetros de mujeres delicadas que usan su debilidad para su provecho o siendo mujeres fuertes que imponen su físico y/o su carácter. Hasta llegar a un personaje como Mecha Inzunza el escritor cartagenero ha brindado al lector una serie de mujeres que, en sus primeras obras, suponían estereotipos de mujeres varoniles como Makarova, de damas indefensas como la Chica sin nombre, de viejas millonarias con carácter como la baronesa Un-gern o de femmes fatales como Liana Taillafer, quien, a su vez, está hecha de estereotipos de la mitología germana. La aparición de Macarena Bruner en La piel del tambor (1995) supone un avance en la complejidad del personaje, que también está roto, lo cual no le impide ser superior a su homólogo masculino, el cual claudica ante ella. La Teresa Mendoza de La reina del Sur (2002) implica un hito en la narrativa perez-revertiana al pasar de ser mujer trofeo a mujer que incide, induce, facilita, posibilita y actúa sobre sujetos desde la clandestinidad. Una mujer que le da la vuelta a todos los parámetros beauvo-rianos en un giro de 180 grados. Sin ella no hubiera sido posible un personaje tan logrado, eficaz, marginal e independiente como Lex en El francotirador paciente (2013). Un personaje superior a hombres y mujeres, profesional, sobrio y solitario que supera con creces varias demandas de intelectuales como Judith Butler o Judith Lorber respecto al tratamiento de las mujeres en la sociedad.

Si bien Mecha se encuentra cronológicamente entre ambas, y pese a que posteriormente con la saga Falcó entra en escena Eva, la protagonista de El tango de la vieja guardia resulta ser el personaje femenino del autor cartagenero más complejo hasta el momento. Tanto Mecha como Lex muestran ciertas características propias de la novela negra española contemporánea y «assume agency and authority, in sharp contrast to the origins of the genre in which women, if present at all, were usually addenda or antagonists to the male he-roes» (Molinaro 2002: 100), pero sin jugar la carta estereotípica de la dama débil o la femme fatal. Siempre independiente, observa, aprende y maneja a personas y situaciones con frialdad y maestría. Por su inteligencia y por sus actividades dentro y fuera del dormitorio, Mecha desplaza las normas tácitas de su género, en palabras de Butler, hasta el punto de servir de guía a su marido, veinte años mayor, y a Max, que la intenta enamorar y robar. Para Ross Chambers (1984: 212), el poder de la seducción conlleva «the power to achie-ve authority and to produce involvement [que, en un segundo estadio, se puede convertir en] a means of achieving mastery», y eso es precisamente lo que hace Mecha con su marido y con Max, seducirlos hasta tener control total. Max no sólo claudica ante ella como el resto de los personajes masculinos de Pé-rez-Reverte, sino que construye su imagen con los reflejos que ella le proporciona. Mecha Inzunza es una mujer que rompe los moldes en el sentido de Lorber, Scott o MacKinnon, en todos los ámbitos.

Bibliografía citada

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Notas:

[1] Ideas expuestas por Balzac en Physiologie du mariage.

[2] Rastignac es un personaje de Balzac y no de Zola, de ahí que haya añadido el “sic”.

[3] Para un análisis acerca de las mujeres investigadoras en la novela española contemporánea véase Ramón García (2017b).

[4] Para un análisis de la figura de Lex y de los mundos en que se mueve, véase Ramón García (2017a).

[5] Véase Harper y Porter (2003).

[6] Entre su producción se incluye The Dark Frontier (1936), Uncommon Danger. Back-ground to Danger (1937), Epitaph for a Spy (1938) Cause of Alarm (1938), A Coffin for Dimitrios (1939), Journey into Fear (1940), Judgment on Deltchev (1951), The Schimer Inheritance (1953), The Maras Affair (1953), Charter to Danger (1954), The Night-Comers (1956), Passport to Panic (1958), Passage of Arms (1959), The Light of Day (1962), The Ability to Kill: And Other Pieces (1963), A Kind of Anger (1964), Dirty Story (1967), The Intercom Conspiracy (1969), The Levanter (1972), Doctor Frigo (1974), Send no more Roses (1976), The Care of Time (1982), Here Lies: An Autobiography (1985).

[7] Si bien Falcó (octubre 2016) y Eva (octubre 2017) parecen seguir la tónica de las últimas obras aquí comentadas del escritor cartagenero, la protagonista no parece llegar al grado de complejidad de Mecha. Y los diferentes personajes de Los perros duros no bailan (abril 2018) distan mucho en este sentido.

[8] Si el lector desea profundizar en las temáticas de las novelas recientes de Pérez-Reverte, más próximas al género detectivesco, véase Ramón García (2017a) y Ramón García (2017b).

ARTURO PÉREZ-REVERTE. Presentación de "El tango de la Guardia Vieja" en Madrid. 2012

Publicado el 2 ene. 2016

por Emilio Ramón García

emilio.ramon@ucv.es

Universidad Católica de Valencia

 

Publicado, originalmente, en Revista de Literatura, 2018, vol. LXXX, n.° 160, 541-565

Consejo Superior de Investigaciones Científicas, CSIC: Servicio de Publicaciones

Link del texto: https://doi.org/10.3989/revliteratura.2018.02.021

 

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