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El arte de tirar bolitas de pan

cuento de Julio Camba

 

Ayer pasaba yo por la calle de la oliva cuando me me dieron en la punta de la nariz con una bolita de miga de pan.

“Por aquí”, pensé yo inmediatamente, “debe de andar el amigo Rodríguez”.

En efecto, Rodríguez, que estaba oculto en un portal, salió en seguida a mi encuentro:

—¿Me conociste?

—Sí, hombre. ¿Cuándo has venido?

—Hace ya muy cerca de una semana que ando por aquí.

—¿Y a qué te dedicas? ¿A tirar bolitas de migas de pan?

Le contaré al lector la historia de este hombre extraordinario que se dedica a tirar bolitas de miga de pan. Cultiva este sport desde su más tierna infancia y ha llegado a dominarlo de un modo prodigioso. No tuvo nunca otra cosa que hacer. Los libros le aburrían y Rodríguez se metía un panecillo en el bolsillo y se pasaba las horas haciendo blancos con bolitas de miga. Desde luego se puede afirmar que Rodríguez es el campeón del mundo en el arte de tirar bolitas de miga de pan. Tiene una fuerza tan grande en los dedos, que cogiendo un garbanzo entre el pulgar y el medio, lo arroja a la altura de un tercer piso y rompe un vidrio.

Pero la fuerza es lo de menos en el arte de tirar bolitas de miga de pan. Lo principal es la puntería, y Rodríguez en donde pone el ojo pone la bolita. A los quince años no pasaba un día sin que Rodríguez matara media docena de gorriones con bolitas de pan. Era ya un maestro en su arte; pero Rodríguez estaba llamado a alcanzar un grado de perfección inédito hasta el presente en la historia de los hombres que se han dedicado a tirar bolitas de pan.

Lo maravilloso es que Rodríguez está mano a mano con usted y le tira a usted cincuenta bolitas a la cara sin que usted se las vea tirar. Rodríguez no apunta nunca directamente al blanco. Para darle a un hombre que está a su lado, lanza la bola a la pared de enfrente, en donde rebota y toma la dirección precisa. El agredido, que ha advertido la dirección del proyectil, no puede desconfiar de Rodríguez, y si la escena ocurre en un establecimiento público, le buscará cuestión a cualquier parroquiano inocente antes que al verdadero autor del disparo.

¿Que no es interesante la historia? ¡Ay! Yo cambiaría de buen grado el arte de hacer crónicas por el de tirar bolitas, que me parece mucho más humorista. Entonces, cuando quisiera poner en ridículo a un contemporáneo, en vez de escribirle un artículo, le arrojaría una bolita de miga de pan. Precisamente yo he pensado una vez en utilizar a Rodríguez en este sentido; pero yo no soy un hombre de acción: les conté el proyecto a los amigos, y ya no podré realizarlo nunca. El proyecto consistía en llevar a Rodríguez a una tribuna del Congreso un día de sesión solemne. Se levantaría a hablar el señor Maura y entonces Rodríguez comenzaría a tirarle bolitas de miga de pan. Una en la nariz, otra en la boca, otra en la barba, otra en una oreja... ¿Quién puede prever lo que ocurriría? Luego intervendría en el debate el señor Azcárate, quien es seguro que se pondría como un basilisco ante la lluvia de bolitas.

Yo no sé lo que pasaría. Probablemente la sesión acabaría de un modo ridículo. Es posible que los diputados se fuesen a las manos, creyéndose mutuamente autores de la broma. Por la noche, los periódicos hablarían del suceso haciendo toda clase de conjeturas acerca de él y, al día siguiente, yo explicaría minuciosamente lo ocurrido, contando la historia del hombre de las bolitas, que pasaría a ser el hombre del día. Porque es seguro que nadie desconfiaría de Rodríguez. Rodríguez tiene una cara de primo que le pone a salvo de toda sospecha. En realidad es un infeliz y por eso, en vez de hacer otras cosas, se ha pasado la vida tirando bolitas de miga de pan. En cuanto al éxito, sería segurísimo. Un día, Rodríguez se puso a tirar bolitas en el Café de Correos y todos los parroquianos se fueron a las manos. Se armó una tremolina espantosa; los platos volaron de mesa a mesa, y Rodríguez salió a la calle con la tranquilidad del que nunca ha roto ninguno. Otro día se casó un amigo de Rodríguez en Villaviciosa. Al banquete nupcial asistieron más de cincuenta invitados, entre los que figuraban las autoridades locales. Empezó el almuerzo, y Rodríguez se puso a tirar bolitas. Al principio se tomó la cosa a broma, pero luego se consideró que ya era una broma demasiado pesada. El alcalde, que era el blanco predilecto de Rodríguez, se enfureció, dirigiéndose a unos muchachos del pueblo.

—Sois vosotros. Las bolitas vienen de ahí. ¿Qué pensarán los forasteros?

Y el único forastero era Rodríguez.

Como ésta son muchas las hazañas de Rodríguez, que reside en Madrid desde hace algunos años. Estoy seguro de que entre mis lectores madrileños habrá muchos que digan:

—¡Hombre! Pues es posible que este Rodríguez sea el que aquella vez...

Ahora Rodríguez se encuentra pasando unos días en su pueblo. El gran hombre sigue entregado en cuerpo y alma a su arte.

—La verdad, Rodríguez —le he dicho—, yo siento por ti una admiración extraordinaria. Tú dirás lo que quieras, pero es indudable que en todo el mundo no hay nadie que tire las bolitas como tú.

—Si esto de tirar bolitas se estimase algo... — me contestó Rodríguez.

Es cierto. Si en vez de dedicarse a tirar bolitas de pan se hubiese dedicado a la política, Rodríguez podría ser hoy presidente del Consejo de Ministros.

El autor

JULIO CAMBA (1882-1962) nació en Villanueva de Arosa (Pontevedra) y murió en Madrid. Fue viajero impenitente, humorista y corresponsal en ciudades como París, Londres y Constantinopla. Equilibraba la ironía sutil con toques críticos contundentes. Publicó: Las alas de Ícaro (1913), Londres (1916), La rana viajera (1920), La ciudad automática (1932), La casa de Lúculo o el arte de buen comer (1923).

 

Julio Gamba
Suplemento "El País Cultural" del diario "El País Cultural" de Montevideo, Uruguay

Nº 868 - 23 de junio del año 2006

Digitalizado y editado por el editor de Letras Uruguay el día 31 de julio de 2016 - hasta el día de la fecha inédito en internet https://twitter.com/echinope

 

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