La figura del «doble» y la «Idea Rusa» en la novela El adolescente de Dostoyevski
© Enrique  Castaños
Doctor en Historia del Arte
enriquecastanos@hotmail.com

 

Para Paula, mi hija, que, como Arkadii Makárovich, ha transitado con inteligencia y
elegancia desde la adolescencia a la madurez.

- I -

Comenzada a escribir durante el invierno de 1874-75 en la localidad de Stáraya Rusa, a orillas del lago Ilmen, cerca de Novgorod, y publicada, mientras iba siendo redactada, durante 1875 en los Otechéstvenyi Zapiski (Anales Patrióticos o Anales Patrios) que dirigía Nikolai Nekrasov[1], El

adolescente (Padrostok; la mayoría de las ediciones, a diferencia de Cansinos, escriben Podrostok) es una novela de honda penetración psicológica que, aunque ningún crítico eminente niega que se encuentra entre las cinco grandes construcciones literarias de su autor, no ha sido, ni mucho menos, tan leída ni es tan conocida como las otras cuatro; más precisamente, es la menos conocida de ellas y la menos estudiada. Es el propio editor quien le propone al escritor este nuevo proyecto, a pesar de los prolongados años de distanciamiento entre ambos, después de una fructífera colaboración que se remonta a mayo de 1845, cuando Nekrasov, a la sazón director de El Contemporáneo (Sovremennik), conoce, por mediación de Dmitri Vasílievich Grigórovich, amigo de Fiodor Mijaílovich, el manuscrito de Pobres gentes (Biednie liudi), y, gracias al favorable veredicto del influyente crítico Vissarion Grigórievich Bielinski (a veces, Bielinskii), lo publica en 1846 en la revista El Almanaque petersburgués (Petersburgski sbórnik). La segunda novela de Dostoyevski, El doble (Dvoinik), también la publica Nekrasov, en febrero de 1846, en los Anales Patrióticos. Pero esta colaboración duraría muy poco. El todopoderoso y voluble Bielinski reprueba ardientemente, como si se tratasen de las creaciones de un loco, tanto La patrona (Josiaika) como Niétochka Nezvanova, comenzadas ambas a escribir en octubre de 1846. No obstante, estas dos novelas, así como Noches blancas (Bielia nochi), también son publicadas por la revista de Nekrasov. La ruptura entre el escritor y el editor sobreviene a raíz de la detención de Dostoyevski, el 23 de abril de 1849, y su posterior condena por conspirar contra la seguridad del Estado [2]. En cuanto a Bielinski, su recuerdo no abandonó posiblemente nunca a Dostoyevski. Todavía en una fecha tan tardía como 1875, si la ponemos en relación con el prematuro fallecimiento del famoso crítico en 1848, surge su espectro en El adolescente, en apariencia como de pasada, casi sin importancia, pero en el fondo de manera muy reveladora. Ello ocurre cuando el protagonista, Arkadii, se sienta maquinalmente en un diván en casa del príncipe Seríocha, y abre un libro escrito por Bielinski [3] que, casualmente, ve encima de la mesa que tiene delante (2ª parte, cap. II, III).

En 1875, la situación de Dostoyevski ha variado extraordinariamente. Nadie duda ya de su posición preeminente en las letras rusas, después de haber publicado, entre otras novelas, Crimen y castigo (Prestuplenie i nakazanie), El idiota (Idiot) y Demonios (Biesi), todas ellas pertenecientes a lo que el pensador existencialista cristiano ruso León Chestov denominó el segundo y último periodo del escritor, cuyo inicio está señalado por las Memorias del subsuelo (Zapiski iz padpolia, 1864), una revolución espiritual que supuso abandonar el humanitarismo filantrópico anterior y encararse con la terrible y cruel verdad de la existencia, sin almidonados idealismos, sino con toda la tragedia que conlleva, una tragedia que supone ahora para el escritor enfrentarse al problema del mal, al problema de Dios y al problema de la libertad [4]. Según Chestov, Dostoyevski y Nietzsche están emparentados, unidos, por esta visión que es la filosofía de la tragedia. Con Dostoyevski, la filosofía de Kant y la concepción del mundo de Tolstoi son puestas del revés, abriéndose así la región que para Kant había permanecido herméticamente cerrada: la «cosa en sí» (Ding an sich)[5]. Esa transferencia que hacen Kant y Tolstoi de los «problemas

perturbadores de la existencia» al «dominio de lo incognoscible»[6], Dostoyevski los afronta sin tapujos, abriéndonos a una realidad nueva, inaudita. Nadie antes de él se había atrevido a tanto, nadie había tenido nunca pensamientos semejantes, tan desesperados[7]; tampoco, como hemos podido comprobar desde entonces, después de él.

Su vida conyugal se ha estabilizado junto a la maternal Anna Grigórievna Snitkina. Es ella la que, según algunos biógrafos, interviene para que Nekrasov abone doscientos cincuenta rublos por folio a Dostoyevski[8]. A pesar del prestigio de Dostoyevski, por esa misma época Tolstoi cobraba quinientos rublos por folio de Anna Karenina y el escritor Iván Turguéniev se cotizaba a unos cuatrocientos rublos por folio [9]. Otro dato biográfico de interés es que, durante la redacción de El adolescente, en agosto de 1875, Anna Grigórievna tuvo su último hijo, Alíoscha, que heredaría la enfermedad epiléptica de su padre y moriría con tan sólo tres años de uno de esos ataques[10].

Antes de decidirse a escribir definitivamente El adolescente, Dostoyevski albergó el propósito de redactar una novela cuyo tema principal fuera el del alcoholismo, intención antigua que puede demostrarse por una carta de 8 de julio de 1865 al publicista Krayevski (Andrei Alexandrovich Kraevsky, 1810-1889), en la que le anticipa incluso el título, Los beodos, y en la que quiere profundizar en este tema que ya había tratado en Crimen y castigo, a través del padre borracho empedernido de Sonia Semíonovna Marmeládov, a saber, Semión Zajárich Marmeládov. La prueba más concluyente de lo que digo es un episodio inédito de esa proyectada y nunca realizada novela, cuando todavía no se había decantado el escritor por la que finalmente sería El adolescente, episodio que es un esbozo de capítulo y que reproduce Cansinos Asséns en su Paralipómena[11] (o Paralipomena, esto es, «cosas omitidas») de El adolescente.

Las primeras vagas alusiones de lo que con el tiempo será El adolescente, se las comunica Fiodor a su esposa, desde la ciudad alemana de Ems, durante los meses de junio y julio de 1874. Al célebre balneario de Ems, en Renania-Palatinado, al oeste de Coblenza, había acudido Dostoyevski para intentar curarse una vez más de sus ataques epilépticos, aunque allí mismo le sobreviene otro que le dura cuatro días. Son de indudable interés las cartas enviadas durante ese tiempo a su esposa para comprender la gestación de nuestra novela, en especial la importancia que el novelista concedía a la elaboración de un plan de trabajo: «Lo principal es el plan, que luego el trabajo es fácil»[12].

En realidad, si no queremos faltar a la verdad, y aun a riesgo de contradecir al propio novelista, nunca fue fácil el trabajo, esto es, la redacción misma del relato, para Dostoyevski. Escribía febrilmente, pero las páginas en blanco se rellenaban siempre con considerable esfuerzo. Algunos días más tarde, vuelve a escribirle: «En teniendo ya el plan, todo el trabajo irá como sobre ruedas»[13]. Algunos comentaristas, empezando por Edward Hallett Carr y continuando con Cansinos Asséns, se han referido al deslavazado nudo argumental de la novela[14], y el caso es que el propio autor, corrigiendo las galeradas, no estaba muy satisfecho de lo que había realizado: «He corregido en su casa [en la de Nekrasov] parte de las galeradas, y el resto me las he traído. En las pruebas no me ha gustado mucho la novela […] Después fui a cenar, a las siete, con Máikov… Me recibió con gran cordialidad, al parecer, pero no tardé en advertir que algo raro ocurría. También acudió Strájov. De mi novela, ni palabra, y seguramente por no ofenderme… Avsieyenko ha despotricado en El Mundo Ruso sobre El adolescente. Pero Máikov dijo que era una cosa estúpida. No he leído el artículo de El Mundo Ruso…»[15]. Existen numerosos testimonios, sobre todo de los últimos años de su vida, de que a Dostoyevski le afectaban mucho las opiniones de los críticos sobre sus obras, y en este sentido la abnegada Anna hizo un papel de filtro y de dique de contención, a fin de preservar la frágil salud de su querido esposo.

¿Cuál es el principal argumento de Hallett Carr para afirmar lo que dice? La opinión no es desdeñable, puesto que su estudio, publicado en Londres en 1931, maneja ya una considerable masa documental, que, en lo verdaderamente decisivo, no ha sido incrementada posteriormente. La opinión de Cansinos Asséns, también es muy temprana, de 1936[16]. Hallett Carr advierte, en primer lugar, de la disonancia que él ve entre el pensamiento político-religioso que a mediados del decenio de 1870 distinguía a Dostoyevski, supuestamente conservador y eslavófilo, y la línea progresista y prooccidental de la revista en la que se publica la novela. En segundo lugar  —y ya he tenido ocasión de criticar esta apreciación, a mi juicio errónea—, el historiador británico considera a Dostoyevski un pésimo filósofo y un excelente psicólogo. Por no extendernos sobre esta cuestión, estimamos que, por citar sólo un estudio fundamental, el gran ensayista ruso Nicolás Berdiaev dejó suficientemente demostrado que Dostoyevski era un formidable pensador, una efervescente mente creadora de nuevas y poderosas ideas[17]. Por esas mismas fechas en que escribe Berdiaev, en septiembre de 1921, concluye León Chestov un sugerente ensayo sobre Dostoyevski y Tolstoi en el que pondera la inmensa profundidad filosófica de Dostoyevski, así como su inagotable y potentísima dialéctica de las ideas[18]. Y ello, a pesar de la supuestamente escasa formación científica y filosófica, en sentido académico,

o como simple conocedor de la historia de la filosofía, de Dostoyevski. Por ejemplo, pensemos en Kant. El conocimiento que de él pudiese tener Dostoyevski era quizás insuficiente; al decir de Chestov, en realidad Dostoyevski no tenía ninguna necesidad de tal conocimiento ni de leer directamente a Kant (aunque sabemos que lo leyó) para saber el alcance de lo que quería decir. Reparemos en la Crítica de la razón pura y en la pregunta que se formula Kant sobre si es posible considerar ciencia a la Metafísica. Para León Chestov, la «experiencia humana y sus límites», tal como la entiende Kant, no es para Dostoyevski otra cosa «que el recinto de una prisión construida para nosotros por un desconocido». Esos «límites de la experiencia» han constituido a lo largo del siglo XIX una auténtica muralla contra la curiosidad humana[19]. Pero León Chestov conduce su razonamiento más lejos aún, temerariamente lejos, aunque es posible que se aproxime a la verdad. Me refiero a cuando afirma que la verdadera crítica de la razón pura no la escribió el filósofo de Königsberg, sino Dostoyevski con su «hombre del subsuelo», comprendiendo perfectamente así el escritor ruso cuál es el problema principal de la filosofía. Más que hacer una crítica de la razón pura, lo que hace Kant, en palabras de Chestov, es su apología: «si verdaderamente hubiera querido despertarse [del “sueño dogmático” del que lo despertó David Hume] y criticar, habría planteado, ante todo, la cuestión de saber si las ciencias positivas se hallan justificadas por el éxito, es decir, por los servicios que han prestado a los hombres. No pueden, por lo tanto, ser juzgadas; las que juzgan son ellas. Si la metafísica quiere existir, debe ante todo requerir la sanción y la bendición de las matemáticas y de las ciencias naturales»[20]. En Dostoyevski, en cambio, es la metafísica la que juzga a las ciencias positivas[21]. Mientras que para Kant son las leyes las que le «son dictadas al hombre y a la naturaleza por las leyes mismas», Dostoyevski, en cambio, se pregunta si la metafísica es posible como ciencia[22]. ¿Cuál es, entonces, el problema fundamental de la filosofía para Dostoyevski? ¿Cuál es el problema decisivo del hombre?

No hace falta que León Chestov nos lo diga explícitamente, aunque lo insinúa: el problema de la libertad, es decir, el problema del mal; dicho de otro modo: el problema de Dios. Rápidamente surgirá una pléyade de filósofos académicos que replicarán ásperamente y con acritud: ¿pero si el problema de la libertad es el máximo problema filosófico para Kant? Cierto, pero con una diferencia terminante: que lo que Kant entiende por libertad no es lo mismo que entiende Dostoyevski, puesto que la libertad para el escritor ruso está indisolublemente ligada al mensaje de Jesús, Jesús como el Verbo encarnado, como la Palabra que da la Vida, la vida eterna. El mensaje ético de Jesús de Nazaret, la ética cristiana, tal y como se formula en el Evangelio, especialmente el de Juan, no puede desligarse del sentido trascendente del hombre, de la creencia en la inmortalidad, en la resurrección de la carne, puesto que el espíritu no muere nunca. Esta concepción estaba ya en El idiota, a través de Mischkin, y estará en El adolescente, a través de ese personaje enigmático, equívoco, escurridizo, desdoblado, que es Versílov. Pero esa concepción estará, ante todo, presente en el texto capital de Dostoyevski, en su escrito decisivo y fundamental, que no podemos analizar aquí: en la «Leyenda del Gran Inquisidor», que brota de las entrañas mismas de Los hermanos Karamásovi. Por eso tiene mucha razón León Chestov cuando dice, a modo de conclusión sobre Dostoyevski en el ensayo que estamos citando: «A Dios no se le puede demostrar. No se le puede buscar en la Historia. Dios es el “capricho” encarnado que rehúsa todas las garantías. Está fuera de la Historia»[23]. Como se ve fácilmente, una opinión que sólo puede provenir de un entusiasta de Kierkegaard, quien se refería a Dios como la «Paradoja absoluta». La misma opinión la habría suscrito nuestro don Miguel de Unamuno.

A pesar de la opinión de Chestov, en parte demasiado subjetiva, lo que sí es incuestionable es que se interesó por leer a Kant y a Hegel. En el caso de Kant, precisamente la Crítica de la razón pura, y en el de Hegel sus Lecciones sobre historia de la filosofía, que fueron publicadas después de su muerte en 1831. En la muy célebre y extensa carta que le escribió Dostoyevski a su hermano Mijaíl nada más abandonar el penal de Omsk donde estuvo recluido cuatro años, misiva fechada en la citada ciudad siberiana el 22 de febrero de 1854, le pide expresamente que le envíe esos dos libros en concreto, además de El Corán y otras obras en general de historiadores y de economistas, de los Padres de la Iglesia, de la Historia de la Iglesia, de Giambattista Vico, de Leopold von Ranke, de François Guizot y de Louis Adolphe Thiers. El que se leyese finalmente la Crítica de Kant, es conjeturable, aunque sí sabemos que las ideas de Hegel las conocía relativamente bien desde la época en que trató asiduamente a Bielinski, esto es, por el tiempo en que publicó Pobres gentes. Sobre esa carta ha llamado especialmente la atención el teólogo de origen ruso Pavel Evdokimov (1901-1970), quien añade, además, que en la localidad de Semipalatinsk, en Kazajstán, que será donde conozca en marzo de aquel año a su primera esposa, Maria Dmítrievna, concibe Dostoyevski el proyecto de traducir textos de Hegel y del pintor y naturalista alemán Carl Gustav Carus (1789-1869), proyecto apoyado entusiásticamente por su protector el barón Alexander Egorovich Wrangel (1804-1880), quien le entregó dinero en diversas ocasiones, era un incondicional admirador de su obra y mantuvo una interesante relación epistolar con el escritor que se extiende al menos hasta 1865[24].

Con una intención diferente, pero con un similar apasionamiento al ensayo de León Chestov, es la virulenta crítica contra la filosofía académica que lleva a cabo el escritor italiano Giovanni Papini (1881-1956) en El crepúsculo de los filósofos, un temprano libro con vocación polémica y de indudables resonancias nietzscheanas que ya estaba terminado en septiembre de 1905, mucho antes de la conversión de Papini al catolicismo. En él dice que la filosofía se encamina «a aumentar el poder del hombre». Más que como «reunión de ciencias particulares», la filosofía interesa «como tentativa de una sistematización universal del mundo […] Representa en cierto modo el “estadio absurdo” de la ciencia». El filósofo ha creído que podía imitar los métodos de la ciencia, y que estos métodos le proporcionarían resultados prácticos. «Pero el filósofo se ha engañado». Ha intentado sustituir el mundo «de lo eterno, de lo único, de lo inmortal […] El filósofo, viendo cómo las leyes particulares del científico han sido eficaces, ha creído que descubriendo la única ley, el hombre sería omnipotente, pero no se dio cuenta que esta única ley, precisamente por ser única, no dice nada y por lo tanto no sirve para nada»[25].

Concluye haciendo una crítica a la filosofía por su «codicia de universalidad». Sólo cabe la existencia de la filosofía «como género literario»[26].

Lo de excelente psicólogo, no hace falta ponderarlo; es algo en lo que coinciden todos los comentaristas. Pero sería un grave error quedarse en eso, en considerar a Dostoyevski, principal y casi únicamente, como un psicólogo. Dostoyevski es muchísimo más que eso; más aún: es un psicólogo porque, ante todo, es un antropólogo, un «pneumatólogo», en la finísima acepción de Berdiaev. La opinión de Berdiaev, esto es, que la preocupación central de Dostoyevski es el hombre y su destino, lo que implica inexcusablemente una preocupación por Dios, pues el problema de Dios está inscrito en el interior más profundo del hombre, la corroboran, entre otros, Dimitri Merejkovski, Romano Guardini y Luigi Pareyson, juicios que considero de extraordinaria relevancia y con los que estoy sustancialmente de acuerdo. Para Hallett Carr, El adolescente no plantea ningún problema vital decisivo, o, si lo plantea, lo deja sin resolver. Trataremos de demostrar que este juicio está también equivocado en buena medida. Pero, sobre todo, según Carr, a la novela le falta trabazón, coherencia, ilación, y, además, está condicionada por un argumento equívoco, inconexo, frágil, inconsistente, impuesto por la premura en entregar los folios destinados a la publicación periódica. Para nadie es un misterio que la novela mejor estructurada de Dostoyevski es Crimen y castigo, publicada en 1866. Tampoco voy a insistir aquí sobre la dicotomía Dostoyevski-Tolstoi, en cuanto que el segundo, para muchos críticos solventes y bien autorizados, es mejor «artista» que el primero; tal discusión nos apartaría de nuestro asunto. Pero de lo que sí estoy seguro es de que los personajes de Dostoyevski, preferentemente los masculinos, si bien los femeninos no se quedan a la zaga, ofrecen una profundidad y complejidad espirituales que, muy probablemente, no tengan equivalente en ninguna literatura del mundo. La supuesta inconsistencia de El adolescente, la sostiene Carr, y después de él otros, en que su hilo argumental es demasiado ficticio, o que incluso no presenta un verdadero hilván respecto de su trama. Es cierto que, después de una primera lectura, se puede extraer esa impresión, pero si se hace una segunda, incluso una tercera, aquella impresión comienza a desdibujarse, y todos aquellos infundados barruntos que pueden inducirnos a creer, en un principio, que el novelista se ha valido de una trama endeble, demasiado forzada, que incluso incurre en aparentes contradicciones, o, más exactamente, en la que presenta dos hilos argumentales paralelos, uno de los cuales terminará desapareciendo o perdiendo toda importancia, en realidad acabarán por diluirse cuando nos terminamos percatando de que toda esa trama argumental no es otra cosa que una excusa, un grandioso pretexto para poder definir, precisar y aquilatar lo que, en última instancia, preocupa al novelista: el itinerario espiritual de los personajes principales, la exposición de determinadas ideas, sobre el hombre, sobre Dios, sobre Rusia; la plasmación de la tensión y el conflicto entre las almas, entre el «ser» y el «parecer», entre la moral y la religión, de un lado, y el temperamento o el carácter, de otro. Aunque Dostoyevski suele valerse de ciertas argucias argumentales en algunas de sus mayores novelas  —como, por ejemplo, que el criminal dilate la confesión de su crimen, caso de Raskólnikov, a pesar de que el magistrado Porfirii Petróvich, sin prueba inculpatoria alguna, ha adivinado quién ha sido el autor del doble asesinato; o cuando nos mantiene en vilo sobre la sigilosa y misteriosa actuación de algún personaje en concreto, caso de Rogochin en El idiota; o como cuando concede una relativa importancia al modo de conducirse de sus criaturas, a los móviles de sus actos, cual es el caso de los quinqueviros en Demonios; o cuando mantiene cierta suspensión acerca de una determinada acción, como es el caso de la doble autoría, intelectual y material, del parricidio en los Karamásovi—, lo determinante no será para él este u otro hilo conductor, sino las pasiones, las ideas, los sentimientos de sus personajes, en algunos de ellos, y no creo exagerar al decirlo, insondables, abismales, de una negrura o de una turbiedad que provoca auténtico pavor, o de una ternura y de una capacidad de amar tan supremos y elevados que nos transportan hacia lo inefable. Además, por establecer una somera comparación con otras producciones literarias que ofrecen más de un denominador común, ¿es que existe, por poner un ejemplo paradigmático, hilo argumental, al modo de una trama de intriga, en el Quijote, un libro que incluso puede leerse, en muchísimas circunstancias, por cualquier capítulo, al igual que la Biblia? Lo decisivo de la inmortal novela cervantina, amén, claro está, de su forma estilística inmarcesible, son los diálogos entre el hidalgo manchego y su escudero, las reflexiones, los monólogos, los discursos, es decir, el itinerario vital, existencial, espiritual de los dos protagonistas, sin parangón en las letras del orbe. Quiero decir, la presencia del ideal. Tampoco hay un argumento, en el sentido normal que otorgamos a este término, en Niebla o en San Manuel Bueno, mártir, de Don Miguel de Unamuno. Las preocupaciones del eximio catedrático de Salamanca eran otras, naturalmente de carácter existencial-religioso-filosófico, como también eran otras zozobras muy distintas a lo que se entiende vulgarmente por argumento las de Azorín en La voluntad o las de Pío Baroja en Camino de perfección. Los ejemplos podrían multiplicarse indefinidamente, desde el Joris-Karl Huysmans de Á rebours hasta el Gabriel Miró de El humo dormido y Años y leguas.

De lo que acabo de decir en los párrafos anteriores, no debe inferirse que condesciendo con Hallett Carr en lo que concierne a la deficiente trabazón estructural de El adolescente. La extraordinaria importancia del perfil psicológico de los personajes no autoriza a minusvalorar la arquitectura interna del relato. Uno de los intelectuales europeos que más tempranamente valoraron y se dieron cuenta de la importancia que adquiere la forma y la estructura en las novelas de Dostoyevski, fue don José Ortega y Gasset, que, en mi opinión, quizás por querer enfatizar aquellos dos aspectos, sustrae, injustamente, importancia a la entidad espiritual de los personajes. Pero el lúcido comentario de Ortega, que es de 1925 y está contenido en su penetrante ensayo Ideas sobre la novela, no puede ser pasado por alto. En un capítulo de ese ensayo, bajo el epígrafe «Dostoyewsky y Proust», escribe: «Así acaece que se ha hablado mucho de lo que pasa en las novelas de Dostoyewsky, y apenas nada de su forma. Lo insólito de la acción y de los sentimientos que este formidable escritor describe, ha detenido la mirada del crítico y no le ha dejado penetrar en lo más hondo del libro que, como en toda creación artística, es siempre lo que parece más adjetivo y superficial: la estructura de la novela como tal […] Sin lograrlo del todo, yo he intentado muchas veces convencer a Baroja de que Dostoyewsky era, antes que otra cosa, un prodigioso técnico de la novela, uno de los más grandes innovadores de la forma novelesca…»[27]. Ortega no menciona ninguna novela de Dostoyevski en concreto, pero no es nada aventurado afirmar que está dirigiendo

su apreciación crítica a todas las grandes novelas del gigante ruso, incluida, naturalmente, El adolescente. Sobre esta ardua cuestión de la armonía profunda entre forma y contenido que debe existir en toda auténtica obra artística, he tenido oportunidad de referirme en otro lugar, al comienzo de un artículo sobre la película Ordet de Dreyer [28].

El propio Dostoyevski admite que lo que podríamos calificar de argumento de la novela tiene su origen en una accidentada herencia familiar, una herencia nada ficticia, sino muy real, vinculada a una tía materna suya, la señora Kumánima (o Kumanin), cuyo marido, el tío Kumanin, ya le había dejado a Fiodor tres mil rublos al morir en noviembre de 1863. Su viuda, en 1864, les entregó a Fiodor y a su hermano mayor, Mijaíl, diez mil rublos a cada uno, a fin de que pudiesen sacar adelante el proyecto de la revista La Época (Epoja), autorizada por la censura el 24 de enero de ese último año[29].

Las relaciones de Dostoyevski con sus familiares más inmediatos, habían comenzado a deteriorarse aceleradamente desde el 15 de febrero de 1867, que fue el día en que se casó con su segunda y última esposa, Anna Grigórievna Snitkina. Desde ese momento, algunas personas que se lucraban de las generosas ayudas económicas aportadas con gran esfuerzo gracias a la benevolencia del escritor, y que continuarían beneficiándose de ellas durante muchos años después, creyeron ver amenazada su situación, por una supuesta e infundada intromisión de la joven esposa, que en absoluto responde a la verdad, pero que fue odiada con creciente sentimiento, como si de una intrusa egoísta y acaparadora del genio se tratase. Entre esas personas deben consignarse muy especialmente Paul Isáyev[30], el hijo

que, antes de conocer a Dostoyevski en la primavera de 1854, había tenido la que sería su primera esposa, Maria Dmítrievna Isayevna Konstant, con su marido Aleksandr; Emilia Fiodorovna, esposa del muy querido hermano mayor de Fiodor, Mijaíl, fallecido el 10 de julio de 1864, a los pocos meses de iniciado el esperanzador proyecto de Época; y Nikolai, hermano menor del escritor, nacido en 1831. Esas tensas relaciones de algunos de los familiares de Dostoyevski con su amada esposa Anna, que producen un gran desasosiego en el escritor, constituyen la base principal de la valiente decisión adoptada por Anna Grigórievna: marcharse con su marido al extranjero, cosa que hicieron el día de Viernes Santo de 1867, cuando tomaron un tren para Berlín. No regresarían a Petersburgo hasta después de cuatro años y tres meses[31].

Pues bien, en la primavera de 1871 murió la tía Kumánima, poco antes del regreso de Dostoyevski de su periplo europeo en compañía de su esposa. En agosto de 1869, creyendo que Kumánima había muerto, le escribe Apollon Máikov a Dostoyevski, que estaba entonces en Dresde, comunicándoselo, e informándole de paso que la extravagante y piadosa señora había dejado una fortuna de cuarenta mil rublos a un monasterio. Durante un tiempo el revuelo es notorio, intentando Dostoyevski, a través de su amigo Apollon, anular tales disposiciones testamentarias. Pero la noticia, como acabamos de consignar, era falsa; mejor dicho, se había tratado de un malentendido. Lo cierto es que la rica viuda, que no tenía hijos, había dejado un testamento muy complicado, sobre todo en lo referente a una extensa propiedad de la provincia de Riazán, pues era preceptivo reunir a todos los herederos y proceder a la partición. Esto ocurre en 1879, y es precisamente la malquista Anna Grigórievna la que actúa, con pleno consentimiento de él, en nombre de su marido, que se halla en Ems en una de sus periódicas curas. El más controvertido problema que planteaba la herencia era que aquella propiedad de Riazán, por ser de bienes raíces, sólo podía ser transmitida a los tres hermanos Dostoyevski vivos, Fiodor, Andrei (nacido en 1825) y Nikolai, así como a los descendientes varones del desaparecido Mijaíl. Como consecuencia de ello, van a ser ahora las hermanas del escritor  —Varvara Mijaílovna Karenin[32],

Vera Mijaílovna Dostoevskaya[33] y Aleksandra Mijaílovina Schaviakova[34]—  las que entren en liza, por sentirse gravemente perjudicadas. El espectro de este desagradable asunto le acompañó al escritor hasta el final de su vida[35]. Tanto es así que el domingo 25 de enero de 1881, después de un breve altercado con Orest Fyodorovich Miller (1833-1889), Profesor de Literatura Rusa, en relación a una conferencia sobre Puschkin que debía pronunciar Fiodor el día 29, recibe la desagradable visita de sus hermanas Varvara y Vera, con motivo, una vez más, de la litigiosa herencia de marras. Del encuentro no dice nada la biografía oficial, pero lo conocemos con detalle gracias a la biografía que de su padre escribió su hija Liubova[36], publicada en Munich en 1920. Esa misma noche, escribe Hallett Carr, se

le «rompió una arteria del pulmón, y durante el día siguiente tuvo hemorragias de un modo intermitente». Murió a las ocho y media de la tarde del día 28, la víspera de la conferencia que debía haber pronunciado sobre su admirado poeta Puschkin, cuando aún le faltaban bastantes meses para cumplir los sesenta años.

¿Cuáles serían, entonces, aquellos dos leitmotiven de la novela, inspirados difusamente en la azarosa historia de la herencia de la tía Kumánima? Debemos recordar que muchos pasajes, acontecimientos y actuaciones ocurridos en las novelas de Dostoyevski, tienen su origen en hechos autobiográficos, transmutados, naturalmente, con genial habilidad por el escritor, es decir, de tal modo que no dejan de beber del inagotable hontanar de su imaginación creadora. El primero de esos leitmotiven, que, según hemos indicado, irá diluyéndose progresivamente y perdiendo importancia a medida que avanza la novela, es el pleito que (como consecuencia de una carta escrita por un tal Stólviev) Versílov, padre del adolescente, mantiene con los príncipes Sokolskii, un litigio que terminará ganando en los tribunales, pero renunciando, a su vez, a cobrar la cuantiosa herencia de sesenta mil rublos que le correspondía, entregándosela íntegra a los mencionados príncipes, una muestra concluyente de su contradictoria personalidad, de las paradojas de su carácter, pero también de su generosidad y de su desprendimiento, que terminarán por fascinar por completo a su hijo, el adolescente, el joven Arkadii. El biógrafo londinense insinúa una posible vinculación entre el hecho de incluir este pleito en la novela y la complicada relación de Dostoyevski con sus hermanas Varvara y Vera, a propósito de la cuantiosa herencia de la tía Kumánima[37].

El segundo de esos leitmotiven es mucho más relevante y bastante más accidentado, irregular y tortuoso. Se trata de la más que probable tormenta que puede desencadenar una carta que, en un momento de irreflexión, ha escrito Katerina Nikoláyevna, hija del viejo príncipe Nikolai Ivánovich Sokolskii, perteneciente a una familia distinta con la que mantiene el pleito Versílov. Esa carta se la había escrito Katerina a Aléksieyi Nikanórovich Andrónikov, apoderado de los asuntos de Versílov, y en ella se pone en duda la salud mental del príncipe, con el fin de que sirva de testimonio favorable para que sea recluido en una institución psiquiátrica, y que, de este modo, no continúe derrochando dinero como viene haciéndolo. Naturalmente, si esa misiva cayese en manos del anciano aristócrata, podría determinarlo a desheredar a su hija, que es, además, la única que tiene. De ahí que Katerina, arrepentida sinceramente después de lo que ha hecho, entre otras razones porque ella ama de verdad a su padre, busque desesperadamente esa breve epístola para destruirla. María Ivanovna, esposa de Nikolai Semíonovich y sobrina carnal de Andrónikov, a la muerte de éste último, se había hecho con la susodicha carta y se la entregó a Arkadii. La explicación de esa entrega puede entenderse si tenemos en cuenta que una parte de la vida de Arkadii, que es hijo natural de Versílov, ha transcurrido en casa de Nikolai Semíonovich, nombrado tutor suyo en Moscú. De manera hábil y atrevida, Hallett Carr, en su estudio crítico-biográfico, establece una relación entre esa carta que tan ansiosamente busca Katerina, con las cartas enviadas por Dostoyevski desde Dresde, a partir de agosto de 1869, a su amigo Apollon Máikov, así como a algunos otros parientes y abogados[38], con el propósito de invalidar las disposiciones testamentarias de la tía Kumánima, erróneamente dada por muerta por Máikov, cartas que, posteriormente, teme, como es lógico, lleguen a manos de su tía, a quien aún le restaban casi dos años para morir. En cuanto a la carta escrita por Katerina, que cae, involuntariamente, en manos de Arkadii, sólo adelantaremos que éste termina perdiéndola, creyendo así que se queda por completo indefenso ante la crudeza de los acontecimientos. Lo que finalmente ocurra con la carta, que se dirá en el momento oportuno, no tiene en el fondo ninguna relevancia, pues, como ya hemos dicho, ese leitmotiv es un maravilloso pretexto para dibujar unos inmarcesibles caracteres psicológicos. 

- II -

Analicemos ahora, de modo esquemático, la estructura y la concepción del tiempo de la novela. Consta ésta de tres partes, la primera de diez capítulos, la segunda de nueve y la tercera de trece, subdivididos, a su vez, en apartados o subcapítulos. Pero hagamos, en primer lugar, un resumen del desarrollo de la acción, sin entrar en detalles ni en caracterizaciones de los personajes que se mencionen, pues sólo estamos interesados en mostrar el tempo del relato, esto es, el propio fluir del tiempo y la presencia de las elipsis. Téngase en cuenta que en la edición de Aguilar (en papel biblia, a dos columnas cada página y con una letra más bien pequeña) la obra suma 395 páginas, es decir, lo que serían 700 u 800 de cualquier otra edición normal. Pues bien, el tiempo real transcurrido, salvo el último capítulo de la tercera parte, que desvela muchas cosas, abarca un arco cronológico que va de un 19 de septiembre hasta mediados de diciembre. Pero repárese en que, en tan corto periodo de tiempo, se produce, a su vez, una elipsis de casi dos meses, con lo que el número real de días, unos veinticinco, cuyos acontecimientos se narran, es verdaderamente reducidísimo en comparación con el tamaño del libro. Como había hecho antes en El idiota, esta concepción del fluir temporal se adelanta notablemente a Marcel Proust. Sobre este modo de proceder de Dostoyevski, también repara con gran precocidad Ortega y Gasset, y ahora nos explicamos el que haya vinculado en el mismo capitulito de Ideas sobre la novela al gran escritor ruso con uno de los últimos gigantes de las letras francesas: «No hay ejemplo mejor  —escribe aludiendo sólo al narrador eslavo—  de lo que he llamado morosidad propia a este género. Sus libros son casi siempre de muchas páginas, y, sin embargo, la acción presentada suele ser brevísima. A veces necesita dos tomos para describir un acaecimiento de tres días, cuando no de unas horas. Y, sin embargo, ¿hay caso de mayor intensidad? Es un error creer que ésta se obtiene contando muchos sucesos. Todo lo contrario: pocos y sumamente detallados, es decir, realizados»[39]. Los tres días que más páginas ocupan son el 19 de septiembre, el 15 de noviembre y el primer día de la salida de Arkadii después de su convalecencia, con 82, 53 y 47 páginas, respectivamente, de la edición de Aguilar. La observación de Ortega, aunque incidiendo en el concepto de un espacio y un tiempo de carácter netamente espiritual en la narrativa dostoyevskiana, la percibió también con gran agudeza el pensador existencialista italiano Luigi Pareyson (1918-1991), quien habla de que hay días en esas novelas que, cada uno por separado, constituye una «época entera», por no mencionar  aquella inverosímil condensación: lo fundamental de El idiota transcurre en nueve días, y, en el caso de los Karamásovi, en siete[40].

En el capítulo primero de la primera parte, el protagonista nos presenta a algunos de los principales personajes de la historia que va a contar, así como nos informa acerca de sus orígenes, esto es, quiénes son sus padres biológicos y quién ha sido su tutor.

La narración autobiográfica (o autodiegética, como ya había hecho Dostoyevski en Noches blancas) propiamente dicha de Arkadii da comienzo, como acabamos de precisar, un 19 de septiembre (primera parte, capítulos 2, 3, 4, 5, 6 y 7), continuando ininterrumpidamente el 20  (capítulos 8 y 9) y el 21 del mismo mes (capítulo 10). Inmediatamente después de terminar la primera parte, se produce en el relato un salto de casi dos meses, y Arkadii lo retoma el 15 de noviembre, aunque el primer capítulo de la segunda parte lo aprovecha para hacer una serie de consideraciones y transcribir diálogos que hacen comprensible lo que narra a continuación. Ese 15 de noviembre ocupa los capítulos 2, 3, 4, 5 y 6 de la segunda parte. Prosigue el relato el día 16 de noviembre, que transcurre durante el capítulo 7. El capítulo 8 da comienzo con un sueño que tiene Arkadii la noche del 16 al 17 de noviembre, pero ya en el segundo párrafo comienza el día 17, que transcurre durante todo ese capítulo y el siguiente, hasta que se termina el sueño de Arkadii en el portalón de una callejuela (final del apartado II de ese capítulo 9). El día siguiente, 18 de noviembre, comienza cuando Arkadii despierta bruscamente de su sueño y se encuentra de sopetón con su antiguo condiscípulo Lambert, y sólo ocupa el aludido final de ese apartado y el apartado III del mismo capítulo 9. Al inicio del apartado IV del capítulo 9 comienza el 19 de noviembre, en el mismo instante en que de nuevo se encuentra en casa de su padre Versílov y de su madre Sofía. El día anterior, el 18, lo había pasado en la habitación alquilada de Lambert y de su amante francesa Alphonsine, adonde aquél le había llevado después de encontrarlo en la calle. La segunda parte concluye el día 29 de noviembre, pues Arkadii permaneció en casa de sus padres sin conocimiento durante diez días.

Por lo que se refiere a la tercera parte, el apartado I del capítulo primero (en el que, un tanto contradictoriamente, escribe Arkadii «después de nueve días de inconsciencia») abarca desde el momento en que recobra la consciencia, es decir, desde el mencionado 29 de noviembre, hasta el 3 de diciembre. Este último día ocupa, asimismo, lo que resta del primer capítulo y el primer apartado del capítulo segundo, capítulo prácticamente dedicado a lo que acontece durante el día 4. El apartado V de ese segundo capítulo nos relata una recaída de Arkadii en su enfermedad y un nuevo sueño del protagonista, que permanece en ese estado de semiinconsciencia y de delirio tres días. El capítulo tres está por entero dedicado a la jornada del día 7 de diciembre, y centra su atención casi exclusivamente en la caracterización del personaje de Makar Ivánovich Dolgorukii. Los dos primeros breves apartados del capítulo cuatro hacen referencia a un indeterminado periodo temporal que comprende desde el día 7, en que hemos dicho que Arkadii se ha recuperado de su recaída, hasta su primera salida a la calle, de la que no se precisa el día concreto, salida que tiene lugar nada más iniciarse el apartado III del referido capítulo cuatro. Desde este instante, las sucesivas salidas se enumeran por días. Además, a partir de aquí se precipitan los acontecimientos y la novela se desarrolla en un clima de intensidad creciente y de extrema agitación por parte de los personajes, especialmente Arkadii y su padre Versílov. En total son cinco días. Todo ese primer día ocupa los apartados III y IV del capítulo cuatro y los capítulos cinco, seis, siete y ocho. El segundo día en que Arkadii está en la calle después de su enfermedad, ocupa el capítulo nueve. El tercer día comienza en el apartado II del capítulo diez (el apartado I de este capítulo lo dedica Arkadii a aclarar algunas circunstancias que hagan comprensible al lector su narración autobiográfica), y termina hacia la mediación del apartado I del capítulo once, que es cuando comienza el cuarto día, al despertarse Arkadii en casa de Lambert a las diez de la mañana. Este cuarto día ocupa lo que resta del capítulo once y el capítulo doce hasta la mediación del apartado II. Desde aquí hasta el final del capítulo doce, transcurre el quinto día y último. El capítulo trece de la tercera parte, que es el último de la novela, se inicia casi medio año después de ocurrida la escena postrera. Por ese capítulo trece, en el que Arkadii completa algunos detalles del desenlace y nos informa sobre el destino ulterior de los personajes principales, sabemos que aquella última escena con la que se cerraban sus Memorias había tenido lugar a mediados de diciembre, pues ese «casi medio año después» se sitúa a mediados del mes de mayo siguiente. En realidad, han transcurrido cinco meses (de ahí la frase «casi medio año después»). Poco más adelante, también averiguamos que el día de aquella primera salida de Arkadii a la calle después de la convalecencia, tuvo lugar cinco días antes de aproximadamente mediados de diciembre, es decir sobre el día 11 (los cinco últimos días serían, pues, los días 11, 12, 13, 14 y 15 de diciembre). El capítulo trece finaliza, y la novela toda, con la reproducción de una carta a Arkadii de su antiguo tutor Nikolai Semíonovich, que es una respuesta a la lectura de las Memorias, recién concluidas, que Arkadii le ha enviado. 

- III -

El eje vertebrador de todo el relato son las tensas relaciones de Arkadii con su padre, que, a medida que vaya avanzando la narración, irán paulatinamente trocándose en admiración profunda del hijo, que no dejará de sorprenderse de las imprevisibles, desconcertantes y paradójicas actuaciones de Versílov. Cuando Arkadii comienza a escribir lo que él mismo llama «esta historia de mis primeros pasos por la carrera de la vida», tiene veinte años, es decir, que todavía es muy joven, siendo su inexperiencia la que autorice plenamente a que el escritor le haya dado ese título a su novela. Por un momento el lector puede confundirlo con Rodion Románovich Raskólnikov, el inmortal estudiante de Crimen y castigo, pero muy pronto reparamos en que no, que entre el «imponente» señor Raskólnikov, como lo calificase una vez Cansinos Asséns, y Arkadii, hay enormes distancias intelectuales y espirituales. Arkadii no es un alma tortuosa, ni es capaz de llegar a convertirse en un criminal. Tampoco se cree un superhombre, por encima del bien y del mal. Lo que sí le caracteriza es su rebeldía juvenil; ese malhumor que le persigue cual si fuese su sombra cuando está en casa de su sumisa y abnegada madre; su pizca de vanidad y de soberbia; creerse que puede comerse el mundo y convertirse en un nuevo Rothschild[41], hasta el punto de hacer un meticuloso aunque fantástico plan de ahorro, que consistirá en no gastar prácticamente nada y comenzar una lenta pero inflexible acumulación de capital; el rencor y la hostilidad que parece mostrar contra todo y contra todos; el que se crea un hombre hecho y derecho, con las ideas claras y un proyecto decidido de vida. Lo que él quiere es independencia, liberarse de la que considera ignominiosa ligadura económica con su familia, especialmente con su madre, un hecho que le avergüenza, pero también con quien ya barrunta que es su padre. Independizarse no sólo por ansias de libertad y de llevar una vida autónoma, sino por no continuar viendo sufrir en silencio a su madre, a la que adora, aunque no se lo demuestre, pues su comportamiento distante y áspero para con ella semeja indicar lo contrario. Aunque, con quien de verdad está enfurecido Arkadii es consigo mismo, pues ¿cómo sigue permitiendo, a su edad, que Versílov trate de esa manera a su madre, anulándola, minusvalorándola, empequeñeciéndola, cuando ella lo ha sacrificado todo, lo ha entregado todo por él, hasta su propia dignidad y su propia decencia? Pero, claro, como irá evidenciando el lector, esta es la primeriza y precipitada impresión de Arkadii, que tendrá que ir descubriendo poco a poco quién es él, quién es en realidad Versílov y cuáles son sus verdaderos sentimientos para con su compañera y los hijos que con ella ha tenido, cómo es su madre, cómo se ha conducido respecto a él, a Arkadii, en el pasado, y qué misteriosa relación mantiene exactamente con ese hombre, cómo son sus hermanos, es decir, su hermana de padre y madre y sus otros dos hermanos, un joven fatuo y una hermosa muchacha, que lo son sólo de padre; en fin, cómo es el mundo y la multiplicidad de personas que le rodean.

En más de un sentido El adolescente es una novela de aprendizaje, eso que los alemanes llaman Bildungsroman, y cuyo máximo exponente sería el Wilhem Meister de Goethe, iniciada en 1777 y finalizada en 1796. Pero los Años de aprendizaje de Guillermo Meister, como ha sabido ver muy bien José María Valverde, es una «novela pedagógica», esto es, no una «novela en el sentido normal de la palabra», pues en ella se nos revela «el mundo de ideas y las actitudes de Goethe, puesto ante la vida para “formarse” y a su vez ordenar luego la vida con la práctica beneficente basada en su experiencia»; de ahí que el libro del egregio olímpico alemán no pretenda ponernos en contacto con la realidad misma de la vida, sino diseccionar ésta como un científico, «en el sentido dieciochesco, como un naturalista del espíritu y de la educación»[42].  Aunque en más de un aspecto El adolescente es una novela de iniciación, puesto que nos está contando en primera persona un arduo y accidentado itinerario espiritual y vital, aquí no asistimos a un «experimento» científico, a una disección quirúrgica ilustrada, de la que, por cierto, don Miguel de Unamuno ironizaría en su novela Amor y pedagogía, de 1902, sino al encuentro consigo mismo del sujeto humano individual, al hallazgo de su verdadero ser, y para ello no tiene que trasladarse a ningún otro lugar fuera de la ciudad donde vive, sino que lo que tiene que hacer es ir escuchando atentamente las llamadas de su propia conciencia, el imborrable cincelado de ese sentido ético que ha sido puesto en el hombre desde su mismo nacimiento[43], así como prestar atención al comportamiento de los otros, tratando de penetrar en sus almas, en su más recóndita intimidad, especialmente en la de ese hombre que le obsesiona, que odia y ama a un tiempo, que admira y desprecia: Versílov. El adolescente de Dostoyevski, frente a los intereses de Goethe, tiene, en cambio, muchos puntos de contacto con lo que después hará don Miguel de Unamuno en sus novelas, o en sus nivolas, que, como él mismo dijo, era una forma de referirse a las primeras en un momento de mal humor. Lo dijo en el prólogo-epílogo a la segunda edición de Amor y pedagogía, en 1934, menos de dos años antes de morir. Decía en ese lugar el insustituible Rector de la Universidad de Salamanca que esas novelas suyas eran «relatos dramáticos acezantes, de realidades íntimas, entrañadas, sin bambalinas ni realismos en que suele faltar la verdadera, la eterna realidad, la realidad de la personalidad. Y he seguido desarrollando con más sosiego acaso, pero no con menos dolor, las visiones de estas “profundas cavernas del sentido”, que dijo San Juan de la Cruz»[44]. En efecto, la realidad eterna y verdadera es la realidad personal e intransferible de cada individuo de carne y hueso; ésa es la que le interesa desvelar a Dostoyevski, del mismo modo que acercarse también a esas «profundas cavernas del sentido»[45] de las que hablaba el inefable místico abulense, «sentido» de lo trascendente y de lo divino, claro está. Antes que Unamuno, lleva a cabo Dostoyevski una búsqueda de Dios en sus obras, una búsqueda que le conduce directamente al interior del hombre, que no es otro a su vez que el fondo de él mismo, del hombre Dostoyevski, pues es en lo más escondido de todo ser humano donde se halla Dios, como supo ver muy bien, a propósito de nuestro escritor, el pensador ruso Nicolás Berdiaev [46].

Arkadii Makárovich Dolgorukii, el adolescente, es hijo de Andrei Petróvich Versílov y de Sofía Andréyevna, aunque su padre ante la ley es Makar [Macario] Ivánovich Dolgorukii. Éste último es un siervo emancipado, que se ha dedicado a labores de jardinero, cuyo antiguo señor era Versílov. Antes de morir el padre de Sofía, en su lecho de muerte, «un cuarto de hora antes de exhalar el último suspiro», hízole a Makar la solemne petición de que la criase, pues había muerto ya la madre de la mozuela, y la tomase posteriormente por esposa. Seis años después, cuando Sofía había cumplido los dieciocho, Makar, que era ya cincuentón, manifestó su propósito de casarse con la hermosa joven, cumpliendo así el deseo del padre de la muchacha. Pero Arkadii, en ese primer capítulo en donde clarifica sus orígenes, advierte sobre la causa real de la decisión finalmente tomada por Makar: pudo ser por «cumplir con un deber», o por tener una «gran satisfacción», o «que lo hiciera en una disposición de ánimo del todo indiferente». En cualquier caso, una vez casados, trató siempre a Sofía con extrema delicadeza y cariño, cual si fuese su propia hija, siendo difícil precisar si se consumó o no el matrimonio. Desde la muerte del padre de Sofía, quien la había tenido siempre a su lado era Tatiana Pávlovna  Prútkova, un singular personaje de la novela, que pronto se hace querer del lector, a pesar de su ocasional carácter desabrido, tía de Versílov (aunque este parentesco no se dilucida con certeza en ningún momento del relato), que tenía tierras colindantes con las de Andrei Petróvich, y que siempre defendió, antes de su instalación en Petersburgo, haciendo las veces de administradora, los intereses de Versílov. Más adelante, Arkadii insinuará que Tatiana está secreta e íntimamente enamorada de Andrei Petróvich, pero que jamás lo admitiría ni ofrecería la más mínima señal de ello. Así es, en efecto, según irá descubriendo el lector, pues esta refunfuñona y mandona Tatiana Pávlovna quiere con locura a Sofía, consolándola solícita ante el extraño y anticonvencional comportamiento de Versílov, y no digamos a Arkadii, al que regaña constantemente e increpa, echándole en cara su falta de madurez, su vida de parásito y su desidia para asumir las responsabilidades que ya le corresponden, pero al que, sin embargo, quiere en el fondo de su corazón como si fuese hijo suyo, quién sabe si porque lo es de Versílov.

A los seis meses justos de celebrada la boda entre Makar y Sofía Andréyevna, presentóse el amo en la propiedad, seduce a la muchacha y se la lleva a vivir con él en la capital imperial. El bueno de Makar, que, como tendremos ocasión de comprobar, representa en esta novela la bondad profunda, el amor desinteresado, la santidad rusa, recibe el duro golpe sin rechistar. Él ama a Sonia[47], pero no quiere violentar la voluntad de la joven; por otro lado, comprende el atractivo que Versílov puede ejercer en ella: es más joven que él, apuesto, culto, refinado y elegante. En el momento en que Arkadii está redactando su Memoria autobiográfica, es decir, con veinte años, su madre tiene cuarenta y su padre cuarenta y siete. Eso significa que Sonia se convirtió en madre de Arkadii con veinte años, mientras que su hacendado amante tenía alrededor de veintisiete.

No es el propósito de este ensayo extenderse injustificadamente en el perfil psicológico y espiritual de los personajes de la novela, pues su interés, como deja patente su título es otro; no obstante, para comprender el comportamiento y las ideas de Versílov, resulta imprescindible proporcionar ciertos datos acerca de las personas que le rodean. Este es el caso, en primer lugar, de Sofía[48] Andréyevna. Sabía escribir con dificultad. Tatiana le había enseñado «a coser, cortar un traje, emplear modales señoriles y hasta leer un poco». Una de las principales quejas de Arkadii, el mayor reproche que le hace a su madre, es que apenas ha estado con ella, tan sólo desde un año antes de los hechos que se narran. Por comodidad de Versílov, estuvo siempre en manos extrañas. Arkadii cree que su madre, por la época en que fue seducida por su padre, no era tan guapa, pero la verdad es que había sido una mujer muy hermosa, aunque de mejillas chupadas. Aún le desconcierta más lo que una vez le confesó Versílov, con ese «aire de mundana indolencia» que a veces se permitía con el muchacho: «que mi madre era una de esas criaturas tan desvalidas, que no es que te enamores—nada de eso, todo lo contrario—, sino que de pronto, sin saber por qué, te apiadas de ellas, por su mansedumbre o vaya usted a saber por qué» (1ª parte, cap. I). Él mismo reconocerá atormentar a su madre y admitirá en sus pensamientos que, aunque la quiera, aunque siempre la quiso, «pasaba eso que suele pasar: a quien más quieres es a quien primero ofendes» (3ª parte, cap. I, I). Pero las dudas de Arkadii se acumulan: ¿cómo es posible que su madre, instruida en la fidelidad marital, respetando tan sinceramente a Makar Ivánovich, haya podido abandonarlo de esa manera, cual si fuese una corrompida cualquiera? En el capítulo nueve de la segunda parte, cerca del bulevar petersburguense de la Guardia Montada, se queda Arkadii dormido, acurrucado entre un portalón y un muro de una solitaria travesía, y, mientras permanece en ese estado, tiene un extraño sueño muy revelador respecto de sus sentimientos para con su madre. El sueño se retrotrae a la época en que Arkadii estaba interno en la pensión Touchard, y acude su madre a visitarlo. Ella, con todo el cariño del mundo, le ha llevado un paquetito con comida, pero su «raído trajecito oscuro; sus manos, bastante ordinarias, casi de obrera; sus zapatos, enteramente bastos, y su cara, muy enflaquecida» provocan la vergüenza del hijo ante sus compañeros de internado, acentuada por el apocamiento, por la timidez, por los balbuceos y por el aspecto general de sometimiento, de sumisión, de Sofía. Con lágrimas en los ojos y con una «profunda reverencia» de despedida, la madre implora a los dueños del internado que protejan a su hijo, que no lo abandonen, pues se trata de un «huérfano». Al irse, él la acompaña, pero siente clavados los ojos fisgones de sus camaradas. La madre se despide con ese tipo de bendiciones tan características de las creyentes y sencillas gentes del pueblo ruso. Cuando ya iba a dejarlo, sin dejar de repetir la expresión «¡Palomito mío!», le entrega «un pañuelo azul, a cuadros, con los picos muy atados», conteniendo «cuatro monedas de dos grívenes»[49], seguramente ahorrados con el mayor esfuerzo. Aunque Arkadii le reitera que está bien atendido, ella insiste en que se las quede. Después, volvió a despedirse de su hijo, lo santiguó, «balbució una como plegaria», y, algo que impresionó extraordinariamente al muchacho, le hizo una reverencia como a los mismos dueños del colegio. Exactamente igual. Seis meses después, todavía inmerso en el ilógico fluir temporal de su sueño, «descubre» las monedas, y se vuelve a acordar de su madre, deseando tenerla a su lado, a pesar de haberse avergonzado de ella ante todos.

Si analizamos el sueño de Arkadii, resulta evidente la ausencia de cariño del chico, de afecto maternal, y, por supuesto, también paterno. No es que Sofía no lo quiera, pero está muy lejos físicamente de él, y el chico se siente huérfano. Adviértase, además, el sentimiento de culpabilidad de la madre, que sabe que no se está portando de manera correcta con su hijo, pues no le está dando lo más importante para él en esa edad: su cariño. Pero se conduce así tanto por no desobedecer a Versílov como porque su hijo reciba la instrucción de la que ella carece. Cuando Arkadii alberga dudas acerca de si su madre lo visitaba en el pueblo donde se crió hasta los seis o siete años, ella le responde sin ambages que sí, que claro que estuvo allí visitándolo tres veces: cuando tenía «apenas un añito», cuando ya había «cumplido cuatro» y cuando «ya estabas en los seis» (1ª parte, cap. VI, III). Entre las pruebas más concluyentes del amor que siente Sofía por su hijo, un amor puro y lleno de gratuidad, está la respuesta que le da a Arkadii al decir éste que «el amor es necesario merecerlo»: «Pues mientras haces por merecerlo, aquí me tienes a mí, que te quiero por nada» (2ª parte, cap. V, I). Uno de los comentaristas que con mayor hondura se han acercado a este personaje tan vulnerable de Sofía Andréyevna es el gran teólogo Romano Guardini, quien vislumbró con ajustada veracidad que la posición de Sofía en el mundo está determinada «por la situación en que se encuentra con respecto» a su esposo legítimo, Makar Dolgorukii, y con respecto a Versílov[50]. Su azoramiento, su permanente inquietud, son descritas magistralmente por el hijo, como nos recuerda Guardini: «Se puso toda encarnada. Decididamente, su cara resultaba muy atrayente… Tenía un semblante ingenuo, pero no simplote; un poco pálido, exangüe […] Me placía también que en su rostro no hubiese nada de triste ni de inquieto, pues, por el contrario, su expresión habría sido hasta alegre de no haberle entrado con frecuencia aquellos sustos, a veces sin motivo, azorándose y saltando de su asiento, a menudo sin razón, o escuchando inquieta las palabras de cualquiera que sonasen a novedad, en tanto no le aseguraban que todo iba bien, como antes. Todo bien…, eso precisamente significaba para ella que todo iba como antes. ¡Con tal que nada cambiase, que no sobreviniese nada nuevo, aunque fuese para dicha!...» (1ª parte, cap. VI, I). Pero también son muy precisas las palabras de Versílov sobre su compañera, dirigidas a su hijo: «Mansedumbre, sumisión, timidez y, al mismo tiempo, energía, verdadera energía, ésas son las características de tu madre. Advierte que es la mejor de cuantas mujeres conocí en este mundo. Y de que atesora energía…, de eso puedo yo dar fe. He visto, incluso, cómo esa energía la sustentaba. En tratándose, no diré de convicciones…, convicciones verdaderas no puede tenerlas, pero sí de lo que por convicciones tiene y considera hasta sagrado, es incluso capaz de soportar tormentos» (1ª parte, cap. VII, II). Cuando Versílov hace ante su hijo uno de sus particulares elogios del pueblo ruso sencillo, está pensando en Sofía Andréyevna, esta mujer aparentemente sumisa, resignada, callada, asustadiza, pero que «a veces también habla, sólo que habla de un modo que te admiras […] te sale con las objeciones más inesperadas […] tiene, a su modo, talento, y hasta muchísimo talento» (1ª parte, cap. VII, II). Por eso dice Romano Guardini del personaje de Sofía Andréyevna que en él «sentimos la fuerza, la callada y profunda energía»[51]. Siempre le guardará reverencia y hondo respeto a su legítimo esposo, que adquirirá ante sus ojos una imagen de «dimensiones misteriosas de santidad», mientras que ella misma siente por lo que ha hecho, por haberlo abandonado por Versílov, una especie de «santa culpa»[52]. Guardini insiste en la complejidad de la personalidad de este personaje femenino, de quien no puede decirse que partan iniciativas en su vida, «sino que padece las de las demás. Pero hay tal entrega de sí misma en esa actitud, tanta sencillez, tanta energía y tanta profundidad de sentimiento, que Sonia se eleva calladamente a una esfera superior […]; gracias a la limpia energía de su carácter, reduce la totalidad de su existencia a unas pocas realidades relacionadas con el acontecimiento fundamental de su vida»: que Versílov haya reparado en ella. «Para ella—continúa Guardini—, destino, culpa y necesidad parecen por modo extraño constituir una misma cosa. No parece arrepentirse de nada, pero conoce su culpa y se condena con sinceridad». Su destino con Versílov es como un fatum. Sabe que su comportamiento contradice los principios morales de la religión cristiana en la que tan lealmente cree, pero no se ve con fuerzas para actuar de otro modo. Gracias a la conducta de su santo esposo, Sonia lo «eleva todo, y aun a ella misma, a una esfera religiosa». Es plenamente consciente de su pecado, pero, sin embargo, «siente cerca de sí la mano de Dios». Su fe en Cristo es muy profunda. En cierta ocasión, después de rogarle a Arkadii que dejase la ruleta, y como éste hiciese un verdadero propósito de enmienda, añadiendo que quería «mucho a Cristo», le contestó sonriéndole: «Cristo, Arkascha[53], todo lo perdona, y perdonará tu blasfemia [se refiere a unas palabras pronunciadas por Arkadii días antes]. Cristo es… padre; Cristo no necesita nada, e iluminará hasta la más densa tiniebla» (2ª parte, cap. V, I). Puede resultar paradójico, y de hecho lo es, pero lo cierto es que la conciencia que Sonia tiene del pecado no la aparta de su improcedente conducta. Pero, como observa tan afiladamente Romano Guardini, en ello consiste su extraña y aparentemente incomprensible «piedad religiosa», en permanecer en un «doloroso» destino del que no puede apartarse, no puede evadirse, como si estuviese atrapada en la inextricable maraña de un mundo que la supera y la desborda: «El padecer lo insoluble e incomprensible de su situación parece constituir la condición propia de la vida de Sonia». El sentido de la existencia de Sonia es el padecimiento. Por eso, con impecable razonamiento de creyente, afirma Guardini que «nunca se podrá elaborar sobre esto una teoría, un pensamiento conceptual». Por fortuna para la preservación de la libertad del hombre, éste es un territorio en el que no tienen cabida los discursos lógicos, los argumentos de la razón discursiva. Sonia, «en su voluntad de salvarse nunca pretendería desmentir el claro juicio: “No está bien que permanezcas con Versílov”, pues el que esa afirmación quede intacta es la condición de su vida»[54].

Por las indicaciones que nos proporciona de forma desperdigada el novelista, deducimos que cuando Versílov seduce a Sonia tiene unos veinticinco años, y no hace apenas nada que ha enviudado de la Fanariótova, de la que ha tenido dos hijos, Andrei Andréyevich y Anna Andréyevna Versílovna. El primero es un joven altivo y presuntuoso. Pero Anna, que tiene tres años más que su hermano de padre, es una hermosa joven cuya presencia se acentúa y engrandece a medida que avanza la novela. El escritor se detiene morosamente en ella en el cap. III, II de la 2ª parte. El viejo príncipe Nicolai Ivánovich Sokolskii, en cuya casa encontrará empleo Arkadii, es un buen hombre entre cuyas manías está la de empecinarse en casar bien a todo el que conoce y le es simpático, no escatimando sumas importantes de dinero para tan extravagante fin. Precisamente, entre esas uniones con las que se complace, está la que ha concebido entre Anna, a quien ha conocido Arkadii en casa de su riquísimo protector, y el atormentado príncipe Serguieyi Petróvich Sokolskii (Seríocha), perteneciente a la familia con la que pleitea Versílov. Éste le confiesa al adolescente que su hermana tiene el suficiente talento como para prescindir de ajenos consejos. A Arkadii, sin embargo, le desconcertaba que, aunque era Anna (quien vivía con su abuela Fanariótova) la que mandaba buscarlo, siempre se hacía la sorprendida con su llegada. Anna Andréyevna, tal como nos la describe su hermano Arkadii cuando la ve por vez primera en casa de su protector el viejo príncipe Nicolai, es «alta» y «un poquito flaca», con «una cara entre larga y de notable blancura», con «el pelo negro, vistoso; ojos oscuros, grandes, mirar hondo; finos y sonrosados los labios, fresca la boca […] La expresión de su rostro no era enteramente bondadosa, pero sí grave», sin parecido externo con Versílov, aunque sí presentaba, «algo raro, una extraordinaria semejanza con él en la expresión del rostro» (1ª parte, cap. II, IV). Mujer independiente, que vivía como «una condesa» en casa de su abuela, en dos habitaciones separadas, a quien su padre no le entregaba ninguna manutención, a Arkadii le gustaba mucho su «modestia», su aspecto «conventual». Aunque «era poco locuaz […] hablaba siempre con ponderación y sabía muy bien escuchar». Si Arkadii le insinuaba que le recordaba a Versílov, se ruborizaba ligeramente, «particularidad de su semblante», el que se pusiese casi siempre un «poquitín» colorada, que gustaba mucho a su sensible hermano. Ante ella, Arkadii quedábase, como si dijéramos, un tanto desarmado. Podía haber varias razones: una, el que ella se interesase por las noticias del príncipe Seríocha, aunque la verdad que por nada en especial, quizá sólo por encontrarse cómoda con la cháchara de su hermano; otra, que leyese más que él, que fuese una mujer culta[55]. Pero lo cierto era que Anna se mostraba muy reservada; nunca hablaban los hermanos, por ejemplo, de su estrecho parentesco; no obstante, Arkadii no podía evitar lo confortable que le resultaba su compañía, sentimiento que era mutuo en Anna. En cierta ocasión, en casa de la propia Anna, aunque es verdad que sin poder evitar la agitación, se decide Arkadii a confesarle la alta estima en que la tiene: «… No puedo menos de decírselo a usted hoy. Quiero confesarla a usted que varias veces he elogiado la bondad y delicadeza con que me ha invitado a visitarla… En mí, su conocimiento ha ejercido poderosa impresión… En su casa se diría que me limpio el alma y salgo de ella mejor que cuando entré. Es verdad. Cuando estoy al lado de usted, no sólo no puedo hablar de nada malo, sino que ni pensamientos malos puedo tener, desaparecen ante usted, y si por un instante me acuerdo de algo malo, en su presencia me intimido y me ruborizo en el alma. Y, sépalo usted, me ha agradado de un modo especial encontrar hoy en su casa a mi hermana… [se refiere a Liza, hermana de padre de ambos] Esto testimonia su nobleza de usted… y unas relaciones excelentes… En una palabra: usted ha mostrado algo de fraternal, si es que puedo permitirme desarrollar esa idea que yo…» (2ª parte, cap. III, III). Casi a renglón seguido, Liza le da a entender a Arkadii lo contrario de lo que él piensa, es decir, que si Anna tiene tanto interés en recibirlo es porque quiere enterarse de cosas y murmurar a sus espaldas. Pero ella misma, al autocalificarse de «mala» ante su hermano por decirle estas cosas, revela los celos de hermana que siente, al creer que su hermano prefiere a Anna a ella misma, quizás porque Anna es de más elevada posición social. Aunque todo quedará con el paso del tiempo en nada, ya que Liza, que posee un fondo bueno, comprenderá y comprobará con sus propios ojos que no existe la más mínima doblez en la conducta de Anna Andréyevna Versílovna, «uno de los caracteres más interesantes del libro» [56].

El viejo príncipe Sokolskii, que en realidad no es tan anciano (aún no ha cumplido los setenta), en cuya casa encuentra un difuso e inconcreto empleo el adolescente—naturalmente, a través, como siempre, del omnipresente y ubicuo Versílov, habilísimo en ocultar también su presencia cuando lo considera aconsejable u oportuno, cosa nada inhabitual en él—, es un hombre pusilánime, hipocondriaco, asustadizo, que tiene verdadero miedo ante determinadas situaciones, o que, sencillamente, prefiere no enfrentarse con gallardía a la realidad. Es verdad que puede tener arrebatos espontáneos, en los que asoma una desagradable irritabilidad, pero son rarísimos. Confía plenamente en Arkadii, al que dispensa un trato condescendiente y amable, cual si se tratase de su propio hijo, pero esa confianza disminuye notablemente respecto de Anna Andréyevna, que quiere casarse con él, y también teme de un modo casi enfermizo que su hija, a la que adora, albergue la intención, según rumores muy vagos que le han llegado, de deshacerse de él. Esta última circunstancia constituye el máximo ejemplo de a qué tipo de hechos prefiere Nicolai Ivánovich no encararse con valentía y resolución. Eso no es óbice para que el príncipe, que tiene una curiosa opinión sobre las mujeres en general, considere a su hija una «soberbia mujer» de la que se siente «orgulloso; pero con frecuencia, con harta frecuencia, amigo mío—le confiesa a Arkadii—me ofende…» (cap. II, III de la 1ª parte). En esa misma conversación, el príncipe, que intercala numerosas frases en francés, como era habitual todavía entre los miembros de la aristocracia rusa, le dice a Arkadii, y por eso hablábamos de curiosa opinión sobre las mujeres, lo siguiente: «Créeme: la vida de toda mujer es… una eterna búsqueda de alguien a quien someterse… Por así decirlo, está sedienta de someterse. Y tenlo presente: sin excepción alguna». Es decir, que, a pesar del elogio que hará a continuación de Katerina, su opinión parece no ofrecer dudas. Sin embargo, no debe tomarse al príncipe Nicolai como una persona autoritaria o que sienta menosprecio por las mujeres. Ni mucho menos. Es más; en él encarna Dostoyevski a un personaje bastante inofensivo, desconfiado, sí, pero por falta de cariño, aunque también es verdad que es caprichoso y voluble. Eso que acaba de decirle tan solemnemente a Arkadii puede perfectamente desmentirlo a renglón seguido, y hace muy bien el avispado joven en seguirle la corriente y no entrar con él en una discusión de envergadura. Según podemos leer en el último capítulo de la novela, un mes después aproximadamente de transcurridos los acontecimientos que narra Arkadii en sus Memorias, es decir, a mediados de enero, el viejo príncipe Nicolai muere de un ataque de nervios. La famosa carta que tanto hubiese comprometido a Katerina Nikoláyevna, finalmente no es conocida por el príncipe, heredando de este modo su hija una inmensa fortuna.

Sobre las intenciones de Anna Andréyevna de casarse con el viejo príncipe Nicolai, trata de explicárselas al adolescente en una extensa conversación que tiene con su hermano. Anna, «poniéndose encarnada y bajando los ojos», le empieza diciendo a Arkadii que este deseo de sincerarse con él sobre un asunto tan enojoso y tan maliciosamente enredado por otros, es porque él tiene un «corazón sumamente puro, fresco» y porque sabe de la devoción que él siente por ella, a la que quiere corresponder «con gratitud eterna». Anna está muy agradecida al príncipe Nicolai, que hizo para con ella las veces de padre, pues su verdadero padre, Versílov, la abandonó cuando todavía era una niña, hasta el punto de que «nosotros, los Versílov…, un linaje ruso antiguo, soberbio, hemos llegado a ser unos vagabundos». Por eso sus pretensiones no son perversas, y eso bien lo sabe Dios, que es el único que puede ver y juzgar sus sentimientos. Ella—continúa diciéndole a Arkadii—no tiene intención alguna de aprovecharse del príncipe, sino que quiere romper las maquinaciones que se están urdiendo en torno al anciano (en referencia a la carta de Katerina Nikoláyevna) y sólo desea desposarse con el príncipe Nicolai para convertirse en su aya, en su enfermera, para cuidarlo como una hija cuida a su padre. Pero, a pesar de tan prolijas explicaciones, Arkadii no termina de fiarse de ella, siente en su interior que hay una parte de Anna que está mintiéndole, aunque sea de modo inconsciente o involuntario. Por eso, le pregunta casi de sopetón: «Anna Andréyevna, ¿qué es, a punto fijo, lo que de mí aguarda?» Continúan hablando del príncipe, de Versílov, de las supuestas intenciones de Katerina, y, sintiendo que lo trataban como un chiquillo inmaturo, Arkadii decide acabar la charla, malhumorado, enojado, harto de todo y de todos (3ª parte, cap. V, I). Pero, naturalmente, es sólo un momento pasajero de indignación. Está decidido a descubrir el secreto de Versílov, esto es, descifrar el enigma que se guarece en el fondo de su alma.

Katerina Nikoláyevna es un personaje muy complejo, a mi modo de ver el personaje femenino más complicado de toda la obra, a pesar de su engañosa simplicidad. Jacques Madaule (1898-1993) llega a afirmar, lo cual quizá sea excesivo para algún que otro intérprete, aunque yo no veo la exageración, que se trata probablemente de la más compleja encarnación femenina de Dostoyevski [57]. Es una mujer sumamente hermosa, elegante y atractiva, todavía joven, pues su edad no llega a los treinta. Se encuentra en la plenitud de sus facultades. Tanto Versílov como Arkadii mantienen con respecto a ella una relación de atracción-repulsión, de amor-odio, aunque el amor terminará imponiéndose. El amor que siente Versílov hacia ella está en buena medida dominado por el apetito sexual, por la sensualidad [58]. Esta inclinación aproxima a Versílov a Rogochin, el asesino de Nastasia Filíppovna en El idiota, pero su alma no está ni tan devorada por los celos, ni por un absoluto e inexorable deseo egoísta de posesión, ni tampoco por una maligna premeditación criminal, aunque sí habrá en él un intento de matarla, bien es verdad que arrebatado y primordialmente impulsivo.  En el caso de Versílov, ese amor acabará, después de la escena más tensa, violenta, caótica y angustiosa de toda la novela, en un cariño casi paternal, pues Andrei Petróvich ha decidido volver al regazo de la mujer que lo ama infinitamente, Sonia, y por la que él también siente un amor sincero, aunque ese otro yo que anida dentro de él como una hidra, haya impedido que se diese cuenta de ello con la suficiente clarividencia. La abnegación, la fidelidad de Sonia, terminan venciendo todos los escollos. Ella será, por fin, para Versílov, la amante, la esposa, la madre de sus hijos, la mujer que definitivamente ha conquistado su corazón. El que Versílov no sienta un amor sensual por Sonia tiene mucho que ver en el hecho de que finalmente encuentre la salvación junto a ella [59].

En cuanto a Arkadii, su inmaduro comportamiento con Katerina está en gran parte determinado por el modo de proceder del padre. En su fuero interno lo rechaza, abomina vivamente que Versílov pueda amar o interesarse por otra mujer que no sea su madre, que tan desprendidamente se ha entregado, se ha inmolado, sufriendo en silencio; pero, al mismo tiempo, es tal la fascinación que siente Arkadii por su progenitor, por ese hombre apuesto, culto, inteligente, imprevisible, desconcertante, generoso, egoísta, que su anhelo más íntimo es emularlo, hacer lo que él hace, conocer a quienes él conoce. Por eso Katerina es también para él como una obsesión, y, aunque haga verdaderos esfuerzos por presentarse ante ella como si fuese un hombre maduro y con experiencia, lo cierto es que ella adivina al instante su denodado esfuerzo por mostrarse como en realidad no es; ella, Katerina, percibe muy pronto que Arkadii tiene un corazón puro y que su mente no está poseída por ese desdoblamiento tan perturbador, incluso demoníaco, que atenaza a Versílov, si bien éste logrará, al fin, arrancar esa tarasca venenosa y destructiva de sus entrañas y serenar, dentro de lo razonable, su atormentado espíritu.

Katerina Nikoláyevna, a pesar de su juventud, está viuda, al haber muerto su esposo, el general Ajmákov, quien, por su pasión por el juego[60], ha perdido toda la dote de su esposa. Con anterioridad a su casamiento con Katerina, había tenido una hija, Lidia, una muchacha de diecisiete años enferma y desequilibrada emocionalmente con la que mantiene una relación muy afectuosa su madrastra, pero que terminará sus días suicidándose con fósforo. Esta Lidia Ajmákova, que pasa temporadas en la ciudad-balneario de Ems, se ha enamorado (prueba de su inmadurez) de Versílov, aunque éste, muy juiciosamente, no le corresponde. Por una errónea interpretación de los hechos, el príncipe Seríocha, que ha mantenido una fugaz relación amorosa con Lidia cuyo resultado ha sido el nacimiento de una niña, proporciona una bofetada a Versílov, que más adelante Arkadii querrá vengar batiéndose en duelo con el dislocado príncipe. Por si fuera poco, Seríocha se convierte también en amante de Lizaveta (Isabel) Makárovna, llamada casi siempre Liza en la novela, que es la hermana de padre y de madre de Arkadii. De esa relación secreta, quédase Liza embarazada, aunque aborta como consecuencia de caer accidentalmente por unas escaleras. Pocos meses después de ocurridos los hechos narrados por Arkadii, que, como hemos señalado, finalizan a mediados de diciembre, muere Seríocha, a mediados del mes de mayo siguiente. Es, sin lugar a dudas, un personaje trastornado y profundamente desdichado.

En sus contados encuentros con Versílov o con Arkadii, nunca pierde los nervios Katerina Nikoláyevna, ni la dignidad, ni el aplomo, ni la entereza. Pero para poder referirnos a ellos, hay que empezar por dibujar el carácter y los pensamientos de Arkadii Makárovich, quien, a pesar de aquellas aparentemente firmes, aunque en el fondo inconsistentes intenciones de convertirse en un nuevo Rothschild, manifiesta un genuino desprendimiento por el dinero, llegando a pensar en su fuero interno que, después de acumular millones, sería capaz de entregarlo todo, no la mitad, sino «hasta la última copeica, porque al quedarme hecho un mendigo me encontraría de pronto más rico que Rothschild» (1ª parte, cap. V, III). Este pensamiento íntimo de nuestro adolescente, el de relacionar paradójicamente la verdadera riqueza con la pobreza, es más hondo de lo que a simple vista pudiera parecer, y no creo descabellado traer aquí a colación una sentencia dicha o atribuida a Friedrich Hölderlin que dice así: «Entre nosotros, todo se concentra sobre lo espiritual, nos hemos vuelto pobres para llegar a ser ricos». La frase fue objeto de un amplio comentario llevado a cabo por Martin Heidegger en una conferencia que pronunció sobre «la pobreza» (Die Armut), el 27 de junio de 1945, en el castillo de Wildenstein, sobre las alturas del Jura suabo, no lejos de su Messkirch natal[61], y sobre la que me he detenido en otro lugar, a fin de intentar arrojar alguna luz en torno a una de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu» (Mt 5, 3). Decía yo, aproximadamente, que lo quiere decir Heidegger en su exégesis es que «ser verdaderamente pobre», sin ningún doble sentido de las palabras y sin ironía alguna, es tenerlo todo, esto es, todo tipo de bienes materiales, pero, sin embargo, carecer de lo que de verdad importa, que son los bienes espirituales. La persona rica en bienes materiales, no se percata de que, en el fondo, es pobre, mientras que aquella que posee bienes espirituales, esto es, lo no-necesario, lo que no proviene de la coacción, sino de la libertad, es la que es verdaderamente rica, según la bella sentencia atribuida al poeta-filósofo de la región del río Neckar, puesto que se ha liberado de lo aparente, de lo «útil», de lo que únicamente es accesorio[62]. Asimismo, también resultan muy clarividentes los comentarios a esa misma Bienaventuranza emitidos por el místico renano Heinrich Seuse (Constanza, ca. 1295/1297 – Ulm, 1366), uno de los principales discípulos del Maestro Eckhart, quien en un texto compuesto en los años de su vejez, titulado Vida, en el capítulo 51, fundamentándose en una frase de San Pablo—«Vivo, mas ya no yo» [Gal 2, 20]—, relaciona la pobreza con el hecho de que el hombre no se deje llevar por la posesión, que no se aferre a nada, que se des-haga de sí mismo, a fin de que sólo le inunde el Espíritu de Dios. La pobreza de espíritu, pues, como renuncia a todo egoísmo, a toda posesión, como olvido de uno mismo, de tal modo que el Espíritu de Dios, del Hijo, lo envuelva. Ya no soy yo quien vive en mí, sino que soy yo quien vive en Cristo[63].

Las ideas elevadas, piensa Arkadii, están por encima del dinero, pues sin aquéllas la sociedad no puede fundamentarse sobre bases sólidas. A uno de los personajes más sórdidos de la novela, Stebélkov, especulador, prestamista usurero, ruin, miserable y hombre sin escrúpulos morales, le espeta el adolescente: «Lo primero es una alta idea, y luego el dinero, pero sin una idea elevada con dinero la sociedad resbala» (1ª parte, cap. VIII, II). El tema del ideal, como veremos más adelante, está muy presente en los razonamientos de Versílov y en muchos de los diálogos que mantiene con su hijo, pero tampoco podemos olvidar el carácter preeminente que el ideal, principalmente ético, tuvo pocos años antes en El idiota, una recurrente preocupación de Dostoyevski que, entre otros grandes autores, le viene de su admirado Alejandro Puschkin y, por supuesto, del inmortal hidalgo manchego cervantino. Pero cuando las ideas se transforman en obsesiones, cuando se apoderan por completo de la mente del individuo, pueden acabar originando actitudes y comportamientos patológicos, enfermizos. El que una idea se convierta sólo en eso, en una idea, persistente, obsesiva, que te martillea la cabeza y no te permite poder vislumbrar con nitidez cuanto te rodea, es, sin duda, algo peligroso. Las novelas dostoyevskianas están plagadas de personajes de este tipo, siendo su quintaesencia más elaborada, inquietante y perturbadora la del ingeniero Aléksieyi Kirillov de Demonios. Afortunadamente, Arkadii dáse pronto cuenta de ese mortal peligro, que puede encerrarlo en un círculo vicioso infernal y autodestructivo. Por eso razona con buen juicio para sí mismo: «… deduje directamente que, teniendo en la cabeza algo fijo, perenne, intenso, que nos ocupa de un modo horrible…, parece que te alejas con eso por completo de todo el mundo en la soledad, y todo cuanto ocurre pasa como de través ante lo principal» (1ª parte, cap. V, IV). La idea podía consolarlo de la «ignominia», hacerlo diferente, creerse con ella más fuerte, pero, por encima de todo, podía cercenar su contacto con el mundo, con las personas, convertirlo en un esclavo de ella, en un alienado. La «idea» puede desencadenar un desenlace fatal. Por ejemplo, en un conocido de Arkadii, llamado Kraft, quien termina suicidándose por ese motivo, por el dominio que sobre él ejerce una determinada «idea». De forma vaga le relata Arkadii el hecho acaecido a Olia[64], la muchacha de destino trágico a la que se encuentra en el rellano de la escalera donde viven Sonia y Versílov, pues la joven, según tendremos ocasión de narrar concisamente más adelante, se dirige al piso de ambos para saber exactamente las razones por las que Versílov les ha dejado dinero a ella y a su madre, Daria[65] Onisímovna. Mientras suben las escaleras que conducen al departamento, impresionado como está Arkadii por el reciente suicidio de Kraft, le dice a Olia: «Cuando es preciso, el hombre generoso sacrifica hasta la vida; Kraft [al que también conocía muy ligeramente Olia] se ha pegado un tiro; Kraft, por la idea, fíjese usted, un joven, renunció a las ilusiones […] Cuando una idea seduce…, cuando hay una idea… La idea es lo principal; en la idea está todo…» (1ª parte, cap. IX, I).

El desconocido paradero de la carta que compromete a Versílov en su pleito con los príncipes Sokolskii, conduce a Arkadii a casa de un tal Dergáchov, pues allí espera encontrar, como de hecho así ocurre, a Kraft, que es quien está, por extraños avatares que no vienen al caso, en posesión de ella, y que, de motu proprio, se la entrega a Arkadii. En casa de ese Dergáchov, que es ingeniero, se reúnen algunos jóvenes nihilistas, quienes hablan y hablan sin parar de los asuntos políticos y sociales que les preocupan, terminando Arkadii por terciar en la confusa, incoherente y pintoresca conversación. Las ideas nihilistas que profesan no están, ni mucho menos, puesto que no es ése el propósito del novelista, tan perfiladas y aquilatadas como en Demonios, aunque queda constancia de su ateísmo y se traslucen sus quiméricas aspiraciones por transformar Rusia, librándola de la flagrante injusticia que la oprime. Resulta más que significativo que el impulso decisivo de las ideas nihilistas en Rusia no se haya producido bajo el reinado del zar Nicolás I, un verdadero autócrata que ejerció el poder con energía hasta su muerte en 1855, guiándole «la misma idea de un Estado “reglamentado” y “policial” que a Pedro el Grande»[66], sino bajo el reinado del reformista Alejandro II, asesinado en un atentado minuciosamente preparado por varios miembros del grupo revolucionario Narodnaya volia (Libertad o Voluntad del pueblo) el 1 marzo de 1881[67]. Alejandro II compartía con su padre los ideales del absolutismo ilustrado, «pero su manera de ser era mucho más suave y tolerante»; además, «había sido educado con un espíritu mucho más humano», gracias a que su preceptor fue el poeta prerromántico ruso Vasili Andréyevich  Zhukovsky (1783-1852)[68].

Uno de esos jóvenes asistentes a la tertulia de Dergáchov—tertulia que ofrece ciertas concomitancias con la que se reúne en torno al jovencísimo Ippolit Teréntiev en El idiota—, y de los más conspicuos, es quien se apellida Tijomírov, que lanza una larga perorata sobre la situación presente de Rusia y su destino, que es al mismo tiempo el destino de la Humanidad toda, pues uno y otro están irremisiblemente unidos para él. La inminente transformación del mundo está vinculada a la fusión de toda la Humanidad, sin distinción de razas ni de pueblos. Y esto es algo inevitable, pues, de lo contrario, la propia «Rusia dejará de existir un día». La misión de los pueblos, y es evidente que se está refiriendo a la de Rusia, es la de emitir ideas a la Humanidad, un material que posteriormente pueda ser aprovechado, porque la vida de los pueblos se extingue, termina agotándose, por muy poderoso que un pueblo sea, cual si se tratase de una ley histórica; ahí está, para demostrarlo, el caso de Roma: «los pueblos, aun los más dotados, viven, por junto, mil quinientos años; a lo más, dos mil años» (1ª parte, cap. III, III). Repárese en el hecho de que la opinión de Tijomírov, cuya naturaleza está relacionada con la Filosofía de la Historia, tiene, en líneas generales, su fundamento de verdad, sobre todo si sustituimos «pueblos» por «civilizaciones». Muchas de ellas, con una suma de siglos similar o algo superior a la señalada por Tijomírov, han desaparecido por completo de la faz de la Tierra, asunto del que se ocupó extensamente el historiador británico Arnold Joseph Toynbee (1889-1975) en su monumental Study of History, publicado entre 1934 y 1954, y en el que identifica 21 civilizaciones[69]. Una de ellas es la europea, que, conviene recordar, se remonta rigurosamente al siglo VIII, esto es, el tiempo en que los francos carolingios oriundos de Austrasia sustituyeron en el poder a los francos merovingios, proceso magníficamente descrito por el gran historiador belga Henri Pirenne (1862-1935) en su clásico libro Mahoma y Carlomagno, que dejó manuscrito a su muerte, preparando fielmente la edición póstuma[70] su discípulo Fernand Vercauteren, auxiliado por la esposa y por el hijo del historiador, el también historiador Jacques Pirenne. En rigor, pues, la civilización europea cristiana occidental tiene algo más de mil doscientos años.

Estamos autorizados a creer que algunas de las ideas de Tijomírov son las del propio Dostoyevski, tal como podemos leer en las páginas del Diario de un escritor, elaborado entre 1861 y 1881. En la misma Introducción, III, podemos ya leer: «…el carácter ruso se diferencia rotundamente del europeo […] lo que principalmente descuella en él es la capacidad de síntesis, de conciliación de contrarios, de universalidad humana. El ruso […] simpatiza con la Humanidad toda, sin distinción de nacionalidades, sangre ni tierras»[71].

Las ideas de Kraft, otro de los jóvenes que acuden a esas reuniones semiclandestinas, y al que ya nos hemos referido, son ideas propias, originales, pesimistas, ideas que detectan la penosa ausencia de ideas morales en Rusia, sumergida como está en unos «tiempos de la áurea medianía e insensibilidad, pasión por la ignorancia, pereza, incapacidad para los negocios y necesidad de tenerlo todo listo. Nadie piensa; es raro que nadie se asimile una idea». Se desespera, como constata Arkadii, por la suerte de Rusia, por su futuro, por la falta de sensibilidad hacia sus riquezas naturales, sobre todo los bosques, pues, para él, Rusia «es…, es…, la cuestión más esencial que pueda haber» (1ª parte, cap. IV, I). Todos se dan cuenta del nerviosismo con que ha pronunciado esas palabras. Kraft es un espíritu sensible, incapaz de hacer daño, taciturno, solitario, obsesionado por una idea, y, según hemos señalado, esa idea acabará siendo trágica para él, pues la vida se le ha convertido en un suplicio; de ahí su decisión definitiva: el suicidio pegándose un tiro.

Otro miembro esporádico del grupo es Vasin, hijastro de Stebélkov y amigo de Kraft, que, al igual que éste, es un hombre de indudable integridad moral. Termina enamorándose de Lizaveta Makárovna, con la que es más que probable que acabe iniciando una relación estable y  rehaciendo su vida, según insinúa Arkadii en el último capítulo de la novela. Son dignas de mención las palabras que Vasin pronuncia, y que lo definen muy bien, a propósito de unos versos del poema El héroe (The Hero / en ruso: Geroi), escrito en 1830 por Alejandro Puschkin[72], que «encierran un axioma sagrado» para Arkadii: «Probablemente la verdad—le contesta Vasin a un Arkadii que se ha mostrado tan seguro de la verdad que encierran los versos del gran poeta romántico ruso—, como siempre, estará en el medio: es decir, que en un caso será sagrada una verdad, y en otro, una mentira» (1ª parte, cap. X, I).

En medio del bullicioso diálogo de los jóvenes nihilistas en casa de Dergáchov, afloran como de improviso los sentimientos humanitarios de Arkadii, cuando narra una breve pero conmovedora historia acerca de un general retirado que se muere, completamente abatido y entristecido por la pena, seis meses después de fallecer dos pequeñuelos que tenía (1ª parte, cap. III, III). Las opiniones siguen caldeando el ambiente; uno de los presentes, por ejemplo, defiende sólo su libertad personal, la de él solo, que es lo único que ocupa el primer plano, evocándonos lejanamente ese egoísmo de los yoes individuales de que habla Max Stirner en El Único y su propiedad (1844). Finalmente, Arkadii estalla. Les expresa, todo trémulo, que, considerando lo que acaba de oír, es muy posible que él tenga ideas mucho más útiles acerca de la Humanidad que todos ellos juntos. Aquejado de un extraño nerviosismo, que se acentúa ante las risitas de los circunstantes, Arkadii les pregunta sobre qué le ofrecen para que se resuelva a seguirles. Lo que ellos pretenden construir, en esa hipotética sociedad futura de la que tanto hablan, es un «cuartel», una prisión: «Ustedes pondrán un cuartel, viviendas comunes, strict nécessaire, ateísmo y comunidad de mujeres sin hijos…; he ahí adónde van a parar ustedes, porque estoy enterado» (1ª parte, cap. III, V). Estas opiniones de Dostoyevski, muy apresuradas ahora en boca del adolescente, pues ya podrá explayarse sobre ellas a través de Versílov, no son en absoluto nuevas; nos las habíamos encontrado en El idiota, y, sobre todo, en Demonios, lo que corrobora su don profético, cómo se anticipa al Estado totalitario que anegará Rusia con una marea gigantesca e incontenible con la Revolución bolchevique, una de cuyas claves, si no la mayor, está precisamente en ese término, «ateísmo», que pronuncia Arkadii, puesto que estos jóvenes nihilistas rusos, ateos y de altos ideales morales, son los cachorros del bolchevismo, cuya pretensión es sustituir la creencia religiosa en Dios por una religión laicista; peor aún, aunque parezca un oxímoron, por una religión atea, según supo comprender con una lucidez inigualable Nicolás Berdiaev en varios de sus ensayos, especialmente en dos que ya hemos citado aquí: El espíritu de Dostoyevski y El cristianismo y el problema del comunismo. Por eso pudo Dimitri Merejkovski hablar con toda la razón del mundo de Dostoyevski como del auténtico profeta de la revolución rusa, anticipándose en decenios a ella[73].

La denuncia de Arkadii no es óbice para que a veces, muy pocas, manifieste ideas anarquistas, pero en un contexto y con un sentido por completo diferentes de esas ideas verdaderamente inicuas que pululan por la Rusia de la intelligentsia nihilista. Por ejemplo, cuando se le ocurre pensar, cuando los hechos se han precipitado de un modo vertiginoso e incontrolable, en los capítulos finales de la novela, que «la propieté c’est le vol», inequívoca referencia al célebre ensayo, publicado en 1840, ¿Qué es la propiedad?, del teórico y hombre de acción anarquista francés Pierre-Joseph Proudhon, en cuyo primer párrafo responde con contundencia que la propiedad «es el robo»[74] (3ª parte, cap. VI, II). ¿Y los hechos? Los hechos preocupan extraordinariamente al adolescente, abrumándolo por entero (3ª parte, cap. IX, III), siendo para él tan importantes como lo eran para el historiador Guizot (1787-1874) [75].

Pero terminemos con esos personajes de vida desordenada que pululan por la novela y con los que Arkadii mantendrá a veces una relación incómoda, tumultuosa, aunque en otras le presten ayuda. Además de Stebélkov, está también Lambert, que había sido compañero de Arkadii en el internado de Touchard. Lambert es un individuo que también se dedica al chantaje y a la extorsión, siendo una suerte de jefecillo de poca monta de un grupo de personajes pintorescos, empezando por la joven francesa con la que comparte habitación y que le sirve de anzuelo para sacar partido a sus sórdidos proyectos: Alphonsine Karlovna. Cuando el adolescente ha conseguido la carta que tanto compromete a Katerina, él mismo se la cose en el forro del bolsillo interior de su chaqueta, a fin de no perderla (1ª parte, cap. IV, III), pues para él también es un arma que en cualquier momento podrá utilizar contra Katerina si es necesario, aunque en realidad no sabe muy bien por qué se le vienen a las mientes esos malos pensamientos. La verdad es que nunca los pondrá en práctica, y, en el fondo, nunca ha tenido tampoco el más mínimo propósito de hacerlo. Su razonamiento tiene que ver tanto con que Versílov se interese por esa mujer, algo que lo perturba por completo, como por el hechizo que también ella ejerce sobre él, y de ahí se explica ese modo de razonar, como si dijéramos, por despecho, puesto que ella lo trata como lo que todavía es: un hombre inmaduro. Pero la fatalidad hará que Lambert se atraiga astutamente a Arkadii, ofreciéndole su apartamento después de encontrárselo en un estado de semiinconsciencia en plena calle, donde ha tenido el sueño del que hemos hablado antes. Los días que Arkadii pase en casa de Lambert serán fatales, pues la Karlovna conseguirá, aprovechando en cierta ocasión que se encuentra profundamente dormido, sustituir la carta de marras por un trozo de papel en blanco, a fin de que, cuando él se palpe, sienta el tacto de un papel a través de la tela, y crea ingenuamente que la carta continúa en su poder. Lambert, que no tiene escrúpulos, intentará chantajear a Katerina, logrando que ésta acceda a acudir ante su inmunda presencia (en casa de Tatiana Pávlovna, que es donde convienen en encontrarse), pero ella, sin perder nunca la calma, esa calma aristocrática y majestuosa que la envuelve, no cede. Aunque «visiblemente asustada», acaba escupiéndole en la cara y hace un intento de salir de la estancia. Entonces, Lambert saca un revólver, y es en ese momento cuando intervienen Versílov, que estaba aguardando en el corredor, pues ruinmente, dejándose llevar por el fatídico «doble» que le persigue inmisericorde, se había confabulado con Lambert, sólo para martirizar a esa mujer que lo tiene embrujado, y Arkadii, ocurriendo lo que se dirá después (3ª parte, cap. XII, V). Sólo anticipar que la carta será recuperada y por fin destruida.

Entre los restantes compinches de Lambert está también Nikolai Semíonovich Andréyev, un individuo larguirucho, violento, grasiento y sucio que acaba pegándose un tiro; Semión Sidórovich, con la cara picada de viruelas, y un amigo de Andréyev, llamado Pétia Trischátov, un joven de mediana estatura, atildado y guapo, que acabará volviendo por el buen camino, tratando así de enmendar su dudoso comportamiento anterior; prueba de ello es cómo hace todo lo posible por ayudar al final a Arkadii, una vez que éste se percata de que ha perdido la epístola que llevaba cosida, auxilio cuyo fin no es otro que evitar la inminente catástrofe. Pero lo verdaderamente emotivo, lo que constata de manera fehaciente la sensibilidad y los buenos sentimientos de Trischátov, es el encendido y maravilloso elogio que le hace confidencialmente a Arkadii (pues a pesar de la barahúnda de camaradas que les rodea, es como si estuviesen completamente solos, confesándose el uno al otro), en un restaurante de la Mórskaya («Calle del mar»), cerca del río Neva, de un delicadísimo pasaje de La tienda de antigüedades de Charles Dickens[76], un novelista, como es bien sabido, muy querido de Dostoyevski. Lo relevante es cómo ese pasaje ha calado en el alma de Trischátov, que no acierta, piensa él, a expresar con precisión lo que quiere transmitirle a su reciente conocido, pero que ¡claro que acierta!, ¡y de qué modo!, con esa técnica narrativa tan dostoyevskiana de los puntos suspensivos, de la insinuación, del hablar entrecortado y nervioso, propio de personalidades patológicas, enfermizas, hipersensibles. La novela de Dickens la había leído Arkadii, y por eso se sorprende aún más del morboso interés de Trischátov en ponderarla, porque él no recuerda haber encontrado en ella nada de particular. Es entonces cuando Pétia le responde, haciendo un supremo esfuerzo por condensarle lo que él considera más esencial: «… ¿Recuerda usted aquel paso, al final, en que ellos…, aquel viejo chiflado y aquella chica encantadora de trece años, su nieta, después de su fuga y correría fantásticas vienen a encontrarse, finalmente, no sé dónde al cabo de Inglaterra, junto a no sé qué catedral gótica de la Edad Media, y a la muchacha le dan allí un empleo para que enseñe el templo a los visitantes?... Y de pronto va y se pone el sol, y la muchacha en el pórtico de la catedral, toda bañada en sus últimos rayos, en pie, contempla el ocaso con pensativo, manso arrobo en su alma infantil, en su alma maravillada, cual si tuviese delante algún enigma, porque esto y lo otro viene a ser enigmas…: el sol, como idea de Dios, y la catedral, como idea humana…, ¿no es verdad? ¡Oh, yo no acierto a expresarlo, pero Dios sólo gusta de esos primeros pensamientos de los niños… Y de pronto, junto a ella, en la escalinata, el vejete chiflado, su abuelo, se queda mirándola con los ojos fijos… Mire usted: no tiene nada de particular ese cuadro de Dickens, absolutamente nada, pero en toda la vida no lo olvida usted, y ha quedado en la memoria de toda Europa… ¿Por qué? ¡Porque eso es sublime! ¡Ésa es la inocencia!» (3ª parte, cap. V, III). Por mucho que uno busque, hay muy pocos ejemplos en toda la obra de Dostoyevski en los que se asista a tan vehemente encomio de la obra de otro escritor (sólo se me ocurren ahora los nombres de Cervantes y de Puschkin, aunque sé que hay otros); más precisamente, de un determinado pasaje, un trozo que demuestra la perspicacia y hondura de Dostoyevski en captar lo esencial, lo fundamental de lo que leía, pues en esas líneas que resume Trischátov está todo Dickens, el espíritu entero del genial escritor inglés. Ni el propio Joris-Karl Huysmans, después de su conversión al catolicismo, hubiese sido capaz de decir tanto del sobrenatural misterio de una catedral gótica en tan pocas palabras, y eso que su novela La Cathédrale, de 1898, es probablemente el epítome más acabado que se haya hecho en la literatura del significado simbólico y espiritual[77] de esa Jerusalén celeste que es la fábrica catedralicia de Chartres, con su luz, no natural, sino sobrenatural[78], gracias a ese prodigioso filtro que son las vidrieras, creando una interpenetración de espacios entre las naves fluida, enigmática, armónica y trascendente. Decía que ni el propio Huysmans es capaz de tan soberbia condensación, pero ésta corresponde, en realidad, a Dostoyevski, y la clave se encuentra en que toda esa emoción, en que todo ese «cuadro» indescriptible, todo ese sentimiento pleno de sublimidad que experimenta la doncella ante la obra divina y la obra humana, es sinónimo de inocencia; ésa es la inocencia para Dostoyevski, ciertamente un misterio, otro misterio más que sólo puede desvelar el espíritu del hombre que se convierte en un niño, porque inocencia equivale a pureza, a limpieza de alma, a blancura de corazón, como esos blanquísimos trapos tendidos que aparecen en la primera escena de Ordet (1955), que nos anuncian ya el limpio corazón de Johannes y la inocencia de su pequeña sobrina, la única que cree de verdad, pero con una fe infinitamente sencilla, que su tío, al que todos tienen por loco por creerse Jesús de Nazaret, puede resucitar a su madre, la candorosa Inger que acaba de morir después de un parto en el que la criatura también ha nacido muerta; y, en efecto, precisamente porque Maren tiene fe en la Palabra (eso es lo que significa «Ordet»: «la Palabra») de su tío, una fe que proviene, naturalmente, de su inocencia, su tío atenderá a su ruego y resucitará a su madre, el único milagro auténtico de toda la historia del cine, el único que no se contamina de ridículo o de esperpento, pues hasta los no creyentes sienten que ahí ha ocurrido algo inexplicable para la razón, pero que ha ocurrido no puede ponerse en duda[79]. Tampoco es una casualidad que el realizador, el danés Carl Theodor Dreyer, fuese un voraz lector de Kierkegaard, como lo es Johannes en la obra teatral de Kaj Munk que sirve de base al film.

Esta reflexión sobre la inocencia nos lleva directamente a uno de los soliloquios más penetrantes del adolescente: el significado que para él tiene la risa, un significado sobre el que piensa después de haber contemplado una sonrisa queda y casi imperceptible en el semblante de Makar Ivánovich, a quien de improviso ha descubierto, después de varios días sin advertirlo, compartiendo el cuarto contiguo al suyo en casa de Sofía Andréyevna. Del modo como se ríe un hombre, podemos deducir los más oscuros secretos de su alma. No digo aquí nada nuevo si confieso que los dos autores de toda la historia de la literatura del mundo que siempre me han provocado una risa más espontánea, menos artificial, más sana, más liberadora, son Cervantes y Dostoyevski. Es una risa tan auténtica, que basta para medir su intensidad el hecho de encontrarse uno solo, en la más estricta intimidad, leyendo el Quijote o alguna de las grandes novelas de Dostoyevski; de pronto, estalla uno en una sonora carcajada, prolongada, franca, que se resiste a abandonarte, porque, cada vez que te acuerdas del pasaje en cuestión, la risa vuelve impetuosa, inocente, como un viento fresco y lozano que todo lo limpia, que todo lo vuelve prístino, originario. Y lo más increíble en el caso de Dostoyevski es que esa risa se apodera de nosotros, de manera completamente inesperada, incluso pocas líneas o párrafos después de haber leído un suceso muy trágico, o un pensamiento desolador; no obstante, el genio, y en pocas capacidades se advierte más la auténtica genialidad, nos sorprende de improviso con una situación absolutamente divertida, reparadora, como si se tratase de un bálsamo que lubrificase la represión escondida que lleva uno dentro de sí y la dejase correr, liberada, por los espacios infinitos de su alma; y más nos sorprende todavía que esas situaciones que nos apremian a esa risa incontenible, esa que produce un indefinible dolor en el vientre, son situaciones en las que el personaje objeto de nuestra hilaridad ha sufrido una desgracia; es decir, la desgracia o torpeza ajena nos produce un efecto cómico, como cuando alguien va a sentarse en una silla, y, literalmente, sin apercibirse de su movimiento maquinal e involuntario, da con su trasero en el suelo: el efecto instantáneo, si no se ha hecho ningún daño físico, es una risa tremenda, que indigna, claro está, al sujeto motivo de la misma, pero que no podemos evitar; a veces, hasta tenemos que abandonar un determinado lugar o dejar de estar delante de cierto individuo conocido o que acabamos de conocer, porque la risa que nos produce su cómico semblante, o que nos provoca uno de esos percances ajenos sin consecuencias, hace que se nos empañen los ojos de lágrimas y que se apodere de nosotros una risa nerviosa, que fluye como una corriente de agua caudalosa y que no podemos domeñar. Dostoyevski es un verdadero maestro para provocar en nosotros ese sentimiento, circunstancia que también pone de relieve la paradoja, no ya de su biografía existencial como hombre y como escritor, sino, asimismo, la de los personajes que pueblan las miles de páginas de su inagotable imaginación.

El filósofo vitalista y espiritualista francés Henri Bergson se ocupó de la risa en un breve ensayo de 1900, La rire, que agrupaba tres artículos publicados en la Revue de Paris. En él nos dice que la risa no existe fuera del ámbito humano; que un síntoma de la risa es «la insensibilidad»; que «lo cómico sólo puede producirse cuando recae en una superficie espiritual y tranquila» y que «su mayor enemigo es la emoción»; que lo cómico «exige como una anestesia momentánea del corazón», dirigiéndose «a la inteligencia pura»; y, por último, que «no saborearíamos lo cómico si nos sintiésemos aislados», pues «la risa necesita un eco». Más adelante, precisa: «Es cómico todo incidente que atrae nuestra atención sobre la parte física de una persona cuando nos ocupábamos de su aspecto moral»[80]. Bergson se detiene en numerosos ejemplos extraídos de diversas obras literarias, siendo el autor más veces citado Molière, aunque el ejemplo máximo es para él sin duda alguna Cervantes: «Una distracción sistemática como la de Don Quijote es lo más cómico que se puede imaginar en el mundo: es lo cómico mismo, tomado lo más cerca posible de su fuente»[81].

La risa, piensa para sí el adolescente con una precisión de profundo y atento psicólogo impropia de su edad, nos permite detectar tanto un alma ruin como otra noble y sincera: «Pienso que cuando ríe el hombre, las más de las veces resulta desagradable mirarlo[82]. Es lo más frecuente que en la risa de la gente se trasluzca algo ruin, algo que rebaja al que ríe, aunque el propio riente no se percate en absoluto de la impresión que produce […] La risa necesita, ante todo, de sinceridad, ¿y dónde anda entre los hombres la sinceridad? La risa sincera y sin malicia es… alegría, ¿y saben los hombres alegrarse? […] Hay caracteres que no comprendemos; pero que se ría el hombre con sinceridad alguna vez, y todo su carácter se nos revelará como en la palma de la mano […] Cuando el hombre ríe bien… quiere decir que es bueno el hombre […] Pero comprendo, sí, que la risa es la prueba más segura del alma. Mirad a un niño; sólo los niños saben reírse absolutamente bien…, por lo que resultan tan encantadores. El niño que llora es para mí repelente[83]; pero el que ríe y está alegre es un rayo de luz del Paraíso, es… la revelación del futuro, en que el hombre será, finalmente, tan puro e ingenuo como los niños [84]» (3ª parte, cap. I, III).

Hay un encuentro entre Arkadii y Katerina (1ª parte, cap. VIII, III) que resultó ser muy fugaz y desafortunado, por la equivocada impresión que pudo causar en ella su inesperada y furtiva aparición. Él había acudido, sin ningún propósito fijo, a casa de Tatiana Pávlovna, pero, al no encontrarla, decidió esperar. Estando en ello, oyó al rato que entraba Tatiana acompañada de otra mujer, cuya voz ya conocía por haberla oído en casa del príncipe Nicolai; se trataba de Katerina Nikoláyevna. Irreflexivamente, decidió esconderse, lo que motivó que escuchase involuntariamente una conversación entre ambas mujeres en torno a la carta de marras. De pronto, al oír que Kraft se había pegado un tiro, salió de improviso de su escondite preguntando si era verdad lo que acababa de escuchar. Tatiana encolerizóse por tan imprevista presencia, y Katerina no acertó a hacerse una idea precisa de qué había originado el modo de proceder del impulsivo joven. Todo ocurrió muy deprisa, y él no pudo tampoco, o no atinó, a explicar la razón de por qué estaba escuchando—sin haberlo pretendido premeditadamente—escondido detrás de unos cortinajes.

Uno de los principales leitmotiv de la narración es precisamente el supremo interés de Arkadii por descifrar lo que Versílov siente por Katerina Nikoláyevna, pues intuye algo oscuro, irracional, extremadamente pasional en esa relación tan inquietante y perturbadora. En uno de sus encuentros con su padre, se arma de valor y tiene la osadía, además de la franqueza, de rogarle que no hablen de ella, lo cual puede parecer contradictorio con su íntima curiosidad y sus interminables pesquisas. Pero eso lo dice Arkadii por pudor. La sola idea de que Versílov pueda amar a esa mujer, es una tremenda ofensa para él, pues supondría una infidelidad para con su madre Sofía Andréyevna. Durante toda la conversación se advierte el nerviosismo y la agitación del joven, mientras que Versílov mantiene la calma y la compostura, empleando diminutivos cariñosos y enternecedores con su hijo. De hecho no está mintiéndole. Lo que ocurre es que Versílov, que ama tiernamente y de verdad a Sonia, siente al mismo tiempo una irreprimible atracción por Katerina, de la que él es plenamente consciente y quisiera poder superar. Esta es una faceta más de su desdoblamiento. En un momento del diálogo, le dice Arkadii: «…ese tema, entre nosotros, sería indecoroso […] estos últimos días, más de una vez me dije: “¿Qué sería si usted amase, aunque sólo fuese un poquito, a esa mujer, aunque sólo fuese un minuto?” […] ¡Oh! […] de su recíproca hostilidad y de su aversión, por decirlo así, recíproca, de uno para el otro, de todo eso estoy enterado». La respuesta de Versílov no se la espera el adolescente: «Pero esa mujer, ¿no figurará también en la lista de tus recientes amigas?»  A Arkadii le temblaba la voz, pero estaba decidido a no amilanarse: «… esa mujer es lo que antes decía usted en casa de ese príncipe [se refiere Arkadii a lo que había dicho Versílov en casa del príncipe Seríocha en el cap. II de la 2ª parte] respecto a la vida viva…, ¿recuerda? Decía usted que esa vida viva es algo hasta tal punto franco y sencillo; hasta tal punto se nos muestra diáfana, que precisamente por esa franqueza y claridad resulta imposible creer que sea eso, y no otra cosa, lo que toda la vida con tanto afán vamos buscando… Bueno, pues con ese criterio se encontró usted una mujer…, el ideal en su perfección, y en el ideal reconoció usted…, todos los vicios. Para que se vea lo que es usted». Versílov le responde como si fuesen dos auténticos cómplices, dos confidentes que comparten un secreto, y su respuesta está llena de suavidad, de afectuosidad, de una voz «acariciante», resplandeciendo su rostro, como «involuntariamente» irradiaba también el de Arkadii, que se resuelve a contestarle: «…¡Mire usted, palomito, querido papá mío (usted me permitirá le llame papá): no sólo entre padre e hijo, sino con nadie es posible hablar de las relaciones con una mujer, ¡incluso la más pura! ¡Es más, cuanto más honradas sean tanto más hay que guardar el secreto! ¡Revelar eso es una villanía!» (2ª parte, cap. V, II).

Es esa enigmática atracción de Versílov por Katerina, la que provoca que en ocasiones diga el adolescente cosas incoherentes, que en el fondo no siente, sobre las mujeres, como cuando le confiesa a Lambert: «Amar, amar con pasión, con toda la generosidad de que es capaz el hombre y nunca serán capaces las mujeres…» (3ª parte, cap. VI, I).

Un encuentro decisivo, y anhelante para el embriagado lector, de Arkadii con Katerina Nikoláyevna, tiene de nuevo lugar en casa de Tatiana Pávlovna Prútkova (2ª parte, cap. IV, I-II). El estado de inseguridad del adolescente es magistralmente descrito por Dostoyevski, permitiendo que el lector pueda conocer el más leve gesto de su rostro, el más escondido sentimiento de su corazón. El propio Arkadii nos informa: «No alcé en absoluto los ojos a ella; mirarla equivalía a anegarse en luz, alegría, felicidad, y yo no quería ser dichoso». Pero al fin se decide a hablar, aunque, como ella misma reconoce, intimidándola, produciéndole algo de miedo, por los temblores y los balbuceos entrecortados del adolescente. Le confiesa que ha estado todo un mes contemplado el retrato de ella que se halla en el gabinete de su padre el príncipe. «La expresión de su rostro—le dice Arkadii— es de infantil travesura e ingenuidad infinita […] ¡Oh, usted sabe también mirar con altivez y anonadar con la mirada! […] Su retrato no se le parece ni remotamente; usted no tiene los ojos oscuros, sino claros, y sólo por las largas pestañas semejan oscuros […] Usted tiene un alma alegre, pero sin adorno de ninguna clase… Hasta me agrada el que nunca deje la sonrisa: es… mi paraíso. Me gustan también hasta su serenidad, su suavidad, y eso de que pronuncie usted las palabras fluida, tranquila y casi perezosamente […] Yo me la figuraba a usted el colmo del orgullo y la pasión, y ya van dos meses justos que ambos conversamos como dos estudiantes… Nunca me pude imaginar que tuviese una frente así, un poco baja, como las estatuas, pero blanca y tierna, como mármol bajo los copiosos cabellos. Tiene usted el pecho alto, el andar ligero; es usted una belleza extraordinaria, pero orgullo no tiene ni pizca»[85]. El diálogo continúa y va desarrollándose con matices exquisitos, pleno de sugerencias entre dos seres que se atraen irresistiblemente, aunque él trate de convencerla denodadamente que no es un espía de nadie y que no tiene la más mínima pretensión de perjudicarla con la carta, y aunque ella no termine de fiarse de él. En realidad, Arkadii miente a Katerina, pero su mentira es completamente inocua, incluso piadosa. Le miente porque le dice que no posee la carta, siendo lo cierto que se la ha dejado en su casa, aunque piensa para sí mismo, con absoluta sinceridad, que, si la poseyese en ese preciso instante, se la entregaría de inmediato a ella; además, no pretende hacer ningún mal uso de la misiva. Consigue retenerla y ofrecerle todo tipo de minuciosas explicaciones sobre tan inextricable embrollo. Siente Arkadii que le arde la frente. Katerina, por su parte, parece impresionada, y de hecho lo está, y no tardará en ruborizarse. Ante un Arkadii atónito, confiesa sentirse culpable respecto de él, por haberlo juzgado mal, del mismo modo que reconoce que nunca debería haber escrito esas líneas tan impropias de una hija para con su padre. Ante tales confesiones, entremezcladas con rubores en el rostro de Katerina que la hacen aún más hermosa, el adolescente se siente aturdido, fascinado, hasta el punto de que «el corazón me dio un vuelco». Después de una prolija intervención de Katerina, en la que muestra a todas luces sus curiosidades políticas e intelectuales, sale inevitablemente a relucir Versílov, de quien ella se queja de que no la cree porque «decía que en mí anidaban todos los vicios.

—¡De los cuales no tiene usted ninguno!

—No, alguno sí tengo.

—Versílov no la amaba a usted; por eso no la creía—exclamé, echando fuego por los ojos.

Su rostro se contrajo.

—Deje usted eso, y nunca vuelva a hablarme de… ese hombre—añadió con vehemencia y firme resolución—. Pero basta, es tarde—se levantó para irse—.Conque me perdona usted, ¿no?—dijo, mirándome claramente.

—¡Yo… a usted…, perdonarla!»

Aun conociendo, inmediatamente después de lo que acabo de transcribir, por boca de la propia Katerina, que piensa casarse con un tal barón Bioring, un personaje fatuo y de alma vulgar, el adolescente, que cree vivir como en un sueño, le contesta: «… sólo le diré una cosa: que Dios le dé a usted toda suerte de dichas, toda suerte de dichas que usted anhele…, por haberme hecho ahora feliz, en esta sola hora. Usted quedará ya grabada en mi alma para siempre. He encontrado un tesoro: la idea de su perfección. Yo sospechaba astucia, burda coquetería, y me sentía desdichado…, porque no puedo unirla a usted con esa idea […] pensaba que iba a encontrarme con jesuitismo[86], astucia, con una sierpe escrutadora, y resulta que he dado con el honor, la franqueza, con una estudiante. ¿Se ríe usted? ¡Bueno, bueno! Pero usted es… sagrada, usted no puede reírse de lo que es sagrado…». Ella le contesta de manera encantadora, inexpresable; toda la atmósfera, todo el ambiente de este diálogo central de la novela es uno de esos momentos únicos, irrepetibles, en los que Dostoyevski maneja con una sutilidad infinita los resortes del enamoramiento, de la atracción entre los amantes… Pero todavía tiene Arkadii escondida una de esas enormes sorpresas dialécticas que elevan la trémula conversación a su punto quizás más elevado, si es que puede elevarse aún más. Es cuando le dice a Katerina, al final de un largo párrafo: «Versílov dijo una vez que Otelo no mató a Desdémona, y luego se mató él mismo, porque tuviera celos, sino porque le habían robado el ideal… Yo lo comprendí, porque también a mí me han restituido hoy mi ideal». La respuesta de Katerina no es menos intensa: «Demasiado comprendo cómo se ha formado su alma». Katerina no sólo comprende eso, cómo se ha formado el alma del adolescente, sino que adivina sus más secretos pensamientos. Él vuelve exultante a su casa. La conversación, según hemos precisado anteriormente, tiene lugar el 15 de noviembre. El 4 de diciembre siguiente, al enterarse Arkadii de que entre Katerina y Bioring se ha producido la anhelada ruptura, entreteje para sí estos pensamientos referidos a tan deslumbrante mujer: «Desmedida ansia de aquella vida, de su vida, apoderóse de toda mi alma, y… también otra dulce avidez, que experimentaba hasta rayar en felicidad y lacerante dolor» (3ª parte, cap. II, II). El último encuentro, aquel en el que coinciden los tres, el padre, el hijo y la mujer que perturba a ambos, lo expondré muy abreviadamente al referirme a la idea del «doble» en Versílov, una idea, mejor dicho, un modo de configuración del alma, a la que no es ajena el adolescente, pues observa atentamente las idas y venidas, los extraños y súbitos entrecruzamientos de la vida de su padre con otras vidas, su permanente estado de vértigo, su continuo caminar sobre el filo de la navaja, pudiéndose inclinar tanto hacia el bien como hacia el mal. Por eso, el 7 de diciembre, después de levantarse del lecho, piensa para sí: «Además, siempre hubo misterio, y yo mil veces me admiro de esa facultad del hombre (y, según parece, del hombre ruso principalmente) de conciliar en su alma el más sublime ideal con la suprema villanía y todo con [la] mayor sinceridad» (3ª parte, cap. III, I). En efecto, así es Versílov y así son algunas de las más extraordinarias y subversivas encarnaciones dostoyevskianas; individuos que se mueven entre varios modos opuestos de entender el mundo y el hombre, que lo mismo muestran generosidad, nobleza y humildad, como manifiestan mezquindad, bajeza moral y soberbia, que igualmente se sienten atraídos por el bien que por el mal, que lo mismo pueden convertirse en asesinos, malvados, malhechores o fanáticos, que en santos, en seres llenos de bondad, de belleza moral y de una infinita capacidad para amar.

Aún debe mencionarse otro imprevisto encuentro entre el adolescente y Katerina, el mismo día en que Arkadii se entera de la muerte de Makar Ivánovich, por lo que acude a todo correr a casa de Tatiana, con quien se encontraba la Ajmákova. Tatiana, al saber la triste noticia, se marcha inmediatamente a casa de Sonia, y este hecho deja solos, frente a frente, al adolescente con esa mujer enigmática y terriblemente bella, que él ama en secreto. Tenían las manos cogidas, sin darse cuenta, y hablaban del anciano que acababa de morir (3ª parte, cap. VI, III). Ahora, le comenta Katerina a Arkadii, tendrá las manos libres Versílov respecto de Sofía, pues al haber fallecido el esposo legítimo de Sonia, Andrei Petróvich podrá formalizar su relación con la que ha sido su amante. Además, se lo ha prometido al venerable anciano antes de morir éste. Katerina está convencida que todo esto reconducirá la situación, que Versílov terminará por serenarse, por estabilizarse, pues él quiere mucho a Sonia, más que a nadie en el mundo. El adolescente, sin embargo, sin reparar en la comprometida pregunta que hace, le inquiere si ella ama a Versílov, a lo que Katerina responde que «sí, mucho, aunque no del modo que él quisiera y en el sentido en que usted me lo pregunta». Se disculpan mutuamente, se piden perdón mutuamente, por los malentendidos que haya podido haber entre ambos. Ella domina claramente la situación, mientras que Arkadii está verdaderamente deslumbrado. También ella perdona a Versílov, por todo lo pasado, incluso por cierta carta en que se deja caer una velada amenaza y con la que Versílov quiere proteger a su hijo. Katerina quiere lo mejor para todos, incluido Andrei Petróvich, pero «¡que me deje él vivir en paz!» Versílov tiene que saber, necesariamente, que ella le ha perdonado: «Además, ¿que cómo no iba a saber que yo le he perdonado, cuando se sabe de memoria mi alma? Porque él sabe que yo me parezco a él un poco». Lo que él haya podido decir de ella ha sido por despecho. La conversación, como todas las de esta naturaleza entre seres que se aman, transcurre con medias palabras, insinuaciones, deseos inconfesables, ambigüedades, y hasta con risas, una risa histérica, breve pero intensa, que provoca lágrimas en Katerina. Finalmente, se levantó y desapareció, como un ángel que aparece de improviso, y, del mismo modo que irrumpe, desaparece sin dar ninguna explicación. El adolescente quedóse «atónito» y sintió que «algo parecía contraerse en mi corazón». Levantóse y se fue, pues aún tenía mucho que hacer. Es entonces cuando se encuentra con él, e inician la más intensa conversación entre ambos de toda la novela, en la que Versílov expresará sus más excelsas ideas sobre el hombre, sobre Rusia y sobre Dios. 

- IV -

Ahora quiero decir unas palabras acerca de uno de los personajes más entrañables y conmovedores de toda la novela, Makar Ivánovich Dolgorukii, el esposo legítimo de Sofía Andréyevna y padre ante la ley del adolescente. Su presencia casi no se hace notar, como corresponde a su auténtica sencillez, a su humildad, a su absoluta falta de soberbia o de vanidad (lo que no significa que no poseyese «cierta maliciosa sagacidad, sobre todo en los escarceos polémicos»), a su profunda espiritualidad, que prefiere mantenerla escondida, porque ése es su carácter, su natural temperamento, ocupar siempre un papel secundario entre los hombres, aunque termina siendo para el lector una persona de extraordinaria relevancia, pues refleja meridianamente la pureza y la limpieza de corazón, la incapacidad absoluta para el resentimiento, el odio o la venganza, el sincero amor al prójimo, la voluntad de servicio, el no querer constituir un estorbo para los demás; pasar, en suma, desapercibido, atravesar la existencia en silencio. Es evidente que su figura nos está anunciando ya al stárets Zósima de los Karamásovi, como el obispo Tijón de Demonios nos anticipa a Makar. Y eso que Makar Ivánovich tiene razones sobradas para que su alma se haya enturbiado, se haya ennegrecido, pues «el amo», Versílov, cuando sedujo a Sonia, para remediar lo que había hecho, estando como estaba dispuesto a renunciar a ella si era preciso, le propuso que aceptase una compensación económica, en concreto tres mil rublos, se quedase o no Makar con su legítima esposa. Al principio, Makar calla. Se siente profundamente ofendido. Sólo después de insistir varias veces Versílov, acepta Makar esos tres mil rublos, aunque eso ocurrió algún tiempo después, y esa es la razón de que Versílov se los entregase en dos tandas: setecientos y dos mil trescientos; esta segunda con los intereses. ¿De verdad los quería Makar para sí? ¿Los admite por codicia? ¿Es que acaso está aceptando la venta de su esposa? El adolescente descubre la verdad cuando Versílov, en un arranque de sinceridad, le confiesa que la aceptación de ese dinero por parte de Makar no tenía otro fin que asegurar el futuro de Sofía. Así es; Makar había dispuesto que los tres mil rublos, más sus intereses, de los que no había tocado ni una copeica, pasasen íntegramente a Sofía cuando él falleciese (1ª parte, cap. VII, II). Makar no sólo no acepta esta suerte de mezquino soborno pensando en sus intereses, sino que no ejerce la más mínima violencia o intimidación sobre los verdaderos sentimientos de Sofía. Por eso ella termina marchándose con Versílov, no produciendo ese hecho el que germinase la planta del odio o de la venganza en Makar. Por supuesto que la quiere, que ama a su niña como si fuese su propia hija, pero puede más su sentido de la libertad inalienable del corazón humano. Makar sufrirá en silencio. Antes nos hemos referido al sincero e infinito agradecimiento de Sofía, que es plenamente consciente de su culpa, pero que también sabe que su destino es inevitable; como concluía Romano Guardini, creía en Dios y amaba a Cristo, pero no le era posible desprenderse de su pecado. Al fin tendrá oportunidad de demostrar el amor de hija, el profundo respeto que siente por su esposo al que ha abandonado. Y lo hace acogiéndolo periódicamente en su casa, pues Makar tiene la costumbre de visitarla unas tres veces al año, sin importunarla, quedándose cada vez muy pocos días, sólo para saber cómo está ella, si es feliz. Estas visitas ponían muy nervioso a Versílov, que, con esa habilidad suprema que sólo él posee, desaparece durante esos días o se mantiene completamente al margen. La presencia de Makar era como un aldabonazo en su conciencia. A la postre, Sofía aceptará recoger a Makar amorosamente en su casa, cuando él presiente encontrarse en la recta final de su vida, después de su dilatado peregrinaje por la existencia, y no en sentido figurado, pues constantemente ha ido de un lugar a otro, de una aldea o un monasterio a otro, de tal manera que lo que Makar Ivánovich encarna de modo arquetípico en toda la novelística dostoyevskiana es la figura del peregrino ruso, una figura consustancial a la historia espiritual de esa gran nación y de ese gran pueblo, uno de los dos o tres pueblos verdaderamente decisivos en la historia que comienza con la era cristiana, y del que todavía no podemos saber con exactitud qué papel jugará en el futuro. De lo que sí estamos convencidos es que ocupará una posición determinante en lo que de verdad importa, que no es otra cosa que el recinto del interior del hombre y el reino del Espíritu. El extraordinario florecimiento de la cultura, del pensamiento, de la literatura y de la religiosidad en Rusia durante el siglo XIX y los primeros decenios del siguiente, indiscutiblemente un caso único en el mundo, no puede caer en saco roto. Se produjo incluso una fractura, que duró unas siete décadas, que parecía ahogar para siempre a Rusia en la ciénaga del materialismo ateo. Pero no ha sido así; Rusia, como creía Dostoyevski, parece poseer un alma, y esa alma es eterna, aunque pueda estar por mucho tiempo adormecida. Ni siquiera se vislumbran hoy, cuando escribo estas páginas, señales, por tímidas que sean, de recuperación, de regeneración, de reencuentro con un pasado que hay que volver a releer, a reescribir, a criticar, a analizar, pero no a olvidar. Y, sin embargo, a pesar de los densos nubarrones que se ciernen todavía sobre el horizonte de Rusia, la semilla acabará dando su fruto. ¿Cuánto tardará? Eso no lo sabemos, nadie lo sabe; probablemente, mucho tiempo; no decenios, sino incluso siglos. Pero Rusia, como proféticamente entrevieron Dostoyevski y Vladímir Soloviev—cada uno, claro está, de un modo distinto—está predestinada a decir cosas, no ya importantes, sino decisivas para el futuro de la comunidad de los hombres, para su destino espiritual, pues nada tiene que ver con el Poder, con la conquista del Poder político y económico, con la geopolítica. Y no se trata de una predestinación irracional, ilógica, insensata, fanática, sino de algo que descansa sobre un magma muy denso y profundo, en intermitente ebullición.

Pues bien, Makar Ivánovich es un hito en ese proceloso y accidentado itinerario espiritual de la vasta e infinita Rusia, de la santa Rusia. Una de las mejores síntesis sobre la historia espiritual de Rusia la llevó a cabo Helen Iswolsky en El alma de Rusia, un libro fundamental que vio la luz en los Estados Unidos en 1943, gestándose entre París y Nueva York durante los terribles años de la última guerra mundial. Helen había nacido en Alemania,  en 1896, y murió en la ciudad de los rascacielos en 1975, el mismo año que falleció Hannah Arendt. El padre de Helen, Alexander Iswolsky (Moscú, 1856 – París, 1919), era político y diplomático, y, como Ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno zarista en el crucial bienio de 1907-1908, llegó a ser el principal artífice de la alianza entre Rusia y el Imperio británico en los años inmediatamente anteriores a la Gran Guerra, los años de la Paz Armada[87]. Interesa, a nuestro propósito, detenerse en las breves pero luminosas páginas que Helen Iswolsky dedica, en el capítulo VIII de su precioso libro, bajo el epígrafe «La llama blanca» (una expresión recogida de Nicolás Berdiaev), a San Serafín de Sarov (1759-1833), cuyo nombre real era el de Prokhor Moshnin, quien con tan sólo diecinueve años entró en el monasterio de Sarov (al SE de Moscú, en el oblast de Nizhny Novgorod). San Serafín de Sarov, una de las cimas de la espiritualidad rusa del siglo XIX, que Helen Iswolsky compara con el santo cura de Ars y con Santa Teresa de Lisieux, era hijo de mercaderes, de Kursk, y su vida la conocemos por un discípulo suyo, Nikolay Motovilov (1809-1879), también mercader. Un biógrafo reciente de San Serafín, citado por Helen Iswolsky, llamado Ivan Aleksandrovich  Il’in (1883-1954), describe el rostro del santo como de una «blancura deslumbrante». Esta descripción coincide con un suceso que narra Motovilov, y que no fue otro que solicitarle al santo varón que le revelase algo del secreto de la verdad a la que había llegado en su aislada contemplación extática. Serafín le ordenó que lo mirase, y Motovilov «casi encegueció por la luz que se desprendía de la cara del viejo», como si se hubiese producido una transfiguración[88].

Pues bien, San Serafín de Sarov, que nos evoca inmediatamente al stárets Zósima (aunque sabemos que Dostoyevski inspiróse en el stárets Ambrosio Grénkov, nacido en 1812 y fallecido en 1891, del monasterio de Optyna Pustyn[89], para crear al guía espiritual de Alíoscha Karamásov), también nos viene a las mientes cuando conocemos el comportamiento y leemos las palabras que pronuncia Makar Ivánovich, especialmente aquellas que dirige al adolescente[90]. Para Makar, la alegría es inseparable de la verdadera existencia, de esa que se trasluce en aquellos que poseen un carácter alegre y sano. Se transparenta así el profundo sentido evangélico del personaje, su aproximación a la figura de Jesús. No importa que no exista ningún pasaje concreto en los sinópticos y en el Evangelio de Juan en el que expresamente Jesús se ría. No hace falta. Toda la buena nueva que nos anuncia está íntimamente relacionada con la alegría del corazón de las personas sencillas que oyen su Palabra y se reencuentran con el Padre. Lo que distingue sobre todo a Makar es la íntima percepción que tiene del misterio del mundo, que, para él, es el misterio de Dios, que todo lo impregna. Ese misterio inunda la naturaleza entera con todas sus criaturas, de tal modo que Dios, la naturaleza y el hombre forman una armonía unitaria[91], pero «el misterio más grande es qué aguardará al alma del hombre en el otro mundo» (3ª parte, cap. I, III) [92]. Todo «es tanto más hermoso cuanto que es misterio». Sofía, su esposa legítima, lo cuida con abnegación, pues, como queda dicho, lo «había honrado mucho toda su vida, con temor y temblor»[93]. El ateísmo es terrible para él, porque «vivir sin Dios…, ése es todo un tormento», pero casi más perniciosos que los que son «francamente ateos» son los idólatras, los que «van con el nombre de Dios en los labios» y no creen en Él. Así se explica Makar ante Versílov (3ª parte, cap. II, III) en un breve diálogo sobre el ateísmo. Escasas líneas antes, ha expresado Makar Ivánovich su creencia de que cuanto más se ilustra el hombre más se aparta de Dios; pero esta idea no hay que entenderla en un sentido reduccionista, simplista, maniqueo, o, simplemente, como una fanática andanada contra la cultura. No; lo que Makar quiere expresar es algo muy profundo, pues está refiriéndose a cómo se aparta el hombre de Dios cuando el hombre se endiosa, cuando sólo se centra exclusivamente en él mismo, en sus potencialidades y capacidades. Esta tendencia del hombre a convertirse en Dios, que arranca desde los prolegómenos del Renacimiento ya en los siglos XIII y XIV, la comprendió con particular hondura Nicolás Berdiaev en un breve ensayo al que he tenido ocasión de referirme en otro contexto[94].

Al adolescente le encanta escuchar las historias del viejo, pues era muy aficionado a narrarlas. Le sorprende mucho, por ejemplo, pues de esa vida «no tenía yo hasta entonces ninguna idea», la de Santa María Egipcíaca (344-421), quien, después de una existencia dedicada a la prostitución y a los placeres, se convirtió en una ferviente asceta, siendo posteriormente muy venerada por la Iglesia copta de Egipto[95]. Al interrogarle sobre el suicidio, le responde: «El suicidio es el pecado más grande del hombre»; hacía ya un lustro que había concebido Dostoyevski su encarnación individual más poderosa en este sentido, el ingeniero Kirillov de Demonios, quien pretende demostrar con su «suicidio lógico» la inexistencia de Dios, desafiándolo y dejando clara constancia de la libertad absoluta de decisión del hombre. Naturalmente, con ello no logra demostrar aquello que pretendía, sino sólo que es una víctima, grandiosa, pero víctima al fin y al cabo, de la idea, de su idea, que terminará tragándoselo, a él, que «se mata para ser dios»[96]. El hombre, piensa Makar, no puede erigirse en juez de sí mismo; esa tarea sólo le corresponde a Dios. Makar, un peregrino, ponía a veces la vida de los conventos y de los monasterios por encima del peregrinaje mismo. Esto lo desaprueba el adolescente, que ve en los monjes aislados del mundo un ejemplo de egoísmo, pudiendo entregarse a una causa filantrópica, o a salvar vidas, o a ser útiles a los demás. Makar, al principio, parece no comprenderlo, pero termina contestándole: «En el convento, el hombre se fortifica hasta toda suerte de hazañas […] ¿qué es lo que hay en el mundo? […] ¿No es sólo un sueño?»  Le recuerda las palabras de Cristo: «Ve y reparte tus riquezas y hazte el servidor de todos». Si las cumples «serás más rico que antes infinitas veces, porque no con la pitanza sólo, ni con suntuosos trajes, ni con el orgullo y la envidia serás feliz, sino con el amor que se multiplica sin cuento». Cuando eso ocurra, cuando hagamos nuestros a los que nos rodean, hasta el último mendigo, en ese momento no sacaremos «la sabiduría» únicamente «de los libros», sino que veremos «a Dios cara a cara; y resplandecerá la tierra más que el sol, y no habrá ni pena ni zozobra, sino que todo será un paraíso…». Daba esa vez la casualidad que Versílov se hallaba delante, y como el adolescente replicase a Makar que aquello que decía era comunismo, puro comunismo, y aquél no entendiese el significado de tal término, Arkadii intentó explicárselo, pero acabó haciéndose un lío. Versílov dio por zanjada la tertulia, aunque resolvió pasarse un momento por la habitación de su hijo, ponderándole a Makar Ivánovich, un hombre de «convicciones» «firmes», «claras» y «verdaderas». «Al lado de una ignorancia absoluta—continúa diciéndole Versílov a Arkadii—, es capaz inopinadamente de sorprenderle a uno con un conocimiento inesperado de ciertas ideas, que ni siquiera le suponíamos. Pondera el yermo con entusiasmo, pero ni al yermo ni al convento por nada del mundo se retira, porque es en alto grado vagabundo […] con arrechuchos de esa ternura universal que tan ampliamente pone nuestro pueblo en su sentimiento religioso» (3ª parte, cap. III, II). Makar morirá como ha vivido: sin hacer ruido. Sólo Liza estaba en ese momento a su lado, pero cuando el anciano cayóse de pronto a un lado con todo el peso de su cuerpo, pues, como dijo después Versílov, le «reventó el corazón», los desesperados gritos de Liza hicieron que al instante acudiesen los demás que se encontraban en la casa. Al entrar en la habitación donde yacía el cadáver del anciano, el adolescente vio a Versílov y a Sofía juntos: «Mamá estaba echada en sus brazos, y él la estrechaba fuerte contra su corazón» (3ª parte, cap. VI, II). Precisamente el día anterior había recordado Arkadii que Versílov «dio a Makar Ivánovich su palabra de noble de casarse con mamá, caso de quedarse viuda» (3ª parte, cap. IV, II).

Antes de morir, aún tiene tiempo Makar Ivánovich de contar una larga y conmovedora historia (un relato intercalado dentro del relato, indudable homenaje de Dostoyevski a su admirado Don Quijote de la Mancha), íntegramente escuchada por el adolescente, que es toda una parábola sobre el fenómeno cultural y espiritual del peregrinaje en Rusia, esto es, de qué modo una persona puede acabar su existencia convirtiéndose en un peregrino de monasterio en monasterio, a modo de expiación de sus pecados anteriores, pues su protagonista, un rico comerciante de la imaginaria ciudad de Afimievskii, llamado Maksim Ivánovich Skotobóinikov, ha actuado cruelmente con una pobre viuda y el único hijo que le había quedado a ésta, y si bien intentó después reparar su crimen protegiendo al muchacho y tratando de hacerlo un hombrecito de provecho, el infante, con sólo ocho años, tanto miedo le había tomado a su nuevo tutor, que se lanzó desesperado al río y murió. Anonadado por la tragedia, Maksim, que tanto había hecho sufrir a aquella viuda, y a quien, aunque involuntariamente, habíale arrebatado ahora el único hijo que le quedaba de los cinco que llegó a tener, propúsole, nada menos, que casarse con ella y reparar de este modo su execrable conducta. Después de mucho insistirle los vecinos, la viuda, que tenía sobradas razones para rechazarlo por naturales escrúpulos de conciencia, finalmente accedió, e incluso llegaron a tener un hijito, pero a los ocho días de nacer—es decir, el mismo número de días que de años tenía el anterior hijo de la viuda que se había suicidado—, el niño se puso enfermo y murió repentinamente. Fue entonces cuando el comerciante, que había consultado algunas de sus anteriores actuaciones con un archimandrita[97] y que incluso había encargado también un cuadro con el retrato de un arjiereo[98] a modo de exvoto, entrególe todo lo que poseía, que era mucho, a la viuda, y, a pesar de las súplicas de la mujer para que no lo hiciese, inició una peregrinación hacia lejanas tierras, no volviéndose a saber nunca nada más de él (3ª parte, cap. III, IV).

Hemos definido a Makar Ivánovich Dolgorukii como un acabado ejemplo literario de peregrino ruso. Alexis Marcoff se ha referido a cómo la cruel política represiva del segundo periodo del reinado de Iván IV el Terrible, iniciado en febrero de 1565, desatada por la temible Opríchina (Oprichnina), una auténtica milicia policiaca que puede considerarse el embrión del Estado totalitario que comenzará a pergeñarse en época de Pedro I el Grande, provocó no sólo el fenómeno del «cosaquismo» y del bandidaje, sino también la proliferación de santones y benditos que recorrían los caminos de Rusia sin un lugar fijo al que dirigirse. Estos peregrinos pacíficos, a diferencia de los cosacos violentos esparcidos por las tierras de Ucrania, se dirigieron a las ignotas zonas del norte, siendo el etnógrafo Sergei Maximov (1831-1901), que escribió un libro sobre este capítulo de la historia rusa titulado La Rusia errante (San Petersburgo, 1877), uno de sus principales estudiosos, cuyas conclusiones resume espléndidamente Marcoff [99]. Pero a Makar Ivánovich habría que relacionarlo sobre todo de un modo muy especial con uno de los principales textos de la espiritualidad rusa del siglo XIX, por fortuna muy difundido también en Occidente, los siete Relatos de un peregrino ruso, de autor anónimo, que narra las peripecias de un peregrino también anónimo que busca de manera incesante a alguien que le enseñe a orar. La más antigua redacción de los cuatro primeros relatos, conservada en el monasterio de Optyna Pustyn, corresponde a 1859, descubriéndose los tres restantes en 1911 entre los documentos del stárets Ambrosio de ese mismo monasterio. Aunque la primera edición de los cuatro relatos inicialmente conocidos se llevó a cabo en Kazán en 1881, bajo los auspicios del higúmeno Paisy Fiódorov (los otros tres fueron publicados por vez primera en 1911 por el monasterio de la Santísima Trinidad y San Sergio—Troitse-Sérguieva Lavra—,  a 71 km al nordeste de Moscú, en la antigua ciudad de Zagorsk, hoy Sérguiev Posad), hay que tener presente que tales breves narraciones pudieron ser perfectamente conocidas por Dostoyevski, que, al igual que otros escritores e intelectuales rusos, según hemos indicado anteriormente, visitó el monasterio de Optyna Pustyn. El alimento espiritual más importante del peregrino de la anónima narración, además de la Biblia, es la Filocalia, es decir, una colección de textos ascéticos y místicos de autores sagrados, que, en el caso de Rusia, fue la llamada Dobrotoliubie, cuya primera edición data de 1793. Los textos contenidos en la Filocalia, es decir, en ese libro que enseña a rezar, conforman una doctrina que se conoce con el nombre de «hesicasmo» (el término «hesiquia» es una traducción literal del griego ἡσυχία, que significa «quietud», «calma», «reposo», «tranquilidad»), definida por Sebastián Janeras  y Vilaró como «un sistema espiritual de orientación esencialmente contemplativa que pone la perfección del hombre en la unión con Dios por medio de la oración continua». Ahora bien, aunque el ideal del peregrino está íntimamente vinculado al de los hesicastas, el peregrino ni es un monje ni es un hesicasta. Es «un laico, hombre sencillo del pueblo», cuya aspiración máxima es hallar el método de la oración pura, a fin de poder encontrarse con Dios[100]. Eso es lo que era exactamente nuestro Makar Ivánovich, el esposo de Sofía Andréyevna.

También se ocupa ampliamente en su estudio, y con evidente delectación, Romano Guardini de Makar Ivánovich, bajo el epígrafe, que ya no puede sorprendernos, de «Makar, el peregrino». Acierta plenamente el Profesor de Tubinga cuando afirma que el alma de Makar, quien no confía en Versílov y en su proceder con Sonia, «es un alma que posee medios de comprensión mucho más profundos que los de la razón, pues posee fuera de ella, muy fuera de ella, un punto de referencia que le permite superar todas las diferencias del mundo sensible y comprenderlo todo, soportarlo todo, penetrarlo todo con amor, sin que, empero, ninguna de esas diferencias [con Versílov] quede de alguna manera anulada»[101]. A fin de complementar y contextualizar la andadura emprendida por Makar, Guardini, además del anónimo libro de los Relatos de un peregrino ruso, que menciona con el título de Vida de los peregrinos de Rusia, en una edición berlinesa de 1925, también se refiere al breve libro Caminantes de Dios, que él cita según una edición muniquesa de 1927, pero que es más conocido como El peregrino encantado (1873), del escritor Nikolai Semiónovich Leskov (1831-1895), cuyo protagonista ha sido comparado con una especie de Gil Blas ruso[102]. Makar, viene a concluir Romano Guardini, es una pura expresión de las fuerzas vivas del pueblo ruso[103], que yacen diseminadas por las vastas llanuras y bosques de ese inmenso y misterioso país. 

- V -

Ha llegado el momento de dirigir nuestra atención al principal objeto de este ensayo: la figura de Andrei Petróvich Versílov. Quiero decir, en primer lugar, que las opiniones de Ortega y Gasset sobre algunos personajes dostoyevskianos parecieran escritas como si hubiesen tenido por modelo a Versílov. Por ejemplo, cuando afirma que, al principio, el lector puede llevarse la impresión de que tales personajes están definidos de una vez y para siempre, pero lo cierto es que su carácter, su comportamiento y su evolución espiritual son mudables, inestables e incluso contradictorios. El perfil del personaje ha cambiado por completo en el ánimo del lector cuando termina de leer determinadas novelas del inabarcable escritor moscovita. Esta manera de proceder adquiere una de sus cimas en El adolescente, tanto en lo que se refiere a Arkadii como, sobre todo, a su padre. Es el propio lector el que se ve obligado a perseguir con suma atención el itinerario vital de ambos, y en esta actividad, hasta cierto punto detectivesca, lo que hace es definirlo él, no el novelista; dicho más precisamente: es Dostoyevski quien nos impele a que vayamos dibujando los serpenteantes contornos psicológicos de Versílov, a fin de que podamos construir una imagen coherente de tan complejo, versátil, resbaladizo y problemático personaje. Éste es, de hecho, uno de los principales nexos de unión entre las novelas de Dostoyevski y la vida real, pues, como sabemos y hemos experimentado múltiples veces, la existencia de una persona no viene dada de una vez, como algo inmóvil y definitivo, sino que, por su propia esencia es mudable, variable, oscilante, contradictoria, inestable. Éste sería, sin duda, uno de los grandes descubrimientos del genial escritor ruso[104].

Como todos los grandes personajes de Dostoyevski, puede afirmarse que Versílov es la encarnación de una idea, pero, como muy bien supo apreciar Berdiaev y después corroboró Pareyson, no se trata aquí de ideas rígidas, anquilosadas, hieráticas, sino de ideas dinámicas, vivientes, imbuidas de una extraordinaria dialéctica en continuo proceso de transformación[105], de tal modo que puede afirmarse sin ambages que, en los personajes dostoyevskianos, la personalidad se manifiesta a través de las ideas[106]. Las ideas, ya lo hemos dicho antes por boca del propio adolescente, absorben por completo a estos personajes, que lo mismo pueden entregarse al bien que al mal más bajo y abyecto. Estos personajes son absolutamente libres de elegir; la libertad es consustancial a su propia naturaleza, como lo es a la del hombre; de ahí que su elección pueda inclinarse hacia uno u otro lado, o se muevan a veces en una desesperante duda y ambigüedad respecto de su destino. Versílov, ya lo hemos apuntado, es arquetípico en este sentido: equívoco, contradictorio, hermético, culto, astuto, inteligente, apuesto, amante de la belleza, a veces inmoral, pero contiene en lo más profundo de su ser una pequeña llama encendida, muy débil, sí, pero encendida al fin y al cabo, que es la que, precisamente porque nunca termina por apagarse, acabará permitiendo su regeneración futura, o, al menos, que podamos presumir que esa renovación positiva de su persona, de su espíritu, es posible e incluso bastante probable, aunque Dostoyevski deja al final de la novela una especie de interrogante que debe resolver el lector. Hasta ese punto límite lleva Dostoyevski su concepción de que cada hombre posee, como uno de sus bienes más valiosos, una idea; cada hombre es portador de una idea, y esa idea constituye su secreto. Los personajes de El adolescente se devanan por averiguar cuál es ese secreto de Versílov[107], que enclaustra en las más recónditas profundidades de su alma, porque, no nos engañemos, todo lo esencial de la vida humana se resuelve a la postre en el seno del corazón del hombre[108]. No es el dinero, ni el poder, ni el sexo, ni la lucha de clases, lo que mueven el mundo, sino las ideas, ideas filosóficas, morales, o bien concepciones y creencias religiosas, que, como hemos dicho ya, pueden ser nobles, inclinadas hacia el bien, o abyectas, inclinadas hacia el mal. Eso también lo vio con prístina claridad Berdiaev a través de la lectura de Dostoyevski: si el hombre pretende convertirse en un super-hombre, si quiere convertirse en un dios y sustituir a Dios, si se ensoberbece y se cree infalible y con capacidades ilimitadas, engreído de que todo lo puede él solo, entonces el hombre acabará convirtiéndose en un homúnculo, en un sub-hombre, en un Hombre-dios que perderá la verdadera libertad, la dignidad y el sentido de la justicia, y, por lo tanto, estará dispuesto, en determinadas circunstancias y en aras de la pretendida felicidad del género humano, a construir un despiadado Estado totalitario que destruye la libertad individual como consecuencia de negar la trascendencia divina en el hombre; pero si el hombre, humildemente, acepta sus limitaciones, cree en la trascendencia, se ve hecho a imagen y semejanza de Dios, toma a Cristo como modelo y faro de su existencia, entonces, no sólo alcanzará la libertad, la que de verdad libera, sino que se reconocerá en su prójimo y alcanzará la vida eterna[109].

Si hay algo en el mundo que quiera desentrañar Arkadii, es el enigma y el secreto que se ocultan detrás de ese hombre impenetrable que es Versílov. Dostoyevski, como en otras novelas suyas, encuéntrase aquí en su verdadero elemento: en un espacio y un tiempo humanos, pero, asimismo, un espacio y un tiempo determinados por los acontecimientos espirituales que sin interrupción se suceden, donde todo transcurre en muy pocos días y en reducidos y angostos espacios, casi claustrofóbicos, en tabucos, buhardillas, tabernuchas, habitaciones alquiladas o mansiones, pero, si se trata de estas últimas, sin que el escritor se detenga en mostrarnos sus magnificencia, como hace con tanta maestría Tolstoi, pues lo suyo es mostrarnos lo que acontece en los oscuros recovecos interiores de los seres que las habitan. Ni rastro alguno de naturaleza, sólo algunas leves indicaciones sobre el río Neva, pero como mera orientación topográfica, al referirse, por ejemplo, a los puentes que lo atraviesan, para que el lector sepa hacia qué calle se dirigen estos atareados y siempre ocupados personajes, que, como muy bien observó Pareyson, no trabajan como las personas normales, no laboran en nada en concreto, pues están febrilmente dedicados a resolver, como obsesos, como seres paranoicos y pacientes de una dolencia patológica, el enigma insondable del destino del hombre[110].

A Versílov le preocupa que sus palabras no puedan ser entendidas, que no consiga transmitir a través de ellas lo que piensa o lo que siente. De ahí que le diga a su hijo en una de sus frecuentes conversaciones: «¡Ah, también a ti te hace sufrir que el pensamiento no cuaje en palabras! Es un noble sufrimiento, amigo mío, y que sólo sienten los escogidos; el imbécil siempre está contento de lo que ha dicho, y siempre, también, dice más de lo necesario» (1ª parte, cap. VII, I). Repárese en su sentimiento de superioridad, en su soberbia, en su dificultad para expresarse sin poder rebajar simultáneamente a otra persona; y eso, con independencia de que lleve razón, de que la mayor parte de las cosas que dice en estas u otras circunstancias parecidas sean verdad y respondan a la percepción de la mediocridad de los seres a los que se refiere.

En este mismo diálogo, padre e hijo hablan de Sofía Andréyevna. Versílov, como siempre, inesperadamente, le dice una de sus enigmáticas frases: «La mujer rusa… nunca es mujer». Es una especie de paradójica respuesta a la pregunta de Arkadii, poco antes, sobre qué pudo Versílov amar en Sonia. Las relaciones entre ambos amantes se han basado en veinte años de silencio. Sonia, la mujer abnegada, callada, sufriente, enamorada; pero aquí Versílov rompe una lanza por ella, ¡y qué lanza! Porque al expresarle confidencialmente a su hijo que «la mujer rusa… nunca es mujer», lo que quiere decirle es que la mujer rusa no es una prostituta; que, aun siendo aparentemente una prostituta y venda su cuerpo para poder vivir, su alma no está envilecida, pues se mantiene limpia, como siempre se mantuvieron puras Sonia Marmeládov o Nastasia Filíppovna. La mujer rusa, para que no haya equívocos aquí con respecto a Sofía, no practica un amor mercenario cuando ama. Por eso no es mujer, en el sentido prosaico y pedestre del término, adquiriendo así caracteres espirituales de virgen y de santa, y no olvidemos que en algunos casos, en muchos casos incluso, esas mismas vírgenes y santas han sido las más grandes «pecadoras». Pero, sin embargo, están limpias de pecado. Estas paradojas, como señalaría Kierkegaard, no están hechas para que las comprenda la razón, sino para que las sienta el espíritu, que está situada en un plano, por infinitamente más elevado, distinto.

Antes hemos reproducido las palabras de Versílov acerca de Sofía Andréyevna, en las que ponderaba su mansedumbre, sumisión y timidez, pero reconociendo asimismo la extraordinaria energía que la caracterizaba.  En la frase inmediatamente anterior, sin embargo, le decía a su hijo Arkadii que, cuando inopinadamente se iba de casa, volvía siempre, porque los hombres vuelven siempre, siendo éste un rasgo de su magnanimidad: «Si el matrimonio dependiese únicamente de la mujer…, ni un solo matrimonio duraría». Son estos giros bruscos de su pensamiento, de sus sentimientos, estas contradicciones de su personalidad, los que fascinan a Arkadii, provocándole al mismo tiempo sentimientos de amor y de rechazo hacia su padre. En otra ocasión (2ª parte, cap. I, III) le confiesa a su hijo que, al principio de su relación con Sofía, solía decirle que, aun cuando le hiciese sufrir, si ella se muriese, él se mataría luego, pues no podría soportarlo. Aquellos sentimientos se manifestaban de modos diversos. Una vez, cogióle la mano a Versílov y púsose a besársela con ansia repetidamente (2ª parte, cap. I, II). Algún tiempo antes de esa demostración de cariño, miró con malos ojos Versílov a su hijo, por algo que no viene al caso, o así creyó percibirlo él, y, sin embargo, pensó para sí Arkadii: «Si yo no lo quisiese, no me alegraría tanto con su odio» (1ª parte, cap. IX, III). Versílov ha hablado de la energía de Sonia. Para Dostoyevski, la mujer rusa no sólo es valiente, sino que posee un innato sentido de la justicia y es capaz de una inmensa capacidad de sacrificio. Así lo expresa en el famosísimo discurso sobre Puschkin, inserto en el Diario de un escritor (año 1880, agosto, cap. I, II), que pronunció el 8 de junio de 1880, en Moscú, con motivo de erigírsele una estatua al padre de la literatura rusa contemporánea: «La mujer rusa es valerosa. La mujer rusa va derecha con intrepidez a lo que cree justo, y así lo tiene demostrado». Esa capacidad de sacrificio, es decir, sustancialmente no alcanzar la felicidad propia a costa de hacer infeliz a otro, la ve Dostoyevski reflejada, cual en ningún otro lugar, en el extraordinario personaje de Tatiana Larina de la «novela inmortal» Yevguenii Onieguin [111], una mujer llena de «pureza y delicadeza, y con el propio corazón henchido de amargura», precisamente porque, amando con toda su alma y todo su corazón a Onieguin, que, en cambio, la ama a ella por capricho y de manera voluble e inconstante, no puede irse con él, tan joven y apuesto, porque le ha dado «su palabra […] a ese viejo general, a su marido, al hombre honrado que la ama, la estima y está de ella orgulloso». Tatiana sabe, a pesar de su juventud, y ahí está la grandeza de su espíritu—como la Liza de Nido de nobles de Iván Turguéniev [112] (quien no se esperaba en absoluto, sentado como estaba entre el auditorio, que, salvo la natural referencia constante a los personajes y obras de Puschkin, fuese ésta la única alusión a un personaje de la literatura rusa en todo el insuperable discurso, hasta el punto que, siendo como eran adversarios y tan distintos en todo, se fundieron en un abrazo al terminar la conferencia)—, que «la dicha no se cifra únicamente en las delicias del amor, sino también en la superior armonía del espíritu»[113].

La intención de Versílov en los extensos diálogos que mantiene con Arkadii no es explícitamente pedagógica, ni tampoco pretende ejercer una especie de magisterio moral o intelectual sobre el adolescente, al que repetidas veces llama algo así como «joven amigo» o «querido amigo» o «palomito mío». Versílov habla, habla mucho cuando se decide a hacerlo, no sólo porque sea un hombre locuaz cuando las circunstancias predisponen a ello, sino porque hablando, dando libre curso a sus ideas, pensamientos y creencias, él mismo, simultáneamente, se las aclara, ordena y organiza, aunque lo fundamental es la necesidad que tiene de exteriorizarlas cuando se halla cómodo, rodeado de buena compañía, y desde luego la de Arkadii le transmite una sensación muy positiva, le despierta sus mejores sentimientos, que, como decíamos antes, irá su hijo descubriendo por sí mismo de manera paulatina.

Entre las ideas que expresa Versílov está la alabanza que hace del silencio: «Amigo mío, ten presente que callar es bueno, inofensivo y hermoso […] El silencio es siempre bello». La ponderación acerca del silencio—y no debemos olvidar que la conversación está girando indistintamente sobre ideas políticas, filosóficas, morales y religiosas—, ha sido una constante tanto de la mística occidental como de los Padres de la Iglesia oriental. En el libro del Beato Enrique Suso al que ya nos hemos referido, hay una explícita exhortación al silencio, «De la útil virtud llamada silencio», que es como se titula el capítulo 14: «El Servidor sentía en su interior el deseo de llegar a la verdadera paz de su corazón y pensaba que el silencio le sería útil»[114]. Algunos críticos mostrencos, que se empeñan en convertir a Dostoyevski en un eslavófilo fanático e integrista, guiados quizás por las páginas del Diario de un escritor, aunque en absoluto sean razón suficiente para fundamentar la caricatura que pretenden hacer del gran escritor ruso, no sólo olvidan con demasiada frecuencia el contenido de sus novelas, lo que dicen, piensan y sienten sus personajes, sino que también ignoran, no sé si maliciosamente, la formidable cultura respecto de la civilización europea cristiana occidental que poseía Dostoyevski, especialmente de España, Francia, Alemania, Inglaterra e Italia. No debe sorprendernos, pues, su conocimiento, directo o indirecto, de la mística renana bajomedieval. A esos críticos les ocurre un poco lo que, entre nosotros, algunos han intentado hacer de don Miguel de Unamuno: una ridícula y esperpéntica caricatura, cuando el verdadero esperpento son ellos mismos. Se aferran patéticamente a unas cuantas frases tópicas, que sacan, naturalmente, de contexto, violentándolas y tergiversándolas. Por ejemplo, las célebres de que hay que españolizar Europa o el ¡Que inventen ellos! Se agarran a ellas como a clavos ardiendo, y, por lo que suelen decir del Rector salmantino, se infiere que prácticamente no lo han leído. Si lo hubiesen hecho, reconocerían que el pensador bilbaíno era, en su tiempo, y muy posiblemente en todo el primer tercio del siglo pasado, el español que mejor conocía la cultura y la civilización europeas, en algunos aspectos con mayor profundidad que el propio Ortega, estando perfectamente enterado de lo mejor que se publicaba en los ámbitos de la literatura, el pensamiento y la teología en el viejo continente. Un libro como Del sentimiento trágico de la vida, rezuma cultura europea, alta cultura europea, por todos sus poros. Pero los mediocres y los mezquinos sienten envidia, una envidia atroz, del espíritu selecto y superior. Ésa es la envidia que mejor los caracteriza, al tiempo que los convierte en irrelevantes.

No obstante la referencia a Seuse, es indudable que la tradición que mejor conocía Dostoyevski en materia religiosa era la de la Iglesia ortodoxa y la de los Santos Padres del Oriente cristiano, que es la que le inspira esas figuras de honda significación religiosa de algunas de sus novelas, más puntos de referencia y modelos morales que personajes entremezclados en las luchas y avatares del mundo, tales como el obispo Tijón Sandoskii de «La confesión de Stavroguin», el capítulo suprimido de Demonios, el stárets Zósima de Los hermanos Karamásovi o el propio Makar Ivánovich de El adolescente. Al comentar el sentido de la plegaria espiritual o la contemplación que lleva a la paz absoluta y al reposo, de que habla San Isaac Siríaco, el estudioso Vladimir Lossky relaciona las palabras del santo—tales como: «Al haber adquirido la pureza absoluta, los movimientos del alma participan en las energías del Espíritu Santo […] La naturaleza permanece sin movimiento, sin acción, sin memoria de las cosas terrenales»—con «“el silencio del espíritu”, que es superior a la oración, [con el] “arrobamiento” del espíritu en estado de “silencio”»[115].

Otra idea de Versílov es esa en la que antepone el heroísmo a la felicidad, idea desprendida como el fruto maduro del árbol después de haberle manifestado inmediatamente antes a Arkadii, en la misma frase, que nunca le impondría «ninguna virtud burguesa» a cambio de sus ideales, pues hace algún tiempo que viene advirtiendo que Arkadii persigue un ideal. La exaltación del heroísmo, el escepticismo ante la felicidad y la subordinación de las virtudes burguesas, esto es, europeas, respecto de los ideales, revelan que Versílov no sólo es consecuente con esos ideales que debieran distinguir a la clase noble a la que pertenece por nacimiento, sino que, a pesar de su «liberalismo» y de su confianza en el desarrollo económico y cultural de Rusia, es también un crítico de la razón ilustrada burguesa, especialmente de esa «virtud burguesa» que se emparenta con el utilitarismo y el grosero beneficio económico.

Pero no olvidemos que Versílov, como analizaremos más detalladamente después, es una víctima del desdoblamiento, y su alma y su pensamiento está aprisionados por terribles contradicciones, por ideas enfrentadas, por juicios morales que se contrarrestan los unos a los otros. A veces se deja llevar por un realismo que casi nos recuerda a Maquiavelo o a Hobbes, o, si se prefiere, por un inevitable pesimismo respecto de la condición humana, de su ruindad intrínseca y de la imposibilidad que tienen los hombres de amar desinteresadamente a sus semejantes. Así se lo manifiesta a un desconcertado, al tiempo que embelesado Arkadii, en otra conversación posterior a la que acabamos de aludir, al final del primer capítulo de la 2ª parte. Le dice: «Amigo mío…, amor a la gente, tal y como es, resulta imposible. Y, sin embargo, es un deber. Así, que hazles bien, contrariando tus sentimientos, tapándote la nariz y cerrando los ojos […] Sufre el mal que te hagan; no te enojes con ellos, a ser posible, teniendo en cuenta que también tú eres hombre […] Los hombres, por naturaleza, son ruines y gustan de amar por miedo; no les inspires un amor así, y no dejarán de despreciarte. No sé dónde, en el Corán, manda Alá al Profeta mirar a los tercos como a ratones, hacerles bien y pasar de largo…[116] Es un poco arrogante, pero verdad. Aprende a despreciarlos también, aunque sean buenos, porque es lo más frecuente que sean también antipáticos […] Amar al prójimo y no despreciarlo… es imposible. A mi juicio, el hombre ha sido criado con la imposibilidad física de amar a su prójimo […], y eso del amor a la Humanidad  ha de entenderse sólo para aquella humanidad que tú mismo has creado en tu alma…». Arkadii le replica: «¿Cómo después de esto pueden llamarle a usted cristiano?» «Pero ¿quién me llama a mí eso?», contesta Versílov, y dio por zanjada la conversación.

Nunca podemos perder de vista que Versílov habla como si lo estuviese haciendo en realidad consigo mismo, y que sus profundos juicios son cambiantes, contradictorios,  no por inmadurez, frivolidad o inconsistencia espiritual, sino, precisamente, por todo lo contrario, por el tremendo combate que tiene lugar en su alma, por su desgarramiento interior, por su permanente balanceo entre el bien y el mal, entre la generosidad y el egoísmo, entre el amor y el desprecio. Las fuerzas del bien acabarán triunfando en su seno, pero la lucha ha tenido que ser titánica, casi sobrehumana, y no cabe duda alguna que la actitud de la dulcísima Sofía Andréyevna y la paz interior que emana tan naturalmente de Makar Ivánovich han sido determinantes en esa victoria.

En otra ocasión, en presencia de Tatiana Pávlovna y de Sofía Andréyevna, en un diálogo al que ya he hecho referencia, dícele Versílov a su hijo que «sin desdicha, no vale la pena vivir». Arkadii lo tilda entonces de «feroz reaccionario» y le reprocha que no les diga a los demás francamente las cosas a la cara, a lo que Versílov le responde que ni quiere ni puede «juzgar a nadie». «¿Por qué no quiere, por qué no puede?», le pregunta en el fondo irritado Arkadii; y Versílov da una de esas respuestas suyas al mismo tiempo profundas, enigmáticas, paradójicas y misteriosas: «Por pereza y por repugnancia. Una mujer inteligente [inmediatamente después se aclara que se trata de Tatiana Pávlovna] me dijo una vez que yo no tenía derecho a juzgar a los demás, porque no sabía sufrir, y que para erigirse en juez del prójimo era preciso adquirir mediante el sufrimiento el derecho a serlo» (2ª parte, cap. V, I). Evdokimov nos recuerda las palabras de ese embarazoso católico francés que fue León Bloy: «El sufrimiento pasa; haber sufrido no pasa jamás»[117]. El hombre del subterráneo, ese «nihilista moral» en palabras de Cansinos Asséns, que a sí mismo, en la primera línea de sus Memorias del subsuelo (1864) se autocalifica de «malo», escribe este par de sobrecogedoras frases: «Sin embargo, seguro estoy de que el hombre no dejará nunca de amar el verdadero sufrimiento, la destrucción y el caos. El sufrimiento es la única causa de la conciencia»[118].  Versílov no se está refiriendo a ese sufrimiento inútil de los débiles y de los indefensos que tanto laceraba a Iván Karamásov, sino al sufrimiento como vía de expiación, autopunitiva, sin la cual no puede alcanzarse la auténtica libertad ni la verdadera regeneración. El referente, una vez más, por supuesto que no puede ser otro que el sufrimiento de Cristo como hombre. Pero el hombre del subsuelo, como Stavroguin, es un descreído absoluto. No cree en Dios, luego no puede regenerarse. En cambio, el Servidor, en el libro Vida del Beato Suso, oye en su interior estas palabras de Dios: «Debes traspasar mi humanidad sufriente, si has de llegar verdaderamente a mi Deidad desnuda»[119]. 

- VI -

Junto con Iván Karamásov, Andrei Petróvich Versílov es uno de los personajes más cultos e intelectuales de toda la producción novelística dostoyevskiana. Además de haber leído mucho y de haber asimilado una inmensa multitud de ideas y de acontecimientos históricos, Versílov es un hombre que tiene una refinada sensibilidad estética, que sabe, sin duda, apreciar la belleza, bien se encarne ésta en una mujer o en obras plásticas y arquitectónicas. Una de las muestras más sobresalientes de esa exquisitez es el ponderado juicio estético que le hace a su hijo de un retrato fotográfico de Sofía Andréyevna, un retrato que estaba colgado «encima de la mesa escritorio» de una de las habitaciones de un piso que había alquilado Tatiana Pávlovna por orden de Versílov, y que cuando Arkadii entró por vez primera allí llamó de inmediato su atención, no ya por el «magnífico marco tallado» y «por sus extraordinarias dimensiones», sino, sobre todo, por el «extraordinario parecido […] espiritual» que guardaba con la retratada, hasta el punto de que parecía pintura y no una reproducción mecánica. A Versílov agradóle que su hijo se fijase en esa rara, por lo inhabitual, fotografía de su madre, y lo demostró, a pesar de su «palidez», inundándosele los ojos,  «intensos» y «ardientes», de una radiante  «alegría» llena de «fuerza»; era la primera vez que Arkadii veía esa expresión en los ojos de su padre. El entusiasmo de Arkadii se muestra de golpe: «¡No sabía que usted quisiese tanto a mamá!», comprensible efusión del joven ante el hecho de tener el retrato colocado en lugar tan principal y desde hacía algún tiempo, pues se trataba de una fotografía de Sonia realizada en el extranjero, sin duda una íntima demostración de cariño, que, además, define perfectamente el carácter de Versílov, pues él no es hombre que exprese sus sentimientos teatralmente y con aspavientos, ni siquiera de manera explícita, sino de manera recogida y casi secreta. Eso lo sabe muy bien Sofía, y, desde hace algún tiempo, también está empezando a descubrirlo Arkadii. La sonrisa beatífica de Versílov— percibe de inmediato y piensa para sí su hijo—«traslucía algo doloroso o, mejor dicho, algo humano, elevado…, no acierto a expresarlo; pero las personas muy cultas no pueden tener caras triunfal y victoriosamente felices». Es entonces cuando Versílov, después de descolgar y volver a colocar en su sitio el retrato, le dice a su hijo: «…las fotografías rara vez salen parecidas, y se comprende: el mismo original, es decir, cada uno de nosotros, muy raras veces se parece a sí mismo. Sólo en raros instantes la cara del hombre expresa su rasgo principal, su idea más característica. El artista estudia el semblante y adivina esa idea principal de la persona, aunque en el momento en que la está pintando no la tenga en su rostro. La fotografía coge al hombre tal y como lo encuentra […] Pero aquí, en este retrato, el sol, cual expresamente, encontró a Sonia en su momento principal… de su púdico, íntimo amor y su arisca, asustadiza castidad». Bellísima y agudísima descripción, que revela que Dostoyevski, si bien no es un escritor que se prodigue en hacer en sus novelas análisis o descripciones de obras de arte, cuando lo hace demuestra ser un esteta consumado, y ello está relacionado de modo muy especial con el hecho de que Dostoyevski, aun apreciando enormemente la técnica y los valores formales de las obras artísticas, lo que de verdad captaba en ellas era su espíritu, el componente espiritual, misterioso, intangible, de esas creaciones, que, al fin y al cabo, es lo que hace que una obra artística se adentre en el ignoto territorio del Arte. Ya lo demostró en El idiota con la sobrecogedora descripción de Ippolit Teréntiev de una copia del Cristo muerto de Hans Holbein el Joven del Museo de Basilea, que tanto impresionó en el verano de 1867 al propio escritor. Y ahora, en esta descripción del retrato de Sonia, es como si Versílov tuviese delante una obra de la intensidad psicológica y espiritual de la Betsabé de Rembrandt que guarda el Louvre. Del mismo modo que en ese lienzo único en el mundo nos muestra el genio holandés la quintaesencia de la turbación femenina, Versílov se detiene en algo dificilísimo, prácticamente imposible de capturar por una cámara fotográfica o por el pincel de un pintor: el íntimo pudor de una mujer limpia de corazón, esa «asustadiza castidad», dos palabras que en sí mismas constituyen una calificación insuperable y que consiguen penetrar hasta en lo más escondido del ser de la mujer amada. ¡Cuánto debió aprender Arkadii de estas palabras de su padre! Pero no por la cultura estética que rezuman, sino por su infinita sutileza espiritual. No puede uno por menos de acordarse de otros dos retratos, esta vez cinematográficos, del alma femenina, verdaderamente insondables en su elevación estética y en su intensa espiritualidad: el de Kenji Mizoguchi en La emperatriz Yang Kwei-Fei (1955) y el de Dreyer en Gertrud (1964). No obstante, por las palabras de Versílov y la impresión causada por el retrato a Arkadii, que para él semejaba una pintura, podemos deducir que estamos ante uno de esos retratos fotográficos pictorialistas en los que la fotógrafa inglesa Julia Margaret Cameron alcanzó una maestría inigualable, llena de fascinación, misterio, indagación psicológica, radiografía del alma a través del semblante y dominio de los contrastes de luz y sombra. Magníficos ejemplos de lo que digo son dos retratos, dos copias a la albúmina, realizados por ella en 1867, uno al escritor Thomas Carlyle y el otro a la señora Herbert Duckworth (luego Leslie Stephen), madre de la turbadora escritora inglesa Virginia Woolf, en el que resulta evidente el gran parecido físico entre una y otra. En el de Carlyle, que nos lo muestra de frente, con los ojos bajo la penumbra, la cámara deliberadamente se ha movido y es como si el retrato presentase un ligerísimo y casi imperceptible desenfoque. Es con seguridad el mejor retrato del autor de Los héroes, pero no debió agradarle mucho cuando le escribió en una carta a la fotógrafa: «Es como si de repente comenzara a hablar, terriblemente feo y abatido». La referencia al habla no extraña en quien hizo de la conferencia un auténtico arte. El de Leslie Stephen nos la muestra con el esbelto cuello ligeramente de lado, de tal modo que el músculo esternocleidomastoideo lo divide de manera simétrica en una zona oscura y otra intensamente iluminada, mientras que el rostro de perfil, iluminado graduando sutilmente las oscuras sombras, nos evoca la estética prerrafaelista de un Dante Gabriel Rossetti[120]. En cuanto a la decisiva importancia de la figura humana en el nuevo arte fotográfico, fue certeramente señalada por Walter Benjamin en 1931: «… para la fotografía, la renuncia al hombre es la más irrealizable de todas»[121].

De igual modo que Versílov ha elogiado tan delicadamente la belleza de Sofía, reflexiona con semejante profundidad sobre la ineluctable relación entre la rápida decadencia física de la mujer rusa y su inmensa capacidad de amor y de entrega al ser amado: «Las mujeres rusas se afean aprisa, su belleza no hace más que pasar, y, a decir verdad, eso se debe, no sólo a las peculiaridades étnicas del tipo, sino también a que saben amar sin reservas. La rusa lo da todo de una vez cuando ama…, así el momento actual como su destino, el presente y el futuro; no saben ahorrar, no guardan provisiones y su belleza no tarda en consumirse en bien del que aman» (3ª parte, cap. VII, I). 

- VII -

Orientemos nuestra mirada ya sobre varias de las más caudalosas corrientes de ideas que surcan  El adolescente, que son las que tienen que ver con la actividad política, la organización de la sociedad, otra vez el ateísmo, la «Idea Rusa» y la Filosofía de la Historia en general, principalmente en lo que conciernen al personaje de Versílov, que es el que ofrece, con abrumadora diferencia, una mayor riqueza de pensamiento sobre todos estos asuntos, íntimamente vinculados tanto a la potencia y desarrollo del intelecto como a la esencia y evolución del espíritu en el hombre.

Siempre que tiene oportunidad, Versílov le da buenos consejos a su hijo, por ejemplo cuando le recomienda que lea los diez mandamientos, que sea honrado y que no mienta, que no sea codicioso ni ambicione los bienes de su prójimo. En este mismo diálogo (2ª parte, cap. I, IV), se traslucen algunas de las ideas más arraigadas de Versílov, en las que no podemos por menos que deducir que es el propio Dostoyevski el que está hablando por boca de su personaje; en realidad, Dostoyevski habla por boca de todos sus personajes[122], pues todos ellos manifiestan en alguna u otra ocasión sentimientos, ideas y creencias muy enraizadas en el escritor; de ahí la imposibilidad, como han pretendido algunos críticos con una evidente falta de rigor, de constreñir y de reducir al gran escritor moscovita a una personalidad maniquea, simplista y sectaria, pues de ese modo terminan por hacer de él una mezquina caricatura, negando la extraordinaria riqueza dialéctica de su dinámico pensamiento. En ese diálogo, decía, le hace Versílov a su hijo una sutil e inteligente crítica de Juan Jacobo Rousseau, a quien no nombra directamente, limitándose a esclarecer, ante la incomprensión de Arkadii por la expresión que emplea su padre, que «la idea ginebrina es… la virtud sin Cristo, amigo mío; la idea actual, o, mejor dicho, la idea de toda la civilización actual». La frase, como habrá captado de inmediato el lector, es extraordinariamente profunda, por afilada y penetrante. No sólo muestra su rechazo Versílov a la razón ilustrada deísta o simplemente atea, a esa virtud que se manifestará tan sangrientamente en Robespierre y en Saint-Just, sino que su dardo lo está dirigiendo, principalmente, contra la descreída intelligentsia nihilista de su época, esa misma que nutrirá muy pocas décadas después las filas del bolchevismo. Ahora bien, lo que Versílov denomina «idea ginebrina», en principio, se refiere directamente a Juan Jacobo Rousseau, esto es, a un heredero, en lo que concierne a la concepción del Estado, de Nicolás Maquiavelo y de Thomas Hobbes. Porque esa «idea ginebrina» alude de manera implícita al plan de cómo deben estar configurados la sociedad y el Estado, afectándole, por tanto, de manera principalísima al individuo, al individuo concreto con nombre y apellidos, supuesto poseedor, desde finales del siglo XVIII, de unos derechos inalienables que nadie está autorizado a conculcarle, pero que, de hecho, le han sido sistemáticamente conculcados desde entonces, incluso en los Estados democráticos contemporáneos, que, no está de más recordarlo, son palmariamente escasos. Me interesa aquí sobre todo precisar un par de cuestiones sobre Maquiavelo, antes de centrarme, muy brevemente, en Rousseau, por el que sentía Dostoyevski desde hacía tiempo una particular aversión. Recordemos a este propósito las palabras del hombre del subsuelo (Memorias del subsuelo, cap. XI): «Según [Heinrich] Heine, Rousseau, por ejemplo, mintió en sus Confesiones, y hasta lo hizo adrede, por vanidad. Seguro estoy de que Heine acertó; comprendo que alguna vez y por vanidad únicamente será posible acusarse de culpas, así como concibo la índole de tal vanidad. Pero Heine juzgaba así de un hombre que se confesaba con el público»[123].

En los capítulos VI y VII de El Príncipe, se ocupa expresamente Maquiavelo de poner de relieve la importancia de la virtù y de la fortuna para la más eficaz conservación del poder del Estado por el príncipe. El término virtù en Maquiavelo, como comprendieron lúcidamente, entre otros, Friedrich Meinecke (1862-1954), Ernst Cassirer (1874-1945) y George Holland Sabine (1880-1961), es un vocablo extremadamente rico, variado, fluctuante, dinámico y acomodaticio, «tomado de la tradición antigua y humanista, pero sentido y conformado por él de una manera rigurosamente individual; un concepto que abarcaba elementos éticos» y que se relaciona con el «heroísmo y fuerza para grandes hazañas políticas y guerreras, y, sobre todo, para la fundación y mantenimiento de Estados florecientes, especialmente los Estados basados en la libertad»[124]. En ese mismo párrafo, el gran profesor de Berlín subraya la importancia que en la teoría política de Maquiavelo tiene la división entre una virtù «originaria» y otra «derivada», pues con ello está indicando que «lejos de creer ingenuamente en la virtud natural e inquebrantable del republicano […] consideraba la república más desde arriba, desde el punto de vista del gobernante, que desde abajo, desde el punto de vista de la forma democrática». La fortuna, de otro lado, es un concepto incómodo para Maquiavelo, pues introduce un elemento irracional, azaroso, incontrolable, caprichoso, en la dirección del Estado. A este ineludible factor le dedicará el curioso capítulo XXV de El Príncipe, concluyendo que «creo que quizás es verdad que la fortuna es árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que también es verdad que nos deja gobernar la otra mitad, o casi, a nosotros»[125]. Uno de los que mejor han sabido ver esta lucha de Maquiavelo contra el hecho de que no todo puede explicarlo la razón, y, de ahí, la presencia de la fortuna, ha sido el eminente filósofo neokantiano Ernst Cassirer[126]. Pero aún hay otro tercer elemento, la necessità, en la que se detiene sobre todo en los Discorsi. Meinecke la define como «la fuerza causal, el medio para dar a la masa inerte la forma requerida por la virtù»[127]. Sobre ella, dice Maquiavelo en el Libro I de los Discorsi: «Ya que los hombres obran por necesidad o por libre elección, y vemos que hay mayor virtud allí donde la libertad de elección es menor»[128], constatamos que «la necesidad nos lleva a muchas cosas que no hubiéramos alcanzado por la razón»[129]. El Príncipe no es un tratado de ética ni un manual de virtudes políticas, sus juicios no son morales, sino políticos, y lo que de verdad le parece imperdonable a Maquiavelo en quien tiene la responsabilidad de dirigir el Estado no son sus crímenes, sino sus errores; en definitiva, como concluye Cassirer, El Príncipe no es un libro moral ni inmoral: es simplemente un libro técnico[130]. Cualquier medio es admitido siempre que le permita al príncipe mantenerse en el ejercicio del Poder y engrandecer el Estado: «Y aún más, que no se preocupe [el príncipe] de caer en la infamia de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el Estado; porque si consideramos todo cuidadosamente, encontraremos algo que parecerá virtud, pero que si lo siguiese sería su ruina y algo que parecerá vicio pero que, siguiéndolo, le proporcionará la seguridad y el bienestar propio»[131]. ¿Será El Príncipe  también—lo que resultaría escalofriante—un tratado amoral? Tanto Sabine como Cassirer han resaltado la indiferencia moral de Maquiavelo. Mientras Marsilio de Padua—afirma Sabine—relegaba la religión cristiana a una esfera ultramundana y defendía la autonomía de la razón, Maquiavelo ve en la religión cristiana una muestra de la debilidad del carácter, no siendo convenientes sus principios éticos para la dirección del Estado, a diferencia de las religiones griega y romana de la Antigüedad, mucho más viriles[132]. Maquiavelo lo expresa de esta manera: «Nuestra religión ha glorificado más a los hombres contemplativos que a los activos. A esto se añade que ha puesto el mayor bien en la humildad, la abyección y el desprecio de las cosas humanas, mientras que la otra lo ponía en la grandeza de ánimo, en la fortaleza corporal y en todas las cosas adecuadas para hacer fuertes a los hombres»[133]. Sorprende sobremanera que Maquiavelo, por mucho que estuviese empeñado en la completa secularización de la vida política, equipare la humildad cristiana con la abyección; ¿es que la humildad en un ser humano lo lleva por ventura a la abyección, esto es, a la ruindad y a la bajeza moral más absolutas, al desprecio de la dignidad propia? Sin pretender hacer retórica fácil, es muy posible que esta última cita de Maquiavelo la suscribiesen sin ambages hombres como Hitler y Stalin. ¿Qué pensaría Dostoyevski de este furibundo desprecio hacia el mensaje evangélico? Lo que sí que sabemos es que no aprobaba ni la felicidad que se sustenta en la injusticia, ni la superioridad del Estado sobre el individuo, lo que significa negar rotundamente la razón de Estado: «…¿qué felicidad es esa que se logra al precio de la injusticia y los desollamientos? Lo que es verdad para el hombre en cuanto individuo, verdad debe ser también para el Estado», nos dice en el Diario de un escritor (febrero 1877, cap. I, IV)[134].

En cuanto al ciudadano de Ginebra, él es, antes de Hegel y después de Hobbes, uno de los inventores de la idea abstracta del Estado. Entre los primeros espíritus rusos que advirtieron la falacia de Rousseau, su profunda concepción autoritaria y estatalista de la sociedad, se halla Mijaíl Bakunin, que, aunque ateo, participa con su alma romántica de parecidas contradicciones a las dostoyevskianas y está muy preocupado, si bien con una solución claramente errónea e innegablemente destructiva, por preservar la libertad individual, a la que serían indiferentes o ajenos Carlos Marx y Lenin. En uno de sus textos más importantes, dice Bakunin: «Fue una gran falacia por parte de Jean Jacques Rousseau haber supuesto que la sociedad primitiva se constituyó por un contrato libre pactado entre salvajes […] Las consecuencias del contrato social son de hecho desastrosas, porque llevan a una absoluta dominación por parte del Estado, aunque el propio principio, tomado como punto de partida, pareciese extremadamente liberal en cuanto a su carácter»[135]. La mixtificación, la hipocresía y la asfixia de la libertad que contiene en buena dosis el pensamiento de Rousseau, queda patente en su obra máxima: «A fin, pues, de que el pacto social no sea un vano formulario, implica tácitamente el compromiso, el único que puede dar fuerza a los demás, de que quien rehúse obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo: lo cual no significa sino que se le forzará a ser libre»[136]. Ya tenemos aquí la dictadura de la libertad de Robespierre avant la lettre. En Rousseau, antes que en Hegel, advertimos un siniestro sometimiento del individuo al Estado: «Quien quiere el fin quiere también los medios, y estos medios son inseparables de algunos riesgos, de algunas pérdidas incluso. Quien quiere conservar su vida a expensas de los demás, debe darla también por ellos cuando hace falta. Ahora bien, el ciudadano no es ya juez del peligro al que la ley quiere que se exponga, y cuando el príncipe le ha dicho: es oportuno para el Estado que mueras, debe morir; puesto que sólo con esta condición ha vivido seguro hasta entonces, y dado que su vida no es sólo un beneficio de la naturaleza, sino un don condicional del Estado»[137]. Cualquiera que haya leído ciertos textos de Lenin y de Mussolini podrá comprobar cuál era para ambos una de sus principales fuentes nutricias. Las ideas de Rousseau, como discernió muy bien el intelectual anarquista alemán Rudolf  Rocker (Maguncia, 1873-Chicago, 1958) [138], contienen un aspecto antihumano y dictatorial ajeno por completo al espíritu del liberalismo de John Locke. Dice de nuevo Rousseau: «Quien se atreve con la empresa de instituir un pueblo debe sentirse en condiciones de cambiar, por así decir, la naturaleza humana; de transformar cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del que ese individuo recibe en cierta forma su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para reforzarla; de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que todos hemos recibido de la naturaleza. En una palabra, tiene que quitar al hombre sus propias fuerzas para darle las que le son extrañas y de las que no puede hacer uso sin la ayuda de los demás. Cuanto más muertas y aniquiladas están esas fuerzas, más grandes y duraderas son las adquiridas, y más sólida y perfecta es también la institución»[139]. El individuo, pues, como parte de un engranaje y de una maquinaria al servicio del Estado, llevada posteriormente a la práctica por los regímenes totalitarios. Este ciudadano de Ginebra, que tanto preconizaba la «vuelta a la naturaleza», nos muestra la fría lógica abstracta de un deshumanizado matemático: «El hombre de la naturaleza lo es todo para sí; él es la unidad numérica, el entero absoluto que no tiene más relación que consigo mismo o con su semejante. El hombre civilizado es una unidad fraccionaria que determina el denominador y cuyo valor expresa su relación con el entero, que es el cuerpo social»[140].

Pero quien de veras desenmascaró la falacia hipostática roussoniana de la volonté générale, que aplasta y suplanta a la volonté de tous, fue Hannah Arendt en su célebre ensayo Sobre la Revolución (1962), donde, con una lucidez crítica difícilmente comparable, afirma que la diferencia de principio más importante, desde el punto de vista histórico, entre la Revolución norteamericana y la Revolución francesa, estriba en la «afirmación únicamente compartida por la última, según la cual “la ley es expresión de la Voluntad General” (como puede leerse  en el artículo VI  de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789), una fórmula que no se encontrará, por más que se busque, en la Declaración de Independencia o en la Constitución de los Estados Unidos». La «voluntad general» de Rousseau, que es la única que admite Robespierre, es todavía esa «voluntad divina» de la monarquía absoluta «cuyo solo querer basta para producir la ley». Esta argucia jurídica tiene su fundamento y su explicación en la deificación del pueblo que se llevó a cabo en la Revolución francesa, y que, para Hannah Arendt, «fue consecuencia inevitable del intento de hacer derivar, a la vez, ley y poder de la misma fuente. La pretensión de la monarquía absoluta de fundamentarse en un “derecho divino” había modelado el poder secular a imagen de un dios que era a la vez omnipotente y legislador del universo, es decir, a imagen del Dios cuya Voluntad es la Ley». Los Padres Fundadores no cometieron la desastrosa equivocación posterior de los revolucionarios franceses de confundir el origen del poder con la fuente de la ley. Para los Padres Fundadores, el origen del poder brota desde abajo, del «arraigo espontáneo» del pueblo, pero la fuente de la ley tiene su puesto «arriba», en alguna región más elevada y trascendente. Es en el curso de los acontecimientos revolucionarios franceses, y, sobre todo, después de que los jacobinos se hiciesen con el poder tras el fracaso e incapacidad de los girondinos, cuando la volonté générale de Rousseau sustituirá definitivamente a la volonté de tous del pensador ginebrino. La «voluntad de todos» suponía el consentimiento individual de cada uno, y ello no se ajustaba a la dinámica propia del proceso revolucionario. De ahí que fuese reemplazada por esa otra abstracta «voluntad» que excluye la confrontación de opiniones y es una e indivisible. La república es, así, sustituida por le peuple, lo que, en palabras de Arendt, «significaba que la unidad perdurable del futuro cuerpo político iba a ser garantizada no por las instituciones seculares que dicho pueblo tuviera en común, sino por la misma voluntad del pueblo. La cualidad más llamativa de esta voluntad popular como volonté générale era su unanimidad, y, así, cuando Robespierre aludía constantemente a la “opinión pública”, se refería a la unanimidad de la voluntad general; no pensaba, al hablar de ella, en una opinión sobre la que estuviese públicamente de acuerdo la mayoría»[141]. La ventaja inmensa de la Revolución que dio lugar a los Estados Unidos fue el haber tenido como modelo a Montesquieu, es decir, el principio de la división de poderes, mientras que la desgracia de la Revolución francesa fue el haber tenido como modelo a Rousseau, es decir, la dictadura de la volonté générale, una pura abstracción racional que oprime la libertad. De ahí el carácter mucho más violento y sangriento de la Revolución francesa y el embrión totalitario que se incubó en su seno. De hecho, Robespierre y la actuación del Comité de Salud Pública fueron uno de los principales referentes para Lenin.

La apreciación de Hannah Arendt fue ya entrevista con similar lucidez y un decenio antes por Albert Camus en El hombre rebelde (1951), que bautiza el epígrafe dedicado a Rousseau en su deslumbrante ensayo con las palabras de «El nuevo evangelio», pues de eso precisamente se trata, de una nueva religión y de una nueva mística, de la deificación del pueblo a través de la volonté générale y de construir los cimientos de la «tiranía de la virtud». Dice Camus: «El Contrato social es también un catecismo con el que comparte el tono y el lenguaje dogmático […] El Contrato social da una larga extensión y una exposición dogmática a la nueva religión cuyo dios es la razón, confundida con la naturaleza, y su representante en la tierra, en lugar del rey, el pueblo considerado en su voluntad general […] Es claro que con el Contrato social asistimos al nacimiento de una mística, al postularse la voluntad general como la divinidad misma»[142]. No debe sorprendernos que quien manifiesta este juicio demoledor sobre la biblia del pensamiento burgués revolucionario de la razón abstracta ilustrada, que quien comprendió perfectamente que fue Louis de Saint-Just quien puso en práctica las ideas de Rousseau (no se trataba, al ejecutar en la guillotina a Luis XVI, principalmente de eliminar físicamente al soberano de Francia, sino de matar el principio mismo de la realeza—es la teoría del regicidio: la monarquía «es el crimen», dirá Saint-Just, no dejándole al rey otra salida que la del patíbulo[143]—, lo que, a la postre, resulta inviable, puesto que a las ideas no puede asesinárselas, sino vencerlas con otras ideas a través del convencimiento que ofrecen los argumentos), que quien vislumbrase con tanta claridad el reino de la formalidad moral y la dictadura de la virtud durante la época del Terror, fuera también de los primerísimos intelectuales de izquierdas en Europa en no querer ser «compañero de viaje» de los comunistas, como sí lo fue Jean-Paul Sartre, y en denunciar los horrendos crímenes del estalinismo, él, Albert Camus, que se había jugado de verdad la vida en la Resistencia—tan exigua en Francia—contra la ocupación de la Alemania nazi. Pero el decurso del tiempo, tan implacable, termina siempre por poner las cosas en su sitio. La creciente estatura moral del autor de La peste es un ejemplo de ello, de los más incontestables.

Uno de los escasísimos intelectuales franceses que sí acertó a percibir, dado su espíritu tolerante y humanitario, los inmensos beneficios que necesariamente habrían de desprenderse de lo ocurrido en la Revolución norteamericana, fue Marie Jean Antoine Nicolas Caritat, Marqués de Condorcet, nacido en 1743, que fue diputado durante la Asamblea Legislativa y la Convención, pero que el 8 de abril de 1794, después de haber sido encarcelado, murió en su celda como consecuencia, quizás, de haber ingerido veneno, temiendo, muy fundadamente, el terrible fin que podía esperarle. En 1788 publicó un breve ensayo, muy enjundioso y preñado de amor a la libertad y a la tolerancia, titulado Influencia de la Revolución de América sobre Europa, concluido antes de que se terminase de redactar la Constitución de los Estados Unidos, pero que es un canto lleno de nobleza a la tarea llevada a cabo por los Padres Fundadores y el pueblo de los Estados Unidos. Por desgracia, su voz, como demostraría el curso de los acontecimientos, no fue escuchada en Francia[144].

En cuanto a la primera persona en darse cuenta en toda Europa del peligroso sendero que estaba tomando la Revolución francesa, es muy probable que fuese el genuino padre del pensamiento conservador, el británico de origen irlandés Edmundo Burke (1729-1797), quien, en su temprano y denostado[145], aunque brillantísimo, ensayo de historia y filosofía política titulado Reflexiones sobre la Revolución en Francia [146], publicado en el país galo el 1 de noviembre de 1790, es decir nada menos que casi ocho meses antes de producirse la huida de Luis XVI a Varennes (21 de junio de 1791) y diez meses antes de votarse la Constitución de 1791 (3 de septiembre), hace una serie de valiosas consideraciones acerca de lo que estaba sucediendo en el país vecino, sin perder nunca de vista la comparación con la propia monarquía parlamentaria inglesa.

En diversas ocasiones de la narración, Versílov se muestra contrario al fenómeno histórico de las revoluciones, que son siempre sangrientas, afirmándolo de un modo muy explícito al final de su honda reflexión acerca de la Edad de Oro perdida de la humanidad, cuando se refiere al incendio del Palacio de las Tullerías durante los acontecimientos de la Comuna de París de 1871 (3ª parte, cap. VII, II).

En lo que atañe al problema social en Rusia, a la superioridad de unas clases sobre otras, a las consecuencias de la emancipación de los siervos y al papel que debiera desempeñar todavía la aristocracia rusa, se pronuncia Versílov por primera vez de modo explícito en una conversación en casa del príncipe Seríocha (2ª parte, cap. II, II). Para él, el honor debe equipararse con el deber. Es necesario que exista una clase superior que se señoree en el Estado, pues «entonces la tierra es fuerte». Los que no pertenecen a esa clase, sufren, especialmente los siervos, y el único modo de evitarlo es que se alcance la igualdad de derechos. Pero esta igualdad de derechos, según ha podido comprobarse en la reciente historia europea, trae también consigo una merma del sentimiento del honor y del deber. «El egoísmo reemplazó a la antigua idea coherente, y todo fue a parar a la libertad personal». Por «idea coherente» debemos entender aquí la cohesión social que conlleva para Versílov la existencia de la aristocracia que cumple con su deber de dirigir adecuadamente el Estado, aunque también puede haber una alusión a la fe cristiana ortodoxa, mientras que por «libertad personal» parece referirse a la libertad que campeó durante los sucesos revolucionarios de la Francia de 1790, que, para Versílov, no es una auténtica libertad, pues no emana del mensaje de Cristo. De tal manera, que, cuando los siervos fueron liberados, «los emancipados, al quedarse sin la idea consolidadora, hasta tal punto acabaron por perder todo vínculo noble y elevado, que hasta dejaron de defender la libertad adquirida». Esa «idea consolidadora», esto es, cohesiva, sólo puede traerla la aristocracia, de tal manera que, al no tener ya los campesinos emancipados un modelo en el que mirarse, dejan que la libertad que acaban de obtener se disgregue y se diluya. Es evidente que Versílov posee una idea demasiado idealizada de la realidad de la aristocracia rusa, pues esa aristocracia, en número muy mayoritario, no dio muestras de querer dirigir el Estado, hasta el momento en que se produce la emancipación de los siervos, orientándolo hacia un desarrollo económico y cultural en beneficio de todos los grupos sociales, sino sólo de una minoría privilegiada, permitiendo que los campesinos viviesen en una miseria desconocida desde hacía ya tiempo en extensas regiones de la Europa occidental. Y cuando se promulgó el decreto de la emancipación de los campesinos, el 19 de abril de 1861, la situación no cambió, ni mucho menos, en lo sustancial. Pero hay que tener en cuenta que Versílov no está hablándole al príncipe Seríocha en términos de lo que es, sino de lo que debería ser, o, al menos, de lo que a él le gustaría que fuese. En cualquier caso, entre la aristocracia rusa y la europea, existen para él diferencias profundas. «Nuestra aristocracia—continúa—, aún hoy mismo, después de haber perdido sus derechos [se refiere a la entrada en vigor de la ley de liberación de los siervos, en abril de 1861, bajo Alejandro II, la cual, al menos en el terreno estrictamente jurídico, sí supuso un avance, pues, sin ocultar el predominio de la formalidad sobre la realidad estricta de los hechos, todos los rusos eran ya hombres libres desde entonces], podría seguir siendo la clase superior, manteniendo su concepto del honor, la cultura, la ciencia y las altas ideas, y, sobre todo, no encastillándose ya en el concepto de casta aparte, lo que equivaldría a la muerte de la idea. Por el contrario, el acceso a la clase está franco entre nosotros desde hace mucho tiempo; ahora es el momento de abrirlo definitivamente. Que cada proeza de honor, de cultura y bravura confiera a cada cual el derecho a ingresar en la clase social más alta. De este modo, la clase misma se convertiría de por sí en una simple reunión de los mejores, en un sentido literal y verdadero, y no en el sentido rancio de casta privilegiada. Desde este punto de vista nuevo, o cuando menos renovado, podría mantenerse la clase».

Es evidente que quien habla, y de ahí la natural incomodidad de su interlocutor, el príncipe Seríocha, es un miembro «liberal» de la vieja nobleza rusa, como de hecho hubo docenas de ellos en Rusia en la segunda mitad del siglo XIX, una persona cuyas ideas no diferían mucho de las que pudiesen mantener por entonces algunos diputados liberales del Parlamento británico, una persona, en fin, que creía sinceramente en la profundización de las reformas sociales, en el mejoramiento sustancial de las condiciones de vida de los campesinos, que es un claro partidario del avance de las ciencias, de la industria y de la cultura, y que—lo expresa bien claro—no se niega al trasvase entre las clases; más exactamente, que defiende la meritocracia, esto es, que sean los mejores los que ocupen los puestos de dirección del Estado, aunque, eso sí, convencido de que esas personas aún pueden encontrarse en el seno de la aristocracia rusa, al menos de esa porción de ella que no ha perdido sus ideales humanitarios, su creencia en una mayor justicia social y en la erradicación de la ignorancia. No se olvide que Dostoyevski escribe esta novela en pleno periodo de una sincera política de reformas emprendida por el Gobierno de Alejandro II, que intentó que los cambios fuesen lo menos traumáticos posible, sin menoscabo de las incontrovertibles limitaciones prácticas de tal política[147]. Pero el radicalismo ideológico de los grupos revolucionarios, así como el asesinato del propio zar en 1881, fueron factores decisivos que truncarían definitivamente la senda reformista emprendida, tan distinta de la despótica autocracia del zar anterior, Nicolás I. Debo matizar, sin embargo, que, a pesar de la innegable y real voluntad reformista de Alejandro II, aquellas limitaciones prácticas ya se hicieron demasiado visibles cuando el propio zar «detuvo sus actividades reformadoras y volvió a la autocracia»[148].

Aun admitiendo las profundas divergencias del carácter de los acontecimientos, del modelo de civilización y de la propia evolución histórica de España y de Rusia, desde que ésta empezó a configurarse como Estado bajo los príncipes de Kiev en el último tercio del siglo IX, no puede tampoco negarse que ha habido concomitancias históricas entre ambos países, y una de ellas ha sido la exangüe minoría selecta, la raquítica clase aristocrática reformista—en comparación con el conjunto de la población en general y con la totalidad de la clase alta en particular—que, tanto en Rusia como en España han lastrado una Ilustración y un proyecto reformista sólido y suficiente para modernizar de verdad las viejas estructuras sociales, económicas y culturales.

De ahí la relevancia de las reflexiones de José Ortega y Gasset sobre el papel decisivo que la minoría selecta debe tener en el curso de los acontecimientos históricos y la función que, asimismo, corresponde asumir a la nobleza, en consonancia con el origen etimológico del vocablo. El pensador madrileño dedicó luminosas páginas dirigidas al correcto entendimiento de lo que la aristocracia y la nobleza significaron en sus orígenes y cuáles han sido las características que verdaderamente las han distinguido durante siglos, hasta que, por diversas y complejas circunstancias (entre las que la molicie, la estulticia, el egoísmo y la codicia de los hombres y de los pueblos no son ni mucho menos irrelevantes) terminaron corrompiéndose y disolviendo esa función de minoría selecta y directora que nunca deberían haber perdido. Ya en España invertebrada (1921)—mucho antes de sus reflexiones sobre el imperium y el sentido exacto del «mando» que hace en Una interpretación de la historia universal (cuyo origen se halla en un curso de doce lecciones dictado en 1948-1949 en el que hace un examen crítico de la obra de Arnold Toynbee, A Study of History)—, nos dice Ortega que «mandar no es simplemente convencer ni simplemente obligar, sino una exquisita mixtura de ambas cosas. La sugestión moral y la imposición material van íntimamente fundidas en todo acto de imperar»[149]. En este mismo ensayo, es decir, nueve años antes de La rebelión de las masas (1930), se lamenta Ortega de que una de las mayores desgracias de la vida pública española sea la ausencia de una minoría selecta rectora, la retirada de los mejores, mientras que, por el contrario, se ha impuesto el imperio de las masas: «En suma: donde no hay una minoría que actúa sobre una masa colectiva, y una masa que sabe aceptar el influjo de una minoría, no hay sociedad, o se está muy cerca de que no la haya»[150]. Repárese en la importancia que concede Ortega a la docilidad de la mayoría, en el mejor sentido, sin asomo alguno de gregarismo, que es una de las mayores virtudes del pueblo británico. La sociedad, para Ortega, no puede subsistir sin una jerarquía de funciones. Es necesaria la ejemplaridad de los mejores, el entusiasmo de los integrantes de la sociedad por lo óptimo, la existencia de arquetipos[151]. No debe confundirse obediencia con docilidad: «La obediencia supone, pues, docilidad. No confundamos, por tanto, la una con la otra. Se obedece a un mandato, se es dócil a un ejemplo, y el derecho a mandar no es sino un anejo de la ejemplaridad» [152]. Entre las principales causas del atraso histórico de España, señala Ortega: «La rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de éstos—he ahí la raíz verdadera del gran fracaso hispánico»[153]. En cuanto a la burguesía española, es en buena medida mezquina, corta de miras e indiferente a la alta cultura: «Y es que la burguesía española no admite la posibilidad de que existan modos de pensar superiores a los suyos ni que haya hombres de rango intelectual y moral más alto que el que ellos dan a su estólida existencia. De este modo se ha ido estrechando y rebajando el contenido espiritual del alma española…»[154].

Pero es en La rebelión de las masas donde Ortega aquilata aún más su pensamiento en esa misma dirección. «El hombre selecto está constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone»[155]. Una vez hecha la distinción entre «hombre excelente» (el que se exige mucho a sí mismo) y «hombre vulgar» (el que no se exige nada)[156], Ortega subraya: «Contra lo que suele creerse, es la criatura de selección, y no la masa, quien vive en esencial servidumbre […] Esto es la vida como disciplina—la vida noble. La nobleza se define por las obligaciones, no por los derechos. Noblesse oblige. “Vivir a gusto es de plebeyo: el noble aspira a ordenación y ley” (Goethe)»[157]. Le irrita la degeneración sufrida por el vocablo «nobleza». La «nobleza» no es, propiamente, la «nobleza de sangre» hereditaria, que es lo que cree la mayoría, pues eso la convertiría en algo inmóvil e inerte, sino que la «nobleza» como clase social debe ser entendida como algo esencialmente dinámico. Ser noble estaba en su origen relacionado con esforzarse o ser excelente[158]. Y concluye: «Para mí, nobleza es sinónimo de vida esforzada, puesta siempre a superarse a sí misma, a trascender de lo que ya es hacia lo que se propone como deber y exigencia. De esta manera, la vida noble queda contrapuesta a la vida vulgar o inerte, que, estáticamente, se recluye a sí misma, condenada a perpetua inmanencia, como una fuerza exterior no la obligue a salir de sí. De aquí que llamemos masa a este modo de ser hombre—no tanto porque sea multitudinario, cuanto porque es inerte»[159].

Volviendo al diálogo entre Versílov y el príncipe Seríocha, a éste le intriga qué quiere decir exactamente Andrei Petróvich cuando, con tanta frecuencia, dice algo así como «idea elevada», «idea consoladora», «gran idea». Pero Versílov, dado que se trata ante todo de un sentimiento, de algo que no procede de la región del intelecto, no acierta a definir el término o la frase como pudiera precisarse un razonamiento puramente matemático. En su intento de hacerlo, es cuando inserta la expresión «vida viva», sobre la que ya hemos hecho referencia por boca de Arkadii en un diálogo entre padre e hijo posterior a este que describimos ahora. A la pregunta del príncipe, contéstale Versílov: «Una gran idea… suele ser, con harta frecuencia, un sentimiento que, en ocasiones, tarda mucho en definirse. Sólo sé que fue siempre aquello de donde procede la vida viva; es decir, no intelectual ni romanceada, sino, por el contrario, espontánea y alegre; de suerte que la idea elevada de que se deriva es decididamente indispensable, a despecho de todos, claro». «¿Por qué a despecho?», le pregunta Seríocha. «Porque vivir con ideas es triste, y sin ideas es siempre alegre», contesta Versílov. Y como el príncipe insistiese acerca del significado de «vida viva», responde Andrei Petróvich: «Tampoco lo sé, príncipe; sólo sé que debe ser algo enormemente sencillo, lo más vulgar, y lo que más salta a los ojos, cosa de todos los días y todos los minutos, y hasta tal punto sencillo, que nos resistimos a creer que sea tan sencillo, y, naturalmente, llevamos ya miles de años de pasar junto a ello, sin advertirlo ni reconocerlo».

Lo verdaderamente importante en estas respuestas, que nos iluminan mucho acerca de la concepción del hombre y del mundo de Versílov, y, por tanto, en cierta medida, de la propia de Dostoyevski, es el hecho de que, aun proporcionándolas un hombre extraordinariamente culto, una persona proclive al desarrollo de las ciencias y de la industria, sin embargo, antepone la esfera del sentimiento a la de la razón, pero no en cuanto haya que despreciar a ésta, lo cual no sería más que una vulgaridad, una grosería y una muestra de falta de finura, de indigencia espiritual, sino en cuanto que el sentimiento, esto es, aquello que procede del ámbito más íntimo del ser, nos proporciona las auténticas claves de la existencia, que, ni mucho menos, son tan complicadas, sino todo lo contrario, naturales y sencillas, tanto, que ni siquiera, después de miles de años, nos hemos percatado que las tenemos junto a nosotros, es decir, no las vemos, y no las vemos porque no pueden ser percibidas con los órganos de los sentidos que nos proporcionan la visión puramente fisiológica de las cosas, ni tampoco pueden ser aprehendidas por el frío y perfectamente trabado discurso racional, sino entrevistas, sentidas con los ojos del espíritu, que se hallan escondidos en esa extraña región que es la única que puede medio intuir el misterio de lo que en verdad somos y de cuanto nos rodea.

Sus ideas sobre Rusia, las expresa Versílov en una de las más intensas conversaciones que tiene con Arkadii (3ª parte, cap. VII, II-III). Le habla de cuando se fue por última vez a Europa, a vagabundear por Europa, olvidándose incluso de dejarle dinero a Sofía Andréyevna, no con la intención, como presupone impacientemente Arkadii, al que le echaban chispas los ojos, de unirse a ninguna conspiración, no con el propósito de ligar su destino a Alexander Herzen[160], que residía exiliado en Londres y era uno de los principales teóricos del populismo ruso, sino que se fue «de puro triste, de una pena impensada. Era la pena del aristócrata ruso». Su hijo de nuevo se anticipa afanoso y atolondrado. Cree que esa pena es por haberle sido concedida la emancipación a los siervos. Pero, ¡qué va! Versílov mismo se siente miembro del grupo de los emancipadores. Lo nombraron juez de paz y se comportó con liberalismo, aunque no lo compensaron por ello. La verdadera razón de su marcha de Rusia es que se fue «más bien por orgullo que por arrepentimiento», y para nada pesaba el que pudiese caer en la miseria: «Je suis gentilhomme avant tout et je mourrai gentilhomme!» (Ante todo soy un noble y moriré siendo noble). Y ahora viene una observación decisiva, que es cuando le dice a Arkadii que, como él, puede haber, como mucho, mil personas en Rusia, pero sólo esas mil personas son suficientes «para que no perezca la idea. Nosotros… somos los portadores de la idea, rico mío…». Recordemos las anteriores reflexiones de Ortega y Gasset sobre la minoría selecta, sobre el enorme poder de persuasión que puede llegar a tener. Arkadii, ingenuamente, le pregunta si le resucitó Europa. La respuesta, asombrólo por completo: «¿Que si me resucitó Europa? Pero si yo fui a enterrarla». Para que su hijo comprenda el sentido y el significado de esos primeros instantes suyos en su último viaje a Europa, la Europa de 1871, le relata un sueño, un sueño que tuvo en una fonda de un pueblecito alemán, recién llegado de Dresde. Es el famoso sueño, capital en esta novela, en el que Versílov habla de la Edad de Oro, que él ve reflejada en el cuadro Acis y Galatea, de Claudio de Lorena, que tanto le ha gustado en su visita a la Gemäldegalerie de la capital de Sajonia, y con el que cree estar soñando, pues lo que ve en el sueño ofrecía un extraordinario parecido con el contenido de la pintura. Aclaremos, antes de proseguir, que se trata del mismo sueño y del mismo lienzo que aparecen minuciosamente descritos en «La confesión de Stavroguin», el capítulo suprimido de Demonios, que el novelista desistió, finalmente, de incluir en la versión definitiva, después de dárselo a leer a varios amigos y a su editor. Cansinos Asséns nos informa que ese capítulo se lo dio a conocer Anna Grigórievna (que lo encontró entre los papeles de Dostoyevski, pues el escritor nunca se resolvió a destruirlo), en 1906, a Dimitri Merejkovski, quien recibió de su lectura una vivísima impresión, «diciendo que en él el arte supera los límites de sus posibilidades mediante la reconcentrada expresión de horror». Anna Grigórievna no autorizó nunca su publicación íntegra, y se limitó «a dar algunos trozos como apéndice a Demonios»[161]. Tanto la alusión a la Edad de Oro como la descripción del cuadro de Lorrain son prácticamente idénticas en uno y otro lugar. En El adolescente, Versílov le cuenta a su hijo que siempre ha llamado ese cuadro El Siglo de Oro. Aunque el sueño era algo impreciso y difuso, recordaba de él algunas cosas concretas: «Un rincón del archipiélago griego, en el que el tiempo hubiera retrocedido tres mil años. Azules, amables nubes, islas y rocas, floridas riberas, amplio panorama; a lo lejos, el sol poniente, invitador…: no lo puedes reproducir con las palabras. Allí tuvo su cuna el hombre europeo, y esa idea parecía despertar en mi alma un filial amor. Allí estuvo el paraíso terrestre de la Humanidad; los dioses bajaron del cielo y alternaron con los hombres… ¡Oh, allí vivían unos hombres magníficos! Se levantaban y se acostaban felices e inocentes; praderas y bosques henchíanse de sus cantos y alegres gritos; el gran excedente de no gastadas fuerzas cambiábase en amor y en ingenua alegría. El sol vertía sobre ellos calor y luz, complaciéndose en sus hermosos hijos… Sueño maravilloso, sublime ilusión del hombre. El Siglo de Oro, sueño inverosímil de todos cuantos haya, pero por el que las gentes daban toda su vida y todas sus fuerzas, por el que morían y eran inmolados los profetas, sin el cual los pueblos no querrían vivir, y ni morir podrían».

Aquí, en estas hermosísimas palabras, se nos muestra el Versílov más pagano, más mediterráneo, más griego, más entusiasta admirador de la gigantesca e inagotable cultura greco-latina, más reconocedor de las raíces más antiguas de Europa; no las más decisivas, no las verdaderamente fundamentales, pues éstas son para él y lo eran también para Dostoyevski, las raíces cristianas, pero sí las más antiguas, las primeras, sin las que Europa no sería en absoluto comprensible, no abríase configurado como lo que históricamente ha sido, pues su destino hubiese recorrido otros caminos, nunca sabremos si mejores o peores, aunque sin duda por completo distintos. Y eso que sueña Versílov, lo siente también Dostoyevski. Pero el sueño de Versílov es también una parábola, en cuanto que no sólo no puede ya volver, si es que alguna vez efectivamente la hubo, una nueva Edad de Oro, sino que todos los que a lo largo de la historia de la humanidad han intentado hacerla renacer en la tierra, han hecho de ésta un infierno. El sueño utópico de un mundo mejor, se trastoca en su contrario. Los totalitarismos del siglo veinte no han sido más que intentos de crear y hacer realidad una sociedad perfecta, y para ello no se han escatimado sacrificios, atropellos, falacias y crímenes atroces, hasta genocidios inenarrables. La concepción utópica es muy antigua en nuestro mundo occidental, remontándose, como mínimo a Platón[162]. Su desenvolvimiento a través de la imaginación del hombre puede ser maravilloso, un verdadero hechizo para los hombres, pero en cuanto éstos tratan de plasmar en la realidad concreta tales visiones, sobreviene la catástrofe, la tiranía, la deshumanización completa, el hormiguero humano, la destrucción sistemática de la libertad individual a fin de poder imponer el sueño o la aspiración utópica. Por eso le dice Hiperión (trasunto de Hölderlin) a Alabanda (que cree en el uso de la despiadada y sangrienta fuerza con tal de que la Revolución se haga realidad desde arriba) que el Estado «no tiene derecho a exigir lo que no puede obtener por la fuerza. Y no se puede obtener por la fuerza lo que el amor y el espíritu dan. ¡Que no se le ocurra tocar eso o tomaremos sus leyes y las clavaremos en la picota! ¡Por el cielo!, no sabe cuánto peca el que quiere hacer del Estado una escuela de costumbres. Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno»[163]. Ésta última frase es la decisiva e imperecedera. Dostoyevski la habría suscrito; Vladimir Soloviev, también. De ahí, por esta seductora y tentadora literatura utópica, la contrarréplica, tan necesaria, de las antiutopías, siendo una de las más lúcidas, pero también de las más terribles, por su contenido de verdad (en cuanto que la realidad supera a la ficción), la que describiese Aldous Huxley en Un mundo feliz (1932)[164].

La estrecha relación entre el cuadro de Dresde y el mito de la Edad de Oro no es casual. Acis y Galatea lo pintó Claude Lorrain, el gran representante, junto con Nicolás Poussin, del paisaje clasicista francés del siglo XVII, en 1657, en plena madurez, con más de sesenta años. Su tema remite directamente al más grande poeta latino, a Virgilio, al igual que otro cuadro suyo, Las Horas del día, que se guarda en el Hermitage. La raigambre virgiliana y bucólica del cuadro de Dresde fue percibida desde el primer momento de su realización. Kenneth Clark se ha referido a ambos de un modo muy exacto y penetrante: «Son estas obras tardías las que, sea cual sea su tema ostensible, están más llenas del espíritu virgiliano […] por encima de todo su sentido de una Edad de Oro, de rebaños que pacen, aguas inmóviles y un cielo tranquilo, luminoso, imágenes de una armonía perfecta entre el hombre y la naturaleza, pero teñidas, como él las combina, de una tristeza mozartiana, como si supiera que esta perfección no puede durar más que el preciso momento en que toma posesión de nuestras mentes»[165]. Es digno de notar la suave melancolía, «tristeza mozartiana» la llama, que detecta el historiador del arte inglés, pues también hay cierta nostalgia en el recuerdo que tiene Versílov de su sueño, ya que se trata de una época que no podrá volver nunca; es la inocencia perdida. La conexión entre Claudio de Lorena y Virgilio también fue nítidamente establecida por Anthony Blunt. Según este historiador inglés, profundo conocedor del Grand Siècle francés, para Lorrain «la Antigüedad era la de los poemas bucólicos de Virgilio, el primer poeta que cantó la belleza del paisaje italiano. Ante todo a Claudio le gustaba la vida que llevaban Virgilio y sus contemporáneos en sus villas, y en segundo lugar le inspiraba la época anterior descrita por el poeta, la Edad Dorada de los tiempos en que Eneas desembarcó y fundó Roma», con lo que, en resumen, «el contenido de los cuadros de Claudio es la representación poética del ambiente de la campiña romana, con sus luces cambiantes y sus asociaciones complejas», por completo distinto de los heroicos paisajes de Poussin, construidos «en torno a un tema estoico de acuerdo con una serie de cálculos lógicos»[166]. No obstante, acabamos de insinuar, basándonos en las investigaciones de Panofsky, que, sin excluir ese cálculo racional, incluso profundamente matemático y cartesiano, que hay en las composiciones de Poussin, también se tiñen a veces, incluso en el mismo lienzo, de melancolía y de añoranza. Pero volvamos por un instante al cuadro Acis y Galatea de Lorrain, sólo para compararlo con la imagen del mismo que sueña Versílov. El lienzo de Dresde, de aproximadamente 100 x 135 cm, se parece bastante a la descripción proporcionada por Andrei Petróvich, hallándose los amantes, a punto de fundirse en un abrazo, en la zona central inferior de la composición, guarecidos bajo una primitiva tienda y rodeados de un paisaje idílico, dominado por la inmensidad del mar, un país feliz donde los amantes retozan, la naturaleza no está constreñida por el hombre, y la inocencia, representada en el niño que hay a los pies de la joven pareja, parece presidirlo todo.

La primera vez que se mencionan los amores de Acis y Galatea en la literatura, es en el Libro XIII 750-895 de las Metamorfosis de Ovidio. El gran poeta latino nos narra los trágicos amores de ambos, junto al Etna, en Sicilia, y cómo odiaba Galatea a Polifemo con la misma intensidad con la que amaba a Acis. Cuando el Cíclope, devorado por los celos, lo sepulta por completo, Galatea transforma a su amante en río[167].

En los albores del Renacimiento italiano, el gran mitógrafo Giovanni Boccaccio vuelve a narrarnos la historia de estos trágicos amores, que para él encierran una alegoría: «Galatea es la blancura de las olas que se rompen; y ama a Acis, esto es, acoge al río, porque todos los ríos se vuelven al mar. Pero Teodoncio dice que bajo esta ficción se oculta la historia real del tirano Polifemo de Sicilia»[168].

En cuanto a la Edad de Oro, sólo recordarle al lector algunas de las principales alusiones que a ella se han hecho, empezando por el Libro I del célebre poema de Hesíodo, Los trabajos y los días, que nos cuenta cómo fue esa época creada por los Inmortales, a fin de que los hombres viviesen como dioses, dotados de un espíritu tranquilo, sin conocer ni el trabajo, ni el dolor ni la vejez, muriéndose durmiendo, después de haber poseído todos los abundantes bienes de la fértil tierra que habitaban; Platón, por boca del personaje del Extranjero, también la menciona en El Político, 271e-272b; el esbozo más completo de la misma en la literatura latina, quizá sea el de Ovidio en el Libro I 89-113 de las Metamorfosis; otra referencia importantísima en la Antigüedad latina es la égloga cuarta, «Polión», de las Bucólicas de Virgilio, así como la mención del poeta Tibulo, muerto el mismo año que Virgilio, en una de sus Elegías; en la Edad Moderna, nada es comparable a la imperecedera síntesis de la Edad de Oro que don Quijote les hace a unos cabreros en el capítulo XI de la Primera Parte de la inmortal obra cervantina.

Pero ya que hemos mencionado a Boccaccio y el melancólico cuadro de Poussin, convendría recordar que también hubo otros pintores, es verdad que muy pocos, que no nos presentan esa visión idílica y bucólica de la Edad de Oro, tal como lo hace Lorrain, sino una interpretación más crítica, más áspera, que era sin duda una forma de ir contra las convenciones de su tiempo. El caso más notable es el del extraño y original pintor italiano, a caballo entre el Quattrocento y el Cinquecento, llamado Piero di Cósimo, que no imaginó esa época primigenia de la humanidad como una Arcadia feliz, ni como una Edad Dorada, sino como un tiempo en el que los hombres tuvieron que sobreponerse a duras adversidades, dificultades e infortunios, a través de su esfuerzo y de su trabajo. Es verdad que no renuncia, como ha estudiado y demostrado incontestablemente Panofsky, a inspirarse en Virgilio y en Ovidio, pero también tiene muy presentes a Lucrecio Caro y al tratadista Vitrubio. Así lo plasmó en la serie de cuadros, de los que se conservan cinco, que realizó a finales del decenio de 1480 para un excéntrico comerciante, cuadros que describen la transición entre «una aera ante Vulcanum a una aera sub Vulcano»[169], esto es, desde una época en la que los hombres vivían como los animales y no poseían el control del fuego, hasta otra en que sí tienen el poder sobre tan preciado elemento. La serie de Cósimo que continuaría la anterior, realizada hacia 1498, y que describe el tránsito desde «la aera sub Vulcano a una aera sub Baccho»[170], no nos interesa ya aquí. ¿Por qué nos hemos decidido a este breve excurso al haber nombrado a Boccaccio y su Genealogia Deorum? Pues porque en ella el gran mitógrafo italiano, cuya obra sobre los dioses conocía Piero di Cósimo, considera a Vulcano «como el genuino fundador de la civilización humana»[171], y para apoyar su tesis cita un conocido y extenso pasaje de Los diez libros de Arquitectura de Vitrubio[172], pasaje que llegaría a encontrar su expresión definitiva en el quinto libro de De rerum natura, de Lucrecio[173], el cual, en consonancia con el evolucionismo epicúreo, «concebía a la humanidad no en función de una creación y supervisión divinas, sino en función de un desarrollo y progreso espontáneos»[174]. No hace falta insistir que la visión que arranca con Hesíodo terminaría entroncando con una interpretación religiosa y con la doctrina del pecado original, mientras que la de Vitrubio y la de Lucrecio nutriría una corriente materialista e irreligiosa de pensamiento. Ahora nos explicamos por qué Versílov, en su sueño, se inclina por la interpretación virgiliana, esto es, quasi cristiana.

«Allí tuvo su cuna el hombre europeo, y esa idea parecía despertar en mi alma un filial amor», dice Versílov al recordar lo que había soñado. En efecto, a Versílov le importaba mucho Europa, tanto o casi como le afectaba Rusia, pues sabe muy bien que una y otra se necesitan mutuamente, ya que Europa puede continuar aportándole grandes dones culturales y científicos a Rusia, pero ésta puede reconducir la pérdida de rumbo espiritual del viejo continente, alienado como está por la nueva religión del cientificismo positivista, por el materialismo ateo y por el socialismo que prescinde del misterio de la Cruz. Pero, lo más grave de todo, es que estos males hace ya tiempo que aquejan también a Rusia. Versílov se aviene incluso a comprender, como algo lógico, es decir, como un acontecimiento histórico que puede entender la razón después de analizar sus causas, los sucesos de la Comuna de París de 1871, «pero, cual portador de la alta idea cultural rusa, no puedo consentir eso, porque la alta idea rusa es la conciliación universal de las ideas. ¿Y quién habría podido comprender entonces semejante idea en todo el mundo? Yo vagaba solo. No digo esto personalmente por mí…; hablo de la idea rusa […] Entonces en toda Europa no había un europeo», pero él podía decirles a los alemanes, a los franceses, que lo del incendio de las Tullerías podía ser lógico, aunque se trataba de un error, «y eso porque, hijo mío, sólo yo, como ruso, era entonces en Europa el único europeo. Y no hablo de mí…, hablo de todo el pensamiento ruso».

Sigamos oyéndole hasta el final de la conversación, que duró toda la tarde y con la que concluye el cap. VII de la 3ª parte. Aquí se nos vierten algunas de las ideas más esenciales de Dostoyevski, a través de Versílov, sobre el alma de Rusia, su destino, el sentido de la eslavofilia, el significado del ateísmo, la fe en Cristo, y, en definitiva sobre la libertad y la Filosofía de la Historia, esto es, sobre el hombre y su existencia trágica. Arkadii deberá emplear mucho tiempo para recapitular, reflexionar y asimilar las profundísimas ideas de Andrei Petróvich, su padre, al que ya admira extraordinariamente.

De nuevo, la supremacía espiritual y cultural de ese grupo reducido y selecto de la aristocracia rusa: «… yo no puedo menos de estimar mi aristocracia. Entre nosotros han creado los siglos un alto tipo de cultura aún no alcanzado en parte alguna, que en todo el mundo no existe… El tipo del universal sufrimiento por todos. Este… es el tipo ruso; pero como se da en la alta clase cultural del pueblo ruso y, por tanto, tengo el honor de pertenecer a él. Guarda en su seno a la futura Rusia. Nosotros, puede que sólo seamos por junto mil hombres, más o menos; pero Rusia toda ha vivido hasta aquí únicamente para producir ese millar». Yéndose de Rusia, Versílov afirma servirla mejor aún, así como engrandecer su «idea». La servía mejor que si se hubiese quedado, si sólo hubiese sido un ruso, como les ocurre a los franceses o a los alemanes: «En Europa eso aún no lo comprenden. Europa ha engendrado los nobles tipos del francés, el inglés, el tudesco; pero de su hombre futuro todavía no saben nada. Y, según parece, aún no quieren saberlo. Y se comprende: ellos no son libres, y nosotros lo somos. Sólo yo, que andaba por Europa con mi pena rusa, era entonces libre. Fíjate en esto, amigo mío, que es una cosa extraña: todo francés puede servir no sólo a su Francia, sino también a la Humanidad, sólo a condición de seguir siendo lo más francés posible, y lo mismo les ocurre… al inglés y al alemán. El ruso es el único, incluso en nuestro tiempo, es decir, mucho antes de constituirse en un todo general, que posee ya la propiedad de volverse más ruso precisamente cuando más europeo se hace. Esta es la más esencial diferencia entre nosotros y todos los demás, y entre nosotros en este sentido… como en ninguna parte». Los europeos que Versílov visitó y conoció, estaban todavía por mucho tiempo condenados a ser sólo franceses, alemanes o ingleses, «estaban condenados a combatirse», pero para los rusos «es Europa tan preciada como Rusia […] Europa fue también nuestra patria, lo mismo que Rusia». Y ello es así porque «Rusia es la única que vive, no para sí, sino para la idea […] es un hecho significativo el de que haga casi un siglo que Rusia vive decididamente no para sí, sino sólo para Europa. ¿Y ellos? Ellos están condenados a pasar por terribles tormentos antes de alcanzar el reino de Dios […] Ellos se habían declarado entonces ateos…, una partida de ellos, porque eso es lo mismo; ésos son los primeros batidores, ése era el primer paso dado… He ahí lo grave. Aquí también salto su lógica; pero es que en la lógica siempre hay tristeza […] No puedo menos de imaginarme los tiempos en que el hombre habrá de vivir sin Dios y si será esto posible algún día. Mi corazón decidió siempre que eso es imposible; pero en algún periodo puede que sea posible… Para mí ni siquiera cabe duda de que ese periodo vendrá […] Me imagino […] que la guerra ha terminado y la lucha cesó […] se hizo la paz, y los hombres se quedaron solos, como querían; la gran idea anterior abandonólos; la gran fuente de energías, que hasta allí los sustentara y diera calor, se fue como ese magnífico invitante sol en el cuadro de Claudio Lorrain; pero aquel era ya el día postrero de la Humanidad. Y los hombres, de pronto, comprendieron que se habían quedado completamente solos, y sintieron súbitamente una gran orfandad […] Los hombres que se habían quedado huérfanos, en seguida se pondrían a apretujarse unos contra otros, más íntima y amorosamente; se cogerían de las manos al comprender que de ahora en adelante ya no contaban más que con ellos mismos. Desaparecería la gran idea de la inmortalidad y habría que sustituirla; y todo el gran torrente del antiguo amor a Aquel que era también la inmortalidad convertiríanlo todos a la Naturaleza, al mundo, a las gentes […] Amarían la tierra y la vida de un modo irrefrenable y en la medida en que gradualmente fueran reconociendo su caducidad y finitud […] Advertirían y descubrirían en la Naturaleza tales misterios como no habrían podido suponerlos antes, porque la mirarían con nuevos ojos, con ojos de amante para su amada. Se despertarían  y se apresurarían a abrazarse unos a otros, ávidos de quererse, reconociendo que los días son breves, que eso es… todo lo que les queda. Trabajarían unos para otros, y cada cual daría todo lo suyo, y así sería dichoso. Todo niño sabría y sentiría que cada cual en la tierra… eran su padre y su madre. “Bueno…, que mañana sea mi último día”, pensaría cada hombre al mirar al sol poniente. “Es igual, me moriré; pero quedan todos ellos y, después de ellos, sus hijos”. Y esta idea de quedar ellos, amándose y temblando unos por otros, reemplazaría a la de un encuentro de ultratumba». Continúa diciéndole a su hijo que todo lo que acaba de expresarle es una especie de fantasía, pero de la que no puede prescindir, que le viene una y otra vez: «No hablo de mi fe: mi fe es grande, soy… deísta, deísta filosófico, como todo nuestro millar de marras, […] pero es notable que yo siempre haya rematado mi cuadro con una aparición, como en Heine, el poema de Cristo en el mar Báltico [175]. No podía prescindir de Él, no podía menos de imaginármelo, finalmente, en medio de los hombres en orfandad. Acudía a ellos, les tendía las manos y decía: “¿Cómo pudieron olvidarlo?” Y he aquí que de pronto caía la venda de los ojos todos y se oía el magno, entusiástico himno de la nueva y última resurrección». Como el adolescente le confesara que, a pesar de todas las penas y sufrimientos que estaba contándole, lo consideraba un hombre feliz y dichoso, contesta el padre: «No hay nadie más libre y feliz que el ruso europeo que peregrina […] Sí; yo mi tristeza no la hubiera cambiado por la felicidad de nadie».

No voy a reproducir aquí, naturalmente, lo que a propósito de Rusia expresé que pensaba Dostoyevski, por boca del príncipe Mischkin, en mi ensayo sobre El idiota. Aunque no recurriré de nuevo, en auxilio de mi comentario, pues lo estimaría repetitivo, a Dimitri Merejkovski (me refiero, sobre todo, a su libro Dostoievsky: profeta de la revolución rusa), sí habré de echar mano otra vez, por supuesto que completándolas, a ciertas reflexiones de Nicolás Berdiaev. De todas maneras, las ideas sobre Rusia que se vierten en El idiota, que no son especialmente abundantes aunque sí muy intensas, se complementan con estas otras de Versílov, mucho más explícitas, y ese complemento resultaría prácticamente inviable negarlo, aun a riesgo de que puedan encontrarse contradicciones entre lo que dice el príncipe aquejado de epilepsia y lo que dice el padre del adolescente, ese vástago de la nobleza rusa, «liberal», culto y víctima del desdoblamiento, que ama tanto a Rusia como a Europa; y si digo que «aun a riesgo», no es, ni mucho menos, porque me preocupen las contradicciones en que puedan incurrir las ideas de Mischkin con las de Versílov, que es tanto como admitir las contradicciones en que puede caer el propio Dostoyevski, ya que tales discordancias las considero connaturales e intrínsecas al espíritu de Dostoyevski, que, precisamente por esa inagotable dialéctica de las ideas que mueve todo su pensamiento, se caracteriza por ser un hombre contradictorio, lo que no significa que fuese voluble, frívolo o caprichoso. Aun reconociendo que tales contradicciones las padecen principalmente sus personajes, bien en el interior de ellos mismos o unos respecto de los otros, personajes que ya hemos dicho que son partes o miembros inseparables del propio escritor, viéndose impelidos a resolverlas, lo que consiguen en unos casos y no lo logran en otros, lo prominente para nosotros son las fecundísimas y originalísimas ideas y reflexiones que Dostoyevski manifiesta a través de algunos de estos complejísimos e inescrutables individuos, ideas que, cuando dejan de habitar la forma puramente artística en que con toda naturalidad viven, es decir, cuando abandonan el misterioso ámbito estético de la novela, y se concretan, e incluso—perdóneseme la expresión un tanto exagerada y hasta grosera—se cosifican en opiniones periodísticas, cotidianas, temporales…, contemporáneas, entonces pierden buena parte de esa extraordinaria refriega dialéctica que tan supremamente las enriquece, hacen dejación del simbolismo y del misterio inaprehensible que las acompañaba cuando revoloteaban por encima de las cabezas de los actores del drama, y—no hay más remedio que reconocerlo—, al descender tan realísticamente a la arena política, al debate ideológico, al análisis histórico, tal y como suelen manifestarse en una revista o en un periódico (aunque sea del último tercio del siglo XIX; ¿qué les ocurriría en uno de hoy en día?), entonces sí, en ese momento Dostoyevski es mucho más vulnerable, se le puede tergiversar más fácilmente, descontextualizar lo que escribe, y los mezquinos caza recompensas, los filisteos de toda laya, se frotan las manos, se atusan el bigote y se acomodan el sombrero, envaneciéndose y ensoberbeciéndose, porque han creído pillar in fraganti al supuesto gran hombre, lo han cogido—ellos, que se tienen, como les pasa a todos los cretinos ignorantes, por unos críticos tan agudos e inteligentes—, como se dice vulgarmente, con las manos en la masa, ejerciendo de reaccionario recalcitrante, de antioccidental, de eslavófilo irredento, de fanático religioso, de flagelo de la razón, el progreso, la ciencia, la felicidad, la igualdad, y no sé cuántas bienhechoras aspiraciones más del bípedo implume. Es en ese mortecino amanecer de sus mediocres intelectos, cuando esos enanos espirituales, esos filisteos morales—como los llamaría sin morderse la lengua el abismal solitario de Sils Maria, ese espíritu aristocrático como ninguno al que le dio un colapso mental irreversible, nada más ver cómo un cochero golpeaba a un caballo, un aciago 3 de enero de 1889 en la Piazza Carlo Alberto de Turín—, esas cucarachas humanas, babean y retozan de gusto como los puercos en una charca barrosa. ¿Y cuándo acontece esa epifanía laicista y extremadamente vulgar? Pues cuando leen y toman como la biblia del pensamiento de Dostoyevski las voluminosas páginas del Diario de un escritor, que, en efecto, no alcanza las alturas siderales  y los abismos insondables en que tiene lugar el combate espantoso y sobrecogedor en que se debate el corazón del hombre, pero que, a pesar de lo que ellos creen, sí contiene páginas plenas de luz, párrafos y párrafos que completan, perfilan y enriquecen muchas de las ideas que, con insuperable libertad y sentido de la trascendencia divina del ser humano, recorren con existencial angustia los intensísimos, casi insoportables, capítulos de sus grandes novelas.

Antes de comentar las copiosas y torrenciales ideas de Versílov, coherentes unas veces, deslavazadas y contradictorias otras, sumidas en una dialéctica inagotable siempre, hay que hacer una breve pero importante parada. Es para refrescarle la memoria al lector acerca de quién fue el primero en Rusia que reflexionó seriamente sobre la situación presente y sobre el destino de su país. Esa persona fue Piotr Chaadaev, que finalizó en Moscú, el 1 de diciembre de 1829, su extraordinario texto Primera carta filosófica a una dama, publicado por vez primera, quizá sin su consentimiento (aunque el texto circulaba desde hacía tiempo con fluidez de forma manuscrita), en la revista moscovita Teleskop, en 1836, originando un enorme revuelo, que, dada la elevada posición social del autor, quedóse en la retirada del texto y en que el régimen autocrático de Nicolás I lo considerase una persona trastornada, que había perdido transitoriamente el juicio, si bien el editor de la publicación, Nikolai Ivanovich Nadezhdin, fue deportado a Siberia, la revista clausurada y el censor oficial correspondiente cesado en el cargo[176]. Lo que dice en ese texto Chaadaev, que no gustó a muchos intelectuales rusos, incluso presumiblemente progresistas, no sólo fue decisivo para que Rusia comenzara a tomar conciencia espiritual de su posición en el mundo, para que adoptase una posición autocrítica, para que despertase, como reclamaría más tarde Alexander Herzen desde el exilio, sino que puede también iluminarnos, indirecta y paradójicamente, sobre la hora presente de Europa, al final de este turbulento y sangriento estío de 2013. En cualquier caso, Dostoyevski lo leyó con suma atención, y, sin duda, influyó en él. En una carta que le escribe Dostoyevski desde Dresde a su amigo Apollon Nikoláyevich Máikov el 25 de marzo de 1870, relacionada con su proyecto de escribir una novela titulada Vida de un gran pecador, alude, nombrándolo, a Chaadaev [177].

Para Chaadaev hay un supremo principio de unidad, Cristo, de igual modo que la creencia de la fe en Cristo está por encima de los usos, normas y costumbres de la Iglesia (él se refiere, claro está, a la ortodoxa griega). Rusia se ha quedado material y culturalmente atrasada. Rusia no pertenece ni a Oriente ni a Occidente. Rusia es la consecuencia de una cultura de importación, de imitación. No ha tenido un desarrollo propio y su saber es superficial. Pero Rusia—y esto lo suscribiría Dostoyevski casi letra por letra—es un destino, una nación que sólo existe para dar al mundo una gran lección. Rusia debe aprender de los pueblos de Europa, que tienen una fisonomía común. Hasta no hace mucho, Europa era todavía la Cristiandad[178]. En Europa ha primado el contacto íntimo de las inteligencias, que han hecho posible ideas como el Deber, el Derecho, la Justicia y el orden. Las mejores ideas de las mentes rusas han quedado paralizadas. Los rusos son demasiado individualistas, inconstantes, fluctuantes, indiferentes al riesgo, y, por eso mismo, indiferentes al bien y al mal. ¿Quién piensa en Rusia? ¿Qué le ha dado Rusia al mundo? Todo lo ha tomado hasta ahora de fuera. Rusia no ha contribuido al progreso. Para hacerse notar se ha hecho con una superficie enormemente grande. En vez de mirar hacia el Occidente cristiano, Rusia ha mirado a Bizancio (el cesaropapismo). El cristianismo no ha madurado en Rusia. Durante quince siglos los europeos han tenido un solo idioma para hablar con Dios. Han caminado juntos. Es necesario que Rusia reanime su fe y dé un nuevo impulso a su cristianismo. En Occidente, todo lo ha hecho el cristianismo. Las ideas deben estar por encima de los intereses. Las revoluciones deben ser, ante todo, revoluciones morales, no políticas. Europa posee sólidos cimientos morales y religiosos cristianos. Su futuro está asegurado en cuanto que tiene un proyecto moral. La necesidad material debe ser sustituida por la necesidad moral. La razón cristiana está exenta del prejuicio nacionalista[179].

En estos pensamientos de Chaadaev hay, sin duda, ideas acertadas, otras demasiado idealizadas y también las hay claramente equivocadas. Al menos, hay dos circunstancias históricas que no pueden ser olvidadas para comprender y calibrar en sus justos términos lo que dice Chaadaev. En primer lugar, por supuesto, el atraso económico e industrial de Rusia. La verdadera modernización, la occidentalización del país (aunque prescindiendo por completo de los principios políticos del parlamentarismo británico), a sangre y fuego, comenzó a partir del último cuarto del siglo XVII, con Pedro I, continuó con accidentadas intermitencias durante el siglo siguiente, desde 1725 en que murió el creador de San Petersburgo, y tomó otro gran impulso, muy despótico pero menos opresor y más tolerante que con Pedro, con Catalina la Grande, en los últimos treinta años del siglo XVIII. Alejandro I intentó una reforma de índole espiritual y religiosa, pero se quedó prácticamente en nada. De nuevo la autocracia y el régimen policial a partir de 1825, cuyo pistoletazo de salida fue la conspiración de los Decembristas. Por eso tenía en parte razón Herzen cuando afirmaba que la verdadera historia de Rusia comenzaba con el reinado de Pedro, es decir, con la decidida convicción de que había que occidentalizar el inmenso país, costase lo que costase. «Desde Pedro el Grande el problema está planteado entre Rusia y Europa», comenta Madaule[180]. Pero el precio que hubo que pagar por ello fue demasiado alto, y, después del opresivo e insoportable reinado de Iván IV el Terrible, contemporáneo de nuestro Felipe II, el reinado de Pedro constituyó la gran experiencia político-policial que desbrozaría el camino a la tiranía sanguinaria de José Stalin. En segundo lugar, Chaadaev escribe todavía a finales de la Restauración salida del Congreso de Viena de 1815, es decir, aún un año antes de la Revolución liberal burguesa de 1830 en Francia, que supuso la caída del ultramontano Carlos X y trajo a Luis Felipe de Orleáns, el rey burgués, o, lo que es lo mismo, el triunfo de las altas finanzas, de la especulación y de la Bolsa, tan maravillosamente descrito en algunas de las mejores novelas de Honoré de Balzac. Lo más revolucionario que existía en la Europa de 1829 era el pensamiento de los socialistas utópicos, pues el anarquismo, salvo por las ideas de William Godwin, aún estaba en mantillas, y el comunismo, aunque no pueden despreciarse las ideas igualitarias de François Nöel Babeuf (ejecutado, sin embargo, en 1797, después de haber intentado materializar la idea de la «dictadura revolucionaria» de Jean-Paul Marat) e incluso algunas del conde Claude Henri de Saint-Simon, estaba todavía en pañales. Chaadaev, con la mejor intención del mundo, quiere que Rusia sea ella misma, que despierte de su letargo de siglos, de su ignorancia, de su fanatismo religioso (piénsese en los viejos creyentes surgidos del Raskol a mediados del siglo XVII), de sus prejuicios, que se desarrolle económicamente, que se entregue a una fe cristiana verdadera, esto es, ni formal ni meramente ritual, pero también, simultáneamente, que se mire en Europa, que la tome como modelo. Éste, creo yo, es uno de sus principales errores, y eso que había certeramente intuido que Rusia ni pertenecía a Occidente ni a Oriente, sino que se hallaba entre ambos. El occidente de Europa, primordialmente Gran Bretaña, lo que hoy es Bélgica y Francia, podía ser un modelo para el desarrollo económico, aunque este primer capitalismo industrial era sumamente injusto con los trabajadores, despreciaba sus derechos y hacía caso omiso de sus miserables condiciones materiales de vida y de sus legítimas reivindicaciones políticas, sociales y sindicales. Pero donde más yerra Chaadaev, y este error no va a cometerlo Dostoyevski, es en creer, primero, que existía solidaridad entre las distintas naciones de Europa, que el veneno del nacionalismo estaba neutralizado por el antídoto del cristianismo, cuando lo cierto es que el nacionalismo avanza a marchas forzadas en toda Europa bajo la cobertura filosófica e ideológica del Romanticismo alemán, e incluso antes, pues ya se prepara desde los tiempos del Sturm und Drang en el decenio de 1770, y, sobre todo, desde los Discursos a la Nación alemana de Johann Gottlieb Fichte en 1807; en segundo lugar, en creer que el cristianismo europeo era sólido, firme, con un proyecto de futuro, cuando el cristianismo, la fe verdadera en Cristo, en la que sí que creía Chaadaev como principalísimo acicate de regeneración de Rusia, estaba en franco retroceso en Europa, en un alarmante proceso de disolución, que continuaría imparable hasta que el Papado, demasiado tarde por cierto, reaccionase enérgicamente bajo León XIII, pero para entonces la pérdida del proletariado para la fe cristiana era un hecho casi irreversible. Chaadaev aún ve sólo un espejismo, pensando que hay una sólida trabazón de ideas cristianas entre las naciones de Europa, casi como en esa Edad Media cristiana tan añorada por Novalis, que sí percibió mucho antes, en 1799, aquella disolución, comenzada, como ha analizado con gran rigor crítico Berdiaev, desde los tiempos del nominalismo de Guillermo de Occam y la inmediatamente siguiente época del Humanismo y del Renacimiento, en Italia y en los Países Bajos. No; Europa no era cristiana en 1829; todo lo más lo era formalmente, como aquella religión mosaica denunciada por Jesús. El cristianismo de la burguesía europea del tiempo de Chaadaev no estaba comprometido con nada auténticamente cristiano—redentor, salvífico, escatológico. Europa caminaba hacia un materialismo positivista, hacia un cientificismo, hacia nuevos modelos religiosos: la Ciencia, el Estado, el Capital, el Socialismo. Estos gigantescos y potentísimos campos de experimentación, en los que será ahogada la libertad del hombre y su naturaleza trascendente de origen divino, serán a partir de entonces—y no han dejado de serlo, muy perfeccionados por cierto—los nuevos credos religiosos de Europa, del patéticamente llamado «Occidente cristiano». Pero Chaadaev sí acierta en lo esencial; se equivoca en el diagnóstico de Europa, pero sí ve la luz respecto de la medicina que debe tomar Rusia, y esto, por supuesto que habrán de tenerlo en cuenta muchos escritores e intelectuales cristianos rusos que vengan detrás, entre ellos Dostoyevski. Acierta en que percibe con absoluta claridad que ese abandono de Rusia del atraso económico, cultural y religioso no podrá lograrse, o que ese anquilosamiento, esa dependencia externa, no podrá superarse con las solas fuerzas de la razón, de la ciencia, de la tecnología, de la democracia parlamentaria, aun siendo como son poderosísimas fuerzas, sino que habrá que salir del tremebundo agujero, necesariamente, gracias a mecerse, a adentrarse en el seno de una fe en Cristo regenerada, auténtica, algo en sí mismo dificilísimo por el reto que supone a la integridad y a la realización plena del ser, y esto significa—y dense ustedes cuenta lo profundamente que Dostoyevski asimiló esta idea—que Rusia tiene que avanzar, progresar y desarrollarse siendo ella misma, es decir, atendiendo a algo muy auténtico que hay, como escondido, en su útero materno más íntimo: la fraternidad entre los hombres, la justicia social, el amor al prójimo, pero no en abstracto, no formalmente, sino en concreto, de manera real, constatable y verificable. Por eso el texto de Chaadaev es tan oportuno hoy, en este 2013, ante el desconcierto, el relativismo moral y la pérdida de orientación que atraviesa Europa, esta Europa entumecida, acomplejada, inactiva, que se resiste a reconocer sus raíces cristianas, regenerándolas, enriqueciéndolas, viviéndolas desde el interior de las personas, pues no hay otro modo de encontrar una salida fructífera y digna a la encrucijada que amenaza con llevarnos a la catástrofe moral; la superación de la prueba, que dura ya muchos decenios, pasa por el mensaje evangélico, que es sinónimo de respeto profundo a la dignidad del hombre, a su libertad individual irrenunciable, que es libertad de elección y ética de la responsabilidad, y a su naturaleza trascendente, hecha a imagen y semejanza de Dios; a su creencia en Cristo, en el Verbo hecho carne, en Dios, pues de esa creencia, de esa Verdad, y sólo de ella, derivan y dependen la libertad, la auténtica libertad que no impone nada, ni siquiera el bien, y la dignidad de la criatura humana. Esta es la soberana lección, entre líneas, que se desprende del intenso ensayo de Piotr Chaadaev, tenido muy presente por Dostoyevski y por Vladimir Soloviev, su joven, cultivado, deslumbrante y místico amigo, el que muy probablemente, en las interminables conversaciones que mantenían ambos, le inspirase, o incluso le esbozase, el máximo escrito dostoyevskiano, La Leyenda del Gran Inquisidor, a mi modo de ver, después del Evangelio de San Juan, y junto con el Quijote, el texto fundamental y decisivo—ontológica, existencial y religiosamente hablando—escrito por un ser humano. Ahí se encierra el enigma, el trágico enigma de nuestra existencia, pero también está en él la solución a ese enigma, que nunca puede ser definitiva, puesto que el hombre es una misteriosa e indescifrable mixtura de fe y de duda. Si algo no he acertado en toda mi vida a comprender, es que un espíritu tan profundo y tan insondable como Nietzsche, tanto como el propio Dostoyevski (su hermano espiritual), no aceptase ni captase, con su poderosísima intuición, lo que encerraba la Leyenda que Iván Karamásov le narra a su querido hermano Alíoscha. El sentido de la tierra le impidió comprender, pero con las razones del sentimiento, no con los silogismos de la razón, el misterio de la Cruz, el único verdadero misterio que hay en todo el Universo.

En las ideas que Versílov va exponiéndole a su hijo, podemos comprobar la existencia de una relación ambivalente, dual, equívoca, ambigua, contradictoria con Europa, en la que la admiración se mezcla con el desprecio y el amor con el odio. El tipo del aristócrata ruso que encarna Versílov, desea sinceramente modernizar su país, siente pena del atraso de Rusia, y, en su impotencia, se marcha, vagabundea por Europa, con el propósito también de aprender, de nutrirse con sus enseñanzas, pero, al mismo tiempo, para… enterrarla, pues sabe, en el fondo de su ser ruso, que Rusia no es Europa, que Rusia debe levantarse de su postración con su solo esfuerzo, porque ella así lo haya decidido, pero sin renunciar tampoco a lo que la distingue de verdad, a esa creencia en la fe ortodoxa, que tiene que ser una fe auténtica, sincera, no farisaica ni propia de hipócritas sepulcros blanqueados. En Rusia han ido depositando los siglos un tipo de cultura, no sólo singular, único, sino muy elevado, como no se ha dado en ninguna otra parte del mundo, y eso tiene que ver con su capacidad de sufrimiento, la del pueblo ruso, la de los campesinos rusos, cual si les fuese intrínseca una sed redentora de sufrimiento, así como con que Rusia tiene una predisposición especial, también inencontrable en lugar alguno de la tierra, para comprender a las otras naciones, fundirse con ellas, reconciliarlas, y, aunque parezca paradójico y difícil de entender, con el hecho de que Rusia se hace más Rusia, un ruso es más ruso, cuanto más acepta a Europa, cuanto más viaja y se asimila lo europeo, porque ello le permitirá a Rusia descubrirse a ella misma, y a un ruso ser también más él mismo. Rusia no aspira a la hegemonía en términos geopolíticos, Rusia no quiere el dominium mundi, como lo han querido el Papado romano o el Sacro Imperio Romano Germánico en la época medieval, sino que desea la reconciliación universal, la fraternidad entre las naciones, que deben sentirse hermanadas en Cristo. Con palabras parecidas, lo expresa Dostoyevski en su Diario de un escritor (Introducción, II y III): la ignorancia en que también viven los europeos respecto de Rusia; su extraordinaria singularidad; el que la «fusión espiritual universal» sea su verdadera «argamasa»; la tendencia de los rusos a la síntesis, a la reconciliación; su innata simpatía por los demás pueblos[181]. Lo volverá a decir en el discurso en homenaje a Puschkin: ser un ruso auténtico es conciliar las antítesis europeas, mostrar a Europa la fraternidad según la evangélica ley de Cristo[182].

Rusia, continúa Versílov, no vive para sí, sino para la «idea»; hace casi un siglo que vive «para Europa». Es verdaderamente difícil interpretar a Andrei Petróvich, pues pareciera estar hablando como si estuviese en estado de trance, poseído de un cierto delirio. La «idea» es esa idea de reconciliación universal; el que haga casi un siglo que vive para Europa, en cierto modo significa que, desde el reinado de Catalina, que era de origen alemán, Rusia ha servido, demasiado indignamente quizás, a los intereses europeos (por ejemplo, el primer reparto de Polonia, en 1788-1791, tan deseado por Prusia, al que terminó plegándose primero Austria y después Rusia, reinando en ésta Catalina, que también accedió a un segundo reparto, en connivencia con Prusia, en 1794; todavía habría un tercero y definitivo, en 1795, dos años antes de morir Catalina, que suprimiría Polonia del mapa europeo), como si fuese una criada, una simple sirvienta, y eso que Rusia, aun pudiendo vencer, tiene como destino el no vencer nunca en Europa (éstas últimas palabras están extraídas del Diario de un escritor, abril de 1876, cap. I) [183]. Vivir para Europa puede también interpretarse como no atender suficientemente la cuestión eslava, la obligación de Rusia de defender a los eslavos oprimidos, bien fuese en el territorio del Imperio turco otomano o en cualquier otro lugar del este de Europa. Hay una gran cantidad de páginas en el Diario de un escritor en las que Dostoyevski se pronuncia con toda claridad y sin ambages acerca de la defensa de los eslavos, aunque en la inmensa mayoría de esas páginas se puede observar una idea reconciliadora, una predisposición al entendimiento, un respeto mutuo entre los pueblos y las diferentes creencias religiosas. En otras, las menos, es verdad que se aprecia una equivocada beligerancia, una toma de partido eslavófila intransigente, incluso ciertos conatos de imperialismo, como cuando se empecina en diversos artículos en que Rusia debe hacerse con Constantinopla, conquistarla, pues se trata de un verdadero símbolo para comprender el desarrollo de la historia de Rusia[184]. Hay un pasaje de la novela Anna Karénina que desagradó profundamente a Dostoyevski, y le hizo en parte cambiar de opinión sobre el personaje de Levin, ya que ese pasaje aparece en la última parte de la inmortal novela de Tolstoi, en la octava, concretamente en el capítulo XVI, y para cuando se publicó, ya Dostoyevski había emitido importantes opiniones sobre ese personaje, considerado por Thomas Mann como un alter ego del propio Tolstoi[185]. Sobre tal pasaje, que es un diálogo que mantienen Levin, su hermano de padre Serguiéi Ivánovich Kosznyshov, Fiodor Vassilyevich  Katávasov (amigo intelectual de Levin de su época universitaria), el príncipe Alexander Dmitrievich Scherbatski (el padre de Kiti, la esposa de Lievin) y Dolli (la hermana de Kiti), han llamado la atención diversos críticos, mereciendo la pena recordar especialmente a León Chestov[186]. En ese diálogo, ante ciertas palabras del príncipe que suponían una ridiculización y una mofa del papel de las tropas rusas en la guerra balcánica de 1876, cuando Rusia acudió en ayuda de Serbia y otros territorios frente a Turquía, Serguiéi Ivánovich le reprende, pero Levin interviene diciendo que «yo no veo en eso ninguna chanza». Como Serguiéi le interrumpiera y dijese, entre otras opiniones, que «hoy, el pueblo ruso, pronto a sacrificarse y levantarse como un solo hombre para salvar a sus hermanos, hace oír su voz unánime», Levin le replica «tímidamente»: «Perdón. No se trata sólo de sacrificarse, sino de matar turcos. El pueblo está dispuesto a hacer bastantes sacrificios cuando se trata de su alma, pero no a cumplir una misión mortífera»[187]. En el Diario de un escritor (año 1877, julio – agosto, cap. I, I), habla Dostoyevski de la publicación de esa octava parte, que ha sido rechazada por la dirección de El Mensajero Ruso (Ruskii Vestnik), precisamente por cómo se trata en ella

«la cuestión de Oriente y la guerra del año pasado»[188]. Pero es en el cap. II, I, del año y meses citados del Diario, donde Dostoyevski vierte su nueva opinión sobre Levin y sobre el modo, inaceptable para él, en que Tolstoi se burla de los soldados rusos. Dice que continúa creyendo, «invariablemente, en la pureza de su corazón», el de Levin, que es lo que había expresado con anterioridad, antes de que se publicase la octava parte de marras. Pero ya no lo considera «pueblo», ya no ve a Levin identificado con el pueblo ruso. «No es Levin—dice ahora Dostoyevski—una personalidad actual, viva, sino sólo una figura fantástica, creada por el escritor; pero ese escritor, que tiene un talento enorme, un ingenio notable y es hombre al que estima toda la Inteligencia rusa, encarga a esa figura fantástica de exponer también sus ideas personales, las del autor, lo que se advierte, sobre todo, en esa parte última, poniéndose en abierta contradicción con la actual realidad rusa […] …al hablar del inexistente Levin hablamos realmente de las ideas de uno de los principales rusos de nuestro tiempo. Y esas ideas se refieren a la actual gesta rusa: la guerra balcánica. Lo esencial de esas ideas se reduce, si he entendido bien al autor, a decir que nuestro pueblo no comparte en modo alguno nuestro llamado movimiento nacional en pro de los hermanos eslavos, y más todavía: no lo comprende. Por donde vemos que también Levin, el hombre de corazón puro, se descuaja y aparta de la gigantesca mayoría de los rusos»[189]. 

En lo que atañe a una de las cuestiones más controvertidas de la llamada «Idea Rusa» en Dostoyevski, que está latente en las palabras de Versílov, como en las de otros personajes del novelista en varias de sus obras, y que es la cuestión del «mesianismo», la concepción «mesiánica» de Rusia como pueblo elegido, ya la abordé, como dije antes, en mi ensayo sobre El idiota, donde resumí la valoración que hace Berdiaev de esta concepción en su estudio El espíritu de Dostoyevski. No cabe duda de que se trata de un asunto estrechamente vinculado a la disciplina que llamamos Filosofía de la Historia, y en este sentido no está de más recordar que fue precisamente Berdiaev, en el pequeño Prefacio a su libro El sentido de la Historia, el que dijo que los pensadores rusos se habían ocupado sobre todo de Filosofía de la Historia durante el siglo XIX, siendo su vocación «la de construir una filosofía religiosa de la historia» [190]. Sólo quiero añadir que, como he tratado de mostrar en las frases de Dostoyevski del discurso sobre Puschkin, no puede eludirse en él una evolución de su idea mesiánica sobre Rusia, en cuanto que se muestra mucho más conciliador y mucho menos integrista o nacionalista que algunos destacados eslavófilos que lo tomaban a veces como su jefe de filas. Esta evolución, este alejamiento de la idea reduccionista sobre Rusia en el último Dostoyevski, la admite sin reservas Berdiaev. La había subrayado con anterioridad, en un brevísimo ensayo de 1915, El alma de Rusia, en el que afirma: «Dostoyevski proclamó directamente que el hombre ruso es un hombre universal, que el espíritu de Rusia es un espíritu universal, interpretando la misión de Rusia de una manera contraria a como la entienden los nacionalistas»[191]. Aun siendo tan breve, se trata de un ensayo en el que Berdiaev hace una formidable síntesis, muy pedagógica, de las ideas de los rusos sobre Rusia, y como se trata de un pensador que por encima de todo persigue la búsqueda de la verdad, esto es, la no tergiversación de las ideas, ni su manipulación tendenciosa, no tiene ningún escrúpulo en reconocer que Rusia es, al mismo tiempo, el país menos chovinista del mundo y el más nacionalista. Incluso se muestra muy crítico con su admiradísimo Dostoyevski, al admitir que el gran escritor propagó a veces un nacionalismo muy sofisticado, en el que no sólo llamaba a la persecución de los judíos y los polacos, sino que le niega «al Occidente cualquier derecho de pertenecer al mundo cristiano»[192]. Estas última palabras entrecomilladas, se basan, naturalmente, no sólo en lo que afirman algunos personajes de Dostoyevski, por ejemplo el príncipe Mischkin, sino en lo que escribió en el Diario de un escritor (mayo-junio 1877, cap. III) el novelista acerca de que el Papado de Roma, con sus deseos impúdicos de poder temporal, es la plasmación viva de una de las tentaciones de Jesús en el desierto, y que la idea del Papado y la idea religiosa son, no ya distintas, sino antagónicas[193]. El propio Berdiaev—así como antes de él Soloviev— se pronunciará en contra de estas opiniones, diciendo que Dostoyevski fue injusto con el catolicismo romano.

Llegados a este punto, sí quiero hacer de nuevo un inciso que me parece importante. La amistad entre Dostoyevski y Vladímir Soloviev se inició en 1873. Éste último tenía tan sólo veinte años, pues había nacido en enero de 1853. Por entonces, sus conocimientos de Historia, Filosofía, Literatura, Teología, Física y Matemáticas eran bastante considerables. Después de Dostoyevski, y en un plano desde luego muy distinto, probablemente haya sido el mayor pensador que ha dado Rusia al mundo. Desde luego, el más original, junto con su inmortal amigo Fiodor Mijaílovich. Entre las conversaciones que mantenían, Rusia debía estar muy presente. No estamos autorizados a afirmar que las ideas sobre Rusia de Soloviev pudiesen haber influido de manera decisiva en Dostoyevski, pues todavía era aquél muy joven. Sí influyeron en materia religiosa; mejor dicho, en la relación entre el problema de Dios, el del mal y el de la libertad. En cualquier caso, las ideas de Soloviev sobre Rusia han de ser tenidas en consideración al hablar de las ideas de Dostoyevski sobre esta delicada y controvertida cuestión. Soloviev fue un espíritu muy abierto, que evolucionó considerablemente durante toda su vida. El 23 de mayo de 1888 dictó una conferencia en París, titulada La Idea Rusa [194], que no sólo es un texto de presentación de su célebre, extenso y meditado estudio Rusia y la Iglesia Universal [195], sino que marca un cambio de orientación en su pensamiento, que se hace aún más ecuménico, que ya lo era, y más escatológico, más apocalíptico, como demostrará abiertamente en sus textos finales, en concreto Los tres diálogos y el Relato del Anticristo [196]. He citado en nota estos escritos, basándome en las ediciones que poseo y he leído. En 1875, mientras El adolescente iba siendo redactado, Soloviev fue invitado a Yasnaia Poliana, ejerciendo una clara influencia en León Tolstoi, como reconoció el propio conde en una carta al crítico literario Nikolay Strájov (1828-1896) fechada el 25 de agosto de ese año[197]. No es propósito de este ensayo ocuparse de Soloviev, pues nos apartaríamos por completo de su principal objetivo. Pero no está de más recordar algunas de las principales ideas que tenía Soloviev sobre Rusia en 1888, a pesar de que debían haber cambiado respecto a las que pudiera haber profesado en los años en que mantuvo su amistad con Dostoyevski, que, en realidad, sólo se rompió por la muerte del novelista. En realidad, durante esos años de amistad con el escritor, las ideas de Soloviev sobre Rusia no se habían aún concretado ni tomado carta de naturaleza. A principios del decenio de 1880, muerto ya Dostoyevski, se interesa Soloviev por la cuestión polaca y por el judaísmo, acentuándose su pensamiento ecuménico, que, seguramente, hubiese ofrecido puntos de discrepancia con la visión de Dostoyevski sobre estos asuntos tan espinosos.

Lo que yo quiero resaltar de la mencionada conferencia de Soloviev de 1888, es únicamente lo siguiente (cito textualmente o bien resumo con la mayor concisión posible): «La idea de la nación no es lo que ella misma piensa sobre sí en el tiempo, sino lo que Dios piensa sobre ella en la eternidad». Soloviev se muestra contrario al nacionalismo burdo y excluyente, que es una nueva forma de idolatría. Las naciones, como los seres humanos individuales, son también seres morales. Para saber los verdaderos intereses de una nación y su real misión histórica, el único medio seguro es preguntarle al pueblo de esa nación qué opina sobre ello. Tal medio empírico es inaplicable allí donde la opinión de la nación se fragmenta. Esta opinión, en Rusia, en 1888, es, como mínimo, triple: a) la del presente, esto es, la oficial; b) la del pasado, es decir, la de los «viejos creyentes»; c) la del futuro, o sea, la de los nihilistas. «El sentido de la existencia de las naciones no está en ellas mismas, sino en la humanidad». La verdadera idea substancial de la humanidad «se encarnó cuando el centro absoluto de todos los seres se abrió en Cristo». Para Cristo, todas las naciones «existían sólo en su unión moral y orgánica, como los vivos miembros de un solo cuerpo espiritual y real». En el pensamiento eslavófilo de Iván Aksakov (1823-1886)[198] hay sin duda aspectos positivos. La posición de Aksakov se dirige contra la estatalización de la Iglesia y también se muestra claramente contrario a cualquier forma de persecución religiosa. Soloviev está completamente a favor de la reconciliación con Polonia y de detener la rusificación de este país de mayoría católica. La Iglesia universal debe admitir la diversidad existente entre las naciones y los Estados. La Idea Rusa consiste en reconstruir en la tierra la imagen de la Santísima Trinidad. Para la realización de esta Idea, Rusia no tiene «que actuar en contra de las otras naciones sino con ellas y para ellas. Porque la Verdad es solamente la forma del Bien, y el Bien no conoce la envidia».

Sobre el supuesto antijudaísmo de Dostoyevski, en cuya valoración no podemos tampoco entrar aquí, remito al lector a lo que el propio autor dice en su descargo sobre tan grave acusación en el Diario de un escritor (marzo 1877, cap. II), contestando a «una carta de un hebreo cultísimo, que me ha interesado extraordinariamente», que le inculpa de «mi “odio a los hebreros como pueblo”»[199]. Dostoyevski, deliberadamente, mantiene en secreto el nombre de ese judío, que no es otro que Avraam Uri Kovner (1842-1909), identificado con el nombre de Albert Kovner por Cansinos Asséns en una nota al pie. Por cierto, resulta muy clarificadora otra nota al pie de Cansinos, en esa misma página del Diario, en donde llama la atención del lector sobre el distinto significado que tiene en Dostoyevski, en un mismo texto, el término «hebreo» (ausente de carga despectiva) y el vocablo «judío» (que sí entraña una crítica). Sí estimo oportuno, no obstante, en relación con el «antijudaísmo» de Dostoyevski, rememorar que, en las páginas del capítulo del Diario a las que me estoy refiriendo, el novelista arguye que está fuera de duda el sometimiento al punto de vista judío de la política conservadora británica del primer ministro Benjamín Disraeli (llamado siempre por Dostoyevski, quien recuerda su ascendencia judaico-española, lord Beaconsfield, pues tal era el título nobiliario que le concedió su admiradora la reina Victoria)[200], al igual que afirma que los hebreos han conseguido reducir a la población rusa indígena de las regiones fronterizas a una situación de dependencia económica, sin óbice de reconocer que han sabido aprovechar admirablemente las circunstancias que se les ofrecían. Pero ocho o diez líneas antes, sí les hace a los judíos de las fronteras una gravísima acusación, pues ya no les recrimina sólo esa capacidad para subordinar económicamente a sus intereses a aquella población indígena, sino que los inculpa de evitar por todos los medios la elevación del nivel cultural de las masas campesinas rusas, evitándoles el acceso a la ciencia y a la educación en general, pues, a diferencia de otros pueblos, «los hebreos, dondequiera que se han afincado, han rebajado y pervertido todavía más al pueblo, dondequiera se ha encorvado más la humanidad y ha bajado más el nivel de la cultura, cundiendo una miseria negra, inhumana, y con ella la desesperación»[201]. Incluso les atribuye una grave responsabilidad en la extensión desmedida del materialismo económico por Europa durante el siglo XIX. ¿Seré yo, por ventura, un judeófobo?, se pregunta unos párrafos más adelante Dostoyevski. Y se contesta a sí mismo que está dispuesto a que se amplíen los derechos de los judíos en Rusia, que los rusos no sienten ningún odio religioso específico contra los judíos, y que son éstos, con su soberbia y engreimiento de creerse el único pueblo de la Tierra elegido por Dios, los que están plagados de prejuicios contra los empobrecidos mujiks rusos. Al final del capítulo aboga por una reconciliación entre rusos y hebreos, pues, a no ser que tras el pueblo hebreo se oculte una misteriosa razón histórica que lo impida, la desigualdad jurídica entre rusos y judíos «no tardará en desaparecer, y unos y otros vivirán en perfecta armonía y fraternidad, ayudándonos mutuamente y laborando de consuno en una magna empresa: la de servir a nuestra tierra, a nuestra nación y nuestra patria»[202]. Por supuesto que, a pesar de esta aspiración sincera, Dostoyevski está convencido, y lo dice en el mismo párrafo, que el mayor esfuerzo para conseguir esa armonía, lo habrán de hacer los hebreos, no los rusos, que, por su idiosincrasia misma, están predispuestos a ello. La cuestión judía se había planteado con cierta crudeza en Rusia desde el siglo XVIII. Tanto la división de Polonia como la anexión de territorios en el sudeste, supusieron la incorporación de numerosos súbditos judíos en Rusia. En 1804, bajo Alejandro I, se promulgaron leyes que impidieron a los judíos establecerse en las regiones centrales de Rusia. En las provincias occidentales y meridionales, un «estatuto de residencia», fijaba con precisión el asentamiento de la población judía. No obstante, bajo Alejandro III, muerto ya Dostoyevski, las leyes que regulaban estos asentamientos judíos fueron aún más restrictivas[203]. Tampoco puede ser olvidado el hecho de que un número significativo de revolucionarios y de destacados miembros de la intelligentsia rusa del siglo XIX eran de origen judío. Por ceñirnos sólo a la época en que estuvo activo como escritor Dostoyevski, recordemos a Nikolai Isaakovich Utin (1841-1883), adversario de Bakunin y entusiasta de Marx, emigrado forzoso en 1863; numerosos judíos de la segunda etapa (desde 1876) de la organización revolucionaria clandestina Zemlia i volia («Tierra y libertad»); Mark Andreyevich Natanson (1850-1919), a cuyo alrededor, en octubre de 1869, surgió la llamada «comuna de la Malaya Vul’fovaya» (por el nombre de la calle de Petersburgo donde tenía su sede), cofundador de la segunda época de Zemlia i volia y alma del grupo populista revolucionario de los chaikovtsy; Leo Jogiches (Leon Tyszka, 1867-1919), marxista de origen lituano y compañero durante algunos años de Rosa Luxemburgo; Aaron Samuel Liebermann (1845-1880), destacado socialista de origen lituano que se mostró muy activo en torno a 1876; Rosalia Markovana Bograd, compañera sentimental de Georgi Plejánov (1856-1918), fundador del marxismo en Rusia; Lev Deutsch, deportado a Siberia en 1884; Pavel Axelrod (1850-1928), primero bakuninista y después marxista que llegó a ser dirigente menchevique; así como muchos otros[204].

Algunos destacados pensadores y ensayistas liberales europeos han mostrado un grave desconocimiento del pensamiento de Dostoyevski, haciendo de él una caricatura esperpéntica, y en parte se ha debido a que, más que leer con atención sus novelas y valorar la extraordinaria dialéctica de las ideas que contienen, se han dejado llevar por una lectura plagada de prejuicios del Diario de un escritor, donde Dostoyevski, si se lee entero, matiza también considerablemente algunas de sus más polémicas, controvertidas e inaceptables ideas. El caso más representativo de lo que digo es el del gran historiador de las ideas y ensayista liberal inglés—nacido en Riga en el seno de una acomodada familia rusa judía—Isaiah Berlin, cuyos más conocidos estudios acerca de los pensadores rusos del siglo XIX fueron compilados por Henry Hardy, ayudado por la señora Aileen Kelly, especializada en cultura rusa de la decimonona centuria, y publicados en inglés en 1978. Este mismo volumen ha sido publicado en español bajo el título de Pensadores rusos. Pues bien, llaman al menos la atención, amén de otras menos relevantes, dos cosas; la primera, es que en todos los textos, conferencias y artículos recopilados, Berlin no sólo habla poquísimo de Dostoyevski, dedicándole en total menos de una página, sino que traza de él una suerte de caricatura, pues lo aborda muy superficialmente. El que no lo mencione puede tener una explicación, que no comparto, pero que respeto: el que Isaiah Berlin, como su compatriota Hallett Carr, no considere a Dostoyevski un pensador; ya lo hemos dicho, y no vamos a insistir más en ello: no es, por supuesto un filósofo académico, un filósofo sistemático (como tampoco lo fueron Herzen, o Bakunin o Tolstoi, a los que sí dedica enjundiosas páginas Isaiah Berlin en ese mismo volumen), pero muchos estamos convencidos de que se trata del más grande pensador de toda la historia de Rusia. La segunda observación, es que Berlin falta a la verdad, precisamente por simplificar en exceso y hablar de oídas. En el Apéndice del libro, afirma estar de acuerdo con la opinión de los liberales contemporáneos de Dostoyevski, quienes lo califican de «leal partidario de la autocracia y un irremediable reaccionario»[205]. Pocas veces he asistido a un despropósito semejante, y más viniendo de una inteligencia lúcida como la del citado ensayista británico. No tengo más remedio que traer aquí a colación—podría traer muchas más—unas palabras de Dostoyevski que reproduce Pareyson: «Le diré que soy un hijo del siglo, hijo de la incredulidad y de la duda: lo soy hoy y lo seré hasta la tumba. Cuantos atroces tormentos me ha costado y me cuesta esta sed de creer, tanto más fuerte en mi alma cuanto más encuentro en mí argumentos contrarios. // Esos bellacos me han echado en cara mi fe retrógrada en Dios. Aquellos imbéciles no han visto ni siquiera en sueños una potencia de negación similar a la que he plasmado en mi Leyenda del Gran Inquisidor y en el capítulo que la precede. Su estupidez no podrá jamás imaginar el poder de negación que yo he conocido. Toca precisamente a ellos darme la lección. En materia de duda ninguno me vence. No es como un niño que yo profeso a Cristo. ¡Mi hosanna ha pasado a través del crisol de la duda!»[206] Esta misma lucha, este mismo debate interno, esta duda y este inexistente maniqueísmo, también lo hallamos cuando Dostoyevski se refiere a Rusia y su destino. Pensamientos contradictorios, sí, pero no simplistas, ni reduccionistas, ni mucho menos fundamentalistas o nacionalistas. Calificar de integrista o de reaccionario a un hombre como Dostoyevski, en materia religiosa, política, estética o social, es signo evidente de una profunda ignorancia sobre un autor tan grande, tan inabarcable e incapaz de ser reducido a cómodas, y, por lo general, falsas taxonomías ideológicas.

Después de referirse a Rusia, es cuando Versílov le habla a su hijo del ateísmo. «Ellos» son los europeos, que ya han comenzado a apartarse de Dios. Aquí inserta Dostoyevski una de sus más profundas y hermosas, al tiempo que dolorosas reflexiones sobre una Humanidad sin Dios, en la que los hombres sentirían una inmensa orfandad, se sentirían enormemente solos y desvalidos, y por eso se apretujarían unos contra los otros, como buscando consuelo, un imposible consuelo aquí, en la tierra, desprovista ya de todo sentido de la trascendencia y definitivamente olvidada del molde divino con el que el hombre está hecho. Esos hombres, que no tienen fe ya en la vida eterna y en la resurrección de la carne, sólo podrán contentarse, como lo más parecido a la inmortalidad del espíritu, aunque no deje de ser una simple caricatura, con guardar todo el tiempo que puedan el recuerdo de otros hombres que conocieron, pero ese recuerdo terminará, indefectiblemente, también por desvanecerse, por diluirse, y de tales hombres no quedará entonces nada. Estas reflexiones de Versílov sobre el ateísmo se sitúan entre Demonios (1870) y Los hermanos Karamásovi (1879), es decir, entre las dos obras capitales que abordan el tremendo problema del ateísmo, íntimamente vinculado al problema del mal, que ya había sido estudiado de una manera muy profunda en Crimen y castigo (1866). En Raskólnikov nos hallamos ante un individuo que se cree un superhombre, que mata a la vieja usurera, quien supuestamente está esquilmando a personas buenas y humildes como su madre y su hermana, para demostrarse a sí mismo que está por encima de las leyes divinas y humanas, pero, finalmente descubre que no es más que un hombre corriente; menos aún: un piojo. Raskólnikov, y en ello cumple un papel muy importante el ejemplo de Sonia Marmeládov, esa María Magdalena rusa, sólo al final reconoce su culpa, se arrepiente sinceramente y acepta el merecido castigo de ser deportado a Siberia. Raskólnikov ha elegido, pues, el camino del arrepentimiento y del bien, diciéndonos el novelista, al final de la narración, que comenzaba para él y para Sonia una nueva vida, abriéndose de par en par la puerta de la esperanza. La creencia en Cristo es determinante para que comience a removerse la conciencia de culpa de Rodion Románovich. En Demonios nos encontraremos con los nihilistas ateos más arquetípicos de Dostoyevski hasta ese momento, hombres que, precisamente por su ateísmo, son capaces de encarnar el mal en estado puro, absoluto, cual es el caso de Piotr Verjovenski, y, sobre todo, de Nicolai Vsevolódovich Stavroguin, que terminarán por diluirse en la nada, suicidándose. El ingeniero Aléksieyi Kirillov, a diferencia de Verjovenski y de Stavroguin, está absolutamente obsesionado con el problema de la existencia de Dios, pues, para él, si Dios existe el hombre no es libre, y si Dios no existe el hombre sí es libre, y el único modo de poder demostrar esa libertad es matándose, quitándose el hombre la vida. Esta es la «idea» de esta patética y atormentada encarnación dostoyevskiana, pues a Kirillov se lo «tragó su idea»; su suicidio es un suicidio «lógico», y, al mismo tiempo, absurdo: también acabará diluyéndose en la nada. Después viene, en 1879, la gigantesca y extraordinaria figura de Iván Karamásov, otro ateo, un intelectual, pero en su caso, lo que no disminuye un ápice el profundo error de su increencia, un ateo que, como le dice a su hermano Alíoscha, no puede creer en Dios por el inútil sufrimiento que padecen los hombres, especialmente los niños, sufrimiento que sería permitido por ese Dios en el que creen Alíoscha y el stárets Zósima. Iván, asimismo, se disolverá también en la nada, pero no a través del suicidio, sino de la locura en la que se internará para siempre.  

Versílov, por su parte, está convencido de que ese día llegará, el día en que la Humanidad europea abrace el ateísmo, y ése será el día postrero, último, de la Humanidad. ¿De verdad se está refiriendo Versílov sólo a Europa? No lo creo; es más: ni siquiera fundamentalmente. Versílov-Dostoyevski está pensando en Rusia, en el futuro de Rusia, y por eso tenía tanta razón Dimitri Merejovski al calificar a Dostoyevski de profeta, de profeta de la Revolución rusa, que él prevé como nadie en Rusia y en el mundo, y la prevé porque está atento al comportamiento de esos «demonios», esos jóvenes nihilistas que creen en la justicia social y en la igualdad, pero no creen en Dios, y tanto la justicia social, como la igualdad, pero, sobre todo, la libertad, no son posibles sin Dios. El ateísmo entraña una profunda animadversión a Cristo y al Reino de Dios, como ha sabido ver el filósofo alemán Reinhardt Lauth[207]. El adolescente no entra en las abismales profundidades de las otras dos novelas en relación al problema del mal, del ateísmo y de la libertad, que, en el fondo, se resumen en el problema de Dios, que es el problema capital y decisivo para Dostoyevski. Esto lo ha entendido muy bien, a mi juicio, Luigi Pareyson, como también lo comprendieron antes de él León Chestov y Nicolás Berdiaev. Pero es Pareyson el que más insiste en la decisiva importancia que tiene la libertad para Dostoyevski, pues sin libertad no existe Dios y sin Dios no hay tampoco libertad. La libertad del hombre, y esto se puede deducir perfectamente de las grandes novelas dostoyevskianas—Henri Troyat decía que «como todas las grandes novelas de Dostoyevski, El adolescente es la historia de una lucha por la libertad»[208]—, es ilimitada, esto es, ilimitada para elegir entre el bien y el mal, entre creer en Dios y en Cristo, que le conducirá a la paz, a la unidad del ser y a la salvación en el amor al prójimo, o no creer más que en el hombre, un hombre-Dios que se cree por encima de cualquier ley, y que, por eso mismo, acaba cayendo en la arbitrariedad, en la amoralidad, en la destrucción de la vida, en la negación de la unidad ontológica del ser y en el abandono en la nada y en la intrascendencia. Pero Dios prefiere que el hombre lo niegue, que el hombre se entregue desaforadamente a hacer el mal, a que el hombre pierda su libertad intrínseca, connatural, insustituible, su más preciado tesoro, aquello que, en última instancia, lo distingue de cualquier otra criatura. La libertad ilimitada es libertad de elegir, ética de la responsabilidad, pero el bien no puede ser impuesto, porque, como muy bien argumenta Pareyson, el bien como imposición deja de ser bien para convertirse en algo malvado y perverso. Dios prefiere ser negado, inmolado por el hombre, con tal de que éste no pierda su auténtica libertad[209]. Al final siempre vence el bien, e incluso un ateo auténtico es preferible a un indiferente en relación a la creencia en Dios, pues el ateo, o la persona malvada, aún puede arrepentirse y elegir el camino del bien. Ésta es la pavorosa tragedia del hombre, que escrutó como nadie en el mundo Dostoyevski, la tragedia de la libertad que permite al hombre elegir entre Cristo o el demonio, una criatura esta última que es esencialmente parasitaria, parasitaria del hombre y de la realidad de la unidad del ser, y que sólo puede rozar la realidad a costa de destruir la integridad trascendente y divina que hay en el ser humano. La tragedia de la libertad, que es al mismo tiempo la tragedia del hombre y que presupone inexcusablemente la existencia de Dios y el infinito sacrificio de Cristo, es lo que niega, rechaza, desprecia y trata de borrar de la faz de la Tierra el ateísmo, el totalitarismo, el nihilismo, el comunismo, cuya más arquetípica encarnación literaria es el anciano inquisidor español, el nonagenario cardenal que, en la Sevilla del siglo XVII, habla y habla y habla ante el Verbo que ha vuelto de nuevo, por una sola vez, antes de su última venida; el Verbo, el auténtico Hijo del Hombre, que permanecerá mudo durante horas delante de ese símbolo del Poder, de la negación de la libertad y de la negación de la trascendencia divina que hay en el hombre. Un silencio tremendo, que paraliza el movimiento de los astros y detiene por un instante el curso de la vida, un silencio como no lo ha habido antes ni lo habrá nunca después, un silencio infinitamente elocuente, ensordecedor, que desesperará a quien no puede comprender que el Verbo hecho carne, Cristo, se haya atrevido a venir otra vez a la Tierra, a estar entre los hombres, a incrementar aún más si cabe la protección hacia esa libertad ilimitada que Él defiende para la criatura humana, y no lo entiende porque esa libertad supone infelicidad, desasosiego, angustia, ineludible necesidad de elegir, cuando los hombres, para ese anciano aparentemente inocente e inofensivo, pero que representa el mal, no necesitan para nada la libertad, sino estar contentos, ser felices, pues ellos son como niños a los que hay que guiar; mejor aún, no como niños, sino como un rebaño, como un inmenso hormiguero. Ese mismo hormiguero acabará creciendo y creciendo con la Revolución bolchevique, vaticinada por Dostoyevski como por ningún otro espíritu europeo, y es que el veneno de la Revolución estaba ya inoculado en el ateísmo nihilista de muchos intelectuales de la intelligentsia rusa de la época en que escribía el genial novelista. Varias décadas después, otro poco conocido y prematuramente desparecido, pero gran escritor, el austriaco de origen húngaro Ödön von Horváth (1901-1938), lo plasmó en su magnífica novela Juventud sin Dios (1937), en la que un maestro, un educador, representante de una de las profesiones más nobles que existen, asiste al desprecio más absoluto de los valores éticos más elementales en una sociedad en la que crece el monstruo del nacionalsocialismo, del nazismo alemán, un monstruo infinitamente malvado que destruye la esencia misma del hombre convirtiéndolo en un mero instrumento, en el engranaje de una maquinaria infernal y diabólica que será capaz, nada menos, que de convertir el crimen en un asunto de eficacia científica y de asesinar en masa a millones de seres humanos por el solo hecho de pertenecer a una raza considerada inferior. En su última novela, Un hijo de nuestro tiempo (1938), publicada ya después de su muerte, Ödön von Horváth aborda de nuevo el odio que se apodera del ser humano en una sociedad alienada, en una sociedad sin Dios, como la que construye la Alemania hitleriana[210]. Todo este horror ilimitado, producto de la libertad ilimitada del hombre, ya lo previó Dostoyevski. Fue Camus, en El hombre rebelde, quien dijo aquello de que una libertad ilimitada conduce a un despotismo ilimitado; sin embargo, la libertad debe ser ilimitada, necesariamente, pues, de lo contrario, no sería libertad. Es el hombre, con su trágica capacidad de elegir, el único que puede comprometerse con el bien y con la verdad, optando por Cristo, por el amor a Cristo, que es optar por el amor al hombre concreto, individual y personal. Al hacer esta elección, libremente, sin coacción ni imposición alguna, el hombre pone freno a esa libertad ilimitada, y es entonces cuando acepta el orden divino, la unidad del ser, la vida vivificante de la salvación en Cristo. Pero aunque la libertad ha sido reconducida, ha sido orientada al seno del Padre, continúa siendo libertad ilimitada, que, en cualquier momento puede producir un brusco giro en la conducta del hombre. Por eso dice Dostoyevski que no concibe la fe sino en el piélago proceloso de la duda, una duda que lo acompañará siempre, hasta el momento mismo de su muerte corporal. La libertad, pues, es asumir la propia responsabilidad. Por eso enfatiza Pareyson que Dios prefiere que el hombre lo niegue a que el hombre pierda su libertad. La libertad del hombre es también la libertad de Dios. En sus novelas, en sus escritos, en sus cartas, como en aquella que le escribe en 1854 a Madame von Vizine, se diferencia sustancialmente Dostoyevski de los eslavófilos, pues en éstos pesaban sobre todo la tradición, las costumbres religiosas, la fe de los antepasados, la fe ortodoxa de Rusia, y en Dostoyevski la fe se cimenta sobre la duda, como en nuestro don Miguel de Unamuno. La fe y la duda son dos abismos inseparables. Decía Santa Teresa de Jesús que no temía el infierno por su penas, sino porque es un sitio donde no se ama. El amor al prójimo, el amor desinteresado, servicial y profundo a tu prójimo, que es tu hermano, aunque sea tu enemigo. Parece una doctrina moral inhumana, pero así lo ha dispuesto Dios, de tal modo que el hombre elija con absoluta libertad ese sentido del amor; si no lo elige, se estará condenando a sí mismo, se adentrará en ese infierno imaginado por la gran mística de Occidente, nuestra santa de Ávila, un infierno seco, estéril, sin vida, pues se halla desprovisto de amor, que es lo único que puede redimir al hombre y hacerlo verdaderamente hombre, no un homúnculo, un malvado, un instrumento, un robot o un alienado.  

No puedo compartir, y me parece que es fruto de una lectura superficial o de una preocupante incomprensión, la opinión del historiador polaco Waliszewski al afirmar que «Dostoyevski es esencialmente comunista. La libertad y el perfeccionamiento individuales le importan poco»[211]. A no ser que emplee el término «comunista», cosa que no creo, en su sentido originario de «comunidad de bienes», como ocurría en la Urgemeinde (Comunidad cristiana primitiva de Jerusalén, dispersada en el año 70 de nuestra era), decir que Dostoyevski es un comunista es un despropósito. Sus palabras contra el Socialismo ateo y contra los comunistas en el Diario de un escritor son, a este respecto, inequívocas. En las páginas del Diario correspondientes a marzo de 1876, cap. I, IV, antes de arremeter contra la burguesía francesa revolucionaria de la época de la Convención republicana, leemos: «Por lo demás, también la República [Francesa] está abocada a una lucha, si no con Alemania, sí con un enemigo todavía más peligroso: con el enemigo de toda Europa: el comunismo y el socialismo»[212]. Y eso que tampoco tiene empacho en reconocer, como lo hace en ese mismo capítulo del Diario, unas líneas más adelante, que la República burguesa surgida en Francia después del destronamiento de Luis XVI, fue la forma más eficaz y el más formidable dique de contención frente al comunismo. En efecto, ni Robespierre, ni Saint-Just ni los otros miembros del Comité de Salud Pública eran comunistas, sino defensores de la propiedad privada. Aún más increíble, sin embargo, es tachar a Dostoyevski de indiferente hacia la libertad y la perfectibilidad moral del ser humano. Todas sus grandes novelas demuestran lo contrario, todos sus escritos. Junto con Cervantes, Dostoyevski es el más ardiente defensor de la libertad que haya existido en la literatura en todo el mundo, pero, claro está, como ya hemos insinuado, de una libertad originaria, no vicaria ni subordinada; una libertad radicalmente libre, no una parodia de ella. Si algo nos enseñan los torturados personajes de Dostoyevski es que, para alcanzar el bien, es necesario, casi siempre, pasar por la experiencia del mal (hay poderosas excepciones, entre otras el príncipe Mischkin, el obispo Tijón o el stárets Zósima). Su deseo es que el hombre se haga mejor, más perfecto moralmente, y, para ello, no tendrá más remedio que expiar sus pecados a través del castigo y del sufrimiento. No es posible la libertad ni la perfección moral sin el sufrimiento. En este caso, no el sufrimiento inútil al que se refiere Iván Karamásov, sino el sufrimiento que nos redime de las culpas una vez que nos hayamos sinceramente arrepentido. 

En 1930, Ortega y Gasset fue uno de los espíritus europeos que con mayor clarividencia enjuiciaron la perversión moral y política que se escondía tras los regímenes totalitarios entonces triunfantes, a saber, Italia y Rusia: «Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón»[213]. Y, más adelante, dice lo siguiente sobre el marxismo del régimen soviético: «Así, en Moscú hay una película de ideas europeas—el marxismo—pensadas en Europa en vista de realidades y problemas europeos. Debajo de ella hay un pueblo, no sólo distinto como materia étnica del europeo, sino—lo que importa mucho más—de una edad diferente de la nuestra. Un pueblo aún en fermento; es decir, juvenil. Que el marxismo haya triunfado en Rusia—donde no hay industria—sería la contradicción mayor que podía sobrevenir al marxismo. Pero no hay tal contradicción, porque no hay tal triunfo. Rusia es marxista aproximadamente como eran romanos los tudescos del Sacro Imperio Romano» [214]. Después de caída del Muro de Berlín y de la desintegración de la URSS, parece que el tiempo le ha dado la razón a Ortega. En cuanto a Dostoyevski, es lo más probable que no se hubiese sorprendido, caso de haberlo conocido, del marxismo soviético como ideología que quiere arrancar en el hombre la idea de Dios, sustituyéndola por la nueva religión comunista, pues él prevé esa etapa de la historia de Rusia, pero sí hubiese pensado en el carácter epidérmico de ese mismo marxismo entre las amplias capas del campesinado y del pueblo ruso, como de hecho así ha sido.

La íntima conexión entre los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo veinte—el bolchevismo soviético, el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán—, ha sido estudiada con rigor histórico por varios autores sobradamente conocidos, entre los que destaca especialmente Hannah Arendt, aunque la pensadora alemana de origen judío matiza con inusual objetividad que, a pesar de lo orgulloso que se sentía Mussolini de la expresión «Estado totalitario» aplicada a su régimen, «no intentó establecer un completo régimen totalitario, y se contentó con una dictadura y un régimen unipartidistas»[215]. En apoyo de lo que dice, aduce que la «prueba de la naturaleza no totalitaria de la dictadura fascista es el número sorprendentemente pequeño y las sentencias relativamente suaves impuestas a los acusados de delitos políticos»[216]. Hannah Arendt tiene completa razón en su análisis, y, sin ánimo, ni mucho menos, de corregirla, sí debe admitirse que el régimen fascista italiano es completamente totalitario, al menos en teoría, pues se cumplen los dos requisitos básicos para que tal régimen político sea posible y exista: que el Partido único se identifique con el conjunto del Estado, y que el individuo concreto sea sacrificado a la consecución de fines estatales. Pero a quien yo quería mencionar aquí, con el fin de apuntalar aquella conexión, sobre todo entre el totalitarismo comunista soviético y el nacionalsocialista alemán, es al eminente sociólogo Waldemar Gurian (1902-1954), que, siguiendo los pasos dados por Nicolás Berdiaev, demuestra rigurosamente el carácter religioso del bolchevismo y del hitlerismo, esto es, el propósito demoniaco de sustituir la religión de Cristo por un nuevo culto y una nueva Iglesia, atea, laicista y amoral, sustentada en horrendos crímenes y en un inenarrable Estado policíaco. Todo ello, como hemos reiterado, lo entrevió con prístina claridad y lucidez extrema Dostoyevski con su Gran Inquisidor[217].

Versílov se define a sí mismo, delante de su hijo, como un «deísta filosófico», esto es como un hombre que cree en Dios como si Dios fuese una necesidad de la razón, al modo de Voltaire y otros philosophes de la Ilustración francesa; pero esta opinión que Versílov tiene de sí mismo es inexacta y demasiado modesta. El desarrollo de la novela, las mismas palabras que acaba de decir ante Arkadii sobre una Humanidad sin Dios, nos lo muestran, no como un «deísta», sino como un teísta, un hombre que cree en un Dios personal. Su hijo (3ª parte, cap. IX, I) lo consideraba como un misionero, un hombre que «llevaba en el corazón el Siglo de Oro y conocía el porvenir del ateísmo, […] un tipo de hombre que renunciaba a todo y se erigía en vocero de la ciudadanía universal y del principal pensamiento ruso, de la fusión de todas las ideas».

En aquella conversación a que hemos aludido ya en que, como muestra palpable del desdoblamiento y del pensamiento contradictorio y equívoco frecuente en Versílov, éste le dice a su hijo aquello de la imposibilidad del hombre de amar a su prójimo, también le manifiesta: «… porque nuestro ateo ruso, cuando es ateo de veras y con algún talento…, es el hombre mejor del mundo, siempre propende a dar gusto a Dios, porque es infaliblemente bueno, y es bueno porque se halla inconmensurablemente satisfecho de ser… ateo». El propio Arkadii se da cuenta inmediatamente de la inmensa bruma que planeaba sobre estas frases, de lo escurridizo que resultaba su padre en materia de religión. No lo fue, sin embargo, o mucho menos, al evocarle ese hipotético pero factible futuro de una Humanidad sin Dios.  

- VIII - 

Uno de los aspectos más complejos de El adolescente en general y del personaje de Versílov en particular, es la figura o presencia del «doble», en alemán Doppelgänger, que en Dostoyevski constituye uno de los recursos fundamentales, desde el punto de vista literario, psicológico, metafísico y espiritual, de algunas de sus novelas más importantes, si bien lo aborda desde dos perspectivas que ofrecen distinta intensidad, o, si se prefiere, planos diferentes: el primero, como sucede principalmente en su pequeña novela El doble, supone una innegable manifestación de desdoblamiento del sujeto, que incluso terminará por desembocar en la locura, pero ese desdoblamiento, esa convicción del protagonista en la existencia de otro yo igual que él mismo, aún se mantiene muy alejado de cualquier connotación demoníaca, malvada, perversa; el segundo, sí entraña ya una profunda inmersión en la más inicua de las facetas del alma, aquella que la vincula estrechamente al mal, a lo demoníaco, dirigiéndola a la denigración, al ejercicio de la crueldad, del sufrimiento inútil, hasta que, finalmente, termina abismándose en la locura o en el suicidio, esto es, en la disolución en la nada, resultado y conclusión lógica del espantoso vacío existencial en que ha transcurrido la vida de la persona. A esta segunda constelación es a la que pertenecen individuos como Iván Karamásov o Nicolai Vsevolódovich Stavroguin, éste último, probablemente, su más despiadada y abyecta encarnación. También Versílov ofrece una faz de su personalidad que lo relaciona con lo demoníaco, con lo autodestructivo, con la vaciedad, la indolencia, la pereza y la disgregación del individuo en la nada; pero, por fortuna, terminará controlando esta terrible inclinación de su alma, domeñándola, reduciéndola a unos cauces en los que no pueda volver a desatarse, y ello es así, ello es posible porque, en el fondo de esa alma desdoblada, hay todavía una llama religiosa, durante mucho tiempo extremadamente débil, pero que se mantiene lo suficientemente luminosa para que nunca se extinga por completo la creencia en Cristo, de igual modo que asimismo acabará por triunfar el bien en un espíritu tan lacerado por la contienda que se libra en su seno entre el bien y el mal como el de Dmitrii Fiodórovich Karamásov, pues en él conviven, quizás más arquetípicamente que en cualquier otro personaje dostoyevskiano, de modo simultáneo el bien y el mal, la generosidad y la mezquindad, la ruindad y la nobleza, sobreponiéndose, finalmente, el bien, es decir, esa parte pura, generosa y honesta que anida en su desdoblado carácter. El caso de Versílov, como ya hemos tenido en parte ocasión de comprobar, es enormemente complejo por la propia ambigüedad y el carácter y modo de proceder equívoco, sigiloso, escurridizo, del personaje, aunque, insistimos, al terminar la novela podemos estar seguros que su lado positivo ha vencido definitivamente a su lado negativo, oscuro y más tenebroso. En este sentido, el final de El adolescente, como ha sabido ver Henri Troyat, nos evoca el de Crimen y castigo. En el último capítulo de la novela, piensa para sí Arkadii: «Ahora ya ha transcurrido casi medio año […] muchas cosas han cambiado del todo, y para mí hace ya mucho tiempo que empezó una nueva vida». Lo que viene después de las Memorias que acaba de escribir, pertenece ya a otra etapa de su vida, una vida que presumimos nueva y llena de esperanza. Es muy posible que se decida a entrar en la Universidad. ¿Y Versílov? ¿Qué ha sido de él transcurridos esos seis meses y después de los dramáticos hechos ocurridos entre él y Katerina Nikoláyevna, tal y como se narran al final del capítulo XII de la última parte? Arkadii nos informa con la suficiente precisión que su padre se ha restablecido bastante, que no se aparta del lado de Sonia, que incluso ha guardado, después de treinta años, la vigilia del tiempo de Cuaresma, con la consiguiente satisfacción de Sofía Andréyevna. Es verdad que rompió pronto el ayuno—«Amigos míos, yo amo mucho a Dios, pero… de eso soy incapaz»—; no obstante, su relación con Sonia ha cambiado por completo. Ella le habla y le habla, mientras él escucha apaciblemente, besándole las manos a su amada, cogiendo el retrato fotográfico de Sonia que una vez besase y ponderase ante su hijo, y lo besa inundándosele los ojos de lágrimas. Es decir, que también se abre una nueva vida para el cincuentón de Versílov, una vida abierta a la esperanza, al calor de la vida hogareña; para él, un hombre que muchas veces ha estado a punto de caer para siempre por el precipicio. Pero es la creencia en Cristo la que lo ha salvado, así como el inmenso amor que le profesa su querida Sonia. El amor salva. En este caso lo ha hecho. Como lo hizo con Rodion Románovich. Dostoyevski dosifica el destino trágico, fatal, tenebroso, de sus personajes; de lo contrario, no dejaría entreabierta ninguna puerta hacia la redención del hombre, hacia su potencial capacidad para ser bueno y elegir libremente el bien y la moralidad. Pero de lo que no tiene duda Arkadii es que su padre, al que ahora quiere con toda su alma, ha sido víctima del desdoblamiento. Lo escribe al final de sus Memorias, en ese último capítulo de la novela: Versílov, a pesar de la escena con Katerina, no ha padecido «una locura verdadera, tanto más cuanto que… tampoco ahora está loco. Pero lo del doble, eso sí, lo admito sin ningún género de duda. Pero, ¿qué es eso del doble? El doble […] no es otra cosa que el primer grado de cierto trastorno, ya grave, del espíritu, que puede conducir a un final bastante desastroso».

La más antigua mención del «doble» se remonta, casi con toda seguridad, a la Meteorologica de Aristóteles, en donde habla del caso de un hombre cuya vista era débil y confusa, siendo frecuente que creyese ver, al caminar por la calle, una imagen semejante a la de su persona frente a él[218]. Esta experiencia de encontrarse con el «doble» de uno mismo, que se denomina también «autoscopia», es algo similar a una aparición, adquiriendo la forma de una imagen especular de la persona en cuestión, y de ahí que Aristóteles mencione varias veces el espejo en el referido pasaje. En cuanto a Sigmund Freud, la atención que prestó a este fenómeno es marginal en el conjunto de sus investigaciones. Las precisas definiciones y rasgos distintivos del «yo», del «super-yo» y del «ello», no se concretan en el caso del «doble». El «yo» es ese sector de nuestra vida psíquica que garantiza la supervivencia del sujeto y hace de mediador entre el mundo exterior y el «ello», estando determinado por las vivencias propias del individuo; el «super-yo» es una instancia especial del «yo» que se forma en el individuo como consecuencia del largo periodo de convivencia con los padres, aunque también se agregan a él modelos de otra índole (educadores, personas ejemplares), de tal manera que su función principal es la de restringir las satisfacciones primarias o instintivas; el «ello», cuya única similitud con el «super-yo» es que representa las influencias del pasado (heredadas en el caso del «ello» y recibidas de los demás en el caso del «super-yo»), lo que pretende es satisfacer las necesidades innatas del organismo, pero no las que tienen relación con mantenerse vivo, que es función del «yo», sino las vinculadas con los instintos, particularmente con los dos instintos básicos: el Eros y el instinto de destrucción (este segundo también llamado instinto de muerte). Freud define los instintos a los que acabamos de aludir como «las fuerzas que suponemos tras las tensiones causadas por las necesidades del ello»[219]. El fenómeno del «doble» lo estudia principalmente Freud en un breve artículo de 1919 titulado Das Unheimliche (Lo siniestro; en inglés, The Uncanny). Las opiniones que a nosotros nos interesan aquí las extraeré de una reconocida traducción francesa del artículo completo [220]. Lo primero que hay que decir es que lo que Freud estudia bajo ese término de lo «siniestro» no es ni mucho menos exactamente lo que Dostoyevski aborda en sus novelas bajo el concepto o la figura del «doble». En síntesis, Freud viene a decir que lo «siniestro» es un retorno de lo reprimido y supone una lucha entre el «yo» y el «ello». Lo «siniestro» es lo que inconscientemente nos recuerda nuestro «ello», es decir, los impulsos reprimidos, que nuestro «super-yo» percibe como una fuerza amenazadora. Lo inquietante, lo extraño, el desdoblamiento, tienen para Freud su origen en los fantasmas inconscientes que se despiertan, quizás por una impresión exterior, después de haber estado mucho tiempo reprimidos desde la infancia, o bien cuando ciertas convicciones primitivas, relacionadas por lo tanto con el «ello» y que parecían superadas, encuentran una nueva confirmación. Desde el primer momento Freud admite que no dispone, por razones evidentes (las dificultades derivadas presumiblemente del caótico periodo subsiguiente al final de la Gran Guerra), de los materiales bibliográficos necesarios para poder llevar a cabo con todo el rigor deseable su concisa investigación. Después de hacer una serie de precisiones de carácter filológico y etimológico sobre el término motivo de su análisis, y aun reconociendo sus discrepancias de fondo con el estudio del psiquiatra alemán Ernst Jentsch sobre lo «siniestro» (On the Psychology of the Uncanny, 1906) [221], Freud parte de este artículo pionero, tomando también muy en consideración algunos cuentos de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, al que llega a calificar, especialmente por su narración Der Sandmann [222] (1817), como maestro insuperable de lo «siniestro». Otro ejemplo memorable de Hoffmann que cita Freud es la novela Los elixires del diablo (1815-1816) [223]. A continuación se refiere Freud a un célebre trabajo sobre el «doble» escrito por el psicoanalista austriaco Otto Rank[224], que, como bien indican en nota al pie Marie Bonaparte y Madame Edouard Marty, parte del análisis del original y brillante guión cinematográfico escrito por Hanns Heinz Ewers para la película El estudiante de Praga, dirigida por Paul Wegener en 1913. El gran historiador del cine expresionista alemán Siegfried Kracauer, admite sin reparos que Ewers «poseía un auténtico sentido fílmico», pero que también llegó a ser un «aliado natural de los nazis, para quienes escribiría, en 1933, la obra cinematográfica oficial sobre Horst Wessel»[225], esto es, el que fuera destacado jefe de una sección de la tristemente célebre SA (Sturmabteilung o «Sección de Asalto») y autor de la letra del himno del Partido Nacional-Socialista Alemán. Kracauer, que resume muy bien el argumento de la película, en la que el pobre estudiante Baldwin firma un pacto con el extraño hechicero Scapinelli (el demonio, su otro «yo»), resultando «obvio que el doble no es sino una de las dos almas que habitan en Baldwin», afirma que «Der Student von Prag introdujo en el cine un tema que se tornaría en una obsesión de la pantalla alemana: una preocupación temerosa y profunda por el trasfondo del “yo”»[226].

Ya nos hemos referido a la advertencia de Freud respecto de la escasa literatura clínica especializada de que disponía para escribir su artículo. No obstante, resulta significativa la importancia, en absoluto inmerecida, otorgada a Hoffmann, y el silencio que mantiene sobre la novela El doble de Dostoyevski, que ni siquiera nombra. Sí menciona, en cambio, para continuar poniendo ejemplos de lo «siniestro» en la literatura, un cuento del escritor romántico alemán  Wilhelm Hauff, Die Geschichte von der abgehauenen Hand (Historia de la mano cortada, 1826)[227], y el poema El anillo de Polícrates, de Friedrich Schiller[228]. Al comentar el trabajo de Otto Rank, se refiere también Freud al «doble» (ka) que acompañaba al faraón difunto en la vida de ultratumba en el antiguo Egipto[229]. El silencio sobre El doble de Dostoyevski tiene difícil explicación si advertimos que ya hay una versión alemana de esta novela del escritor ruso publicada por la editorial Piper de Munich en 1913, acompañada con sesenta ilustraciones del escritor, pintor, dibujante y grabador simbolista y expresionista austriaco (nacido en Bohemia) Alfred Kubin (1877-1959). Menos sorprendente, aunque también puede resultar extraño dada su repercusión en los ambientes intelectuales centroeuropeos de la época de los comienzos de la República de Weimar, es que Freud no mencione la película Das Kabinett des Dr. Caligari, realizada en 1919 por Robert Wiene, cuya génesis y extraordinario contenido sintetiza admirablemente Kracauer en el capítulo 5 de su libro sobre el cine expresionista alemán. La extrañeza proviene del hecho de que esta película aborda de manera genial y revolucionaria el tema del «doble», pues al identificar al final al siniestro empresario de barracón de feria Caligari, que maneja a su antojo al sonámbulo Cesare a fin de poder perpetrar impunemente sus crímenes, como el mismo director de la institución psiquiátrica donde está internado su infeliz instrumento, los autores de la historia, el checo Hans Janowitz y el austriaco Carl Mayer, están proponiéndole al espectador que «la razón maneja al poder irracional, [y por tanto] la autoridad vesánica [demente] es simbólicamente abolida»[230]. El subversivo guión es milagrosamente aceptado por Erich Pommer, un alto responsable de la Decla-Bioscop, pero, al encargársele la dirección a Wiene, lo altera (con el consentimiento de Fritz Lang), eliminando por completo el elemento crítico y antiautoritario. ¿Cómo? Pues haciendo que todo sea el sueño de un loco, Francis, el estudiante enamorado de Jane en el film. Por eso en la primera escena vemos a Francis, en el manicomio, que va a contarle a otro loco la historia de Jane, otra de las dementes que se hallan internadas. Lo que viene a continuación es la historia tal como la concibieron los guionistas originalmente, pero cuando esa historia termina, de nuevo nos encontramos con Francis, que acaba de terminar su narración. Por el patio deambulan seres entristecidos, entre ellos Cesare. Es entonces cuando aparece desde el fondo el director médico, con los mismos rasgos del Caligari de la película, un hombre ahora apacible e inofensivo: «Francis confunde al director con el personaje de pesadilla que ha creado y acusa a ese demonio imaginado de ser un demente peligroso. Grita y lucha enfurecido con los enfermeros. La escena se traslada a una sala de enfermos donde se ve al director colocándose unos anteojos de carey, que inmediatamente le cambian el aspecto: pareciera ser Caligari quien examina al postrado Francis. Se quita los anteojos y, todo dulzura, dice a sus colaboradores que Francis cree que él es Caligari. Ahora que entiende el caso de su paciente, termina diciendo el director, podrá curarlo. Y el público se retira con ese mensaje promisorio»[231]. Supongo que Freud conocería la película; en cualquier caso, lamentablemente, la omite, a pesar del valioso material que proporciona, pues no sólo las fuerzas del mal se encarnan en un psiquiatra, sino que éste hace uso de la hipnosis para poder dirigir a Cesare, su eficaz, aunque no culpable, instrumento de sus pérfidas acciones criminales.

Pero digamos ahora unas palabras sobre la novela El doble (Dvoinik), comenzada a escribir por Dostoyevski en 1845. Por su argumento y la problemática psicológica y espiritual que entraña, debería pertenecer a ese segundo periodo «trágico» de la producción de Dostoyevski señalado por Chestov, pues El doble constituye, sin lugar a dudas, un ejemplo singular, avant la lettre, de lo que vendrá más tarde, aunque todavía de modo embrionario y sin la presencia de lo demoniaco, de la ruindad moral y de la abyección. El protagonista de la novela, el consejero titular Yakov Petróvich Goliadkin, sufre de manía persecutoria, de una neurosis obsesiva que le hace creer, en un claro desdoblamiento de su personalidad, que otra persona exactamente igual que él ocupa otro puesto en la oficina, si bien Dostoyevski tiene la habilidad de mantener una calculada ambigüedad entre realidad e imaginación, entre lo que es objetivo y verificable y lo que pertenece al mundo de la más pura subjetividad. Aunque, como afirma Cansinos Asséns en el Prólogo que dedicó a la novela, El doble «plantea enormes problemas metafísicos», tales como «la realidad del mundo exterior» y «las relaciones entre el sueño y la vida», y aunque el señor Goliadkin, finalmente, debe ser internado en un manicomio, «donde ingresa conducido por la figura apocalíptica del doctor Krestian  Ivánovich  Rutenspitz»—una razón más para haber relacionado la novela de Dostoyevski con la película Caligari—, lo cierto es que, como se desprende de la lectura del relato y nos anticipa Cansinos Asséns, «el señor Goliadkin es, en el fondo, un hombre bueno, amoroso, efusivo, y de ahí le viene su desgracia»[232]. A ese  «doble» del inofensivo señor Goliadkin, podría denominársele también alter ego (literalmente: «otro yo»), aunque es preceptivo aclarar que el término alter ego ha conseguido un amplio desarrollo en otras dos direcciones, a saber, como personaje principal de una obra literaria en la que no es más que un trasunto del autor de la misma (en el caso del escritor portugués Fernando Pessoa, sus célebres heterónimos), o como creación de lo que podría denominarse un ejercicio de «travestismo» intencionadamente transgresor y anticonvencional en determinados artistas de la vanguardia histórica del primer tercio del siglo pasado, siendo el caso más relevante, sin duda, el de Marcel Duchamp, quien creó en Rrose Sélavy («el amor es la vida»), que no era otro que él mismo travestido como una mujer, un alter ego de sí mismo, un trasunto equívoco, sin dejar de ser una broma, de su compleja personalidad, al que supo dar genuina expresión estética la cámara fotográfica de Man Ray[233].

De ahí que la mejor manera de abordar e intentar comprender el significado de la figura del «doble» en Dostoyevski, sea remitiéndose el lector, como en tantos otros inabarcables y poliédricos aspectos de su obra, al texto de sus novelas, para poder extraer de él las conclusiones más fidedignas de lo que realmente quiso transmitirnos el escritor, si es que tal hazaña exegética es humanamente posible. Versílov, como hemos adelantado ya, no posee el alma abyecta de un Stavroguin o de un Piotr Verjovenski, que les conducirá ineluctablemente al suicidio y a la disolución en la nada, del mismo modo que tampoco sufre ese desdoblamiento torturado y sufriente de Iván Karamásov, quien, asimismo, terminará internándose en el reino de las sombras, es decir, en la locura. Yerra, a nuestro parecer, Cansinos Asséns, cuando califica—en el Prólogo a nuestra novela—de maniqueo a Dostoyevski, pues esa lucha entre el bien y el mal que, cual una tempestad apocalíptica, se desata con tanto ímpetu en el alma y en el corazón de algunos de sus personajes, no significa que Dostoyevski reduzca ese combate a una mera dualidad simplificadora del bien por un lado y del mal por otro, ya que en todo hombre anida de manera simultánea lo angelical y lo demoniaco, que se entremezclan y debaten en una tensión dialéctica en la que jamás se anula la libertad humana, esto es, la responsabilidad de elegir de un modo absolutamente libre e intransferible que sólo compete al ser humano. En todo el Universo, sólo el hombre es libre, sólo él puede elegir con plenitud de conciencia y de voluntad. Cansinos Asséns, que es un finísimo analista de la cosmovisión dostoyevskiana, a veces yerra, es verdad que en escasísimas ocasiones, y eso suele sucederle cuando hace demasiado caso a ciertas observaciones de Edward Hallett Carr, un buen biógrafo y un excelente historiador de la Rusia soviética, y que también está muy acertado en numerosas páginas de su entusiasta libro Los exiliados románticos, pero que no supo comprender el fondo último de las grandes novelas de Dostoyevski, precisamente porque antepone el psicólogo al antropólogo o al pneumatólogo, y, también, como hemos dicho ya, porque minusvalora extraordinariamente la capacidad filosófica y metafísica de Dostoyevski, que, aun cuando no era un filósofo académico, es, a no dudarlo, el más grande pensador ruso que haya existido, y porque—tampoco debo callarlo—mantiene una inconfesada resistencia a admitir la profunda religiosidad cristiana de algunos de los personajes dostoyevskianos, que Hallett Carr prefiere calificar de seres imbuidos casi exclusivamente de una escueta dimensión «ética». En principio no tengo nada que objetar a esa acepción, pero lo que no puede ocultarse es la íntima conciencia religiosa cristiana, con todo el sentido de creencia en la trascendencia espiritual del hombre y de fe en Jesús, de esos personajes, que, o bien encarnan primordialmente el bien, cosa muy rara en Dostoyevski, o bien terminan orientándose hacia él, como es el caso de Dmitrii Karamásov. El triunfo del bien en Dostoyevski se produce precisamente a través de la omnipresencia del pecado y del mal; puede parecernos una paradoja, pero es que toda la obra de Dostoyevski está llena de paradojas, de contradicciones, de tensión dinámica y dialéctica de las ideas, que es llevada hasta el límite de lo soportable, no como si esas ideas fuesen tratadas cual frías y lógicas abstracciones, ya lo decíamos antes, sino como concreciones encarnadas en individuos que sufren, sienten, aman y odian. Por eso tiene profunda razón Luigi Pareyson al subrayar que Dostoyevski no es ni un maniqueo, ni un optimista, ni un pesimista[234], sino un alma «trágica», esto es, que, como bien supo apreciar León Chestov, en la novelística dostoyevskiana se encarna una inconmensurable «filosofía de la tragedia». También se equivoca, a nuestro entender, aun reconociéndole algunas penetrantes observaciones, Juan Manuel Almarza Meñica, cuando afirma: «Cristo y el Gran Inquisidor son dos visiones del mundo, dos propuestas de humanidad, dos modos de superar lo trágico de la existencia. Representan los polos extremos del profundo maniqueísmo que domina toda la narración»[235].

Cuando la personalidad se desdobla y hay una parte de ella que se orienta decididamente hacia el mal y hacia la abyección, cayendo así en la amoralidad, sí puede afirmarse que esa parte está de uno u otro modo relacionada con el mundo de los instintos primarios, con el «ello», como comprendió Thomas Mann al vincular estrechamente el «ello» con la amoralidad: «Pues el inconsciente, el “ello”, es primitivo e irracional, es puramente dinámico. No conoce valoración alguna, no conoce ni el bien ni el mal, no conoce moral»[236].

El desdoblamiento de los personajes de Dostoyevski es una compleja consecuencia, pues no se trata de una mera o mecánica relación causa-efecto, del propio desdoblamiento del escritor, que tanto esfuerzo y tanto sufrimiento le costó, si es que alguna vez lo logró por completo, domesticar, pues parece constatado que ese «doble» lo acompañó hasta el final de sus días, no teniendo más remedio que convivir con él. En su retrato espiritual del escritor, llevado a cabo en un breve capítulo de su magno libro Juicio Universal, lo percibe con gran agudeza Giovanni Papini. El escritor italiano simula que son los propios grandes hombres de la Historia, los que, cuando ya no existe el Tiempo, hablan sobre ellos mismos, ante los Ángeles, decidiendo únicamente Dios el veredicto final: la salvación o la condenación. Ante el Ángel que le llama, dice, entre otras cosas, Dostoyevski, sin asomo alguno de doblez o de mentira, incluso de un modo excesivamente severo para con él mismo: «Habitaban, en suma, dentro de mí un criminal y un santo: un criminal mal domado y un santo fallido […] Si yo no hubiese llegado a ser un escritor habría sido uno de los más desgraciados delincuentes de mi tiempo […] Volqué en los personajes de mi imaginación la turbia espuma de mi maldad, la obsesión de mis deseos homicidas, el refluir de mi libídine, el delirio de mi orgullo reprimido, la hez de mi vileza y de mi hipocresía […] Hoy aquí soy también un pordiosero que pide caridad, pero la espera sólo de Aquel que conoció, lo mismo que yo, la Transfiguración y la Flagelación»[237]. 

El desdoblamiento que atenaza a Andrei Petróvich Versílov es intermitente y transitorio, pero real y efectivo. En determinados momentos llega incluso a rozar la demencia. El «doble» que persigue a Versílov como si se tratase de su sombra, es el mundo de lo irracional, de los bajos instintos, de lo demoniaco, de lo perverso, de lo autodestructivo que hay en el interior del hombre, aunque, como hemos aclarado suficientemente, el «doble» no adquiere en Versílov, ni remotamente, las connotaciones absolutamente amorales y abyectas que asume en Verjovenski o en Stavroguin, o la inclinación hacia el mal y la potencia autodestructiva que observamos en Iván Karamásov. En Versílov, el fenómeno del «doble» toma ciertas intransferibles particularidades fantásticas, pasionales, pues buena parte de la expresión de su desdoblamiento está motivada por la incontrolada pasión que siente por Katerina Nikoláyevna. Esta compleja creación femenina dostoyevskiana, quizás no suficientemente acabada, y, por eso mismo, aún más sugerente, misteriosa y equívoca, despertará el amor del adolescente, dejando la novela, como decíamos, abierta la posibilidad de un futuro reencuentro entre ambos. Arkadii, que pronto se olvida de su «idea», a saber, la de convertirse en un nuevo Rothschild, tiene dos grandes leitmotiven: uno es descubrir el enigma de su padre, desentrañar su secreto; lo conseguirá, es decir, alcanzará a descifrar la personalidad tan evasiva de su padre, comprobará que su fondo es bueno, y esto lo reconciliará completamente con él, amándolo sinceramente como hijo; la otra motivación que le impulsa es Katerina, que le atrae no sólo por ella misma, por su extraordinaria hermosura y su personalidad elegantemente aristocrática, distante, aunque a veces también inexplicablemente vulnerable, sino porque su padre siente una irrefrenable pasión por ella, finalmente, por fortuna para todos, superada. 

El desdoblamiento de Versílov se muestra de diversas maneras: en sus misteriosas e imprevisibles huidas, en las que vagabundea y deambula como alguien necesitado de una soledad y una libertad absolutas; en los efectos negativos que a veces acompañan sus acciones, incluso cuando éstas tiene un sincero propósito loable; en los cambios asimismo imprevisibles e incontrolados de su carácter, en los que puede dar pruebas de una gran irascibilidad; en la sensualidad de su temperamento. 

El mejor ejemplo que ofrece la novela de aquellos efectos negativos y contrarios a unas buenas intenciones, es la desgraciada y trágica historia en torno a Olia, quien, junto con su madre, Daria Onisímovna, había llegado de Moscú a Petersburgo para resolver cierto enojoso asunto económico con un comerciante con el que había tratado el difunto marido de Daria Onisímovna. El negocio, lejos de resolverse, se embrolla aún más, haciéndose crecientemente difícil, hasta límites casi insoportables, la situación  económica de madre e hija, que viven en un pequeño departamento alquilado. Olia, por diversos avatares, entra en conocimiento de la familia de Arkadii, intenta ganarse la vida dando clases, y es en este momento preciso cuando interviene Versílov, quien se presenta de improviso en el departamento de la joven y le entrega una sustanciosa suma de dinero a cambio de nada. La madre no está, y ella, confundida y desconcertada, acepta el ofrecimiento. Las intenciones de Versílov son inequívocamente buenas, sin doblez alguna. Pero la joven, después de pensarlo mejor a solas, interpreta negativamente el gesto de Andrei Petróvich, uno de cuyos rasgos de carácter era precisamente el desprendimiento y la generosidad, pues no le daba ninguna importancia al dinero, y decide presentarse en casa de Sofía Andréyevna, donde hace una escena, llevada sin duda del histerismo, mezclado con el orgullo, un cierto desequilibrio nervioso y acompañado todo ello del malentendido que obnubila su entendimiento. Arroja violentamente el dinero dado, insinúa graves acusaciones, completamente infundadas, contra Versílov, regresa a su departamento, y, al poco tiempo, tratando de que su madre no sospeche nada, como efectivamente así ocurre, le escribe una patética carta de despedida, pidiéndole perdón por lo que va a hacer, implorando que Dios la perdone, y que también la perdone ella, su queridísima madre, y se ahorca. Es la madre la que descubre el cuerpo inerte de su hija. Se trata de una escena sobrecogedora, que sólo podía ser descrita así por un espíritu como el de Dostoyevski. Esta dramática historia pone de relieve cómo la fatalidad parece acompañar a Versílov en muchas de las cosas que emprende. En cuanto a Daria Onisímovna, que casi enloquece de dolor por la pérdida de su joven hija, se convertirá desde ese instante en una mujer protegida por el entorno familiar de Versílov, especialmente por Tatiana Pávlovna  Prútkova.  

El segundo gran episodio en el que se muestra con escrupulosa meticulosidad clínica el desdoblamiento de la personalidad de Versílov, es el que transcurre en casa de Sofía Andréyevna, en cierta ocasión en que él estaba especialmente alterado, agitado, irritado y desesperado, aunque externamente, al principio, no se le notaba, pues toda esa lava incandescente recorría de manera arrolladora pero silenciosa las interioridades de su ser. Se describe muy al final de la novela (3ª parte, cap. X, II), el tercer día en que Arkadii sale a la calle después de su convalecencia (es decir, menos de cuarenta y ocho horas después de haber tenido padre e hijo aquella extraordinaria conversación sobre el destino de Rusia y una Humanidad sin Dios, que siguió a la reflexión estética de Versílov acerca del retrato fotográfico de Sofía Andréyevna que estaba colgado en la pared de su despacho), ocurriendo todo a partir de las cinco de la tarde, que es cuando Versílov irrumpe en casa de Sonia. El adolescente describirá la escena, como he dicho, con la minuciosidad de un especialista en psiquiatría clínica. La atmósfera resulta cada vez más densa, más impenetrable, más cortante, palpándose con las manos la tensión que ensombrece tenebrosamente todo el ambiente. Al comienzo, nadie parece notar nada; por supuesto, el que menos, el propio Arkadii. Es Sofía la única que siente los pasos de Versílov al llegar. Entra con un ramillete de flores, pues es el día del cumpleaños de Sonia, y ésta es la razón que aduce Andrei Petróvich para excusarse por no haber estado en el cementerio, ya que es también el día en que ha sido enterrado Makar Ivánovich, con la sola asistencia de Sonia, sus hijos Liza y Arkadii, y Tatiana Pávlovna. El primer estremecimiento lo tiene Sonia cuando Versílov dice, sin que nadie atine a comprender en un primer momento el alcance o el significado de sus palabras, que ha estado a punto de arrojar el ramillete de flores sobre la nieve y pisotearlo con fuerza ante de presentarse en casa de su compañera. A partir de ahí, las incoherencias de Versílov se acrecientan. La situación estalla con motivo de tomarle una inquina extraña, irracional y dañina a un antiguo icono que representaba dos cabezas de santos con sendas coronas, que el difunto Makar había tenido por una imagen milagrosa. Versílov recuerda en voz alta que el viejo en toda su vida se había separado del icono, heredado de su abuela. Lo coge entre las manos, y, maquinalmente, lo deja de nuevo sobre la mesita. Arkadii comienza a sentir escalofríos al contemplar el semblante de su padre; Sonia fue pasando por varios estados, desde el miedo a la perplejidad y la compasión; Liza púsose pálida. Versílov continúa su perorata incoherente, casi delirante: «Yo, sin embargo, vine sólo por un minuto; habría querido decirle a Sonia algo bueno, y ando buscando la frase, y eso que tengo el corazón rebosando palabras que no acierto a decir; verdaderamente, son todas palabras muy extrañas. Miren ustedes: a mí me parece que estoy todo como partido en dos […] De veras que me imagino estar partido en dos, y le tengo a eso un miedo horrible. Parece como si al lado tuviera uno a su doble […] Mira Sonia: vuelvo a coger la imagen—la había cogido y la revolvía en su mano—, y escucha: me dan ahora unas ganas tremendas de ir y arrojarla ahora mismo, en este mismo instante, a la estufa, desde aquí mismo. Estoy seguro de que del golpe que recibiera se partiría en dos mitades…, ni más ni menos». Tatiana le insta con energía a que deje la imagen. Él continúa: «Sonia, yo no vine ni remotamente a hablarte de esto; vine a decirte algo; pero otra cosa muy distinta. Adiós, Sonia; vuelvo a dejarte para irme por ahí vagabundo, como ya otras veces te dejé por la misma razón… Bueno, desde luego que alguna vez vendré a verte… En este sentido eres inevitable. ¿Adónde habré de ir cuando todo se acabe? Creo, Sonia, que vine a verte ahora como a un ángel y no como a un enemigo. ¡Qué enemigo puedes ser tú para mí, qué enemigo! No pienses que vine para romper esta imagen, porque ¿sabes una cosa, Sonia?: que, a pesar de todo, siento unas ganas enormes de hacerla pedazos». Y lo hizo, ¡vaya si lo hizo! Con todas sus fuerzas estrelló el icono contra el pico de la estufa, partiéndolo en dos, al tiempo que todas sus facciones temblaron: «No lo toméis por una alegoría, Sonia, yo no he destrozado la herencia de Makar, sino que lo he hecho por que sí… ¡Y, sin embargo, a ti me vuelvo, al último ángel! ¡Aunque, después de todo, tomadlo, tomadlo por una alegoría, porque, irremisiblemente, ha sido así!...» Sonia, presa de espanto, púsose en pie y aún tuvo valor para decirle sin recriminación alguna: «¡Andrei Petróvich, vuelve, aunque sea para despedirte, rico!» 

Aquí tenemos, en esta pormenorizada descripción hecha por Arkadii de lo sucedido, un soberbio ejemplo del desdoblamiento que aprisiona a Versílov, dividido entre su amor a Sofía y su pasión irrefrenable por Katerina. Hemos podido comprobar cómo dice una cosa y la contraria, cómo afirma algo que, inmediatamente después, desdice con los hechos; en definitiva, cómo no puede controlar sus actos, hasta el punto de arrojar con violencia lejos de sí una imagen sagrada, una imagen muy querida por el peregrino Makar, y, por tanto, venerada también por Sofía Andréyevna. Pero Versílov no es dueño en absoluto de sus acciones. Sólo lo contiene de llegar aún más lejos aquella llama débil, pero todavía encendida, esa creencia en Cristo que alumbra su espíritu enfermo y desdoblado. La presencia del «doble», nada más terminar la escena y marcharse Arkadii a la calle, no dejará éste de admitirla: «¡Oh!, a mí habíame parecido que aquello era una alegoría y que él quería a todo trance acabar definitivamente con algo como con aquel icono, y dárnoslo a entender así a nosotros, a mamá, a todos. Pero también tenía el doble a su lado; sin duda alguna, eso era incuestionable». 

Aún hay un tercer episodio en el que el efecto del «doble» en Versílov aparece algo atenuado, pero en estado latente. Me refiero a la entrevista que mantiene con Katerina Nikoláyevna casi al final de la novela (3ª parte, cap. X, IV). Con Katerina había tenido Versílov un desagradable encuentro en Europa, a orillas del Rin, cuando el marido de Katerina estaba ya desahuciado por los médicos. Por lo que su padre le cuenta, incoherente y deslavazadamente, Arkadii deduce que «desde el primer instante ella le impresionó, cual si lo hubiese hechizado. Era el fatum. Es de notar que al escribir y recordar ahora no recuerdo que él emplease ni una vez siquiera en su relato la palabra amor ni dijese que estuviese enamorado. La palabra fatum, ésa sí la recuerdo» (3ª parte, cap. VIII, II). La fatalidad consistía, precisamente, en que «no la quería, no quería amar». Así, al menos, lo piensa el adolescente, aunque no está muy seguro de si está recogiendo con fidelidad lo que sentía su padre por esa mujer. El haber conocido Versílov a Katerina, piensa Arkadii, ha disminuido la libertad de su padre. Es una mujer de mundo que no le conviene, precisamente por esa sencillez y franqueza que la caracterizan, tan extrañas en el gran mundo, pero al mismo tiempo tan irresistibles. En ese primer encuentro Versílov no ve la franqueza de Katerina, sino que la estima «falsa y jesuítica». Esto lo pensaba de ella por ser él «un idealista que se da de cabezadas con la realidad», que era la opinión que Versílov tenía de él mismo y que considera justa Arkadii. Éste también cree que Versílov quería a Sofía Andréyevna «con un amor, por así decirlo, humano y filantrópico […] y en cuanto dio con una mujer que amaba con ese amor sencillo, ya no quería él ese amor…». Tal mujer era Katerina, pero tampoco estaba seguro de estos pensamientos el adolescente, ni se los manifestó a su padre por «delicadeza». Parece ser que Katerina caló en su secreto y que hasta coqueteó con Versílov, pero todo terminó en una brutal ruptura, en un irreprimible deseo de matarla, en odio. A este periodo siguióle otro en el que Versílov torturóse, como los monjes, con disciplinas. Se autoconvenció de ese odio hacia ella, y fue entonces cuando resolvió casarse con la hijastra de Katerina, la enfermiza Lidia Ajmákova que termina suicidándose con fósforo. Es verdad que hizo feliz a Lidia, pero mientras tanto Sofía Andréyevna lo esperaba ansiosa en Königsberg. La osadía, el desdoblamiento de Versílov, llegan hasta el punto de pedirle permiso a Sonia para casarse con Lidia, lo cual resulta inconcebible, con toda la razón del mundo, para el adolescente, quien dice para sí: «¡Oh! Es posible que todo esto… fuese tan sólo el retrato de un hombre libresco, según dijera después de él Katerina Nikoláyevna; pero ¿por qué, sin embargo, esos hombres de libros, suponiendo que sean… de libros[238], son capaces de modo tan positivo de atormentarse y llegar hasta la tragedia?» 

El adolescente está recordando lo que su padre le ha contado que sucedió en Alemania, junto al Rin, y ahora, dos años después, Versílov recibe una carta de ella, «una carta de ella  a  él», en la que le dice que va a casarse con Bioring. 

¿Qué ocurre en ese penúltimo encuentro entre Versílov y Katerina que ya he mencionado? Tiene lugar el mismo día del entierro de Makar Ivánovich, después del incidente con el icono en casa de Sofía Andréyevna. Andrei Petróvich y Katerina se han citado a las siete en punto en un departamento propiedad de Versílov que ocupa Daria Onisímovna. La cita tiene lugar en la misma habitación donde, dos días antes, habían conversado Arkadii y la Ajmákova. Sin que ambos lo supieran, Arkadii asiste, escondido en «un cuarto oscuro, contiguo a aquel donde ellos estaban», gracias al consentimiento de Daria Onisímovna (3ª parte, cap. X, IV). El adolescente siente un inexplicable e incontrolado deseo, después de que Versílov haya hecho trizas la imagen santa, por conocer más exactamente el «doble» que anida en su padre, por saber qué cosas le dirá a Katerina Nikoláyevna. Ella «estaba bellísima y, por lo visto, tranquila, como siempre». Versílov comienza por echarse la culpa de todo, aunque también a ella la considera culpable: «¿No sabe usted que hay culpables sin culpa?» De nuevo el juego de las ambigüedades, de las insinuaciones. De la infinita tortura interior por no poder manifestar el hombre lo que siente, sea amor, sea odio, compasión o piedad. Por instantes, Versílov es presa de una extraña risa, una risa que, piensa para sí Arkadii, «de haber estado yo en el lugar de su interlocutora, me habría dado miedo aquella risa». ¿Es que ella ha acudido por miedo?, le inquiere Versílov. Éste trata de dominarse, le recuerda que hace dos años que no se ven, pero que, ya que ella ha accedido voluntariamente a esta cita, debe responderle a una pregunta: «¿Me ha querido usted alguna vez o… estoy equivocado?» Poniéndose toda «encarnada», le responde sin titubear: «Lo he amado». Pero cuando, a renglón seguido, él vuelve a preguntarle si aún le ama, ella le contesta que no: «Ahora no le amo». La contestación va acompañada de una risa inofensiva, indicadora de que ella sabía que él iba a preguntarle eso, motivo de más para que Versílov se la estuviese, literalmente, comiendo con los ojos. Ahora no le ama, pero lo amó brevemente durante un tiempo.  

«Ya lo sé, ya lo sé; usted vio que no era yo el hombre que necesitaba, pero… ¿qué es lo que usted necesita? Explíquemelo usted una vez más...

—¿Es que ya se lo he explicado alguna vez? ¿Qué es lo que yo necesito? ¡Pero si yo soy la mujer más vulgar…, la mujer… más tranquila; a mí me gustan…, a mí me gustan las personas alegres!...

—¿Alegres?

—Vea usted cómo ni siquiera sé hablarle. A mí me parece que si usted pudiera amarme menos, le amaría yo—tornó a sonreír, tímidamente». 

Como él volviese a insistir, a demandarle claridad, ella, poniéndose de nuevo encarnada al decirlo, le contestó «francamente, ya que le tengo por un alma grande: yo siempre creí observar en usted algo ridículo». Pero de pronto corrigió su «grave imprudencia»: «La ridícula soy yo…, tanto más cuanto que estoy aquí hablando con usted como una tonta». Entonces él, poniéndose pálido, le dice la verdadera razón por la que ella ha acudido: recuperar la carta que la compromete ante su padre el príncipe. La respuesta de Katerina, coge desprevenido a Versílov, pues le contesta que «yo he venido no tanto para tratar de convencerle a usted de que no me persiga, como para verle […] Pero me lo he encontrado a usted lo mismito que antes». Como él no creyese que había acudido a su presencia sin miedo, ella rogóle que no la amenazase, que, si quería, podía matarla allí mismo, pero que, por favor, no la amenazase. A ello, «él volvió a levantarse del asiento, y, mirándola con ardientes ojos, dijo, con entereza: —Usted saldrá de aquí sin haber sufrido la menor ofensa». Él pareciera como desarmado; le contesta que va a pensar en ella durante toda la noche —«¿Atormentarse?», responde Katerina a estas palabras—, que siempre que acude a tugurios y tabernuchas se la representa ante sus ojos, aunque en esas apariciones ella semejase reírse de él. Katerina le responde que no, que nunca se ha reído de él, y que si ha acudido a esta cita es porque «vine para decirle a usted que casi le amo… Perdóneme usted, puede que no haya dicho así—añadió aturrullada». Versílov echóse inocentemente a reír.  

El diálogo, como puede suponer el lector, y para ello hay que conocer todo lo que ha ocurrido interiormente en el alma de estos seres que se aman con un amor imposible e irrealizable, es de una sutileza, de una penetración psicológica, de una belleza literaria, indescriptibles. Los formalistas dirán que un poco desmañado, que deslavazado, que falto de construcción sintáctica. ¡Pobres críticos, incapaces de adentrarse en los recovecos misteriosos del corazón de unos amantes que están marcados por el destino a ver separarse sus vidas! Ese tipo de críticos, de comentaristas, subordinan el contenido, el misterio del arte, lo inaprensible del amor y del espíritu, a la perfección de la forma, aunque sea gélida, estéril y aburrida. Por eso tales críticos no me interesan; es más, me aburren soberanamente. No dedicaría una hora de mi vida a leer sus académicos y sesudos, pero fríos e inertes, comentarios.  

Ella intentó excusarse, remediar sus maravillosas palabras. Versílov estaba ya casi fuera de sí, oyéndola «sin apartar de ella la ardiente mirada». Le manifiesta que, delante de ella, es un «hombre acabado»; pero da igual que ella esté o no delante, porque ha sentido por ella una gran pasión, la ama y la odia, no puede apartarla de su presencia, aunque, al fin y al cabo «todo me es igual. Lo único que siento es haber amado a una mujer como usted». Arkadii puede comprobar cómo el «doble» hace su labor subterránea, heredero como es del hombre del subsuelo cuya desolada y pervertida conciencia describiera una vez tan incomparablemente el novelista. Desde luego, Versílov no es, ni por asomo, ese hombre del subsuelo que se arrastra como una larva inmunda y se regodea en su propia abyección moral. Pero tiene que liberarse del «doble», de ese otro yo que lo está carcomiendo y destruyendo por dentro. Versílov está empezando a transformarse. Se auto inculpa delante de ella, se compara con un mendigo, le implora, se humilla, piensa que ella siente lástima de él, y que, si pudiera, lo amaría, pero no puede. Katerina acercósele: «¡Amigo mío!—dijo, poniéndole la mano en el hombro y con inexpresable sentimiento—.No puedo escuchar esas palabras. Yo pensaré en usted toda mi vida como en el más inapreciable, como en el corazón más generoso, como en lo más sagrado de cuanto yo pueda respetar y amar […] Separémonos como amigos, y usted será el pensamiento mío más serio y más grato en toda mi vida». Pero el «doble», que estaba al acecho, en estado latente y un poco somnoliento, comenzó a despertarse por completo. Él ya sólo tiene una idea fija. Lo único que acierta decirle es que, si así lo desea, que no lo vea más, «yo seré su esclavo…, si usted lo permite, y en seguida desapareceré…, si no quiere usted ni verme ni oírme. Sólo…, ¡sólo que no se case usted con nadie!» (está refiriéndose, naturalmente, a Bioring). El adolescente asistía escondido a este diálogo sin poder creer en lo que estaba escuchando, viendo cómo Versílov se arrastraba como un gusano, imploraba, suplicaba, se degradaba espiritualmente. Pero, de pronto, sucedió lo que tenía que suceder. Andrei Petróvich pareció hasta mudar la voz, y, en un arrebato, en uno de esos aguijonazos del «doble», díjole: «¡Yo a usted la mato!» Pero Katerina mantuvo la entereza de ánimo, contestándole: «¡Yo a usted la mato! […] y usted se vengará luego de mí todavía mejor de como ahora me amenaza con hacerlo, porque jamás olvidará que hizo conmigo de pordiosero». Él trato de disculparse, de pedirle perdón, temblándole «todas las facciones de su semblante». Al pedirle él que se fuera, no sin antes insinuarle que cuando volvieran a encontrarse rememorarían esta escena entre risotadas, le dice de nuevo a su manera que la ama: «Yo le escribí una carta de loco y usted accedió a venir a decirme que “casi me ama” […] Sea usted siempre tan loca, no cambie, y nos encontraremos como amigos…, se lo pronostico, se lo juro». Y, ya en el umbral, antes de salir como una ráfaga, aún le lanzó a Versílov estas palabras: «¡Y entonces, irremisiblemente, le amaré, porque ya ahora lo siento!» Son las palabras de una gran mujer, que sabe que este amor es una quimera, que él debe estar con Sonia, pero que, en el fondo de su corazón, sabe que siempre sentirá un amor difícil de expresar hacia ese hombre, un hombre que una vez la hizo inmensamente feliz. Pero a Katerina, como he indicado ya, se le abrirá un horizonte de futuro con el adolescente, aunque el novelista no nos proporciona ninguna prueba fehaciente de que esa unión sea ni siquiera posible.  

El capítulo XII de la 3ª parte se desarrolla con una velocidad frenética, sucediéndose las idas y venidas de una casa a otra, las simulaciones y engaños de Lambert y Alphonsine, el intento de Arkadii por deshacer el entuerto una vez que ha descubierto que le han robado la carta y ha sido burlado por Alphonsine, la extraordinaria preocupación de Tatiana Pávlovna, la congoja mayor aún del adolescente por que su padre sea víctima definitiva del «doble» que se resiste a abandonar su alma, el peligro en que se halla Katerina Nikoláyevna. Al fin, Trischátov acude en ayuda de Arkadii y ambos tratan de llegar a tiempo para que no ocurra la catástrofe. Lo increíble y cierto es que Versílov, ahogado por el «doble», habíase puesto de acuerdo con el canalla de Lambert, que era quien había conseguido, por medio de su secuaz Alphonsine, sustraerle al adolescente la preciada carta que llevaba cosida en el forro de la chaqueta. Lambert había, a su vez, sobornado a la criada de Tatiana, manteniendo a ésta constantemente vigilada, por si acaso. Estamos ya en el quinto día posterior a la salida de Arkadii de su convalecencia, es decir, el 15 de diciembre. Para ese día, a las once y media en punto, había quedado Katerina en acudir a casa de Tatiana Pávlovna. Pero Versílov, inesperadamente, como por una maligna iluminación de su cerebro provocada por el «doble», urde un astuto plan, de tal modo que consigue que su hijo y Tatiana, abandonen la casa de ésta, con trucos y engaños, a fin de verse a solas con Katerina, en presencia de Lambert, y resolver de una vez para siempre el asunto del comprometedor documento. Gracias, como he dicho, a Trischátov, que a su vez ha sido informado por el picado de viruelas, Semión Sidórovich, que ha traicionado a su jefecillo Lambert, es por lo que se presentan de nuevo Arkadii y Tatiana en casa de ésta última. Pero la criada, María, les abre la puerta a Versílov y a Lambert, quien, como hemos apuntado, había sobornado a la sirvienta desde hacía pocos días, y dado que Katerina había acudido puntual a su cita con Tatiana, pues… se encuentra inevitablemente con los otros dos que habían entrado justo un minuto antes que ella. Cuando Tatiana y el adolescente llegan, ya se oyen voces desde la misma entrada. Se nota que hay una acalorada discusión. El que gritaba era Lambert. En ese preciso instante, Versílov no estaba presente. Katerina se hallaba sentada en un diván, y Lambert, de pie delante de ella, vociferaba blandiendo el documento en la mano. La pretensión de Lambert no era otra que chantajearla, obtener de ella treinta mil rublos a cambio de la carta, y, «aunque visiblemente asustada, lo miraba con cierto despectivo asombro». ¡Cómo consigue Dostoyevski hacer prevalecer la aristocracia del espíritu incluso en los trances más mezquinos e inoportunos! El inmoral y repugnante de Lambert continúa amenazándola aún más, pero ella «levantóse impetuosamente del asiento, púsose toda encarnada y… escupióle a la cara». El pudor de la virtud, aun en estos momentos tan humillantes, aflora de manera espontánea, y por eso ella se pone colorada, aunque no le ha faltado un ápice de valentía para escupirle a quien tan gravemente está ofendiéndola. Lambert, que es un ser despreciable, se revuelve ante el escupitajo, la coge por el hombro y enseña el revólver que traía consigo. Es en ese momento, cuando Katerina lanza un grito y se deja caer en el diván, cuando irrumpen al unísono padre e hijo. Versílov golpea en la cabeza con fuerza a Lambert, haciéndole sangrar. Katerina, al ver a Versílov, espantóse y púsose pálida, desmayándose. Entonces, Versílov abalanzóse sobre ella, con los «ojos inyectados en sangre». El adolescente anota que es muy posible que su padre ni siquiera se percatase de su presencia (de la de Arkadii). El «doble» se manifiesta entonces con toda su fuerza. La coge en vilo, como si fuera una pluma, y comienza a pasearla por la habitación, de un extremo al otro, desquiciado, fuera de sí. El revólver de Lambert lo tenía ahora Versílov, y apuntaba con él al rostro de Katerina. El adolescente intenta arrebatárselo, pero Versílov lo rechaza con un codazo y un puntapié. Estaba como loco, como poseído. Arkadii lo convenció de que la acostase en la cama, pero él se quedó mirándola, fijamente, durante un minuto, «y de pronto inclinóse y la besó por dos veces en sus labios descoloridos. ¡Oh, entonces comprendí, finalmente, que aquel hombre estaba fuera de sí! De pronto la amagó con el revólver, pero como adivinando volviólo luego y le apuntó a la cara. En el acto, con todas mis fuerzas, lo cogí del brazo y le di un grito a Trischátov. Recuerdo que ambos nos lanzamos sobre él, pero él logró zafar su brazo y se disparó el tiro. Quería matarla a ella y luego matarse él. Pero no habiéndole dejado nosotros matarla a ella, apuntóse el revólver al mismo corazón; pero yo acerté a tirarle del brazo hacia arriba, y la bala le dio en el hombro. En aquel momento entró gritando Tatiana Pávlovna; pero ya él yacía en la alfombra, sin sentido, al lado de Lambert». 

Así termina este vertiginoso y enloquecido capítulo XII. Ya he dicho que el último es una suerte de Epílogo. Sabemos el final de la historia, mejor dicho, el arranque de una historia que está por escribirse, como en Crimen y castigo, pero ésa es una tarea que deja Dostoyevski al lector. Versílov ha podido domeñar al «doble»; el adolescente ha madurado y quizás inicie una nueva vida al lado de Katerina; Sofía Andréyevna ha recuperado al hombre que ama y que también la ama a ella.  

Comenta con bastante agudeza Jacques Madaule que El adolescente es una novela llena de ambigüedades y de equívocos, donde el bien y el mal oscilan y fluctúan de modo extraño, como si la frontera entre ambos se difuminase en ciertos supremos momentos. Versílov, como he apuntado ya, es para Madaule un personaje equívoco, el más equívoco quizás de todos los de Dostoyevski, pero, al final, a pesar de que «continuamente» está «al borde de la infamia, jamás cae en ella del todo» [239]. El problema de Versílov, nos dice Madaule, es el problema de fondo que siempre hay en Dostoyevski: el problema de Dios: «Versilov es un hombre que nunca consiguió arreglar sus cuentas con Dios» [240]. Continúa Madaule, y hemos podido comprobar, leyendo la novela y sintetizando su contenido, que así ha sido: «Casi todo está a medias tintas en El adolescente y hasta las violencias ahí son violencias frustradas, lo cual da a esta obra difícil y compleja una extraordinaria poesía […] Versilov es el dueño secreto de esta poesía […] Nunca sabremos quién es Versilov y el misterio permanecerá íntegro hasta el final del libro […] Su mismo amor por Ajmakova tiene un carácter accidental, pues Versilov no es un sensual aunque lo parezca. Lo que ha habido entre Ajmakova y él es un encuentro de almas […] … lo que Versilov quisiera alcanzar es el lugar donde está el alma [la de Ajmákova] tal vez para probarla, tal vez para destruirla. Él la admira y, sin embargo, la declara llena de todos los vicios. También ella […] es un enigma. Esto ata a Versilov mucho más que la deslumbrante hermosura de su rostro. Penetrar este enigma es para él, quizá, el medio de resolver su propio problema […] Lo repito: todo es interrogante para Versilov porque él mismo es una interrogación […] Si Catalina Nikolaievna se niega a casarse con Versilov, y aun a amarlo, es porque él le exige demasiado; le exige lo que su hermosura parece prometer; pero lo que ella es incapaz de dar: la solución de todos los problemas […] Versilov es un Stavroguin frustrado, es decir, salvado […] la Providencia salva a Versilov de sí mismo» [241]. Y concluye: «… queda entonces la perspectiva de una nueva vida y de una lenta cura física y moral al lado de Sonia Andreevna […] Nada prueba que Versilov, ya que erró su propio suicidio, hubiese vuelto efectivamente a la casa del Padre. Este hijo pródigo continúa hasta el fin inquieto y equívoco». Aunque es cierto que la novela deja un cierto regusto «agridulce», de lo que no estoy tan seguro es de que «la síntesis armoniosa no pudo hacerse y Versílov continuará doble y desafinado» [242]. Mejor dicho, es posible que así sea, pero el «doble» está conjurado, creo que para siempre, en el regazo de Sofía, en el cariño inmenso a sus hijos y en la creencia en Cristo. En esta novela, Dostoyevski no cierra de modo definitivo la puerta a la esperanza. Es una puerta que deja abierta. El lector tiene la última palabra.  

Málaga, 7 de septiembre de 2013, festividad de Santa Regina, virgen y mártir, nacida en Alesia (Autun), en la antigua Galia, en el siglo V.

Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.

Notas:

[1] Los nombres y topónimos rusos, siempre que sea posible, serán escritos con la grafía con que aparecen en las Obras Completas de Dostoyevski de la madrileña editorial Aguilar, traducidas por Rafael Cansinos Asséns. Todas las citas reproducidas de cualquier obra del escritor ruso, empezando por El adolescente, procederán de esa edición. La edición manejada por mí, en cuanto al año de publicación, es: tomo I, 1961; tomo II, 1964; tomo III, 1961. La novela El adolescente es la última incluida en el tomo II. En determinadas ocasiones, se darán a conocer otras grafías muy extendidas, a fin de facilitar las consultas pertinentes. Si se cita el título de la obra de un autor, sea artículo o libro, o bien se reproduce una cita de cualquier estudioso, crítico o comentarista, se respetará la grafía que haya empleado ese autor para todos los nombres, sean reales o de personajes literarios. Por poner dos ejemplos muy sencillos: a) el apellido Dostoyevski lo escriben de forma distinta los numerosos estudiosos que se han ocupado de él; si un estudioso lo nombra como Dostoievski, así será reproducido; b) en cuanto a los personajes literarios, ocurre lo mismo: donde unos traducen Katerina Nikoláyevna, otros escriben Catalina Nikolaievna. Si esta segunda grafía es así citada por un determinado crítico, se respetará la susodicha grafía. Por lo que atañe a Nikolai Aleksiéyevich Nekrasov (1821-1877), cuyo apellido lo escribe a veces Cansinos Asséns con tilde (Nekrásov), fue un poeta, escritor, crítico, traductor y editor ruso que editó y dirigió la revista Otechestvennye Zapiski desde 1867.

[2] Acerca de los pormenores de esta detención, juicio, simulacro de fusilamiento y deportación a Siberia de Dostoyevski, puede consultarse mi ensayo sobre la novela El idiota en enriquecastanos.com/dostoyevski_idiota.htm

[3] Acerca del pensamiento nihilista de Bielinski, que había nacido en 1811, así como de su papel como pater de la intelligentsia rusa, léanse las reflexiones de Nicolás Berdiaev, El cristianismo y el problema del comunismo, Madrid, Espasa-Calpe, 1961, págs. 89-90. Bielinski, dice Berdiaev, se vuelve ateo y nihilista por buscar la verdad y la justicia, pero, y quizás ello explique la deferencia que para con él tuvo siempre Dostoyevski, frente a otros que continuaron por esa senda que desembocará en el bolchevismo, «Bielinsky conserva aún el culto de Cristo, el de los pobres y pecadores, que enseña la religión de la piedad». Sus continuadores no sabrán nada ya de esa piedad, puesto que reniegan del hombre de carne y hueso y tratan sólo de llevar a cabo una «ideología». De Bielinski (cuyo apellido Cansinos Asséns a veces lo escribe Bielinskii), se ocupa especialmente Dostoyevski en un artículo, «Gente vieja», publicado en el nº 1 de la revista El Ciudadano (Grachdanin o Grazhdanin), en 1873, inserto posteriormente en el Diario de un escritor (VI, II). Obras Completas, tomo III, págs. 705-708. Sobre este mismo artículo de El Ciudadano volveré más adelante.

[4] León Chestov, La filosofía de la tragedia. Dostoievsky y Nietzsche, Buenos Aires, Emecé, 1949, págs. 33, 59 y 60. La traducción es de D. J. Vogelman (debe tratarse de una errata, pues el nombre correcto es David J. Vogelmann, conocido traductor de Franz Kafka). Lev Isaakovich Shestov nació en Kiev en 1866 y murió en París en 1938.

[5] Ibídem, pág. 87.

[6] Ibídem, pág. 101.

[7] Ibídem, pág. 66.

[8] Así lo relata el crítico ruso-francés André Levinson en su biografía Dostoyevski (vida dolorosa), Buenos Aires, Santiago Rueda, 1943, pág. 224. Sobre esta biografía, véase la nota 84 de mi citado ensayo sobre El idiota. Por el contrario, para otros la propuesta económica parte del propio Nekrasov, no haciendo Dostoyevski más que consultarlo con su esposa. Esta es la opinión de Henri Troyat, Dostoyevski, Barcelona, Destino, 1946, pág. 347. Henri Troyat es el pseudónimo de Levón Aslani Thorosian (Moscú, 1911 – París, 2007). La edición original francesa es de 1940.

[9] Dostoyevski (vida dolorosa), pág. 223.

[10] Véase el prólogo de Rafael Cansinos Asséns a la mencionada edición de El adolescente, pág. 1527.

[11] Véase, Obras Completas, tomo III, págs. 1597-1600, donde Cansinos transcribe un notorio fragmento de la carta a Krayevski.

[12] Carta del domingo 5 de julio (23 de junio) de 1874. Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1961, tomo III, pág. 1668. La primera fecha, que es más tardía, corresponde al calendario gregoriano, mientras que su equivalente en el calendario juliano aparece entre paréntesis. El calendario gregoriano, vigente en las naciones occidentales, no fue implantado en Rusia hasta el 1 de febrero de 1918. Con anterioridad, la reforma del antiguo calendario bizantino, la llevó a cabo Pedro I el Grande (zar entre 1682 y 1725), que «dispuso que se introdujese el cálculo del calendario juliano coincidiendo con el 1 de enero de 1700». Erdmann Hanisch, Historia de Rusia, Madrid, Espasa-Calpe, 1944, tomo I, pág. 159. La traducción es de Guillermo Sans Huelin. El Dr. Erdmann Hanisch (1876-1953), alemán, fue Profesor de la Universidad de Breslau (hoy Wroclaw, en Polonia). La redacción de todo el libro estaba completada a finales de 1935.

[13] Carta del domingo 26 (14) de julio de 1874. Obras Completas, tomo III, pág. 1668.

[14] Edward Hallett Carr, Dostoievski, 1821-1881: lectura crítico-biográfica, Barcelona, Laia, 1972, págs. 229-231. En cuanto a Cansinos Asséns, véase su prólogo a la novela, edición citada, pág. 1525.

[15] De una carta a su esposa Anna Grigórievna, fechada en Petersburgo el 6 de febrero de 1875. Obras Completas, tomo III, pág. 1670. Apollon Nikolaevich Máikov (1821-1897), hermano de Valerian, crítico literario, era un poeta clasicista ruso que fue íntimo amigo de Dostoyevski. En cuanto a Nikolai Nikoláievich Strájov (1828-1896), fue un científico, pensador y crítico literario ruso que escribió la primera biografía de Dostoyevski. Por último, Vasily Grigorievich Avsieyenko (o Avseenko) (1842-1913), fue también otro crítico literario ruso.

[16] Véase la nota 21 de mi ensayo sobre El idiota.

[17] Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Granada, Nuevo Inicio, 2008, págs. 5-6. La traducción es de Olga Trankova Tabatadze. En realidad, su tesis atraviesa de principio a fin todo el enjundioso estudio, redactado durante el invierno de 1920-21.

[18] León Chestov, Las revelaciones de la muerte (Dostoiewski-Tolstoi), Buenos Aires, Sur, 1938, pág. 42. No especifica el nombre del traductor. Esta edición en español es una traducción de la edición francesa (París, Plon, 1923).

[19] Ibídem, pág. 31.

[20] Ibídem, pág. 35.

[21] Ibídem, pág. 36.

[22] Ibídem, págs. 38-39.

[23] Ibídem, pág. 121.

[24] Pablo Evdokimov, Introducción a Dostoyevski (en torno a su ideología), Cartagena (Murcia), Athenas Ediciones, 1959, pág. 86. La traducción es de Alberto Colao. También hace una valiosa referencia a la mencionada carta, insistiendo en el interés que muestra en ella Dostoyevski por la Filosofía de la Historia, Bruce Kinsey Ward, Dostoyevsky’s critique of the West. The Quest for the Earthly Paradise, Ontario, Wilfrid  Laurier University Press, 1986, pág. 165. Esta famosa carta ha sido publicada en diversas ediciones de la correspondencia de Dostoyevski. La consultada por mí es una de las ediciones clásicas, que me ha resultado de gran utilidad; se trata de las Letters of Fyodor Michailovitch  Dostoevsky to his Family and Friends, New York, The Macmillan Company, 1914. La traductora al inglés de esta selección de cartas es Ethel Colburn Mayne, que las acompaña de documentadas y muy pertinentes notas al pie aclaratorias. La carta a Mijaíl es la nº XXI del volumen, págs. 53-69.

La misiva, traducida al francés por Ely Halpérine-Kaminsky y Charles Morice, está disponible en: http://fr.wikisource.org/wiki/Lettre_de_Dosto%C3%AFevski_%C3%A0_son_fr%C3%A8re_Mikha%C3%AFl,_22_f%C3%A9vrier_1854

Una extraordinaria edición de la correspondencia completa de Dostoyevski, traducida directamente del ruso al francés, es la llevada a cabo por Éditions Bartillat de París. La referencia es: Dostoïevski. Correspondance intégrale. Tome 1, 1832-1864. Tome 2, 1865-1873. Tome 3, 1874-1881. La traducción es de Anne Coldefy-Faucard, mientras que la dirección de la ardua empresa y la anotación de los tres volúmenes es de Jacques Catteau.

[25] Giovanni Papini, El crepúsculo de los filósofos, Buenos Aires, Tor, 1936, págs. 199-200. La traducción es del escritor argentino Héctor Fuad Miri, nacido en 1906, que fue amigo personal de Papini.

[26] Ibídem, pág. 201.

[27] José Ortega y Gasset, «Ideas sobre la novela», en Obras Completas, Madrid, Revista de Occidente, 1947, tomo III, pág. 400.

[28] «Lenguaje, significado y heterodoxia. Consideraciones sobre ‘Ordet’», Boletín de Arte de la Universidad de Málaga, nº 18, 1997, pág. 399. El mismo artículo en  http://www.enriquecastanos.com/ordet.htm

[29] Edward Hallett Carr, pág. 225. Ver también la Introducción de Cansinos Asséns a las Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1961, tomo I, pág. 91.

[30] Pavel (Pasha) Aleksandrovich Isaev (1848 – 1900). Sobre este hijastro del escritor, así como sobre sus familiares y amigos, debe consultarse el documentado libro de Kenneth A. Lantz, The Dostoevsky Encyclopedia, Westport, Conneticut, Greenwood Press, 2004. La referencia a Paul Isáyev está en la pág. 209. Kenneth A. Lantz es actualmente Profesor de Literatura Eslava en la Universidad de Toronto.

[31] Hallett Carr, pág. 143.

[32] Varvara Mijaílovna Karepina (1822 – 20 de enero de 1893), que murió asesinada por unos malhechores en su propia casa.

[33] Vera Mijaílovna Dostoevskaya, de casada Vera Ivanova, por haberse casado con el físico A. P. Ivanov, había nacido en 1829, falleciendo en 1896, y una hija suya, Sofía (Sonia) Aleksándrovna Ivanova, nacida en 1846, era la sobrina favorita de Dostoyevski. Kenneth A. Lantz, págs. 210-211.

[34] Nacida en 1835 y fallecida el 31 de octubre de 1889. Kenneth A. Lantz, pág. 165.

[35] Sobre todo este asunto de la herencia de la tía Kumánima y los tres días finales del escritor, he seguido especialmente a Hallett Carr, págs. 225-227 y 281-282. André Levinson, págs. 264-266, no dice nada de la inoportuna visita de las hermanas. En cuanto a Henri Troyat, págs. 395-396, afirma que la única hermana que acude a la casa del escritor es Vera, situando la visita el lunes 26, a la hora de la comida. Sí insiste en el asunto de la herencia y cómo desagradó profundamente a Dostoyevski.

[36] Liubova Fiodorovna Dostoyevski, nacida el 14 de septiembre de 1869, falleció en Grise, en el Tirol, el 10 de noviembre de 1926. Dostoyevski no tuvo ningún hijo con su primera esposa, María Dmítrievna, fallecida el 15 de abril de 1864. Todos sus hijos los tuvo con Anna Grigórievna.

[37] Hallett Carr, págs. 226-227.

[38] Hallett Carr, pág. 227.

[39] Ideas sobre la novela, obra citada, pág. 400.

[40] Luigi Pareyson, Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, Madrid, Encuentro, 2008, págs. 38-39. La muerte de Pareyson, en septiembre de 1991, dejó el manuscrito de su profundo estudio sin publicar. En 1993, esa tarea, respetando escrupulosamente lo que había escrito Pareyson, que en realidad estaba ya casi definitivamente terminado, la llevaron a cabo sus discípulos Giuseppe Riconda y Gianni Vattimo, según explican en el Prefacio del libro. La traducción del italiano es de Constanza Giménez Salinas.

[41] Arkadii se refiere al barón James Mayer de Rothschild (Francfort del Meno, 1792 – París, 1868), banquero y fundador de la rama de París de la familia Rothschild. Financió ampliamente a Luis Felipe de Orleáns, el llamado «rey burgués» entre 1830 y 1848. Contribuyó muy notablemente a la industrialización de Francia. Patrocinador de escritores, músicos  y artistas plásticos. Al morir dejó un legado de 150 millones de francos oro.

 

[42] Martín de Riquer y José María Valverde, Historia de la literatura universal, Barcelona, Planeta, 1971, tomo II, págs. 448-449.

[43] Dice Kant: «La ley moral es dada como un factum de la razón pura del cual somos conscientes a priori y que resulta cierto apodícticamente, aunque no quepa hallar en la experiencia ningún ejemplo de que haya sido cumplida escrupulosamente. Por lo tanto, la realidad objetiva de la ley moral no puede verse probada por una deducción, ni tampoco por un empeño de la razón teórica subvenida especulativa o empíricamente y, por consiguiente, aun cuando se quisiera renunciar a la certeza apodíctica, tampoco podría verse confirmada por la experiencia y quedar así demostrada a posteriori, pese a todo lo cual se mantiene firme por sí misma». Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, Madrid, Alianza, 2007, Parte I, Libro I, cap. 1, § 8 [A 81 – A 82] [˂Ak. V, 47˃], págs. 122-123. La edición es de Roberto Rodríguez Aramayo. En el famoso Colofón de la misma obra, escribe Kant su frase quizás más célebre: «Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir». Ibídem [A 289] [˂Ak. V, 162˃], pág. 293.

[44] Miguel de Unamuno, Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1951, tomo II, pág. 340. En cuanto al significado de «nivola», uno de los personajes de Niebla, Víctor Goti, lo explica con relativa precisión, pues el término tiene mucho que ver con el irremediable afán de Unamuno de llevar la contraria, en este caso a los críticos y a los filólogos. Ibídem, pág. 777.

[45] San Juan de la Cruz, «Llama de amor viva», en Obras, Valladolid, Miñón, sin fecha, pág. 278. El verso citado por Unamuno corresponde a la canción III. El propio poeta, en su célebre comentario a las canciones por él mismo compuestas, hecho en 1584 a requerimiento de doña Ana de Peñalosa, dice lo siguiente: «Estas cavernas son las potencias del alma, memoria, entendimiento y voluntad, las cuales son tan profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan con menos que infinito. Las cuales, por lo que padecen cuando están vacías, echaremos en alguna manera de ver lo que se gozan y deleitan cuando de Dios están llenas; pues que por un contrario se da luz del otro». Ibídem, pág. 337.

[46] El espíritu de Dostoyevski, págs. 19-20.

[47] Sonia, en ruso, es el apelativo cariñoso de Sofía. El más célebre personaje de Dostoyevski con ese nombre es Sonia Marmeládov, la prostituta de corazón puro que ama a Raskólnikov, y que conseguirá convertirlo, acompañándolo al presidio a Siberia.

[48] El nombre de Sofía, en el Imperio bizantino, primero, y en el mundo eslavo de religión cristiana ortodoxa después, hace referencia a la Sabiduría Divina. De ahí el verdadero nombre de la Catedral de Santa Sofía de Constantinopla, mandada construir por Justiniano I en el siglo VI: Hagia Sophia. Igual significado tiene el nombre de la capital de Bulgaria.

[49] La grivna era una moneda rusa de plata mandada acuñar por Pedro I el Grande. La grivna equivalía a diez kopeks. Cada rublo se dividía en cien kopeks (copeicas). La grivna hunde sus raíces en la moneda denominada grivna kunaresan durante el periodo de la Rus de Kiev, conservándose hasta avanzado el siglo XIV, y no es hasta 1317 que se menciona el rublo como moneda de plata. Erdmann Hanisch, Historia de Rusia, tomo I, pág. 53.

[50] Romano Guardini, El universo religioso de Dostoyevski, Buenos Aires, Emecé, 1954, pág. 38. La traducción del alemán es de Alberto Luis Bixio. Sobre Guardini, véase lo que digo en mi ensayo sobre El idiota, poco antes de la nota nº 9.

[51] Ibídem, pág. 42.

[52] Ibídem, pág. 43.

[53] Diminutivo cariñoso de Arkadii. Otras veces le llama Arkáschenka.

[54] El universo religioso de Dostoyevski, págs. 44-48. En relación al «padecimiento» de Sonia como el verdadero sentido de su existencia, ya veremos más adelante la relación que establecerá Versílov entre la libertad y el sufrimiento.

[55] Dostoyevski, que tuvo relaciones en su vida privada con mujeres instruidas, incluso muy instruidas, desde Pólina Súslova y las hermanas Anna Korvin-Krukovskaya y Sofía Vasíliyevna Kovalévskaya, hasta su propia esposa Anna Grigórievna, no es un escritor que escatime la presencia en sus novelas de mujeres cultas, ni mucho menos meras comparsas, sino auténticos personajes fundamentales. El caso supremo es el que representan Nastasia Filíppovna y Aglaya Ivánovna en El idiota.

[56] Jacques Madaule, El cristianismo de Dostoievsky, Buenos Aires, Losada, 1952, pág. 136. La traducción es de Juan Paredes.

[57] El cristianismo de Dostoievsky, pág. 128.

[58] Ibídem, pág. 129.

[59] Ibídem.

[60] Adviértanse aquí algunos rasgos autobiográficos del escritor. Sobre ello digo algo, al hablar de Pólina Súslova y de la estancia de Dostoyevski, en agosto de 1865, en Wiesbaden para calmar su pasión por la ruleta, en mi ensayo sobre El idiota.

[61] Martin Heidegger, La pobreza, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, especialmente las páginas 107-117. La traducción del alemán es de Irene Agoff. El pequeño volumen incluye una extensa y rigurosa presentación de Philippe Lacoue-Labarthe.

[62] ‘San Manuel Bueno, mártir’: existencia, duda y fe, breve ensayo terminado el 5 de julio de 2013 y publicado en  http://www.enriquecastanos.com/unamuno_manuel_bueno.htm

[63] Heinrich Seuse, Vida, Madrid, Siruela, 2013, págs. 170-171. La edición y la traducción del alto alemán medio, corresponden a Blanca Garí de Aguilera, Catedrática del Departamento de Historia Medieval de la Universidad Autónoma de Barcelona. Ver también mi citado ensayo sobre la novela San Manuel Bueno, mártir, de don Miguel de Unamuno.

[64] Forma afectuosa de Olga.

[65] Dorotea.

[66] George Vernadsky, Historia de Rusia, Buenos Aires, Losada, 1947, pág. 156. La traducción es de Luis Echávarri. La edición original es de 1929, basándose esta traducción en la segunda edición, revisada y ampliada por el autor, de 1944. Georgii Vladimirovich Vernadsky (San Petersburgo, 1887 – New Haven, Connecticut, 1973) era hijo del científico y naturalista ruso Vladimir I. Vernadsky (1863-1945). Georgii, que participó en la guerra civil junto al Ejército blanco, abandonó Rusia en 1920. Fue Profesor en las universidades de Praga y de Yale. Su concepción histórica está influida por el pensador neokantiano alemán Heinrich Rickert.

[67] Todas las circunstancias del atentado están muy bien reconstruidas en el último capítulo del extenso estudio de Franco Venturi, El populismo ruso, Madrid, Alianza, 1981, págs. 1043-1057. La traducción es de Esther Benítez. El historiador Franco Venturi (Roma, 1914 – Turín, 1994) era hijo del historiador del arte Lionello Venturi y nieto del también eminente historiador del arte Adolfo Venturi.

[68] George Vernadsky, Historia de Rusia, pág. 165.

[69] Un amplio compendio de David Churchill Somerwell (1885-1965), en cuatro volúmenes, supervisado directamente por el autor, ha sido publicado en español por la editorial Alianza, con varias ediciones desde 1970.

[70] Henri Pirenne, Mahoma y Carlomagno, Madrid, Alianza, 1989, especialmente las páginas 164-170, en las que se detiene en la creciente influencia de los mayordomos de palacio carolingios en la corte merovingia, el primero de los cuales con auténtico poder fue Carlos Martel, padre de Pipino el Breve y abuelo de Carlomagno. La traducción es de Esther Benítez.

[71] Fiodor M. Dostoyevski, Obras Completas, tomo III, pág. 614.

[72] Los versos, traducidos por Cansinos Asséns, dicen: «Más preciada es la sombra de las viles verdades que el engaño que nos asalta». Sobre este poema debe consultarse el magnífico estudio de Andrew Kahn, Pushkin’s Lyric Intelligence, Oxford University Press, 2008, especialmente las págs. 246-258 del cap. 7, que se ocupan expresamente del poema.

[73] Para toda esta cuestión, véase mi aludido ensayo sobre El idiota, en el que me detengo pormenorizadamente en el pequeño libro de Dimitri Merejkowsky, Dostoievsky: profeta de la revolución rusa, Buenos Aires, Argonauta, 1946, cuya traducción se debe a René Astiz y Teba Bronstein.

[74] Pierre-Joseph Proudhon, ¿Qué es la propiedad?, Barcelona, Tusquets, 1977, págs. 31-32. La traducción es la de Rafael García Ormaechea de 1903. Sobre este conocidísimo texto del padre del federalismo autogestionario, me extendí ampliamente en mi Memoria de Licenciatura, inédita, dirigida por el Profesor Antoni Jutglar Bernaus, y titulada Proudhon y el utopismo posrevolucionario: aproximación al estudio del socialismo anterior a Marx, Universidad de Málaga, octubre de 1981, especialmente las págs. 178-182. Quiero manifestar aquí una vez más, pues ya se lo expresé en vida, mi agradecimiento, por su inestimable enseñanza y orientación metodológica, al desaparecido catedrático Antoni Jutglar (Barcelona, 1933-2007), persona de gran calidad humana y uno de los mayores expertos mundiales en Francisco Pi y Margall y el federalismo español de la segunda mitad del siglo XIX, que era por entonces, a pesar de su enfermedad, profesor a tiempo parcial del Departamento de Historia Contemporánea de la todavía lozana Universidad malacitana.

[75] François Guizot, Historia de la civilización en Europa, Madrid, Alianza, 1990, pág. 20. La traducción es de Fernando Vela, fiel colaborador y discípulo de don José Ortega y Gasset. La importancia decisiva de los hechos (primero, «el estudio de los hechos»; después, «el imperio de las ideas» y «ante todo la civilización») en Guizot, ha sido bien analizada por Georges Lefebvre, El nacimiento de la historiografía moderna, Barcelona, Martínez Roca, 1974, sobre todo las págs. 180-182. Traducción de Alberto Méndez.

[76] Charles Dickens, La tienda de antigüedades, Madrid, Nocturna, 2011. La traducción es de Bernardo Moreno Castillo. El episodio descrito por Trischátov corresponde al final del capítulo cincuenta y tres, pág. 562. En su apasionada disertación, casi en estado de trance, cree que es una catedral lo que sólo es una pequeña iglesia de pueblo.

[77] Joris-Karl Huysmans, La Catedral, Madrid, Escelicer, 1961. La traducción es de José García Mercadal, hermano del notable arquitecto español Fernando García Mercadal. Al comienzo del capítulo XII (pág. 307) de esta excepcional novela, preñada de erudición humanística, religiosa y artística en el más alto sentido, Huysmans critica la casi nula atención prestada por muchos arqueólogos e historiadores de la arquitectura a los aspectos simbólicos, teológicos y espirituales del templo gótico medieval. Naturalmente, está formulando una crítica al más estrecho positivismo.

[78] Hans Jantzen, La arquitectura gótica, Buenos Aires, Nueva Visión, 1982, págs. 78-79. La traducción es de José María Coco Ferraris. Jantzen nació en Hamburgo en 1881 y murió en Friburgo de Brisgovia en 1967. La edición original alemana de su libro es de 1957.

[79] Véase mi artículo «Lenguaje, significado y heterodoxia. Consideraciones sobre ‘Ordet’ (‘La Palabra’), de Carl Th. Dreyer», publicado originalmente en el Boletín de Arte de la Universidad de Málaga, nº 18, 1997, págs. 399-417. Publicado también en               http://www.enriquecastanos.com/ordet.htm

[80] Henri Bergson, La risa, Madrid, Sarpe, 1985, capítulo 1. La traducción, cedida por Plaza & Janés, es de Amalia Aydée Raggio. Otras ediciones, como la de Losada de Buenos Aires de 1939, escriben Haydée el primer apellido de la traductora.

[81] Ibídem, capítulo 3.

[82] No debiera caerse en la tentación de confundir la apreciación de Arkadii con lo grotesco. Uno de los artistas que más exploró este factor fue el escultor alemán Franz Xaver Messerschmidt (1736-1783), un caso ejemplar de los problemas relacionados con los artistas y la locura desde el estudio que le dedicó el psicoanalista e historiador del arte Ernst Kris. El escritor Christoph Friedrich Nicolai, que visitó a Messerschmidt algunas veces, cuenta cómo trataba de convencerlo de que veía fantasmas, y que ciertos espíritus lo perseguían, siendo el de la proporción el más amenazador de todos ellos. Ideó una complicadísima teoría sobre las proporciones humanas, que decía le había inspirado el egipcio Hermes Trismegisto, pero aquel espíritu de la proporción, celoso, le infligía dolores físicos, por lo que tenía que pellizcarse continuamente; de ahí que decidiese elaborar sus célebres estudios de carácter y rostros con todo tipo de muecas. Nicolai dice que cada treinta segundos se miraba al espejo y ponía la cara conveniente a lo que estaba haciendo. En total hizo doce más cincuenta y siete cabezas, entre 1770 y 1783. Se han conservado cuarenta y nueve, la mayoría en plomo, unas pocas en piedra y otra en madera. Las hay muy expresivas, raras y extravagantes, o incluso vacías. La monografía de Kris no está traducida al español, pero el caso es ampliamente estudiado, y de ahí he hecho el anterior extracto, por Margit y Rudolf Wittkower, Nacidos bajo el signo de Saturno. Genio y temperamento de los artistas desde la Antigüedad hasta la Revolución francesa, Madrid, Cátedra, 1982, págs. 123-130. La traducción es de Deborah Dietrick.

[83] Exagera aquí demasiado su opinión el adolescente, o, al menos, puede resultar excesivamente radical si la contrastamos con la realidad o la comparamos con ciertas obras artísticas. Una de las más notables es una pieza de cera del escultor italiano Medardo Rosso, La edad de oro (1886), en la que precisamente investiga el paso, sin solución de continuidad, de la risa al llanto de un rorro en brazos de su madre, esto es, el carácter inestable y fugaz de los sentimientos, su permanente mutabilidad. Por eso es legítimo considerar a Rosso, en más de un sentido, como un escultor impresionista. La mencionada escultura, de medio metro de altura aproximadamente, es propiedad de la Raymond and Patsy Nasher Collection, Dallas, Texas, en los Estados Unidos. Una versión anterior, de 1885 y de 60 cm de altura, guarda el Petit Palais de París.

[84] Recuérdese lo dicho anteriormente sobre Maren, la niña de la película Ordet. También lo que Jesús dice sobre los niños (Mc 10, 14), más aplicable aún al príncipe Mischkin, al que tanto gustaba en Suiza de rodearse de niños.

[85] A Thomas Mann debieron causarle una gran impresión estas palabras de Arkadii, que aquí sólo extractamos, como se desprende de la inmarcesible declaración fisiológica de amor que Hans Castorp le hace en francés a la rusa Clawdia Chauchat en La montaña mágica, justo en la mitad central de la obra cumbre del inmenso escritor alemán. A mi modo de ver, la traducción española de Mario Verdaguer, en la legendaria edición barcelonesa de José Janés, es difícilmente superable. La edición de mi biblioteca es la de 1947. De otra parte, no creo que Dostoyevski conociese en absoluto los escritos del refinado crítico británico Walter Pater, pero, en la descripción anatómica del semblante de Katerina que hace el adolescente, no podemos por menos de acordarnos de la insuperable descripción del retrato de Mona Lisa que hizo Pater en un celebérrimo texto sobre la Gioconda publicado en noviembre de 1869. Walter Pater, El Renacimiento, Barcelona, Icaria, 1982, págs. 100-102. La traducción es de Antonio Desmonts.

[86] Dostoyevski, que es un implacable crítico del catolicismo romano y del Papado de Occidente, establecerá en varios pasajes de sus novelas una equivalencia entre astucia e intriga y jesuitismo, una explícita referencia a la Compañía de Jesús, cuyo cuarto voto, como todo el mundo sabe, es el de obediencia expresa de cada miembro de la Orden al sucesor de Pedro. El pasaje más memorable en este sentido corresponde a la novela El idiota, en concreto unas palabras del príncipe Mischkin pronunciadas en el transcurso de una velada en casa de su prometida Aglaya Ivanovna, en que arremete contra la Iglesia católica casi como un poseído, siendo la única vez que altera su estado natural de mansedumbre.

[87] Erdmann Hanisch, Historia de Rusia, tomo II, págs. 155, 174, 175, 176 y 180. Véase también, Wolfgang Justin Mommsen, La época del imperialismo, Madrid, Siglo XXI, 1971, págs. 213, 214 y 216. La traducción es de los esposos Genoveva y Antón Dieterich (por error, la edición escribe Dietrich; el nombre de soltera de ella era Genoveva Arenas Carabantes, que no sé por qué no conservó al casarse con un alemán, viviendo como vivían desde muy jóvenes en Madrid). Por su parte, George Vernadsky, que en su citada Historia de Rusia se refiere al ministro Iswolsky en la pág. 200, nos informa con gran precisión, en la pág. 199, del elevado número de asesinatos políticos cometidos por los grupos revolucionarios rusos clandestinos en la época en que Piotr Stolypin era Primer Ministro, quien llevó a cabo una brutal represión (en 1908 fueron ejecutados 789 revolucionarios acusados de crímenes políticos, si bien el número fue decreciendo hasta dictarse 73 condenas en 1911, precisamente el año, en septiembre, en que el propio Stolypin cayó también asesinado). Stolypin trataba de hacer compatible algo imposible: la autocracia con una política enérgica de reformas a favor de la modernización económica.

[88] Helen Iswolsky, El alma de Rusia, Buenos Aires, Emecé, 1954, págs. 104-107. La traducción es de Teresa Reyles.

[89] En la ciudad de Kozelsk, en la región de Kaluga, al oeste de Moscú. El atormentado y pesimista escritor Konstantin Nikolaevich Leontiev (1831-1891), conoció también en Optyna Pustyn a ese mismo stárets Grénkov, criticando después con dureza la recreación dostoyevskiana. En el verano de 1891 aceptó Leontiev definitivamente ser monje en Optyna Pustyn. Murió en el monasterio Serguiev Posad, cerca de Moscú, en noviembre de ese año. Sobre el pensamiento de Leontiev, puede consultarse el libro de Mijaíl Malishev, Boris Emelianov y Manola Sepúlveda Garza, Ensayos sobre filosofía de la historia rusa, Ciudad de México, Editorial Plaza y Valdés, 2002, págs. 61-84, que es de donde he extraído esta información.

[90] Al inicio de una de las más extensas intervenciones de Makar (3ª parte, cap. I, III), se desliza un topónimo que resulta confuso. La traducción de Cansinos Asséns, dice: «Hay, amigo—prosiguió—, en el Convento de Guedáviev…». La traducción inglesa de Richard Pevear y Larissa Volokhonsky, dice: «Gennadiev desert». Esta segunda parece más exacta, pues es muy probable que Makar haga alusión a San Gennadiev o San Gennade de Kostroma († 1565), higúmeno del monasterio Lioubemov (Liubimograd), situado en una foresta cerca de la ciudad de Kostroma (al NE de Yaroslavl), cuya vida escribió Alexis, otro higúmeno del mismo monasterio. Cuando nació, San Gennadiev se llamaba Gregorio (Gregorii). El citado monasterio se denomina también Gennadiev Spaso-Preobrazhensky Monastery (es decir, monasterio de la Transfiguración del Señor, que es lo que significa «Spaso-Preobrazhensky»).

[91] Luigi Pareyson califica de «panenteísmo» la armonía de la que habla Makar, pero sería una equivocación relacionarla con el panteísmo tipo spinozista, pues sólo es comprensible si la entendemos presidida por Cristo, es decir, por una unión entre Dios, el hombre y la naturaleza con todas sus criaturas. Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 139 y 141.

[92] Véase, http://www.enriquecastanos.com/unamuno_manuel_bueno.htm

[93] Aunque es bastante probable que el título de la célebre obra Temor y temblor, de Søren Kierkegaard, publicada el 16 de octubre de 1843, proceda de un versículo de la Epístola a los Filipenses de San Pablo (2, 12)—«…trabajad con temor y temblor por vuestra salvación»—, versículo que sin duda conocía muy bien Dostoyevski, resulta curiosa la coincidencia del uso de la expresión paulina en el autor danés y en el ruso.

[94] Nicolás Berdiaeff, Una nueva Edad Media, Barcelona, Apolo, 1938, especialmente las págs. 9-50. Traducción de José Renom. En la pág. 12, afirma: «A través de su autoafirmación, el hombre se ha perdido, en lugar de encontrarse». En la 13: «Su alejamiento del centro espiritual le ha hecho cada vez más superficial». Y en la 18, por no extenderme más: «El triunfo del hombre natural sobre el hombre espiritual en la historia moderna, debía conducirnos a la esterilidad creadora, es decir, al fin del Renacimiento, a la autodestrucción del humanismo».

[95] Algunas de las mejores representaciones iconográficas de esta santa se las debemos a los iconos de la Iglesia ortodoxa griega, al Tintoretto y a José de Ribera.

[96] Albert Camus, El hombre rebelde, Madrid, Alianza, 1982, pág. 200. La traducción es de Luis Echávarri.

[97] En la Iglesia ortodoxa, un eclesiástico de rango superior, que incluso podía ser obispo, arzobispo, superior de un convento o abad de un monasterio importante. Posteriormente, se convirtió en un cargo honorífico.

[98] Arjiereo o argiereo. El término aparece en un libro de Félix de Latassa y Ortin titulado Biblioteca nueva de los escritores aragoneses que florecieron desde el año de 1600 hasta 1640, tomo II (Pamplona, en la Oficina de Joaquín de Domingo, 1799). En la página 487, dice: «…sui Illustrissimi Argiereos in suum Archiepiscopalem…». Por la ya mencionada traducción inglesa de la novela, que dice «chief  priest’s», se deduce que se trata de un alto cargo eclesiástico de la Iglesia ortodoxa. El término «chief  priest’s» aparece en algunas traducciones inglesas del Evangelio de San Mateo (27, 62 y 28, 11), que en la Biblia de Jerusalén aparece como «sumo sacerdote». Pero está claro que no puede tratarse de un sumo sacerdote de la jerarquía religiosa judaica de tiempos de Jesús. De ahí que nos limitemos a calificarlo como alto cargo eclesiástico de la Iglesia ortodoxa rusa, equivalente quizás a lo que en las diócesis católicas se entiende por arcipreste. En algunas traducciones españolas, en vez del término empleado por Cansinos Asséns, se traduce del ruso directamente como «obispo», lo cual tampoco parece muy exacto, si bien sería excesivo calificarlo de falso. En cualquier caso, el vocablo «arjiereo» no aparece en ningún diccionario de la lengua castellana, ni en el de Covarrubias, ni en el de la Real Academia Española, Autoridades, José Alemany, Corominas, Julio Casares, María Moliner, Manuel Seco o cualquiera que sea.

[99] Alexis Marcoff, El alma del pueblo ruso y su evolución histórica, Barcelona, E.L.R., Tipografía «La Educación», 1945, págs. 113-117.

[100] Relatos de un peregrino ruso, Madrid, Alianza, 2010. Los datos histórico-filológicos los he extraído de la documentada Introducción que acompaña al volumen, escrita por Sebastián Janeras y Vilaró (págs. 9-24 de la citada edición). La traducción de los Relatos es de Victoria Izquierdo Brichs.

[101] El universo religioso de Dostoyevski, pág. 69.

[102] Kasimir Klemens Waliszewski, Historia de la literatura rusa, Buenos Aires, Argonauta, 1946, pág. 286. No se especifica el nombre del traductor. Waliszewski (1849-1935) fue un escritor e historiador polaco formado en Varsovia y en París. La edición original francesa de su libro es de 1900. En cuanto a El peregrino encantado, hay una reciente edición en español en Alba (2009).

[103] El universo religioso de Dostoyevski, pág. 71.

[104] Ideas sobre la novela, págs. 401-402.

[105] El espíritu de Dostoyevski, pág. 6.

[106] Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, pág. 46.

[107] Ibídem, pág. 43.

[108] Aunque ajeno por completo a la cosmovisión dostoyevskiana, el gran psicoanalista Erich Fromm pensaba que por mucho que se endureciese, el corazón del hombre no dejaba nunca de ser un corazón humano. Lo que distingue al hombre, piensa Fromm, es su capacidad de elección; el hombre se ve impelido a elegir constantemente, y esta elección debe realizarse con completa libertad. El conocimiento, la educación, la rectitud moral, es muy probable que nos inclinen hacia el bien; pero si el hombre pierde el sentido de la piedad y de la compasión, si no se conmueve por el sufrimiento de otro hombre, es también muy posible que las vías de acceso al bien le sean cerradas para siempre. Erich Fromm, El corazón del hombre. Su potencia para el bien y para el mal, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1974, pág. 179. La traducción es de Florentino Martínez Torner, que fue diputado socialista durante la II República española, desempeñó una tarea relevante en las Misiones Pedagógicas, y se marchó al exilio en Méjico en 1939, donde falleció en 1969.

[109] El espíritu de Dostoyevski, pág. 54.

[110] Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 36-37.

[111] La edición española que poseo y mejor conozco, en la que María Teresa Suero Roca traduce en prosa los versos del autor, es: Aleksandr Pushkin, Eugenio Onieguin, Barcelona, Bruguera, 1969.

[112] La edición conocida por mí es: Iván S. Turgueniev, Nido de nobles, Madrid, Aguilar, 1988, traducida por Rafael Cansinos Asséns.

[113] Obras Completas, tomo III, pág. 1440.

[114] Heinrich Seuse, Vida, Madrid, Siruela, 2013, pág. 65.

[115] Vladimir Lossky, Teología mística de la Iglesia de Oriente, Barcelona, Herder, 2009, págs. 154-155. La traducción de Francisco Gutiérrez es de la edición original francesa de 1944. Isaac de Nínive o Isaac el Sirio (Isaac de Sirine, 640-700), fue un monje, asceta, místico y teólogo nestoriano (las dos personas de Cristo, la divina y la humana, eran completas pero independientes), proclamado santo por la Iglesia ortodoxa. El repulsivo personaje de Smerdiákov, de la novela Los hermanos Karamásovi, es un asiduo lector de este teólogo. Los nestorianos defendían que María fuese considerada Christotokos (madre de Cristo), mientras que los partidarios de San Cirilo (siglo V), que terminaron imponiéndose en el Concilio de Éfeso de 431, defendían que María fuese Theotokos, es decir, madre de Dios. La edición de las obras de Isaac el Sirio que maneja Lossky es, principalmente, la inglesa del holandés Arent Jan Wensinck, en realidad una traducción del texto siríaco de la edición de Paul Bedjan (París, 1909), y otras veces la de Nikephoros Theotoki (Leipzig, 1770), con el texto en griego. Vladimir Nikolayevich Lossky (1903-1958), Profesor de Filosofía de origen ruso y teólogo de la religión cristiana ortodoxa griega, se estableció en París en 1924.

[116] En el Corán (73, 10-11), en unas palabras que le dirige el arcángel Gabriel a Mahoma, se lee: «¡Ten paciencia con lo que dicen [los infieles] y apártate de ellos discretamente! / ¡Déjame con los desmentidores, que gozan de las comodidades de la vida [alusión a los comerciantes acomodados de La Meca]! ¡Concédeles aún una breve prórroga!» Las citas proceden de la edición del Corán preparada por Julio Cortés (Barcelona, Herder, 2002), quien es el autor de las notas aclaratorias que he puesto entre corchetes. Ambas aleyas o versículos de la sura 73, es lo más parecido que he podido encontrar en el texto sagrado musulmán a las vagas palabras de Versílov.

[117] Introducción a Dostoyevsky, pág. 44.

[118] Obras Completas, tomo I, pág. 1472.

[119] Heinrich Seuse, Vida, pág. 62.

[120] Ambos retratos están reproducidos en el clásico libro de Beaumont Newhall, Historia de la Fotografía, Barcelona, Gustavo Gili, 1983, págs. 78-79, que incluye también la cita de Thomas Carlyle. La traducción es de Homero Alsina Thevenet.

[121] Walter Benjamin, «Pequeña historia de la Fotografía», en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1982, pág. 76. La edición es de Jesús Aguirre. El breve ensayo de Benjamin se publicó en Die Literarische Welt en 1931.

[122] Dostoyevski se escondía tras los personajes de sus novelas, dice León Chestov en La filosofía de la tragedia, pág. 28. En otro lugar, en Las revelaciones de la muerte (pág. 75), insiste Chestov sobre la misma convicción: que bajo las diferentes máscaras de los personajes de Dostoyevski está siempre el propio escritor.

[123] Obras Completas, tomo I, pág. 1474.

[124] Friedrich Meinecke, La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997, pág. 34. Traducido por Felipe González Vicén, incluye un espléndido estudio preliminar de Luis Díez del Corral. La edición original alemana es de 1924.

[125] Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, Madrid, Cátedra, 1989, pág. 171. La edición es de Helena Puigdoménech.

[126] Ernst Cassirer, El mito del Estado, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1993, págs. 185-193. La traducción es del pensador mejicano de origen catalán Eduardo José Gregorio Nicol y Franciscá. Se trata del último libro de Cassirer, redactado en 1944 y publicado póstumamente en 1946. En la pág. 189 de su libro reproduce Cassirer, más ampliamente, la cita de El Príncipe sobre la fortuna, en la que lo relevante es ese «o casi», pues, como indica Helena Puigdoménech, pudiera sugerirnos con ello Maquiavelo «que también el control del hombre sobre la mitad de sus acciones parece peligrar» (nota 5, pág. 171, de la edición citada de El Príncipe).

[127] La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, pág. 39.

[128] Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Madrid, Alianza, 2008, Libro I, 1, pág. 31. La edición es de Ana Martínez Arancón.

[129] Ibídem, Libro I, 6, pág. 51.

[130] El mito del Estado, págs. 169, 173 y 181.

[131] El Príncipe, cap. XV, pág. 131.

[132] George  H. Sabine, Historia de la teoría política, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2006, pág. 271. Traducción de Vicente Herrero. La edición original en inglés es de 1937.

[133] Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Libro II, 2, págs. 198-199.

[134] Obras Completas, tomo III, pág. 1186.

[135] Mijaíl Bakunin, «Federalismo, Socialismo y Antiteologismo», en Mijaíl Bakunin, Escritos de Filosofía Política, 1, Madrid, Alianza, 1978, págs. 197-198. La compilación es de Grigori Petrovich Maximoff (1893-1950), anarco-sindicalista ruso que falleció en Chicago. La cita escogida procede del volumen I de la edición francesa del libro de Bakunin. La traducción española es de Antonio Escohotado.

[136] Jean-Jacques Rousseau, Del contrato social, Madrid, Alianza, 2005, Libro I, cap. VII, pág. 42. La edición es de Mauro Armiño.

[137] Ibídem, Libro II, cap. V, pág. 58.

[138] Rudolf Rocker, Nacionalismo y Cultura, Madrid, La Piqueta, 1977, págs. 199-210. La traducción es de Diego Abad de Santillán.

[139] Del contrato social, Libro II, cap. VII, pág. 64.

[140] Jean-Jacques Rousseau, Emilio o la educación, Barcelona, Bruguera, 1979, Libro primero, págs. 68-69. La edición es de Ángeles Cardona de Gibert y Agustín González Gallego.

[141] Hannah Arendt, Sobre la revolución, Madrid, Alianza, 2009, págs. 100-101 y 251-252. Traducción de Pedro Bravo Gala, fallecido en junio de 2005 y que fue letrado del Tribunal Constitucional de España.

[142] El hombre rebelde, págs. 135-136.

[143] Ibídem, pág. 139.

[144] Condorcet, Influencia de la Revolución de América sobre Europa, Buenos Aires, Elevación, 1945. Traducción de Tomás Ruiz Ibarlucea. El volumen incluye otros cinco escritos de Condorcet. El ensayo aquí mencionado ocupa las páginas 21-62, siguiéndole un Suplemento imprescindible que abarca las páginas 63-125.

[145] Especialmente por el estadounidense de origen inglés Thomas Paine, quien contraatacó con la publicación, en 1791, de la primera parte de sus Derechos del hombre (la segunda parte se publicaría al año siguiente). Debe advertirse, no obstante, que Paine se opuso a la ejecución de Luis XVI y fue detenido durante el Terror, el 28 de diciembre de 1793, cuando ya era miembro de la Convención Nacional francesa por Calais. Hay una buena edición española, de Fernando Santos Fontenla, en Alianza.

[146] Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución en Francia, Madrid, Alianza, 2003. La edición es de Carlos Mellizo. Véanse, sobre todo, las páginas 79, 94, 103, 141, 146, 170, 193, 229 y 234.

[147] A pesar de sus innegables y profundas limitaciones, la sinceridad y alcance de las reformas emprendidas bajo Alejandro II ha sido reconocida por el historiador Peter Scheibert (1915-1995). Véase, Manfred Hellamnn, Carsten Goehrke, Peter Schibert y Richard Lorenz, Rusia, Madrid, Siglo XXI, 2010, págs. 207 y ss. La traducción es de María Nolla. La edición original alemana es de 1972. En el capítulo 4 del volumen, que es el redactado por Peter Scheibert, se afirma también que «tras la ejecución de los cinco decembristas ninguna otra persona perdió la vida [por razones políticas, evidentemente] durante el reinado de Nicolás I» (pág. 205).

[148] Bohdan Chudoba, Rusia y el Oriente de Europa, Madrid, Rialp, 1980, pág. 231. No especifica el nombre del traductor.

[149] José Ortega y Gasset, Obras Completas, Madrid, Revista de Occidente, 1947, tomo III, pág. 55.

[150] Ibídem, pág. 95.

[151] Ibídem, pág. 104.

[152] Ibídem, pág. 106.

[153] Ibídem, pág. 125.

[154] Ibídem, pág. 127.

[155] José Ortega y Gasset, Obras Completas, Madrid, Revista de Occidente, 1947, tomo IV, pág. 181.

[156] Ibídem, pág. 146.

[157] Ibídem, pág. 181-182.

[158] Ibídem, pág. 182.

[159] Ibídem, pág. 183.

[160] Dostoyevski visitó a Herzen en Londres en julio de 1862.

[161] Rafael Cansinos Asséns, Prólogo a «La confesión de Stavroguin», Obras Completas, tomo III, pág. 1572.

[162] Una estupenda síntesis del recorrido de las diferentes concepciones utópicas a lo largo del pensamiento occidental, es el libro de María Luisa Berneri, Viaje a través de Utopía, Buenos Aires, Proyección, 1975. Traducido por Elbia Leite, incluye un Prólogo para la edición española de Lewis Mumford y el Prólogo de la edición inglesa de George Woodcock, estudiosos y ensayistas ambos muy relevantes. Este libro, que leí con avidez en 1981, todavía me parece difícilmente superable. Por desgracia, María Luisa Berneri, mujer muy culta de ideas libertarias, que era italiana y discípula intelectual de Rudolf Rocker, murió muy joven, con tan sólo 31 años, en 1949, en Londres.

[163] Friedrich Hölderlin, Hiperión o el eremita en Grecia, Pamplona, Peralta, 1978, págs. 53-54. Edición de Jesús Munárriz.

[164] Una buena traducción es la de Luis Gutiérrez Santamarina (Luis Narciso Gregorio Gutiérrez Santa Marina) en el volumen de las Obras Completas de Aldous Huxley publicado en Barcelona por el editor José Janés en 1952. La menciono por ser la que poseo y he leído.

[165] Kenneth Clark, El arte del paisaje, Barcelona, Seix Barral, 1971, pág. 97. Traducción de Laura Diamond. La edición original es de 1949. Sobre esa melancolía y esa nostalgia, no cabe menos de recordar el cuadro, fechado por Panofsky hacia 1635-1636, Et in Arcadia ego, de Nicolás Poussin, palabras inscritas en un sarcófago de piedra («Yo estuve en Arcadia») alrededor del cual se agrupan cuatro figuras y que nos revelan la inevitable vinculación entre Arcadia, esto es, la Edad de Oro, y la muerte, pues no sólo esa persona que yace en la tumba murió en esa región paradisiaca, sino que tampoco nos será posible volver a esa época perdida de la infancia de la humanidad. Erwin Panofsky, «”Et in Arcadia ego”: Poussin y la tradición elegíaca», en El significado de las artes visuales, Madrid, Alianza, 1980, págs. 323-348. Traducción de Nicanor Ancochea.

[166] Anthony Blunt, Arte y arquitectura en Francia, 1500-1700, Madrid, Cátedra, 1992, pág. 311. Traducción de Fernando Toda. La edición original es de 1953.

[167] Ovidio, Metamorfosis, Madrid, Cátedra, 2009, Libro XIII 750-895, págs. 695-701. La edición es de María Consuelo Álvarez y Rosa María Iglesias.

[168] Giovanni Boccaccio, Genealogía de los dioses paganos, Madrid, Editora Nacional, 1983, Libro VII, capítulo XVII, págs. 441-442. Esta magnífica e insuperada edición también se debe a María Consuelo Álvarez y Rosa María Iglesias.

[169] Erwin Panofsky, Renacimiento y renacimientos en el arte occidental, Madrid, Alianza, 1975, pág. 259. Traducción de María Luisa Balseiro.

[170] Ibídem, pág. 260.

[171] Erwin Panofsky, «La historia primitiva del hombre en dos ciclos de pinturas de Piero di Cósimo», en Estudios sobre iconología, Madrid, Alianza, 1980, pág. 50. Traducción de Bernardo Fernández.

[172] Marco Lucio Vitruvio Polión, Los diez libros de Arquitectura, Madrid, Alianza, 2009, Libro II, cap. 1, págs. 95-96. Traducción de José Luis Oliver Domingo.

[173] Tito Lucrecio Caro, De la naturaleza de las cosas, Madrid, Espasa Calpe, 1969, Libro V 187-189 y 257-277, págs. 195 y 197. La traducción es de José Marchena y Ruiz de Cueto (el abate Marchena), que fechó el manuscrito de su traducción en 1791.

[174] Estudios sobre iconología, pág. 51.

[175] Se refiere Versílov al célebre poema del escritor alemán Heinrich Heine titulado «La Paz» (en alemán, «Frieden»), que forma parte del primer ciclo del poemario El Mar del Norte (en alemán, Die Nordsee), escrito entre 1825-1826. Enrique Heine, Poemas y Fantasías, Madrid, Librería de Hernando y Cª, 1900, págs. 99-101. La traducción del alemán en verso castellano es de José Joaquín Herrero y contiene un excelente prólogo de Marcelino Menéndez Pelayo de junio de 1883. La verosimilitud que imprime Dostoyevski a las encendidas palabras de Versílov se acentúa por el hecho de que, en el apasionamiento de sus palabras, confunde Mar Báltico con Mar del Norte, pero esta equivocación es perfectamente normal en alguien que está recordando, probablemente algo leído mucho tiempo atrás. Pero lo fundamental es nombrar a Cristo y mencionar el término «aparición», pues de eso se trata, de una aparición: «De Jesucristo la imagen / Aparece ante mi vista», dicen dos de los versos del poema de Heine.

El poema, en alemán y en francés, se encuentra en la web: http://www.heinrich-heine.net/haupt.htm

Hay una buena traducción inglesa, The North Sea, en la web: http://www.archive.org/stream/poemsofheinrichh00heinuoft/poemsofheinrichh00heinuoft_djvu.txt

[176] Artur Mrówczynski – Van Allen, «La idea rusa y su interpretación», en La Idea Rusa, Granada, Nuevo Inicio, 2009, pág. 247.

[177] Obras Completas, tomo III, págs. 1679-1680. La sección donde se reproduce la misiva es el Epistolario que hay al final del volumen, en este caso el epistolario sobre la Vida de un gran pecador. Cansinos Asséns escribe el nombre de Chaadaev como Piotr Yakolevich Schaadáyev.

[178] Es evidente que aquí está pensando Chaadaev en el famoso opúsculo del escritor romántico alemán Novalis, La Cristiandad o Europa, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977, págs. 69-106. Traducido por María Magdalena Truyol Wintrich, incluye un documentado estudio preliminar de Antonio Poch Gutiérrez. No obstante, el texto de Novalis es de una profunda añoranza por esa Cristiandad perdida.

[179] He sintetizado al máximo las ideas de Chaadaev, pensando sobre todo en nuestra novela y en Dostoyevski. La lectura completa del texto no deja indiferente a nadie, en uno u otro sentido. Piotr Chaadaev, «Primera carta filosófica a una dama», en La Idea Rusa, Granada, Nuevo Inicio, 2009, págs. 105-136. La traducción es de Marcelo López Cambronero.

[180] El cristianismo de Dostoievsky, pág. 135.

[181] Obras Completas, tomo III, págs. 611-612 y 614-615.

[182] Ibídem, pág. 1445.

[183] Ibídem, pág. 968.

[184] En Las revelaciones de la muerte (pág. 119), León Chestov dice, en referencia a la creencia de Dostoyevski de que Constantinopla pertenecería, más temprano o más tarde, a Rusia; de que ésta «no conocería la lucha de clases» y de «que la Europa occidental perecería sangrientamente e imploraría la ayuda de Rusia», lo siguiente: «Hoy [septiembre de 1921] vemos qué cruelmente se equivocó Dostoiewski. Rusia se ahoga hoy en su propia sangre, Rusia es el teatro de horrores tales como jamás conoció Europa». La apreciación de Chestov es cierta especialmente para lo que Dostoyevski afirmó en el Diario de un escritor, pero es en sus novelas donde la visión dostoyevskiana es profética, pues prevé con extraordinaria anticipación tales «horrores» con una exactitud que sobrecoge y da escalofríos.

[185] La opinión del gran escritor alemán aparece en Thomas Mann, Freud, Goethe, Wagner, Tolstoi, Buenos Aires, Poseidón, 1944, página 151 (traducción de Pablo Simón). Tomo la referencia de la Introducción de Josefina Pérez Sacristán a la edición de Anna Karénina de la madrileña editorial Cátedra (1991, pág. 40), donde reproduce las frases más significativas de Tomas Mann sobre tal parecer.

[186] La filosofía de la tragedia, pág. 76.

[187] Lev Tolstoi, Anna Karénina, Madrid, Cátedra, 1991, octava parte, cap. XVI, págs. 983-984. La traducción es de Alfredo Santiago Shaw y de Leoncio Sureda, revisada y corregida por Manuel Gisbert. El nombre de Levin lo traducen Lievin.

[188] Obras Completas, tomo III, pág. 1287.

[189] Ibídem, págs. 1303-1304.

[190] Nicolás Berdiaeff, El sentido de la Historia (ensayo filosófico sobre los destinos de la Humanidad), Barcelona, Araluce, 1936. No se especifica el traductor. El origen del libro, publicado por vez primera en 1931, se encuentra en unas lecciones impartidas por Berdiaev, durante el invierno de 1919-20, en la Academia Libre de Cultura Espiritual de Moscú, dos años antes de haber sido obligado a abandonar Rusia, en septiembre de 1922. Para que el Gobierno de los Comisarios del Pueblo tomase la decisión de expulsarlo, fue determinante la entrevista, después de su arresto, que mantuvo Berdiaev con Feliks Edmúndovich Dzerzhynski (1877-1926), a petición expresa de este último, un revolucionario polaco que fue el fundador de la Policía secreta bolchevique, la temible Cheka (Comisión Extraordinaria), a las seis semanas del triunfo de la Revolución. Sobre esta minuciosa entrevista y sobre la decisión final de respetarle la vida a Berdiaev, se demora Artur Mrówczynski – Van Allen en el estupendo Prólogo a la edición española del libro de Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski. Por desgracia, la edición española de Araluce, que es la que poseo, no incluye el mencionado Prefacio, que, sin embargo, está disponible en la web: http://www.laeditorialvirtual.com.ar/pages/Berdiaev_Nicolas/SentidoHistoria_01.html

[191] Nikolai Berdiáyev, El alma de Rusia, México, D. F., Universidad Iberoamericana, 1995, pág. 20. La edición es de Svetlana Vasílieva.

[192] Ibídem, pág. 21.

[193] Obras Completas, tomo III, pág. 1274.

[194] Vladimir Soloviev, «La Idea Rusa», en La Idea Rusa, Granada, Nuevo Inicio, 2009, págs. 137-182. La traducción del ruso es de Olga Tabatadze.

[195] Vladimiro Solovief, Rusia y la Iglesia universal, Madrid, Ediciones y Publicaciones Españolas, 1946. La traducción es del Instituto «Santo Tomás de Aquino» de Córdoba (Argentina). Incluye un interesante Prólogo de Osvaldo Lira. La edición original francesa es de 1889.

[196] Vladimir Soloviev, Los tres diálogos y el Relato del Anticristo, Barcelona, Scire, 1999. La traducción es de Jorge Soley Climent. Estos dos textos fueron publicados el mismo año de la muerte de Soloviev, en 1900. La primera lectura pública del Relato del Anticristo la hizo el propio autor en marzo de ese año.

[197] Artur Mrówczynski – Van Allen, «La Idea Rusa y su interpretación», en La Idea Rusa, op. cit., págs. 286-287.

[198] Iván Sergeyevich Aksakov participó como orador en los discursos que tuvieron lugar durante el homenaje a Puschkin celebrado en Moscú en junio de 1880. Estaba considerado uno de los líderes eslavófilos más importantes. Dostoyevski se refiere a él, principalmente en diversas cartas que escribe en la primavera de 1880, con motivo de la preparación del discurso sobre Puschkin. Su hermano, Konstantin Sergueevich Aksakov, también era otro destacado eslavófilo. Acerca de éste último, es interesante leer lo que de él escribió Dostoyevski en noviembre de 1861 en la revista Vremia (donde aludía a ciertos artículos de Konstantin publicados en el periódico El Día), posteriormente reproducido en el Diario de un escritor, Introducción, V (Obras Completas, tomo III, págs. 693-701).

[199] Obras Completas, tomo III, pág. 1206.

[200] Ibídem, pág. 1208.

[201] Ibídem, pág. 1213.

[202] Ibídem, pág. 1216.

[203] George Vernadsky, Historia de Rusia, pág. 181.

[204] La lista sería interminable. Tomo la información, fundamentalmente, de Johannes Rogalla von Bieberstein, Jüdischer Bolschewismus. Mythos und Realität, Dresden, Antaios, 2002. También del citado El populismo ruso, de Franco Venturi, así como, en mucha menor medida, de Sergei Vasilievich Utechin, Historia del pensamiento político ruso, Madrid, Revista de Occidente, 1968. La traducción de este último libro es de Benito Seoane Sanjuán.

[205] Isaiah Berlin, Pensadores rusos, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 2008, pág. 515. Traducción de Juan José Utrilla.

[206] Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 178-179. Estas frases han sido extraídas de dos lugares distintos, aunque Pareyson no lo consigna. Las dos primeras frases proceden de la carta que le escribe Dostoyevski, poco después de salir del penal de Omsk, a Madame Von Vizine (Mme. N. D. Fonvisin), a principios de marzo de 1854. Esta carta ha sido publicada en la ya mencionada edición de las Letters of Fyodor Michailovitch  Dostoevsky to his Family and Friends, New York, The Macmillan Company, 1914 (la traductora al inglés de esta selección de cartas, como recordará el lector, es Ethel Colburn Mayne). La carta a Madame Fonvisin es la nº XXII del volumen, págs. 69-73. En el Índice del libro, aparece mencionada así: «To Mme. N. D. Fonvisin: Beginning of March, 1854». En el encabezamiento, Dostoyevski especifica que la escribe desde Omsk. Otra importante referencia a esta carta, reproduciendo parte esencial de su contenido, es la que hace el crítico ruso Konstantin Mochulsky (1892-1948) en su importante estudio Dostoevsky: His Life and Work, Princeton University Press, 1973, págs. 151-152. La traducción al inglés es de Michael A. Minihan. La edición original en ruso del libro de Mochulsky es la de YMCA Press, París, 1947 (YMCA son las siglas de Young Men’s Christian Association, fundada en Inglaterra en 1844, una de cuyas principales tareas ha sido la publicación de libros de la cultura y civilización rusas). Natalia Dmitrievna Fonvisin fue la mujer que, en enero de 1850, en Tobolsk, le entregó a Dostoyevski el Evangelio que leyó asiduamente en el penal. La señora Fonvisin era la esposa del general de división y posterior conspirador decembrista Mikhail Aleksandrovich Fonvisin (1788-1854), deportado a Siberia, al ser descubierta y reprimida la revuelta, durante los largos años de 1826 a 1853, lugar adonde lo acompañó su valiente y abnegada mujer. En un artículo de Dostoyevski publicado en el primer número de la revista El Ciudadano, en 1873, y posteriormente incluido en el Diario de un escritor (VI, II) bajo el título «Gente vieja» (Obras Completas, tomo III, pág. 708), se puede leer lo siguiente: «… en Tobolsk, cuando, en espera de ulterior destino, nos encontrábamos en presidio aguardando ser trasladados a otra parte, las mujeres de los decembristas rogáronle al director de la prisión les concediese una entrevista con nosotros en su mismo cuarto. Allí vimos a aquellas grandes mártires que voluntariamente habían seguido a sus maridos a Siberia. Lo habían dejado todo: nombre, riqueza, amistades y familia; todo lo habían sacrificado en aras del más sublime deber moral, del más libre deber que imaginar se puede. Inocentes de todo, por espacio de veinticinco años largos sufrieron sus esposos. Nuestra entrevista duró una hora. Ellas nos echaron la bendición para el nuevo camino, nos santiguaron, y a cada uno nos dieron un Evangelio: el único libro consentido en el presidio. Allí tuve yo el mío cuatro años bajo la almohada».

Las frases que completan la cita de Pareyson, desde «Esos bellacos» hasta «duda», proceden de las anotaciones privadas realizadas entre 1880-1881 por Dostoyevski, a raíz de las críticas que los sectores llamados «progresistas» y «occidentalistas» hicieron de los Karamásov y del discurso sobre Puschkin. Ese fragmento de las anotaciones, sin indicar el nombre del traductor al español, lo reprodujo la notable revista madrileña Carta del Este (que tenía en España los derechos exclusivos de la revista Kontinent: Alternative Voice of Russia and Eastern Europe, en la que escribían Alexander Solzhenitsyn, Andrei D. Sakharov, Andrei Sinyavsky y Joseph Brodsky), fundada y dirigida por el periodista Gabriel Amiama (la noticia de su fallecimiento fue publicada en el diario madrileño ABC el 19 de junio de 1982), en el número triple de abril-junio de 1981 (Año IV, Segunda época, nos 61, 62 y 63), donde, en la pág. 40, bajo el epígrafe «Hosanna», reproducía el fragmento de Dostoyevski. Ese número triple es particularmente denso, con textos, entre otros, de Nicolás Berdiaev y Vladimir Lossky. La revista española aclara que la traducción se ha hecho de la siguiente fuente: F. M. Dostoievski. Obras Completas en treinta volúmenes (Moscú, 1976, volumen XV, pág. 484). El texto reproducido por la revista madrileña es el siguiente: «Miserables, me censuran de que mi fe en Dios es una fe subdesarrollada y retrógrada. Estos imbéciles no podían ni soñar una negación de Dios de tal fuerza como la del Gran Inquisidor, ni la del capítulo anterior, cuya respuesta es toda la novela, en su totalidad. Yo creo en Dios no como un idiota, ni como un fanático. Y ellos quieren enseñarme y se mofan de mi subdesarrollo. Sus imbéciles naturalezas jamás pudieron ni siquiera imaginar una negación de tal fuerza como el paso dado por mí… Yo no soy como los nihilistas de nuestros días, que pretenden demostrar su incredulidad sólo con el estrecho concepto que tienen del universo y con la estupidez de sus obtusas facultades mentales… El nihilismo ha florecido entre nosotros porque todos nosotros somos nihilistas. Nos ha asustado sólo la nueva y original forma en que este nihilismo se ha manifestado… La conciencia sin Dios es ya un horror por sí mismo, pero esta conciencia puede extraviarse más todavía hasta desembocar en la mayor de las inmoralidades. El Gran Inquisidor es precisamente inmoral, porque en su corazón y en su conciencia ha madurado la idea de que es necesario quemar a los hombres vivos… El Inquisidor y el capítulo dedicado a los niños. Partiendo de estos capítulos podían, al menos, referirse desde el punto de vista científico, pero no de forma tan altiva y en lo que concierne a la filosofía, sabiendo que la filosofía no es mi especialidad. Tampoco en Europa hay ni hubo manifestaciones ateas de tal fuerza. Y de ello precisamente se deduce que yo creo en Cristo y me confieso ante Él no como un niño, sino que mi hosanna ha pasado por el gran crisol de la duda, como en esta novela mía exclama el mismo diablo». Las últimas palabras hacen alusión a la conversación que mantienen Iván Karamásov y el diablo (4ª parte, libro XI, cap. IX).

[207] Esta certera opinión la manifiesta Lauth en el texto de su conferencia ¿Qué nos dice Dostoievski hoy?, leída el 15 de marzo de 1989 en el Instituto de Filosofía de la Academia de las Ciencias de la Unión Soviética. Junto con Pareyson, Lauth es uno de los más penetrantes analistas del pensamiento de Dostoyevski de los últimos decenios. El texto completo, absolutamente recomendable, así como otros más, puede verse en la web:  http://www.reinhardlauth.net/Instituto/Dostoievski/Home.html

[208] Henri Troyat, Dostoyevski, pág. 349.

[209] Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 202-204.

[210] La edición que conozco de ambas novelas es la de Espasa Calpe, traducidas por Berta Vias Mahou.

[211] Kasimir Klemens Waliszewski, Historia de la literatura rusa, pág. 258.

[212] Obras Completas, tomo III, págs. 936-937.

[213] La rebelión de las masas, pág. 189.

[214] Ibídem, pág. 240. Sobre la todavía insuficiente industrialización de Rusia en el momento de terminar su ensayo Ortega, recuérdese el enconado debate, suscitado a raíz de la aplicación de la Nueva Política Económica (NEP) impuesta por Lenin en marzo de 1921 para paliar las consecuencias desastrosas de la guerra civil, entre los partidarios de continuar con la NEP y el apoyo que suponía para los campesinos todavía en 1924 y en 1925, y los detractores de ella, favorables en cambio a otorgar prioridad a la industrialización de Rusia, pues el aliado natural del nuevo Estado comunista no era el campesinado, sino el proletariado urbano. León Trotski fue desde el principio sincero en su apoyo a la industria, resumiendo el conflicto en lo que él llamó, con su brillantez habitual, «crisis de las tijeras» (una hoja simbolizaba la agricultura y la otra la industria). José Stalin, en cambio, mantuvo una calculada ambigüedad hasta marzo de 1926, en que se decidió a criticar abiertamente la NEP y abogar por la prioridad de la industria (ya controlaba por entonces con bastante eficacia y seguridad los resortes esenciales del Poder), a la que deberán someterse los campesinos a través de los brutales planes quinquenales. Todo esto lo explica pormenorizadamente Edward Hallett Carr en su monumental Historia de la Rusia soviética, en varios volúmenes. El lector que quiera una rápida y rigurosa comprensión de este profundo debate en el seno de la cúpula dirigente de la Revolución bolchevique, deberá acudir al librito de Edward Hallett Carr, La Revolución rusa: de Lenin a Stalin (1917-1929), Madrid, Alianza, 2009, especialmente los capítulos 6, 13 y 14.

[215] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2006, pág. 435. Traducción de Guillermo Solana.

[216] Ibídem, nota 11. Entre otras cifras, Arendt, que toma los datos del libro del historiador Ernst Kohn-Bramstedt, Dictatorships and Political Police: The Technique of Control by Fear (Londres, 1945), recuerda que, entre 1926 y 1932, se impusieron en Italia siete penas capitales por motivos políticos, 257 sentencias a diez o más años de cárcel, 1360 de menos de diez años y muchas más sentencias de condenados al exilio. Hannah Arendt se encarga de subrayar en esa nota al pie que esas cifran serían inimaginables, por infinitamente más abultadas, en la Rusia bolchevique o en la Alemania nazi.

[217] Waldemar Gurian, Bolchevismo. Introducción al comunismo soviético, Madrid, Rialp, 1956, especialmente el apartado del cap. III titulado «Bolchevismo, Fascismo, Nazismo», págs. 150-155. La edición original en inglés es de 1952. Gurian fue un pensador cristiano ruso, de origen judío, teórico y estudioso del totalitarismo, que emigró a los Estados Unidos en 1937. Sobre el traductor de su libro, Gonzalo Puente Ojea, léase el comentario que le dedico en el resumen del contenido del célebre ensayo de Jacques Maritain, Humanismo integral (http://enriquecastanos.com/maritain_humanismo.htm).

[218] Aristotle, The Works, volume III, «Meteorologica», Oxford University Press, 1931, Book III, Chap. IV, 373 b. La traducción al inglés es de Erwin Wentworth Webster, fallecido en 1917 en la Gran Guerra. La traducción española de la editorial Gredos, bajo el título de Meteorológicos, se debe a Miguel Candel Sanmartín.

[219] Sigmund Freud, «Compendio del psicoanálisis», en Obras Completas, Barcelona, RBA, 2006, tomo V, págs. 3380-3382. La traducción es la de Luis López-Ballesteros y de Torres para la editorial Biblioteca Nueva, ponderada por el propio médico vienés. El didáctico y lúcido «Compendio», a pesar de contar el autor con 82 años, dejólo Freud inconcluso, por motivo de su dolorosa enfermedad, en julio de 1938, siendo publicado en la revista Internationale Zeitschrift  für Psychoanalyse und Imago en 1940 (la revista Internationale Zeitschrift  für Psychoanalyse  y la revista  Imago se habían fusionado en Londres en 1939, desapareciendo la nueva publicación muy pronto, en 1941).

[220] Sigmund Freud, L’inquiétante étrangeté. Traducción del alemán al francés llevada a cabo por Marie Bonaparte y Mme. Edouard Marty para la editorial Gallimard en 1933 (disponible en la siguiente dirección web: http://classiques.uqac.ca/classiques/freud_sigmund/essais_psychanalyse_appliquee/10_inquietante_etrangete/inquietante_etrangete.html). Marie Bonaparte, discípula y amiga de Freud, vio ese mismo año de 1933 publicado en París su estudio psicoanalítico acerca de Edgar Allan Poe, un «gran poeta patológicamente afectado», según le escribe Freud en el Prólogo, que también se interesó por el fenómeno del «doble» en algunas de sus originalísimas narraciones. Sigmund Freud, Obras Completas, tomo V, pág. 3223.

[221] El artículo de Ernst Jentsch está disponible en inglés en http://art3idea.psu.edu/locus/Jentsch_uncanny.pdf

[222] Der Sandmann ha sido traducido al español como El hombre de la arena. El cuento está publicado por la editorial José J. Olañeta y la editorial Valdemar. La de Olañeta, que es la más conocida, gracias a la labor difusora de ese tipo de literatura fantástica que hizo Carmen Bravo Villasante en la casa mallorquina, viene precedida del artículo de Freud sobre lo «siniestro».

[223] E. T. A. Hoffmann, Los elixires del diablo, Barcelona, Taifa, 1985. Traducción de Sigisfredo Krebs. En esta extensa novela, en la que también aparece la figura del «doble», dice Hoffmann en el Prólogo: «… incluso me pareció que lo que generalmente llamamos sueño e imaginación podría ser el conocimiento simbólico del hilo misterioso que pasa por nuestra vida, vinculándola en todas sus condiciones, pero que se ha de dar por perdido quien cree haber cobrado con aquel conocimiento la fuerza para romper violentamente el hilo y para hacer frente a los poderes tenebrosos que tienen dominio sobre nosotros» (págs. 10-11).

[224] Otto Rank, «Der Doppelgänger», Imago, III, 1914.

[225] Siegfried  Kracauer, De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán, Barcelona, Paidós, 1985, págs. 34-35. Traducción de Héctor Grossi.

[226] Ibídem, págs. 35-36.

[227] Guillermo Hauff, Cuentos, Madrid, Calpe, 1920. Traducción de Carmen Gallardo de Mesa. El volumen recoge ocho cuentos, entre ellos el que cita Freud.

[228] Friedrich Schiller, L’Anneau de Polycrate, Paris, Charpentier, 1854, págs. 72-74. Traducción de Xavier Marmier. Disponible en:  fr.wikisource.org/wiki/L’Anneau_de_Polycrate_(tr._Marmier)

Acerca de Polícrates, hijo de Éaces y tirano de Samos en la segunda mitad del siglo VI a. C., véase, Heródoto, Historia, Madrid, Gredos, 1986, Libro III 39-43, págs. 90-97. El autor de la edición, Carlos Schrader, en la nota 222 (pág. 96), al indicar al lector el comienzo de la narración por Heródoto de la accidentada historia del anillo de Polícrates, menciona la inmortal balada de Schiller, Der Ring des Polykrates, escrita en junio de 1797 y publicada en el Musenalmanach de 1798, probablemente la adaptación de un cuento popular. La edición española que he manejado es: Schiller, Poesías líricas, Madrid, Librería de los sucesores de Hernando, 1907, tomo I, págs. 236-239. Cada poesía lleva en el Índice el nombre del traductor, siendo Juan Luis Estelrich el de la mayoría del volumen, además del colector; sin embargo, El anillo de Polícrates lo traduce Teodoro Llorente. La edición va acompañada de un Prólogo de Juan Fastenrath.

[229] Acerca de la noción de ka o «doble» del faraón difunto en Egipto, emanación del dios Ra, véase la nota 65 de mi ensayo sobre El idiota.

[230] De Caligari a Hitler, pág. 66.

[231] Ibídem, pág. 68. Para quien no conozca la película, cuando el director médico les dice a sus colaboradores que Francis cree que él es Caligari, debe aclararse que ese tal Caligari es un personaje malvado supuestamente real que existió unos siglos antes en Alemania, que inducía a un sonámbulo a cometer crímenes. En el despacho del director del manicomio identificado por Francis con Caligari, es donde se encuentra el grueso volumen que habla de tan siniestro individuo del pasado.

[232] Obras Completas, tomo I, págs. 203-204.

[233] Juan Antonio Ramírez, Duchamp. El amor y la muerte, incluso, Madrid, Siruela, 1993, págs. 191-192.

[234] Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 95-96.

[235] Juan Manuel Almarza Meñica, «El sufrimiento del inocente en “La leyenda de El Gran Inquisidor” de F. Dostoievski», en la obra colectiva  La religión, ¿cuestiona o consuela? En torno a La leyenda de El Gran Inquisidor de F. Dostoievski, Barcelona, Anthropos, 2006, pág. 41. La cursiva que aparece en la cita es mía.

[236] Thomas Mann, «Freud y el porvenir», en Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Barcelona, Bruguera, 1984, pág. 225. La traducción y la nota preliminar corresponden a Andrés Sánchez Pascual, quien nos informa que «Freud y el porvenir» fue en su origen una conferencia pronunciada por vez primera en Viena el 8 de mayo de 1936, para celebrar los 80 años del padre del psicoanálisis.

[237] Giovanni Papini, Juicio Universal, Barcelona, Planeta, 1959, págs. 634-635. La traducción es de Isidoro Martín. La primera idea del vasto y controvertido libro la tuvo Papini en 1904, aunque dejólo inacabado en 1952.

[238] Aun sin compartirlo enteramente, siempre me ha impresionado vivamente, desde que lo leyera en la salida de la adolescencia, cómo despacha don Miguel de Unamuno, en su extraordinario libro Vida de don Quijote y Sancho, el capítulo VI del Quijote, el del escrutinio de la biblioteca del hidalgo manchego: «Aquí inserta Cervantes aquel capítulo 6 en que nos cuenta “el donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo”, todo lo cual es crítica literaria que debe importarnos muy poco. Trata de libros y no de vida. Pasémoslo por alto». Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1950, tomo IV, pág. 138.

[239] El cristianismo de Dostoievski, pág. 122.

[240] Ibídem, pág. 126.

[241] Ibídem, págs. 138, 140, 141, 145, 148 y 149.

[242] Ibídem, págs. 150-151.

Enrique  Castaños
Doctor en Historia del Arte
enriquecastanos@hotmail.com
web del autor: www.enriquecastanos.com

 

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