El poeta y la esquizofrenia

La conciencia vergonzosa

por Benjamin Fondane

I

Vale más dar fe a las fábulas sobre los dioses que esclavizarse con la fatalidad de los físicos.

Epicuro

En el año 1935 salía a luz un pequeño folleto intitulado: Procés lntellectuel de l´art, cuyo autor, un escritor muy joven, Roger Caillois, instituía con audacia, ante el asombro de muchos, las “bases para una condenación del arte puro". Hacía ahí un proceso sostenido y agresivo contra el arte, y particularmente contra la poesía, seguido de un llamamiento a la pena capital sin la menor circunstancia atenuante. Por más que negara a la poesía una “energía específica'', una esencia propia, y la redujera a sus “elementos constitutivos”, únicos accesibles a la observación científica, no imaginaba él que la poesía fuera capaz de corregir sus defectos, a saber: la complacencia del artista con su conciencia, el “halago de sí mismo por medio de un subterfugio inmediato”, la inútil “exaltación de una condición estructural de la existencia". Se desprendía de su análisis — y aún a pesar de su análisis — que algo quedaba sin embargo en el arte de “específico”, de irreductible, y era su aptitud “para adormecer, en provecho de alguna rumia de impresiones y de recuerdos, el imperativo de conocimiento del espíritu”, su extraña negación a todo “rigor”, su virtud de producir un efecto “fisiológico” y no puramente intelectual. En resumen, la única especificidad, la única irreductibilidad que Caillois consentía al arte era su facultad de excitarnos. Desgraciadamente, a Caillois no le ha parecido bien enterarnos de esta conclusión en términos claros; más que señalada por el autor se desprende de su análisis.

Caillois partía de la afirmación ética del mundo (que él supone plenamente de acuerdo con los datos inmediatos de lo real) y se preguntaba: “allá en el fondo en donde está la cuestión: siempre hay que estrechar la realidad rugosa. Pero, al salir del esplendor de las poesías, ¿se resignará uno a la ardiente mediocridad necesaria? Se sabe de antemano que el resultado será escaso. Por lo menos se habrá satisfecho el simple “rigor”. El “rigor” consiste en esto: no tomar, a ejemplo del poeta, la expresión de sus deseos por la de la realidad profunda. Parecería que estas palabras no encerraran más que la consideración de lo eficaz, llave maestra de la ciencia política; Caillois se encarga de desengañarnos. Hace suyo, además, este pensamiento de un viejo esquizofrénico que pone como epígrafe a uno de sus capítulos: “Ved esas rosas, mi mujer las habría encontrado bellas; para mí, son un montón de hojas, de pétalos, de espinas y de tallos”.

Caillois concluye: “La crisis de la literatura entra en su fase crítica. Es de desear que esta crisis sea irreparable". Sé que Caillois, que en sus “horas de debilidad" ama la metafísica tanto como la poesía, está persuadido de que no ha llegado a desear su muerte sino forzado en cierto modo por los “nuevos modos de pensamiento exigidos por el desarrollo de las ciencias físicas”; en lo cual se equivoca; pero está igualmente persuadido de que le tiene inquina a la poesía sólo porque ésta se opone al “imperativo de conocimiento del espíritu”; en lo cual, por el contrario. tiene completa razón. No quiero buscarle querella en el hecho de que él proponga como último criterio estrechar la realidad rugosa, siendo que según su propia confesión, el resultado obtenido por las ciencias físicas será tan “escaso" como aquel a que nos conduce “el esplendor de las poesías”. No quiero subrayar que, como él mismo lo confiesa, es esa una solución desesperada. Y en tal caso, preferir el “rigor” al esplendor de las poesías ¿no sería también tomar la expresión de sus deseos por la de la realidad profunda?

Los argumentos de Caillois son audaces, hábiles, enérgicos, pero tienen sobre todo esto de excelente: que no son nuevos. Han sido sostenidos con brío en una época en que la física contemporánea no existía aún, en que la Física sin más estaba en sus balbuceos; sus argumentos no son, pues, el resultado de los nuevos modos de pensamiento exigidos por el desarrollo de las ciencias físicas. Nos llegan de una época en que el imperativo del conocimiento acababa de ser establecido sólida y absolutamente por primera vez; de una época que, a semejanza de la nuestra, atravesaba una crisis de democracia; de una época que, a semejanza de la nuestra, quería curar sus males con la razón. Los argumentos y la violencia de Caillois, han salido, pues, de la razón pura.

En efecto, fué Platón, en su República, el primero en abrir el “proceso intelectual del arte” y particularmente el de la poesía. Fue el primero en rehusar a los poetas el derecho a las dignidades del intelecto. Ciertamente, Platón considera al poeta un ser peligroso, subversivo e inmoral, mientras que para Caillois no es más que un ser inútil y suficiente. Pero exactamente como Caillois lo hace actualmente, Platón reprocha al poeta — ¡y en los mismos términos!— “la complacencia que tiene para con la parte insensata de nuestra alma”, el gusto de las pasiones “que los poetas halagan y estudian para satisfacerlas”, su habilidad en “no componer sino obrando sin valor si se las compara con la verdad” y también — no teniendo otra finalidad que el placer — el quedarse “muy alejados de la sabiduría” y de no inspirar “nada de verdadero ni de sólido”. En una palabra, según Platón, el poeta — y él lo demuestra — está tres grados distante de lo real.

Sin duda, a esta “demostración” que debe haber influido en tiempos de Platón, hoy el primer llegado podría hacerle una crítica despiadada. Dejémosla agrietarse. No sucede lo mismo con sus objeciones “éticas”; hemos visto que Caillois no ha encontrado nada mejor que los términos platónicos: halago, complacencia. Pero que el arte fuera una “imitación” de lo real he ahí una fórmula que tuvo éxito. Ciertamente Caillois está lejos de eso. Hemos tratado como se merece la idea de que el arte no era sino imitación[1]. Pero hemos hecho justicia también a la idea que Platón se hacía de lo real. Nuestra realidad ya no se compone de objetos, sino de evidencias y de estructuras. Ya no es más un: yo pienso, ni siquiera un: pienso que pienso, sino un: pienso que pienso que pienso. Luego, es evidente que — a pesar de su generalidad — el arte se nos presenta como un fenómeno de imaginación afectiva, difícilmente reductible a un pensamiento claro; hasta es casi imposible aislar las estructuras de esta imaginación, reducirlas a unidades simples y aun a una actividad singular determinada; pues, como lo señala Caillois, el arte no es “una fuerza simple sobre un punto de aplicación única”, sino una mezcla de “empresas heterogéneas y contradictorias”. Es bastante decir que “esta heterogeneidad de componentes debilita mucho su capacidad de utilización como documento”. Como vemos. Caillois está a no sé cuántos grados de distancia de la verdad. El no se ha molestado en contarlos.

Así como Platón no se ha preguntado si la imaginación afectiva, el placer, las pasiones y esta “parte insensata de nuestra alma no podrían formar parte de lo real con el mismo derecho que las evidencias, las leyes y las categorías, Caillois tampoco se ha preguntado si es la realidad misma la que nos ordena despreciar las pasiones y los placeres y nos impone satisfacer el rigor intelectual. No se ha molestado en verificar si la preferencia dada a las “fuerzas simples sobre un punto de aplicación única” que es, ciertamente, del gusto de pensamiento especulativo, es también del gusto de la “realidad profunda". Caillois toma lo real por el conocimiento persuadido — sin pruebas — de que todo lo que se aleja del conocimiento se aleja ipso facto de lo real: lo intelectual encuentra ahí un lugar que se le rehúsa a “esa parte insensata del alma” denominada lo “fisiológico”[2]. Es esa la pura posición platónica. El ataque de Caillois no es sino un episodio actual del violento cuerpo a cuerpo que pone en frente, desde hace mucho tiempo, al pensamiento especulativo contra todas las otras formas del pensamiento; el idealismo hegeliano, el racionalismo a ultranza de nuestro tiempo, no han inventado nada. Si la poesía se encuentra ofendida, la aplacaremos con las mismas palabras del divino Platón: “es bueno decirle que no es de hoy el hecho de que la poesía está reñida con la filosofía”. Si hemos de creerle sería la poesía misma quien habría abierto el fuego. ¿No se ha mofado esa poesía en versos célebres de la “turba de sabios que quiere elevarse por encima de Júpiter”, y no menospreciado a “esos contemplativos sutiles a quienes la pobreza aguza el espíritu”?

Episodio eterno de una lucha inmemorial, ¿a qué detenerse en él? Los poetas lian sobrevivido a Platón; ellos sobrevivirán a todos los ataques de los filósofos que ven en la poesía un peligro, o solamente, a la manera de Renán, un “infantilismo”. Saben que cada vez que se edifica una república especulativa bien sea aristocrática, jerárquica y guerrera como la de Platón y del III Reich o socialista y obrera como la de Marx, el poeta verá que se le niega el pasaporte de ciudadano. Sabe que en una república nacida de un sistema filosófico "riguroso”, sólo se aceptará de la poesía, como lo dice Platón en términos propios, “los himnos en honor de los dioses y los elogios de los grandes hombres”. (a los himnos en honor de los dioses habían, y desde ese tiempo, llegado a ser superfluos!). Sabe que esa es la opinión unánime: si se recibiera en esas repúblicas ideales a “la musa voluptuosa, ya sea épica o lírica, el placer y el dolor reinarían en el lugar de las leyes y de esta razón cuya excelencia han reconocido todos los hombres en todos los tiempos”. Pero él sabe también que las construcciones especulativas son de corta duración; que la vida “insensata” pronto toma ventaja; y que el poeta ha existido siempre, exactamente como los placeres, las pasiones y la imaginación afectiva, heterogénea y contradictoria de los hombres.

Si yo, por tanto, me manifiesto contra la actitud de Caillois y le atribuyo importancia, la razón debe ser buscada en otra parte. Reside en esto: que a diferencia de Platón, que atacaba un arte y una poesía robustos, que hasta se permitían burlarse de los filósofos, Caillois ataca un arte puro, una poesía pura, es decir, un arte, una poesía que atraviesan un estado de crisis, de enfermedad, y que, por lo tanto, son incapaces de defenderse en esta posición y mientras se encuentren en ella. Caillois ataca a la poesía en un punto débil, que no tenía en tiempos de Platón, que no tiene sino hoy y que la entrega, vulnerable, impotente, atada de pies y manos, a su enemigo hereditario. Ese punto débil lo llamaré: la conciencia vergonzosa del poeta. Consiste principalmente en esto: que ante el empuje y la presión del acontecimiento especulativo el poeta ha abandonado su huella tradicional, ha perdido la confianza en la virtud que lo hace poeta, ha arrojado por la borda a medida que se sucedían los descubrimientos críticos, lo trascendente, lo religioso, el misterio: sus soportes metafísicos, y se ha reconocido culpable de charlatanismo y de brujería, para escapar al oprobio universal, arrojándose en brazos del mecanicismo, del ciencismo, del eticismo, del pensamiento especulativo.

Aunque acorralado a la fuerza por la misma estructura de su acto, en un dominio del cual lo menos que se puede decir es que es irracional e indeterminado, el poeta se ha hecho fuerte con el fin de ganar un punto de apoyo reconocido indiscutible, de explotar ese irracional y ese indeterminado que le han tocado en el reparto, por medio de técnicas adecuadas a justificarlo y a justificar la explotación racional de lo irracional. No pertenece sólo .a Roger Caillois el pensamiento de que la poesía se reduce a sus ‘'elementos constitutivos ’: esta idea se encuentra ampliamente desarrollada en Les Vases Communicants de André Bretón. Ahí también encontraremos expuesta esta verdad de que una rosa no es bella; que una vez hecho el descuento de las hojas, de los pétalos, de las espinas y los tallos, no encontraremos nada más. Cediendo al Espíritu del Tiempo, a la dialéctica histórica, a la ética que nos llega de vuelta más virulenta que nunca por el rodeo del pensamiento revolucionario, la poesía de nuestros días rompió con su pasado, ambicionó el título de conocimiento, pretendió ser documento mental, se dió aires científicos y puso el huevo más extravagante que imaginarse pueda: el milagro natural, el misterio mecánico, la poesía científica. El poeta se puso bajo la protección de su viejo enemigo: el pensamiento ético. Hemos visto el uso que de ello hizo el pensamiento ético, aun encarnado en Caillois, quien, según su confesión, ha formado parte del grupo surrealista, y ha compartido la amistad de Bretón; el pensamiento ético ha turbado fácilmente la “ingenuidad” de la teoría; demostró lo “absurdo” del documento; llegó fácilmente al “conocimiento”. Y aquello que lo especulativo no había podido hacer jamás contra la antigua poesía no teniendo por donde agarrarla, lo hace ahora que ella se le ha entregado. Caillois desea que la crisis de la poesía sea “irreparable” después de haber expuesto las conclusiones siguientes, formales: “De manera que lo que hace la obra de arte no vale la pena de ser considerado. De todas las producidas por los jóvenes de post-guerra sólo hay muy pocas que 110 sean reducibles a la ingenuidad de sus autores y que no lleven las más manifiestas señales de la ausencia de necesidad”.

Era inútil oponer argumentos “sensatos” a los ataques de Platón, a todos los golpes más o menos bajos asestados por el pensamiento especulativo al vientre fecundo de la poesía: el poeta no podía menos de reírse. Reíd, amigos míos; dígase lo que se diga, la risa es también un “argumento”, una “demostración”, una 'prueba”, un silogismo robusto, vital y sano. Reír, es negar el todo, en bloc. ¡Ay!, ya no nos es posible reír de las objeciones de Caillois no porque sus objeciones sean irrefutables, pero, ya no podemos reírnos. Esa es la crisis de la poesía, su enfermedad; la conciencia vergonzosa está en nosotros. Siendo la poesía un conocimiento, no puede negarse a la regla del juego; debe justificar su necesidad. Círculo vicioso: no será demostrando la existencia de las hojas, de los pétalos, de las espinas, de los tallos como se demostrará la belleza de la rosa. Pues la belleza es cosa heterogénea y contradictoria, y no da ningún asidero a los aparatos de mesura de la investigación científica.

Caillois no es insensible a la poesía; pero confiesa que no le ha sido dado saludar a la belleza sino en sus horas de debilidad. Ese no es el caso del esquizofrénico. Pero ese es exactamente el caso de Platón: “no podemos, dice, disimular ante nosotros mismos la fuerza y la dulzura de sus encantos; pero no está permitido traicionar aquello que se mira como la verdad”. Platón amaba, por consiguiente, “la musa voluptuosa”; le encontraba fuerza y encanto. Pero, ¿puede uno, debe uno, entregarse a un “encanto” ni útil ni sólido y que no puede justificar su “necesidad”? Pues, si uno acepta el “encanto”, simplemente por ser encanto, todo se desploma; es el puro reino de lo arbitrario; es la peor inmoralidad; un mundo regido por la razón, no podría aceptar a ojos cerrados esos presentes griegos[3]. Aceptar el “encanto” es aceptar el milagro, lo absurdo; es “traicionar lo que se mira como la verdad”. Observad que este encanto es tanto más grande, más penetrante cuanto más violentamente rechaza nuestro criterio, se burla de nuestras evidencias y toma su ignorancia como un privilegio de los dioses. Cuanto más grande es el encanto más se apoya en el descubrimiento o la expresión de algún absurdo primitivo. Que ese encanto acepte dejar de ser una nada y consienta en llegar a ser algo: ¡enhorabuena! El tribunal de la razón examina atentamente sus documentos de identidad; pero ¡guay de él si no los posee!

La misma franqueza de su pensamiento ha perjudicado grandemente la empresa intentada por Platón; mas no por eso dejamos de volver al pensamiento platónico, por rodeos imprevistos y, especialmente por el idealismo de Hegel. Bretón hubiera rehusado abiertamente, altivamente las duras conclusiones de Platón concernientes a la poesía; pero se deja seducir por un Hegel que dice exactamente las mismas cosas, eliminando de su definición de la poesía: imitación, realidad, accidental, pasional, errores de imaginación, etc., cosas todas que “irritaban” a Platón y de las cuales obtenía satisfacción. Necesitaríamos la ceguera incomprensible de Bretón para ver en esta afirmación hegeliana que él cita, que el arte romántico: “tiene como consecuencia la negación absoluta de todo lo que es finito y particular”, una tesis estética y no el cumplimiento de las más caras aspiraciones de la ética! Hegel continúa: “(el espíritu del arte romántico) es la unidad simple que concentrada en sí misma destruye toda relación exterior, se substrae al movimiento que arrastra a todos los seres de la naturaleza en sus fases sucesivas de nacimiento, desarrollo, decadencia y renovación; en una palabra, rechaza todo lo que impone límites al espíritu. Todas las divinidades particulares son absorbidas en esta unidad infinita. En ese Panteón todos los dioses están destronados. La llama de la subjetividad los ha devorado”. (Estética, citada por Bretón en Misére de la Poésie).

Esta hábil confusión de las finalidades de la filosofía con las de la poesía, esta sagaz manera de confundir los deseos de la ética con los del pensamiento libre, y este excelente hallazgo que consiste en hacer a la “subjetividad” el obsequio de una paciente destrucción que es obra de la razón, al amparo de una mal entendida terminología que utiliza con entero conocimiento el término aborrecido de “subjetividad” siendo que a Hegel le sirve aquí para designar el espíritu o la “razón concreta”; todo esto es de una diabólica destreza, que le faltó a Platón, y que tiene de común con el pómpilo languedociano de que habla Fabre lo siguiente: que paraliza sin matar la presa. Mientras Platón suprimía brutalmente fábulas, mitos y dioses, y, por consiguiente, el malentendido histórico, la coartada necesaria a la producción poética, Hegel los conserva, pero purificados, pasteurizados dialécticamente, transformados en una razón que es por sí sola y para sí: fábula, mito y dios. Esto se ve claro: Hegel no está dispuesto a abandonar una de las más extraordinarias y más justas intuiciones del pensamiento especulativo, la intuición profunda de que la poesía tiene causa común con fábulas, mitos y dioses o, si así lo queréis: con la ignorancia, lo arbitrario y lo mágico; o en otros términos: con lo real, la vida, la sangre y el universo. El sabe que por cada fragmento arrancado a lo desconocido y expuesto a la luz, la poesía tiene que afligirse; y ¡cuánto más por cada conquista de la ética! Pero sabe también que hay que mantener la confusión, no permitir que se descubra la substitución de la conquista ética por la conquista del pensamiento libre y, generalmente, de la moral por la ética autónoma. Después de Hegel, Platón nos parece de una “ingenuidad” que asusta; su expediente está a la vista, sin disimulo; no se puede dudar de sus intenciones; véase el ejemplo que elige: tomemos un hombre, dice, al cual le ha sucedido alguna desgracia, como la pérdida de un ser amado. Sin testigos: “dejará sin duda escapar muchas quejas que tendría vergüenza de que se le oyeran. Hará mil cosas en las cuales no querría ser sorprendido”. Pero no será lo mismo en cuanto nuestro infortunado se encuentre delante de gente. Luego, dice Platón, “lo que le ordena resistirse al dolor es la ley y la razón; por el contrario lo que lleva a abandonarse es la razón”. Pues bien, “esa parte que nos trae sin cesar el recuerdo de nuestros infortunios, que nos lleva a las lamentaciones y que no se sacia de ellas, ¿temeremos decir que es algo desatinado, cobarde y tímido? Pero ¿cómo negar además que es esa la parte propia del poeta y que él introduce el desorden en el gobierno de nosotros mismos por “la excesiva complacencia que tiene con esta parte insensata de nuestra alma que 110 sabe distinguir lo que es más grande de lo que es más pequeño, que del mismo objeto se forma ideas tan pronto demasiado grandes como tan pronto demasiado pequeñas, producto de fantasmas, y está siempre a una distancia infinita de la verdad?

Ved, elucidado con el ejemplo, lo que Hegel entendía por “la absoluta negación de todo lo que es finito y particular”, polla acción de rechazar “toda lo que impone límites al espíritu”. Sabemos ahora a qué llama la ética “insensato”: persuadirnos de que el sufrimiento, la desesperación, la imaginación son cosas “insensatas”, he ahí lo que ella llama “la unidad simple”. Ya no es el sufrimiento lo que está mal, ni aun gritar nuestro sufrimiento sin testigos, y chocar la cabeza contra la pared, es manifestarlo en público, hacerlo un estado, como si fuera algo que mereciera una mirada siquiera del pensamiento especulativo, absorbido por pensamientos más dignos. ¿Y acaso querría hacernos creer que ella posee también su verdad, esta alma insensata completamente ocupada de sí misma?; ¿se imaginará acaso que se inclinará la “subjetividad ’ en favor suyo, hasta el punto de llamar “bien” lo que le da placer y “mal” lo que la hace sufrir, aun cuando ese sufrimiento fuera la pérdida de un ser amado?

Confesemos que esas ideas de Platón nos producen malestar, mientras que las mismas ideas presentadas de otra manera, (¡evitemos sobre todo poner ejemplos!) hace nuestras delicias en Hegel. El pensamiento especulativo no ha hecho grandes progresos después de Platón; pero su táctica ha ganado inmensamente. La copa de cicuta que el poeta rechazaba a Platón la recibe ahora con orgullo de manos de Hegel. ¡Lo que rehusaba la ética se apresura ahora a regalarlo a la razón concreta! Novalis, lo hemos visto, encuentra la sangre y la carne viles, la imaginación bestial e inmoral. El hegeliano Mallarmé huye y se aferra

...a todas las encrucijadas

desde donde se vuelve la espalda a la vida. . .

Paul Valéry quita a la poesía lo sensible, la historia; nos prohíbe el terreno del sufrimiento, de la muerte, asigna a la poesía su verdadero papel: el de cantar el drama del intelecto. En cuanto a Bretón declara que “la subjetividad sigue siendo el punto negro”. Dice que. . . pero, prefiero que le escuchéis vosotros mismos: “He aquí, pues, de nuevo que son las pasiones y la ausencia de pasiones quienes gobiernan. Todo error en la interpretación del hombre trae consigo un error en la interpretación del universo; y es en lo sucesivo un obstáculo para su transformación. Ahora bien, es necesario decirlo, es todo un mundo de prejuicios inconfesables el que gravita en torno del otro, de aquel que sólo ha de ser condenado al hierro candente desde que uno observa con lente de aumento un minuto de sufrimiento”.

Como veis, del mismo modo que Caillois, se ha equivocado Bretón. El uno se creía propalador de los nuevos modos de pensamiento lanzados al mundo por la Física moderna; el otro creía partir de la dialéctica histórica y tiene por sabido que es la primera vez que, preocupado al fin de la “transformación del mundo”, el pensamiento ético hace valer las exigencias totalitarias. Ahora bien, creo haberlo demostrado, ese desprecio del sufrimiento de los prejuicios inconfesables, de la parte insensata de nuestra alma, de la imaginación (“error de interpretación”) nos viene en línea directa de Platón. No son esas ni verdades físicas, ni verdades materialistas, son verdades' del super-yo ético, cruelmente armado para la destrucción del yo insensato, afectivo, imaginativo, real, que cree que la imaginación le es un principio más vital, más verdadero que la rectitud de interpretación. Bajo el físico, bajo el hombre socialista, es el panegirista del aristócrata, del guerrero, del explotador de esclavos, es el hombre teórico el que habla, el “decadente” de Nietzsche. Confesad que el encuentro de Platón y de Marx es más sorprendente que el de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones. ¿Quién hubiera creído que lo que había sido la negación total de la poesía nos sería presentado un día como afirmación de la poesía, como el supremo medio de alcanzar las más altas cumbres de la poesía?

La lucha de lo especulativo, de lo teórico, de la ética contra la poesía, acaba a menudo por poner a la poesía en mala postura y por arrancarle un concordato lamentable, en el que muchos de sus derechos estaban sacrificados. Las “artes poéticas”, desde la de Horacio hasta la de Boileau, muestran claramente las pérdidas de lo esencial poético, de las retiradas y los retrocesos de la poesía primera, mágica. Poesía humillada, agotada, herida por agentes exteriores y obedeciendo sólo a la violencia. Herida de afuera y no de adentro. Pero estas restricciones impuestas no contaron ni poco ni mucho con el asentimiento interno de la poesía. La poesía resistió más allá de sus fuerzas. También se indemnizó por caminos indirectos: neurosis, ceremonias simbólicas, sonambulismo, locura (el fenómeno tan frecuente de locura suicidio de los siglos XIX y XX, desde Gérard de Nerval hasta Mayakovski, encuentra tal vez ahí su explicación verdadera). Pero por primera vez nos encontramos, en los surrealistas, con una “teoría de la poesía” como “conocimiento”, por primera vez asistimos a una violación del derecho poético por los poetas mismos. El arte por el arte, tan hermosamente definido por Nietzsche: ¡una serpiente que se muerde la cola! — el arte por el arte donde ya nos había acorralado la ética, no es más que una bagatela al lado de este “arte por el conocimiento” al cual nos llevan los surrealistas, actividad pura, formal, algo así como el cogito por cuyas mallas la poesía ya no pasa más. Hasta en el sonámbulo los surrealistas no quisieron sino aislar las “estructuras” del sonambulismo. Pero es en vano acoplar las palabras más dispares, no salta ninguna chispa; es en vano requerir lo subconciente, éste se desvanece; es en vano pronunciar el nombre del sonámbulo: el sonámbulo llamado se desploma llevándose consigo las estructuras huecas de su actividad formal. Un poco más de “análisis del ensueño”, y no habrá más ensueño. Los cargos que hago al surrealismo, encausado como exigencia de arte puro, de poesía pura por el criterio de Caillois, 110 llevan la intención de un ataque ad hominem. No creo negar, subestimar la calidad de su búsqueda, la pureza de sus intenciones, su espíritu de invención y de combatividad; pero a pesar de su buena fe, el mal que le ha hecho a la poesía debe tenerse en cuenta. Ciertamente, el surrealismo arrancado al plano de la actualidad, emergido de la historia, beneficiará otras consideraciones y no las nuestras; el drama del surrealismo pasará antes que su teoría; se le agradecerá haber experimentado a costa suya la imposibilidad de un acuerdo entre la exigencia poética y la exigencia ética, la imposibilidad de una conciliación entre la fábula y la razón, así como el empeño desesperado por insertar al poeta en lo social y por obligar a la acción a hermanarse con el ensueño. El fracaso del surrealismo promete una resonancia en cierto modo más fecunda de lo que su éxito le asegura hoy. Pero nosotros estamos obligados a atenernos al hoy y a correr presurosos; estamos obligados a velen él al creador de lo que llamamos: la conciencia vergonzosa del poeta.

A partir de los surrealistas la poesía se esfuerza en ser un conocimiento, liará sacrificios a la moral, a la política, en una palabra querrá ser algo. Con ellos buscará la poesía por primera vez su definición, presentará sus estructuras, hará callar a lo transcendente, embargará el ensueño, fijará sus relaciones exactas con lo social, lo moral y lo político, determinará lo que le es virtud, lo que le es pecado, promulgará un sistema penal de sanciones inmediatas contra las “manchas de sangre intelectuales”. ¡La poesía ha llegado a ser algo al fin! Sus ambiciones son enormes; imaginad, la poesía será hecha por todos, no por uno; ¡los hombres serán llevados a hacer actos surrealistas en su vida pública!; la poesía se pondrá al servicio de la revolución, etc. Pero habiendo llegado a ser algo, la poesía no puede ya sustraerse a la competencia del tribunal especulativo. Y he aquí que la revolución no la quiere; no quiere sino una poesía que cante “el elogio de los grandes hombres”; el conocimiento no, la quiere mucho más. Freud declara que los poetas son “en el conocimiento del alma maestros de todos nosotros”, pero también declara que él no comprende nada del surrealismo; en cuanto a la Física moderna y sus nuevos métodos de pensamiento nos hace saber por el intérprete Caillois que ella no ve en la poesía sino ausencia de necesidad. Y cuando Caillois en su carta de ruptura a Bretón, le dice, irritado de verle conservar aun algunas pequeñas supersticiones, algunas manías poéticas: “¡Estáis decididamente en el partido de la intuición, de la poesía, del arte y sus privilegios!” ¿Cómo reaccionará Bretón ante esta actitud de desprecio? ¡Ah!, ¡qué bueno sería reír! ¡Qué bueno sería burlarse “de la turba de sabios que quieren elevarse por encima de Júpiter!” Qué bueno sería reír y pasar a otra cosa. Pero nosotros no podemos pasar a otra cosa. Pues ahora formamos parte de la turba de esos sabios. Hemos reconocido espontáneamente la competencia del tribunal que nos condena; que no puede menos de condenarnos!

Pero oigo decir: ¿no exagera usted? El surrealismo, que usted desmenuza, quiere justamente una vuelta al acto creador primitivo; exige la irresponsabilidad del poeta, pretende provocar el surgimiento de lo oculto; en una palabra, nadie ha apelado más que él a la libertad, a la magia. Sin duda, sin duda... y nadie ha hablado jamás mejor de la libertad que Aristóteles en el mismo libro en que establecía los poderes de la necesidad, quiero decir en la Etica a Nicomaco. Nadie ha hablado jamás mejor que los teólogos de la gracia, en esas mismas ontologías donde la necesidad sólo cedía un poco para hacerles lugar a las obras. Epicuro mismo declara que prefiere las fábulas sobre los dioses antes que la necesidad de los físicos, en momentos en que elabora su propia Física. ¡Tal es la seducción de la libertad, de la magia, de la gracia, del arte! En sus momentos de debilidad Bretón, también él, ha dicho cosas admirables sobre la poesía; no las he olvidado; cantan en mi memoria. ¡Ay! en sus horas fuertes es cuando lo ha echado todo a perder. En esas horas no sabe qué hacer con una libertad, una inocencia, una irresponsabilidad en estado de naturaleza; él las quiere, pero las quiere vigiladas, las quiere dirigidas. El poeta ya no es más un sonámbulo, sino alguien que quiere ser un sonámbulo, es decir, alguien que hace ejercicios para imitar en frío los movimientos del sonámbulo: en su mesa de trabajo y no sobre el reborde de un techo, porque allí donde hay conciencia hay conocimiento del peligro, y, por consiguiente, peligro real. Por un Rimbaud que se mantiene naturalmente en el vacío, centenares de poetas crean el vacío artificial sobre sus papeles; se fabrica en serie la neurosis, la necrofilia, el sadismo, la videncia. Nosotros deseamos, por cierto, como Bretón y Eluard, el desastre lógico, pero ellos lo definen de esta manera: “un sálvese quien pueda, pero solemne, comprobatorio”. De pronto creo comprender demasiado bien. La razón decide la movilización de la sinrazón, intenta provocar conscientemente, lo subconciente; quiere obtener un oculto claro y diferenciado; y así como Marcelin Berthelot en el siglo XIX, pensaba que estaba próximo el tiempo de la realización del alimento sintético, creado por el laboratorio, el cual, según un notable informe de Petitjean, nos dispensaría de hacer funcionar los intestinos, los surrealistas nos proponen el poema sintético, por odio a lo real complejo, vulgar, pero vivo. Tal vez un día se rindan ante la evidencia de que esos procedimientos de investigación han conducido exactamente a lo contrario del resultado perseguido; lo oculto provocado se ha deshilachado, la inspiración dirigida se ha desfondado, la irresponsabilidad buscada se ha responsabilizado. Lo oculto, la irresponsabilidad, lo irracional y la poesía se encontraban mucho más en los poetas que la tomaban simplemente por una fuerza de la naturaleza que en aquellos que ven en la poesía una dignidad del intelecto.

¡Que no se nos hable más de “relación mágica”, de “mediación trascendente” a propósito de la poesía! Y no solamente porque el pensamiento especulativo no lo quiere; lie aquí que el poeta no lo desea mucho más. “El poeta se rebelará contra esta interpretación simplista del fenómeno en discusión; en el proceso entablado desde tiempo inmemorial al conocimiento instintivo por el conocimiento racional, a él le incumbirá producir la pieza capital que pondrá fin al debate”. Tal es el sombrío fin del “proceso intelectual del arte"; ante la impotencia del pensamiento especulativo de probar la vanidad y la inutilidad del “encanto”; es el poeta mismo quien producirá la pieza capital; hará confesiones espontáneas: sí, la poesía no es un “encanto”, una relación mágica, no es sino una mezcla “más o menos involuntariamente dosificada”, un “precipitado de un hermoso color durable”. Y el tribunal, después de estas confesiones dará cuenta de su veredicto: levanta actas de la “crisis de la poesía y desea que esta crisis sea irreparable[4].

En efecto, en su opinión, la poesía lleva en sí “innegablemente” las más manifiestas señales de su “ausencia de necesidad”.

París, 1937

BENJAMIN FON DAÑE

 

Notas:

[1] Justicia sumaria, por razones absurdas. Se ha querido hacernos creer, en efecto, que se ha roto con la tradición la cual quería que el arte fuera imitación y que se ha restablecido el verdadero sentido del arte que es creación. En realidad, las cosas han pasado de otro modo; hemos confirmado la idea de Platón, continuada por el Laoconte de que los poetas imitaban las pasiones y los objetos; y para desechar la imitación hemos expulsado las pasiones y los objetos; para impedir que el artista se alejara tres grados de la realidad, hemos suprimido la realidad: Platón obtenía así plena satisfacción y ayudaba al arte a destruirse. Nadie ha comprendido que para salvar el arte era necesario probar la falsedad de las alegaciones de Platón. El poeta dramático no imitaba a Edipo, Antígona o Filoctetes; se disfrazaba con estos personajes para expresar su propia verdad. Bergson, en Le Rire, está de acuerdo en este punto. Véase también en nuestro Rimbaud le Voyou, el capítulo sobre la tragedia; la imitación no le servía al poeta sino para disimular su propio grito, su propia queja a fin de evitar las crueles sanciones de la ética, que exigía que lo singular se expresara en el plano de lo general y aspirara a las verdades de lo universal. La imitación no era, pues, para el artista sino una máscara, del mismo orden que esos prefacios de los novelistas naturalistas del siglo XIX que se esfuerzan en probar que si describen las pasiones, los vicios y los horrores de la existencia lo hacen con una finalidad de perfeccionamiento moral del lector. Lo notable es que el artista ha caído a menudo en sus propios lazos, se ha cogido en sus redes, se ha creído moralista, mientras que el pensamiento ético jamás se ha dejado engañar, con una intuición que le hace honor: desde Platón hasta los solitarios de Port Royal que atacaban a Fedra, no ha cesado de combatir la tragedia, de denunciar la duplicidad del artista.

[2] La ética, a quien tanto le cuesta hacerse obedecer, no podría perdonar al arte sus fulminantes efectos sobre nuestra psiquis, su virtud de penetración; de ahí esas bajas calumnias que tienden a hacer pasar al arte como un excitante fisiológico. como un despertador de la “bestialidad” (tal es el juicio expresado por Tolstoi sobre Shakespeare, por Gorki sobre Dostoiewski). Para escapar a la vindicta de la ética y para salvar no obstante su propio bien, el artista se ve obligado a recurrir a la mentira ética, a disfrazar sus materiales. Véase Novalis: “la carne y la sangre ¿son acaso tan repelentes y viles?”. Precisamente lo que es repugnante en los cuerpos orgánicos permite sospechar '‘algo muy noble” (citado por A. Béguin en su notable trabajo: L’ám¿ romantique et le reve, tomo II. ed. Cahiers du Sud).

[3] Véase Novalis, el poeta del ensueño, que tan penetrado está de los imperativos de la ética, que tan bien confunde “las ambiciones de la poesía con las de la filosofía”, que escribirá a propósito de la Lucinde de Schlegel: “Yo se que la imaginación es lo más inmoral que hay, que prefiere ante todo la bestialidad del espirito”. (Béguin. p. 117, 11).

[4] Véase el texto integral de A. Bretón, Les Vases Conrnunicants, p. 172: “Ellos mismos (los poetas) ya no proclamarán un milagro cada vez que, por una mezcla más o menos involuntariamente dosificada de esas dos substancias incoloras que son la existencia sumisa a la conexión objetiva de los seres, y la existencia que escapa concretamente a esta conexión, hayan conseguido obtener un precipitado de un hermoso color durable”.

Véase también la nota de la página 129, op. citada: “Comparar dos objetos alejados lo más posible lino de otro o, por un método opuesto, ponerlos frente a frente de una manera brusca y sorprendente sigue siendo la más alta misión a que puede aspirar la poesía”.

Compárese con esta proposición de Reverdy publicada en 1918, en Nord-Sud: ‘‘Cuanto más lejanas y justas sean las relaciones de las dos realidades aproximadas, más fuerte será la imagen, más poder emotivo y realidad poética tendrá".

Se palpa aquí, sobre lo vivo, la distancia esencial que separa la intuición del procedimiento. Para Reverdy las relaciones que ponen en presencia dos realidades deben ser “lejanas pero justas”, mientras que para Bretón deben ser “bruscas y sorprendentes”; Reverdy no ve en eso sino un estado de la realidad poética; Bretón la declara “su más alta misión”. Y para no permitirnos interpretar a nuestro gusto, lo que entiende él por “esta alta misión”, completa el pensamiento que ha tomado de Reverdy: “es toda la dignificación del objeto que está en juego”, dice.

Nos damos cuenta por eso de que aún le queda al poeta una verdadera misión que cumplir en la tierra, debe proveer a la dignificación del objeto, dando a luz un precipitado de un hermoso color durable. Observad que esta dignificación no tendrá lugar sino en el papel; el objeto no quedará, según opinión de Bretón, menos incoloro ...

 

por Benjamin Fondane París, 1937

 

Publicado, originalmente, en: Revista "Sur" julio de 1937 Año VII Buenos Aires, República Argentina

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

Link del texto: https://catalogo.bn.gov.ar/exlibris1/apache_media/D7IV9PBV5BEN2N28JQK8S4LTBYIU5I.pdf

 

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