Antonio Machado y el soneto

por Gerardo Diego

Se podría escribir todo un libro sobre los sonetos de Antonio Machado. Voy sólo a sugerir algunas reflexiones y a comentar desde el punto de vista de la forma soneto tres de los suyos. Conocemos de Machado en total 36 sonetos que formarían un ideal conjunto bastante amplio, si no un completo “Cancionero”. Verdad es que no todos son sonetos de forma clásica. La mayor parte de dios no obedece a la disciplina rigurosa que exige dos rimas únicas, las mismas en ambos cuartetos. Tal licencia era corriente a fines del siglo XIX y principios del XX y mientras Salvador Rueda solía pertenecer fiel al esquema clásico, Rubén Darío se encontraba más a gusto con la independencia entre los dos cuartetos, así como con el uso de ritmos no endecasílabos y aun con la libertad de dejar algún verso más corto. Las censuras que los poetas modernistas a causa de tamañas libertades tenían que soportar de labios o plumas de poetas tradicionales y críticos estrechos justificaban la graciosa réplica, precisamente de Manuel Machado: “Bueno, si no son sonetos, serán sonites”.

De muy cerca, pues, le llegaba a Antonio el ejemplo de libertad y mientras Unamuno luchaba con bravura en medio de las dificultades de rimas y ritmos sin querer salir de la apretada cárcel, su discípulo espiritual demoraba la entrega a la sagrada estrofa y dejaba pasar años y años sin decidirse a ensayarla, al menos en público y para el papel impreso. Porque es más que probable que Antonio Machado, antes de 1904, fecha de su soneto alejandrino “Flor de santidad” en homenaje a Valle-Inclán y bebiéndole los vientos léxicos y estilísticos, haya escrito sonetos más o menos exactos. Pero ello ca que no los conocemos, si por dicha existieron.

El soneto aludido, tan valleinclanesco y por ende tan rubendariano, se incluye por vez primera en Soledades, Galerías y otros Poemas, 1907. Y su autor no vuelve a publicar otros sonetos en libro hasta Nuevas canciones, 1924. Digo lo mismo de ese interregno. No sólo algunos de los sonetos que aparecen en Nuevas canciones, o en las posteriores ediciones —suyas o de otras manos— de su obra completa, debieron de componerse antes, sino que nada tendría de extraño que terminase o siquiera acometiese otros sonetos posibles.

Y sin embargo parece cierta la frialdad, casi diría la antipatía de Antonio Machado al soneto. Confesada cuando nos dice que la emoción del soneto se ha perdido. Su interpretación del soneto como forma métrica que vive desde la época escolástica a la barroca, de Dante a Góngora, y ya inhábil por pesada y demasiado sólida para la lírica actual, no encuentra a sus ojos indulgencia más que cuando la toma en sus manos delicadas su hermano Manuel o bien los modernos poetas portugueses. Ni siquiera los de su maestro Rubén Darío le entusiasman. No le parece que dejó ninguno digno de mención.

Tanto rigor resulta injusto pero, no obstante, es explicable. Se suman para este juicio dos premisas coincidentes. Una personal y otra cronológica. La primera es la actitud de Machado frente a la estética barroca, hostil hasta la desfiguración por exceso. La segunda comprende a todo un siglo refractario a la disciplina del soneto, por educación —o por falta de la misma— de cuño romántico o anarquista. Desde nuestros grandes poetas barrocos—culteranos y conceptistas— no se escriben cancioneros de sonetos insignes—algunos sonetos sueltos no señalan verano—hasta Unamuno. Y durante el fervor modernista el deseo de emular más bien que a los viejos maestros a los franceses, lleva a poetas de América hispana y de España al cultivo del sonite o soneto holgado. Ahora bien, no se puede en justicia atribuir el gusto por el soneto al espíritu barroco y a la poesía intemporal, según el pensamiento crítico de Machado o de Juan de Mairena. Cierto que Dante, Petrarca, Góngora, Quevedo y Calderón son grandes sonetistas. Pero ¿no escurre el tiempo inexorable, fluvial, cordialísimo por las venas delgadas de los sonetos de Garcilaso, Camoens, Lope, ejemplos si los hay de poetas de sentimiento y de conciencia de fugacidad?

No. El soneto no es necesariamente estrofa robusta y rígida —o más bien poli estrofa, una octava más una sextina, atendiendo al aglutinante de la rima—aunque su impulso y arquitectura solemne convengan al énfasis retórico que iniciado con el Petrarca va a dominar en el siglo xvii español. El soneto se presta con la misma felicidad a desposarse con las curvas o rectas más fuyentes y sutiles de la poesía o de la emoción humana elegiaca, musical y aérea. Díganlo los poetas antes recordados y tan queridos de Machado.

Se comprende que Bécquer, el Bécquer ya formado y adulto, no podía escribir sonetos. Pero si tomamos un ejemplo de su mismo tiempo, encontramos a un diestrísimo artífice de sonetos en Manuel del Palacio. Valgan lo que valgan sus sonetos, Manuel del Palacio mueve en sus límites rigurosos como el pez en el agua, y sí de algo pecan será de ligereza o superficialidad, en ningún caso de pesantez o barroquismo. En cuanto a Antonio Machado, su verso es por naturaleza mas denso, su peso específico de un índice mucho más alto que la media estadística. Lo que quiere decir ni más ni menos que su Juan de Mairena tendría que ponerle a él, a Machado, entre los sospechosos por de pronto y hasta más ver.

La paradoja más honda del hondo humorista que fue Antonio Machado, de ese también auténtico poeta y hombre Antonio Machado que tantos se esfuerzan en desconocer, consiste en que, nacido por constitución rítmica y vocación artística para poeta barroco, escultor y enfático, se tropieza con una experiencia vital y con una filosofía recibida que le empujan a la fluencia, al aventamiento y al aroma. Y lo más de su tiempo de artista se le pasa en insuflar aires de nostalgia y cantes de pena existencial, no en conductos auléticos y cólicos sino en robustos tubos de torcido cobre. Y aparte de que tenga o no tenga razón en su ataque mairénico a la poesía barroca, su razón de arremetida, acaso de él mismo ignorada, es su subconsciente que desea liberarse de su más íntima condición.

De dos modos se resuelve esta antinomia entre poética y calidad de poesía y de verso en la obra de Antonio Machado. Según escriba en arte menor o mayor. En sus octosílabos la levedad del número le conduce a una música si no tan sutil e irisada como la prodigiosa de los romances juveniles de Juan Ramón, sí lo bastante resbalada y humilde para que no se encrespe la dicción ni se malogre la sinceridad del mensaje cordial. Es decir, lo contrario de Góngora.

En sus endecasílabos en cambio y en sus .silvas mezcladas de heptasílabos, los acentos se le encabritan, la sentencia se le impone constantemente y el aire retórico—no hay que decir tratándose de tal poeta que de una retórica excelentísima y absolutamente sincera— le levanta en oleaje magnífico la superficie de la corriente sonora.

Lo maravilloso en tan excelso espíritu es que su índole no vencida de arengador, aunque sea arengador íntimo, no estorbe a la jugosidad deliciosa y a la buenahombría conmovedora de su dictado. El “Dichter” que es Machado nos traduce e interpreta a escala entrañable lo más espontáneo y sangrado de una humana existencia, de su humana existencia, de cualquiera humana existencia, digna de tal nombre y de tal adjetivo. Y cada hombre contemporáneo suyo o hijo o nieto espiritual —que Antonio no tuviese hijos de la carne no hay que olvidarlo tampoco para comprender su poesía— se encuentra a sí mismo, a lo mejor de sí mismo, revelado en el verso grandioso y al mismo tiempo modestísimo.

Todo esto se aclararía, pienso, multiplicando ejemplos, aunque no creo demasiado en los ejemplos recortados y sí en la lectura seguida sin prejuicio. Elijamos, pues, unos pocos sonetos para considerarlos principalmente desde el punto de vista de su forma. Sea el primero uno fuera de serie. Al hacer antes el recuento no quise incluirle, pero tan soneto es como alguno de los voluntarios y admitidos. Soneto libre, claro. Y soneto probablemente involuntario, en tanto que soneto. Al menos, si el poeta se dio cuenta al componerlo de que le estaba saliendo un soneto, lo que no es nada seguro, lo mandó a la imprenta sin espacios como una silva. Yo le voy a dar su fisonomía tipográfica escondida y verdadera. Hay en él dos heptasílabos. Esta es la única licencia, que ya hemos visto practicada por él mismo y antes por Darío. Por lo demás, el cambio de rimas para el segundo serventesio o cuarteto cruzado está dentro de la tradición modernista. Aparece por vez primera en las primeras Poesías completas de 1917 junto a otras poesías en serie, algunas impresas en revistas en los dos años anteriores. He aquí la pieza:

                   Profesión de fe

Dios no es el mar, está en el mar; riela

como luna en el agua, o aparece

como una blanca vela;

en el mar se despierta o adormece.

 

Creó la mar, y nace

de la mar cual la nube y la tormenta;

es el Criador y la criatura lo hace;

su aliento es alma, y por el alma alienta.

 

Yo he de hacerte, mi Dios, cual tú me hiciste,

y para darte el alma que me diste

en mí te he de crear. Que el puro río

 

de caridad que fluye eternamente,

fluya en mi corazón. ¡Seca, Dios mío,

de una fe sin amor la turbia fuente!

Fue sobre todo el tono y el ritmo sintáctico métrico de los seis versos últimos lo que me hizo descubrir el subyacente soneto. Dos serventesios, en cada uno de los cuales hay un heptasílabo, seguidos después de una larga pausa por los seis versos de los posibles tercetos. La disposición de sus rimas es aabcbc, orden muy raro en los clásicos pero muy frecuente en los modernos.

No me propongo analizar este soneto como obra de poesía ni tampoco como declaración o profesión religiosa. En ambos sentidos lo considero de subido mérito. Ahora bien, la rectificada sentencia del arranque es magnífica y típica del mejor Machado y sirve de ejemplo a un tipo de soneto que deriva todo su desarrollo de un tema rotundamente expreso en el primer verso. El último verso es también característico de un plan de soneto clásico y es asimismo, por su enérgica acentuación y su hipérbaton retórico, inconfundiblemente machadiano.

Un detalle, un aparente escrúpulo me parece digno de nota. El verso 7 emplea la palabra Criador en vez de la corriente Creador. Tal sucede en la primera edición, la de la Residencia de Estudiantes. En todas las demás de Espasa-Calpe se corrige por Creador. No creo que sea corrección de Machado que no querría usar una sinéresis tan dura sino de la imprenta. Por otra parte, se pierde el paralelismo con criatura. El continuo uso a lo largo del soneto de las repeticiones de palabras, ya en orden directo, ya inverso, está dentro de la más vieja tradición retórica. En este caso se justifica hondamente por el juego más profundo y atrevido del pensamiento, un pensamiento tan osado y tan sentido. Después del verso 8 con su simetría refleja y su música suspendida, viene una pausa larga y un nuevo arranque, como en tantos sonetos perfectos de los siglos áureos. Ese verso y el siguiente, 9 y 10, suenan a poesía ascética y místicastellana.

Veamos ahora otro soneto muy distinto y este, sí, dado como tal, aunque sea también libre en las rimas. Es el primero del poema de cuatro “Los Sueños dialogados”, que constituye en conjunto quizá la más alta cima o sierra de cimas alcanzada por el poeta en la forma soneto. Es del libro Nuevas Canciones, 1924.

El poema total encierra un misterio que no me propongo interpretar en este momento. Quedémonos sólo con su obertura. Como en otras poesías de Machado el poeta en tierras andaluzas evoca su más querida y vivida Castilla. Han transcurrido bastantes años. No sabemos cuándo se escribió pero parece que ha de ser después de 1917 y acaso poco antes de 1924. La visión de Soria con su Leonor muerta o viva, tan palpitante de sentimiento elegiaco e inmediato en los primeros años de su viudez, se serena ahora, se sublima y sin perder patetismo se objetiva y dramatiza: sueños dialogados. Nueva vida. Irreversibilidad del tiempo. Cuajo ¿barroco? de instantes pasados, de fugitivas dichas y dolores y hasta de crepúsculos con visiones de aurora hecha roca.

¡Como en el alto llano tu figura

se me aparece! ... Mi palabra evoca

el prado verde y la árida llanura,

la zarza en flor, la cenicienta roca.

 

Y al recuerdo obediente, negra encina

brota en el cerro, baja el chopo al río;

el pastor va subiendo la colina;

brilla un balcón de la ciudad: el mío,

 

el nuestro. ¿Ves? Hacia Aragón, lejana,

la sierra de Moncayo, blanca y rosa ...

Mira el incendio de esa nube grana,

y aquella estrella en el azul, esposa.

Tras el Duero, la loma de Santana

se amorata en la tarde silenciosa.

Este primer soneto me interesa por su movimiento singular y como cinematográfico. ¿Estamos en el sur o en el “alto llano”? El poeta sabe que vive en paisaje más meridional, pero la aparición de la figura de Ella le hace evocar, conjurar para que aparezcan el prado verde y la árida llanura, etc. La sustitución de lo presente real por lo aparecido no se limita a un deslizar de vidrio de colores por la ranura de linterna mágica que cubre de una vez la anterior vista tapada, sino que, más sutil, más prodigiosa y humanizada, pone en movimiento separada y sucesivamente, obedientes al recuerdo, a la negra encina y al chopo y al pastor y enciende de un reflejo de luz de poniente el balcón soñado. El hechizo de la metamorfosis lenta y como en un gradual truco de pantalla de cine, pero con una precisión que impide toda borrosidad y por oso resulta más musical y aun danzada que fotográfica, gana uno tras otro los versos del soneto, y la emoción del poeta se comunica al lector de modo irresistible.

El eje del soneto es el verso octavo. En él culmina la excelsitud del ritmo y su asombrosa fidelidad para plegarse a lo más secreto del corazón del poeta. Porque en vez de reposar en la pausa natural tras los cuartetos, se anticipa el quiebro con dos puntos expectantes que apresuran el latir con su momentánea indecisión. En seguida, en despeñada identificación que se confirma y enriquece con la intromisión de la amada, se pasa insensiblemente de cuartetos a tercetos. La bisagra se ha escamoteado de su sitio justo, y sin saber cómo estamos en el declive final y el soneto, el poema, con la exclamación inesperada “el nuestro”, nos centra ya en plena realidad maravillosamente colorida y sintetizada. Pocas veces el paisaje de Soria ha sido por el propio poeta tan apresado y pintado para siempre como en estos seis versos. El ritmo se ha ido haciendo más delicado y tierno, como si el poeta hablara directamente a Leonor y quisiera evitar toda elocuencia resonante.

En contraste el segundo soneto empieza a lo Quintana con una interrogación retórica: “¿Por qué, decísme, hacia los altos llanos” y en general todo lo que sigue está impregnado de la más machadiana trascendencia querida y proclamada, pero tan verdadera, tan sentida, que nos desarma y nos sobrecoge. Este primer soneto es de una riqueza evolutiva y de una perfección rítmica con su técnica de anotaciones y sus variaciones de toque y de pulsación que raya en el milagro. Poesía descriptiva pero narrada, tiempo espacializado y espacio temporalizado, toda en movimiento que se espiraliza y remansa finalmente en la conclusión. Mal lo iba a pasar Lessing para laocoontizar a propósito de poesía tan sencilla y tan compleja.

No ha escrito Machado un soneto más clásico que el dedicado “Al gran Cero” por boca de Abel Martín, Cancionero apócrifo. Al decir clásico quiero referirme a su arquitectura, a su línea y no precisamente a su juego de rimas que, como en la mayor parte de los suyos, desobedece a la unidad de los cuartetos en octava.

Y el caso es que no le hubiera costado ningún trabajo continuar con rimas tan fáciles y pobres como la ada y la ía del primer cuarteto. Que no siguiera con ellas revela la ninguna importancia que el poeta daba al respeto a la tradición en este punto.

¿Añadiremos nosotros que es una pena que no se la diera? Querámoslo o no, la fuerza de gravedad atractiva de la tradición es inmensa y siempre nos causará cierto desasosiego el ver a un poeta acercarse tanto a una forma perfecta para luego negarse a esposarla.

Cuando el Ser guese es hizo la nada

y reposó, que bien lo merecía,

ya tuvo el día noche, y compañía

tuvo el hombre en la ausencia de la amada.

 

Fiat umbra! Brotó el pensar humano.

Y el huevo universal alzó, vacío,

ya sin color, desubstanciado y frío,

lleno de niebla ingrávida, en su mano.

 

Toma el cero integral, la hueca esfera,

que has de mirar, si lo has de ver, erguido.

Hoy que es espalda el lomo de tu fiera,

 

y es el milagro del no ser cumplido,

brinda, poeta, un canto de frontera

a la muerte, al silencio y al olvido.

Estamos ya en la última etapa de la poesía de Antonio Machado, la etapa metafísica, aunque no todas las poesías que escribe entonces lo sean necesariamente. Pero esa intención trascendente y abstracta es la que da también nuevo sentido a las otras poesías o canciones que continúan con nuevo acento las líneas anteriores postsimbolista, objetiva, sentencial y de efusión amorosa.

El soneto al gran Cero no necesita exégesis porque el propio poeta la ha hecho en prosa inmediata. El tema de la nada como núcleo de filosofía teológica venía ya siendo objeto de alusiones más o menos centrales en la poesía de Machado. Ninguna tan explicada y circunstanciada como la de cierto poema, único o doble según nos atengamos a su presentación en la revista Cervantes o inmediatamente después en la revista La Lectura. Me refiero al poema siguiente, que reproduzco de Cervantes, según allí aparece, sin separaciones.

Pensar el mundo es como hacerlo nuevo

de la sombra o la nada, desustanciado y frío.

Bueno es pensar, descolorar el huevo

universal, sorberlo hasta el vacío.

Pensar: borrar primero y dibujar después,

y quien borrar no sabe camina en cuatro pies.

Una neblina opaca confunde toda cosa:

el monte, el mar, el pino, el pájaro, la rosa.

Pitágoras alarga a Cartesius la mano.

Es la extensión sustancia del universo humano.

Y sobre el lienzo blanco o la pizarra obscura

se pinta, en blanco o negro, la cifra o la figura.

Yo pienso. (Un hombre arroja una traíña al mar

y la saca vacía; no ha logrado pescar.)

“No tiene el pensamiento traíñas sino amarras,

las cosas obedecen al peso de las garras”,

exclama, y luego dice: “Aunque las presas son,

lo mismo que las garras, pura figuración”.

Sobre la blanca arena, aparece un caimán

que muerde ahincadamente en el bronce de Kant.

Tus formas, tus principios y tus categorías,

redes que el mar escupe, enjutas y vacías.

Kratilo ha sonreído y arrugado Zenón

el ceño, adivinando a M. de Bergson.

Puedes coger cenizas del fuego heraclitano,

mas no apuñar la onda que fluye, con tu mano.

Vuestras retortas, sabios, sólo destilan heces.

¡Oh, machacad zurrapas en vuestros almireces!

Medir las vivas aguas del mundo ... ¡desvarío!

Entre las dos agujas de tu compás va el río.

La realidá es la vida, fugaz, funambulesca,

el cigarrón voltario, el pez que nadie pesca.

Si quieres saber algo del mar, vuelve otra vez,

un poco pescador y un tanto pez.

En la barra del puerto bate la marejada,

y todo el mar resuena como una carcajada.

Sobre la limpia arena, en el tartesio llano

por donde acaba España y sigue el mar,

hay dos hombres que apoyan la cabeza en la mano;

uno duerme, y el otro parece meditar.

El uno, en la mañana de tibia primavera,

junto a la mar tranquila,

ha puesto entre sus ojos y el mar que reverbera,

los párpados, que borran el mar en la pupila.

Y se ha dormido, y sueña con el pastor Proteo,

que sabe los rebaños del marino guardar;

y sueña que le llaman las hijas de Nereo,

y ha oído a los caballos de Poseidón hablar.

El otro mira al agua, su pensamiento flota;

hijo del mar, navega—o se pone a volar.

Su pensamiento tiene un vuelo de gaviota,

que ha visto un pez de plata en el agua saltar.

Y piensa: “Es esta vida una ilusión marina

de un pescador que un día ya no puede pescar”.

El soñador ha visto que el mar se le ilumina,

y sueña que es la muerte una ilusión del mar.

La chocante diferencia de presentación de este poema en Cervantes, todo unido, poema único, y en La Lectura, completamente separado en dos poesías distintas y no inmediatas, plantea un difícil problema, ¿Fue distracción de Cervantes el dar como uno lo que eran dos textos? ¿Fue posterior decisión del poeta separarlos? Yo pienso que las dos formas son auténticas y responden a sucesivos estados de la voluntad del poeta. Primero escribiría como un solo poema la totalidad que leemos en Cervantes. Luego advirtió que a partir del verso “Sobre la limpia arena en el tartesio llano” varía el tono y se hace más libre la métrica, sin dejar de continuar en lo esencial el tema. Y decide la vivisección. Finalmente, al llegar la hora del libro, dos años después al reunir sus Poesías completas, prescinde de la primera parte que sin duda le parece demasiado irónico-pedánte y se contenta con la segunda. A no ser que fuese un olvido, pero esto parece menos probable.

Pues bien, lo que en 1915 desde la playa de Sanlúcar de Barrameda se cantaba con distante ironía voluntariamente pedante de nombres de filósofos—Pitágoras, Cartesius, Kant, Kratilo, Zenón, Bergson—ahora, a la altura de los cincuenta años del poeta, se toma perfectamente en serio, se ahonda y se llega hasta el hueso mismo, en este caso pura niebla de inexistencia, de la negación del Ser. Admirable poetizar de lo que parecía más irreductible a forma y número. Por los mismos años, Miguel de Unamuno escribía a orillas del Sena su pareja de sonetos del Todo-Nada y de la Nada-Todo que, con más espacio, sería apasionante cotejar con el de Machado. Volviendo al soneto, lo que más nos admira es la palpitadora vida, la corporeidad tangible y cálida que da nuestro Don Antonio a todas las abstracciones y la felicidad constante con que encuentra imágenes y epítetos. A tal perfección contribuye eficazmente la elasticidad prieta y tensa del ritmo, con sus respiraciones, metástasis acentuales y clásicas elegancias en que se disimula el más refinado artista de endecasílabos, imbuido de lectura y educación castellana clásica.

Vencido el escollo de la exposición metafísica y paradójica de los cuartetos, trascendida no obstante a auténtica poesía, el poeta desahoga su plenitud humana y su armonía de cerebro y corazón en los maravillosos tercetos. Como en lo mejor de su mas alta poesía, Antonio Machado se eleva en esos seis versos a alturas incalculables que nos abren inmensos horizontes a la par que nos ahondan y estremecen las fibras más sensibles. El énfasis del poeta (“Tras este soneto, no exento de énfasis confiesa el mismo) culminado en su vocativo llamándose a sí mismo en el penúltimo verso y viéndose desdoblado y en la más espectacular postura, nos arrastra en su desafío y nos arrebata, sin la más mínima posibilidad de escape, a la conciencia del misterio y de la eternidad. Cada lector solitario, unido con el poeta en el banquete y el brindis, se integra en el coro humano de condenados a la vida y los tres sustantivos del último verso resuenan como el trinomio fatídico de la cena de Baltasar.

 

 por Gerardo Diego

 

Publicado, originalmente, en: La Torre: Revista General de la Universidad de Puerto Rico, núms. 45-46, enero-junio de 1964, pp. 443-454

Notas de reproducción original: Edición digital a partir de La Torre: Revista General de la Universidad de Puerto Rico, núms. 45-46, enero-junio de 1964, pp. 443-454

Agradecemos a Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

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