El despertar de Alejandra:

la metáfora obsesiva de la jaula

Ensayo de Alba Comas Santamaría
Universitat Pompeu Fabra Barcelona, España
alba.comassantamaria@gmail.com

 

Resumen / Abstract

El presente análisis constituye un intento de desmitificación de la persona y la obra de la poeta argentina Alejandra Pizarnik. Con este objeto, se aborda el motivo obsesivo de la jaula en el poema “El despertar” que permite una aproximación al nacimiento del personaje alejandrino y a algunas de sus principales características, a saber, la soledad y la incomunicación. La teoría literaria que sustenta el trabajo es la psicocrítica de Charles Mauron, de la que, sin embargo, nos desvinculamos cuando descubrimos que el personaje alejandrino es un producto voluntario -y no inconsciente- de la poeta, que se ve obligada a crear una figura de autora que pueda existir en el panorama literario dominado por los hombres. En resumen, este trabajo surge como respuesta ante el uso común del mito basado en la biografía de Pizarnik como base para el análisis literario, en el que se revela una vez más la romantización habitual -primordialmente, en artistas mujeres- de la enfermedad mental y el suicidio.

Palabras clave: poesía argentina, Pizarnik, psicocrítica, metáfora obsesiva, figura de autora.

The awakening of Alejandra: the obsessive metaphor of the jail

This study expects to be a demystification of the person and work of the Argentinean poet Alejandra Pizarnik. To do so, we elaborate an analysis of the jail as an obsessive motif in the poem “El despertar” that allows us to explain the birth of the “personaje alejandrino” as well as some of its main traits: loneliness and isolation. The literary theory that supports this work is the psychocriticism of Charles Mauron. However, we distance ourselves from this theory when we discover that this character is a voluntary product -and not an unconscious one- of the poet, who is forced to create an author figure to exist in a literary world dominated by men. To sum up, this work appears as an answer to the common use of the myth based on the biography of Pizarnik to analyse her literary work. In this practice we discover once again the habitual mythification -mainly in women artists- of mental illness and suicide.

Keywords: Argentinian poetry, Pizarnik, jail, psychocriticism, obsessive metaphor, author figure.

1. Introducción

Existe por parte de la crítica literaria convencional una actitud recurrente en el momento de enfrentarse a la obra producida por una mujer: me refiero a la adopción del discurso que refuerza el mito elaborado en torno a la figura de una autora como medio para analizar e interpretar el producto literario. No es distinta la trayectoria que siguen una gran parte de los estudios acerca de la obra de Alejandra Pizarnik, que, tal como sucede en los casos conocidos de autoras como Sylvia Plath o Alfonsina Storni, nacen y se desarrollan sobre una base que parece irrefutable, a saber, que vida y obra se explican mutuamente. Tanto es así que el mito pizarnikiano sirve de sustento para las teorías que buscan en la obra poética de la argentina una suerte de consumación de un destino trágico. Sirvan de ejemplo las afirmaciones de Patricia Venti alrededor de la figura pública creada por Pizarnik, que forja ese destino “que necesariamente debía terminar en el suicidio” o sobre cómo “la obsesión literaria puede acabar por disminuir la realidad del propio yo” (162), así como la noción usada por Cristina Piña de “destino textual” (17) para ilustrar la imagen de la mujer de carne y hueso devorada por el personaje literario y convirtiéndose en víctima de sí misma. Ciertamente, la crítica sobre la obra de Pizarnik se ve condicionada por la ilusión que se intuye en algunas reflexiones de la propia poeta, como “las palabras hubieran podido salvarme” (Diarios 295), y se construye sobre la narrativa de una poesía dominada por una pulsión de muerte que encuentra su correlato en la vida real, sosteniendo así que el fracaso de la palabra deriva en el fracaso de la vida.

El estudio aquí presentado surge como una primera respuesta y crítica ante el uso del mito basado en la biografía de Pizarnik como base para el análisis literario, en el que se revela una vez más la romantización habitual -primordialmente, en artistas mujeres- de la enfermedad mental y el suicidio[1]. Esta parte de la crítica, con un discurso que habla de la obra como camino hacia el sufrimiento, la locura y el suicidio, contribuye a la frivolización del trastorno mental y refuerza la presencia del mito de la autora durante el análisis literario, como si la obra no bastara, como si el trabajo puro y exhaustivo de la poeta sobre el lenguaje fuera insuficiente. En definitiva, la investigación tiene el propósito de abandonar estos motivos recurrentes en la crítica y afianzar el valor de la obra poética de Pizarnik más allá de su historia vital. El punto de partida es el siguiente: considerando que la totalidad de la obra poética de Pizarnik presenta varias imágenes recurrentes, selecciono la imagen de la jaula como metáfora obsesiva -analizable a la luz de la teoría psicocrítica de Charles Mauron- y como medio usado a conciencia por la escritora para la configuración del personaje alejandrino. Con el fin de indagar sobre el motivo de la jaula, focalizo el análisis en un solo poema, “El despertar” (Las aventuras perdidas, 1958), para evidenciar que el personaje alejandrino nace y se desarrolla bajo la sensación de aprisionamiento, soledad e incomunicación. Igualmente, partiendo de las nociones de la psicocrítica, el análisis permite ver en la jaula la representación de tres escenarios para tres personajes: el poético, el creador y el social. Es aquí donde se establece un punto de ruptura con la teoría de Mauron, puesto que el análisis que expongo pretende probar que el personaje alejandrino -lejos de ser un reflejo del mito personal del que habla el crítico francés, configurado a través de motivos y asociaciones inconscientes- es, en todas sus modalidades, un producto voluntario de Pizarnik. Asimismo, esta vez en relación con la teoría de Mauron del arte como consuelo, el motivo de la jaula abre camino hacia las consideraciones acerca del lenguaje y sus posibilidades. La obsesión de Pizarnik de encontrar cobijo en la palabra desemboca en la paradoja cristalizada en la comparación entre lenguaje y jaula: la palabra es, simultáneamente, morada y prisión. Así, lo que debería haber sido refugio, casa o patria, deriva en un espacio asaltado por la negatividad y la muerte.

2. Desarrollo

Ante todo, es pertinente presentar aquellas nociones de la psicocrítica de Mauron que sustentan el análisis. En primer lugar, tomemos el yo creador en oposición al yo social. “El despertar” se encuentra en el poemario Las aventuras perdidas, publicado en 1958. Anteriormente, Pizarnik había publicado La tierra más ajena (1955) y La última inocencia (1956). Estos libros configuran el primer tramo de su obra poética (Bagué Quílez 2). En este sentido, Las aventuras perdidas marca el fin de los inicios de la producción poética de Pizarnik. La joven poeta ya tiene veintiún años y un cierto grado de madurez que le permite reflexionar sobre el comienzo de su condición de poeta y lo que esta acarrea. De hecho, en sus Diarios[2] de 1958 destacan intervenciones como la siguiente: “Lo esencial es comprender que ya no soy una niña sino una mujer, sino y sobre todo una mujer” (238).

Poco a poco se instaura en el discurso poético de Pizarnik la conciencia de la infancia perdida y aparecen “breves y luminosas referencias a ese illud tempus” (Piña 81), que se contraponen al exilio desalentador que supone la edad adulta. “El despertar” podría ser, entonces, una reflexión sobre la pérdida de la niñez y el nacimiento de la poeta, o simplemente de Alejandra, puesto que, como bien explica Cristina Piña, este es, entre los múltiples nombres que Pizarnik usó, el nombre de la escritora: “Alejandra al llegar la adolescencia, como contraseña para asumir la propia vocación, como máscara de fuego con la cual enfrentar la fiesta y el horror de la poesía” (15). En consecuencia, reflexionar sobre el despertar de la poeta significa reflexionar sobre el despertar del yo creador del que habla Mauron. Un yo creador que, frente a la angustia existencial, busca en la poesía una especie de consuelo, un camino hacia el sosiego y la comunión con el universo. La misma Pizarnik dijo que “el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura” (El deseo 247).

“El despertar” es, sin embargo, un poema más complejo que ofrece otro objeto de estudio mucho más interesante: el nacimiento del personaje poético, ya que con la poesía de Alejandra “entraba en circulación lo que ella misma llamaría más adelante ‘el personaje alejandrino’” (Aira 13). El yo creador y el personaje alejandrino van, en cierto modo, de la mano y se aproximan a probar uno de los fundamentos de la psicocrítica: que la obra y la vida son aventuras paralelas, pero inseparables (Delcroix y Hallyn 274). Por añadidura, ya desde los inicios se manifiesta una de las bases que aparecerá constantemente en el análisis del poema: el carácter dual y paradójico del universo poético de la autora, puesto que la propia poesía permite crear un mundo imaginario protagonizado por un personaje elaborado a conciencia y es, a su vez, el espacio donde la poeta finge catalizar los deseos y las pulsiones del inconsciente.

Aparte de los dos personajes arriba mencionados, es decir, el personaje poético y la poeta, parece haber una tercera instancia que se manifiesta en el poema cuando reconocemos una voluntad de tomar el control de la situación, de practicar una especie de autoanálisis desde un punto de vista crítico y externo. Pizarnik parece saber que escribir implica ver su “psiquismo de profundidades, de intensidades; por eso [sufre] al escribir” (Diarios 792). En cierta medida, podríamos hablar de la manifestación momentánea en el poema del yo órfico que, según Mauron, es aquella instancia del yo que sintetiza las tres realidades presentes en el escritor -la conciencia, el mundo exterior y el inconsciente- para evocar en el texto una serie de traumas originarios; en otros términos, la instancia que hace efectiva una regresión a modo de autoanálisis. No estamos hablando, entonces, de puro narcisismo, sino de una parte del yo que pide un retorno al pasado, a los deseos y a los miedos más profundos para canalizarlos a través de la escritura. Resumiendo, el poema ofrece de vez en cuando la percepción de una lucidez máxima por parte de la poeta, que parece conocedora del control que tiene sobre todo lo que se manifiesta en el texto.

El análisis de “El despertar” permite, en cierto modo, definir el nacimiento del personaje alejandrino y sus características principales. El motivo de la jaula es significativo a partir del momento en que descubrimos que se manifiesta de manera repetitiva. La poesía de Pizarnik se encuentra repleta de imágenes recurrentes que constituyen emblemas de sus obsesiones: “las de la infancia, las de los miedos, las de la muerte, las de la noche de los cuerpos” (El deseo 246). Mauron, por su parte, propone cuatro principios para develar una metáfora obsesiva: 1) el principio de constancia, 2) el de anomalía, 3) el de coherencia y 4) el de correspondencia. El motivo de la jaula cumple con los cuatro principios. En primer lugar, es un recurso constante en la poesía de Pizarnik, puesto que aparece en otros seis poemas -aparte de “El despertar”-[3], sin tener en cuenta todas las composiciones -en prosa o en verso- donde la autora manifiesta la sensación de aprisionamiento, reclusión o aislamiento. En segundo lugar, se trata de un motivo con un carácter cuando menos insólito, ya que refleja una paradoja constante: el deseo de permanecer en un refugio que, a su vez, es concebido como una prisión. En tercer lugar, el motivo muestra cierta coherencia con la dinámica general de la configuración del personaje alejandrino. Finalmente, el uso del motivo de la jaula no es arbitrario, sino que, sobrepasando el ámbito de la ficción, parece tener una correspondencia con las actitudes reales del yo social.

Así pues, por un lado, la imagen de la jaula permite definir el nacimiento del personaje alejandrino, así como una gran parte de los estados que condicionan su existencia: la soledad, el aprisionamiento, el aislamiento, la incomunicación. Piña apunta que, en Las aventuras perdidas, Pizarnik desarrolla ciertas tendencias que marcarán su obra, como “la creciente seducción que sobre el yo poético ejerce la muerte; el desajuste respecto de la realidad, vivida como ‘exilio’ o ‘caída’; la experiencia insoportable de la soledad; la condición de extranjera respecto del propio nombre; el conflicto con las limitaciones esenciales del lenguaje para hacerse cargo del yo y de la realidad” (80). Y, más aún, posibilita la reflexión sobre aspectos como el masoquismo, la imagen del pájaro y su relación con la figura de la poeta, o el mecanismo formal principal en la conformación del personaje, esto es, la paradoja.

Por otro lado, estamos ante un motivo que no solo es útil para el análisis del personaje poético, sino que también lo es para acceder al inconsciente -voluntario- del mito personal pizarnikiano. La herramienta primordial de expresión del escritor es el lenguaje, y la poesía de Pizarnik está repleta de reflexiones metapoéticas y metalingüísticas que reflejan la búsqueda incansable de cobijo en la palabra: “me oculto del lenguaje dentro del lenguaje. Cuando algo -incluso la nada- tiene un nombre, parece menos hostil” (El deseo 249). Por ende, el motivo de la jaula sirve también como metáfora del lenguaje, que va a ser el espacio de Alejandra, la poeta. Esta última hipótesis -el lenguaje como el espacio que encarcela a la poeta- refuerza todavía más el carácter paradójico de su poesía: el espacio para el despertar y la liberación del yo creador es, simultáneamente, su prisión y el lugar de la desolación. Desde los inicios, la expresión poética está condenada al fracaso porque, contrariamente a las posibles esperanzas de la autora, el lenguaje no permite escapar del aislamiento ni de la soledad.

Dice Mauron que “l’art affirme la communion possible et réelle entre l’objet le plus inanimé et le sujet le plus vivant” (239). En otras palabras, el arte es para el artista un medio para conseguir la comunión con el universo y, en definitiva, un consuelo ante la angustia existencial. Sin embargo, como bien he señalado, en Pizarnik la poesía como salvación está condenada al fracaso. Las dos personalidades que se revelan en el poema -el personaje ficticio y la poeta- señalan el carácter doble de este fracaso, que es, por consiguiente, más hiriente todavía. El espacio literario, donde despierta y crece el personaje poético, es una jaula donde cohabitan la soledad, el aislamiento y el dolor. El espacio textual, donde se revela Alejandra como poeta -es decir, el poema-, es el lugar donde el lenguaje no ofrece amparo ni tiene futuro. En Pizarnik, junto con la asunción del lenguaje como única patria, también “emerge más agudamente que antes la certeza de que esta elección solo lleva ‘a lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado’, al ‘infierno musical’ donde no hay posible lugar de reunión” (Piña 179). En esta línea, sería interesante vincular la imposibilidad de una expresión completa y satisfactoria en Pizarnik con la noción de écriture féminine elaborada por la teoría feminista francesa a principios de los años setenta, y que pone de manifiesto los límites del lenguaje, dominado por un sistema falogocéntrico que no permite la expresión libre del cuerpo y el deseo. De hecho, y muy en relación con la escritura femenina, la violencia latente en la poesía pizarnikiana “comunica que el lenguaje, encerrado en el sistema, ‘enjaulado’ en la norma, debe volverse agresión para decir” (Venti 206).

Lo cierto es que resulta tentador pensar que, a pesar de la voluntad de la poeta, que se empeña en escribir para canalizar su angustia, la búsqueda de la palabra que la salve resultará inútil; y que, al final, vida y obra van inevitablemente de la mano, que el personaje alejandrino y Alejandra -la poeta- avanzan unidas. No obstante, lo interesante sería precisamente desmentir esta idea: la de la mujer como víctima de un destino trágico que pesa sobre la poeta[4], la de Alejandra cayendo en su propia trampa -“Mi vida perdida por la literatura a causa de la literatura” (Diarios 405)-, como si verdaderamente el fracaso del lenguaje trascendiera los límites de la poesía e hiciese caer en la más profunda soledad a la persona biográfica, es decir, a Alejandra Pizarnik, que, además -en un último momento de gloria en su elaborada autorrepresentación-, dejó escrito en el pizarrón de su cuarto “no quiero ir / nada más / que hasta el fondo / oh vida / oh lenguaje” (Diarios 453). En resumen, el objetivo de este artículo es el de rechazar el mito del vínculo involuntario entre vida y obra, que, contrariamente a ser trazado por la fuerza del inconsciente, de la locura o de un destino trágico que acompaña a la figura de la poeta maldita, lo es por la voluntad de la propia autora.

La jaula aparece tres veces en el poema “El despertar” (Poesía completa 92-94, versos 1, 63 y 66)[5]. Asimismo, Pizarnik recurre al motivo de la jaula en seis poemas más de su obra poética e insiste con frecuencia en las referencias a, por ejemplo, el encarcelamiento, el confinamiento o el aislamiento. En este sentido, el primero de los principios propuestos por Mauron -el de constancia- se cumple. No obstante, la repetición obsesiva de la imagen de la jaula o la persistencia de la sensación de aprisionamiento no son razones de suficiente peso para justificar el análisis, pues lo cierto es que es fácil descubrir en Pizarnik varios motivos a los que recurre reiteradamente. Destacan el barco, la flor, el jardín, el pájaro, el espejo, el viento, la sangre, la sed, la noche, la otra orilla, la sombra, la muerte, la niñez, el silencio, la palabra, la música, el miedo y el amor. Por ello, explico a continuación por qué he decidido fundamentar el análisis sobre el motivo de la jaula en el poema “El despertar”, descartando, así, todos los otros motivos a los que Pizarnik recurre de manera obsesiva.

Pizarnik escribe en sus Diarios: “Despertar. Murmullo de pájaros. La ventana transmite una luminosidad tensa. Los pájaros continúan. Los siento enjaulados, por lo que me resulta desagradable su canto” (87). Aparece aquí una especie de ruptura con la concepción tradicional del despertar idílico acompañado de la aurora y el canto armónico de los pájaros y, además, una imagen a la que aferrarse durante el análisis del poema, que describe un despertar frustrado. En todo caso, el despertar es el inicio, la toma de conciencia frente a un nuevo día. Así pues, nos encontramos en un punto de partida que nos permite hablar del origen. Estamos, primeramente, ante el despertar del personaje poético bautizado por la propia Pizarnik con el nombre de “personaje alejandrino” (Venti 148). No obstante, también podríamos considerar que presenciamos el despertar de la poeta -de Alejandra- que es, en definitiva, el yo creador.

Por un lado, Mauron sitúa la aparición y el desarrollo del yo creador justo después de la pubertad, cuando el sujeto orienta sus energías hacia la producción de obras de arte que se conviertan en objetos de comunión y consuelo frente a la angustia existencial. No faltan en el poema la nostalgia por la infancia perdida ni la conciencia de la llegada de la madurez: cuando Pizarnik abandona la niñez es, también, cuando deviene poeta. Por otro, teniendo en cuenta el vínculo en la tradición literaria entre el canto del pájaro y la voz del poeta -introducido por los trovadores cuando establecieron como referencia para sus cansons el cantar natural de los pájaros (Fabre 177)-, la figura del pájaro abre otro camino para la reflexión del despertar de la poeta. En la poesía pizarnikiana destacan las menciones al canto, la música y la voz, es decir, a la dimensión oral de la escritura. Así pues, la poesía es un canto y la poeta, el pájaro -enjaulado- que canta.

En la poesía pizarnikiana hay una clara atención al marco espacial, y así lo evidencian algunos versos de “El despertar”: “detrás del viento” (v. 6), “se han ido donde la muerte” (v. 13), “ahorcados en la nada” (v. 24), “frente a un espejo” (v. 34), “reaparecer en el mar” (v. 35), “donde un gran barco” (v. 36), “para huir al otro lado de la noche” (v. 40). Además, el verbo entrar y el verbo salir -claramente unidos a la noción de espacio-son recurrentes en la obra de la poeta. Sin duda, hay una predilección por el acto de entrar: “no es este el jardín que vine a buscar / a fin de entrar, de entrar, no de salir” (Poesía 432), y, en relación con eso, intuyendo que despertar es nacer y, en consecuencia, salir del útero de la madre, Pizarnik parece intentar compensar esa salida con la entrada inmediata en un nuevo espacio: la jaula. En efecto, la octava estrofa del poema manifiesta la necesidad de regreso al vientre materno y, más aún, la asociación de ese regreso con la muerte. No podemos más que recordar la teoría de Freud sobre la presencia del agua en los sueños en torno al nacimiento, o parte de la definición del símbolo del mar según Juan-Eduardo Cirlot: “‘Volver al mar’ es como ‘retornar a la madre’, morir” (298). Siendo así que la entrada en una jaula parece el acto inmediato al despertar, el uso de este motivo para el análisis del poema se ve justificado.

Además, destaca el carácter doble de la jaula, que es, simultáneamente, el espacio del personaje poético y el espacio de la poeta. En primer lugar, la jaula es un escenario para la ficción en la medida en que es donde habita el personaje que se manifiesta en la poesía. Si el texto fuera la expresión de las obsesiones de la autora, la supuesta realidad de Pizarnik se revela a través del encarcelamiento de su propio personaje. En Diarios, la poeta insiste en su condición de solitaria, exiliada y reclusa:

Y no obstante no amo la soledad, mejor dicho el aislamiento. Nadie ha vivido tan aislada como yo desde hace unos años hasta el presente. Nadie ha hablado menos que yo. Nadie ha vivido más en el silencio y en la tristeza que yo. Y siempre la imagen de una habitación fea y mal iluminada. (Diarios 344)

En Diarios, el sujeto se revela siempre como atrapado en sí mismo y confinado en espacios privados alejados de la esfera pública, que no le pertenece. Hay que recordar la marca de extranjería que arrastrará Pizarnik durante toda su vida: hija de judíos inmigrantes, mujer, bisexual, y, en definitiva, una outsider, alguien sin un sitio estable en la sociedad. Es en este contexto que Pizarnik engendra un personaje enjaulado que se desarrolla siempre bajo el sentimiento de extranjería y aislamiento. En segundo lugar, la jaula se revela en el ámbito formal y se descubre como el lugar donde se instala la propia poeta, que, muy a su pesar, ha abandonado la niñez para entrar en el lenguaje. En un principio, Alejandra busca en las palabras una morada y un lugar donde refugiarse, pero, en el transcurso de esa búsqueda, el lenguaje siempre permanecerá como algo ajeno e inabarcable que atará al sujeto a la incomunicación. Y, a este respecto, el tono pesimista de “El despertar” -que es un poema de y sobre los inicios- anuncia el fracaso final que supondrá la búsqueda de cobijo en el lenguaje, así como el cambio en la concepción de la palabra, que deja de ser morada para ser jaula.

En última instancia, el motivo de la jaula permite elaborar una reflexión circular. En el poema, la jaula es el espacio donde se da el nacimiento, donde empiezan ambas vidas, la del personaje poético y la de la poeta. Sin embargo, la entrada en la jaula supone la voluntad de regreso a un estado embrionario y la asunción inmediata de la muerte[6]. Se trata de dos estados marcados por la inexistencia del lenguaje y, por consiguiente, el anhelo de encontrar un hogar en la palabra se revela como algo paradójico e imposible. Frente a la llegada de la edad adulta, el dolor de la existencia y la necesidad de consuelo, Pizarnik abandona la infancia para devenir poeta y, a partir de este momento, toma conciencia de la muerte irremediable: “He consumado mi vida en un instante” (v. 30) o “El principio ha dado a luz el final” (v. 41). Como bien apunta Sarah Martín el sujeto que se ofrece a la poesía es un ser sacrificado al lenguaje, que termina devorado por la ausencia y constituye la imagen de un “ser muriente”, alguien que solo aguarda el final definitivo o, en otras palabras, un “cadáver textual” (80). Con “El despertar” descubrimos que, para el personaje alejandrino, la obra poética es la marcha hacia un destino que ya se conoce desde el principio, porque entregarse al lenguaje es abandonar el sujeto y ofrecerse a la muerte.

Con respecto al principio de anomalía, la naturaleza sorprendente del motivo de la jaula reside en la paradoja que pone en juego. La unión de dos palabras claramente opuestas (“La jaula se ha vuelto pájaro”, énfasis mío) en el segundo verso del poema, asienta el carácter contradictorio del motivo. El tono esperanzador de una jaula que deviene pájaro se verá aniquilado a lo largo del poema -es más, a lo largo de toda la obra poética de Pizarnik-, y es ahí donde la paradoja se manifiesta como fundamento del universo poético pizarnikiano: ella, en cuanto artista y creadora de un personaje y mundo ficticios, recurre al lenguaje como lugar para la libertad absoluta y la salvación -a saber, como “casa”, “patria” o “cuerpo” y tantos otros espacios a los que alude- y, en cambio, el propio lenguaje parece ser la trampa sin salida que atrapa a la poeta.

El personaje alejandrino nace de la imaginación de Pizarnik, lo que suscita la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto el pensamiento y la imaginación son espacios dotados de una libertad completa? Según la teoría psicocrítica, el texto es un reflejo del inconsciente del autor y, en consecuencia, podríamos pensar que el personaje alejandrino nace enjaulado en contra de la voluntad de la poeta y a causa de la fuerza ejercida por su inconsciente. Desde esta perspectiva, podríamos suponer que el hecho de meter al personaje poético en una jaula no es una decisión tomada única y libremente por Pizarnik, sino que algo en su interior determina que el personaje solo puede despertar bajo la condición de prisionero. Esta idea se presenta todavía más probable y atrayente cuando descubrimos en Pizarnik la conciencia de esa contradicción: “¡Oh, soy una masa de contradicciones! Eres un ser humano, Alejandra. Iones negativos y positivos explotan en tu esfera” (Diarios 170). A fin de cuentas, resulta incongruente que Pizarnik enjaule al personaje que es, sin lugar a dudas, una extensión de su propia persona. Del mismo modo en que las muñecas que aparecen en varios de sus poemas adquieren la categoría de un personaje dramático y encarnan obsesiones habituales como la del cautiverio (Bagué Quílez 12), el personaje alejandrino puede ser también un alter ego de Pizarnik, de suerte que encarcelarlo a él es, en cierta medida, encarcelarse a sí misma.

Por una parte, el acto de encarcelarse a una misma puede ser concebido como una especie de autocastigo, lo que nos lleva a hablar del masoquismo como una pieza clave para la construcción de ambos personajes -el poético y el creador-. Venti pone el acento sobre el peso de la educación religiosa y la consecuente represión de la libido, que impide asumir el deseo lésbico o asumirlo bajo la convicción de que se transgrede la ley, lo que conduce, además, hacia una relación conflictiva con el cuerpo propio. La jaula es la cárcel y, al mismo tiempo, el pequeño cuarto donde el cuerpo se refugia de las miradas. En Diarios, las múltiples alusiones a tendencias masoquistas contribuyen a la confección del mito personal de Pizarnik: “Soy masoquista. Descubrimiento de ello. Ayer, cuando de pronto cayó la imagen: me pegaban con un látigo. Tuve un orgasmo. No comprendo. No comprendo nada si aún soy tan niña, tan inocente. No comprendo” (Diarios 307).

Por otra parte, las tendencias masoquistas presentes en la obra pizarnikiana podrían ser analizadas a partir de la teoría de Deleuze, que, bajo la noción spinoziana del deseo como esencia misma del hombre, concibe el masoquismo como el estado permanente de espera del deseo: hablamos, en este caso, de la construcción de máquinas deseantes que retardan el placer porque, al final, “lo esencial se convierte en la espera o el suspenso como plenitud, como intensidad física o espiritual” (Deleuze, Francis Bacon 86). La poeta escribe “Soy un deseo suspendido en el vacío. No sé ni comprendo nada, Solo sé que deseo, deseo, deseo” (Diarios 185), y se entrega al proceso creativo como transición hacia lo que debería ser una revelación definitiva: el lenguaje como salvación ante la angustia existencial. Sin embargo, una voluntad latente la mantiene en un sufrimiento continuo que fomenta la escritura poética. La culminación de este proceso implicaría, por tanto, el término de la escritura. En Diarios, cuando Pizarnik tiene dieciocho años, escribe:

Lloré porque jamás conoceré el encanto de la comunicación plena [...]

Heme acá. Las cuatro paredes rodean mi alma. Hemos llegado al final 

de un experimento necesario y fracasado. Acá. Sí. Con la pluma y el

llanto que nutre conmovedor la savia de mi escritura. ¡Sola! ¡Gritaré

aterrada mi soledad! Gimo. Lloro. ¡Tengo tanto miedo! (Diarios 113)

Siendo consciente desde los inicios del fracaso que supondría la escritura, ¿por qué la poeta insiste en escribir durante los próximos dieciocho años? La teoría deleuziana presenta una posible respuesta a esta pregunta: tal vez parte del consuelo anhelado resida en la búsqueda incansable del consuelo, del mismo modo en que en el sufrimiento y la demora masoquista del placer reside el propio placer.

A propósito del masoquismo, la presencia de un cuerpo también es fundamental. Como bien apunta Bagué, “Alejandra Pizarnik no admite más horizonte que su cuerpo” (7) y, en parte, este funciona como recinto amurallado, hortus conclusus o “dorado molde” (Diarios 164). La corporeidad del personaje alejandrino es crucial para que este pueda ser enjaulado y el sujeto es, sobre todo, un cuerpo. De ahí que en “El despertar”, las referencias constantes al yo se hagan a partir de la mención a las partes que lo constituyen: “mi corazón” (v. 4), “mis manos” (vs. 12 y 55), “mi sangre” (v. 18), “los labios” (v. 21), “mis ojos” (v. 27), “las venas” (v. 38), “mis brazos” (v. 48). Además, Pizarnik, confesando una vez que extraña “la bella alegría animal” (Poesía 267), nos remite a la noción del cuerpo en la filosofía de Bataille. concebido como aquella parte de nosotros que continuamente nos recuerda nuestro vínculo con la naturaleza. En su ensayo La felicidad, el erotismo y la literatura, Bataille rememora algunos versos de Rimbaud desbordantes de erotismo, donde la animalidad feliz es recobrada: “te ríes de mí, el embriagado / que te agarraría / así -de la hermosa trenza, / ¡oh! -que bebería / tu gusto a frambuesa y fresa / ¡oh, carne de flor! / Te ríes del fuerte viento que te besa / como un ladrón” (cit. en Bataille 91). Pizarnik -dicho sea de paso, una gran lectora de Rimbaud- escribe una poesía que se muestra como un camino de retorno a la animalidad: “Pronto asistirás al animoso encabritarse del animal que eres” (Poesía 248), ofreciendo así al cuerpo un papel protagonista.

Y es que la entrega definitiva de la poeta a la poesía se da a través de la ofrenda simbólica del propio cuerpo, gracias a la cual la obra poética cobra vida y termina por ser, en palabras de Venti, una metáfora corpórea:

y mi cabeza, de súbito, parece querer salirse ahora por mi útero como

si los cuerpos poéticos forcejearan por irrumpir en la realidad, nacer

a ella, y hay alguien en mi garganta, alguien que se estuvo gestando

en soledad, y yo, no acabada, ardiente por nacer, me abro, se me

abre, va a venir, voy a venir. El cuerpo poético, el heredado, el no

filtrado por el sol de la lúgubre mañana, un grito, una llamada, una

llamarada, un llamamiento. (Poesía 255)

La voluntad de concebir un cuerpo textual -de hacer, tal como dice en el “El deseo de la palabra” (El infierno musical, 1971), el cuerpo del poema con su propio cuerpo- genera un acentuado sentimiento de angustia, plasmado a través del personaje alejandrino. Finalmente, y todavía acerca del masoquismo, el hecho de atestar sus poemas de fantasmas, pesadillas, miedos, monstruos o muerte, así como la continua nutrición del dolor y el desaliento, convierte los poemas en cuerpos sufrientes que persisten y gozan en esa espera infinita del advenimiento de “una escritura total” (Diarios 253).

Retomemos la relevancia de la paradoja en la poesía pizarnikiana. En el poema “El despertar” el carácter insólito del motivo de la jaula reside en su naturaleza doblemente paradójica. Por un lado, la propia imagen de una jaula que se convierte en pájaro y vuela (vs. 2-3) es contradictoria. En verdad, no es la única imagen paradójica del poema: destacan también “la muerte / enseña a vivir a los muertos” (vs. 13-14), “Es la hora del vacío no vacío” (v. 20), “Recuerdo mi niñez / cuando yo era una anciana / Las flores morían en mis manos / porque la danza salvaje de la alegría / les destruía el corazón” (vs. 53-57), “Recuerdo las negras mañanas de sol / cuando era niña / es decir ayer / es decir hace siglos” (vs. 58-61). Todas ellas son imágenes que participan del pesimismo del poema y se contraponen al tono esperanzador de la primera paradoja (“la jaula se ha vuelto pájaro”). He aquí la explicación a esa naturaleza doblemente paradójica, pues el optimismo anunciado en los primeros versos se ve anulado por las referencias a la muerte, el vacío, la vejez, la destrucción, la oscuridad. Desde el principio -cuando el yo poético confiesa que su “corazón está loco / porque aúlla a la muerte” (vs. 4-5)- la libertad es concebida como una carrera hacia el fracaso y la aniquilación. Tal vez sea este el motivo por el cual la poeta crea que es “el instante de poner cerrojo a los labios” (v. 21), lo que de igual modo resulta incongruente teniendo en cuenta que 1) el poema se desarrolla durante doce estrofas más y 2) estamos ante el despertar de la poeta, el nacimiento de las palabras, y no del silencio. Lo cierto es que la obra de Pizarnik escenificará constantemente una “dialéctica de contrarios” (Kavcic 219) que pondrá de manifiesto la tensión principal del conflicto ontológico pizarnikiano: “la muerte, la vida, la poesía, el suicidio y el lenguaje son los pilares de la obra de la autora argentina y son, al mismo tiempo su presidio, su liberación” (227).

El principio de coherencia sirve para asentar la relación existente entre una metáfora obsesiva y el mito personal. La jaula no es un motivo aleatorio ni todo lo que representa, un conjunto de incongruencias, sino que su función como representante de la paradoja va en consonancia con la dinámica general del mito pizarnikiano, puesto que el personaje alejandrino en todas sus modalidades se encuentra afectado por el desdoblamiento y pone en escena un incansable juego de contrarios, un conocimiento auténtico sobre la fractura del yo y sobre “la imposibilidad de recuperar la Unidad Originaria” (Venti 210).

“El despertar” se inicia con un apóstrofe que instaura una primera dicotomía entre tú y yo. En Pizarnik, el poema se convierte en ese intento de “diálogo desesperado” del que hablaba Paul Celan (78) en su discurso intitulado Le Méridien, es decir, en una pregunta e interpelación constantes que permiten configurar la identidad al mismo tiempo que traer la alteridad. Siempre manteniendo el motivo de la jaula como eje del análisis, la presencia del otro es fundamental, puesto que permite dividir el espacio entre un adentro (donde estoy yo) y un afuera (donde está el otro): “Afuera hay sol. Yo me visto de cenizas” (Poesía 73). El Señor al que el yo poético se queja es la imagen en el poema de la otredad y cristaliza la necesidad propia del personaje alejandrino de conformarse como un ser original, incomprendido y desamparado. Lejos de instaurar en el Señor un punto de apoyo o un medio de comunicación, el yo lírico habla como quien grita al vacío y consigue, de este modo, la atmósfera de soledad y abandono que acompaña al despertar.

El Señor al que el yo poético implora es la figura paterna que en el régimen patriarcal sustenta la ley. Creo que tras esa figura masculina hay cuatro referentes principales que, participando del juego de las dicotomías, se imponen como se impone la ley del padre[7]: el psicoanalista, Dios, el lenguaje y el yo órfico. En primer lugar, tomando en cuenta el surrealismo como una fuente esencial en la poesía pizarnikiana, no es de extrañar que el psicoanálisis adquiera un papel relevante, puesto que fueron los surrealistas quienes apostaron por la valorización del inconsciente y la instauración del psicoanálisis como modo de conocimiento de la subjetividad e instrumento para la liberación de las fuerzas creativas (Piña 46). La presencia del doctor posibilita que Pizarnik adopte un rol que mantendrá durante el continuo juego de máscaras que se revela en su obra, es decir, el de “paciente de psicoanálisis” (Burrola Encinas y Lagarda López 159). Sabemos que la poeta argentina se sometió a terapia psicoanalítica con León Ostrov, a quien, por añadidura, dedica el poema que nos ocupa -además de su segundo poemario, La última inocencia (1956)-. Resumiendo, la figura del psicoanalista evoca la importancia del psicoanálisis en el universo poético pizarnikiano, refuerza el movimiento dicotómico del que veníamos hablando -porque establece la nueva pareja doctor-paciente en la línea del binarismo falogocéntrico, donde una parte es siempre sometida- y es, a su vez, portadora de la ley en la medida en que se espera del doctor la imposición del orden frente a las manifestaciones de la locura.

En segundo lugar, el Señor también es Dios. La tonalidad mística se expone frecuentemente en Pizarnik a través del ruego desesperado en busca de consuelo y asimila a la poeta “al místico que canta, desde el lenguaje amoroso, su búsqueda y unión con el Todo” (Calafell Sala 94). Pizarnik hace revivir la imagen de la mística deseosa de muerte que se entrega al éxtasis de la unión de su alma con Dios, lo que supondría, asimismo, un nuevo y definitivo despertar. Nótese la semejanza entre el tono suplicante de “El despertar” y los versos que siguen de “Ayes del destierro”, de Santa Teresa de Jesús: “Ansiosa de verte, / deseo morir [...] Haz, Señor, que acabe / tan larga agonía; / socorre a tu sierva / que por ti suspira” (86). Además, de acuerdo con la noción del silencio místico advenido en el momento del arrobamiento, Pizarnik lo acepta como elemento crucial en la búsqueda de la unión: “silencio / yo me uno al silencio / yo me he unido al silencio / y me dejo hacer / me dejo beber / me dejo decir” (Poesía 143). A este respecto, vuelve a latir la paradoja pizarnikiana, puesto que el vínculo silencioso que anhela la poeta es con la palabra.

En tercer lugar, el Señor también puede ser el lenguaje en calidad de entidad falocéntrica edificada sobre la ley, la norma, la ciencia, el logos, la presencia y el binarismo, entre otros. Según Lacan, la entrada del sujeto en el orden simbólico representa la obligación por parte del niño o la niña de reconocer al padre como portador de la ley; es decir, es en el nombre del padre que tenemos que reconocer el soporte de la función simbólica que, desde el inicio de los tiempos, identifica su persona con la figura de la ley (Marín-Domine 80). Si hablamos de un lenguaje falocéntrico es porque el falo es identificado por Lacan como la marca de la diferencia sexual y el órgano investido de valor cultural. Así, escritoras como Luce Irigaray en Speculum de l ’autre femme (1974) y Hélene Cixous en Le Rire de la Méduse (1975) consideran que todo lenguaje es el lenguaje del padre y que, en consecuencia, no resulta una herramienta útil para la literatura o la filosofía femeninas. Tal vez sea esta una de las múltiples respuestas al supuesto fracaso del lenguaje que Pizarnik experimenta, a saber, la incompatibilidad entre su deseo de expresión poética y el medio del que dispone. En el poema “Sala de psicopatología”, por poner un ejemplo, se intuye el rechazo a varios pilares del sistema -y, por ende, del lenguaje- falogocéntrico.

En cuarto y último lugar, el Señor puede ser asociado al yo órfico del que hablaba Mauron. Recordemos que se trata de la función sintética que en la situación poética toma el control, elaborando una especie de autoanálisis que guía a la persona hacia la producción de seres de lenguaje y objetos de comunión -en Pizarnik, los poemas-. El yo órfico es la noción que tiene el mando -del mismo modo que lo acaparan el psicoanalista, Dios o el lenguaje- y emerge en el poema cuando la poeta se descubre analista, creadora y sintetizadora del lenguaje[8]. En efecto, el poema no puede ser más que la exposición de los resultados de un análisis sobre el despertar del personaje poético y el yo creador. Pizarnik escribe: “Oh solo yo sé cuánto me horroriza escribir esto que escribo, pero lo hago para objetivizar” (Diarios 259) y, en este aspecto, abre camino hacia la desmitificación de la poeta demente que no controla sus propias producciones artísticas. Roland Barthes afirma: “un fou qui écrit n’est jamais tout á fait fou ; c ‘est un truqueur : aucun Éloge de la Folie n’est possible” (107), y, por su parte, Piña insiste en que

nadie puede crear estando alienado, pues la facultad de simbolización,

decisiva para el acto creador, sea cual fuere su manifestación, falla.

Quien está en brote psicótico no puede transformar en arte su delirio,

sino que simplemente lo vive y lo sufre. [.] Porque para corregir,

para trabajar sobre el lenguaje o los colores, es necesaria esa lucidez

que la locura nos quita. (76)

Así las cosas, y bajo la presión de un sistema patriarcal en que la figura del hombre es la dominante, esa instancia del yo que analiza, sintetiza y se dirige hacia la escritura creativa nace bajo la aparente forma masculina del

Señor. No son pocas las veces en que Pizarnik expresa su deseo de “Sentirse Dios” (Diarios 229), “de ser dios hasta en el llanto” (Poesía 88).

Retomemos ahora la noción del desdoblamiento para explicar el hecho de que la jaula no es un motivo aleatorio ni incongruente. No lo es porque la oposición primordial entre un adentro y un afuera que la jaula pone en escena permite considerar el carácter del personaje alejandrino marcado por constantes confrontaciones. Las propiedades de este personaje terminan siendo rotundas y obsesivas en cuanto lo configuran precisamente por la desesperación que provoca no tener la propiedad contraria. En otras palabras, el sufrimiento que provoca la esquizofrenia entre el interior y el exterior asienta la dinámica general del personaje, que parece angustiarse, verbigracia, no por la vejez en sí misma, sino por la pérdida de la juventud, o, de igual modo, no por la muerte, sino por la pena de no saber vivir; no por la enfermedad, sino por la falta de salud; no por la soledad, sino por la dificultad al dar y recibir amor, y tantos otros. Sobre este punto, ahondaremos en dos aspectos primordiales del personaje: el miedo a la locura y la experiencia de un cuerpo enfermo.

Una de las propiedades básicas del personaje poético es el miedo a la locura. Si bien parece ser que en los primeros años la locura se ofrecía a la poeta bajo la visión romántica de bálsamo o paraíso (Carreras y Duero 48), también es cierto que en “El despertar” se anticipa la ansiedad provocada por el miedo a la demencia a través de la creación de un ambiente grotesco y, en cierta medida, fantástico. Son un ejemplo de ello los siguientes versos: “y mi corazón está loco / porque aúlla a la muerte / y sonríe detrás del viento / a mis delirios” (vs. 4-7), o bien, “Señor / El aire me castiga el ser / Detrás del aire hay monstruos / que beben de mi sangre” (vs. 15-18). Es curioso descubrir cómo, a pesar del innegable temor que Pizarnik sentía hacia la locura -que es el paroxismo de la incomunicación, estado que intentaba superar con la poesía-, su obra poética deriva en composiciones cercanas a la locura y al delirio verbal. En este sentido, Piña afirma muy acertadamente que no se trata sin embargo “del lenguaje de la locura sino el de un arte que ha llegado hasta el fondo de su impulso transgresor, imitando peligrosísimamente el habla descarriada del delirio” (192).

Otra de las particularidades del personaje es la experiencia de un cuerpo sufriente. En El yo y el ello, Freud postula que el yo es ante todo una “esencia-cuerpo” (27) y, posteriormente, Lacan define la pulsión como “l’écho dans le corps du fait qu’il y a un dire” (222). En “El despertar”, el cuerpo del sujeto somatiza la agonía sabiéndose fragmentado -ya he mencionado cómo se refiere a él por sus partes y no por la totalidad-, lo que nos remite al cuerpo sufriente que, en el sueño, las alucinaciones, los delirios, la hipocondría o la esquizofrenia (Stryckman 41), rememora el estadio del espejo, cuando, al inicio de la vida, la vivencia del cuerpo es la del cuerpo fragmentado. La vivencia de la fragmentación y la angustia sobre el cuerpo se intensifica cuando descubrimos que, para la poeta, el cuerpo propio es la sede de la contradicción, pues es al mismo tiempo fuente de placer y dolor:

Nunca me odio tanto como después de almorzar o cenar. Tener el

estómago lleno equivale, en mí, a la caída en una maldición eterna.

Si me pudiera coser la boca, si me pudiera extirpar la necesidad de

comer. Y nadie goza en esto tanto como yo. Siento un placer absoluto.

Por eso tanta culpa, tanta miseria posterior. (Diarios 404).

La poesía pizarnikiana materializa el je est un autre rimbaudiano y da cuenta de la incorporación de la poeta en la tradición literaria de la escisión del sujeto. El motivo de la jaula sugiere la esquizofrenia entre interior y exterior que, como evidencia el fragmento a continuación, tanto afectaba a Pizarnik:

Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una

disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un

ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta

de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera

contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal

y constituya “la farsa que todos tenemos que representar”.

(Prosa 290-291)

En este contexto, la jaula no solo contribuye al juego elemental de la paradoja, sino que propone un escenario para la fragmentación del sujeto textual, desdoblado a causa del desfase entre el sujeto y su reflejo -o entre el sujeto y la interpretación que elabora de sí mismo el yo (Martín 73)-. No obstante, la dinámica del yo alejandrino excede los dualismos convencionales para representarse bajo la máscara de muchos otros personajes: “la viajera melancólica, la amiga de la muerte, la poeta maldita, l’enfant terrible, la paciente del psicoanálisis, la niña extraviada” (Burrola Encinas y Lagarda López 159). Por ello, podría hablarse de un desdoblamiento como paso previo al juego de máscaras; en otros términos, en el reflejo especular, en la sombra, en la figura del yo aguardando en la otra orilla, Alejandra no solo descubre “A la otra que [es]” (El deseo 248) sino a las otras que es.

Mauron propone un cuarto y último principio para la identificación y análisis de una metáfora obsesiva, que es el principio de correspondencia -en términos de la psicocrítica, la correspondencia entre el mito personal y la biografía del artista-. En nuestro caso, se trata de argumentar por qué la metáfora de la jaula puede ser vinculada a ciertos aspectos de la biografía de Pizarnik. De nuevo, entra en juego el personaje alejandrino, que no se limita al espacio de la ficción y la creación poéticas, sino que invade el espacio de la vida real; esto es, el personaje se manifiesta en tres escenarios: el del poema en sí mismo, el del yo creador y el del yo social. La correspondencia entre el personaje poético, el personaje de la poeta y el personaje que se desarrolla en sociedad es evidente, puesto que los tres manifiestan unas particularidades muy similares, entre las cuales destaca, por cierto, la sensación de permanecer en una jaula. La insistencia al hablar de un personaje no es gratuita, ya que, en verdad, todo lo que podamos decir respecto de la persona de Pizarnik no será más que un acercamiento al personaje que ella misma decidió escenificar durante su vida como poeta. Habiendo tomado conciencia de esa realidad, únicamente podemos aspirar al trato con el personaje que la misma poeta, como sujeto agente, configuró. La aproximación al yo social elaborado por la poeta me parece la más justa y prudente al hablar de la biografía de Pizarnik, que dio forma activamente al rol que quería exponer en sociedad para alcanzar, en medio de un panorama literario protagonizado por hombres, el objetivo de ser “la más grande poeta en lengua castellana” (Diarios 403).

El conocimiento de la poeta argentina del hecho de estar constantemente representando un personaje se revela en Diarios cuando se queja del “esfuerzo de vestirse de sí misma” (401) o del peso del “disfraz de extravagante originalísima, de niñita adorable, de liberal, de todo” (41). En cierta medida, para la configuración de su personaje, Pizarnik -inscrita en la tradición de poetas como Artaud, Baudelaire, Lautréamont, Nerval o Rimbaud- adoptó la ética vital romántica en que la obra y la vida deben fundirse en la búsqueda incansable de un absoluto. Su profundo conocimiento del canon literario occidental -francés, sobre todo- la decidió a envolver su “figura literaria de un halo de genialidad precoz, cuya vida está impregnada de locura y desenfreno” (Venti 161). Consecuentemente, el mito pizarnikiano se ha visto constantemente alimentado por la imagen de poeta maldita y ha conducido a la visión errónea e idealizada de su figura que, lejos de ser considerada un sujeto activo, parece ser la víctima de un destino trágico como culminación de un proceso casi divino.

En cuanto a la idea del yo social como personaje, resulta interesante referirse a la noción articulada por Julio Premat sobre la “figura de autor”. En Héroes sin atributos. Figuras de autor en la literatura argentina (2009), Premat explica que ser escritor en Argentina implica, más allá de la creación de una obra, la elaboración de una figura de autor o, en otras palabras, una autoconfiguración. Pizarnik se estaría autoconfigurando cuando, a través de lo que Sylvia Molloy llama “laperformance del yo” (s. p.), construye el personaje público: “una especie de poeta maldita que recorría la noche porteña hablando sin parar, haciendo chistes, juegos de palabras y pronunciando obscenidades con voz ronca” (Venti 148). La figura pizarnikiana debe ser considerada una construcción “tan calculada y pulida como cualquiera de sus textos” (Molloy s. p.), así como el medio idóneo para hacerse un lugar en el mundo literario de la época. En efecto, la correspondencia y los testimonios descubren, ya sea en Argentina o en París, a una mujer que gracias a una intensa socialización establece vínculos con artistas reconocidos y muestra interés por conformar “un espectro amplio de influencias que difundiera su obra” (Venti 113). El personaje social alejandrino es el resultado de un proceso de creación paralelo a la obra y se configura como transgresor de la feminidad convencional. En medio del universo literario dominado por los hombres, Pleitez habla de la violencia simbólica ejercida sobre las mujeres artistas que, descubriendo su yo alejado del destino social impuesto y temerosas ante la posibilidad de no existir en ningún mundo -se entiende, el doméstico y el artístico-, desarrollaron un intenso deseo de autorrepresentación y visibilidad (47). Pizarnik insiste en “el deseo de ser” (Diarios 405) y, sacando a la luz ese miedo a no-ser, se lamenta: “Pero sobre todo angustiarme y querer morir porque quisiera ser todo y solo soy nada” (Diarios 240).

Recuperemos, finalmente, el motivo de la jaula como espacio para la configuración de un personaje que -inscrito en la tradición romántica- debe ser original, incomprendido, solitario. Como ya se ha señalado, el yo poético nace y vive dentro de una jaula ficticia -metaforizada también en la habitación, el cuerpo, el bosque o la noche, entre otros- y la poeta se halla enjaulada en el propio lenguaje. Esta sensación de aprisionamiento no abandona al yo público que, a pesar de su activa socialización, no se deshace de la jaula configurada, en ese caso, por una moda masculinizada, una voz ronca, cierta tendencia a la pronunciación de obscenidades y, en fin, por la performance constante. Dice Pizarnik: “Tanto me doy, me fatigo, me arrastro y me desgasto que no veo el instante de ‘liberarme’ de esa prisión tan querida” (Diarios 222). No existe posibilidad alguna de libertad, y el caso de Pizarnik es una prueba evidente de la falsa ilusión de la mujer artista emancipada del ámbito doméstico y acogida en el espacio público e intelectual. Así, por todo lo expuesto, es cierto que existe una correspondencia entre el motivo recurrente de la jaula y la biografía de Alejandra Pizarnik. No obstante, hablo de la biografía definida a conciencia por la poeta, que -contrariamente a la supuesta imagen de víctima de sus pulsiones y obsesiones- toma el control y se entrega a la creación y representación del único personaje que tiene posibilidades de existir y destacar en un mundo fuertemente dominado por el machismo.

3. Conclusiones

Haber establecido la psicocrítica de Charles Mauron como base teórica para este estudio ha resultado de utilidad en varios aspectos. Principalmente, las nociones de yo creador, yo social, yo órfico, metáfora obsesiva, mito personal o el arte como vía para obtener consuelo han guiado todo el proceso de investigación y análisis del poema. El tratamiento del motivo recurrente de la jaula en Pizarnik a partir de los cuatro principios de constancia, anomalía, coherencia y correspondencia han probado que estaríamos ante una metáfora obsesiva de gran relevancia para la configuración de la atmósfera poética pizarnikiana. La obra completa de la argentina se recrea hasta al final en la sensación de aprisionamiento e incomunicación, así como en la paradoja que supone considerar al lenguaje como refugio y cárcel a la vez. Desde los inicios -desde el despertar- la poeta parece ser consciente de la función limitada del lenguaje y, no obstante, insiste: “Pero ¿quién me dará la respuesta jamás usada? / Alguna palabra que me ampare del viento, / alguna verdad pequeña en que sentarme / y desde la cual vivirme, / alguna frase solamente mía / que yo abrace cada noche, / en la que me reconozca, / en la que me exista” (Poesía 88).

No podemos olvidar que el análisis de “El despertar” también pone en escena al que ha devenido gran protagonista de este artículo: el personaje alejandrino. El poema se refiere al nacimiento de la poeta, que es, simultáneamente, el nacimiento del personaje que la acompañará durante toda su vida como escritora. Con relación al motivo de la jaula, el vínculo entre el personaje y la sensación de aprisionamiento y aislamiento es evidente. Lo que resulta verdaderamente interesante es pensar cómo, contrariamente al mito personal del que habla Mauron, el personaje alejandrino puede ser una creación voluntaria y consciente por parte de la poeta, que debe poner en marcha una performance para crear una figura de autora que encaje en un contexto inscrito en la norma patriarcal.

A partir de la idea de Harold Bloom de la ansiedad de influencia, Sandra M. Gilbert y Susan Gubar proponen la ansiedad de autoría sufrida por las mujeres -o, como bien matiza Cecilia Olivares, por todos los escritores marginales (20)-. Ante la actividad literaria, el miedo a la enajenación o el temor a dedicarse a algo impropio de lo destinado al género femenino, las escritoras generan un sentimiento de angustia que puede derivar en crisis de identidad. Bajo la presión de los esquemas del patriarcado -asentados sobre una iconografía que concibe a la mujer como objeto y limita los mecanismos de autorrepresentación femenina-, las autoras elaboran ciertas estrategias para sobrellevar un oficio que las desvincula del supuesto rol que deben acatar y las aísla; así, adoptan modelos masculinizados, usan el travestismo metafórico, reproducen los estereotipos de la mujer enfermiza y neurótica o crean personajes subversivos que encubran sus fantasías creadoras (Gilbert y Gubar 80). Según ambas autoras, las mujeres escritoras terminan por ser consideradas unas excéntricas -“las locas del desván” (86-87)- y optan por la reclusión como una especie de evasión espiritual.

El análisis de “El despertar” en torno al motivo de la jaula ha posibilitado un acercamiento al personaje alejandrino en su estado de aprisionamiento y soledad y, asimismo, una reflexión sobre los motivos de aparición y evolución de él. Me parece destacable remarcar cómo, basando el análisis en la teoría psicocrítica, lo que verdaderamente hemos hecho ha sido alejarnos de gran parte de las ideas que esta teoría sustenta. Contrariamente a lo que sostiene Mauron cuando afirma que el nacimiento y el desarrollo del yo creador son actos involuntarios que se manifiestan hacia el final de la pubertad para hacer frente a la angustia existencial (228), propongo que el despertar de Alejandra Pizarnik, la poeta, ocurre con la conciencia definitiva de la necesidad de elaborar un personaje que tenga cabida en el contexto literario argentino -y francés- de mediados del siglo XX, fuertemente dominado por los hombres. En consecuencia, la ansiedad de autoría en Pizarnik se revela a través de un personaje que termina invadiendo, más allá del escenario de la ficción, los espacios donde la mujer se exhibe como poeta. Las tentaciones de elaborar un mito de la autora a partir del personaje alejandrino surgen de su potencia expresiva, que se revela profundamente paradójico y abandonado en su intento de autodefinirse dentro de las dicotomías y el miedo que emergen cuando se es mujer escritora. Resumiendo, la aparición del personaje alejandrino responde a la voluntad primordial de Pizarnik de construir una autorrepresentación -una figura de autora- que la legitime como escritora y, por consiguiente, no es la manifestación involuntaria del inconsciente de la poeta. El personaje alejandrino nace y crece a partir del trabajo sobre el lenguaje y, en este sentido, se manifiesta solo en la obra literaria de Pizarnik -ya sean los poemas, la prosa o los diarios- que, al fin y al cabo, es lo único de lo que la crítica dispone para investigar y reflexionar sobre Alejandra la escritora. En última instancia, expongo la necesidad de seguir abriendo caminos de estudio y lectura que condenen la mitificación de la mujer y la enfermedad mental como catalizadores del análisis de la obra literaria.

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Notas:

[1] En este sentido, véase la postura planteada por Ana Nuño en el prólogo a la Prosa completa de Alejandra Pizarnik.

 

[2] El uso de los Diarios se hace aquí en calidad de lo que son por encima de todo, esto es, un “diario de escritora” (Diarios 9) y una obra literaria, así como el espacio por excelencia donde se configura el personaje alejandrino.

 

[3] Los poemas son “La jaula” (Las aventuras perdidas, 1958), “Antes” (Los trabajos y las noches, 1965), “Formas” (Los trabajos y las noches, 1965), “Las promesas de la música” (Extracción de la piedra de la locura, 1968), “La máscara y el poema” (El infierno musical, 1971) y “Nocturno de Chopin por pianista de cuatro años” (Poemas no recogidos en libros, 1956-1960). En todos estos poemas, la jaula pone de manifiesto varios temas que trataremos más adelante. Así, vemos que el motivo introduce dualidades constantes y relaciones antitéticas que surgen de la distancia entre el yo -adentro- y los otros -afuera-. Además, destaca en las composiciones el acto de enjaular a las distintas figuras (el pájaro, la muñeca, la volatinera) que sirven a la poeta para autorrepresentarse, y esto sirve de apoyo para el tratamiento del personaje alejandrino como un ser ante todo aislado y encarcelado.

 

[4] Es Patricia Venti quien, en su obra La escritura invisible. El discurso autobiográfico en Alejandra Pizarnik (2008), utiliza la noción de fatum para dar una explicación ciertamente romantizada de la muerte de la poeta, argumentando que es ella misma quien, inconscientemente, determina su destino poético a través de la imposibilidad del lenguaje, lo que conduce al sujeto hacia su disolución y a la poeta al suicidio.

[5] Todas las citas del poema “El despertar” han sido extraídas de la edición de Ana Becciú.

[6] En dos de las definiciones de jaula de la Real Academia Española aparece el término caja, fácilmente asimilable a un féretro o un ataúd.

 

[7] Aránzazu Hernández (179) apunta que, en términos lacanianos, el paso de la etapa preedípica a la edípica -de lo imaginario a lo simbólico- viene mediado por la ley del padre, que marca la entrada a la cultura y, por consiguiente, al lenguaje, donde el falo aparece como significante sustancial.

 

[8] En cierto modo, la noción del yo órfico podría estar vinculada a la tercera persona que Deleuze teoriza y que abre camino hacia el rechazo de la psicoanalización de la obra literaria que convierte al escritor en bastardo o criatura abandonada. El filósofo francés afirma que la literatura únicamente se plantea descubriendo bajo la persona aparente la potencia de un impersonal (Crítica y clínica 7).

 

Ensayo de Alba Comas Santamaría
Universitat Pompeu Fabra Barcelona, España
alba.comassantamaria@gmail.com

 

Ver, además:

Alejandra Pizarnik en Letras Uruguay

 

Publicado, originalmente, en: Revista Chilena de Literatura Núm. 54 Abril 1999

La Revista Chilena de Literatura, fundada en 1970, depende de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Departamento de Literatura, de la Universidad de Chile

Link del texto: https://revistaliteratura.uchile.cl/index.php/RCL/article/view/68782

 

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