La cabellera oscura, poemario de Clara Silva (Uruguay)
Estudio preliminar de Guillermo de Torre
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Cuando surge una nueva voz poética tan persuasiva por sí misma como la de Clara Silva, cualquier exordio que adelante el paso a la segura belleza de sus versos debiera estimarse superfluo. Sin embargo, acontece que esta voz honda y singular, libre de resonancias inmediatas, está acordada —en lo íntimo, más allá de lo evidente— sobre el pentagrama de nuestro tiempo. Y esta simple comprobación inicial basta para que el espíritu enamorado de teorías, amigo de trazar coordenadas y enlaces, olvide todo escrúpulo de inhibición y se sienta irrefrenablemente incitado —antes de acotar los valores del libro— a prevalerse de la coyuntura para bosquejar una tarea aún inédita. Me refiero a la que supondría trazar un cuadro de la evolución cumplida en la poesía contemporánea, fijando la demarcación más rigurosa al término. Esto es, la poesía que tiene nuestra edad, la que ha crecido a la par de nuestra conciencia literaria en un lapso no muy largo temporalmente, pero sí muy rico en experiencias, variaciones y tornavueltas. Nombro así, sin más circunloquios, a la poesía del última cuarto de siglo, y que pudiera encerrarse y redondearse entre estas dos fechas precisas: 1920-1945. ¿Se ha sospechado alguna vez que las características de tal época, vista con mirada panorámica y superfronteriza, pudieran rebasar los cuatro rasgos fáciles con que suele definirse? En la entraña de los cambios operados durante tal época —y esto limitándonos al fenómeno poético, sin abarcar el ámbito mayor de las demás artes— hay algo más que inestabilidad y rebelión, que avidez y desasosiego, cosa muy distinta de exploraciones en el vacío o regresiones nostálgicas. Mas concretaré, intentando diseñar las corrientes capitales, reducidas a sus fórmulas esquemáticas, omitiendo —por una vez y en contra de mis métodos— nombres y referencias precisas, ya que esto alargaría el empeño. El sistema, por lo demás, no deja de aproximarse a aquel quimérico postulado de Paul Valéry cuando sugería escribir una historia de la literatura sin un sólo nombre propio, "concebida como una historia del espíritu en tanto que éste produce o consume literatura”; y asimismo se relaciona con cierta rama de la Literaturwissenschaft, aquella que contempla los hechos literarios en su esencia, al modo de la fenomenología, con abstracción de toda referencia nominal o geográfica. Pero sin más demora, recapitularé. "En el principio fue el verbo". Ciertamente: en el Génesis como en toda inauguración. Quiero decir que en el principio del período aludido fue la imagen, fue la metáfora: se exaltó su culto, su idolatría. La poesía quedó simplificada en sus elementos y ampliada en su ambición al fijarse esta meta: llegar a ser un “álgebra superior de la metáfora". Se rompió violentamente con la unidad temática y la secuencia lógica del poema. El resultado: una serie de imágenes voluntariamente deshilvanadas, cada una de las cuales aspiraba a aprehender una visión del universo en su perpetuo status nacens, es decir, insólita y amaneciente. Hubo por ello un imperio absoluto de lo visual, con rechazo de lo discursivo, ya que la percepción intuitiva finca en los ojos. El poeta se volcaba así sobre el mundo recién nacido, o al menos frescamente pintado, lavando sus sentidos en el olvido histórico. Complementariamente rehuía explorar el mundo de su intimidad, como si corriera el riesgo de asfixiarse en las estancias del subjetivismo, y menospreciaba clásicamente lo sentimental. Algunos otros iban más allá: compensando tantos desahucios daban entrada en sus poemas al tema moderno, a aquel mundo maquinístico, entonces deslumbrante, cuando el alba de la técnica, pero que no tardó mucho en volverse monótono. Peor aún: tal mundo hubo de sufrir el más grave quiebro y descrédito en virtud de la siniestra utilización dada por el hombre a las fuerzas del maquinismo, aplicándolas a destruir y no a crear. Tónica común, clima general de aquella poesía imaginista y metafórica era el espíritu afirmativo, jubiloso y hasta dionisíaco que inflaba sus velas. Corolario estético: negación radical de la “seriedad” del arte. El arte era un juego mental y el artista hacía retroceder hasta perderse de vista el fantasma aterrador de la infinitud. Tras el Carnaval, la Cuaresma. Después de la pleamar desbordante, una bajamar de restricciones. Hubo así inmediatamente después una reacción —excesiva como todas las reacciones. Su primer efecto: una profunda muda en lo formal: la vuelta al verso regular, a las formas métricas olvidadas. Y no a aquellas impuestas en los días finiseculares del simbolismo —alejandrino, versos impares, combinaciones estróficas libres— sino a aquellas otras que yacían arrinconadas en el desván de las preceptivas. Resurgieron de este modo como fantasmas imprevistos, como verdaderos revenants de un mundo olvidado, formas obsoletas —décimas, octavas reales... ¿Qué había pasado? El espejismo clásico, una vez más, volvía a hacer otra de las suyas, utilizando una de las tretas que siempre tienen éxito en los momentos de indecisión, cuando el pasado inmediato —en este caso, simbolismo, rubendarismo— pierde vigencia, cuando las recientes conquistas y adquisiciones —estructuras del cubismo y sus afines— aún no están bien afirmadas y se tambalean sobre un terreno movedizo. En lo temático, contra el actualismo, contra la apología de la inanidad del instante, practicada hasta el delirio poco antes, un afán de ofrecer el mundo en actitud quieta, las cosas en su inalterabilidad, despojadas de la circunstancia. Éste fue el interludio de la poesía pura. No me detendré en la evocación de sus rasgos porque son los más conocidos de este itinerario y porque ya los expuse otra vez al hablar de Valéry —quien, por cierto, nunca aceptó de buen grado la etiqueta fraguada por el abate Brémond—, pero sí habré de señalar una consecuencia, quizá todavía no bien advertida, de aquel paso. Al pretender identificarse la poesía con la plegaria y la creación poética con un estado de rapto o iluminación mística o pseudomística, el poeta quiso escalar de pronto una categoría insospechada: se convirtió en iluminado, en profeta. Y sufrió el consiguiente riesgo de desnaturalización: dejó de ser cantor, y el deleite se mudó en disciplina. De entonces arranca cierta tendencia a supervalorizar lo lírico, a rebajar las demás actividades del espíritu creador, queriendo confundir la poesía con la magia, con la religión, con la metafísica, qué se yo... Pero esta desorbitación, que ya ha suscitado alguna réplica violenta, no arranca de la etapa purista; en rigor, si quisiéramos rastrear sus orígenes habríamos de remontarnos a Shelley y a su Defence of poetry, hermosa y desaforada. .. La misma intención cobró fuerza en otra corriente que se abría paso por aquellas fechas, con signo hostil, pero muy afín en ciertos puntos. Es la tendencia que grosso modo yo apellidaría poesía de lo irracional, pues el superrealismo, que aparentemente la monopoliza, es sólo una de sus caras. En lo exterior el contraste con las consignas de orden, dadas por el neoclasicismo de la poesía pura, no podían ser más fuertes. El poeta dejaba los bancos de la escuela y volvía a la feria del mundo, quemando las más ruidosas tracas de escándalo. La forma, recién rehabilitada, quedaba otra vez hecha añicos. Aún más se abandonaba no ya la idea de perfección, sino hasta la de calidad, ah preferir exclusivamente los productos espontáneos del espíritu, cuanto más en bruto, mejor. De ahí la “escritura automática”. Igual acontecía con la parte consciente del ser: no sólo quedaba relegada, sino que frente a ella se erguía con imperio absoluto el turbio Dios subconsciente. El lírico perdía en cierto modo toda jerarquía y autonomía de tal; pasaba a ser un medio, eco o transmisor de voces oscuras más poderosas que la suya. ¿Cómo extrañarse de que en tales condiciones lo escrito, al cabo, importara poco? Se hacía residir la poesía no en lo fable, en lo inefable, en aquello que apenas se puede articular inteligiblemente, todo lo más traducir por signos o claves como en los trípodes de los espíritus. Y lo ideal, en suma, hubiera consistido en reducir la expresión a emanaciones ectoplásmicas, descartando no ya las palabras, sino hasta los más remotos signos de ellas. Teóricamente la meta era alcanzar aquel punto donde la realidad y el sueño se confunden y forman un nuevo estado, pero en realidad apenas se pasaba de aquel “inmenso desrrazonamiento de los sentidos”, que dijo Rimbaud. El resultado: la incongruencia sublimizada en sus mil formas, variantes de aquella visión tan precursora y certera de Lautréamont (que Rubén Darío, hagámosle esta justicia, hace más de medio siglo, fue el primero en aislar): “el encuentro fortuito de una máquina de coser y de un paraguas sobre una mesa de disección”. ¿Y después...? No han faltado novedades, pero a decir verdad todo lo demás han sido secuencias o rectificaciones de la extraordinaria cosecha lograda en aquellos años tan fértiles de la otra postguerra. Persisten así vestigios de irracionalismo. También de las tendencias contrarias. Porque en el arte pasa lo contrario que con los catálogos de las tiendas; la última edición aparecida no anula las anteriores. Pero el hecho descollante es que ninguna otra tendencia poética se ha manifestado luego de forma tan acusada o tan pluralmente compartida. Y, opuestamente, coexisten los extremos: de un lado, la gratuidad, el preciosismo verbal, cierto nuevo bizantinismo de sensaciones; de otro, la poesía aplicada, concebida como instrumento de subversión social. La última no es tan desdeñable como acostumbramos a creer, pues en su último alcance los medios rudimentarios de que se vale están justificados por la grandeza utópica del fin, equiparándose así con aquella otra poesía obstinada en excavar los reductos íntimos del espíritu. No es cosa de agregar una más a las innumerables definiciones que de la poesía se han dado; pero sí —como escribí otra vez— podremos excluir hoy de sus límites a cualquier obra que no lleve en su último estrato algún fermento subversivo, que no esconda entre sus repliegues algún quejido de la conciencia ante las incertidumbres del ser o ante la confusión del mundo. ¿Donde situar, con referencia a las corrientes esquemáticamente delineadas, la poesía de Clara Silva? tales líneas en modo alguno podrían considerarse como únicas o excluyentes y capaces de apresar o definir cuanta poesía ha surgido en los últimos lustros. Pues sabido es que las personalidades sobresalientes encuentran siempre medio para burlar o, al menos soslayar, las directivas que marca la época. Pero no canten victoria demasiado pronto, ante la anterior observación, los que yo llamaría atemporalistas y que so capa de atenerse a modelos sin fecha suelen caer en parodias clasicoides o dedicarse a barnizar lugares comunes. Las personalidades señeras, por muy distantes que se hallen de influjos, no dejan de reflejar en su trasfondo último el espíritu epocal, si bien asimilado, incorporándolo protoplasmáticamente a su sangre y su espíritu. Y esto es lo que ocurre en el caso de Clara Silva. Ninguna filiación concreta, ninguna influencia absorbente cabría descubrir en sus versos, ni sombra del duple o alternado reflejo —granadino o del Pacífico— a que casi todas las voces juveniles de estos últimos años han sucumbido. ¿De dónde viene, por consiguiente —podríamos preguntarnos— de qué hontanares nocturnos brota esta voz insospechada, surcada por vientos de intensa pasión, pero, al mismo tiempo, diestra en sofrenarse, tendida sensualmente hacia la vida, mas también replegada en sombras de meditación sobre los misterios últimos del alma? Como queramos o no la poesía auténtica es siempre misterio, como ningún otro arte escapa quizá más ágilmente a los cartabones de la crítica, el método determinista de poco nos valdría ahora para ir cercando y desvelando los secretos de estos poemas. Así, situados frente a la aparición de Clara Silva, habremos de descartar las referencias a su feminidad, valor sustantivo pero no único de La cabellera oscura, a su condición de uruguaya, al carácter primigenio del libro. No obstante, la segunda circunstancia, localismo geográfico que sería secundario bajo otras estrellas, no lo es bajo las que traman en el estuario rioplatense la Cruz del Sur, pues amparan ahí una tradición lírica egregia, en cuya cadena viene a eslabonarse Clara Silva (nombre real, más bello que inventado, primer octosílabo de un romance con aliteraciones: “clara silva, selva clara...”) con engarce capital, incorporando, frente a la exuberancia extravertida de otras figuras, un lirismo introvertido, de lejanías y profundidades. Y en cuanto al carácter inicial de este libro, en rigor sería poco sospechable a no declararlo, pues todo en él es firmeza y aplomo, sin los titubeos y aproximaciones que suelen presidir casi todos los nacimientos. El secreto de tal dominio no es otro que una rigurosa conciencia literaria, unido a cierto don innato de madurez, o como fruto de un proceso de depuraciones largamente sazonado. De aquí deriva, a mi juicio, el carácter más encomiable de estos poemas, aquello que los justifica íntimamente, pues sin justificación raigal no hay arte valedero. Aludo a su autenticidad, a su fatalidad en el sentido de necesidad, a su carácter de hechos líricos inevitables. Nada hay en ellos de vacación imaginativa, de alarde egotista o de impromptu espectacular. Concebidos al modo leonardesco, con “ostinato rigore”, todos responden a estados de espíritu intensamente vividos y morosamente recreados. Con razón sostenía Rainer María Rilke, en una de sus cartas a Kappus, que los versos no se hacen con sentimientos, sino con experiencias; entiéndase, experiencias íntimas, vividas y sentidas desde dentro. Tales vivencias inalienables son el núcleo de esta poesía profunda y ágil, rutilante y severa al mismo tiempo; esta poesía que no se manifiesta en chispas fugaces, sino en conjuntos arquitecturados. La cabellera oscura responde así a una visión incanjeable del mundo, surcada por el fervor y el pathos. Obedece a una cosmovisión afirmada en un principio ontológico, desde el momento en que clava sus raíces en las profundidades del ser y se adentra en esos reductos siempre problemáticos —el amor, la muerte, la trascendencia del existir. Pero todo ello hecho canto y plástica, sin pretender expresarse con elementos ajenos a los intrínsecamente literarios. Independientemente de algunos aspectos, que otros escoliastas advertirán, quiero finalmente subrayar uno de posible trascendencia. Me refiero a la reconciliación ejemplar que en las páginas de La cabellera oscura parece producirse entre dos conceptos tornados por algunos inverosímil y absurdamente antagónicos: poesía y literatura. Efectivamente, cuando en una de las fases, vertiginosamente pasadas en revista párrafos atrás, se acentuó la tendencia a depurar el poema, vaciándolo de todo elemento que no fuera la pura sensación lírica, dejándolo escueto, desnudo como la más corita Venus mitológica, hubo de incurrirse en un exceso grave: se reputó como indigno y profanador cualquier adobo de expresión, el más legítimo afeite verbal, clavándolo el sambenito de “literatura”. Tal pretensión descomedidamente purista originó una oposición artificial, una pugna exterior y violenta entre dos factores que nunca se han excluido realmente y que, antes al contrario, son mutuamente indispensables y complementarios, pues no hay poesía sin virtud comunicativa, esto es, sin literatura, por enjuta y ahilada que parezca. Quizá como cura de aislamiento ese divorcio entre poesía y literatura, después de los excesos retóricos acarreados por las secuencias románticas, tuvo su justificación y su momento. Pero ambas razones han pasado ya, después de tantos giros y tornavueltas. Dejémonos, pues, de seguir aceptando esa sofisticación ocasional. Tiene las mismas raíces confusionistas que el pleito contra la retórica. ¿Cabe algo más necio que su condenación en bloque? Hay simplemente la buena retórica —la que uno se forja— y la mala retórica —la mostrenca, la que siguen “los demás”. Y quienes más incurren en la prevención y en el abismo de la retórica son los iletrados o los semialfabetos. Que la poesía de Clara Silva esté vestida y recamada, que su oriundez femínea más que en el fondo se manifieste en el gesto; que su poesía asuma por veces actitudes de danzarina y cuide la belleza de sus actitudes y la armonía de sus líneas; que en ocasiones parezca suntuosa hasta el barroquismo y barroca hasta lo decadente, no puede constituir demérito sino virtud. Es prueba de que Clara Silva no desconfía del instrumento expresivo, señal de que cree en la perduración del verbo —según glosa uno de sus más felices poemas— y ve en él la esencia de la creación, del amor, evidenciando así cómo si todo desaparece en el limbo de donde salió, “las palabras se salvan en el tiempo”, cabalgan los espacios y desde la eternidad se quedan mirándonos como estrellas sin ocaso. |
Guillermo de Torre
Prólogo de "La cabellera oscura", poemario de Clara Silva (Uruguay)
Colección Paloma
Editorial Nova - Buenos Aires - 1945
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