El carácter de Horacio Quiroga.
Influencia en su obra
Por María Ángeles Chavarría

Quiroga era un ser solitario pese a sus amigos. Uno de ellos, confidente de intimidades, conocía bien esa faceta del escritor. Nos referimos, por supuesto, a Ezequiel Martínez Estrada:

 

"No creo que en la vida de Quiroga, como tampoco en la mía, haya habido un ser que llenara (mejor dicho: colmara) la necesidad indiscutiblemente instintiva de estar con otro ser sin dejar de estar con uno mismo y solo." (Ezequiel Martínez Estrada, El hermano Quiroga y cartas de Horacio Quiroga a Martínez Estrada, pág.10).

 

En San Ignacio se le conocía como individuo exótico, mensú no asalariado, lunático y caprichoso, que arriesgaba la vida porque sí en los días de correntada, cuando ni los nadadores se aventuraban por el río, y que se pasaba horas y horas al sol, talando y carpiendo, cultivando plantas raras y calafateando canoas de paseo. De otras particularidades no se sabía mucho más, y su aureola de salvaje sentimental no fulgía en la selva. Apenas se sabía allá que era escritor, sinónimo de chiflado, que se ponía de punta en blanco al caer la tarde y que "le daba a los libros". Todas estas actitudes de Quiroga, que tomadas aisladamente resultan incoherentes y estrambóticas, guardan íntimas concordancias entre sí como concepción plenaria y desprejuiciada de la vida.

 

El anhelo de soledad lleva implícito el apartarse por igual de la civilización fabril y de la cultura de fábrica.

 

En la amistad, Quiroga no hacía cuestión de méritos o cualidades técnicas del saber, sino de las condiciones morales que lo emparentaban inesperadamente con algún bracero de la selva o mecánico o plantador. No apreciaba a las personas por la talla sino por la altura. En cada individuo encontraba material humano de primera calidad, escarbándolo un poco.

 

Por supuesto, Quiroga tenía bien ganada su fama de excéntrico, y el capítulo de sus extravagancias más que ningún otro merecería delicado examen. Si le aplicamos, sin malevolencia, la palabra "extravagante", con ella abarcaríamos toda la gama entre la excentricidad, la manía, el capricho y el genio.

 

Un hombre de esa clase es un conflicto de aportaciones contradictorias. Sólo él puede sentir -y jamás comprender, aunque como Tolstoi se ausculte despiadadamente- que lo que configura lo más tendinoso de su personalidad es, como el esqueleto, lo que pertenece a la especie más que al individuo: la supervivencia y la acumulación capitalizada de múltiples experiencias. Quiroga era inflexible; en otro término, "difícil".

 

En el orden de sus relaciones afectivas íntimas, Quiroga presentaba perceptibles desajustes, y su desinteligencia con los seres queridos, como con el mundo circundante, era la proyección de sus propios conflictos congénitos.  Cómo es posible un análisis caracterológico y ético, cuando se trata de espíritus complejísimos que se traicionan a sí mismos y que libran consigo la más cruenta batalla antes que con los demás? Precisamente estas oscilaciones extremas de su carácter (de su destino) prueban la autenticidad de su genialidad tanto o más que los valores de estilo de su obra. No es un hombre "raro" a este respecto, sino que su fisonomía acusa una fraternal semejanza con los de su clase. Podría parecerse a Dostoiewski, a Lawrence o a Tolstoi por su talento literario, pero muchísimo más se les asemejaba por la urdimbre endiablada de su alma.

 

Encontramos en sus cartas diversos comentarios sobre el misterio que engendra la mujer y sobre la complejidad femenina:

 

"Lo más desconocido, inescrutable y gigantesco de lo subconsciente, radica en el arte. Más todavía que en la histeria de una mujer. Sabe Dios por qué a veces se tienen ganas, y a veces no." (Cartas de Horacio Quiroga a Martínez Estrada, pág.102).

 

"La complejidad es femenina, no cabe duda. Y las mujeres emotivas, creo que sin excepción, razonan como lo hace un hombre con 40 de fiebre. Tienen para la vigilia la lógica descabellada que nosotros hallamos solamente en lo más absurdo de los sueños." (ibíd. pág.106).

 

Las confidencias de Quiroga disimulaban una gran timidez. Frente a la mujer, como lo revelan sus cuentos y su biografía, asumió Quiroga siempre una actitud ambivalente. Por un lado quiso parecer un hombre fatal y en buena parte lo fue; se quiso ver como un conquistador, "un macho que impone su virilidad y perdona con ella la intrínseca debilidad de la hembra" (en palabras de Emir Rodríguez Monegal, en Genio y figura de Horacio Quiroga, pág.73). Esa parte, eficaz en los sonetos modernistas, y la confidencia epistolar, muestra sólo una parte de su actitud ante el amor. La otra cara de la realidad, la más honda, es la de un ser de sensibilidad casi femenina, atravesado de angustias que lo obligan a postergar el encuentro decisivo con la mujer, que lo llevan a frustraciones casi constantes, amores imposibles y contrariados, sueños románticos, o que le permiten el expediente (puramente sexual) del comercio con prostitutas, mujeres fáciles, adolescentes histéricas, se oras casadas e insatisfechas. Casi nunca enfrenta Quiroga una mujer de su talla.

 

La verdad es que en Ana María Cires, Quiroga pensó en descubrir algo más que una muchacha que excitaba su erotismo; creyó encontrar una compañera para esa vida en la selva que era su sueño más ardiente. Por eso, cuando escribe un par de a os mas tarde al mismo Fernández Salda a, desde San Ignacio y ya cómodo en su vida de casado, el vistazo que echa a su soltería posee una sinceridad que faltaba hasta entonces en sus confidencias:

 

"Por aquí y desde mediados de mayo, gozo de una salud privilegiada. Sólo yo sé cómo anduve cuando tú fuiste. Tenía, sobre todo, una sensación digna de Muñecas: que yo no era yo. Hacía, hablaba, pensaba, pero no era yo. Un perfecto desdoblamiento, en el tormento de dormir sabiendo que hay un ladrón dentro de la pieza y sin poder hallarlo." (Genio y figura de Horacio Quiroga, pág.74).

 

Por otro lado, Quiroga fue muy sensible a los sentimientos familiares. En contraste con su dura y autoritaria manera de ser, Quiroga era de una sensibilidad tierna y generosa, aunque no abierta sin cautela ni por ningún camino accesible al peatón, sumamente impresionable y propenso a las lágrimas ("Voy quedando tan, tan cortito de afectos e ilusiones, que cada uno de éstos que me abandona se lleva verdaderos pedazos de vida.", ibíd. pág.102). Su don de simpatía por los seres humanos como miembros de la Creación, no tenía límites prácticamente; y los personajes de las novelas y los reales convivían con casi igual implicación sus afectos.

 

En cualquier caso, los que lo conocieron de cerca coinciden en expresar la dificultad que supone trasmitir al lector que carezca de otros elementos de juicio que los que proporcione el relato, una noción cabal en extensión y profundidad de la tragedia de este hombre extraño.

 

En sus propias palabras se reflejan sus conflictos sentimentales, su sed de afecto y las dificultades que engendraban sus relaciones:

 

"Yo soy bastante fuerte, y el amor a la naturaleza me sostiene más todavía; pero soy también muy sentimental y tengo más necesidad de cariño -íntimo- que de comida. A mi lado, mi mujer es cariñosa a la par que cualquiera, pero no vive conmigo, aunque viva a mi lado." (El hermano Quiroga..., pág.29).

 

Él mismo reconoce ser un hombre de convivencia difícil:

 

"Qué tremendo y complicado es todo esto! Hay cien razones mortales para condenar, y otras cien para excusar. Pero yo soy un solitario, es lo cierto. Mi exceso de personalidad -como dice mi mujer- me hace sentir cadenas en la más ligera traba a mi voluntad". (ibíd.pág.30).

 

Por todo ello, vemos que Quiroga no era hombre creado por Dios para la soledad. La buscaba en el aislamiento físico y espiritual, pero le daba miedo la soledad afectiva. Sufría de no amar y no de estar solo. Tenía Quiroga un espíritu ansioso de comunicación y compañía, inclinado al trato cordial, del que lo apartaba su extraordinaria individualidad insurrecta contra toda tiranía de la mediocridad, siempre despótica. Comunicativo y harto locuaz en circunstancias propicias y excepcionales, mantenía constantemente reservada una zona inaccesible de su alma. Esto no privaba al interlocutor del contacto cálido y directo, y lo que legítimamente podía inferirse de su franqueza abrupta era su fondo cristalino y luminoso.

 

En cualquier caso, efectivamente, estaba solo, y su soledad era el resultado natural de las fuerzas centrífugas que arrojan al hombre superior (dicen que todo gran hombre está solo) más allá de las fronteras del ámbito vital. La soledad de Quiroga provenía de múltiples causas y circunstancias, concentradas en su temperamento apasionado y agreste. Hallarse solo llegó a ser para él una deleitosa necesidad, hasta mucho después de haber sido una forzosa táctica en la desesperada lucha por la vida. En Martínez Estrada, pese a que lo conoció cuando ya estaba extinguida la llama de su impetuoso corazón, encontró al amigo, al que quizás antes siempre había buscado en vano, en quien volcar su afán de entregarse a una compañía salvadora; porque tenía la necesidad de ser comprendido y amparado.

 

Otro apartado merece el de su afición a los trabajos manuales. Éstos eran para Quiroga diversión y paréntesis al mismo tiempo que una necesidad física y moral. Tenía sentido vital y no deportivo del trabajo. Hallaba en el trabajador manual una condición humana excelente.

 

El trabajo era para Quiroga una especie de ascetismo benedictino mediante el cual se aislaba del mundo y de sí mismo: renuncia a pensar, negación de sí, "penitencia purificatoria por excesos del espíritu" (en palabras de Martínez Estrada), ansia de muerte. Así lo expresa en la correspondencia con su amigo:

 

"Qué magnífico si un día pudiéramos reunirnos a trabajar de día -sabe Dios en qué-, mas de noche en violines, muñecos, trampas, bumerangs, tranqueras livianas -y sonreír a dúo porque nos hemos acordado por ahí de Brand". (ibíd.pág.54).

 

Porque tenía el placer de construir, de hacer, de ensamblar, de ajustar, de dar forma, de crear. Era un artesano y esto puede aplicarse con estricto rigor a la factura de sus cuentos y a su prosa. De no haber sido hombre de trabajo,  qué otra forma de aniquilarse habría encontrado?

 

El género de vida que llevaba en Misiones da idea de su índole más secreta, de su condición de hombre primario. Si sus extensas cartas a Martínez Estrada describía minuciosamente cada jornada, es porque consideraba que lo más importante -lo más significativo- estaba en esa disciplina que concordaba con su auténtico ser. Era su diario íntimo. Lo que haya de trágico en su actividad afanosa, arrojándose fuera de sí con denuedo, reaccionando a intervalos para salvar su personalidad de excesos, es materia para otras cavilaciones.

 

Encuentra placer en bastarse a sí mismo con una especie de egoísmo inofensivo. Se consideraba como un náufrago de un hundimiento en pleno océano.

 

Ya fuera la cerámica o la encuadernación, ya la tala o el rozado, ya el calafateo o las refecciones del bungalow, o bien la costura de su ropa..., su temperamento vivaz, inquieto, no le permitía el ocio ni la holganza. Temía caer en sus abismos diurnos y nocturnos, en el recuerdo, en la realidad. Cuando al fin decidió renunciar definitivamente a la literatura, halló en la ocupación incesante de sus manos idénticos goces que en los de su imaginación.

 

Daba al trabajo el mismo sentido que todos los grandes hombres que lo han considerado un deber natural, necesario y obligatorio. Trabajaba como escribía, como buen artesano, a conciencia. Concluía su obra hasta los mínimos detalles; y no sólo gustaba de hacer las cosas, sino de hacerlas lo mejor posible.

 

Su gusto por la actividad, así como su carácter dinámico e inquieto, se refleja en este fragmento epistolar:

 

"(...) Verá mi día, el de hoy: 5.45. Me levanto, tomo tres mates flojísimos, asunto de excitar el hígado. En seguida, a rastrillar el ensanche del jardín: 45x22 mt. que hice arar ayer y donde he puesto 17 frutales que compré en Bonpland. 6.30, desayuno. 6.40 a 8: en el parque, macheteando el yuyo que invade la gramilla.  Viera mi parque! Lo verá y pronto. 8 a 10 arreglo del taller, muy ordenado desde hace tiempo. 10 a 11.30 vuelta a rastrillar. 11.30 a 11.45 almuerzo (batata cocida, sopa, un peque o bife a la plancha, bananas y mandarinas). 12 a 13 en el parque. 13 a 14, apronte de elementos para calafatear y arreglar la canoa. 14 a 16, en el río con la canoa. 16 a 16.30 otra vez al rastrillo. 16.30 a 17, ba o y cambio de ropa; tenue de tenis como en V. López. Todas las tardes, al concluir el trabajo, me pongo pulcrísimo de punta en blanco. 17, llega Lenoble, mi yerno, que vive a trescientos metros de casa, tras una loma y que todos los martes toma té conmigo o cena, según los días. Hoy hemos comido: él mondiola, porotos en guiso, budín de galleta (mejor que de pan) y café. Yo, otra vez batata asada, budín y café de malta. 17.30 voy al correo y al almacén a traer bulones de 2" para la canoa. (El pueblo queda a 1.700 metros de aquí). 18 enciendo el farol de nafta y arreglo un poco la radio, con radiotrones que he traído del pueblo para ensayo. Lenoble lee diarios. 19, comienzo a escribirle, amigo, y hace un instante pasan el noticioso de La Prensa..." (ibíd.págs.58-59).

 

Confiesa que "la única cura para estados como el mío es el trabajo". Es, en definitiva, ésta la vida y la manera de contar de una gran escritor. Esfuerzo, sencillez, vigor. Se estimaba a sí mismo por la cantidad de rendimiento efectivo que podía producir. Con ese modo de ser, encontraba las más inverosímiles relaciones entre las cosas y hasta los objetos de arte se le presentaban bajo el aspecto primario de obras de ingenio, aplicación y perseverancia.

 

Era, por otro lado, un hombre interesado por los problemas sociales sin política, sin sociología y sin economía política. Le interesaba el ser humano y su destino, libre de sus expoliadores. Tenía un concepto literario de la libertad del hombre, y lo expuso en sus obras. Esa posición suya, firme e inquebrantable, es una de las prendas más preciosas de su vida y de su obra; valor humano que también se refleja en la literatura de ficción. Independientemente de cuál ha sido su norma de conducta en la vida, ese valor aflora en lo más genuino de su producción.

 

Filosofía y doctrina sociales eran en él una concepción global del mundo y del hombre, y se reducían a una regla austera de conducta, a un deber de conciencia para consigo y para con los demás; a la simple fórmula de dar a cada cual lo suyo. Mencionaba continuamente a Thoreau; pero la fórmula que repetía sin cesar era de Emerson: arregla tus cosas primero y después ocúpate del mundo (en calidad de escritor, pensador y hombre puro).

 

Se lo supuso comunista y anarquista; para otros era, simplemente, un burgués disconforme y antisocial. Abominaba a los agitadores y demagogos de la acción y del pensamiento, quienes, al decir de Péguy, convierten la mística en política.

 

Sus autores predilectos habían dejado testimonio en sus obras de haber luchado por la justicia sin programa de partido y sin bandera. Quiroga pensaba, como Simone Weil, que la condición obrera no es una situación económica sólo, sino un hecho muchísimo más tramado en la urdimbre social de los destinos terribles, fatídicos, del vivir social.

 

No cabe duda de que Quiroga era un hombre de convicciones asentadas en la noción de los derechos del hombre a realizar su experiencia vital sin cepos ni mordazas.

           

La norma ética suprema de conducta nace de la conciencia de los deberes sociales y no de los códigos. Quiroga es magnífico ejemplo de esa libertad necesaria a la higiene moral, y en sus confidencias jamás se traslució ningún prejuicio de clase, ninguna docilidad al freno de las convenciones institucionalizadas; y, sin embargo, nos preguntamos cuántos de su rectitud, de su pureza selvática, podemos contar entre sus coetáneos. Esa calidad moral humana es uno de los coeficientes de excelencia que lo colocaban por encima de sus congéneres, sin que necesariamente tuviera que destacarse como el mejor de ellos. Que además los superara como escritor, es un plus de lujo. En sus obras más significativas -El Desierto, Los Desterrados, El Salvaje- hallamos sin alegato ni discurso su concepción pánica de la existencia; y bastaría mencionar los nombres de sus autores predilectos para comprender que también él era un hijo libre de la naturaleza indómita. Comprendía bien que el esclavo sueña sueños de esclavo, y que entregarse con pasión a la aventura de la creación literaria exige la condición de pureza de la libertad. Las palabras de Quiroga (dirigidas a Martínez Estrada), que transcribimos en el párrafo siguiente, confirman lo anteriormente comentado:

 

"(...) Deje las ideas de lado y ordene sus sentimientos. Aquéllas están bien en cualquier lado. Y cuanto menos espacio ocupen, mejor. Pero los sentimientos -el verdadero sentimiento de lo que debe ser nuestra vida-, esto es capital y él sólo debe ocupar la gran vidriera." (Cartas...,pág.157).

 

Bibliografía:

 

· JITRIK, Noé. Horacio Quiroga, una obra de experiencia y riesgo (2ª edición corregida). Montevideo, Arca, 1967.

· MARTÍNEZ ESTRADA, Ezequiel. El hermano Quiroga y cartas de Horacio Quiroga a Martínez Estrada. Montevideo, Arca, 1956.

· RODRÍGUEZ MONEGAL, Emir. El desterrado, vida y obra de Horacio Quiroga. Buenos Aires, Losada, 1968.

  RODRÍGUEZ MONEGAL, Emir. Genio y figura de Horacio Quiroga. Buenos Aires, Ed. Universitaria de BB.AA., 1967.

María Ángeles Chavarría

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