Francisco Brines y la tradición clásica: El otoño de las rosas
por María Elena Curbelo Tavío  / Gregorio Rodríguez Herrera

Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, España

Resumen

Francisco Brines (1932-2021), Premio Cervantes 2020, publica en 1986 el poemario El otoño de las rosas, en el que, alejado ya de la poesía social del grupo poético de los años 50, se adentra en la temática amatoria. En este trabajo analizamos cómo el poeta, en el inicio de la decadencia vital (el otoño), se enfrenta con pesimismo a la pasión amorosa (las rosas), pues establece claramente la equivalencia juventud = vida y decadencia = muerte; y cómo, desde una posición de magister amoris, recurre a la (re)escritura de conocidos tópicos clásicos como el carpe diem, el collige, virgo, rosas, el foedus amoris, el tempus fugit o elproelium amoris, entre otros, para expresar este pesimismo.

Palabras clave: Francisco Brines, El otoño de las rosas, tradición clásica, poesía española contemporánea, tópicos clásicos.

Abstract

Francisco Brines (1932-2021), who was awarded the Cervantes Prize in 2020, published his collection of poems El otoño de las rosas in 1986, in which, having moved away from the social poetry of the poetic group of the 1950s, he explores the theme of love. In this paper we analyse how the poet, at the onset of vital decadence (autumn), faces love and passion (roses) with pessimism, as he clearly establishes the equivalence youth = life and decadence = death; and how, from a position of magister amoris, he resorts to the (re)writing of well-known classical clichés such as carpe diem; collige, virgo, rosas; foedus amoris; tempus fugit and proelium amoris, among others, to express this pessimism.

Keywords: Francisco Brines, El otoño de las rosas, classical tradition, contemporary Spanish poetry, classical topics.

Hoy parece un engaño que fuésemos felices

Al modo inmerecido de los dioses.

¡Qué extraña y breve fue la juventud!

Francisco Brines, El otoño de las rosas.

1. Introducción

Francisco Brines publica, en 1986, El otoño de las rosas, poemario con el que, según el propio autor, se siente más identificado (Alvarado Tenorio, 2007). En este libro, Brines, en el otoño de su vida, se adentra en la temática amatoria y se enfrenta con tristeza y pesimismo a la pasión amorosa amenazada por el tiempo, que identifica con las rosas. Dado que Brines afirma que «el poeta no tiene público, sino lectores, y el lector es el crítico del poeta. No hay crítica de poesía que pueda influir en los gustos de los buenos lectores. El peligro del poeta quizá sea la vanidad, pero no otra cosa» (Munárriz, 2020), nosotros, desde la perspectiva de la tradición clásica[1], mostraremos cómo, en El otoño de las rosas, recurre a la (re)escritura de conocidos tópicos clásicos como el carpe diem, el tempus fugit o el proelium amoris para expresar este pesimismo. La presencia de estas referencias en Brines hay que enmarcarlas dentro de la corriente culturalista de su poesía, que ilustra cómo el descubrimiento del propio yo pasa por profundizar en la tradición. Sin embargo, conviene advertir que esta tradición no anula la voz del poeta, ya que se reescribe como consecuencia de la experiencia personal. Así, Brines recupera un culturalismo vitalista de amplia mirada que incluye al mundo clásico, en la medida en que, por su carácter pagano, se aleja de la moral y de la religión católica; pero también recurre a mitos centrales de las literaturas europeas, como la Arcadia y la Edad de Oro. Por otro lado, este culturalismo no renuncia a ciertos matices intelectuales y lingüísticos que representan una incursión en ámbitos expresivos del Barroco y, por tanto, distanciados del clasicismo (Andújar Almansa, 2001, pp. 81-130).

En suma, pretendemos corroborar que Brines es, en palabras de Carlos Barral, «un clásico viviente, un poeta, pues, cuya obra nos emociona, nos ilumina y nos acompaña; un poeta que nos ayuda en el más difícil de todos los empeños: en ese extraño oficio que llamamos vivir» (Siles, 2001).

La extensa obra poética de Francisco Brines[2] se inicia en 1959 con el poemario Las brasas, con el que obtuvo el Premio Adonais. En 1966 Palabras en la oscuridad logra el Premio Nacional de la Crítica y, a partir de la concesión de este premio, comienza a destacar como miembro de la Generación del 50. Como integrante de esta generación, el propio Brines se consideró un eslabón de unión entre la generación anterior, la del 27, especialmente de Luis Cernuda, y la generación de los poetas posteriores a él, los Novísimos.

El otoño de las rosas (1986) obtuvo gran éxito desde su primera edición y fue galardonado con el Premio Nacional de Poesía en 1987. Asimismo, la Real Academia Española le otorgó el Premio Fastenrath en 1997 a su obra La última costa. A la publicación de su primera gran antología en 1997, Ensayo de una despedida: Poesía completa 1960-1997, seguirán otros poemarios y antologías, y, al conjunto de su obra poética, se le concede en 1999 el Premio Nacional de las Letras Españolas. En 2010 recibe el prestigioso Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana por su relevante aportación literaria al patrimonio cultural común de Iberoamérica y España. Finalmente, en 2020 fue galardonado con el Premio Cervantes por un jurado que reconoció el magisterio de Brines en la poesía española actual, pues maestro lo consideran los poetas de las generaciones posteriores. Asimismo, se destacó que su obra poética transita desde lo más físico y carnal hasta lo metafísico y espiritual, en una búsqueda permanente de la belleza y de la inmortalidad.

A pesar de haber obtenido todos estos premios, Brines pensaba que era poca su relevancia para el oficio de escritor, como él mismo manifestó en la entrevista concedida a Harold Alvarado Tenorio:

Los premios no añaden nada a la obra de un autor, si un premio corrigiera los deslices que hay en los poemas valdría la pena tenerlos todos, pero no es así, la obra es igual con premios que sin ellos y hay muchos autores que no han recibido premios, además eso de los premios es cosa reciente y nadie se pregunta hoy en día si Garcilaso fue premiado o no. Los premios tienen poco que ver con la literatura, son cosas para tener eco entre el público, entre quienes compran libros, o con la vanidad humana (Alvarado Tenorio, 2007).

2. Universo poético y tradición clásica

Cuando Brines empezó a componer sus primeros poemas, se rodeó de los que él mismo llamó «mi grupo valenciano», constituido por compañeros con los que comparte inquietudes, e inicia su aprendizaje de la mano de Juan Ramón Jiménez (Alfaro, 1980, p. 12), sobre todo del primer Juan Ramón, el de la Segunda antolojía poética, su «Biblia personal» (Munárriz, 2020); pero también de Antonio Machado, de quien, en palabras de Gallego (2011, p. 34), adopta «el tono crepuscular y serenamente meditativo»; y de Luis Cernuda: «Si mi aprendizaje sentimental lo hice en Juan Ramón Jiménez, el moral lo ejercí con Cernuda» (Alvarado Tenorio, 2007, p. 16). De Cernuda le interesa, fundamentalmente, su poesía cívica de posguerra, pues es en ella, según refiere Brines, «donde la estructura colectiva surge de una postura personal» (Alvarado Tenorio, 2007, p. 15)[3]. En una conversación mantenida con el también poeta y ensayista Luis García Montero (2011, p. 44), Brines insiste en el magisterio de ambos poetas:

Juan Ramón Jiménez y Cernuda son los dos poetas a los que me hubiera gustado enviarles mis libros, que me leyeran, pedirles su opinión. Pero solo alcancé a enviar mi primer libro, Las brasas, a Luis Cernuda. Los maestros en la poesía son como nuestros amigos. Aunque no los hayamos conocido, forman parte de la intimidad.

Aunque Francisco Brines ha sido encuadrado en la Generación de los 50, junto a una amplia nómina de poetas entre los que figuran María Victoria Atencia, Carlos Barral, José Manuel Caballero Bonald, Jaime Gil de Biedma, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Pilar Lojendio Crosa, Claudio Rodríguez, Carlos Sahagún, Julia Uceda o José Ángel Valente, el propio poeta valenciano, en un recorrido por su vida y su obra, comenta: «Yo me he podido considerar como un coetáneo de la Generación del 27. Después pasé a la lectura de los componentes de esa generación [la de los 50]» (Munárriz, 2020). Así, Brines se fue integrando desde sus comienzos en la Generación de los 50, no tanto por compartir los mismos intereses literarios, sino, sobre todo, por la amistad y la admiración hacia sus compañeros: «Quiero, pues, decir que a la Generación del 50 yo no la encontré hecha, se iba haciendo ante mí, y a medida que esto ocurría yo me iba integrando en ella, unas veces desde el conocimiento personal y otras desde la admiración por lo que leía» (Munárriz, 2020). De hecho, Brines fue incluido en las dos antologías publicadas en 1978 y que formaron el canon literario de esta generación (García Hortelano, 1978; Hernández, 1978).

Dentro de la Generación del 50 la poesía de Brines es más sensual y ele-gíaca, culturalista y clasicista (Andújar Almansa, 2001) y, aunque se aleje del realismo crítico predominante en esta Generación, sin embargo no repudia la crítica desde el escepticismo y el descreimiento moral (Alfaro, 1980, p. 16), recurriendo para ello precisamente a la tradición clásica, concretamente a Catulo, Juvenal o Marcial, entre otros[4] (Álvarez Ramos, 2016). Brines afirma que nunca cultivó la poesía social porque le parecía «previsible» y «testimonial». De hecho, esta vertiente social tampoco se dio en sus coetáneos de la «segunda generación poética de posguerra», como José Ángel Valente o Claudio Rodríguez (Azancot, 2016). Silver (1969) sitúa a estos poetas a la cabeza de otro grupo literario que denomina «la Generación Rodríguez-Brines»[5], en la que, además, estarían poetas como Ángel González, José Ángel Valente, Carlos Sahagún y Eladio Cabañero.

Ciertamente, la poesía de Brines se caracteriza por el tono elegíaco de sus versos, en tanto que poesía triste, en los que el colorido de su tierra natal y el lirismo encendido, por un lado, y los tonos sensitivos y la visión melancólica de la belleza, por otro, son sus dos polos. Brines es, además, un poeta metafísico, pues el paso del tiempo, la decadencia de todo lo vivo y de la condición del ser humano sometido a sus limitaciones recorren su poesía, una poesía personal cuya temática recurrente se centra en la evocación nostálgica de la infancia, el amor, el cuerpo y el erotismo, la amistad, lo cotidiano, la sensación de nada, el paisaje mediterráneo, la cultura y, todo ello, transido por el irreparable paso del tiempo (Gómez Toré, 2002).

3. Tópicos de raigambre clásica en El otoño de las rosas: Brines y algunos poetas de su entorno

El otoño de las rosas (1986) logró gran éxito desde su publicación, obteniendo al año siguiente, como ya hemos señalado, el Premio Nacional de Literatura. Además, es considerado un clásico de la poesía española (Siles, 2001) y, por tanto, uno de los títulos fundamentales de la poesía en español actual. Así pues, tampoco es de extrañar que encontremos en los poetas posteriores relaciones intertextuales con esta obra.

Compuesto por sesenta poemas escritos a lo largo de una década, El otoño de las rosas es un poemario elegíaco en el sentido más latino.[6] del término, ya que es portador del dolor del poeta ante la inminente llegada de la vejez, pues el otoño es el preludio del invierno de la vida[7], y porque la juventud, como apogeo de la vida, es recuperada en tono de nostalgia, hasta el punto de que su recuerdo es también vehículo del sufrimiento para el poeta porque ya no puede disfrutar con plenitud de la pasión amorosa. En este sentido, la afirmación de Carlos Barral de que esta obra convirtió a Brines en un «clásico vivo» se refuerza con la vinculación a la tradición clásica que atraviesa toda la obra[8].

3.1. Foedus amoris

Comenzaremos nuestro análisis sobre la presencia de tópicos clásicos en El otoño de las rosas con el poema «El pacto que me queda»[9], un texto en el que, a partir de la referencia al pacto de amor en el título, foedus amoris, y del tono nostálgico con el que poetiza los placeres pasados, gaudia Veneris, vincula su poesía con la elegía erótica latina:

¿Y cómo devolver a mi vida la luz

de la mañana, las lágrimas nocturnas,

el asombro del mar, los silencios del mirlo,

el tiempo de una tarde inacabable?

 

¿Y cómo devolver sus diferencias

al dolor y la dicha,

y ser los dos amados por igual,

pues completan los dos el sabor encendido de la vida?

 

Cuando la edad es ya desventurada

y es un pétalo el día,

y apenas quedan rosas,

no es posible que el mundo pueda ser recobrado.

 

Acógete a unos ojos, sólo jóvenes,

y descubre con ellos el mundo que perdiste.

Y que te miren luego, para ser aún del mundo.

En primer lugar, debemos señalar que el título del poema supone una reescritura muy personal del tópico latino del foedus amoris, puesto que Brines, frente a la enunciación clásica del tópico como un contrato de amor, nos anticipa un pacto existencial consigo mismo, para poder sobrellevar la pérdida de la juventud. Así, en vez de las formulaciones propias del tópico (Ramírez de Verger, 1987), se recurre al tempus fugit y a la imposibilidad existencialista de disfrutar del carpe diem. El tono elegíaco que hemos señalado como rasgo de Brines se muestra aquí en la nostalgia y en la tristeza por la pérdida de la juventud, pues el tiempo pasa sin remisión, «la edad es ya desventurada», y la pasión casi ha desaparecido, como se expresa en esta intensificación del carpe diem, en donde lo que queda no es la rosa efímera, sino un pétalo, «es un pétalo el día, / y apenas quedan rosas». El poeta se pregunta cómo recuperar la pasión juvenil, pero es imposible, ya no hay luz matinal, ni lágrimas nocturnas, ni dicha, ni dolor, en unos paralelismos que nos recuerdan que en el amor conviven la felicidad y la tristeza.

Ante el pesimismo por la perspectiva de la pérdida irreparable de la juventud («apenas quedan rosas / no es posible que el mundo pueda ser recobrado»), al poeta solo le queda la posibilidad de recordarla a través de la mirada de una persona joven, «descubre con ellos el mundo que perdiste». Esta utilización de los ojos como agentes de la pasión amorosa ya se encuentra en los elegíacos latinos y así lo afirma Propercio (1, 1, 1-2):

Cintia fue la primera que me cautivó con sus ojos,

pobre de mí, no tocado antes por pasión alguna[10]  

(trad. de Ramírez de Verger, 1989, p. 81).

Así pues, Brines engarza su poemario en la tradición literaria europea y recupera ecos de la elegía latina para vincular la cotidianeidad de la expresión con un cierto culturalismo. Además, el título del poema nos sitúa en otros intertextos elegíacos que tratan el motivo del foedus amoris o pacto de amor[11].

Como acabamos de ver en el poema anterior y en el propio título del poe-mario, la rosa, junto al otoño, es un símbolo esencial para entender el mensaje del poeta. De hecho, el poema que abre el libro comparte título con el poemario: «El otoño de las rosas». En él, y como si de un poema programático se tratara, Brines vincula el otoño a la rosa, y la flor, a la estación, de manera que se nos advierte del valor metafórico de la rosa en este poemario.

En estos versos, Brines nos deja claro que el otoño de la vida, «la estación del tiempo rezagado», es el momento previo a que la rosa se marchite del todo y muera, es decir, es «el otoño de las rosas». Aun así, a la rosa, al igual que al hombre en su decadencia, le queda algo de vitalidad para que la pasión despierte; por ello, el poeta invita, en una doble imprecación, a oler profundamente y sacar hasta el último aroma de la rosa, y a dejarse contagiar del fuego de la pasión («Aspíralas y enciéndete»). Con la referencia a los sentidos, Brines hace «una exhortación al goce apasionado del instante, en cuya entidad ya se inscribe la propia caducidad» (Díaz de Castro, 2022, p. 96). Además, en el verso final, el poeta nos sitúa en el espacio tópico de la noche y los amores furtivos para animarse a aprovechar la breve noche en la que nada hace ruido a los amantes («escucha.. .el silencio del mundo»), mediante la figura retórica del oxímoron:

Vives ya en la estación del tiempo rezagado:

lo has llamado el otoño de las rosas.

Aspíralas y enciéndete. Y escucha,

cuando el cielo se apague, el silencio del mundo.

Estos versos finales se imbrican, en forma y contenido, con los conocidos versos del Carmen VII de Catulo, en el que el poeta latino describe la noche como este espacio tópico para el amor: «o cuantos astros, cuando calla la noche, vigilan los furtivos amores de los seres humanos» (trad. de Soler Ruiz, 1993, pp. 69-70)[12]. Esta relación no nos debe extrañar, pues el propio Brines afirma que «tanto Catulo como Kavafis, son poetas de una erótica urbana y marginal, y esta experiencia también me corresponde» y, de hecho, se evidencia su influencia en otros poemarios (Pérez García, 1996, pp. 103-104).

Este poema inicial, siguiendo una tradición arraigada a la elegía erótica romana[13], tiene, como ya habíamos adelantado, un fuerte contenido programático, pues no solo el otoño y la rosa, sino también la noche, la incitación a la pasión y los ecos de la literatura clásica atravesarán todo el poemario.

3.2. Magister amoris

El otoño simboliza habitualmente la edad de la experiencia; sin embargo, en Brines, esta, aunque utilizada como magisterio, está imbuida de pesimismo, ya que el poeta mira al pasado no como una etapa de aprendizaje juvenil dominada por la inexperiencia, sino como un momento de hedonismo que se añora con gran nostalgia.

En el poema «Madrigal y autoimproperio», Brines subvierte el tópico clásico del magister amoris[14] y nos habla de la experiencia de la madurez, no para mostrar su seguridad tras una vida de amores, sino para confesar que su «otoño extraño» es una etapa de absoluta inseguridad («La turbación de mi presencia»). El maestro de amores recuerda la juventud con nostalgia («y joven, como tú eres / como también yo fui») y advierte a su joven amante, en los tres versos finales, que a él le pasará lo mismo, que la edad le traerá inseguridad:

Si pudiera volver de nuevo a entonces,

sentir subir en mí la primavera

para que me dejara lleno de luz

y joven, como tú eres,

como también yo fui,

te ofrecería, no sólo un cuerpo ágil

y una mirada hermosa y fiel,

sino aquello que en ti estaría sólo:

la turbación de mi presencia.

Y tú no me sabrías con los ojos descreídos

e infiel para la vida,

en un otoño extraño, como ahora soy, con un cuerpo dañado

por los días que mal se han sucedido,

y esto que tanto humilla

y con la edad habrás de conocer:

el sentimiento ingrato de la inseguridad

que acompaña a la dicha.

Este tópico, en su formulación grecolatina, presenta al magister amoris seguro de lo que dice, ya que es fruto de su vida y de su experiencia, y así lo podemos leer en el poeta Tibulo, en unos versos que tratan precisamente sobre el paso del tiempo y la juventud desaprovechada: «He visto a uno entristecerse, cuando se le echaba encima el peso de una edad avanzada, por haber dejado pasar tontamente sus días de juventud»[15] (trad. de Soler Ruiz, 1993, p. 287). Sin embargo, Brines subvierte el tópico clásico, pues en su texto la decadencia provoca inseguridad frente a la juventud y, así, el poema incide en esta dicotomía con las dualidades «primavera» frente a «otoño», «mirada hermosa y fiel» frente a «ojos descreídos / e infiel para la vida» o «cuerpo ágil» frente a «cuerpo dañado». Esta inseguridad es constante a lo largo del poemario, hasta el punto de que el poeta prefiere el anonimato, como se aprecia en los versos finales del poema «Homenaje y reproche a la vida»:

Y que nunca supieras quién soy yo,

que no me adivinaras,

porque no conocieras, al saberlo,

la extrañeza y el misterio de vivir.

Esta inseguridad, impropia de un maestro, es la que empuja a nuestro poeta a evitar el magisterio directo en el resto del poemario, para ser sustituido por reflexiones íntimas en las que se da consejos a sí mismo, pero que también quedan como enseñanzas para el lector, como en la estrofa final del poema «El pacto que me queda», que ya hemos comentado, o en los versos finales de «La fabulosa eternidad», de profundo carácter erótico elegíaco, en los que el tiempo pasado ya ni siquiera es un recuerdo, sino un rumor, de manera que se insiste, una vez más, en la tristeza por el paso irreparable del tiempo:

... Hoy miro el mundo

como el amante sabe, abandonado,

que quien le desdeñó le merecía.

Y todo pudo ser, pues fue vivido,

y este rumor de tiempo que yo soy

recuerda, como un sueño, que fue eterno.

3.3. Collige, Virgo, Rosas

Junto al otoño, el otro elemento esencial del poemario es la rosa. En Brines la rosa se presenta como un símbolo que se nutre de diferentes interpretaciones presentes en la tradición cultural.

La rosa como símbolo de pasión amorosa se explicita en los siguientes versos del poema «La fabulosa eternidad». El poeta rompe con las identificaciones tradicionales de las rosas según su color (Cirlot, 1992, p. 390), pues para él todas son «sangrientas»[16], de manera que las presenta como metáfora de una pasión amorosa que, al mismo tiempo, hace daño y proporciona placer hasta vaciarse por completo: «son zarzas y son fuego: / se desnudan de olor». Sin embargo, la tristeza vuelve a aparecer en los versos finales, con las referencias al paso del tiempo, «sol tardío» y «luz ya muy cansada», en los que nuevamente aflora la inversión de la luz como trasunto de la vida y la felicidad:

Los rosales son zarzas y son fuego:

se desnudan de olor. Y son sus flores

sangrientas, blancas, rosas, amarillas.

La casa esplende bajo el sol tardío;

el tiempo es una luz ya muy cansada.

La rosa es símbolo de perfección, pero a diferencia de la concepción de Juan Ramón Jiménez —quien ejerció, como ya se mencionó, una enorme influencia sobre Brines—, que vincula su perfección a la creación poética, en nuestro poeta se vincula a la juventud, idealizada como la edad perfecta, pues es la edad de la plenitud del amor. La vinculación entre la rosa y la edad tiene sus primeros ecos ya en el mundo clásico. El poeta Horacio nos dice:

Manda que traigan vino, perfumes y encantadoras rosas —flores en demasía pasajeras—, mientras lo permiten tu patrimonio, tu edad y los negros hilos de las tres hermanas[17] (trad. de Moralejo, 2007, p. 227).

Esta vinculación entre rosa, pasión y juventud se ejemplifica con claridad en este fragmento del poema «La rosa de las noches». Aquí la rosa va a incidir en lo trágico de la pérdida de la juventud, en el abandono no voluntario de la pasión y, al mismo tiempo, en el deseo imposible de volver a vivirla, aunque nos vuelva a producir dolor, por eso la rosa es negra:

Todas las noches de mi vida, envejeciendo,

son una infame rosa negra,

son una rosa negra y solitaria,

una encantada y desvalida rosa.

Si volviera a vivir, yo quisiera aspirarla

de nuevo sin piedad,

pues por ella existí, aunque me devorase.

En esta misma línea debemos interpretar estos versos de «Reencuentro en un viernes santo», en los que la pasión de la juventud ha desaparecido. El cuerpo, en tanto agente de la pasión, ya está destruido por el paso del tiempo y la rosa marchita genera dolor, no solo por la pérdida del deseo, sino por la precipitación a la que empuja la consciencia de la pérdida de la juventud: «de qué modo tan rápido has usado / ese cuerpo». Esta tristeza conduce, como conclusión, a una subversión de la formulación habitual del carpe diem[18], pues, en vez de invitar al disfrute de la vida, se constata que es inútil dejarse dominar por el deseo de disfrutar: «del deseo / que apresuró tu vida inútilmente». Esta idea de dolor la intensifica el propio título del poema, que hace referencia al día más triste, trágico y desesperanzado del calendario cristiano:

De qué modo tan rápido has usado

ese cuerpo que miras destruido,

y cuánto te has dolido de la rosa

que tú no marchitaste, del deseo

que apresuró tu vida inútilmente.

La rosa como símbolo de la brevedad de la vida e invitación, por tanto, a disfrutarla se explicita en el poemario a través del tópico collige, virgo, rosas[19]: «Corta las rosas, doncella, mientras está fresca la flor y fresca tu juventud, pero no olvides que así se desliza también la vida[20] (trad. de Alvar Ezquerra, 1990, p. 251)».

En el caso de Brines, la vinculación de su poema con el texto atribuido tradicionalmente al poeta latino Ausonio, formulador de este tópico, es de carácter intertextual, pues el texto latino salta del poema al título de Brines. A partir de este texto latino, como si de un punto de partida se tratase, nuestro poeta reescribe el texto completamente:

Collige, Virgo, Rosas

Estás ya con quien quieres. Ríete y goza. Ama.

Y enciéndete en la noche que ahora empieza,

y entre tantos amigos (y conmigo)

abre los grandes ojos a la vida

con la avidez preciosa de tus años.

La noche, larga, ha de acabar al alba,

y vendrán escuadrones de espías con la luz,

se borrarán los astros, y también el recuerdo,

y la alegría acabará en su nada.

Mas, aunque así suceda, enciéndete en la noche,

pues detrás del olvido puede que ella renazca,

y la recobres pura, y aumentada en belleza,

si en ella, por azar, que ya será elección,

sellas la vida en lo mejor que tuvo,

cuando la noche humana se acabe ya del todo,

y venga esa otra luz, rencorosa y extraña,

que antes que tú conozcas, yo ya habré conocido.

Brines sitúa el poema en una especie de postcollige, ya que el disfrute de la vida al que anima el texto de Ausonio, intensificado con los imperativos «Ríete y goza y ama», de reminiscencias catulianas —«Vivamos, Lesbia mía, y amemos[21]»—, se focaliza en la pasión amorosa, «enciéndete en la noche», y es la noche quien representa la fugacidad de la juventud.

En Brines desaparece toda referencia a la rosa en el resto del poema para centrarse en la oposición noche frente a luz, como metáforas de la muerte y de la vida, un simbolismo de reminiscencias clásicas, como podemos ver en los versos del elegíaco latino Propercio (2, 15, 49-54), que incluso utiliza el símil de la flor marchita como símbolo de la muerte[22]:

¡Tú, mientras luzca el sol, disfruta de los dones de la vida!

Que aunque dieras todos los besos, pocos darías.

Pues lo mismo que las hojas dejaron los pétalos marchitos,

que por doquier ves nadar esparcidos en las copas,

así a nosotros, que ahora, enamorados, respiramos un gran amor,

tal vez el día de mañana nos depare la muerte[23]

(trad. de Ramírez de Verger, 1989, pp. 141-142).

Sin embargo, Brines subvierte los referentes clásicos en donde la luz del sol se vincula a la vida que resplandece, brilla y es momento de disfrute frente a la oscuridad, que representará la muerte y la pérdida de la capacidad de disfrutar: «La noche, larga, ha de acabar al alba, / y vendrán escuadrones de espías con la luz, / se borrarán los astros, y también el recuerdo, / y la alegría acabará en su nada».

Más claramente se aprecia esta inversión de la dualidad luz, como vida, y noche, como muerte, en los versos finales del poeta, «cuando la noche humana se acabe ya del todo / y venga esa otra luz, rencorosa y extraña», que subvierte nuevamente el simbolismo clásico por medio de la reescritura de estos conocidos versos de Catulo:

Los soles pueden morir y renacer; nosotros, cuando

haya muerto de una vez para siempre la breve luz de la vida,

debemos dormir una sola noche eterna[24]  

(trad. de Soler Ruiz, 1993, p. 67).

En Brines, la plenitud de la luz-vida se vuelve aquí trasunto del abatimiento y de la pérdida[25]. Así, la noche representa el disfrute de la vida y el día, el olvido. El poeta, por tanto, parte del tópico ausoniano para reescribir un poema en el que, además, la tradición elegíaca latina ha sido subvertida en función de su universo poético.

Este tipo de reescritura del collige, virgo, rosas ha tenido fortuna propia en la literatura española posterior[26]. Así, Luis Alberto de Cuenca, poeta de la generación de los Novísimos, para la que Brines se había propuesto como puente con la Generación del 50, en su poemario Por fuertes y fronteras (1996) recurre también al uso intertextual del poema de Ausonio. El poeta madrileño parte del texto latino en el título para, manteniendo, aquí sí, la metáfora de las rosas, poetizar también la pasión sexual y el disfrute de la juventud: «córtalas a destajo». Luis Alberto de Cuenca, sin embargo, recurre, a diferencia de Brines y en consonancia con la tradición clásica, a la luz como símbolo de la vida y de la juventud, «disfruta / de la luz». Además, el poema presenta un segundo guiño al poema de Brines con una referencia al otoño como etapa de madurez: «no permitas que el otoño / te pille con la piel reseca y sin un hombre / (por lo menos) comiéndote las hechuras del alma»:

Collige, Virgo, Rosas

Córtalas a destajo, desaforadamente,

sin pararte a pensar si son malas o buenas.

Que no quede ni una. Púlete los rosales

que encuentres a tu paso y deja las espinas

para tus compañeras de colegio. Disfruta

de la luz y del oro mientras puedas y rinde

tu belleza a ese dios rechoncho y melancólico

que va por los jardines instilando veneno.

Goza labios y lengua, machácate de gusto

con quien se deje y no permitas que el otoño

te pille con la piel reseca y sin un hombre

(por lo menos) comiéndote las hechuras del alma.

Y que la negra muerte te quite lo bailado.

(De Cuenca, 2008, p. 124)

Así pues, el tópico ausoniano inspira la reescritura de Cuenca directamente, a través de propio texto latino, e indirectamente, a través del poema de Brines[27],

3.4. tempus fugit

La nostalgia de la juventud y no la aceptación del paso del tiempo se intensifican en el poemario con diferentes formulaciones del tempus fugit[28], que, descrito como irreparable, se formula a lo largo de toda la obra. Así, en «Canción de la luz que cae» se mantiene el simbolismo propio de Brines de la luz como abatimiento y pérdida, pero ahora también pérdida apresurada. Además, la presencia de la tradición clásica en el poema se intensifica con la referencia al hilo de las Parcas:

Que sea yo la tumba,

luz que así desfalleces,

de ti, que te apresuras,

y contigo, del mundo que aún me tiene.

Al cuerpo que ahora habito

desciende tu mortaja:

sin fin, un negro hilo

teje el vacío mudo de mañana.

En esta misma línea se debe interpretar «Los veranos», en los que la vida, identificada solo con el período de la juventud, pasa rápidamente, mientras los hombres, engañados, actuamos como si fuésemos dioses inmortales:

Hoy me parece un engaño que fuésemos felices

al modo inmerecido de los dioses.

¡Qué extraña y breve fue la juventud!

Esta relación del otoño de la vida con el tópico tempus fugit es un vínculo literario compartido por los poetas de la Generación del 50. Un ejemplo lo encontramos en Otoño y otras luces (2001), de Ángel González:

El Otoño se acerca

El otoño se acerca con muy poco ruido:

apagadas ya las cigarras, unos grillos apenas,

defienden el reducto

de un verano obstinado en perpetuarse,

cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.

Se diría que aquí no pasa nada,

pero un silencio súbito ilumina el prodigio:

ha pasado

un ángel

que se llamaba luz, o fuego, o vida.

Y lo perdimos para siempre.

(González, 2008, pp. 217)

El poema de González comienza con una descripción de la naturaleza que evoca la nostalgia por el verano que acaba —«el otoño se acerca»— y, en un giro propio de la poesía clásica castellana (Garcilaso, Égloga I), pasa de la descripción exterior a la de los sentimientos internos del poeta. Así, el «ángel» como trasunto de un instante temporal da paso a la enumeración de la juventud, de la pasión y de la vida; la primera, con el sustantivo «luz», que se contrapone a la preferencia de Brines por la noche y el segundo, con la evocación de la flamma amoris[29], para acabar con un verso que vincula la descripción del otoño con la pérdida de la juventud.

3.5. Proelium amoris

En El otoño de las rosas también encontramos ejemplos en los que el acto amoroso es descrito como una batalla de amor: proelium amoris[30]. Brines recurre a este tópico no solo por la metáfora del sexo como un combate, sino porque en su formulación clásica este tópico advierte de que el amor y la milicia son para el joven, no para el viejo, lo que incide en su visión negativa de la decadencia física:

La edad idónea para la guerra, conviene también al amor. Cosa inútil es un soldado viejo, cosa inútil es el amor de un viejo. Los años que reclaman los generales en un soldado valiente, esos mismos los reclama una joven bonita en el hombre que la acompaña[31] (trad. de Cristóbal López, 1989, p. 234).

Brines recurre a este tópico desde el abatimiento por la pérdida de la juventud[32]. Así, en un poema de tono epigramático describe un proelium amoris —«Luchamos hasta el alba»; «llegó la fatiga, ya al vencerme / vencía yo también»—, intensificado por referencias al furor amoris[33] o a la flamma amoris[34]: «fui un ciego furor» e «Intentaste apagar ... el fuego de la antorcha con tu boca». Sin embargo, una máxima final nos despierta de esta falsa juventud, pues en la contemplación delpuer divinus, «con más belleza aún me sonreías», reconoce el cuerpo de un viejo:

El triunfo de la carne[35]

Me dabas sed y eras agua toda,

y llegué a ti acaloradamente,

y fui un ciego furor, una jauría

de blancos dientes en tu carne joven.

Intentaste apagar, y era una música,

el fuego de la antorcha con tu boca,

y la sed que me dabas aún crecía.

Todo el lugar del mundo estaba en ti,

y sólo mi tormenta lo habitaba.

Luchamos hasta el alba de aquel siglo,

y al penetrar tu carne con mi fuego

el pecho se partía cada vez.

Y  llegó la fatiga, y al vencerme

vencía yo también al fin un cuerpo

sólo mortal, y efímero, y terrible.

 

Al reposar la llama de la vida

puse mis labios con dulzura lenta

en torno a tu cintura, y los ojos

alcé para mirarte: con más luz,

con más belleza aún me sonreías.

Supe así la desdicha de la carne.

El léxico propio de la batalla o las refriegas atraviesa el poemario y, aunque no podamos analizar los poemas estrictamente como formulaciones del tópico del proelium amoris, es evidente que este motivo sobrevuela el universo poético de Brines; un ejemplo de esta utilización del lenguaje marcial lo vemos en el poema «Reflexión sobre las emociones». En él, al tratar cómo el miedo ante el peligro aviva la pasión, recurre al léxico militar: «lances de amor», «acosados», «hostil saludo», «duros trances», «estrategia de palabras» o «vigor ardiente»:

Con un cierto cansancio lo narraba:

cómo decirte que en los lances de amor,

nocturnos, y acosados por astros,

se añadió algunas veces una emoción distinta

y mucho más intensa: sombras inoportunas

de algunos delincuentes con navajas,

o esas linternas agrias, con el hostil saludo,

de sus antagonistas.

(Cárcel o cicatriz, se piensa en tales casos,

es el vario destino.)

Y, sin embargo, en esos duros trances,

después de una estrategia de palabras

y un miedo que oscilaba intermitente,

las noches (si no todas) acabaron,

de cierto, bien, y algunas superiores,

pues consumar el acto, los dos solos de nuevo,

era urgencia servida

con un vigor ardiente y no previsto.

Y si excepción no hubo, en mí y la compañía,

sospecho que obra así naturaleza siempre,

y es la emoción intensa, y muy vulgar.

Este mismo tópico del proelium amoris lo encontramos en J. M. Caballero Bonald, otro integrante de la Generación del 50, que, en su poemario La noche no tiene paredes (2009), se queja de que ya en el invierno de la existencia su única posibilidad de disfrutar del combate amoroso es el vouyerismo. El poeta gaditano recurre, al igual que Brines, a la noche, a la flamma amoris y a la mirada del amante, solo que la suya se retrasa hasta el verso final en forma de máxima o aforismo, que denota el paso del tiempo y la imposibilidad de ser un soldado del amor. Ante la «refriega», Caballero Bonald solo puede ser un espectador: «Veo los cuerpos, oigo la refriega / silente de esos cuerpos»:

Argumento de la mirada

Sólo un fulgor apenas entendible,

la lámpara

               que arropa

                            los susurros

y en medio de la alcoba la embalsada

secreción de la noche.

 

Veo los cuerpos, oigo la refriega

silente de esos cuerpos, la maldita

codicia dispersándose

por las marcas voraces de la edad,

las conjunciones que entrechocan

como llamas debajo del deseo.

También el tedio atañe al torpor de las manos.

El único argumento es ya el de la mirada.

(Caballero Bonald, 2009, p. 77)

4. Conclusiones

Tras este análisis sobre la presencia de la tradición clásica en El otoño de las rosas podemos concluir que, efectivamente, estamos ante un poemario de corte elegíaco en el sentido más latino del término, puesto que el poeta, a través de la metáfora del otoño, expresa su dolor ante la inminente llegada de la vejez y porque la juventud, como plenitud del amor, es recordada en tono de nostalgia, hasta el punto de que este recuerdo hace sufrir al poeta por el paso irreparable del tiempo destructor e intensifica su inseguridad. Los tópicos clásicos aparecen como un rasgo del carácter culturalista de su poesía, que profundiza en la tradición para descubrir su propio yo y que surge como una reescritura resultado de su experiencia personal.

Así pues, la reescritura de los tópicos clásicos se pone al servicio de este universo poético y, aunque hemos parcelado su análisis, es evidente que los tópicos se imbrican y así, por ejemplo, la rosa se vincula al carpe diem, pero también al tempus fugit. Además, en tópicos como el magister amoris o en la metáfora de la luz como vida el poeta recurre al procedimiento de la subversión, para mostrar, respectivamente, un maestro de amor inseguro y la luz como trasunto del paso del tiempo y de la muerte; la rosa, de reminiscencias juanramonianas, se vincula también al carpe diem y a su formulación ausoniana, para incidir en el paso irreparable del tiempo y en la pérdida de la plenitud amorosa, representada por la juventud; incluso, en la formulación de la propia actividad sexual, a través del tópico del proelium amoris, el poeta desgrana su pesimismo, su inseguridad y su nostalgia de la juventud. A todos estos tópicos, presentes en el poemario, hay que sumar los intertextos de los poetas latinos, que contribuyen también a intensificar la influencia de la tradición literaria clásica, y al uso de los títulos como accesus directo o indirecto de los tópicos: «pacto», «triunfo» o «collige, virgo, rosas».

En definitiva, Brines reflexiona sobre temas universales desde su universo poético, en especial, sobre el poder destructor del tiempo y la nostalgia de la juventud. Trata sobre el amor y la pasión amorosa con abatimiento, pues en el otoño de su existencia su cuerpo no resiste al embate del tiempo, pero todo ello desde una serenidad y una entereza cercanas al estoicismo.

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Notas:

[1] Analizamos la presencia de la tradición clásica en la literatura contemporánea desde el ámbito de las teorías de la recepción y, por tanto, la entendemos como las diferentes formas en las que los materiales grecolatinos han sido transmitidos, traducidos, extractados, interpretados, reescritos, reimaginados y representados en otras obras literarias posteriores a través de una compleja acción en la que cada elemento es parte de un amplio proceso de interacciones (Hardwick y Stray, 2008, p. 1). Así, la metodología empleada sigue la senda de quienes ya consideran la recepción clásica un método de análisis diferente de la tradición clásica en tanto que método historicista y positivista (García Jurado, 2016, pp. 195-220; 2021, pp. XIII-XVI).

Además, en este proceso de interacciones participan no solo el autor con su bagaje personal, sino también la propia obra, con su compleja interrelación de materiales heredados de las tradiciones literarias, así como el lector con su horizonte de expectativas literario y extraliterario (Moog-Grünewald, 1984, p. 72).

[2] Francisco Brines Bañó nació en 1932, en el municipio valenciano de Oliva. Estudió Derecho en las Universidades de Deusto, Valencia y Salamanca, e Historia y Filología Románica en la Universidad Complutense de Madrid. Y es precisamente en Madrid donde entra en contacto con poetas como Vicente Aleixandre, José Hierro o Carlos Bousoño (Rojo, 2008). Compaginó su producción poética con su actividad como profesor universitario. Fue lector de literatura española en la Universidad de Cambridge y profesor de español en la Universidad de Oxford (Alfaro, 1980, pp. 11-12). En el año 2001 fue investido Doctor «Honoris Causa» por la Universidad Politécnica de Valencia. El 19 de abril de 2001 fue nombrado miembro de la Real Academia Española, en la que ocupó el sillón X, vacante tras el fallecimiento del dramaturgo Antonio Buero Vallejo, aunque Brines definió su labor allí, irónicamente, como de «poeta florero» e incluso llegó a decir, sirviéndose de un símil futbolístico, un día después de ser investido miembro, que en la Academia jugaría de linier (Cruz, 2006): «Soy un poco el poeta-florero de la Real Academia, porque allí los que trabajan, y trabajan muy bien, son los filólogos. Yo puedo dar mi opinión, pero nada más» (Azancot, 2016). Brines falleció en Gandía (Valencia) el 20 de mayo de 2021. Al día siguiente, la Real Academia Española despidió al poeta y académico sirviéndose de las palabras que el propio Brines dedicó al poeta Vicente Aleixandre tras su muerte en 1984: «Lo queríamos tanto que no se nos va a acabar nunca de morir» (EFE, 2021).

[3] Justamente, sobre este poeta de la Generación del 27 versó su discurso de ingreso en la Real Academia Española, el 21 de mayo de 2006, titulado Unidad y cercanía personal en la poesía de Luis Cernuda (Brines, 2006).

[4] Díaz Castro (2021, p. 94) afirma que «para alcanzar la madurez de El otoño de las rosas Francisco Brines necesitaba todo el proceso de su escritura anterior, dando mutua dimensión al sentido unitario y a la continuidad de su obra poética, y lo realizó mediante una “elaboración personal de la perspectiva clásica de senectute que alcanza su rotundidad en La última costa”».

[5] No obstante, es necesario señalar que esta denominación suscita dudas en la crítica literaria, ya que deja fuera de la nómina de poetas a otros integrantes de la Generación del 50 que, por sensibilidad literaria, podrían alinearse con Claudio Rodríguez o Francisco Brines (Prieto de Paula, 1989, p. 14).

[6] La elegía erótica latina es un subgénero poético específicamente romano de carácter predominantemente amatorio, en el que se expresan los sentimientos personales del lamento y el dolor, con predominio del carácter erótico subjetivo, de lo personal, de la pasión amorosa y del lamento nostálgico por el amor perdido. La elegía es resultado de un mosaico de géneros tan diversos como el epigrama, la elegía narrativa griega, el epilion, la poesía bucólica y la comedia, además de las cartas de temática amorosa o la retórica (Luck, 1993, pp. 27-32; Ramírez de Verger y Pérez Vega, 1993, pp. 11-13; Veyne, 1991, pp. 7-8).

[7] La metáfora de las etapas de la vida vinculadas a las estaciones es un motivo recurrente en la literatura y enraizado en la filosofía pitagórica. Así, la primavera se vincula a la infancia, el verano a la juventud, el otoño a la madurez y el invierno a la vejez (García Herrero, 2004, p. 31). En el caso concreto de Brines, la madurez es, además, el preludio de la decadencia, aspecto este que intensifica y focaliza en su poesía y en este poemario (Díaz de Castro, 2022).

 

[8]  Es necesario señalar que la presencia de la tradición clásica en Brines recorre toda su producción poética con diferentes modulaciones, tal y como ha mostrado Gómez Toré (2013).

 

[9] Los poemas de Brines citados en este trabajo están tomados de su Poesía completa (Brines, 2011, pp. 379-475).

 

[10] Cynthia prima suis miserum me cepit ocellis, / contactum nullis ante cupidinibus (Prop. 1, 1, 1-2).

 

[11] El tópico del pacto de amor reproduce un contrato entre dos individuos. Dado que no puede ser sancionado por la ley, será la fidelidad de los amantes la garantía del cumplimiento y el juramento, la aceptación. Los jueces, en caso de incumplimiento, serán los dioses. A lo largo de la formulación y desarrollo posterior del tópico, los diferentes autores focalizan uno o varios de estos elementos (Rodríguez Herrera, 2008, p. 227). Aunque ya en Catvll. 109, 6 leemos aeternum hoc sanctae foedus amicitiae, es el poeta latino Propercio el que ofrece una ejemplificación más completa de este tópico. Para una descripción pormenorizada del tópico y de sus fuentes, puede consultarse Estévez Sola (2011b, pp. 305-310); Ramírez de Verger (1987).

 

[12] Aut quam sidera multa, cum tacet/nox, furtivos hominum vident amores (Catvll. 7, 6-7).

[13] Aunque el Carmen 1 de Catulo es el prototipo de poema programático en la poesía romana (Wiseman, 1979), es Propercio el poeta elegíaco que recurre con mayor asiduidad a este género temático, pues como programáticas se interpretan sus elegías 2, 1 y 3, 1 (Camps, 1986, pp. 51-55; Fedeli, 1985, pp. 41-52; Stalh, 1985, pp. 162-171).

[14] En este tópico, es el poeta el que suele asumir el papel, desde la experiencia, de un maestro de amor que aconseja a sus amigos o a los jóvenes qué actitudes tomar ante los amantes para evitar su ira o alcanzar sus propósitos (Rodríguez Herrera, 2008, pp. 226-227). Aun así, podemos encontrar diferentes formulaciones en las que, por ejemplo, es una mujer la que asume el papel de maestra u otra tercera persona. Asimismo, el papel de discípulo puede ser interpretado tanto por un varón como por una mujer. Los principales poetas elegíacos latinos, Tibulo, Propercio y Ovidio, contribuyeron al desarrollo del tópico, que tiene su origen en la literatura. Para una descripción pormenorizada del tópico y de sus fuentes, puede consultarse Socas (2011, pp. 257-259).

[15] Vidi iam iuvenem, premeret cum serior aetas, / maerentem stultos praeteriisse dies (Tib.1, 4, 33-34).

[16] No podemos descartar una alusión al relato mítico, según el cual las rosas blancas se tornaron en rojas bien porque la diosa Venus se clavó una espina y sangró, bien al mancharse de la sangre de Adonis o con las lágrimas derramadas por Venus al ver a Adonis muerto (Grimal, 1965, p. 9).

[17] Huc vina et unguenta et nimium brevis/flores amoenae ferre iube rosae, / dum res et aetas et sororum/ fila triumpatiuntur atra (Hor. carm. 2, 3, 13-16).

[18] Este tópico horaciano invita a disfrutar del presente sin preocuparse por el futuro, que siempre se presenta incierto (Rodríguez Herrera, 2008, p. 226). En su desarrollo literario comparte espacios poéticos con el tempus fugity con el collige, virgo, rosas, que es interpretado mayoritariamente como una extensión del carpe diem. Para una descripción pormenorizada del tópico y de sus fuentes, puede consultarse Laguna Mariscal y Martínez Sariego (2011, pp. 207-210).

[19] Este tópico incide precisamente en que la juventud y la belleza son pasajeras y han de disfrutarse antes de que el tiempo nos las arrebate. Este tópico es, por tanto, una reescritura del carpe diem focalizado en estos dos aspectos.

[20] Collige, virgo, rosas dum flos novus et nova pubes, / et memor esto aevum sic properare tuum (Ps. AvsoN., De rosis nascentibus, 394-395).

[21] Vivamus, mea Lesbia, atque amenus (Catvll. 5,1). El tono exhortativo del poema también se ha vinculado al hipotexto ausoniano (Ferrari, 2009, p. 557).

 

[22] Esta elegía de Propercio ha tenido una extensa fortuna literaria tanto en la propia literatura latina como en su posterior recepción desde la Edad Media hasta nuestros días. Conviene reseñar, en el caso de este trabajo, el análisis del poema «Pandémica y celeste», perteneciente al libro Moralidades (1966) de Jaime Gil de Biedma, sobre la reutilización del poema properciano para caracterizar el amor exclusivo y duradero (Alcalde Pacheco y Laguna Mariscal, 2002, pp. 156-159).

 

[23] Tu modo, dum lucet, fructum ne desere vitae! / omnia si dederis oscula, pauca dabis. / ac veluti folia arentis liquere corollas, / quaepassim calathis strata natare vides, /sic nobis, qui nunc magnum spiramus amantes,/ forsitan includet crastina fata dies (Prop. 2, 15, 49-54).

 

[24] Soles occidere et redirepossunt: / nobis, cum semel occidit brevis lux, / nox estperpetua una dormienda (Catvll. 5, 4-6).

[25] Ya Cañas (1984, p. 24) define a Brines como un poeta crepuscular y afirma que «desde su primer libro conocido, Brines hace que su mirada diurna se vea amenazada siempre por una mirada crepuscular». Igualmente, Díaz de Castro (2022, p. 108) considera como elemento esencial en el poemario la dicotomía luz / oscuridad, aunque advierte de que en este poema en concreto «la llegada del día propicia el abocamiento de la alegría a su disolución en nada».

[26] Sobre la presencia del collige, virgo, rosas y del carpe diem en los poetas del último tercio del siglo XX, entre los que se incluye a Brines, puede leerse a Pérez García (1998) y a Ferrari (2009).

[27] En este poema también se han rastreado influencias de Garcilaso de la Vega o de Gón-gora (Ferrari, 2009, pp. 560-561), que, aunque relevantes, no son determinantes para nuestro análisis.

[28] Este tópico obtiene su formulación característica, tempus fugit, en los versos de Virgilio, sed fugit interea, fugit irreparabile tempus (Verg. georg. 3, 284). Con él se estereotipa el paso inexorable del tiempo que va agotando sin pausa la vida. En unos casos, su formulación insiste en el pesimismo de la pérdida y, en otros, en la invitación a disfrutar de la vida, de manera que se relaciona con el carpe diem, tal y como lo anticipó Catulo (5, 1-6) o lo desarrolló Ovidio en ars 2, 113120 o en ars 3, 59-80.

[29] Este tópico presenta el amor como una llama interior que abrasa a los amantes o puede focalizarse en la pasión o ardor amoroso que consume a los amantes a la manera de un fuego sin control (Rodríguez Herrera, 2008, pp. 227). Para una descripción pormenorizada del tópico y de sus fuentes, puede consultarse Moreno Soldevila (2011b, pp. 232-240).

[30] Este tópico es una formulación o focalización del motivo del amor como una milicia (militia amoris). En el proelium amoris el acto amoroso es descrito como si de una batalla se tratase, así el lecho es el campo de batalla, los amantes son soldados y las técnicas amorosas, estrategias militares. Para una descripción pormenorizada del tópico y de sus fuentes, puede consultarse Estévez Sola (2011a, pp. 275-286).

[31] Quae bello est habilis, Veneri quoque convenit aetas. / Turpe senex miles, turpe senilis amor. / Quospetiere duces animos in milite forti, /hospetit in socio bellapuella viro (Ov. am. 1, 9, 3-6).

[32] De hecho, Díaz de Castro (2022, p. 99) considera que con «El triunfo de la carne» comienza un tercer bloque de contenido en el poemario en el que «aflora nuevamente la celebración de los sentidos y del erotismo, siempre sobre el trasfondo de la queja elegíaca por su deterioro y su pérdida».

[33] Este tópico presenta al amante como un enfermo aquejado de locura, lo que le impide enfrentarse a la realidad con objetividad y raciocinio. Para una descripción pormenorizada del tópico y de sus fuentes, puede consultarse Moreno Soldevila (2011a, pp. 245-248).

[34] Este tópico está presente en varios pasajes del poemario como metáfora de la pasión. Así, por ejemplo, en los versos iniciales del poema «Envío del recién llegado»: «Diste fuego a mis ojos y mis manos, / y fueron cuatro días que no olvido / regresando a Madrid.»

[35] Conviene señalar que Brines juega en el título con otro tópico de la elegía latina vinculado a la militia amoris, concretamente el triumphus amoris. En este tópico de la elegía erótica latina, el acto amoroso es equiparado a una victoria militar extraordinaria porque el poeta ha de superar al marido, a los guardianes y una puerta inquebrantable para acceder a la amada. La derrota de tantos enemigos debe ser celebrada, por tanto, con un triunfo, tal y como lo podemos leer en Ovidio (am. 12, 12): haec est praecipuo uictoria digna triumpho. Sin embargo, Brines omite todo tipo de impedimentos para acceder al amante y focaliza la idea de triunfo en el resultado de una serie de escaramuzas sexuales mutuas que conducen a una victoria efímera, porque la consecuencia de la batalla no es un amor duradero, sino una pasión pasajera.

 

por por María Elena Curbelo Tavío  / Gregorio Rodríguez Herrera

Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, España

 

Publicado, originalmente, en: Revista de Filología de la Universidad de La Laguna Año 2024, Número 48 DOI: https://doi.org/10.25145/j.refiull.2024.48.01 

Revista de Filología de la Universidad de La Laguna es editada por la Universidad de La Laguna Facultad de Humanidades Sección de Filología

Link del texto: https://riull.ull.es/xmlui/handle/915/37876


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