Miguel de Unamuno, bosquejo de una filosofía

por José Ferrater Mora

Exponer una filosofía, lo que se llama propiamente exponer una filosofía, que suele ser casi siempre lo contrario de vivirla, no es nunca algo fácil o difícil; es puramente, sencillamente imposible. Así, todo ensayo de exposición está constantemente rodeado y acechado por su inevitable fracaso. Pero, a su vez, el fracaso es cualquier cosa menos una razón suficiente para desistir de intentarlo, porque el fracaso tiene cuando menos tanto sentido como el propio éxito. Al hacernos comprender la imposibilidad de conseguir lo pretendido, el fracaso nos alecciona acerca de lo único que es verdaderamente posible. Pues sólo porque el hecho de exponer una filosofía es, en el fondo, imposible, puede alcanzar el hecho de vivirla su más auténtica y profunda posibilidad.

Aproximadamente un año antes de su muerte, Miguel de Unamuno me había escrito acerca de un resumen que yo había compuesto sobre su pensamiento filosófico, que “nada tenía que añadir a él”, “pues este resumen representa certeramente mi pensamiento, y no es fácil, porque yo no trato con conceptos helados, sino que prefiero la filosofía fluida”. No cito las precedentes palabras para alardear de genialidad sintética, sino para indicar al lector que la exposición siguiente se basa en parte en una nota bien acogida por el propio Unamuno y que, según él mismo manifestaba, con evidente exageración, en otro párrafo de su misiva, “es la síntesis que yo mismo hubiera hecho si jamás se me hubiera ocurrido hacer síntesis”.

Unamuno y su generación

La pertenencia y relación de Miguel de Unamuno con la llamada “generación del 98” ha sido muy debatida en la joven literatura española y yo no tengo mucho que añadir aquí sobre tema tan agotado. Sin embargo, sería desconocer uno de los caracteres más peculiares del pensamiento filosófico y, a decir verdad, de cualquier otro pensamiento, negarse a tratar, aunque fuera brevemente, su filiación histórica. Que Miguel de Unamuno haya nacido en 1864 y que haya sido profesor desde 1891 de Lengua y Literatura griegas y de Historia de la Lengua castellana en la Universidad de Salamanca parecerá sin duda a algunos dato accidental en la vida de un filósofo. Para mí es de suma importancia. Ni en la vida de Miguel de Unamuno ni en la vida de ningún ser humano es inesencial su ámbito geográfico y mucho menos lo que podríamos llamar su trayectoria temporal.

Unamuno nace en una época en la que, como él mismo ha dicho más de una vez, y como ha novelado en Paz en la guerra, se olía todavía en España, y más particularmente en Bilbao, el fuerte olor de la pólvora. Pólvora de guerra civil, que cubrió la niñez de nuestro pensador y que influyó de modo decisivo sobre su idea de España. En este ambiente, desgarrado por la lucha interna y a la vez por la creciente oposición que se iba perfilando entre los que pretendían europeizar a España y los que propugnaban o poco menos el cierre de las fronteras, se formó el carácter de Unamuno y su honda participación en el debate. Como es bien sabido, después de haber hecho coro a quienes pedían “fuera cerrado con siete llaves el sepulcro del Cid”, Unamuno se sumó al segundo grupo y, finalmente, embriagado de neoquijotismo, señaló a los españoles lo que, a su entender, constituía su misión verdadera: la hispanización de Europa.

En esta época española, llena, por una parte, de la angustia de la decadencia, y animada, de otra, por una profunda fe en el futuro, la generación dominante era representada por Joaquín Costa, quien se inclinaba decididamente, a pesar de su honda preocupación española, o precisamente a causa de ella, por la europeización. Hacían coro a Costa, desde distintas esferas, aun políticamente opuestas, los que, con la introducción del krausismo y el nacimiento de la Institución Libre de Enseñanza, ponían en práctica las ideas de renovación europeizante. Éstas habían venido por un rodeo un poco extraño, a través de los discípulos de Krause que Julián Sanz del Río había encontrado en Heidelberg. Este último pensador falleció en 1869, cinco años después del nacimiento de Unamuno. Pertenecía a una generación aún más antigua que la de Joaquín Costa y la de Francisco Giner de los Ríos, una generación que abarca dentro de sí el apogeo y la decadencia del romanticismo. Entre ella y Miguel de Unamuno se inserta, pues, otra generación en la que la oposición entre el europeísmo y el hispanismo o, mejor dicho, entre el afán de aires extranjeros y la reclusión en la propia vetustez, llegaba a su crisis. En esta sazón es cuando Miguel de Unamuno nace y su existencia, particularmente en lo que tiene de preocupación constante y tenaz por el problema de España, debe ser comprendida partiendo de aquí.

La generación del 98 representa, por lo tanto, el final de una crisis que estaba abierta desde mucho antes y no, como se suele entender generalmente, la irrupción brutal y súbita de la misma. Sólo porque las generaciones anteriores habían preparado y desarrollado los temas y preocupaciones que llegan a madurez en España a fines del siglo XIX, sólo porque desde Julián Sanz del Río hasta Miguel de Unamuno y más allá hay una línea continua y jamás interrumpida, puede ser entendido el 98 —una fecha ideal basada en un hecho tremendamente real— como generación.

Cuando Unamuno comienza a profesar en Salamanca y comienza, al propio tiempo, a publicar sus Ensayos, no se había despertado en él todavía la conciencia de su diferencia respecto a sus compañeros de generación. Predica un europeísmo moderado —sus Ensayos son moderados inclusive en el estilo—, una actitud de respeto hacia toda pretensión de verdad objetiva. Sólo en 1905, con la publicación de la Vida de Don Quijote y Sancho, se manifiesta Unamuno en la misma actitud que adoptará hasta su muerte, actitud de rebeldía y no sólo de rebeldía contra el contorno, sino también contra sí mismo, de acuerdo con su doctrina del carácter dual de la personalidad. La época de mayor fecundidad de Unamuno es la época que va de 1905 a 1914, en donde aparecen sucesivamente Mi religión y otros ensayos (1910), Soliloquios y conversaciones (1912), Contra esto y aquello (1912), y finalmente, Niebla y Del sentimiento trágico de la vida (1914). Esta época de plenitud intelectual de Miguel de Unamuno coincide con el período en que comienzan a manifestarse sucesivamente los otros dos espíritus a los que, junto con nuestro autor, más deben las jóvenes generaciones españolas hoy dispersas por el mundo: Eugenio d’Ors y José Ortega y Gasset. Ambos nacen en la penúltima década del siglo; son, por lo tanto, de una generación posterior a la de Unamuno, pero su trayectoria se entrecruza muchas veces y hasta cierto punto pueden ser considerados como pertenecientes a una sola generación. Eugenio d’Ors publica el Glosario en los primeros años del siglo; Ortega y Gasset da, a fines de la primera década, los ensayos luego recopilados en Personas, Obras, Cosas, y comienza en la segunda década la publicación de las Meditaciones del Quijote y de El Espectador. El modo de manifestarse los tres escritores es extraordinariamente parecido en su forma y coincide, por otro lado, con una tradición bien española que Mariano José de Larra había llevado a perfección en su Pobrecito hablador. Los Ensayos son el Pobrecito hablador de Unamuno; el Glosario y El Espectador son el Pobrecito hablador de Eugenio d’Ors y de José Ortega y Gasset. Forma de manifestarse estrictamente personal, pero no personalista; lo que en ellos se intenta es sobre todo proyectar a lo ajeno, iluminándolo y envolviéndolo, la propia individualidad. Forma, además, universalista. Eugenio d’Ors se propone dar a una parte de su obra —la que comprende el Glosario y el Nuevo Glosario— el título de orbis pictus: pintura del orbe. Los Ensayos y El Espectador son también una especie de orbis pictus: en ellos se encara el individuo con la multiformidad de lo externo; no hay en esto ningún espacialismo, cuya falta se ha reprochado estúpidamente por quienes no creen en la misión universal del espíritu, sino un interés diverso, multiforme, unido de raíz por la preocupación hacia los problemas concretos e históricos de la comunidad nacional, sin que importe para el caso que la solución sea la hispanización de Europa, la europeización de España o la participación de ésta como elemento funcional y pieza esencial de la gran comunidad europea. A esta distancia, los tres pensadores, pese a su diversa trayectoria, demasiadas veces alterada por motivos mezquinos, constituyen la tríade intelectual de la España contemporánea. Por eso he dicho, pasando por alto diferencias cronológicas que serían esenciales en un estudio más dilatado, que los tres forman una sola y única generación.

Miguel de Unamuno tiene en esta generación que da sus primeros y esplendentes frutos a comienzos de siglo la primacía de una madurez más temprana y de una personalidad más recia y, por así decirlo, más impetuosa. “Nosotros los vascos —le decía Unamuno a Ernst Robert Curtius—, nosotros los vascos, somos los alcaloides de España”. Acaso sea éste el papel más decisivo que puede desempeñar Unamuno en la formación de toda nueva generación intelectual.

El hombre de carne y hueso

Unamuno no cree en la filosofía, por lo menos tal como entienden este vocablo los profesionales, y por eso solamente en un sentido muy distinto del usual y, para mi entender, más verdadero, se puede decir de Unamuno que es un filósofo. Cosa que, por otro lado, le importa bien poco. Admirador de Kierkegaard, última pieza de una cadena que ha tenido como eslabones a San Pablo, Tertuliano y Pascal, rechaza en todo momento y con la mayor energía los imperativos de la lógica. Lo que hace del hombre un filósofo no es, según Unamuno, la sumisión a los principios lógicos, sino justamente la facultad de evadirse de ellos, de ser, para expresarlo en sus propias palabras, “un hombre de contradicciones”. Claro está que esta actitud de oposición a la lógica no deja de ser, por contraria a la lógica usual, una forma de pensar menos filosófica. Pero, con todo, sería injusto no subrayar este carácter de voluntad de evasión de toda forma. Más adelante veremos cómo Unamuno adscribe al lenguaje el rasgo formal que le es imposible eludir a toda construcción filosófica, por despegada que esté del formalismo. La confusión por Unamuno de lo racional con lo lógico se presta, sin duda, a muy diversos y difíciles debates, en los que ha participado buena parte del pensamiento filosófico contemporáneo. Pero mi intención no es someter ahora el pensamiento de Unamuno a una vasta disección formal, sino establecer con la mayor precisión posible los caracteres más salientes del mismo, y por ello nos veremos precisados a dejar de lado temas cuya sola mención nos permite evocar los problemas en los que se ha debatido siempre la filosofía.

El combate de Unamuno contra la lógica y contra toda filosofía calificada de abstracta no es más que una consecuencia de la intuición central que mueve toda su obra y toda su vida, intuición que puede expresarse con el nombre de “doctrina del hombre de carne y hueso”. Lo que en filosofía debe importarnos más, sostiene Unamuno, es el hombre, y en ello estarán de acuerdo con él la mayor parte de los filósofos. Pero cuando de la primacía del interés se pasa a lo que cada uno de ellos entiende por hombre, nos encontramos ya con los principios de la más radical divergencia. “Hombre” es para las distintas filosofías un término multívoco, que lo mismo alude al ser pensante que al ser afectivo. Unamuno adopta en este debate eterno una posición irreducible, no menos profunda porque sea más sencilla. A su entender, lo que la filosofía ha dicho siempre del hombre ha sido sin excepciones —desde el “animal político” de Aristóteles hasta la “cosa que piensa” de Descartes— el producto de una construcción conceptual. Ninguno de estos entes abstractos puede ser para Unamuno el sujeto y el objeto de la filosofía. Lo que constituye el problema central de toda filosofía es más bien el hombre como realidad existente, el hombre en su concreta realidad actual, esta cosa, si cosa puede llamarse, que es y existe de hecho, que constituye “un principio de unidad y un principio de continuidad”. A este hombre, igualmente alejado de una entidad abstracta y de una pretendida superrealidad eterna, es al que Unamuno llama, con expresión llana y honda, “el hombre de carne y hueso”. Expresión que debe entenderse cabalmente como el sentimiento de la propia existencia, manifestada en el dolor y en la desesperación, y que conduce a Unamuno desde esta posición primaria aparentemente materialista a la afirmación de la inmortalidad existencial.

Algunos de los que han procurado filiar la posición filosófica de Unamuno —cosa que él hubiera siempre rechazado— han intentado relacionar sus ideas y sentimientos sobre el hombre con las tesis de la moderna filosofía existencial. En realidad, la comparación es sugestiva y se presta al amplio comentario. Pero no sería improbable que, por así decirlo, el radical primitivismo de la idea del hombre en Unamuno, que rechaza inclusive toda formulación y se contenta con el sentimiento de su presencia y de su existencia, obligara a concebir la existencia, tal como la han entendido, por ejemplo, Heidegger y Jaspers, como nuevas formas abstractas más próximas a las entidades aristotélica o cartesiana que al hombre de carne y hueso. Pues Unamuno no sólo disuelve toda filosofía en el torbellino de la existencia concreta del hombre, sino que incluye en ésta su propio pensamiento, refiriéndolo a su existir. Lo que Unamuno busca en los ejemplares humanos de filosofía más o menos existencial no es justamente esta filosofía, sino a ellos mismos en cuanto hombres, a esos hombres que tienen, como Marco Aurelio o Rousseau, como Obermann o Pascal, como Leopardo o Kleist, el sentimiento trágico de la vida. Por eso todo coloquio con ellos debe asumir la forma de un coloquio existencial, esto es, no sólo la de una comunidad de sentimiento, sino también y muy especialmente la de una conversación en donde no falten la voz ni el rotundo ademán con que ésta va acompañada.

El carácter concreto de la filosofía de Unamuno, manifestado sobre todo en su doctrina del hombre de carne y hueso es, por consiguiente, de un extremismo mucho más acusado y, para mi entender, mucho más profundo que el que se expresa en cualquiera de las tendencias contemporáneas del pensamiento filosófico, sin excluir, naturalmente, el existencialismo. Adviertan, si no otra cosa, que en el pensamiento existencialista, tal como se ha desenvuelto, la preocupación por la existencia últimamente humana no es, en el fondo, más que la necesaria preparación para desenvolver el problema, más amplio, del ser. Unamuno no se propone fines ulteriores que no afecten al hombre mismo en su existencia concreta. La propia ciencia es impugnada por él cuando no tiene otra finalidad que la de proporcionar a la humanidad, que como concepto es una abstracción, el resultado de unos saberes obtenidos por el puro amor a la investigación científica. De ahí el desprecio que Unamuno siente hacia la ciencia o, mejor dicho, hacia el cientificismo. El cientificismo, como el racionalismo, no solamente son insuficientes para llenar la existencia humana, que sólo parcialmente es razón, sino que la anulan de raíz, al extirpar de ella lo que hace que el hombre pueda seguir siendo tal en el curso de su existencia concreta y limitada, en esta vida suya actual e intransferible: el hambre de supervivencia y el afán de inmortalidad. La ciencia —que Unamuno entiende sobre todo como positivismo— debe limitarse a realizar su función, que es la de servir al hombre, pero no la de suplantarlo por exigencias idealistas y mucho menos la de matar en él lo que, sin su presencia, impediría propiamente la existencia humana. El idealismo de Unamuno no es en este punto más que un resultado de las consecuencias a que ha llevado su doctrina del hombre de carne y hueso. Al desechar toda noción abstracta, al borrar del horizonte humano no solamente lo que no contribuye a realzar su existencia concreta, sino también lo que le lleva unilateralmente por el camino de la razón, Unamuno se ha visto obligado a combatir la ciencia, bien que ésta asuma en su sentir una significación demasiado angosta. Y es así que el pensador de Salamanca ha afilado sus armas para el combate contra todo afán racional, aunque sirva para apoyar lo absurdo. Sus tesis sobre la escolástica, a la cual acusa, más que de exceso de fe, de intelectualismo, tienen todas este carácter. Frente a los escolásticos, como frente a los políticos “progresistas”, como, en general, frente a quienes no comulguen con su sentimiento del existir concreto, que muchas veces se reduce a su propia existencia, la suya y no la ajena, Unamuno clama desesperanzado que sólo tienen razón.

El antirracionalismo de Unamuno se expresa, naturalmente, no sólo en este menosprecio de la razón, sino, cayendo en el lado opuesto, en el ensalzamiento de todo lo que sea absurdo, alógico e irracional. El descubrimiento certero de que en la existencia humana lo racional ocupa solamente una mínima parte, le hace volcar el peso de todos sus argumentos sobre la parte que no participa de la razón. No es sorprendente que, a tenor de ello, Unamuno defienda, por ejemplo, la paradoja frente al silogismo. Adviértase que no combate el silogismo por ser insuficiente para el descubrimiento de las verdades, como hicieron Descartes y, dentro de nuestros pensadores, Francisco Sánchez; su lucha contra el silogismo, lo mismo que contra cualquier otro medio de formulación lógica lo sustenta Unamuno en la afirmación de su unilateral exclusión de lo que no es lógico. De este modo, Unamuno entiende por escolástica toda filosofía que no apoye sus afirmaciones en la paradoja y en las contradicciones. Los resultados más estimados de la filosofía actual —por ejemplo, la fenomenología— han de parecerle a Unamuno, como la silogística, “una manera de cortar un pelo longitudinalmente en cuatro partes y hacer con ellas una trenza”. Frente a estos tipos de filósofos que, a pesar de todo, son, en el fondo, hombres, y como tales tienen que encontrar insuficientes sus propias concepciones, subraya Unamuno las figuras de San Pablo o de San Agustín, de Pascal o de Kierkegaard, que no son hombres de razones, sino hombres de contradicciones. La contradicción es el modo propio de expresión de la filosofía, porque las oposiciones son reales y verdaderas. Modo de pensar que encontró ya en Heráclito, en Nicolás de Cusa o en Hegel antecedentes ilustres, pero que Unamuno afinca por vez primera en la existencia del hombre y vivifica en afirmaciones que no exigen ni siquiera el imperativo de ser prolegómenos a cualquier construcción metafísica. Porque el hombre existe, es decir, porque el hombre quiere y siente, puede pensar y, por lo tanto, puede expresar su pensamiento libre de contradicciones. Pero su existencia es anterior y previa a todo pensamiento y todo pensar nace muerto si no es vivificado de antemano por la raíz humana y concreta de la contradicción.

Por este esencial motivo de la contradicción perpetua es difícil, si 110 imposible, pretender adscribir a Unamuno posiciones últimas e irreductibles en cualquiera de los problemas humanos y particularmente en cualquiera de los problemas políticos. Como la admisión del derecho natural puede conducir lo mismo a la tiranía que a la democracia igualitaria, la suposición de la existencia concreta de carne y hueso como fundamento y fin supremo de todo filosofar puede desembocar tanto en la caridad cristiana como en la más humana —demasiado humana— crueldad. Pues el hombre en cuanto ser concreto es justamente un vivero de contradicciones, de las cuales no es posible extraer nada “razonable” si no es con un sacrificio de la propia y desbordante vitalidad. Corregir este tema, sin sacrificar la profunda verdad esencial del pensamiento de Unamuno, es precisamente una de las tareas más urgentes del hombre actual.

Doctrina de la inmortalidad

El que deja que su vida sea regida por la razón, deja también, según Unamuno, que la sed de inmortalidad perezca en él. El hombre es, primordialmente, un ser de carne y hueso, pero un ser cuyo carácter concreto y limitado no le impide, sino que le exige la perduración de su propia existencia. Unamuno rechaza toda prueba conducente a demostrar lo absurdo de la idea de inmortalidad justamente porque, como antes he precisado, la razón es impotente para derribar el fundamento de esta creencia, un fundamento que radica en la esperanza. Sólo porque el hombre espera la perduración de su ser puede creer en ella, y sólo porque cree en ella puede pensarla. Por eso toda pretensión de demostrar la inmortalidad, lo mismo que de negarla, es inadmisible. La teología, que intelectualiza la creencia en la pervivencia personal, y el racionalismo antiteológico, que intenta destruirla, son dos manifestaciones de una misma actitud de decadencia, de esta actitud que, según Unamuno, adoptaban los estoicos y los epicúreos en el Areópago ante las palabras de San Pablo. En esta injustificada pretensión de demostrar el dogma radica el gran pecado del catolicismo y de toda metafísica espiritualista, de toda teología, esto es, de toda abogacía. La verdadera esencia del catolicismo consiste en la esperanza de la inmortalidad personal, esperanza que no logran desvanecer en nadie las más mezquinas consideraciones favorables o adversas. En la desvirtuación de este sentimiento está el error del catolicismo, como también del cristianismo, al cual opone Unamuno, como Kierkegaard, la cristiandad.

No obstante, sería erróneo suponer que semejante inmortalidad es concebida por Unamuno de modo sensiblemente diferente a la inmortalidad concreta, a la inmortalidad de este hombre realmente existente cuya afirmación sostiene su vida y su filosofía. Lo que acerca a Unamuno al catolicismo, prescindiendo de momento de lo mucho que le separa, es que en él, por motivos que sería demasiado largo dilucidar aquí, la inmortalidad no queda desvanecida en una pálida y desteñida supervivencia de las almas. El espiritualismo radical que caracteriza siempre la fase de decadencia de una religión positiva es extraño a una concepción o, mejor dicho, a un sentimiento en el cual la inmortalidad es “inmortalidad de cuerpo y alma” y precisamente del propio cuerpo, del que conocemos y sufrimos en nuestra vida cotidiana. No se trata de una justificación del paso del hombre sobre la tierra —justificación cuyo cariz ético rechaza Unamuno decididamente—, sino de la esperanza de que la muerte no sea la definitiva aniquilación del cuerpo y del alma de cada cual. Unamuno señala en la historia numerosos ejemplos de hambre de inmortalidad, oculta muchas veces tras una nebulosa mística o tras una sutil filosofía. Ejemplos de la sed de inmortalidad son, entre otros, los mitos y las teorías del eterno retorno, el afán de gloria y, en última instancia, la voz constante de una duda que se insinúa en el corazón del hombre cuando éste aparta como molesta la idea de una sobrevivencia. Pero aun en los casos en que esta preocupación de todos los momentos no es desvirtuada por escépticos racionalismos, la voz secreta susurra al oído la canción de la verdadera inmortalidad del espíritu y del cuerpo, la supervivencia de este hombre concreto, en carne, piel y huesos, como proclama el epitafio del cementerio de Bilbao. Porque el tema es siempre éste: la inmortalidad concreta, no la pálida supervivencia del espíritu, esta entidad tan abstracta como un concepto. “Queremos bulto —dice Unamuno—, queremos bulto y no sombra de inmortalidad”.

Unamuno y España

La significación de la lucha de Unamuno contra todo escepticismo y toda limitación a las tareas de lo que llama, con palabra un poco bárbara, la “aquendidad” tiene su raíz, desde luego, en la doctrina del hombre de carne y hueso, pero viene apoyada considerablemente por su actitud respecto a los demás problemas que constituyen desde hace tres siglos la piedra de toque de la intelectualidad española. Por ser España casi la única nación europea que no ha tenido, propiamente hablando, un renacimiento —el cual no es simplemente un florecimiento de las artes, sino una forma de vida histórica— el problema central español es un problema que fué ya resuelto en el Occidente de Europa. España es el país en donde el humanismo y, con él, el erasmismo siguen siendo todavía problemas; no como en los demás países en que vuelven a serlo porque ya lo fueron. La discusión entre la europeización y la hispanización no tiene, en el fondo, más sentido que éste. Por eso cuando Unamuno sostiene la hispanización de Europa y se manifiesta adverso a todo europeísmo hay que aguzar bien los oídos y no entender con ello una mera opinión acerca de la más conveniente trayectoria política futura de España. Pues lo más curioso del caso, y lo que habrá siempre que tener en cuenta cuando se hable del “españolismo” de Unamuno es que éste no entiende, por lo pronto, la hispanización como una perduración de las tradiciones retrógradas, más bien que conservadoras, de la eterna provincia española. Lo que la provincia entiende por españolización es para Unamuno tan antiespañol como la simple imitación de los usos y de las ideas europeas. La provincia española —cuyo concepto habría acaso que aclarar— es, ante todo, católica, pero de un catolicismo en donde el fasto de la apariencia se antepone a la íntima vivencia de la religiosidad. Es políticamente retrógrada —no, repito, conservadora— si ser retrógrado significa remar contra la realidad en vez de adecuarse a ella y conservarla. Para Unamuno, en cambio, lo esencial es la conservación y, pollo tanto, la tradición. Por serlo, es hereje, y, consiguientemente, en una significación muy amplia del vocablo, erasmista. El tradicionalismo español —con el que se piensa habitualmente al hablar de Unamuno— se distingue justamente del tradicionalismo del pensador de Salamanca en que no solamente no admite, sino que combate a sangre y fuego todo lo que sea fermento de división y motivo de herejía. Este tradicionalismo de la provincia española es el primer totalitarismo del mundo avant la lettre, si por totalitarismo entendemos la substitución de lo personal por lo representativo, la idolatría del Estado, el fundamento religioso positivo de la jerarquía, la supresión de la base moral, la pretensión de no equivocarse nunca y el sazonamiento de todo esto por grandes dosis de literatura sobre el dinamismo, el servicio y el imperio. Ahora bien, Unamuno podía estar de acuerdo con cualquier cosa menos con todo esto. Por eso su tradicionalismo y su hispanismo a ultranza tienen una raíz distinta, que lo aproximan más a lo que sus adversarios llamaban europeización que a lo que sus pretendidos amigos califica, sin excesivo miramiento, de españolismo. Su mismo quijotismo se opone a la retórica del imperialismo hispánico, porque el quijotismo es algo más que una mera inyección de palabras vanas: es el sacrificio de todo bien aparente que no contribuya a la afirmación de sí mismo y a la voluntad de perse-veración personal; es el sentimiento de la gloria y el honor de ser vencido, sentimiento que ni el totalitarismo ni el tradicionalismo español habituales podrán sentir jamás. No es extraño que en los últimos meses de su vida, después de una fugaz adhesión a la sublevación militar con que comenzó la guerra española, Unamuno se sintiera aislado e incom-prendido, porque en esta resurrección del tradicionalismo católico de la enorme provincia española no había nada de lo que él había concebido como español: ni la religión popular, laica, en que se resume el sentido social del catolicismo, ni la posibilidad de la herejía, ni el profundo senequismo que late en todo español auténtico. El tradicionalismo hispanizante de Unamuno era, en realidad, una forma de europeísmo, la forma que adquiría en quien se burlaba de los métodos de la ciencia, pero en quien estimaba en mucho al hombre. Presentar a Unamuno como europeo, en el profundo sentido de la palabra, es algo que Unamuno no hubiera podido, en última instancia, desaprobar.

Unamuno clama por una España unida bajo el símbolo de don Quijote, pero don Quijote no es únicamente el varón ejemplar y esforzado que arremete contra los molinos de viento, sino el que da a Sancho los más templados y serenos consejos para el gobierno de su ínsula. Lo que Unamuno llama la filosofía española —el senequismo— es tanto la filosofía de la desesperación como la filosofía de la ironía —la gran categoría mediterránea. El tradicionalismo español al uso, en cambio, no es senequista y mucho menos irónico. No basta que no sea cientifi-cista. El cientificismo no es tampoco una categoría europea, sino alejandrina. Unificar actitudes por el hecho de que todas ellas propugnen una desvinculación de Europa no es, desde luego, hacer mucho más que confundirlas. Si Unamuno ha predicado la lucha contra Europa no ha predicado menos la lucha contra la España que no se resigna a mantener en su seno la fecundidad de las contradicciones, desde las que proceden de su ser íntimo hasta las que se expresan en las formas tumultuosas de la política, en las disputas y conversaciones de café, de esa Universidad popular de España. Con insistencia ha repetido Unamuno que él es un entero y no un partido, en el sentido, medio filológico y medio irónico, de que no puede representar nada de España que sea limitado, unilateral y exclusivo. Como al humanista nada humano le es ajeno, a Unamuno no le es ajeno nada español, pertenezca o no a la esfera de sus preferencias personales. He aquí una nueva razón, y no la menos importante, del error en que radica toda adscripción de Unamuno a cualquier categoría política, por amplia y comprensiva que ésta sea. Lo que Unamuno siente al enfrentarse con España es, como él mismo ha dicho, no la sensación de encontrarse ante un pueblo, ni muchos menos la conciencia de situarse ante un problema, sino la sensación de hallarse afectado por un dolor. España le duele como podría dolerle el corazón.

Doctrina del verbo

A los temas apuntados —la existencia concreta del hombre, la inmortalidad y España— se agrega en Unamuno otro tema de preocupación constante y sumamente característico para completar el perfil de su actitud filosófica: el tema de la palabra, considerada por el escritor español como sangre del espíritu y como flor de toda sabiduría. El dinamismo del hombre fáustico, que hace de la acción el principio de todo ser, es negado por Unamuno al suponer que el ser se da completa e inmediatamente en íntima reunión con la palabra. Por eso su principio es el mismo principio del Evangelio de San Juan, el cual comienza por afirmar que “en un principio fué el Verbo”. Este Verbo —  — que en el neoplatonismo del cuarto Evangelio tiene tan amplias resonancias y alude tan claramente a la articulación interna entre lo que para el griego es el ser y para el cristiano el fundamento en que todo ser recibe justificación y sentido, no tiene, sin embargo, para Unamuno, otra cualidad que la misma cualidad concreta y presente del gesto y del lenguaje humanos. Por eso habría que decir, más bien que verbo — —, visión expresiva e inmediata de las cosas — —.

Esta visión es, además, el hecho mismo y de ella arranca y deriva toda filosofía. La lengua es siempre, para Unamuno, una filosofía en potencia; es instrumento del pensar tanto como el pensar mismo. Y así “el platonismo es la lengua griega que discurre en Platón desarrollando las metáforas seculares; la Escolástica es la filosofía del latín muerto de la Edad Media en lucha con las lenguas vulgares; en Descartes discurre la lengua francesa, la alemana en Kant y Hegel y el inglés en Hume y Stuart Mili”. Toda filosofía es, en el fondo, filología, pero toda filología no es más que el hecho mismo de la identificación del hombre con aquello que dice. El recobramiento por la filología —que ya no es entonces una mera ciencia— de este carácter de predominio sobre cualquier producto de la reflexión y del sentimiento hace que los mismos problemas verbales sean para Unamuno problemas filosóficos. A ello se debe que exista en España auténtica filosofía o, más bien, metafísica, y no precisamente en las obras consideradas como elaboración de tal disciplina, no en la infinita sutileza formal de Francisco Suárez, sino en las grandes figuras de la literatura, española, en Cervantes, en Jorge Manrique, en Quevedo. El senequismo que atraviesa como una constante cultural toda la literatura española no es sino un ejemplo más de esta tendencia que reduce la formulación lógica a la articulación concreta de las palabras, que subraya, frente a la originalidad del análisis, la grandiosidad del acento y del tono. En esta fundamentación verbal y expresiva del pensar, en esta casi identificación del hecho con la expresión se descubre la respuesta que da Unamuno al eterno problema de la verdad. Este problema, que ha sido siempre piedra de toque de la filosofía, es resuelto por Unamuno en un sentido francamente mediterráneo, si podemos dar este nombre a un modo de pensar y de sentir que ve ante todo en las cosas la forma y que cree haber averiguado lo que ellas son mediante la visión de su perfil. Modo de pensar radicalmente distinto del germánico en donde la verdad radica en profundas y nebulosas identificaciones entre la esencia de las cosas y el esquema que de ellas se forma la mente. Para el mediterráneo, en cambio, y para el español entre ellos, verdad es el descubrimiento de la fisonomía de lo externo, fisonomía que jamás es revelada mejor que por medio del gesto y por el juego luminoso del diálogo. La estimación en que Unamuno tiene el verbo, la preponderancia que da a la expresión en todo pensar y su constante tendencia a identificar el hecho con la palabra misma son pruebas suficientes de su adscripción a una cultura de cuyos orígenes nunca ha renegado. Por eso he dicho que la doctrina de la verdad en Unamuno y la doctrina del verbo son de linaje claramente mediterráneo. Pues el concepto de la mediterraneidad no excluye, sino que, por el contrario, implica el concepto, tan caro a nuestro pensador, de la africanidad.

Esta caracterización del pensamiento de Miguel de Unamuno no pretende, naturalmente, haber agotado todas sus notas, ni siquiera las esenciales. Si ninguna filosofía viva puede resumirse exhaustivamente en fórmulas, mucho más difícil será hacerlo con una filosofía que, como la del pensador español, se presenta ya de antemano como una negación efectiva de toda fórmula. Sin embargo, nunca es inútil procurar reducir a mesura lo que se ofrece como un torrente desbordante. A los mejores conocedores de Unamuno brindo la tarea. Vaya la mía como prueba, y sólo como prueba, de mi veneración.

 

por José Ferrater Mora

 

Publicado, originalmente, en: Revista "Sur" junio de 1940 Año X Buenos Aires, República Argentina

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

Link del texto: https://catalogo.bn.gov.ar/exlibris1/apache_media/X7VG6BYIFGCEEFSV2V3DMUVSP7TP91.pdf

 

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