Tienda de fieltro

¿La muerte del autor? [1]

ensayo de Miguel Casado

El último curso que impartió Roland Barthes en el Collège de France –memorables cursos que aún hace poco terminaron de publicarse en libro– se titulaba La preparación de la novela; empezó en diciembre de 1978, apenas un mes después de morir su madre, con quien había vivido siempre, y terminó el 23 de febrero de 1980, dos días antes del accidente que le causó la muerte. En ese periodo escribió también La cámara lúcida, su gran libro final, dedicado tanto a la fotografía como a la memoria materna.

Sin embargo, en un gesto enteramente barthesiano, La preparación de la novela no parece tratar ni de lo que indica su título ni de hechos biográficos tan decisivos. Es cierto que Barthes parte de su deseo de escribir una novela –Vita Nova– y abre su razonamiento preguntándose si es posible hacer narración con el presente, si se puede conciliar la distancia que implica la escritura con la proximidad de lo directa y actualmente vivido. Se centra entonces en una forma de escritura que sí podría acoger el presente: la nota –y a partir de aquí, las lecciones del primer año del curso se dedican al análisis del haiku, la forma poética japonesa que ofrecería la “esencia de la anotación”. El giro ha sido radical: un acercamiento a la novela requiere la inmersión a fondo en lo que sería la antinovela; y de este contrasentido arranca una de las propuestas más fuertes del pensamiento literario del fin de siglo, esbozada ya en textos anteriores –El imperio de los signos, sobre todo–, aunque nunca con tal dedicación e insistencia.

El haiku –tres versos de 5-7-5 sílabas en japonés– ofrece una forma precisa también en traducción, pues la brevedad de su marco actúa como forma; para Barthes, la forma del poema es su tacto, lo que le permite tocar y ser tocado. El haiku es asimismo discreto, como quería John Cage: “He descubierto que quienes insisten poco tiempo en sus emociones saben mejor que los otros lo que es una emoción”. Y se identifica con una medida concreta del tiempo, la única que corresponde al presente: el instante; sin duración ni retorno, “inmovilidad viviente” sin desarrollo posible, como la fotografía.

Me llevan estas cualidades a las viejas páginas de las Sendas de Oku, el diario de viaje de Matsuo Basho, desde Tokio al norte del Japón, en el siglo XVII. Y a alguno de sus fragmentos: “Al visitar muchos lugares cantados en viejos poemas, casi siempre uno se encuentra con que las colinas se han achatado, los ríos han cambiado su curso, los caminos se desvían por otros parajes, las piedras están medio enterradas y se ven pimpollos en lugar de los árboles aquellos antiguos y venerables”. Hace Basho el relato de las experiencias de cada día, que interrumpe luego el corte seco de los haikus escritos en el curso del camino: “Tregua de vidrio: / el son de la cigarra / taladra rocas”. Resume así la contradicción que anida en el propósito de Barthes –ir de la nota a la novela–: la que hay entre la duración del relato y la precisión del instante, la que lleva a ensoñar una utopía de fluidez que no encuentra solución teórica.

Porque el pensamiento de Barthes –y esto quizá no se ha percibido del todo– tiene una fuerte carga utópica: el haiku, dice, “intenta hacer con ‘ese poco de lengua’ lo que la lengua no puede hacer”. Ya Octavio Paz, en su temprana edición de las Sendas de Oku (la primera en un idioma occidental), había señalado el objeto que persigue esta utopía: “Crítica del lugar común, pero también crítica a nuestra pretensión de identificar significación y decir. El lenguaje tiende a dar sentido a todo lo que decimos y una de las misiones del poeta es hacer la crítica del sentido”.

La lucha contra la producción permanente de sentido en toda habla, por romper el discurso como máquina de sentido, por seguir la vía de la realidad frente a la teñida ideológicamente de la verdad, sintetiza el pensamiento del último Barthes. El haiku –sus pequeñas circunstancias, el detalle meteorológico, las cosas tangibles– “pone en juego el ‘sentir-ser’ del sujeto, la pura y misteriosa sensación de la vida”. La utopía es llegar con palabras a las cosas reales, señalar verbalmente lo contingente como se hace con el dedo. Y encontrar en tal inmediatez una fórmula de individuación: bloquear la lógica generalizadora de la lengua y orientarla a lo particular, impedir sus clasificaciones y tópicos, hacerla sensible a las diferencias entre lo que existe; reconocer la subjetividad como movimiento permanente entre lugares discontinuos, ni siquiera como corriente o flujo, disolver ahí el grumo pegajoso de la moral y la psicología. Es otra opción de escritura: junto al sentido, caerá la retórica: “basta con pasar de la metáfora a la letra”. Una nueva literalidad.

¿Cómo enlaza todo esto con la angustia de Barthes mientras imparte el curso, la que anota su Diario de duelo y no deja de traslucirse en La cámara lúcida? Se nombra solo de pasada, pero siempre en el seno de ese sentir-ser: “Cualquiera que haya perdido a un ser querido se acuerda terriblemente de la estación; la luz, las flores, los olores, el acuerdo o el contraste entre el duelo y la estación”. John Cage habla a veces de música en términos vecinos a los barthesianos, quizá desde una mayor asimilación del pensamiento zen que subyace al haiku; cuando le preguntan cómo superar la dicotomía de su maestro Schönberg entre variación y repetición, responde que hay algo “que no entra en la lucha de esos dos términos, y es rebelde a ponerse en relación con ellos... Este elemento es el azar”. La vida. El 25 de febrero de 1980, al cruzar la rue des Écoles frente al Collège de France, una furgoneta de lavandería atropella a Barthes, que muere un mes después. Si hoy buscamos en Google datos sobre su muerte, apenas aparecen dos o tres entradas; a cambio, un gran número de ellas propone uno de sus artículos más célebres, “La muerte del autor”.
 

Lecturas:

Roland Barthes, La preparación de la novela. Edición de Nathalie Léger. Edición en español de Beatriz Sarlo. Traducción de Patricia Willson. México, Siglo XXI, 2005.

–, La cámara lúcida. Nota sobre la Fotografía. Traducción de Joaquim Sala-Sanahuja. Barcelona, Gustavo Gili, 1982.

–, Diario de duelo. Edición de Nathalie Léger. Traducción de Adolfo Castañón. Barcelona, Paidós, 2009.

–, El imperio de los signos. Traducción de Adolfo García Ortega. Madrid, Mondadori, 1990.

–, “La muerte del autor”, en: El susurro del lenguaje. Traducción de C. Fernández Medrano. Barcelona, Paidós, 1987.

Matsuo Bashō, Sendas de Oku. Traducción de Octavio Paz y Eikichi Hayashiya. Barcelona, Seix Barral, 1981.

John Cage, Pour les oiseaux. Conversaciones con Daniel Charles. París, Éditions de l’Herne, 2002.


[1] Este texto ha sido publicado en "La sombra del ciprés", suplemento del diario El Norte de Castilla.

 

ensayo de Miguel Casado
 

Tomado de "Periódico de Poesía" No. 73 / Octubre 2014

Publicación mensual editada por la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: http://www.archivopdp.unam.mx/index.php/3429

 

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