Elena Poniatowska y la Polifonía nocturna de Tlatelolco

ensayo de Vicente Cervera Salinas[1]

Universidad de Murcia

Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco

 

En 1971 aparecía en el catálogo de la editorial mexicana Era un título que estaría llamado a convertirse en obra esencial de la literatura social y la antropología contemporánea, firmado por una escritora de origen polaco que había conseguido abrir las puertas de la percepción de modo absoluto y piadoso ante la masacre que por el azar de la existencia le tocó vivir y presenciar. La crónica surgía como respuesta visceral, pero al mismo tiempo racionalmente comprometida y enérgica, tras los acontecimientos que tuvieron lugar en la plaza mexicana de Tlatelolco el día 2 de octubre de 1968, cuando un grupo de estudiantes que se habían reunido en dicho emplazamiento fueron acorralados por tanques del ejército y por la policía, que disparó contra ellos, ocasionando numerosos muertos y heridos, así como detenciones y encarcelamientos. Los hechos suponen la más ominosa de las represiones policiales que haya sido organizada por el estado de México, y el suceso más cruento desde la revolución de 1910. En su momento, concitó toda la reprobación ciudadana a escala internacional ante el avasallamiento y la ostentación pública del poder político, expresado en su más siniestra inhumanidad. En los violentos hechos se vieron asimismo implicados vecinos de la zona, personas que se hallaban en los alrededores así como algunos periodistas y reporteros extranjeros. Supuso un punto de inflexión en la historia moderna de México, una línea de ruptura con la supuesta normalidad democrática de la república mexicana, que ocasionó la dimisión de Octavio Paz como embajador del gobierno de su país en la India, y el arresto de algunos escritores e intelectuales supuestamente relacionados con los episodios que rodearon el siniestro caso, como el novelista José Revueltas.

Sin duda alguna La noche de Tlatelolco es y será central en la creación de Elena Poniatowska. Despliega dos facetas absolutamente complementarias en su trayectoria completa como escritora: el periodismo y la literatura, entendiendo por ésta también la capacidad de conformar con los elementos de la experiencia una realidad propia, que no por ello ha de surgir de la transformación ficticia de los hechos acontecidos, sino de su mera composición y configuración, de su montaje creativo específico. En ningún momento distorsiona la información recibida, sino que pretende mostrarla del modo más verídico posible. La noche de Tlatelolco forma parte de la producción de artículos y ensayos sobre la actualidad que ha realizado Elena Poniatowksa a lo largo de toda su vida, y por ello su naturaleza textual cabe ser definida como la de una extensa y abigarrada crónica contemporánea. De todo el corpus cronístico de su autoría, resulta sin duda la más cruenta y terrible, un documento devastador de una de las formas más abyectas del terror contemporáneo. La experiencia que comporta su lectura trasciende el nivel literario, pero también va más allá del reportaje inmediato y contemporáneo de unos hechos: supone un acto de puro enfrentamiento al horror imposible de esquivar, por cuanto implica su previa existencia, y al mismo tiempo compromete al lector no sólo con la historia mexicana, sino con los mecanismos políticos elevados a categorías simbólicas, como estructuras malévolas del mecanismo social y del control de los actores implícitos en un escenario determinado, siendo los reguladores del destino por razones que ni siquiera se vinculan con la religión ni con un sistema de creencias o de valores.

Para entender el significado socio-político de los hechos que se presentan al lector en La noche de Tlatelolco, merece la pena detenernos en un texto que el poeta y ensayista Octavio Paz pronunció en una conferencia dictada el la Universidad de Austin (Texas) en el año 1969 y que más tarde incluiría en la Postdata («Crítica de la pirámide») de su ensayo más evocado, El laberinto de la soledad. En esta revisión panorámica y crítica de las circunstancias que rodearon el episodio, Octavio Paz rastrea la atmósfera histórica, es decir, el marco concreto de las revueltas estudiantiles del mayo francés así como el de la guerra fría, los tanques de Praga, la deriva de la revolución castrista, la guerra de Vietnam y la revolución contra-cultural del «hippismo». Como bien sabemos, los años sesenta del siglo XX supusieron un momento de remodelaciones sociales, que afectaron sobre todo a la toma de conciencia de los cuerpos y las instituciones sociales, que empezaron a vivir con más responsabilidad las decisiones políticas y los modelos de educación y cultura imperantes. Los movimientos juveniles, especialmente los universitarios, se vieron afectados por esta transformación y procuraron activar sus capacidades de reacción y enfrentamiento a cuantos imperativos legales fueran obstáculo para su actitud comprometida con la sociedad. El exterminio cometido en Tlatelolco emerge como un hito en la configuración del horror perpetrado por ese gran protagonista de los destinos humanos, un personaje que sustituyó en poder y ubicuidad a la constelación de dioses que poblaba la imaginación de las culturas antes de su progresiva deflagración: el Estado.

Recuperemos la memoria con Octavio Paz:

Mil novecientos sesenta y ocho fue un año axial: protestas, tumultos y motines en Praga, Chicago, París, Tokio, Belgrado, Roma, México, Santiago... De la misma manera que las epidemias medievales no respetaban ni las fronteras religiosas ni las jerarquías sociales, la rebelión juvenil anuló las clasificaciones ideológicas. A esta espontánea universalidad de la protesta correspondió una reacción no espontánea y universal: invariablemente los gobiernos atribuyen los desórdenes a una conspiración del exterior. (...)

El movimiento de los estudiantes mexicanos mostró semejanzas con los de otros países, tanto de Occidente como de Europa oriental. Me parece que la afinidad mayor fue con los de esta última: nacionalismo, sólo que no en contra de la intervención soviética sino del imperialismo norteamericano; aspiración a una reforma democrática; protesta, no en contra de las burocracias comunistas sino del Partido Revolucionario Institucional. Pero la rebelión juvenil mexicana fue singular, como el país mismo. (...) Como una suerte de reconocimiento internacional a su transformación en un país moderno o semimoderno, México solicitó y obtuvo que su capital fuese la sede de los Juegos Olímpicos en 1968. (... ) Pero dentro del contexto de la rebelión juvenil y de la represión que la siguió, estas celebraciones parecieron gestos espectaculares con los que se quería ocultar la realidad de un país conmovido y aterrado por la violencia gubernamental. (... ) El movimiento estudiantil se inició como una querella callejera entre bandas rivales de adolescentes. La brutalidad policíaca unió a los muchachos. Después, a medida que aumentaban los rigores de la represión y crecía la hostilidad de la prensa, la radio y la televisión, en su casi totalidad entregadas al gobierno, el movimiento se robusteció, se extendió y adquirió conciencia de sí. En el transcurso de unas cuantas semanas apareció claramente que los estudiantes, sin habérselo propuesto expresamente, eran los voceros del pueblo. Subrayo: no los voceros de esta o aquella clase, sino de la conciencia general. Desde el principio se intentó aislar el movimiento tendiendo un cordón sanitario que lo aislase e impidiese el contagio ideológico. Los dirigentes y funcionarios de los sindicatos obreros se apresuraron a condenar, en términos amenazadores, a los estudiantes; lo mismo hicieron, aunque con menos violencia, los partidos políticos de la izquierda y la derecha oficiales. No obstante la movilización de todos estos medios de propaganda y de coacción moral, para no hablar de la violencia física de la policía y el ejército, el pueblo engrosó espontáneamente las manifestaciones juveniles y una de ellas, la célebre «manifestación silenciosa», agrupó a cerca de cuatrocientas mil personas, algo nunca visto en México. (...) A fines de septiembre el ejército ocupó la Universidad y el Instituto Politécnico. Ante la reprobación que provocó esta medida, las tropas desalojaron los locales de las dos instituciones. Hubo un respiro. Esperanzados, los estudiantes celebraron una reunión (no una manifestación) en la Plaza de Tlatelolco, el 2 de octubre. En el momento en que los concurrentes, concluido el mitin, se disponían a abandonar el lugar, la Plaza fue cercada por el ejército y comenzó la matanza. Unas horas después se levantó el campo. ¿Cuántos murieron? En México ningún periódico se ha atrevido a publicar las cifras. Daré aquí la que el periódico inglés The Guardian, tras una investigación cuidadosa, considera como la más probable: 325 muertos. Los heridos deben haber sido miles, lo mismo que las personas aprehendidas. El 2 de octubre de 1968 terminó una época de la historia de México[2].

Hasta aquí el relato de los hechos, cuya extensión se justifica en virtud de su valor como síntesis literaria, realizada además por alguien que conoció su trasfondo socio-político, y que -a decir de nuestra autora- poseía el don de la prudencia así como el de la intuición sagaz en el caótico observatorio de la historia[3]. Pero, como muy bien señala Elena Poniatowska al comienzo de la segunda parte de La noche de Tlatelolco, no era suficiente la denuncia personal, sino que se precisaba algo de mayor envergadura y cuyos resonadores activaran su propia condición de suceso social y colectivo. Al respecto llega a anotar:

Posiblemente no sepamos nunca cuál fue el mecanismo interno que desencadenó la masacre de Tlatelolco. ¿El miedo? ¿La inseguridad? ¿La cólera? ¿El terror a perder la fachada? ¿El despecho ante el joven que se empeña en no guardar las apariencias delante de las visitas?... Posiblemente nos interroguemos siempre junto con Abel Quezada: ¿Por qué? La noche triste de Tlatelolco -a pesar de todas sus voces y testimonios- sigue siendo incomprensible. ¿Por qué? Tlatelolco es incoherente, contradictorio. Pero la muerte no lo es. Ninguna crónica nos da una visión de conjunto. Todos -testigos y participantes- tuvieron que resguardarse de los balazos, muchos cayeron heridos[4].

En este párrafo hallamos una de las claves para explicarnos la singular naturaleza de esta crónica. Ya no era suficiente la respuesta oficial de los intelectuales, cuyas peticiones al gobierno recogerá Carlos Monsiváis en otra crónica contemporánea. Era preciso concebir una obra que combinara el periodismo, la ética, la composición artística y la vertiente literaria en sus facetas más comprometidas. Se trataba de componer un mosaico completo y complejo, cuyos segmentos y teselas se combinaran de tal modo que terminaran configurando ese friso global, plural, colectivo, polifónico y coral que es La noche de Tlatelolco, porque -en efecto- «ninguna crónica nos da una visión de conjunto», y en esta ocasión era tarea prioritaria la de mostrar los mil y un rostros del dolor con las mil y una voces del testimonio. La polifonía, por lo tanto, está en su esencia compositiva. Desde 1968 hasta 1971, Elena Poniatowska se dedicará en cuerpo y alma al montaje textual. Todas la voces forman una partitura unánime que testimonia el espanto de la noche más triste de la historia de México, después de la famosa noche triste de Moctezuma, en que el emperador de los aztecas cedió el cetro del tiempo y de la gloria a su más temible rival, el conquistador de un mundo de lanzas y caballos, de cruces y rosarios, de petos y espaldares, el ladino Hernán Cortés.

Y es precisamente en este pretérito donde habría que ubicar una importante dimensión de la obra de Elena Poniatowska. En este sentido, cuenta con la valiosa colaboración del poeta José Emilio Pacheco, que de modo sagaz y certero recurrió a los documentos de la crónica de la conquista de México para extraer de su cuerpo los versos del primer grito de horror ante Tlatelolco. En el catálogo de la Crónica de Indias habría que remitirse a ese «corpus» histórico-literario tan significativo, desde la perspectiva de la historia y del propio tejido poético, que lejos de ofrecernos el relato de los sucesos desde el prisma de los conquistadores o de las órdenes religiosas implicadas en la evangelización (Bernal Díaz del Castillo, Francisco López de Gómara, José de Acosta, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Juan de Castellanos, Pedro Cieza de León, etc.) recreaba los acontecimientos desde la perspectiva de los pueblos avasallados: la «Crónica de los vencidos», reproducida en los Cantares mexicanos. El antecedente más ilustre en el ámbito de la escritura de los evangelizadores de esta visión del mundo autóctono fue la del fraile franciscano Bernardino de Sahagún, que rigió el Imperial Colegio de Santa Cruz de Tlatelol-co y testimonió su investigación etnológica sobre «los antiguos mexicanos» en su famosa crónica Historia general de las cosas de Nueva España. En los años cincuenta del siglo XX el archivo de testimonios indígenas fue retomado por los antropólogos mexicanos Miguel León Portilla y Ángel María Garibay K., que publicaron en su país La visión de los vencidos. En interesantísimo conjunto de relatos, los sometidos muestran su dolor y estupor, y desafían con sus palabras las acciones inapelables de sus opresores.

Cuando todos se hallaban reunidos

los hombres en armas de guerra cerraron

las entradas, salidas y pasos.

Se alzaron los gritos.

Fue escuchado el estruendo de muerte.

Manchó el aire el olor de la sangre[5].

José Emilio Pacheco reproduce en su «Manuscrito de Tlatelolco» las voces que configuraron el códice de los Cantares, añadiendo una segunda parte en la estructura del poema donde extrapola el dolor del pueblo subyugado en su conquista a la voz ensangrentada del moderno Tlatelolco. Pacheco participó en la crónica de Poniatowska con este hermoso y trágico poema, pero también aportando ideas, referencias culturales y organizando con la escritora el material, en un acto de generosidad y de compromiso personal. El paralelismo histórico que cabe establecer entre lo narrado y vivido por los aztecas durante la conquista española y los hechos acontecidos en la noche de Tlatelolco, casi cinco siglos después, es asombroso, aunque más que asombro lo que produce el cotejo es terror, el terror pánico del que alguna vez habló Dostoievski, otro espíritu curtido en los abismos ciegos del alma social y sus particulares «demonios» políticos. En efecto, ¿se trata de casualidad, del eterno retorno anunciado por la intuición filosófica, o del «pecado original» de América que así purga los desmanes de los hombres? O tal vez es el resultado lógico de las advertencias no cumplidas por los grandes pensadores, ideólogos y ensayistas hispanoamericanos precedentes. Ya Martí denunciaba en 1891: «Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador»[6].

Tal vez el que fuera entonces presidente mexicano, Gustavo Díaz Ordaz, y el equipo de gobierno del Partido Revolucionario Institucional entendieron que también desde el poder es factible otro tipo de creación: la violencia, la opresión, la represión, el lenguaje y la ley del silencio impuesto al ritmo frenético de las ametralladoras. Periodistas como la italiana Oriana Fallaci, corresponsal de L’Europeo o Claude Kiejman, de Le Monde, presenciaron como testigos directos los hechos, y relataron ante los lectores europeos la siniestra represalia oficial y su sinrazón:

Quiero que la delegación italiana se retire de los Juegos Olímpicos; es lo menos que puede hacer. Mi asunto va a ir al Parlamento, el mundo entero se va a enterar de lo que pasa en México, de la clase de democracia que impera en este país. (...) ¡Qué salvajada! Yo he estado en Vietnam y puedo asegurar que en Vietnam durante los tiroteos y los bombardeos (...) hay barricadas, refugios, trincheras, agujeros, qué se yo, a donde correr a guarecerse. Aquí no hay la más remota posibilidad de escape, denuncia Oriana Fallaci, en testimonio recogido por Poniatowska[7]. Y Claude Kiejman recuerda estremecida: «La Plaza de las Tres Culturas estaba cubierta de heridos y de muertos, de los cuales varios eran niños. Ya casi no tenía miedo. Sólo pensaba que sería absurdo morir así. Éramos tantos los que nos decíamos esto en ese mismo instante»[8]. Y es precisamente esa aseveración, la de ser «tantos», la que impera en las páginas del libro; la que, en el fondo, lo corporiza y ahorma, lo espiritualiza y humaniza en el santuario del desastre.

Para hacernos una buena idea del espacio, del aludido santuario o escenario de la obra de absurdo y de terror perpetrada en esa noche fatídica, es conveniente recordar que la plaza de Tlatelolco contiene restos arqueológicos procedentes de la civilización azteca. Todavía pueden contemplarse los frisos y bajorrelieves o recorrer las estructuras arquitectónicas compuestas por pasillos, escalones pétreos y plataformas que servían como altares para los ritos y sacrificios del pueblo prehispá-nico. Sobre la base de dicha arqueología, el imperio español -la Nueva España asentada en la antigua laguna de Tenochitlán- edificó un destacado templo, la Iglesia de Santiago de Tlatelolco, de confesión católica, abierto aún hoy en día al culto. Esta práctica fue habitual en todos los lugares donde los conquistadores asentaron su nueva cultura, como sucedió en la propia plaza del Zócalo, en el centro de la ciudad de México, con la Catedral y el impresionante sagrario barroco, sobre la base del magnífico templo azteca. Pero en el caso de Tlatelolco la plaza sería, con el paso de los siglos, lugar privilegiado en la construcción de rascacielos y edificios surgidos del nuevo concepto de arquitectura civil, a partir de los años cincuenta del siglo XX. De ahí su denominación: Plaza de las Tres Culturas. La azteca, la española y la mestiza que, con el tiempo, se fundirían en la propiamente mexicana. Cultura que aparentemente había convertido el país en un estado moderno y civilizado, ostentando su progreso en las nuevas imágenes de una ciudad desarrollada. Sin embargo, el viajero que todavía hoy quiera conocer la plaza de Tlatelolco sentirá sin duda un regusto acre y una impresión de sórdida melancolía al recorrer sus restos y divisar las desgarbadas, flacas y anémicas torres de Santiago de Tlatelolco, un lugar donde apenas se concitan los turistas y que está presidido por una enorme placa de cemento gris donde leemos: «El 13 de agosto de 1521 heroicamente defendido por Cuau-htemoc cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy». El mismo Hernán Cortés, en la tercera de sus Cartas de relación, refiere cómo había funciones teatrales en la plaza del mercado de Tlatelolco. Pedro Henríquez Ureña recuerda al respecto: «En 1533 se había representado en Tlatelolco, entonces ciudad separada, ahora barrio de la ciudad de México, un auto del Juicio Final: el historiador mexicano Chimalpahin dice: Fue dada en Santiago Tlatilulco, México, una representación del fin del mundo; los mexicanos quedaron grandemente admirados y maravillados»[9].

Monumento a la masacre de 1968 en Tlatelolco

No quisiera pasar por alto el contenido simbólico del hecho histórico: la plaza fue el escenario de las piezas de teatro misioneras desde el comienzo de la evangelización, y allí mismo tuvo lugar el auto del Juicio Final. Este dato vendría a incidir en el aspecto más dramático del propio espacio: el rito del Juicio Final se convertiría en la representación real de otro ensayo general de un juicio apocalíptico en la noche del 2 de octubre de 1968, cuando las luces de las bengalas comenzaron a iluminar con destellos funestos la asamblea y hombres de guantes blancos dieron la señal pactada para que la función comenzara. Sólo que en la edad contemporánea las creaciones dramáticas han sido en muchas ocasiones sustituidas por formas teatrales donde la simulación deviene experiencia real: el fenómeno escénico del «happening» o las «performances» urbanas se caracterizan precisamente por esta mutación, por la sustitución del «como si» por un «así mismo», donde los actores traspasan la frontera de la ficción y confunden la máscara ficticia con sus propios rostros. Este traspaso de la ilusión al dominio de la realidad se produjo durante la noche de Tlatelolco, en cuyo desarrollo el juicio final fue masacre, muerte y destrucción. Ante ese teatro de los hechos de diabólica consistencia, Elena Po-niatowska convoca las voces de los actores vivos para componer este friso, este mural mexicano de aliento fónico, esta partitura del terror, que es la crónica de lo fatal. La actitud de Elena Poniatowska retoma en su crónica el testigo dejado por otro de los grandes artífices del teatro mexicano contemporáneo, Rodolfo Usigli. En El Gesticulador escenifica el argumento de un profesor de historia que será confundido con un cabecilla de la revolución mexicana que había fallecido durante la contienda. Para alcanzar la notoriedad que no ha tenido en vida, y también para reavivar los ideales de la revolución, el protagonista asumirá la simulación y aceptará llevar la máscara del difunto, confundiendo así su personalidad con la del mito heroico. Al final escucharemos el grito de su hijo, que reclamará la victoria de la verdad que ha sido acallada por la farsa del «gesticulador». Este grito del joven está en la base de la crónica de Elena Poniatowska, porque también lo estuvo en la actitud beligerante de los mismos jóvenes que reclamaron un cambio drástico no sólo en la política educativa, sino en la administración de la justicia a un país que más que gobernar, gesticulaba trágicamente su gobierno.

La novedad radica ahora en que Po-niatowska acumula numerosos testimonios fragmentarios que exhiben la verdad histórica como un cristal diáfano hecho añicos y diseminado en la conciencia colectiva de esa muchedumbre que experimentó de manera directa el horror de la auténtica representación. La escritora traza el linaje de su método y de su género en la tradición de la crónica hispanoamericana, pero desde una dimensión novedosa, utilizando el fragmento al servicio de la verdad, al menos de una noción de la verdad como expresión de la disgregación, exhibición de los disjecta membra que conforman cualquier realidad. Las dos secciones principales del conjunto se corresponden con dos cortes fundamentales en el tiempo: la primera remite a los sucesos que antecedieron al 2 de octubre; la segunda se refiere a la misma noche terrible. Así pues, sus títulos son «Ganar la calle» y «La noche de Tlatelolco». La crónica se completa con una cronología de los sucesos, objetiva y detalladamente dispuesta a modo de sumario de fechas y datos. En ambas partes, la voz de la autora apenas ocupa lugar. Son en total tres párrafos los que llevan por autoría las siglas de su nombre. El tono de sus textos es diverso, siendo el primero un anticipo del sentimiento de euforia que dominó durante varios meses el ánimo de los estudiantes que, según creyeron, podían haber modificado el signo de los tiempos y la determinación de los poderosos. Comienza Poniatowska con una recreación del grupo humano que enarbola deseos, ajenos a la desembocadura sangrienta de su júbilo:

Son muchos. Vienen a pie, vienen riendo. Bajaron por Melchor Ocampo, la Reforma, Juárez, Cinco de Mayo, muchachos y muchachas estudiantes que van del brazo en la manifestación con la misma alegría con que hace apenas unos días iban a la feria; jóvenes despreocupados que no saben que mañana, dentro de dos días, dentro de cuatro, estarán allí hinchándose bajo la lluvia, después de una feria en donde el tiro al blanco lo serán ellos[10].

Y a partir de ese momento, la autora cede su voz al «testimonio de historia oral» que será su obra, como muy bien reza el subtítulo, y como también han glosado los críticos que se han asomado a su terrible consistencia: «Elena created a chorus of appalled voices which, combined with the official news coming from within the government bureaucracy, gave birth to a decisive book»[11].

Este recurso narrativo es muestra cabal de un deseo de hablar por boca de todos, tan caro a todo genio de la escritura, pero en esta ocasión tan oportuno, sincero, necesario y explícito. Los personajes encartados son múltiples y de variada procedencia y escalafón: principalmente estudiantes implicados en los hechos, algunos cabecillas estudiantiles, representantes del Movimiento Estudiantil Popular (MEP) o del Consejo Nacional de Huelga (CNH), dirigentes de las protestas, muchos de ellos encarcelados durante años en la prisión de Lecumberrí, y en bastantes casos sujetos de torturas policiales o individuos convertidos en delatores o, al menos, en sospechosos de delación. Junto a este copioso estrato, otras voces proceden de familiares, conocidos o amigos. Extractos de noticias periodísticas, artículos de opinión o meras reseñas informativas se intercalan y trenzan entre las voces testimoniales. La reproducción de las noticias de los diarios más importantes del país supone uno de sus flancos más críticos, pues la cobardía y la manipulación informativa hablan por sí solas sin necesidad de comentarios al margen ni de análisis políticos añadidos. Como en la famosa película argentina de Luis Puenzo, la «historia oficial» se irá desmantelando con el acto de revelación, en el proceso de desenmascaramiento que supone la creación artística; en este caso, el compendio testimonial de cuanto quiso mantenerse encubierto. Las palabras de los profesores, maestros o intelectuales cercanos a la causa completan la polifonía y es de justicia señalar que cada párrafo recogido vendrá identificado con la persona que lo pronunció o firmó. Los nombres de las personas convocadas suman un porcentaje muy alto de desconocidos, entretejiéndose de vez en vez las voces de grandes escritores o personajes de mayor trascendencia en la sociedad mexicana, con algunas citas extrapoladas de títulos centrales en el canon literario mexicano del XX, entre los que cabe contar a Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, José Revueltas, Octavio Paz, Rosario Castellanos o José Emilio Pacheco. No duda la autora en integrar testimonios de su biografía entre la suma de las multitudes. Así, las reconvenciones de su madre a su hermano Jan, estudiante implicado en los motines, que no moriría en Tlatelolco, sino unos meses más tarde a causa de un accidente automovilístico. En ocasiones, Poniatowska recurre a grabaciones que ha podido conseguir, o a la mera reproducción en estilo directo de palabras escuchadas por testigos presenciales. También se incluyen actas oficiales extraídas de documentación oficial del ejército. La primera sección se cierra con otra alusión histórica y teatral al mismo tiempo: los textos que algunos estudiantes presos recopilaron de la ya citada crónica Visión de los vencidos, y que serviría para organizar una dramatización entre rejas.

Conmemoración de la caída de Tlatelolco en poder de

Hernán Cortés.

La segunda parte comienza con un poema escrito exprofeso por Rosario Castellanos sobre la matanza de octubre[12], al que se suma la segunda intervención explícita de Elena Poniatowska, argumentando la elección del método polifónico como soporte y autentificación de la veracidad y amplitud del caso. El coro de voces que compondrá esta segunda parte modula hacia la expresión del apoteosis depravado que se operó desde las cinco de la tarde hasta que la noche cayó cruel sobre la plaza de Tlatelolco. Los argumentos se combinan ahora con los gritos y la expectación se solapa con la ostentación obscena del terror. Predomina la crudeza en la plasmación de los testimonios, que corroboran sus palabras normalmente con una prueba de fiabilidad: «Puedo certificarlo, porque yo lo ví». Las voces son ahora de las personas que vieron, vivieron y padecieron Tlatelolco. La violencia anuncia así su paroxismo, y el lector se sentirá despiadadamente sacudido por lo inexorable: la verdad de los hechos dispersa en una conjunción aguda de diversos timbres y entonaciones. El relato de los testigos, de los vecinos de los edificios de la plaza, de los apartamentos sitiados, de la gente escondida y atemorizada, de todo un compendio de nervio y tensión se entreteje con un sabor ácido y contiene una energía frenética, un ritmo picado y una aceleración que se precipita sin remedio hacia su desembocadura trágica[13] . En estos momentos los relatos adquieren la consistencia de imágenes filmadas con todo lujo de detalle y expuestas sin pudor ante el público. La crónica forja su esencia de «collage» de testimonios variados y heterogéneos, un coro atronador, una masa polifónica estridente que lanza su dolor, tras el ahogo y la asfixia, hasta componer de modo natural esa partitura de tensión dodecafónica, cuyo único acorde reconocible emanará del aturdimiento y la agresión.

Y a esta dirección apunta al fin uno de los máximos logros del testimonio de Poniatowska, al margen de su grandeza como trabajo social y como ensayo de recomposición de la identidad mexicana, tras la explosión de absurdo y desesperación que supuso Tlatelolco. Me refiero al hecho de haber conseguido establecer pautas secuenciales dentro del abigarramiento humano y vocal que expone.

Y es factible hacer visible la extraordinaria labor de montaje y la composición sintáctica que articula. Hereda Poniatowksa el método compositivo de un autor axial en la literatura mexicana como es Juan Rulfo. En los cuentos de El llano en llamas recreó en estado puro la violencia de la época revolucionaria, con sus traiciones, sus rencores y sus poderes de destrucción. Poniatowska inserta en su crónica un célebre episodio de «Luvina», aquel episodio del cuento en que los habitantes de ese pueblo fantasmagórico reflejan su sordo escepticismo ante la actitud de un gobierno que jamás se ocupó de sus vidas. Y en la novela Pedro Páramo convocó Juan Rulfo a los espectros de Comala, que yacían en sus tumbas y féretros, para escuchar de nuevo las voces, los murmullos que compondrían en su yuxtaposición la textura polifónica de la novela. Este método, como bien es conocido, permite rastrear el hilo narrativo de la vida del cacique Pedro Páramo, sin recurrir a la exposición lineal y a la ordenación cronológica más evidente. La conjunción de los fragmentos conforma una unidad completa donde se vislumbra el sentido y la forma de los aconteceres. Este mecanismo narrativo parece estar en la base de la crónica de Elena Poniatowska, de manera tal que su aparente inconexión contiene una sólida unidad, una verdadera conjunción de disyunciones, y otorga una sutil cohesión al conjunto, ampliando de modo notable su dramatismo radical.

Así pues, en muchas ocasiones los testimonios van reconstruyendo parcelas de la historia, que se complementan o se responden, dialogan unos con otros, refutando o confirmando apreciaciones. Los juicios más sentenciosos y drásticos hallan así un espacio para su flexibilización. Frente a declaraciones rotundas, las palabras de las gentes, de las personas que participaron de distinto modo en el contexto activan su inclusión para matizar o valorar el grado de veracidad interno en las manifestaciones. Este signo dialéctico es fundamental y obedece a un talento de la autora, así como al de los escritores que, como José Emilio Pacheco, colaboraron en su establecimiento. Cabría hablar en este conjunto polifónico de un montaje intelectual, al modo de los cineastas soviéticos, siguiendo los postulados fílmicos de Sergéi Eisenstein. En su concepto del arte fílmico, la labor de síntesis quedaba reservada para el momento del montaje de los materiales grabados, que sólo mediante una inteligente superposición llegaría a producir efectos de contraste agudo u ocasionar estados de repulsión y piedad, tendentes finalmente a la catarsis purgativa.

Y es tal vez este carácter sanador el que prevalezca al cabo de los años en la lectura del libro de Elena Poniatowska, cuando todavía nos acercamos como lectores a los sucesos verídicos.

Pero en este caso, no se trata ya de que los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar -transformando estéticamente los males y dándoles de algún modo justificación-, sino que crónicas como La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowka convocan lo peor del alma humana en el devenir de su existencia con el fin de exorcizar los fantasmas del tiempo y mostrar las heridas y cicatrices que no deberían volver a producirse, al menos mientras haya lectores que recojan la información y cautericen con ellas el dolor. Se trata al fin de un ensayo social, o mejor, un ensayo de psicología social, que sirve como catarsis para todo un pueblo, y que habrá de funcionar a modo de escalón para que no sea imposible ascender al reino donde la juventud encarne el entusiasmo creador, y nunca más sea la víctima propiciatoria que riega las piedras sordas del poder enajenado.

Y así cabe recrear, cuarenta años más tarde, la lectura de esta crónica contemporánea, de este ensayo de polifonía enajenada.

Notas:

[1] Vicente Cervera Salinas - Catedrático de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Murcia, y destacado poeta. Ha publicado numerosos ensayos entre otros, La poesía de Jorge Luis Borges, historia de una eternidad, o La palabra en el espejo. Destaca el análisis del personaje femenino de la Divina Comedia en El síndrome de Beatriz en la Literatura Hispanoamericana. El interés por la escritura mexicana, convocó bajo su iniciativa un congreso en Cartagena en el que participaron distintas escritoras de ambos lados del Atlántico, entre ellas Elena Poniatowska.

[2] Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, Fondo de Cultura Económica, 2000, pp. 218-228.

[3] Elena Poniatowska, «Prólogo» a Octavio Paz, Tiempo nublado, Barcelona, Bibliotex, 2001, pp. 6-7.

[4] Elena Poniatowksa, La noche de Tlatelolco, México, Era, 1971, p. 170.

[5] José Emilio Pacheco, Tarde o temprano. Poemas (19582000), México, F.C.E., 2002, pp. 67-68.

[6] José Martí, Ensayos y crónicas, Madrid, Cátedra, 2004, p. 160.

[7] Poniatowksa, La noche de Tlatelolco, p. 232.

[8]  Ibid., p. 233.

[9] Pedro Henríquez Ureña, «El teatro de la América española en la época colonial», en Historiografía cultural y literaria de la América hispánica. Madrid, Verbum, 2007, p. 456.

 

[10] Poniatowksa, La noche de Tlatelolco, p. 13.

 

[11] Michael K. Schluesser, Elena Poniatowska. An Intimate bio-graphy, Tucson, University of Arizona Press, 2007, p. 162.

 

[12] Poniatowksa, La noche de Tlatelolco, pp. 163-164.

 

[13] Cfr. ibid, pp. 185 y ss.; 207210.

 

ensayo de Vicente Cervera Salinas

Universidad de Murcia

 

Publicado, originalmente, en revista América sin Nombre Núm. 11-12 año 2008

Revista editada por el Centro de Estudios Literarios Iberoamericanos Mario Benedetti

Link del texto: https://americasinnombre.ua.es/article/view/2008-n11-12-elena-poniatowska-y-la-polifonia-nocturna-de-tlatelolco

 

Elena Poniatowska en Letras Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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