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El jardín de Chopin crónica de Alejandro Casona Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay) Suplemento dominical de El Día Año XXXIV Nº 1680 Montevideo, 28 de marzo de 1965 pdf
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"¡Snieg, snieg ...!" Es el grito jubiloso que he escuchado hoy al saltar de la cama. Miro por los cristales y, en efecto, los tejados, los jardines, a campiña polaca aparecen todos cubiertos de nieve repentina. ¿Por que los polacos pronuncian con tanta alegría la palabra nieve? Parece incomprensible siendo la nieve tan inseparable de su paisaje que hasta el nombre del país lo imaginamos goteando chorretones blancos como una estampa de Navidad ¿Serán solamente los niños los que la han gritado con su traviesa alegría de resbalones y toboganes? ¿Serán solamente los novios deportistas que se apresuran a engrasar sus esquíes para el domingo. No. Es toda Polonia la que canta como una oración de gracias "¡Snieg, snieg ...!", porque entre cada pueblo y su geografía hay sutiles lazos amorosos, y tan fundidos se sienten los unos con su sol y su arena como los otros con su orquídea o su niebla. En este caso puede haber, además, una soterrada gratitud campesina, ya que una buena nevada anticipada al hielo es el mejor guardián de la futura cosecha. "Guarda la nieve al trigo como la madre al hijo”, dice el viejo refrán; y los polacos, orgullosos de sus veinte millones de hectáreas cultivadas , que en algunos productos ocupan el segundo lugar en el mercado mundial, saben que ese manto blanco es la capa de invierno de su colza, su centeno y su lino. La mañana de Varsovia está transparente de frío. El hambre de la risa y el caballo del carro lanzan al respirar bocanadas de humo blanco de tren. He recorrido la ciudad, arrasada con órdenes de aniquilación total durante la guerra y amorosamente reconstruida casa por casa sobre sus antiguos planos. He atravesado el ghetto donde me he detenido para saludar con emocionado respeto la placa recordatoria de bronce que se levanta a la entrada de aquella alcantarilla en que un día se refugió la heroica sublevación de los judíos contra la barbarie nazi. He atravesado el Vístula de brumosas riberas atracadas de balsas. El coche, de espaldas ya a Varsovia, rueda despacio hacia Zelazowa entre la doble fila de álamos escarchados. A un lado y otro, pequeñas granjas, almiares de heno y carretones de labor. Y por todas partes algarabía de niños, risas de niños bombardeándose con bolas de nieve, filas da niños que aparecen por todos los caminos vestidos como pequeños Papas Noel, arrastrando sus trineos para lanzarse a toda velocidad por las pendientes. ¡Snieg, snieg? Solamente hay en Polonia una palabra más repetida que snieg, Es la palabra tak. “Tak" es la afirmación, como "nie" es la negación; pero, por !o visto a los polacos les gusta mocho más afirmar que negar, y cuando dicen “si" lo dicen con tanta alegría que no se limitan a pronunciarlo una vez, sino dos, tres, cuatro. De ahí que en su conversación, en la que nuestro oído sólo puede destacar unas cuantas palabras conocidas, las afirmaciones suenan como sonrientes ametralladoras: “tak, tak, tak". ***** ¿Qué lazos invisibles unen desde un lejos lo polaco y lo español? No sé. Nunca nos hemos encontrado en los caminos de la historia, y, sin embargo, es evidente que una extraña simpatía nos atrae. Más cultivada por su parte que por la nuestra, esa es la verdad. A un español o hispanoamericano de cultura media le seria muy difícil hacer una lista de una docena de hombres célebres polacos. Incluso la mayoría de los estudiantes que hablan de Copérnico no saben que esta fue su patria, y muchos de los que consideran familiar el nombre de Madame Curie ignoran que era polaca y que se llamaba María Sklodowska. Esto ya nos viene de Calderón que, cuando sitúa “La vida es sueño" en Polonia, quiere solamente decir “en un país remoto", y cuando hace a uno de sus personajes caer “de balcón al mar" les regala generosamente a los polacos una costa que habían de tardar trescientos años en conquistar. En cambio, en las tertulias de Varsovia he oído hablar corrientemente, no ya de nuestros pintores y escritores clásicos, sino de Juan Ramón y de Neruda, de Cela y de Rómulo Gallegos, o de Alfonso Reyes. No hay escritor de habla castellana de alguna consideración que no se encuentre traducido en las librerías. Yo he venido invitado a presenciar en su teatro "idisch" una de mis comedias, pero esa misma noche en el teatro de enfrente se hacia “El perro del hortelano" de Lope, y en Poznan se estrenaba “Divinas palabras” de Valle Inclán. ¡Zelazowa! De repente siento una sacudida como un escalofrío. Lo estaba esperando desde que llegué y, sin embargo, no he podido resistirlo al ver aparecer en la curva de la carretera ese letrero: Zelazowa Wola (Aldea de Hierro). Ahí, al otro lado del pequeño Utrata (Rio Perdido) empieza lo que fue feudo del conde Skarbek. Ahí llegó un día, viniendo de París, un modesto profesor de liceo llamado Nicolás Chopin; ahi se casó con la bella Justina, que vivia a la sombra del conde en calidad de pariente pobre y que recibió como regalo de bodas un lindo palacete en el jardín; y ahí, en ese palacete, rústico y confortable como un pabellón de caza, nació y vivió veinte años Federico Chopin. Una doble lila de sauces hace guardia a la entrada. ¿Son los suyos todavía o son renuevos de aquéllos? ¿Que importa? Son sauces de desmelenada cabellera y eso basta. El roble es el árbol de la libertad, el olivo el de la sabiduría, el ciprés el del silencio pensativo. El sauce de los cabellos sueltos, el de la pálida melancolía cantado por Musset, es el árbol del romanticismo. Y el romanticismo total se llama Chopin. El palacete, con sus yedras trepando hasta los aleros y sus tejas de madera negra, se alza en medio de una muchedumbre de árboles de todos los climas. Entro con temor de pisar demasiado fuerte. Grandes chimeneas de azulejos claros empotradas en las paredes reparten el calor de una habitación a otra. Aquí está la sala familiar con su gran reloj de esfera cuadrada y columna de madera roja, que continua impasible contando los minutos de ciento sesenta años. Al fondo, la alcoba natal. En las paredes, dibujos y versos de Chopin niño dedicados a su madre. Ese piano Stainway no es el suyo; el verdadero se conserva en el Museo de Varsovia. Este otro es el que utilizan todos los pianistas célebres del mundo que pasan como una peregrinación por Zelazowa Wola. Desde comienzos de la primavera hasta fines de otoño aquí se celebran los conciertos chopinianos que, a través de las cinco ventanas abiertas, escucha religiosamente el publico desde fuera, sentado en el césped del jardín. En esa vitrina está su partida de bautismo, redactada en un latín de sacristía. Me inclino a leerla; es de fecha 23 de abril de 1810 (Chopin nació el 22 de febrero) y en ella no figura el nombre de Federico; sólo su primer nombre y el apellido escrito a la polaca: Francisco Choppen. ***** Pero lo que mas agita el ánimo en la casa de Chopin. Días que la casa misma, es el extraño jardín que la circunda. ¿Por qué se hallan aquí juntos tantos árboles de tantos climas distintos? Mi intérprete me lo explica puntualmente: son árboles homenaje enviados como un tributo de devoción desde todos los países del mundo. Y presidiéndonos a todos, con las raíces hundidas en el Ultrata, un sauce gigantesco, sostenidas con ortopedias de hierros y cemento sus ramas centenarias. Sentado a su sombra, a la orilla de este Rio Perdido, compaso el ado escente Chopin sus primera melodías. Y solamente aquí, bajo estos sauces y en esta dulce campiña polaca, puede llegar a comprenderse del todo aquel espíritu, símbolo de toda una época, que cabía entero en tres palabras clave: “muzyka, bol, milosc " (música, dolor, amor). Un coro de muchachos canta al otro lado del rio el viejo estribillo: "Si todos los niños del mundo se dieran la mano..." Contemplo el jardín votivo y siento una imperiosa necesidad de quitarme el sombrero. ¿Es un simple gesto romántico contagiado por los sauces? No. Algo mas profundo me lo ha dictado. Pienso que desde que hemos ganado la llamada “guerra por las libertades del hombre", no hemos hecho más que cavar fronteras, habilitar cárceles, tender a alambradas, resucitar ku klux-klanes y levantar muros de vergüenza para separar al hombre del hombre. Es muy probable que en este mismo momento tanto las Cancillerías de Oriente como las de Occidente estén armando sus mejores artillerías burocráticas pura hacerse imposible la vida unos a otros. En este delirio separatista, quizá la única fuerza de cohesión que nos queda sea el arte; y entre todas las artes, la música por ser al mismo tiempo la mas nacional y la más universal. Las Cancillerías continuarán su obra disgregadora, pero estos árboles que me rodean han llegado desde todos los rincones de la tierra para abrazar sus ramas en honor de un artista sin fronteras que pertenece por igual a todos los pueblos. Esas dos pequeñas conifiras, arropadas todavía en sus coberturas de paja como botellas de lujo, acaban de llegar de los Eetados Unidos. El coro de niños sigue cantando, y yo pienso que su estribillo acaso no sea del todo una utopía romántica. Por to pronto, este jardín de Chopin es el rincón de paz donde todos los árboles del mundo se dan la mano. |
crónica de Alejandro Casona
Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)
Publicado, originalmente, en: Suplemento dominical de El Día Año XXXIV Nº 1680 Montevideo, 28 de marzo de 1965 pdf
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República) y Biblioteca Nacional
Ver, además:
Alejandro Casona en Letras Uruguay
Eduardo Vernazza en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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