La brújula

María Ángeles Chavarría

“O sabe naturaleza
más que supo en otro tiempo
o tantos que nacen sabios
es porque lo dicen ellos.”


Lope de Vega, “A mis soledades voy”

Nunca distinguí con claridad el este del oeste, como tampoco izquierda y derecha. ¡Soy tan despistada! Lo único que vislumbraba era el norte. “Aférrate a él”, me aconsejaban desde niña.

Navegar contra corriente ha sido un poco mi sino; por eso no entiendo muy bien las direcciones. Me gusta el olor a jardín, el aire libre, los días de excursión y los paseos por el campo; pero también las tardes en casa, rodeada de libros, canciones y recuerdos, en las que juegas a soñar.

El dilema surgió una tarde con una llamada de teléfono. Precisamente de navegar se trataba.

Mis amigos iban a participar en una regata a las islas Columbretes y me animaron a que les acompañase. “Madre mía”, le dije, “pero si tiemblo con las tormentas y los días lluviosos me hacen llorar.”

Aún no sé cómo lograron convencerme.

Aquella mañana madrugué sin pereza. Era uno de esos amaneceres frescos de septiembre en los que agradeces la tibieza de las sábanas y te alegras de que sea sábado para holgazanear un rato más. Parecía ser yo quien despertara al día, indeciso por iniciar los primeros movimientos.

Dispuse con cuidado los enseres, con la inexperiencia que caracteriza a quien nunca había tenido con el mar otra relación que la que proporcionan las playas rebosantes de turistas. Así pues, con esa organización que me caracterizaba, salí preparada con toda clase de bártulos porque “nunca se sabe” y no había encontrado la manera de decidirme por la manta, el chubasquero, el suéter de lana que me cubre hasta las rodillas o el bañador olímpico que aún no había estrenado.

Llegué tan temprano al puerto que no pude menos que pensar, tras aguardar hora y media, que mis amigos debían de seguir durmiendo plácidamente y que yo debería estar haciendo lo propio.

Al fin llegaron. Subimos al velero repartiendo saludos y sonrisas un tanto heladas. Estaba deseando situarme en un lugar estratégico, para olvidarme del frío banco en el que había permanecido sentada durante la espera y que había dejado mis nalgas temblorosas. Antes de acomodarme, coloqué la pesada mochila en un minúsculo camarote donde, pese al reducido espacio, no pude evitar imaginarme las más siniestras aventuras en las cuales, por supuesto, yo era la protagonista. Fuera, el espectáculo era espléndido.

¡Menuda suerte! ¡Ni una nube! “Uf”, suspiré, podía presumir de valiente.

El paisaje merecía contemplarse despacio. Acusaba transparencias en varias tonalidades. Los azules se entrelazaban. El aire era fresco y anaranjado. El horizonte se divisaba con suavidad simulando un tenue hilo de sedosa cortina. Nunca había visto tan cerca las gaviotas e imaginé, cuando se aproximaban, que me lanzaban historias sorprendentes para que yo las recogiera. Leyendas de bucaneros y piratas, princesas secuestradas y rescatadas por valientes capitanes de barco.

Tanto estaba disfrutando que lamenté por un momento no haber sido llamada antes por la vocación de marino.

Así me encontraba yo, perfectamente sumida en la placidez del mar, cuando comenzó la apoteosis. 

De repente, sólo sentía la fuerza de las olas y tuve que cerrar los ojos. La calma se esfumó y mi percepción de los acontecimientos cambió por completo. Se habían eclipsado todos los colores y sólo advertía los golpes de remo que me atizaba el miedo y una luz de viento que se apagaba y encendía bombardeando todo mi ser. Ya no veía el sol y el agua, ni distinguía azulados de ocres. Tampoco las gaviotas me enviaban mensajes. El mar ya no era mar, ni la brisa era brisa. Únicamente experimentaba movimientos inestables que me lanzaban a todas partes. Sentía que me ahogaba sin que el agua me rozara siquiera. Tal era el desenfreno que comencé a aterrorizarme. No osaba mover un párpado. No fuera a desestabilizar con alguno de mis gestos al artilugio que me estaba mareando sin compasión. “¡Dios, qué vértigo!” Yo quería estar en esos momentos agarrada a mi almohada. ¿A quién pretendían alcanzar? ¿Competíamos con el viento? ¡Vaya! Competir... Recordé que, efectivamente, se trataba de una regata y no de un paseo.

No ganamos la carrera, pero no me hubiera gustado ir en el velero de los vencedores. ¿Qué cantidad de giros por minuto habrían experimentado las cabezas de algún que otro iluso como yo? Descendí sin decir una palabra de mi estado a los intrépidos participantes y me despedí recurriendo a mis últimas fuerzas.

Sigo sin saber dónde está el norte y el sur; pero todos pensaron que la experiencia me había entusiasmado y decidieron obsequiarme por mi cumpleaños con un regalo que, además de serme útil, debería causarme ilusión y sorpresa. Desde luego, sí me sorprendió; sin embargo, más se sorprenderán mis compañeros de navío cuando esperen en el helado y duro banco a que yo acuda presto, tempranera y diligente, para estrenar mi brújula.

María Ángeles Chavarría

Del libro, "Cuentos sin máscaras" 

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