Cine contra teatro ensayo de Alejandro Casona Ilustró Eduardo Vernazza
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Una vez más tengo que dominar un movimiento de indignación ante uno de esos programas de cine que destacan en letras de primerísimo plano los nombres de productor, director y protagonistas, en segundo término los de músico, decorador, iluminador y figurinista, en tercero los de ayudantes técnicos de todas clases y, finalmente, allá en el más modesto de los rincones, el nombre del autor del libro. Es una pésima costumbre comercial que el cine sigue perpetrando día por día con la más irresponsable tranquilidad, y que los autores se han acostumbrado a soportar quizá pensando como en el episodio de Sancho que la cabecera de la mesa es cualquier sitio donde se siente el señor.
Recuerdo que hace años, cuando el gran director Julián Duvivier, tan
desdeñado hoy por la “nouvelle vague”, estaba en la cumbre de su fama,
armó un escándalo periodístico con su rotunda afirmación de que en el
cine el Director lo es absolutamente todo y que el Autor no es
absolutamente nada. Naturalmente, Duvivier estaba muy lejos de creer al
pie de la letra en su propia afirmación, que era una evidente
exageración destinada a la polémica. Y, claro está, le. polémica se
produjo, que era lo importante. Por mi parte, invitado por una revista
profesional a intervenir en ella derivé la cosa por los buenos cauces de
la ironía, limitándome a preguntarle por qué, si el autor no significaba nada, se preocupaba tanto por elegir para sus películas
a los mejores escritores. “No olvide — venía a decirle — que para “La
carreta fantasma” ha elegido a Selma Lagerloff, Premio Nobel de
Literatura; que para “Cabeza de zanahoria” ha contado con el genio de
Jules Renard; que el mejor memento de “Carnet de baile” está construido
sobre un poema de Verlaine; y finalmente que algunas veces, como en
“Gólgota’*, le ha encargado el libro nada menos que a los cuatro
evangelistas”. Cierto que antes de utilizar la palabra el cine atravesó una larga época muda en la cual todo había de ser expresado en virtud exclusivamente de la Imagen. En ese momento no había discusión posible entre Autor y Director, que por lo general eran una misma persona. Y quizá para muchos sea la época más pura del cine: la de la pura metáfora visual, la de la pura plástica, la del Cine-Cine. |
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Pero tampoco en ese momento el cine estaba inventando nada que el teatro no hubiera inventado ya antes que él puesto que también, mucho antes que el cine mudo, hable. existido el teatro mudo. Eso fueron el “ditirambo” griego, y la “pantomima” romana, y la Commedia dell” Arte, y los famosos “impromptus?” de Molière, resueltos sin una se la palabra, con los elementos tradicionales de la plástica, la música, la juglaría y la danza. ¿Qué era en este caso Moliére, un autor o un director? Era las dos cosas indivisibles y juntas; el creador total del espectáculo escénico, al que además enriquecía genialmente con su tercera personalidad: la del Actor. Esa triple personalidad que en nuestros tiempos correspondió al genio de Chaplin. Claro está que el teatro mudo no es más que un pequeño episodio del gran Teatro; unas simples vacaciones de la Palabra. Sus máximas figuras, Shakespeare, Corneille o Calderón, fueron ante todo grandes poetas, y con ellos el verso llegó a ser el único y absoluto señor del escenario, relegando a planos muy inferiores a todos los factores afluentes: luz. tramoya, escenografía, música. La Palabra empieza a imponer en el teatro su dictadura, que con la tragedia neoclásica llega a ser totalitaria, y. naturalmente, la reacción en contra no podía faltar. Ahí está el grito rebelde de Gordon Craig: “Hay que devolver a! teatro lo “teatral”! Y vuelta a desandar el camino. A la época de los autores tiranos sucede la dictadura de los directores: Max Reinhardt, Lugné Poe, Piscator, Mayerhold, realizan en el teatro moderno esa labor que Duvivier consideraba exclusiva del cine. Gaston Baty va más lejos aún y llega a afirmar que “el texto escrito es sólo un motivo de inspiración para el director, y que en la escena el gran protagonista es la Luz”. Pero ninguno de ellos desprecia al autor, como parecen despreciarlo las crónicas y los programas cinematográficos. Al contrario, los grandes directores posteriores a Duvivier ya vuelven a pedir socorro desesperadamente a la palabra dramática. Bergman termina haciéndose poeta él mismo. El severo Laurence Olivier estudia años enteros a Shakespeare antes de considerar maduras sus prodigiosas versiones de “Hamlet” o “Ricardo Tercero’’. Y cuando Visconti filma “El Gatopardo” lo que le interesa, en primer término, es traducir fielmente a la pantalla las páginas de Lampedusa. La vieja rivalidad agresiva entre cine y teatro, después de proporcionar a uno y otro no pocos beneficios recíprocos, va convirtiéndose en una sana camaradería. En la mayoría de los autores modernos la técnica literaria se da juntamente con la cinematográfica, y en tales casos la tradicional polémica solamente puede derivarse por el cauce de la burla. Pero incluso en esos casos el Autor, con treinta siglos de Palabra y sólo medio de Imagen, aún trata de que la sonrisa se incline favorablemente hacia la Literatura. A Mario Soldatti, novelista y cineasta de gran autoridad en el nuevo arte italiano, se le preguntaba una vez si era mejor para un libro ser filmado en negro o en color, y contestó sentando esta doctrina general: si se trata de un libro malo es mejor filmarlo en color; si se trata de un libro bueno es mejor en blanco y negro; finalmente, si se trata de una verdadera obra maestra, entonces lo mejor es no filmarlo. |
ensayo de Alejandro CASONA Madrid. (Exclusivo para EL DIA)
Ilustró
Eduardo Vernazza
(Uruguay)
Suplemento
Huecograbado del diario "El Día"
Montevideo, 23 de mayo de 1965
Editado por el editor de Letras Uruguay
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