Le Corbusier: Una arquitectura para el hombre

ensayo de Begoña Fernández Cabaleiro [1]

RESUMEN

Le Corbusier conoció diferentes ciudades y planteamientos arquitectónicos. A través de sus estudios y experiencias se planteó la arquitectura como una importante misión cultural. Pensó una nueva arquitectura que en la era de la máquina, prestase un nuevo servicio al hombre. Sería la búsqueda de la manifestación del pasado en una equivalencia para los tiempos modernos.

ABSTRACT

Le Corbusier knew different cities and ways of architecture all around the world.Through his studies and works, he saw the important cultural mission of the architecture.

Architects ought to make new works for the man in the machine time. They must look for the last magnificence according to the present needs.

1. FORMACIÓN

1.1. Influencia clásica

Le Corbusier, Charles-Édouard Jeanneret, como realmente se llamaba, nació en 1887, cerca de Ginebra. Asistía a escuelas de arte locales hasta que después de una serie de tentativas bastante prometedoras, se trasladó a París en 1908 para ponerse a las órdenes de un pionero de la nueva arquitectura francesa, Auguste Perret. La capital de Francia era en este tiempo un bastión controlado, desde el punto de vista de la construcción, por la Escuela de Bellas Artes. Y para Bellas Artes la arquitectura debía ser arqueología, a despecho de las corrientes del momento, plasmadas en el primer Estilo Internacional. No importaba el lugar ni la circunstancia: o el arquitecto proyectaba una réplica de un templo romano o no era un verdadero arquitecto.

Pero, una cosa eran las normas y otra el mundo real. En ese mundo empezaba a marcharse por otro camino. La Revolución Industrial era algo innegable que había hecho su aparición con todas las consecuencias. Con ella habían llegado nuevos sistemas de producción, nuevos materiales de construcción, nuevos modos de proyectar y diseñar, más cercanos a la ingeniería que a las reliquias históricas. Había llegado el momento de unir los conceptos de arte y tecnología, y el encargado de hacerlo fue Perret, el primer maestro de Le Corbusier.

Para Jeanneret su experiencia en Viena había sido un fracaso. Pero él todavía buscaba el estímulo de un importante centro artístico. Eugéne Grasset fue el que puso en contacto a Jeanneret con Perret que estaba experimentando con el hormigón armado. Perret le orientó hacia los escritos racionalistas de Eugéne Viollete-le-Duc (sus propios libros de cabecera). Paso a paso Perret fue ocupando el sitio de L’Eplattenier como principal tutor de Jeanneret.

El propósito de Perret era por entonces combinar las posibilidades estructurales del hormigón con la lógica de las plantas contemporáneas y con las proporciones y procedimientos del diseño clásico. De Perret, Jeanneret aprendió a pensar en el hormigón primordialmente desde la óptica de los entramados rectangulares como si se tratase de madera. Pero Jeanneret no estaba preocupado por el estilo únicamente: estaba buscando principios guía que pudieran cristalizar posteriormente en formas. Se matriculó en cursos de historia del arte y se enfrascó en la lectura de L’architecture romane (París, 1888) de Édouard Courroyer. Perret le animaba también a examinar las obras clave de la tradición clásica. Mientras asimilaba de día las técnicas de la profesión moderna entre los soportes de hormigón del estudio de Perret o estudiaba de noche entre las columnas de hierro de la Bibliothéque Saint-Geneviéve de Labrouste, también abordaba el problema de la industrialización de la arquitectura.

Por otra parte en Berlín, Behrens había llegado a la síntesis de la arquitectura y la industrialización. En 1910 Le Corbusier iría también a estudiar con él. Por una de esas coincidencias extraordinarias, allí se encontraría con otros dos aprendices de excepción: los jóvenes Mies van der Rohe y Walter Gropius.

Behrens trabajaba para la industria alemana, especialmente para AEG, un gigante de las empresas eléctricas, que le encargaba todo, desde picaportes hasta fachadas. Este concepto del diseño total, donde arte, arquitectura e industria trabajaban juntos, influyó extraordinariamente en los discípulos de Behrens, en especial sobre Gropius, que utilizaría estas ideas como base para la Bauhaus, su famosa escuela de proyectos. Le Corbusier en 1911 dejó el estudio de Behrens, terminó su informe sobre las artes aplicadas alemanas y se marchó con Auguste Klipstein a visitar Bucarest y Budapest. El viaje a Oriente se enmarcaba en la gran tradición romántica del ciudadano de la Europa del Norte que marcha al sur, a las costas del Mediterráneo, para encontrar las raíces de la civilización occidental y para alcanzar la libertad interior.

Para Jeanneret la experiencia arquitectónica más profunda de todo el viaje se produjo en la Acrópolis de Atenas. Visitó el Partenón todos los días durante varias semanas dibujándolo bajo distintas luces y desde muchos puntos de vista. Se trataba de una obra de reconocido prestigio en el conjunto de la arquitectura, trascendía todos los tópicos estereotipados acerca del clasicismo. Tocaba algunas cuerdas muy profundas de Jeanneret y hablaba de universalidad.

Jeanneret no quiso ver las galas de la ornamentación clásica —o no tuvo necesidad de hacerlo— en su búsqueda de los principios esenciales. El Coliseo, el Partenón, las severas masas de las Termas levantándose entre luces y sombras, todo ello le resultaba atractivo dada su predilección por la geometría y la proporción. Las ruinas de la Antigüedad eran su constante patrón de los valores permanentes.

El reconocimiento directo de lo que Jeanneret intuía como valores perennes desencadenó en su mente un extraordinario torrente de imágenes relacionadas con la tarea de reconsiderar lo viejo en lo nuevo.

Jeanneret llegaría a considerar esos años pasados como el equivalente a una educación universitaria en la que había reunido técnicas, reflexiones, principios e impresiones que le ayudarían a definir su propio camino.

2. PENSAMIENTO

2.1. Visión de la vida

«Francia (...) tierra de grandes constructores (...) patria del arco ojival y de las catedrales, de las grandes construcciones de acero y del vidrio del siglo xix, patria también del cemento armado, le corresponde naturalmente reunir por fin a los jóvenes (...) alentaros en la empresa y en el amor al riesgo, haciendo que participéis en esta obra adorable: dotar a la civilización actual de una vivienda digna (...) construir en toda la tierra francesa viviendas dignas de los hombres, de las cosas, de las instituciones, de las ideas. Así, habrá terminado el desorden»[2].

París fue la primera temporada larga de Jeanneret en una ciudad de tal tamaño y complejidad, y esto seguramente le forzó a pensar en los aspectos positivos y negativos de vivir en una metrópolis moderna. Su punto de vista era marginal y bohemio. Conoció los áticos miserables y las mesas de café como asientos de primera fila desde los que observar la vida de la calle. Es fácil imaginar a Édouard mezclándose con el traqueteo de los tranvías, con el cristal reflectante de los soportales, y con los incidentes fragmentarios y los anuncios gráficos vistos desde el metro en marcha. En algunos momentos puede que pasara del París del consumo burgués al París menos conocido de 1908, con su pútridos desagües, sus pasadizos y sus enfermedades. París le reveló cómo una ciudad podía ser una concentración de ingenios, un escenario para los ricos y para los pobres, un depósito de recuerdos colectivos, y una manifestación espiritual del orden y la gloria nacional. La ciudad le dio muchos de los elementos de su urbanismo posterior: las vistas clásicas, los parques con senderos sinuosos y las líneas de transportes a distintos niveles. Ella formaba su verdadero concepto de urbanidad.

En 1909 dejó París y regresó al Jura para pasar el invierno en un retiro rural, en una antigua granja de La Cornu, donde empezó a escribir su primer libro, La construcción de villas, que sufrió varias revisiones a medida que sus ideas cambiaban, y que nunca se llegó a publicar.

Conociendo el posterior amor del Le Cobursier maduro por las vistas grandiosas, los ejes y los enormes espacios abiertos del Barroco, resulta bastante curioso encontrarle siguiendo un rumbo opuesto, en su primer intento de formular unos principios urbanísticos.

La experiencia de Berlín le ofreció una perspectiva completamente nueva sobre el diseño. Jeanneret asimiló la idea de que la arquitectura debía ejercer una misión cultural importante en la sociedad industrial a través de la espiritualización de los tipos para la producción en serie. Esta idea sería capital años más tarde.

En sus primeros meses en Berlín, Jeanneret no era particularmente consciente de la necesidad de una nueva arquitectura de la era de la máquina. En realidad le obsesionaba un estilo regional para su tierra natal, el Jura, pero basado en fuentes mediterráneas. Esto le fue sugerido por un libro que leyó en 1910: Entretiens de la villa du Rouet, de Alexandre Cingria Vaneyre. Es la etapa de su viaje por Oriente, en la que se va fraguando su huella clasicista de importante resonancia en su obra posterior. Su visión de las geometrías ideales y las formas mentales básicas sería un extraordinario atisbo profético de la posterior utopía urbanista de Le Corbusier. Hacía referencias a «carreteras rectas», «carreteras por las cubiertas entre árboles y flores», «nada de ornamentos» y «amplios espacios abiertos donde uno pueda respirar». Una premisa básica de Hacia una arquitectura y de su producción posterior, fue enunciada claramente cuando tenía veinticuatro años: la grandeza de las invenciones del pasado debería repetirse no mediante la imitación, sino mediante la reiteración de las constantes y la búsqueda de la magnificencia equivalente en términos modernos.

El retrato de este artista en su época juvenil incluye los destellos de reflexión que tardaría años, incluso décadas, en hacer realidad en las formas de la arquitectura y el urbanismo. En el centro de todo ello estaba la intuición gradual de una misión histórica fundamental, ententida débilmente en relación con el descubrimiento de una arquitectura adecuada a la era moderna, pero enraizada en los valores eternos de la Antigüedad. Como refleja claramente en sus escritos se hacía cargo de la situación de la sociedad en que vivía, de la vida del hombre en esos momentos: «Nuestra época se coloca, sin más que sus cincuenta años últimos, frente a diez siglos transcurridos. Durante estos diez siglos anteriores, el hombre ordenaba su vida de acuerdo a sistemas calificados de «naturales»; emprendía él mismo su trabajo, lo llevaba a buen fin, teniendo toda la iniciativa de su pequeña empresa; se levantaba con el sol y se acostaba con la noche; dejaba sus herramientas con la preocupación del trabajo en curso y las iniciativas que tomaría el día de mañana. Trabajaba en su casa, en un pequeño taller, con su familia en torno a él (...), la vida familiar transcurría plácidamente (...), la sucesión de los esfuerzos y de las ganancias se hacía sin choques, en el orden familiar, y la familia hallaba su provecho. Ahora bien, cuando la familia se encuentra satisfecha, la sociedad es estable y susceptible de perdurar. Esto concierne a diez siglos de trabajo organizado de acuerdo al módulo familiar y también podría referirse a todos los siglos pasados hasta mediados del siglo XIX.

Pero veamos, hoy en día, el mecanismo de la familia. La industria ha llevado a la habitación en serie; las máquinas colaboran íntimamente con el hombre; la selección de las inteligencias se hace con una seguridad imperturbable: peones, obreros, capataces, ingenieros, directores, administradores, cada cual en su lugar. (...) Inquieto por las fuerzas que actúan sobre él desde todos los ángulos, el hombre actual percibe por un lado un mundo que se elabora regular, lógica y claramente, (...) por otro lado, se encuentra desconcertado en medio de un viejo cuadro hostil. Ese cuadro es su albergue: su ciudad, su calle, su casa, su piso, se elevan contra él e, inutilizables, le impiden proseguir en las horas de reposo el mismo camino espiritual que recorre en su trabajo, le impiden proseguir con calma el desarrollo orgánico de su existencia, que consiste en crear una familia y vivir, como todos los animales de la tierra y como todos los hombres de todos los tiempos, en el seno de esa familia organizada. (...) La sociedad desea violentamente algo que obtendrá o no obtendrá. Todo reside en eso, todo depende del esfuerzo que se haga y de la atención que se conceda a estos síntomas alarmantes»[3].

2.2. Visión del Hombre

«Ocupación lícita de toda sociedad que se instala (...), proporcionar alojamiento a los hombres (...), hacer todo lo necesario para que la existencia desarrolle sus horas en armonía, sin una transgresión peligrosa de las leyes de la naturaleza. Y no esa vivienda tolerada bajo la forma actual que es la marca mal tallada entre las fuerzas desencadenadas por el dinero (...), que, habiendo disminuido el hombre de su realeza y abrumado de servilismos, le han hecho olvidar su derecho fundamental a una vida decente»[4].

«El hombre siente, en el día de hoy, que necesita un esparcimiento intelectual, un descanso corporal y la cultura física necesaria para resarcirse de las tensiones musculares o cerebrales del trabajo (...). Ahora bien, nuestra organización social no tiene nada preparado para responder a ello.

(...) Cuando vuelven a sus casas con una economía precaria, retribuidos sin una relación verdadera con la calidad de su trabajo, hallan de nuevo su sucia concha de caracol y no pueden soñar con crear una familia. Si lo hacen, comienzan el lento martirio conocido. También esas gentes reivindican los derechos a que la máquina de habitar sea simplemente humana.

El obrero, el intelectual, no pueden seguir los mandatos profundos de la familia; manejan cada día, la herramienta brillante y útilmente activa de la época, pero no tiene la facultad de emplearla para ellos. No hay nada más decepcionado!", más irritante. Nada está en condiciones. Bien puede escribirse: Arquitectura o Revolución»[5].

En Le Corbusier la visión del mundo estaba ligada a la definición de tipos ideales para salvar del desastre a la ciudad industrial. Sus proyectos urbanísticos estaban ligados indisolublemente a París como centro económico y capital. Sus hipótesis fueron elaboradas como reacción a los acuciantes problemas sociales de los primeros años de la postguerra en Francia: la escasez de viviendas, la oleada de gente del campo a la ciudad, la excesiva congestión del tráfico en París y la necesidad de regenerar la industria y atraer el capital extranjero, pero también de introducir reformas radicales.

Le Corbusier valoró estos apuros específicamente franceses con el trasfondo de los recientes acontecimientos mundiales: la Gran Guerra, la Revolución Rusa, Wilson y la Sociedad de Naciones... Esto le impulsaba hacia la idea de un nuevo orden internacional en el que la ingenuidad capitalista fuera orientada de algún modo hacia la mejora de las sociedades modernas. El ponía un gran empeño en el planeamiento urbanístico, como si el verdadero plan tuviera el poder de mejorar a los individuos y de regular el comportamiento humano.

«Arquitectura o Revolución», había escrito en Hacia una arquitectura. Se puede evitar la Revolución. Plantea el urbanismo como una seudo-ciencia que pudiera guiar el destino de la sociedad. La idea urbanística destinada a crear un hombre mejor a través de unas mejores condiciones de vida tiene distintas manifestaciones: «Una ciudad contemporánea para tres millones de habitantes» fue el nombre que dio a la maqueta y al plan que presentó en el Salón de Otoño de 1922. La Ville Contemporaine es una imagen del poder centralizado, la élite, los cerebros del país, filósofos y artistas además de hombres de negocios y tecnócratas que trabajan en lo alto de los rascacielos contemplando a su alrededor el teatro de la vida diaria. A lo lejos, más allá de los campos, ven las fábricas y las ciudades jardín de los trabajadores. Entre ambos no habría lucha de clases pues cada trabajador tiene una casa familiar decorosa y un jardín, una casa Domino, Monol o tal vez Citrohan.

Le Corbusier ponía toda su fe en una élite de tecnócratas a cuyas inversiones y energías correspondía generar riqueza y empleo, y cuya cultura y fogosidad iban a resultar edificantes para la esfera social y para poner límite al caos del laissez-faire.

Otra versión de su plan urbanístico fue el «Plan Voisin pour París», en la Exposición de Artes Decorativas de 1925.

En conjunto, algunos críticos consideran que el modelo urbano de Le Corbusier contenía algunos defectos básicos, pero es evidente que hacía falta alguna alternativa a la crítica situación urbana y él, con gran precisión, profetizó los tipos de edificios y los sistemas de transportes que prevalecerían en el paisaje urbano industrial del futuro e intentó conferirles orden y dotarlos de los adornos de la naturaleza. Todos ellos eran elementos pensados para enriquecer, facilitar y mejorar de algún de modo la vida de los hombres, cada cual de acuerdo con su situación. Siempre mantuvo esta idea en su trabajo, no obstante hubo sectores de izquierda que lo calificaban de clasista porque Jeanneret no sólo pensó en el plan urbano sino en la vivienda individual. Fue muy importante su famosa Maison Domino, un concepto de casa prefabricada o máquina de habitar, como él la denominaba, hecha por máquinas. Fue un momento histórico, aunque esta idea no se desarrollaría hasta muchos años después y, como otras tantas del arquitecto, también sería manipulada por gentes sin escrúpulos que convertirían en trampa lo que había sido concebido para facilitar y dignificar la vida de las personas más desfavorecidas. «Sólo desde el punto de vista de una nueva conciencia podemos encarar en adelante los problemas de la arquitectura y del urbanismo. Una nueva sociedad crea su hogar, ese receptáculo de la vida. El hombre y su albergue. Equipamiento de países, ciudades y campiñas.

(...) La Casa de los Hombres. Vivienda o «Domismo» llevan al hombre al escenario: un hombre corriente, natural y razonable. Un ser actual. Y, en el juego, la arquitectura será su pareja»[6].

2.3. Visión de la arquitectura

«La arquitectura se encuentra ante un código alterado. Las innovaciones constructivas son tales, que los viejos estilos (...) no pueden ocultarlas (...). Hay una novedad tal en las disposiciones y en los nuevos programas industriales, locativos o urbanos, que nos obliga a entender las leyes verdaderas y profundas de la arquitectura, el ritmo y la proporción»[7].

«Por fin podremos hablar de arquitectura, después de tantos silos, fábricas, máquinas y rascacielos. La arquitectura es una obra de arte, un fenómeno de emoción, situado fuera y más allá de los problemas de la construcción. La construcción tiene por misión afirmar algo; la arquitectura, se propone emocionar. La emoción arquitectónica se produce cuando la obra suena en nosotros al diapasón de un universo, cuyas leyes sufrimos, reconocemos y admiramos. (...) La arquitectura consiste en «armonías», en «pura creación del espíritu»[8].

Le Corbusier había otorgado a la casa su importancia fundamental, denominándola «máquina de vivir», reclamando de ella una respuesta total e impecable. Se trataba de un programa exclusivamente humano que colocaba al hombre en el centro de la preocupación arquitectónica: «Desearía tratar de colocar ante vuestros ojos (...) el verdadero rostro de la arquitectura. El está diseñado por los valores espirituales provenientes de un especial estado de conciencia, y por factores técnicos que aseguran la materialización de la idea, la resistencia de la obra, su eficacia, su duración. Conciencia = razón de vivir = el hombre. Técnica = contacto del hombre con su ambiente»[9].

Con su arquitectura Le Corbusier trató con gran franqueza las paradojas y conflictos de una era crecientemente tecnológica. Intentó reconciliar a la máquina con la naturaleza, al hombre moderno, con los principios fundamentales extraídos de la tradición. Intuyó el auténtico espíritu de la época para darle una configuración adecuada que fuera un anteproyecto de la sociedad ideal del futuro. Miraba a la ciudad considerando principios básicos tales como el alojamiento para la gran mayoría, el trabajo y el ocio, lo público y lo privado, transporte y vegetación... Previo los trazados de las ciudades industriales del futuro y trató de dar una forma más coherente y más humana a lo que era inevitable.

El período de 1922 a 1930 fue la cumbre de su inventiva, y en él Le Corbusier estudió y purificó su vocabulario, principalmente en las casas. A mediados de los años veinte, había conseguido fundir sus ¡deas, las posibilidades de los nuevos materiales y su visión social de una nueva manera de vivir, en una formulación acabada. Las casas clásicas como Stein-de Monzie y Saboya, siguieron a continuación, cada cual enriquecida con cualidades sacadas de la tradición clásica. En la Sociedad de Naciones y el Mundaneum introdujo el problema de la monumentalidad moderna; en proyectos colectivos como el Pavillon Suisse o la Cité de Refuge amplió los «cinco puntos de una arquitectura nueva» para aplicarlos al urbanismo.

Más allá de cada edificio concreto, la intención de Le Corbusier fue la de crear los elementos de una arquitectura moderna sólida e incontrovertible. En esta época levantó trece villas en las que puso en práctica los cinco elementos absolutamente nuevos de sus trabajos: los pilotes, columnas o pilares sobre los que se construye la casa, que liberan el espacio inferior para circular o convivir. Tejados-jardines, el plano libre: espacios abiertos; las ventanas largas, estrechas, en bandas horizontales que llegan a rodear toda la casa y la fachada libre.

Aunque la mayoría de los descubrimientos del arquitecto en los años treinta se quedaron sobre el papel, proporcionaron la base para las últimas obras.

El período de 1947 a 1954 fue tan fructífero como lo habían sido los años veinte, pero la obsesiva idea progresista fue reemplazada entonces por una valoración madura de los valores eternos y una obsesión por una armonía de la naturaleza.

En general, podemos decir que Le Corbusier trató de reemplazar las agotadas convenciones estéticas de finales del xix con algo más básico y duradero. Vagó libremente por las arquitecturas de todo el mundo en busca de los principios universales, más allá de los aspectos particulares de la personalidad, el tiempo, la región, el estilo... Deseaba crear un lenguaje formal enraizado en algunas estructuras inherentes del pensamiento Estas eran las «constantes» que el arquitecto moderno tenía la misión de revitalizar.

Actualmente Le Corbusier es venerado e imitado por unos y rechazado por otros. En la India significa una cosa, en Francia otra y cada persona se concentra en fases o momentos distintos de su obra. A medida que se va introduciendo más y más en la historia su modernidad es lo de menos, son los aspectos intemporales de su obra los que tienen mayor importancia y más que ofrecer al futuro.

3. CONCLUSIÓN

3.1. La arquitectura y el hombre

Desde el conjunto del pensamiento y de la obra de Le Corbusier, la arquitectura es algo vivo, realizado por y para un hombre con unas características propias, con unas necesidades. En función de esta doble vertiente la arquitectura «se camina, se recorre y no es de manera alguna, como ciertas enseñanzas, esa ilusión totalmente gráfica organizada alrededor de un punto central abstracto que pretende ser hombre, un hombre quimérico munido de un ojo de mosca y cuya visión sería simultáneamente circular. Este hombre no existe, y es por esta confusión que el período clásico estimuló el naufragio de la arquitectura. Nuestro hombre está, por el contrario, munido de dos ojos colocados ante él, a 1’60 metros por encima del suelo y mirando hacia delante (...). Nuestro hombre camina, se desplaza, se ocupa de sus quehaceres, registrando así el desarrollo de los hechos arquitectónicos aparecidos uno a continuación del otro. El siente resentimiento por la emoción, fruto de sucesivas conmociones. Tan bien, que durante la prueba las arquitecturas se clasifican en muertas y vivas»[10].

«Las mentes han percibido, consciente o inconscientemente, estos acontecimientos. Consciente o inconscientemente han nacido necesidades.

El mecanismo social, profundamente perturbado, oscila entre un mejoramiento de importancia histórica y una catástrofe.

El instinto primordial de todo ser viviente es asegurarse un albergue. Las diversas clases activas de la sociedad no tienen ya un albergue adecuado: ni el obrero ni el intelectual.

La clave del equilibrio actualmente roto está en la vivienda: arquitectura o revolución»[11].

4. BIBLIOGRAFÍA

Le Corbusier: Mensaje a los estudiantes de arquitectura. Ediciones Infinito, Buenos Aires, 1973.

Le Corbusier: Cómo concebir el urbanismo. Ediciones Infinito, Buenos Aires, 1972.

Le Corbusier: La ciudad del futuro. Ediciones Infinito, Buenos Aires, 1973.

Le Corbusier: Hacia una arquitectura. Poseidón, Buenos Aires, 1964.

Le Corbusier: Cuando las catedrales eran blancas. Poseidón, Buenos Aires, 1968.

Le Corbusier: Precisiones respecto a un estado actual de la arquitectura y el urbanismo. Poseidón, Barcelona, 1968.

Le Corbusier: La ciudad del futuro. Infinito, Buenos Aires, 1962.

Stanislaus Von Moos: Le Corbusier. Lumen, Barcelona, 1977.

Curtís, W.: La arquitectura moderna desde 1900. Hermann Blume, Madrid, 1986.

Curtís, W.: Le Corbusier: ideas y formas. Hermann Blume, Madrid, 1987.

Notas:

[1] Tercer ciclo. Departamento de Historia del Arte. UNED.

 

[2] Le Corbusier, Mensaje a los estudiantes de arquitectura, Ediciones Infinito, Buenos Aires, 1973, pág. 18.

 

[3] Le Corbusier, Hacia una arquitectura, Poseidón, Barcelona, 1978, págs. 229-243.

 

[4]  Le Corbusier, Mensaje a los estudiantes de arquitectura, ed. cit., pág. 20.

 

[5] Le Corbusier, Hacia una arquitectura, ed. cit., pág. 234-235.

 

[6] Le Corbusier, Mensaje a los estudiantes de Arquitectura, ed. cit., págs. 22-23.

 

[7] Le Corbusier, Hacia una arquitectura, ed. cit., pág. 240.

 

[8] Ibidem, pág. 9.

 

[9] Le Corbusier, Mensaje a los estudiantes de Arquitectura, ed. cit., pág. 27.

 

[10] Le Corbusier, Mensaje a los estudiantes de Arquitectura, ed. cit., pág. 32.

 

[11] Le Corbusier, Hacia una arquitectura, ed. cit., pág. XXXM.

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ensayo de Begoña Fernández Cabaleiro

Publicado, originalmente, en: Espacio Tiempo y Forma. Serie VII, Historia del Arte Núm. 13 (2000)  págs. 567-577

Facultad de Geografía e Historia. UNED

Link del texto: http://revistas.uned.es/index.php/ETFVII/article/view/2358

 

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