Miguel de Cervantes Saavedra en Letras Uruguay
El Quijote y la
melancolía |
RESUMEN EL QUIXOTE AND MELANCHOLY
ABSTRACT Pensar en la actualidad de El Quijote es para la filosofía una cuestión delicada. Frecuentemente la filosofía ha ido a la literatura a buscar confirmación o ejemplificación de lo que ella ya sabía, como si la obra literaria fuera el envoltorio indiferente de una verdad que sólo la filosofía sabe descubrir y formular en su adecuada pureza. No sería demasiado justo con Cervantes dejarse llevar por esta especie de optimismo filosófico. Y más que lo que la obra contribuye a confirmar o a ejemplificar, habría que buscar el valor de ésta en la potencia de cuestionamiento que encierra y quizás, en primer lugar, cuestionamiento de esa forma de entender las relaciones entre filosofía y literatura, que aún parece ser tan evidente. De manera que la actualidad de El Quijote no residiría tanto en la vigencia de ciertos tópicos filosóficos que en ella se plantean (el humanismo, el conflicto de lo real y lo ideal, la tesis de la libertad, el ethos quijotesco, etc.), sino en lo que esta obra representa en tanto que obra literaria, es decir, en su existencia histórica y material, en su “radical historicidad” (Rodríguez, 2003, 405). No hay que olvidar que El Quijote se sitúa en el comienzo de nuestra propia época moderna y que en esta obra se contienen elementos muy importantes de nuestra arqueología. Muy frecuentemente se dice que El Quijote da nacimiento a la novela o a la literatura moderna, a la literatura como tal, distinguiendo lo que a partir de él surge de las “artes del lenguaje” existentes hasta entonces. Claro que no se puede interpretar esta tesis como si afirmara una relación de causalidad natural y necesaria entre esta obra y todas las obras literarias posteriores. La interpretación de la obra de Cervantes en este sentido inaugural debe más bien entenderse en términos de lo que ella ha hecho posible, en términos, pues, del a priori histórico que encierra y que abarca hasta nuestra misma contemporaneidad. De ahí la razón de su actualidad. Desde ese punto de vista, El Quijote no es sólo una obra particular sino que en ella se establecen las condiciones y las reglas de formación de otros textos, creando un espacio de discursos posibles. Dicho con la expresión de Michel Foucault (1994, 804), El Quijote “funda discursividad”, es un acontecimiento histórico singular pero, a la vez, genera una remanencia, constituyéndose en origen de historicidad. La hipótesis que quisiera defender es que el generador estructural de esa fundación de discursividad es el concepto de melancolía: la melancolía como elemento esencial o definidor de esa obra particular que es El Quijote pero también como estructura objetiva de toda obra literaria. Concepto que opera como una especie de conector o interface que vincularía de modo necesario la obra de Cervantes con la propia definición y esencia de la literatura. Es, si se quiere, la idea de Ortega (2001, 242) de que El Quijote está contenido, “como una íntima filigrana”, en toda obra literaria. Evidentemente, esta hipótesis lleva a construir el concepto del Quijote y a hacerlo desde diversos frentes, el primero de los cuales es el histórico-ideológico. Si la melancolía es definidora de la obra de Cervantes es, en primer lugar, porque el siglo del Quijote es una época melancólica. Momento en que se generaliza lo que podemos llamar un espíritu melancólico que anida especialmente en España y del que se toma pronto conciencia. Un testigo de la época, Juan Botero, describe a los españoles como “gente asaz melancólica, graves en los actos, lentos y espaciosos en sus empresas” (Cepeda, 1996, 29 ss.). ¿Será la causa, como ha sostenido M. Bataillon (1964, 39 ss.), la especial sensibilidad melancólica de los judíos conversos o, como cree Kant (1978, 157 ss.), el propio carácter español? Si, como parece, “en el siglo XVI una verdadera ola de ‘conducta melancólica’ barrió Europa” (Wittkower, 1995, 105), ese sentimiento común europeo “fragua” de modo especial en España, quizás como carácter nacional (Pujante, 2008, 407)[1]. En cualquier caso, parece que se trata de una melancolía objetiva, una “profunda melancolía del decurso histórico”, como ha afirmado Lukács (1999, 120). ¿Cómo entender el significado de ese sentimiento o conciencia melancólicos? Si recurrimos al análisis de Freud en su ensayo Duelo y melancolía (1915), la melancolía es el sentimiento general de inhibición producido por una pérdida, la de un ser amado o la de una abstracción equivalente (Freud pone los ejemplos de la patria, la libertad o el ideal). A diferencia de lo que ocurre en el duelo, en la melancolía no se sabe bien qué se ha perdido, de manera que, además, se es incapaz de sustituir el objeto amoroso por otro. De ahí que en los estados melancólicos se vea perturbado el amor propio y empobrecido el yo hasta incluso el extremo de la autodisolución[2]. Pues bien, ¿qué es lo que se ha perdido en este momento histórico de finales del s. XVI, o mejor, qué es lo que determina la historicidad como pérdida, generando esa tonalidad melancólica existencial? Se trata efectivamente de una pérdida que es difícil ubicar, de una falta que es imposible suplir, porque no es ningún objeto determinado lo que se ha perdido, sino aquello que aporta realidad y sentido al acontecer. En la época del Quijote, época de comienzo de la modernidad, se ven conmovidas las seguridades o certezas vitales que proporcionaba el fundamento teológico, extendiéndose la conciencia de que el mundo se está vaciando espiritualmente debido a que Dios lo ha abandonado. Esta es, como es sabido, la tesis de G. Lukács a propósito de la obra de Cervantes en su Teoría de la novela (1916)[3], así como la seguida por L. Goldmann en El hombre y lo absoluto (1955) a propósito del pensamiento trágico de Pascal y Racine. Empleando una expresión de J. C. Rodríguez, este horizonte melancólico general es “el inconsciente ideológico” que, plegado reflejamente sobre sí, da lugar a la historia melancólica que es El Quijote. Situar la obra en ese marco histórico evidentemente no agota su explicación ni su interpretación. Es necesario, pues, dar un paso hacia su misma inmanencia para ver en qué sentido ha plegado Cervantes esa melancolía objetiva, haciendo de ella la propia estructura de la obra. ¿Qué se cuenta en ella? El Quijote es la historia melancólica de un personaje melancólico. A pesar del consejo que el imaginario amigo da al autor en el prólogo de la obra (“Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa…”), que podría hacernos creer que El Quijote es “un antídoto de la melancolía” (Alonso-Fernández, 2005, 31), su clave profunda o estructural no es meramente ese posible carácter terapéutico. Se trata de una obra melancólica: “relato de la melancolía, concebido desde la melancolía y dirigido a los melancólicos”, afirma García Gibert (1997, 100); siendo la melancolía, como ve Redondo, “…tal vez el elemento más significativo de la creación cervantina” (1997, 132; ver también 146). La melancolía puede ser entendida como la propia identidad de Don Quijote, su rasgo esencial y definitorio, así como el hilo conductor que emplea Cervantes para construir el personaje a lo largo de la novela, de modo que la melancolía no sería sólo el estado final de su fracaso, sino un rasgo que lo define desde el principio. Es difícil imaginar que la melancolía de Don Quijote sea sólo fingida, mero artificio o, incluso, “una pose” (Aladro, 2005, 586). La melancolía es la causa concreta desencadenante de la muerte de Alonso Quijano: “Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le acababan” (II, LXXIIII)[4], pero es también tanto el temperamento natural propio de Don Quijote, como su identidad espiritual o existencial problemáticamente construida a lo largo de la obra, casi como si se tratara de una incógnita sobre quién es realmente el protagonista, que la recorriera y articulara toda entera. Como es sabido, la fuente de Cervantes para construir con verosimilitud médico-filosófica a su protagonista es el Examen de ingenios para las ciencias (1575), de Juan Huarte de San Juan, quien sigue la teoría tradicional, procedente de Hipócrates y transmitida por Galeno, de los cuatro humores (sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra) y de los cuatro temperamentos correspondientes, según predomine uno u otro de esos humores (sanguíneo, flemático, colérico y melancólico, respectivamente). En principio, los rasgos físicos y temperamentales de Don Quijote son los de un colérico: la delgadez y la sequedad, asociadas a un comportamiento impulsivo y enérgico. Pero su cólera lo hace, al mismo tiempo, melancólico. Cólera y melancolía no son rasgos temperamentales contrarios o incompatibles. El calor, según la teoría de Hipócrates-Galeno que sigue Huarte, necesario para digerir y para las demás funciones vitales, es derivado a la cabeza en las personas dedicadas a una excesiva actividad intelectual, “...de manera que el rezar, contemplar y meditar enfría y deseca el cuerpo y lo hace melancólico” (Examen de ingenios…, p. 262)[5]. Según Galeno, la melancolía puede ser “natural”, si está causada por la bilis negra que, procedente del bazo, asciende por la sangre hasta el cerebro, impregnándolo de esta perjudicial sustancia, o puede ser también una “melancolía por adustión” (loc. cit., nota 38), es decir, provocada por la combustión de la bilis amarilla a causa de un calor excesivo. Huarte recoge en su obra esta doble melancolía: “...hay dos géneros de melancolía. Una natural, que es la hez de la sangre, cuyo temperamento es frialdad y sequedad con muy gruesa sustancia, ésta no vale para nada el ingenio, antes hace a los hombres necios, torpes y risueños porque carecen de imaginativa. Y la que se llama atra bilis o cólera adusta, de la cual dijo Aristóteles que hace los hombres sapientísimos, cuyo temperamento es vario como el vinagre: unas veces hace efectos de calor, fomentando la tierra, y otras enfría; pero siempre es seco y de sustancia muy delicada.” (ibid., p. 372). Los rasgos con que Huarte describe a este tipo de melancólicos (rasgos tomados de Galeno y presentes en otros tratados de la época como el de Santa Cruz) cuadran perfectamente con la descripción que Cervantes hace de Don Quijote: “...juntan grande entendimiento con mucha imaginativa”; “Tienen el color del rostro verdinegro o cenizoso; los ojos muy encendidos (por los cuales se dijo: “es hombre que tiene sangre en el ojo”); el cabello negro y calvos; las carnes pocas, ásperas y llenas de vello; las venas muy anchas”[6]. Don Quijote es, pues, un melancólico por adustión. A causa de la excesiva lectura y de la falta de sueño, incrementa el calor de la bilis amarilla, en él predominante, tanto que llega a convertirla en bilis negra, secando su cerebro y perdiendo consiguientemente el juicio, aunque en Don Quijote eso se traduzca en la hipertrofia de su imaginación y en una especial penetración de su entendimiento. Ese paso de colérico a melancólico se ve confirmado por el propio desarrollo argumental de la obra, que lleva a Don Quijote, en un proceso de melancolización creciente, hasta una muerte causada, como hemos dicho, por la melancolía. Pero más que tratarse de una evolución simple en que la melancolía representaría el estado terminal coincidente con la cordura y, por tanto, con la curación de su mal, se trataría de una acentuación de la componente melancólica en un temperamento “híbrido” (García Gibert, 1997, 99) colérico-melancólico, que se define más bien por la fluctuación de esos estados o, incluso, por la forma en que el rasgo melancólico sobrepuja al impulso colérico convirtiéndolo en un impulso productivo espiritualmente[7].
Que la cordura final no tiene por qué ser
interpretada como el resultado de una evolución en que la locura
colérica cedería el puesto a la melancolía, es algo que, indirectamente,
confirma el caso, aducido por Huarte, de un tal Luis López, loco
cortesano que, a causa de una “calentura maligna de tabardete”, vio cómo
su falta de juicio se trocaba en “tanto juicio y discreción que espantó
a toda la corte; por la cual razón le administraron los sacramentos y
testó con toda la cordura del mundo; y así murió invocando la
misericordia de Dios y pidiéndole perdón de sus pecados.” (op. cit., p.
305). El caso guarda una analogía con el propio Don Quijote[8].
Aducido por Huarte junto a otros, su sentido es mostrar que por efecto
del calor o de una mudanza en la temperatura, una persona puede adquirir
capacidades que antes no poseía, incluso cambiar sus cualidades en las
contrarias: “Y es que si el hombre cae en alguna enfermedad por la cual
el celebro de repente mude su temperatura (como es la manía, melancolía
y frenesía) en un momento acontesce perder, si es prudente, cuanto sabe,
y dice mil disparates; y si es necio, adquiere más ingenio y habilidad
que antes tenía.” (ibid., pp. 304-5). Huarte relata casos en que surgen
repentinamente una desconocida elocuencia y dotes poéticas antes
inexistentes, debidas a la acción del calor sobre el temperamento: “Esta
frenesía se causó de mucha cólera que se empapó en la substancia del
celebro; el cual humor es muy apropiado para la poesía.” (ibid., p.
306.) Estas ideas son comunes también (quizás por influencia de Huarte)
en tratadistas de poética de la época como López Pinciano pero, como se
sabe, el tema de cómo el furor poético recae en personas necias o
desconocedoras de las reglas del arte, está en Marsilio Ficino y en el
mismo Platón[9].
La cordura final de Alonso Quijano podría no significar su curación
definitiva a causa del fracaso de su identidad imaginaria, sino ser
todavía efecto del calor que exaltaba su temperamento hasta el extremo
máximo de la melancolía, lo que haría de Alonso Quijano sólo la
identidad ficticia, hiperquijotesca, del protagonista, el único
que es real desde el punto de vista existencial-espiritual. Su
entusiasmo mismo le llevaría a la cordura y a la muerte: Alonso Quijano
sería sólo el espectro de Don Quijote, su reaparición obstinada más allá
de sí mismo, en la forma de lo que podemos denominar, con la expresión
de Ortega y Gasset (1969, 163), el “esfuerzo
puro” absoluto. El destino del héroe no es desmentido ni malogrado por
“el aparente fracaso final”[10] La causa de la melancolía de Don Quijote es la desmesura de su voluntad. Ortega: “...¿adónde puede llevar el esfuerzo puro? A ninguna parte; mejor dicho, sólo a una: a la melancolía. Cervantes compuso en su Quijote la crítica del esfuerzo puro.” (ibid., 165). No olvidemos que Don Quijote, creador de sí mismo a través de sus hazañas, lleva a cabo su autoposición en la forma de una acción “soberana” (en el sentido de G. Bataille) que no pretende asegurar o salvar la vida sino exponerla a la herida irrestañable de su finitud. Podría decirse que en la obra cervantina se pone en marcha una dialéctica de la voluntad desmesurada cuya intransitividad la sitúa al margen de su utilidad o de sus logros, incluso de su motivación (hay que recordar la “locura sin causa” de la penitencia en Sierra Morena en I, XXV). Voluntad que se determina sólo por la intensidad, hasta el punto de poder convertirse en voluntad de muerte. La medida de esa voluntad sin medida no es la realidad de aquellas cosas que constituyen nuestro mundo habitual sino más bien la irrealidad de lo posible. Como ha visto Ernst Bloch, razón por la que para él Don Quijote es la figura utópica por excelencia, “El donquijotismo es una referencia que no aprende nada, que no es mediada en ningún punto...”, lo que hace de él expresión de una “esperanza incomparable” (Bloch, 1986, 126)[11]. El “ansia de inmortalidad” quijotesca, de la que habla Unamuno, no es realmente sólo una causa de la melancolía, sino que es el impulso sublime que la define y que hace de ésta mucho más que un estado patológico o que un estado de ánimo. Kant vio esa especial sensibilidad para lo sublime, que es propia de la melancolía. El hombre melancólico, afirma, “...no está tan sujeto a la inconstancia de las cosas exteriores”, su conducta se rige por principios, preocupándose poco de la opinión ajena, posee un acendrado sentido de la justicia y es un luchador por la libertad, hasta el punto que “su firmeza degenera a veces en obstinación”[12]. Realmente, la descripción que Kant hace del melancólico podría ser el retrato casi perfecto de Don Quijote. El melancólico, afirma, da a todo una importancia desmedida, por lo que “medita profundamente sobre todas las cosas”[13]. Pero incluso hasta el punto de elevarse sublimemente por encima de los propios intereses vitales. Schopenhauer ha sido quien lo ha planteado radicalmente: “…[cuando] se aleja, y se violenta para desasirse de su voluntad y de las relaciones de ésta, y abandonándose a la contemplación, mira con calma, como puro sujeto de conocimiento y fuera de toda volición, esos mismos objetos tan temibles; cuando en estas condiciones, concibe únicamente la Idea, pura y sin mezcla de relación alguna, cuando se adhiere con placer a su contemplación, cuando en consecuencia se eleva por este mismo hecho sobre sí mismo, sobre su personalidad y su querer, entonces le invade el sentimiento de lo sublime”[14]. Pero Don Quijote no representa exactamente a este esteta schopenhaueriano, contemplador embargado apenas un instante por el sentimiento de lo sublime, sino al melancólico héroe que, yendo mucho más lejos que el primero, es capaz de elevarse por encima del mundo hasta descubrir su secreto, cosa que sólo es posible, según el filósofo alemán, a través del esfuerzo totalmente desmesurado, más allá de la voluntad de vivir (“metamorfosis trascendental” lo llama), que le lleva a estar más allá de sí mismo y de toda realidad mundana particular, incluso de su propia vida, abandonándose, como Don Quijote, a la irrealidad ultrarreal de la muerte. El concepto de melancolía, como veíamos al principio, es el conector que liga la inmanencia de la obra, lo que en ella se cuenta, con el espacio exterior de los acontecimientos históricos y, en particular, con la manera en que son plegados en ella. Pero también es lo que vincula esa interioridad de la obra con el espacio de discurso que ella hace históricamente posible, al producir un plegamiento antes inexistente, espacio que llamamos literatura moderna. En ese concepto de melancolía, pues, se reúne aquello a lo que responde Cervantes y su respuesta original, la exterioridad tal como es transfigurada en el interior de la obra y la proyección efectiva de la inmanencia literaria hacia el exterior histórico. Habría, entonces, que situar en el devenir histórico de ese concepto, en la historia de la melancolía, el lugar que la melancolía cervantina ocupa y la operación particular por la que ha sido capaz de generar un espacio discursivo en el que aún nos encontramos en la actualidad. Sobre todo, esto es relevante si, como ha sostenido R. Bartra (2001, 151-196), en la eclosión del tema de la melancolía en la Europa del s. XVII, El Quijote tiene un papel especialmente importante en el proceso de transvaloración dialéctica de los valores tradicionales, es decir, en la readaptación del canon antiguo de la melancolía a nuevas necesidades que introducen por debajo de antiguos conceptos un sentido y una funcionalidad nuevos. El cambio general que en esta historia de la melancolía se produce en la modernidad es la transformación de su sentido negativo medieval (por ejemplo S. Isidoro busca la etimología de melancholicus en malus), en una melancolía entendida como algo noble y positivo, concepción que está en el origen del concepto moderno de genio, como han mostrado en su obra ya clásica, Saturno y la melancolía (1964, ed. esp., 1991), Klibansky, Panofsky y Saxl. La melancolía es, en general, concebida en la edad media, como producida por la salida del hombre del paraíso (por ejemplo, así la entiende Hildegarda de Bingen, en el s. XII) y es frecuentemente identificada con la acedia, mixto entre enfermedad y pecado, consistente en la tristeza que un excesivo e impaciente anhelo de Dios puede causar en las almas contemplativas hasta el punto de hacerlas desesperar de esa ansiada vuelta al cielo. Es importante detenerse un momento en este concepto medieval de acedia. Los autores eclesiásticos le dieron una gran importancia al definir el modo de vida, las reglas o técnicas de sí que instituyen la vida eclesiástica. Así, por ejemplo, Casiano (s. V) se refiere al peligro que representa este “demonio meridiano”, que afecta al hombre religioso, provocándole “...un horror del lugar en que se encuentra, un fastidio de la propia celda y un asco de los hermanos que viven con él, que le parecen ahora negligentes y groseros.” (Institutis cœnobiorum, 1, X). La acedia le infunde al monje la desconfianza de que pueda sacar algún provecho de su espíritu y le impide permanecer en paz en su celda, convenciéndose de que “...si se quedara en ella, encontraría allí la muerte”[15]. Se trata, entonces, de un rechazo de lo espiritual que posee un componente sensual: el acedioso busca satisfacer su voluntad individual en las cosas espirituales y, al no conseguirlo, huye ellas. La acedia es, entonces, contraria a la renuncia de la voluntad a sí misma, propia de este régimen religioso de obediencia al maestro, e impide la dirección adecuada de la contemplación hacia el bien supremo, introduciendo la concupiscencia en nuestro espíritu. Precisamente el examen de sí mismo que estas técnicas de vida cristianas están definiendo, tiene como misión hacer posible un desciframiento de los pensamientos más íntimos con objeto de distinguir aquellos que nos distraen de la contemplación de Dios y nos alejan de él, una hermenéutica de sí que la acedía impide[16]. Tomás de Aquino hace de la acedia un pecado que, consistente en la “tristeza del bien espiritual” (Suma Teológica, II, IIae, q. 35, art. 1), posee una gravedad extraordinaria (hasta el punto de ser considerada un pecado capital) al encerrar en su núcleo la tristeza por el propio bien divino: “La acedia no es el alejamiento (recessus) mental de cualquier bien espiritual, sino del bien divino.” (loc. cit., art. 3)[17].[17] Supone, pues, una pérdida de la referencia trascendental o de la relación con lo divino, entendido como lo irreductible al mundo visible, y sería, en definitiva, el signo de lo que podríamos llamar impiedad. En el renacimiento, la melancolía se transforma en algo positivo gracias a un factor fundamental: la reactualización del concepto aristotélico de melancolía, contenido en los Problemata XXX, y su identificación con la manía divina del Fedro platónico por obra de Marsilio Ficino. Para Aristóteles, la melancolía es un rasgo temperamental característico de los hombres excepcionales (peritoi), de “...todos los que han sobresalido en la filosofía, la política, la poesía o las artes”. La atribuye a muchos héroes y “...entre los hombres de tiempos recientes, Empédocles, Platón y Sócrates, y muchos otros hombres famosos, así como la mayoría de los poetas.” (en Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991, 42-53). Es, dice Aristóteles, “...como se elevan las sibilas y los adivinos y cuantos están inspirados por los dioses.” (loc. cit.) y todas las personas melancólicas reciben a causa de su condición natural “grandes regalos”. Efectivamente, parece que la fuente de Aristóteles es el Fedro platónico (244a - 245c), lugar donde, como es sabido, Platón pone en boca de Sócrates la doctrina de la manía divina, “...don que los dioses otorgan, [y del que] nos llegan grandes bienes.”[18], y que está presente en la sibila, en los augures, los poetas y los enamorados, representando en todos ellos un “aliento divino” (p. 337) capaz de inspirarles las más “bellas obras” (p. 339). Claro que Aristóteles había reinterpretado en clave naturalista a Platón, de modo que el hombre genial no se explicaba ya por la irrupción de fuerzas trascendentes sino por la constitución temperamental melancólica. La reactualización del concepto aristotélico de melancolía en el renacimiento, realizada por Ficino, se opera en el contexto platónico/neoplatónico en que se mueve la Academia florentina. Si la intención de Ficino es reinterpretar las diferencias entre Platón y Aristóteles como diferencias puramente verbales, ese núcleo que él considera común es fundamentalmente platónico. En todo caso, lo que no acepta es la interpretación meramente naturalista de Aristóteles, de modo que la melancolía de los Problemata está puesta al servicio de la tesis platónica del impulso hacia lo divino, en la que se puede resumir lo que, a su juicio, es el centro del platonismo (no olvidemos, además, que Ficino traduce y comenta el Fedro en 1475)[19],. La melancolía, entonces, obliga al pensamiento a penetrar en lo más profundo (según la idea humanista de una vita speculativa), así como lo eleva a la comprensión de lo más alto, a la divina contemplación. Sería propia, según Ficino, de mentes que, apartadas de los estímulos exteriores y del mundo presente, están atraídas hacia lo trascendente, hasta el punto de que en ese ascenso contemplativo hacia lo divino el alma “deviene Dios”[20]. Lo que con esta reactualización de Aristóteles/Platón se hace posible es que la melancolía deje de ser meramente un temperamento o un estado de ánimo y, por supuesto, una patología, para convertirse en fuerza intelectual y en potencia de creación. En su De vita triplici (1482-89), Ficino estudiaba detenidamente “las causas que hacen que los hombres de letras sean melancólicos”[21], proponiendo los “cuidados de salud” necesarios para el régimen de vida de estas personas que superan “…a veces en ingenio a todos los demás hombres en un grado tal que más parecen divinos que humanos.” (p. 27). No obstante, Ficino es sensible aún a la posibilidad de que la melancolía llegue a ser en algunos casos una dañina enfermedad en la que se encerraría una “sospecha contra la vida” (Théologie platonicienne…, p. 286), una duda radical acerca de la naturaleza inmortal del alma, especie de impiedad semejante a la que Tomás de Aquino también adivinaba en la acedia. Esta bipolaridad de la melancolía (impulso religioso de trascendencia, retraimiento impío y patológico en la inmanencia) estaba ya en la acedia. G. Agamben ha mostrado que realmente la acedia no es el cese del deseo de trascendencia (tal como ha podido pensarse después, en la modernidad, al identificar la acedia con la pereza), sino la conversión del objeto de ese deseo en algo inalcanzable o perdido, con la intención paradójica de apropiárselo de esa forma. Según el autor italiano, más que la transformación de una acedia simplemente negativa en una melancolía positiva, lo que se produce en el renacimiento es una reactualización de este complejo ambivalente presente tanto en la acedia como en la melancolía, de modo que la melancolía sería la “heredera laica de la tristeza claustral” (Agamben, 2001, 42). Es entre el último tercio del siglo XVI y el primero del XVII cuando se produce, en palabras de García Gibert (1997, 74), “una generalización y popularización”, una auténtica puesta en discurso de la melancolía (análoga quizás a la que ocurrió en el s. XIX con la sexualidad), lo que muestra cómo se convirtió en un punto de problematización especialmente sensible y, por ello, en un lugar de producción o de renovación histórica privilegiado. Ciertamente, “una moda” de la melancolía pero bastante más que un mero epifenómeno del espíritu de la época. Proliferan toda una serie de tratados como los de T. Bright (1586), J. Ferrand (1610), R. Burton (1621) y, en España, de modo más sobresaliente que en el resto de Europa, hasta el punto de dar lugar a un verdadero “debate sobre la melancolía” (Gambin, 2008), los tratados de Pedro Mercado (1558), Alonso de Santa Cruz (publicado póstumamente en 1622), Juan Huarte de San Juan (1575), Andrés Velázquez (1585) o Freylas (1606). En esos tratados sobre la melancolía se coincidía en analizarla desde el marco de la teoría médica humoral pero considerándola como fuente de energía espiritual o, si se quiere, potencia de carácter trascendental. El Examen de ingenios de Huarte es quizás el que, por su novedoso enfoque y por su gran influencia, da lugar a un cambio apreciable en la percepción analítica de la melancolía desde el marco médico-patológico a una comprensión de la misma como carácter y sentimiento[22]. Curiosamente es también época de proliferación de tratados de poética como los de Robortelli, Tasso, Cinthio o, en España, López Pinciano, y quizás se pueda hablar del proceso de relevo de la problematización médica de la melancolía por su exploración en la literatura (Gambin, 2008, 230). Este devenir literario de la melancolía refleja muy probablemente la manera en que la difícil y dolorosa adaptación de las modernas individualidades a su mundo social “se resuelve en la gloria de la literatura” (Peset, 2005, 187). Se nos escaparía lo fundamental, sin embargo, si no advirtiésemos que lo que hace de la melancolía un lugar especialmente importante de problematización es la experiencia de negatividad radical que encierra y en la que este comienzo de la modernidad no puede dejar de mirarse para reconocerse en un rostro alienado. En esa experiencia de negatividad es, posiblemente, donde acedia y melancolía coinciden en su ambivalencia, al representar ambas un retraimiento (recessus) que, al mismo tiempo, espolea al deseo fijándolo en lo inalcanzable. En su hermenéutica de este complejo acedia/melancolía, Agamben ha mostrado que en ellas se trata de una estrategia de apropiación de lo inapropiable, una fuga en la que se produce la epifanía negativa de lo inasible[23]. Pero si bien la negatividad es propia tanto de la acedia medieval como de la melancolía moderna, esta última presenta una radicalidad que le permite generar nuevas realidades históricas, tales como la literatura moderna. La experiencia de negatividad, inseparable del impulso de trascendencia, tiene que ver con la relación entre la melancolía y la muerte, con la relación que los hombres de estos siglos mantenían con la presencia en la vida de la muerte, de modo que el cambio en el concepto de melancolía ha de estar relacionado con el cambio que la concepción de la muerte ha sufrido en el comienzo de la modernidad. P. Ariès (1983) ha mostrado que la melancolía medieval es el estado de tristeza y abandono en el mundo (tristitia sæculi) causado en último término por la muerte, por su amenaza, que es concebida como un acontecimiento exterior al mundo y a la vida, que irrumpe en ella de modo puntual e impresionante. Ese abandono en el mundo es, por ello, pecaminoso: representa lo que en la segunda mitad de la edad media se llamará avaritia, el amor desmesurado por las cosas de este mundo, resultado de la perversión del deseo de trascendencia, que le hace buscar poseer lo que sólo debería ser contemplado y, para ello, lo da por perdido y lo interioriza negativamente en el mundo. Tomás de Aquino lo había visto: la tristeza “…lleva al hombre a apartarse de lo que le entristece y también le hace pasar a otras cosas en las que encuentra placer, lo mismo que quienes no pueden gozar de las delicias espirituales, se enfangan en las del cuerpo, como escribe el Filósofo en ética X” (Suma Teológica, II, IIae, q. 35, art. 4). En el renacimiento se inicia un proceso de inmanentización de la muerte, según ha mostrado Foucault (1967, 31 ss., 368), por el que ésta ya no va a ser puntual, externa y final, sino que va a ser entendida como algo constante, interna a la vida y al mundo. De ahí que la melancolía, en su relación con la negatividad de la muerte, ya no sea signo de una nada exterior al mundo que accidentalmente se introduce en él, ante la cual el espíritu se retrae como vía para conjurarla. Se trata ahora de una nada que habita positivamente el mundo. El sentimiento de “la presencia constante y difusa de la muerte en el corazón de las cosas” (Ariès, 1983, 276), se convierte en impulso melancólico de trascendencia: conciencia de vanidad y anhelo de absoluto[24]. Esa negatividad radical que se encierra en la experiencia moderna da a la melancolía una potencialidad nueva: la de generar un espacio real a través de la articulación de la irrealidad misma que atraviesa el mundo. En el barroco, momento en que probablemente ya ha pasado de moda el “artista melancólico” (Wittkower, 1995, 108), se produce sin embargo la generalización y la concentración reflexiva de la melancolía en su núcleo de vacío, “…la muerte y vida han intercambiado sus papeles” (Ariès, 1983, 277), de modo que la melancolía ya no estará causada por la muerte sino por el mundo que, atravesado de muerte, se ha vuelto sospechoso de estar vacío. Esta idea, como se recordará, está condensada de modo ejemplar en el pensador barroco Baltasar Gracián, quien en el aforismo 211 de su Oráculo manual (1647) afirma: “Este mundo es un zero: a solas vale nada; juntándolo con el Cielo, mucho”. El barroco es el intento desesperado de rellenar ese vacío, de salvar el ideal teológico de modo que pueda comunicarse una presencia espiritual (aunque sea por proyección, como lo intenta el otro gran pensador barroco, Leibniz) a un mundo que la está perdiendo[25]. Eso explica que en la gran novela alegórica de Gracián, que es El criticón (1657), la melancolía conduzca a un desengaño cuya verdad es incompatible con la vida, verdad que sólo puede ser dicha, en cierto modo, desde fuera del mundo. ¿Cuál es el lugar que El Quijote ocupa en esta historia de la melancolía? Y, ¿en qué consiste lo específico de la operación que esta obra realiza y de lo que ella hace posible? En la melancolía del Quijote se aúnan la experiencia de la negatividad interna del mundo y el impulso de trascendencia, elementos definitorios de toda melancolía. Pero Cervantes no ha traducido esa experiencia y ese impulso (y de ahí que El Quijote no se pueda considerar como una obra barroca) en el intento de relleno o de restauración de la presencia. La invención de Cervantes ha sido transfigurar esa ausencia en la apertura productiva de un espacio de cuasi-presencia (o de diferimiento de la presencia, de différance), que es la ficción literaria: espacio trascendental sin trascendencia metafísica, horizontal y abierto hasta el infinito. Cervantes ha construido su obra a partir de una melancolía que, operando sobre esa otra melancolía, digamos “trascendente”, “inquietud del hombre causada por la proximidad de lo eterno”, de la que habla R. Guardini (2001, 19), queda convertida en inquietud por la distancia inherente a toda proximidad, convertida en el impulso hacia lo absoluto a través de su huella y de la huella de su huella. Construcción, pues, a partir de una transformación singular del concepto de melancolía. Es este principio constructivo lo que podríamos denominar estructura melancólica del Quijote. Se trata, pues, de una construcción que se levanta sobre una ausencia de realidad fundamental, gracias al impulso melancólico trascendental que esa ausencia genera, como si el no-ser fuera transfigurado en la obra en realidad y verdad literarias. La melancolía del Quijote, pues, como factor generador de la literatura moderna[26]. Esa estructura melancólica define lo que aún hoy entendemos como literatura. Con El Quijote surge una obra literaria plenamente consciente de la verdad propiamente literaria y de su propia realidad como literatura[27]. Por una parte, la verdad propia de la ficción literaria, mixto de historia y poesía, “ficción real” o “narración de la prosa de la vida” (Rodríguez, 2003, 142), ya irreductible a simple mentira y tampoco medible con la idealidad de la verdad, se asienta en la “mirada literal” del escritor, el cual se convierte en la autoridad disciplinaria que legitima el discurso literario más allá de su carácter alegórico o ejemplar. Por otra parte, la realidad material, efectiva, de la propia literatura, se hace visible por la aparición, en la segunda parte de la obra, de lo que podemos llamar siguiendo aún la propuesta de J. C. Rodríguez, la “mirada literaria” (op. cit., p. 245). Esta toma de conciencia de la existencia de la literatura se convierte, se podría decir, en el a priori imprescindible para la generación del propio espacio literario: toda obra es posible si presupone que hay otras obras a las que responde o repite, de ahí que, en algún sentido, todos los libros sean verdaderos y exijan una fe (exigen creer en ellos). Pero, a su vez, la conciencia de la existencia material o real de la literatura sólo es posible sobre la base de una ausencia que, en el movimiento en que se hace visible como tal, genera, en una especie de intencionalidad melancólica sin cumplimiento posible, el espacio mismo de la literatura. De modo que la existencia de la literatura es posible sólo si no hay un único libro verdadero, el Libro: todos los libros presuponen su ausencia, ya que sólo pueden aparecer y tener sitio en el hueco dejado por ella. Todos los libros son verdaderos porque todos ellos están animados por ese impulso melancólico, imposible de cumplir, imposibilidad de restaurar la presencia originaria, aun sabiendo que esa aspiración sólo puede conducir a la posposición infinita y, gracias a ello, al infinito literario. Hasta este momento histórico, las obras de lenguaje (no diremos “literarias”) estaban todas referidas a ese libro previo, a ese lenguaje que tenían la misión de restituir o de traducir con ayuda de la retórica. La literatura (moderna) surge cuando la obra ya no significa ese lenguaje absoluto y se limita a dejar oír “...el infinito del murmullo, el amontonamiento de las hablas ya dichas” (Foucault, 1996, 79)[28]. Los episodios, las aventuras contadas por Cervantes, conforman la fábula que narra la obra. Junto a ella, Cervantes construye una “trasfábula” en la que se está definiendo y haciendo de alguna forma visible el invisible espacio de la literatura que esta obra, en gran medida, inventa. Ciertamente, en la época de Cervantes se está tomando conciencia de que la literatura es una fuerza social poderosa, conciencia de que posee la realidad o la efectividad de un hecho histórico, al mismo tiempo que se está tomando una mayor conciencia crítica de propia la práctica literaria. La “objetividad crítica” (Riley, 1989, 79) que Cervantes pone en juego en la obra y que desplaza hacia el autor mismo la autoridad antes residente en las reglas poéticas y retóricas, es muestra de ello. Pero la presencia constante del nivel metaliterario en la obra, la parodia de los libros de caballerías (mezcla de crítica y respeto cuya misión es producir una verdadera simulación del Libro Primero), la introducción, en definitiva, de la pregunta ¿qué es literatura? en el centro mismo de la obra, indican que lo que El Quijote está haciendo es narrar la génesis del espacio literario moderno como hueco abierto por una ausencia. La melancolía provocada por esa ausencia pone en marcha a la palabra literaria, palabra animada por la tarea imposible de rellenar ese vacío y que adquiere un poder cada vez mayor, a medida que su fracaso abre más ese vacío y amplía el espacio de su posibilidad imposible. La literatura estaría marcada por esa conciencia melancólica profunda de que “un día, los dioses se retiran...” (Nancy, 2001), que no hay un mundo inmediatamente revelado o accesible directamente, sino que sólo se puede acceder a las cosas por el largo desvío de las palabras. Palabras que intentan vanamente restaurar la presencia al mismo tiempo y en el mismo gesto en que testimonian la ausencia que les permite decir algo: condición absenteísta o estructura melancólica de la literatura. Sintéticamente, podrían enumerarse los rasgos definitorios de esa estructura melancólica que hace de la obra literaria una obra quijotesca: En primer lugar, la reflexividad o ironía: La ausencia sobre la que reposa toda obra literaria actúa dentro de ella como un principio crítico que la socava internamente, al mismo tiempo que como centro de irradiación que la hace surgir. De manera que puede sostenerse (así lo han hecho Maurice Blanchot y Michel Foucault, entre otros) que el tema único y fundamental de toda obra literaria es la propia literatura (esto es evidente a propósito del Quijote y quizás un rasgo estructural profundo en otras obras literarias modernas) y que la pregunta “¿qué es la literatura?”, más que una cuestión de crítica literaria o de teoría de la literatura, está encerrada en la obra como su propia estructura generadora. La reflexividad de la obra literaria es, entonces, la introducción de la distancia irónica en su centro: la ironía no sería sólo un procedimiento intencional del autor sino, como ha mostrado W. Benjamin en su interpretación de los primeros románticos, “ironía objetiva” (Benjamin, 1988, 126), consistente en la destrucción de la forma de la obra singular en virtud de su referencia interna a lo incondicionado o Idea del arte o de la Literatura. La ironía es el lenguaje, la objetivación, de la melancolía, de modo que la literatura, al hacerse obra, se convierte en esencialmente irónica[29]. Segundo rasgo, la trascendentalidad o carácter ontológico: La reflexividad de la obra literaria la convierte en algo impotente o intrascendente pero, al mismo tiempo, y precisamente por ello, esa obra adquiere un extraño poder. Poder de veridicción o de producir verdades, por el que la obra literaria, más que iluminar aspectos concretos o dimensiones de un mundo constituido o presente, permitiría paradójicamente ver “el secreto del mundo” (Schopenhauer), aquello que como telón de fondo invisible es condición de las cosas presentes visibles. Poder también de trascendencia por el que la obra literaria está en cierto modo más allá del mundo: no un más allá metafísico (como si la obra literaria fuera la revelación del Fundamento), sino un más allá inmanente al mundo, más bien, el espacio de exterioridad o de vacío que habita lo real y que le permite estar abierto a su propia creación (libertad del ser). Tercero, la libertad o el “esfuerzo puro”: La obra literaria, dotada de ese extraño poder, se convierte en la objetivación máxima del “esfuerzo puro”, de nuevo tomando prestada la expresión de Ortega. Objetivación máxima de la acción cuyo valor no está en el resultado, ya que es una acción intransitiva, sino en su dificultad o absolutez, precisamente la que es propia de la acción de crear o recrear el mundo. La escritura literaria, ejemplarmente definida en El Quijote, por tanto, toda escritura literaria, es la acción heroica, acción quijotesca pura, movida por un impulso de absoluto que, por ser un impulso melancólico, está más allá del absoluto mismo: acción revolucionaria por excelencia. NOTAS Top
BIBLIOGRAFÍATop
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ensayo de Javier de la Higuera Espín
Departamento de Filosofía II,
Universidad
de Granada
jdelahiguera@ugr.es
Publicado, originalmente, en:
Arbor
: ciencia, pensamiento y cultura
Vol. 189 Núm. 760 (2013)
Arbor : ciencia, pensamiento y cultura es una revista general del Consejo Superior de Investigaciones Científicas
Link del texto: https://arbor.revistas.csic.es/index.php/arbor/article/view/1556 / http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2013.760n2001
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