Las dos ventanas del alma

ensayo de Alejandro Casona

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

"No hay prenda como la vista", dice el ciego que pide limosna. "Los ojos son el espejo del alma" dice la tradición. "La quiero como a la niña de mis ojos", dice el enamorado. Y “ojos que no' ven..." es la justificación de toda indiferencia. El lenguaje popular acude para todo a la mirada.

Como testigo fiel de la verdad: “míralo en mis ojos”; como ejemplo de supremo sacrificio; “aunque me arranquen los ojos”; como cifra de toda brujería adversa: “mal de ojo”.

Ninguna parte del cuerpo humano (ni la mano, que hace el trabajo, ni la frente, que hace el pensamiento, ni los labios, que hacen el amor) ninguna ha sido tan celebrada, tan enaltecida, y hasta diría tan adulada como los ojos. A su lado parece como si todos los demás sentidos carecieran de importancia. Incluso el oído, clave de toda relación humana. El mismo Lope, cuyo instrumento artístico es la palabra y no la imagen, rinde tributo a los ojos llamando a los poetas “pintores de los oídos”.

Y, sin embargo, casi todo lo que sabemos del mundo nos ha entrado en partes iguales por esas dos ventanas del alma, los oídos y los ojos. ¿Por qué, entonces, el ojo se ha alzado con todas las prerrogativas, mientras el oído queda relegado a una modesta categoría de segundón? Para la inmensa mayoría el valor de las cosas oídas no puede compararse ni remotamente con el valor de esas mismas rosas vistas. Los abogados han calculado la diferencia en más de diez a favor de la imagen, y han hecho famoso su refrán jurídico según el cual vale más un testigo que lo vio que diez que lo oyeron.

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Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

Por mi parte confieso que basta que los abogados le den por hecho para sentir inmediatamente la tentación de ponerme en contra. No voy a intentar ningún pleito contra los ojos; pero lo que no puedo admitir de ninguna manera es que la ventana por donde nos entran la palabra y la música, sea considerada menos valiosa que la que se abre a la luz, la forma y el color. Y menos todavía, que cuando una de las dos se cierra para no volver a abrirse, el efecto que su pérdida produce en el espectador sea tan radicalmente distinta, como si la una fuera una desgracia y la otra un incidente cómico. El ciego es un personaje de drama; el sordo, de comedia.

Afortunadamente, no ha sido siempre así. También hay ejemplos ilustres de lo contrario, y voy a recordar aquí el más curioso de todos, porque ocurrió ante un alto Tribunal, y no de magistrados profesionales sino de mujeres especializadas en el tema: la Cortes de Amor, de Narbona.

Las llamadas Cortes de Amor, que se extendieran por todo el Mediodía de Francia desde el siglo XI al XIV, eran unas asambleas libres presididas por las damas más destacadas por su linaje, sabiduría y belleza, que parecían vivir exclusivamente para la poesía: unas enamoradas de los versos, y otras, de los trovadores. Se reunía este supremo tribunal del espíritu en el salón del castillo, y ante él un parlamento de poetas debatía desde el punto de vista de la estética los problemas más sutiles de la fidelidad, el amor o los celos. Cuando el tema se consideraba suficientemente debatido, con sus tornos rigurosos en pro y en contra, las damas sentenciaban promulgando un "Decreto de Amor", cuyo cumplimiento era obligatorio para todos los caballeros del país. Las más ilustres condesas del Languedoc, desde Aquitania a Narbona y desde Provenza a Champaña, presidían en sus castillos estas asambleas, que llegaron a convertir la galantería en una asignatura y que a veces contaron en sus aulas con alumnas destinadas a la inmortalidad, como la Corte de Aviñón, donde estudió el Amor, Laura de Noves, la amada de Petrarca.

Pues bien, en una de las Cortes de Amor celebradas en Narbona, la disputa poética (la “tensón") versó precisamente sobre este tema: “¿Qué mujer sería más desdichada, la que no pudiera ver a su amante o la que no pudiera escucharle?” Y después de bien aquilatados todos los méritos de los oídos y los ojos, la Corte decretó que lo esencial en amor no es la vista sino la palabra.

Es interesante recordar esta célebre sentencia de las ruinas de Narbona y subrayar el hecho de que se dictara en Francia, porque en ese decreto está ya latente uno de los más hermosos conflictos del teatro romántico francés, el de Cyrano de Bergerac, en el cual Razana aparece colocada en la disyuntiva de un Crístián joven y hermoso pero incapaz de expresar bellamente sus sentimientos, y un Cyrano maduro y feo pero dueño de todas las palabras del embrujo amoroso. Cuando asistimos a la famosa escena del balcón es de noche, y en la sombra la imagen ha perdido su prestigio. Ha llegado la hora de la palabra. Si Cristián no sabe encontrarla, no importe: Cyrano hablará por él Y, finalmente, cuando el sortilegio del verbo ha dado su fruto y Cristián alcanza el beso, no hace más que cometer un robo porque lo que realmente Roxana besa en sus labios es el espíritu de Cyrano.

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En la vida profesional mochas veces me viene a las mientes este pasaje cuando oigo a la gente decir: “Vamos a ver tal comedia". Como si la aventura escénica se redujera a un simple juego de luces, movimientos y escenografía. Si lo importante del teatro fuera la plástica, ¿por qué todos los grandes autores se habrían esforzado tanto en llenarlo de pensamiento?

Pero tranquilicémonos; quizás eso de decir “vamos a ver tal comedia” no signifique un voto más contra el oído y a favor de los ojos; quizá no pase de ser una mala costumbre del lenguaje diario. Caso contrario, la historia del Teatro tendría que haberse detenido en la pantomima. Porque lo cierto es que las buenas comedias nunca se han escrito para los que van a verlas. Se han escrito pera los que van a escucharlas.

 
 

ensayo de Alejandro CASONA (Exclusivo para EL DIA)

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)
Suplemento Huecograbado del diario "El Día"

Montevideo, s/f

 

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