La casa del caballero loco  

por Jean Camp 

Tan loco como ingenioso, Don Quijote ha eclipsado en las glosas de sus comentaristas, a aquellas gentes de su casa, parientes y vecinos, de las que, no obstante, Cervantes trazó su retrato de cuerpo entero.

Sobre el fondo mordoré de la llanura manchega, su silueta se perfila solitaria como uno de esos abrasados álamos perdidos en la inmensidad de los desiertos de Castilla. Tan sólo ella fue vista en el transcurso de los siglos. No se prestó atención sino a este gigantesco personaje, una de las cinco o seis grandes figuras de la humanidad, para descubrir en él todo aquello que los hombres querían que representase.

Sin embargo, a su sombra, adquiere verdadero valor la turba de comparsas y de tipos de diversa especie que son precisos a Cervantes para dar mayor relieve tanto a su héroe como a sus cuerdas extravagancias.

Y en tanto que del enderezador de entuertos todo se ha dicho, poco o casi nada se ha tratado de reunir los trazos dispersos de cada uno de aquellos personajes que lo rodean, así como de reconstruir el ser de carne y hueso que hubieran podido ser.

Únicamente Sancho Panza ha captado la atención de algunos glosadores. La mayoría no han visto en él más que su crasitud, su rastrero sentido común o un Joseph Prudhomme medroso, tragón y sentencioso.

Y, a pesar de ello, en este libro admirable que, según Henri Heine, constituye la sátira más grande que jamás se haya lanzado contra la humana exaltación, Sancho adquiere, a poco que requiramos de él, y a través de sus palabras y de sus actos, el continente del más puro y desinteresado idealista.

Pero ¿es que de este glotón, concupiscente y tosco Sancho, de este elegido del Señor para todos los bajos apetitos y cosas vulgares, vamos a hacer el símbolo del ideal? Sin duda alguna y siempre que aceptemos que no puede darse un ideal sin razón y que las más locas exaltaciones sólo son grandes por los puntos de contacto que tengan con la verdad y lo real.

Heine está en lo cierto al ver en el "Quijote” la más grande de las sátiras contra la exaltación humana si nos atenemos al loco caballero. ¿Qué mérito puede haber, en verdad, en caminar a ciegas a través del mundo, en no ver ante uno más que las imágenes creadas por una mente disparatada, y luchar tan sólo contra quimeras? ¿Dónde está el acto de fe, de voluntad, que eleva al héroe por encima de sí mismo y lo sublimiza ante nuestros ojos?

Yo, por mi parte, no lo veo. Por el contrario, ¡cómo admiro a este sencillo y angélico Sancho, por tosco, por bobo y apegado que sea a las torpes delicias del mundo! Ama el dinero, la tierra y los placeres de la mesa como un pobre diablo que nunca hubiera tenido tres cuartos juntos, ni un palmo de terreno baldío, ni la manducatoria suficiente. Es sucio como un ermitaño, ignorante como su asno y tonto y feo como nadie. Pero, en cambio, su corazón encierra todas las humildes virtudes de los pobres, como la confianza, la sinceridad, la rectitud y la adhesión.

Su amo cree en leyendas, lo que no es nada extraordinario. El cree en su amo, y este es su lado admirable. Cuando en el más conocido de los episodios vemos a ambos cabalgar por esas llanuras de la Mancha, Don Quijote divisa, en el horizonte, unos gigantes. El mágico telón de su imaginación se ha interpuesto entre la realidad y él. Nada, pues, tiene de asombroso que quiera combatir con ellos. Ha perdido todo contacto con la tierra. Todas las locuras le están permitidas. Pero Sancho, Sancho el cobardón, ve claro. Sabe muy bien que son unos molinos cuyas aspas giran allá en lontananza. Empieza por decírselo, a voz en cuello y en las mismas orejas, al loco de su amo. Este ni se da por aludido. Sancho se obstina. Don Quijote se empecina. Y entonces es cuando se produce el milagro. Hostigando a su asno en dirección de aquellas rechinantes aspas que rematan lo alto de las lomas, Sancho acepta su sacrificio. Sabe que todo aquello no es otra cosa sino lonas de cáñamo y unos bastidores de madera de encina y más allá balantes carneros y, sin embargo, por obediencia a su guía, por fe y por sumisión, va también al asalto, clarividente pero convencido, arrostrando el ridículo, los batacazos y los golpes, porque cree que es su deber.

Por consiguiente, no cabe que nos asombremos de que, en el curso de sus múltiples aventuras, haya guardado Sancho, por más tiempo que su amo, esta fe que, por su parte, había parido con su dolor. Cuando Don Quijote, achacoso y doliente, se siente morir, la aventura, esa palabra que tan diáfano sonara para él a la luz del sol, no presta ya aquella fugaz alegría de antaño a sus pupilas. Sólo queda una aventura, la de la razón reconquistada, y una victoria, la de la muerte.

Pero Sancho, tan lento en sus concepciones, no lo es menos para deshacerse de ellas.

Desligados de él quedan todos aquellos que saben separar la mala hierba del buen grano, los cuentos de viejas de aquellas realidades que puedan ser palpadas, medidas y pesadas. Tras de haber sido el clarividente, se complace, a su vez, en ser el último ciego. La fe del caballero se ha infiltrado en él. El será su último tabernáculo.

El gran escritor Miguel de Unamuno tiene razón cuando en vibrante apostrofe exclama:

"Vamos, Don Quijote mío, reviste de tus armaduras a tu único heredero. Es Sancho, es tu fiel Sancho, es Sancho el bueno, el que enloqueció cuando tú curabas de tu locura en tu lecho de muerte, es Sancho, el que ha de asentar para siempre, el quijotismo sobre la tierra de los hombres. Cuando tu fiel Sancho, noble Caballero, monte en tu Rocinante, revestido de tus armas y embrazando tu lanza, entonces se realizará tu ensueño. Dulcinea os cojerá a los dos y, estrechándoos con sus brazos contra su pecho, os hará uno solo”.

La única primacía que concedo a Don Quijote, es la de haber sido el iniciador. El es quien prende la primera llama en el alma de su escudero. Sin él, éste no habría ido más lejos de todo aquello que fuese el cuidado de sus puercos y de sus olivos, ni más elevado que sus míseros ensueños de pocilga y taberna. Pero, tan pronto prende el pabilo en él ¡qué ascensión para nuestro bragazas! ¡Cómo se exalta, mientras su amo no sabe remontarse más alto!

De la fangosa ganga de sus primeros ensueños, se desprende Sancho merced a un esfuerzo continuado y heroico. La ilusión se apodera de su señor de improviso. Sancho debe ganarla penosamente, lentamente, gracias a continuos actos de fe que laceran su espíritu y su carne. La duda jamás tiene cabida en el alma de Don Quijote, en tanto que el sentido común la introduce en el espíritu de Sancho. La realidad se le impone siempre, a pesar suyo. Don Quijote, exento de todo lo real, poseía, en el fondo, el secreto de la felicidad; ese velo de que hablaba Clemenceau, y que pone, ante los ojos de los hombres, tan engañosa venda. El buen sentido es de Sancho, esclavo sarcástico tras el carro del vencedor. Cada impulso hacia el ideal va seguido de una mofa y una crítica que envuelven toda la fealdad y maldad de los hombres y de la vida. Por consiguiente, mientras Don Quijote, al zamparse sin esfuerzo y de rondón en su verdad, no conoce el gozo de los combates, de la lucha interior; Sancho, que ansia desembarazarse y evadirse del sentido común, de lo real, no logrará ganar, sino poco a poco ese estado de gracia, reservado a tan reducido número de elegidos.

He aquí por qué quiero a este tunante en quien veo juntas todas las virtudes de los pequeños y de los humildes. Don Quijote, al fin y al cabo, es un aristócrata; cazar, soñar, leer, no son ocupaciones propias de gentes de baja extracción. Tales menesteres fueron los suyos hasta el día en que la aventura le lanzó a los caminos de España. Por menguado que fuese su patrimonio, jamás llegó a encallecer sus manos. Don Quijote hubiera desempeñado, bastante bien, en los tiempos actuales, el papel de un notario de "vaudeville”, de militar retirado, o de uno de tantos hacendados burgueses que escapan al esfuerzo cotidiano y al sudor redentor.

Sancho, no es nada de esto. Es el pueblo en toda su simplicidad. Si quiere comer es preciso que se afane para lograrlo. Desde su niñez sus pensamientos han ido dirigidos siempre hacia un fin esencial: ganar los cuartos precisos para el diario sustento, encender la lumbre y comprar el aceite para el candil. No sabe ni una letra. El ilimitado mundo de los sueños le está vedado. Es un lujo que no puede permitirse un gañán. Y cuando la locura de su amo le entreabre la dorada puerta, el deslumbramiento no le dejará disfrutar, sino poco a poco, de ese gozo infinito tan directamente accesible para las clases privilegiadas.

Todas las sencillas virtudes de los pobres, he dicho antes. Y, efectivamente, a Sancho, cortés, de pocas palabras y buenas costumbres, Cervantes le hace decir, ya al final del libro, de una manera terminante: "No comeré de aquel pan cuyo trigo haya espigado en las tierras del prójimo”. Aunque el azar le lleve a frecuentar mesones con mozas de partido o principescos castillos, Sancho siempre observará, en presencia del bello sexo, la misma púdica discreción. No porque sea insensible a los encantos femeninos. No; tres o cuatro Sanchitos atestiguan sus paternales cualidades, pero jamás se dedicará a aquella aventura, con a minúscula, la que pone en movimiento a don Juan. Ejemplo de ello es su encuentro con Maritornes.

Maritornes era asturiana y servía en el mesón en que Pancho fue manteado. Rechoncha y metida en carnes, a creer lo que de ella cuenta la historia, no dejó nunca insatisfechas las pasiones que su persona despertara. Con sus sayas de fustán, brazaletes de oropel, oliendo a leche agria de una legua y mal atusadas sobre su estrecho cráneo unas hirsutas crines de indefinible color, era el placer de un rato para los muleros en camino.

Por poco grato que fuese Sancho, ella habría consentido, de buen grado, en hacer más grata su viudedad, y nada escatimó para atraparlo. Un empellón dado de pasada, un codazo de costadillo, una soez palabra pronunciada entre risotadas; en fin, todo el repertorio de requiebros rústicos al uso entre sus pariguales.

Sancho la trata a ella con idénticas cortesías cuando, de mañana, lleva en sus robustos brazos el dornajo con la comida de los cerdos; sabe acariciar con una sonora palmada su opulenta grupa, así como darle cumplida respuesta a su afectuoso: "H de p" ; ponerle una zancadilla cuando lleva apoyada en su barriga la humeante sopera, o pellizcarle sus grasientos muslos hasta dejar marcado en ellos uno de esos moretones que no se borran tan fácilmente.

¡Amables jugueteos, carantoñas aldeanas, lugareños deleites, tan sabrosos como aquellos más delicados! Pero Sancho no traspone jamás aquellos límites que le han marcado la decencia y el pudor cristiano.

Cervantes, en el curso de su mágica historia, no ha querido macular este lirio de pureza. Pero yo, para vergüenza mía, debo declarar que, habiéndome parecido incompleta la tentación, he querido llevarla más lejos, para subrayar, con enérgico trazo, tanto la posibilidad de una caída como para exaltar su rehabilitación.

Me imagino que, en el curso de la aventurera cruzada que constituye el fondo esencial del ensayo que en otros tiempos hube de dedicarle, los penitentes dirigidos por Sancho, cansados ya de oirle llamar "el justo”, traman una conjura contra su virtud. Y una noche, mientras Sancho duerme en una troje, arrullado por los balidos que hasta allá llegan de los establos, cátate que un delicioso bienestar invade todo su ser. Dulcinea, con la que está soñando, parece hablarle al oído, acariciarlo, envolverle en una insinuante ternura que le deja pasmado. Sobre su sonora boca parecen posarse, dulcemente, unos húmedos labios. Entreabre sus ojos con esfuerzo, sumido aún en las brumas del reposo. ¿Será Dulcinea? ¿Un fantasma? ¿Una hechicera? ¿O una efectiva realidad? No lo sabe. Pero mañana, su compañero de camino, el hermano Serapio, tendrá motivo para tronar contra los fornicadores y los adúlteros. Sancho el prudente, transfigurado por la vida libre de las andanzas, toma cumplido desquite de una larga abstinencia, cuando, de pronto, la puerta de su camaranchón cede a un empujón brusco y, al resplandor de sus faroles y teas, los penitentes, puestos alerta por secreta consigna, asisten al descomedimiento de aquel que los dirige.

El lodo de este escándalo salpica hasta el último de los penitentes. Gritan a coro ante la posesión diabólica; fray Serapio clama, a la faz del cielo, su repugnancia. Pero Sancho, baja la mirada, murmura apesadumbrado: ¡Aquel que nunca haya pecado que me tire la primera piedra! Bien sabe que su culpa debe ser expiada. En la primera ermita que encuentra, agrupa en torno suyo a la burlona tropa. "Hermanos: —les dice sudando de vergüenza— he traicionado a mi señor y a vosotros mismos, sus discípulos. Me he comportado como un vil puerco; he caído de hocicos en el horrible fango del pecado”. Y, ofreciendo una correa al más fornido de ellos, descubre sus espaldas, dispuesto para la flagelación. Los correazos chascan sobre la palpitante carne, mientras los rezos desgranan su monótono lamento.

Terminada la última Ave-María, el hermano Serapio se interpone: "Basta ya, Sancho; Dios, en su clemencia, se muestra satisfecho de vuestro arrepentimiento”. Sancho, ensangrentado, se dobla por la cintura, y se desploma sobre la hierba, mientras el limosnero traza en el aire, sobre el pobre hermano desvanecido, el amplio signo de la absolución.

Si a lo largo del relato de Cervantes, nos limitamos a seguir las proezas de Sancho, no encontramos, en torno a Don Quijote, figura más simpática que la de su escudero.

Los comensales del caballero nos muestran en su cotidiano trato con él, sus inocentes truhanerías y su estrecho egoísmo. Antonia Quijano, la sobrina, no para mientes en el ambiente que la rodea. Es tímida, casera, y por nada se agobia. El único arranque de que es capaz, la lleva a ayudar al cura y al barbero en la quema de los malditos libros de caballería, e incluso a afirmar que todo lo contenido en aquel fárrago no son sino mentiras y bobadas, hasta el punto de hacerse reprender enérgicamente por el mismo Don Quijote: "Si no fueseis mi sobrina, hija de mi propia hermana, os impondría tal castigo, que su fama se extendería hasta los confines del mundo”.

Antonia, diestra en las artes de la calceta y de las confituras, endulza las gracias de los comadreos con la desabrida miel de sus devociones. Son sus menesteres confeccionar tisanas y calcetines.

Pero... no la censuremos. Si bien nada comprende de los impulsos de su tío, le rodea, en cambio, de ese afectuoso mimo que las personas mayores tienen para con aquellos niños que son locamente atrevidos. Cuando Don Quijote regresa de sus primeras correrías, ella lo recibe en sus brazos, y le cuida con ternura. Para que no sea perturbado más por aquellas funestas historias de caballería, se le ocurre, ayudada del ama,  tapiar la puerta de la biblioteca. Y ante el asombro del caballero, el cual busca inútilmente la desaparecida entrada, sabe responderle astutamente: "¿La librería? Pero, si se la llevó el diablo, o mejor dicho, un hechicero llegado en medio de una nube y que cabalgaba a lomos de una enorme serpiente”. Don Quijote la mira asombrado y he aquí a esta criatura, que jamás supo de otra cosa que de trabajos caseros, simplicidades familiares, comadrerías y oraciones, inventando e imaginando mil cuentos fantásticos para adormecer y calmar la inquieta manía de su pariente.

Es asimismo, la sagaz hermana de aquellas heroínas de Lope de Vega, tan hábiles en descubrir ardides y tramar inocentes intrigas que, a la postre, hacen triunfar su virtud. Por lo tanto no la critiquemos en demasía por esa vulgaridad que constituye su habitual ambiente. Perdonémosle, asimismo, ese sereno desprecio que, en el fondo de su corazón, guarda para ese Sancho tan lleno de cascarrias como de sentencias, y del cual ni sospecha su grandeza.

No más que ella cree en la existencia de tal grandeza el bachiller Sansón Carrasco. ¡Menudo traidor de melodrama está hecho el tal! No hace su aparición hasta la segunda parte de la obra, pero es él quien desencadena todas las calamidades que abruman al pobre hidalgo. Su mismo físico es desagradable; carrillos mofletudos y de color macilento, nariz chata, boca grande, ojos maliciosos, y un corpachón desmadejado como de adolescente crecido demasiado aprisa. Por añadidura se cree poeta. ¡Cuántos defectos para un solo hombre! Recordad que, disfrazado de Caballero de los Espejos, se planta un día ante Don Quijote, le reta, le vence, y le hace jurar la observancia de una tregua de un año y el regreso a su pueblo natal, del cual no podrá moverse so pena de felonía. Con la punta de la lanza de su enemigo apoyada amenazadoramente en su cuello, el vencido caballero se ve obligado a aceptar tal tregua. A hacer otro tanto se han visto obligados algunos gobernantes que no erraban, como él, por encima de las nubes. Pero resignarse al retiro equivale, para Don Quijote, a firmar su sentencia de muerte. ¡Se acabaron las correrías a caballo, adiós lo imprevisto, no más quimeras! Realmente, no vale la pena de ser vivida una existencia reducida, tan solo, a ponerse las zapatillas de casa y tomar la taza de manzanilla de todas las tardes.

Pues bien; a este hambriento de ideal, Carrasco le da por todo pasto para saciarse de aquél, la realización de una égloga: Tomemos el cayado, buen caballero—le dice—y vayamos por esos campos a llevar a pacer nuestros carneros, y a suspirar por una pastora de la que loaremos sus atractivos en coplas festivas o cantaremos acompañados del caramillo de caña.

—En resumen, Don Quijote, ello sería tanto como recortarte esos retorcidos bigotes y untarte de pomada las guedejas. —Pero, Don Quijote, es ya demasiado viejo para cambiar de ilusiones como cambia de camisa.

Carrasco, en el fondo, sabe muy bien que su aspiración no es otra sino la de sustituir al caballero en el lugar que ocupa en el círculo de personas notables de aquellos contornos. Sus flamantes títulos emboban a todos aquellos buenos lugareños. Es el único intelectual del pueblo además de don Quijote y el cura. Y aún este último queda reducido a sus latinajos.

Su vanidad le lleva a tender las peor intencionadas celadas. Es el Monsieur Homais de la caballería. Tiene un sentido común irrefutable. Jamás llegaría a confundir unos carneros con unos infieles, pero, de buen grado, tomaría un rebaño de aquéllos por un ejército de éstos. No cree sino en aquello que ve... y es miope. Hoy, en los pueblos castellanos, él es el orador del centro político local en el que exalta la omnipotencia del poder central. El nieto de Don Quijote no va a votar, y hasta se ha dado de baja en el círculo conservador al que iba diariamente a oír la radio. En cambio el bachiller Sansón Carrasco ha proliferado desde los tiempos del glorioso manco. Habla, habla, sin cesar, y de manera altisonante. Su vocabulario se ha enriquecido con palabras científicas. El estilo covachuelista tampoco se le resiste. Cada día más que pasa toma mayor desquite del Ingenioso Hidalgo, por el que, en otros tiempos, llegó a tener algún respeto y aún hasta cierta admiración. Pero, en la actualidad, el progreso se ha encargado de extinguir estas grotescas lumbreras que trataban de imitar al buen caballero. Nuestro Carrasco de hoy sabe a qué atenerse. Lee un periódico diario, interviene las urnas en los días de elecciones, se hace el encontradizo con el cacique local en las ferias del distrito y, con orgullo, se muestra a su lado. Está al tanto de las cotizaciones del trigo, de la lana y del azafrán. No ignora, aunque sean para él objeto de menosprecio, los progresos mecánicos de la agricultura. Espera que una campaña electoral, bien dirigida por él, le pondrá en posesión del automóvil que constituyó el colmo de sus sueños. Y, eso sí, que no le vengan a hablar de aventuras; tiene la cabeza demasiado segura y los pies aún mejor asentados en tierra. Su sólida cabeza piensa, lee y prevé. Es un hombre moderno, consciente y organizado. Además ¿no es ya desde hace tanto tiempo bachiller por Salamanca o Alcalá?

¡Pobre Sancho! ¿Qué harías tú en un medio en que floreciesen los políticos y los bachilleres? Cierto es que tanto unos como otros gustan de las aventuras: los primeros, de las propias de un ladrón de levita y los segundos, de aquellas del policía Maigret. Pero las correrías a caballo, los fantasmas, los combates singulares, y las hazañas de la ínsula Barataría son buenos todo lo más, para ser relegados al rincón de los juguetes de la primera infancia, ahora que el mundo y sus habitantes han envejecido.

De todas las muñecas, quizás tan sólo subsista una: aquélla que encantó a nuestros héroes. Dulcinea puede tener aún gracia ante nuestros ojos, porque es multiforme y sus indefinidos trazos se amoldan a la fantasía de cada uno de nosotros.

Tan pronto es la mujer doméstica y sedentaria cual la esposa del caballero de Verde Gabán, como toma la figura inquieta y errante de la hermosa morisca o la de Dorotea; es apasionada y animosa como Quiteria y Zoraida, noble y señorial como la Duquesa o traviesa y viva como sus damas de honor. Casi todas, y cada una de ellas, viven para el amor, según su condición y temperamento. Pero la Dulcinea de Cervantes sabe reunir, en un haz, en lo profundo de su corazón, todos los matices: es enérgica y dulce, honesta y apasionada, inteligente y sensible, delicada y animosa, plena de abnegación, amante de su hogar, y al mismo tiempo capaz de desempeñar los más rudos deberes.

Aldonza Lorenzo, la lugareña del Toboso, no tiene por qué tratar de disimular su nariz chata, sus mejillas bermejas, su piel tostada por el sol, ni las nudosidades de sus musculosos brazos. Es una Ceres del terruño manchego, coronada de doradas espigas y de amapolas color púrpura. Llego hasta creer que huele a ajo, después de haber comido. Pero ¿qué puede importarle todo esto al amante que la proclama emperatriz del Toboso?

Aldonza, es una ruda campesina de su tierra; Dulcinea, una ilusión del más sugestivo de los sueños; pero ambas, unidas en una sola, constituyen el cuerpo y el espíritu, la carne y el alma de una sola mujer, la mujer eterna. Y este ideal y este tipo, tan español y tan humano a la vez, tan de todos los tiempos y de todos los países, no podría existir si no echara sus raíces en la toba de la tierra de todos, si no la defendieran contra los follones y malandrines, los caballeros andantes del ideal, los Sanchos de hoy, que velan en la noche, mientras los Carrasco duermen o calculan; aquellos que se lanzan a todos los caminos, locos de lo que llaman amor, poesía o poderío, para recibir afrentas y piedras, a cambio de un poco de gloria, de un nombre grabado, para siempre o tan solo por una hora, en el palpitante corazón de la humanidad.

Dulcinea es aún la imagen seductora de la aventura. Hacia ella va Sancho con su cuadrilla de malandrines, de ruines, de hidalgos pelones, de mozas de partido, y de penitentes extáticos.

¿Es morena, rubia o pelirroja? Lo ignoro.

De lo que estoy cierto es de que, tanto Sancho como Don Quijote, no conocen el color de sus cabellos ni el fulgor de sus pupilas. Es la aventura misteriosa, proteiforme, lánguida y cambiante como el mar, y que allá en Oriente, su reino, es tan indefinida como las micáceas olas del desierto. ¿Qué importa, pues, que se nos aparezca tan pronto bajo el aspecto de una reina como bajo la corteza tosca y vulgar de una palurda mal hablada? Ella es la meta de todas las imaginaciones sin freno, el pretexto de toda partida, de todas las locuras, de toda evasión. Justifica las más extravagantes e inútiles actitudes. Por ello sigue siendo tan cara a todo hombre cuyo corazón no ha sido aún triturado por la prensa de la existencia razonable y del buen sentido. En su nombre, Don Quijote y Sancho, así como todos sus buenos y fieles discípulos, niegan él aserto del poeta cuando proclama:

"Toda dicha que no pueda ser alcanzada con la mano, no pasa de ser un sueño”.

Pero ellos, por el contrario, ávidos de tentar sin llegar jamás a un logro, ansiosos de emprender sin esperar nada de la empresa, exclaman con toda la pureza de su alma:

"Todo sueño que no puede ser alcanzado con la mano es, realmente, la felicidad”.

 

por Jean Camp 
 

Publicado, originalmente, en: Cuadernos Americanos Año Enero - Febrero 1948

Cuadernos Americanos es editado por la Universidad Nacional Autónoma de México / Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe
Link del texto: http://www.cialc.unam.mx/ca/CuadernosAmericanos.1948.1/CuadernosAmericanos.1948.1.pdf

 

Ver, además:

Miguel de Cervantes Saavedra en Letras Uruguay

 

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