Código animal

ensayo de Alejandro Casona

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

 

TODOS hemos visto mil veces premiar o castigar a los animales por su buena o mala conducta como si tuvieran una conciencia capaz de discernir entre el bien y el mal. Darle un terrón de azúcar al perro cuando nos lame las manos o propinarle un latigazo cuando espanta el gallinero, son dos perfectos desatinos desde el punto de vista moral. Pero lo grave no es esto; lo grave es que esta manía de premios y castigos aplicada sistemáticamente al hombre, ha sido y sigue siendo aplicada igualmente en ciertos países a los animales con todo despliegue de abogados, códigos y jurisprudencias.

Que las cosas ocurrían así en la Edad Media es universalmente sabido; pero al que crea que la bárbara costumbre pertenece definitivamente al pasado bastará recordarle el escándalo que hace dos años provocó en la prensa de los Estados Unidos el hecho de que en Richmond, Estado de Virginia, fuera condenado a muerte un perro pastor llamado Ricky, causante de sangrientos destrozos en su rebaño. Entiéndase bien: no es que los damnificados por el furor canino hubieran resuelto matarlo como una venganza. No. El perro Ricky fue denunciado ante un tribunal de justicia, acusado procesalmente por un fiscal y condenado a muerte por un juez competente. Y todo ello dentro de la más rigurosa tramitación y con arreglo a una vieja Ley jamás derogada. Más aún, el abogado defensor llevó el asunto ante la Corte Suprema de Apelaciones, la cual, después de un largo debate, confirmó la sentencia por cinco votos contra cuatro. Afortunadamente, la ejecución de la pena capital no pudo ser cumplida porque el dueño del perro se apresuró a trasladarlo a otro Estado donde la sentencia de Virginia no tiene validez y donde se le prometió solemnemente que, en caso de ser solicitada, sería denegada la extradición.

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Desdichadamente, no sé trata de una bufonada inventada por el periodismo sensacionalista para solaz de sus lectores. Es el peso de viejas supersticiones que enturbian todavía el fondo de ciertos códigos. Porque el proceso de un animal ante los tribunales, con toda su tramitación de acusación, defensa, jueces y testigos, está muy lejos de ser una cosa exclusiva de Norteamérica ni del histerismo de nuestros tiempos. La historia del derecho penal está llena de antecedentes en que, acusados de robos o asesinatos, fueron sentenciados a distintas penas perros, caballos o toros, y, muy especialmente, cerdos. El tratadista Rath Vegh, en su famosa “Historia de la estupidez humana” recoge una buena variedad de casos curiosos y perfectamente documentados entre los muchos que figuran en los archivos de Francia, Italia, Suiza y Alemania.

Así, por ejemplo, en la aldea suiza de Glunrs, el campesino Simón Fliss, en representación de todo el vecindario, entabló pleito contra una inmensa bandada de ratones campestres que asolaban las cosechas, reclamando su inmediato castigo y la liberación de impuestos en atención al daño causado. El abogado defensor de los culpables, nombrado de oficio, buscó todas la atenuantes posibles, alegando que si bien era cierto que los ratones se habían comido la cosecha, no era menos cierto que también con ella se habían comido los insectos y orugas tan perjudiciales a los cultivos, por lo cual bien merecían la gratitud agrícola de los denunciantes. Poco faltó para que los aldeanos de Glunrs se vieran obligados a indemnizar a los ratones. Afortunadamente, el juez —hombre al fin— sentenció a favor de los agricultores, concediendo a los ratones un plazo perentorio de quince días hábiles para abandonar el país, pasado el cual serian perseguidos “con toda la fuerza de la ley”. En cuanto a la exención de impuestos, nada se dijo por no sentar precedentes desmoralizadores. Por grotesco que parezca, la fórmula era rigurosamente legal, y la sentencia se conserva en los archivos suizos.

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

De estos sumarios el más antiguo que se conoce es el incoado contra un cerdo, responsable de la muerte de un niño, en 1226; y el último en que la pena capital se haya cumplido, el de una yegua que mató a su dueño de una coz, en 1692. En general, el animal homicida era condenado a la horca y ejecutado por el verdugo en la Plaza Mayor con el mismo ceremonial establecido para los criminales. Y por si los testimonios judiciales no fueran bastante, tenemos el más ilustre de Shakespeare que, en “El Mercader de Venecia”, nos habla de un lobo que fue ahorcado públicamente por haber matado a un hombre.

Lo sorprendente es que la ley, tan rígida cuando hay de por medio sangre, se torne tan flexible y razonable cuando lo que está en juego es dinero. En 1948, la famosa revista inglesa “Lilliput” publicó el caso de un abogado de California que al morir dejó a sus perros, dos hermosos “setters” irlandeses, un legado de cinco mil dólares. Los herederos protestaron indignados ante los tribunales y el juez se apresuró a anular la cláusula testamentaria, alegando la incapacidad legal de los perros para disponer razonablemente de semejante fortuna. ¡Cómo! ¿Un pobre perro pastor, incapaz de distinguir entre lo justo y lo injusto, puede ser condenado por un tribunal de Justicia, y en cambio a otro se le niegan sus derechos de herencia? Yo no soy abogado ni pretendo discutir jurisprudencias ilustres, pero nadie me hará tragar que si los perros son descalificados como incapaces ante el derecho testamentario no deban serlo igualmente ante el derecho penal.

Afortunadamente, el perro Ricky, culpable de un acceso de cólera que costó la vida a unas cuantas de sus ovejas, y condenado a la pena capital en Virginia, vive hoy la amargura de su destierro en otro Estado que le ha ofrecido el derecho de asilo. Pero si un día fuera solicitada legalmente su extradición yo exigiré públicamente que en el mismo momento les sean devueltos a los dos “setters” de California los cinco mil dólares de los que han sido despojados por otros herederos más astutos. — (ALA).

 

ensayo de Alejandro CASONA -Madrid- (Exclusivo para EL DIA)

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)
Suplemento Huecograbado del diario "El Día"

Montevideo, 18 de abril de 1965

 

Eduardo Vernazza en Letras Uruguay

 

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