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Despertar a la vida en un viaje en barco 
Héctor Victorio Bugallo Rodríguez

—¿Madre, qué es eso? —Le dije a mi mamá. 

—¡El barco, Victorio! ¡El barco en el que viajaremos! — Me contestó mi madre. 

Fue algo extraño el haberme recordado después de tantos años, a miles de kilómetros de distancia, lo que le había preguntado a mi mamá, pocos instantes antes de aquel viaje. Inmediatamente comencé a rememorar el acontecimiento. Amanecía en ese día de primavera, cuando los dos juntos, recorríamos, en una pequeña camioneta, la larga distancia entre mi casa y la ciudad de Vigo, para embarcarnos con destino a América.

Con apenas doce años, solamente conocía mi aldea y los aledaños. Todo lo que veía era para mi desconocido y extraño. Mi primer susto se produjo al entrar en aquel enorme edificio del puerto marítimo de Vigo y ver tanta gente amontonada. Mi madre, me tenía fuertemente aferrado de una mano y yo, con la otra, sostenía la valija en la que llevaba mis pertenencias para tan larga travesía.

Hacía justamente cinco años que mi padre de ideología republicana, se había embarcado como polizón, con la intención de llegar a la Argentina. Había tomado esa decisión ante el temor de que, a causa de una denuncia, apareciera muerto sin saberse el motivo ni quien lo habría matado. Además de ir al encuentro de mi padre, estábamos huyendo de una hambruna interminable y de una falta total de libertad. La década del cuarenta, fue para la comunidad gallega y posiblemente para toda España. ¡Una época nefasta! 

Después de realizados los trámites aduaneros, mi nuevo asombro fue al encontrarme con tamaña mole de metal, llamada barco. Con temor subí la empinada y angosta escalerilla, haciendo un gran esfuerzo a causa del acarreo de la valija. A mi madre la enviaron a un salón que hacía de dormitorio exclusivo para las mujeres y yo, fue a otro para hombres. Me tocó una cama que quedaba justo debajo de un “ojo de buey” que, por suerte, después de haberme acostumbrado a esa incómoda cucheta, me sirvió para distraerme mirando el horizonte, cuando no se permitía estar en la cubierta. 

Comprendí que la travesía no sería nada fácil. 

Los cuatro primeros días de navegación fueron un permanente bailoteo, que hizo que mi mamá permaneciera en el salón dormitorio la mayoría del tiempo, con el más problemático de los inconvenientes. Su estómago no aceptaba ningún tipo de comida, con excepción de ciertas frutas o licuados. Para conseguir esos alimentos que estaban fuera de la comida establecida, el camarero responsable de mi mesa me pidió que colaborara en la colocación de los platos, los cubiertos y la limpieza del lugar. A mi no me importaba ese esfuerzo, pero estaba preocupado porqué, también me costaba acostumbrarme a la nueva alimentación, que basada en fideos, arvejas, polenta y arroz, era totalmente diferente a la que se comía en la aldea. Mi estómago y mi paladar no se conformaban con que la comida fuera mucho más abundante. 

Los siguientes días de navegación, de mucha calma, hizo que pudiera disfrutar de la compañía de mi mamá en la mayor parte del día, a pesar de verla siempre triste y pensativa, como preocupada y temerosa de lo que vendría. El tiempo sobrante, lo pasaba en la proa del barco escudriñando el horizonte en busca de esa tierra desconocida. De vez en cuando volvía a la popa con la esperanza de poder distinguir todavía la tierra que hacía algunos días había dejado.

Escuché que el cruce del golfo de Santa Catarina podría ser complicado. Y así fue. Estaba amaneciendo cuando me desperté sobresaltado. El balanceo del barco era intenso y continuado. Ví, que los compañeros del salón dormitorio se habían levantado y para mantenerse en pie, se aferraban de sus camas mientras las sillas y los bolsos se deslizaban de un lugar a otro. Miré por el “ojo de buey” y constaté que grandes olas impactaban contra el costado del barco. Como el movimiento fue en aumento, me obligaron a colocarme el chaleco salvavidas y a subir al salón comedor. Todas las salidas al exterior estaban herméticamente cerradas. Me asusté. La mayoría de la gente permanecía sentada y los que se encontraban de pie se sujetaban con desesperación a las columnas. Hombres y mujeres abrazados. Unos lloraban y otros rezaban, mientras el barco se seguía moviéndose como si fuera una cáscara de nuez. A cada balanceo se escuchaban gritos desgarradores, mientras que, por los ventanales se veía cómo las olas pasaban sobre el barco oscureciendo por unos instantes el ambiente. Para evitar el continuo golpeteo que hacía que esa mole de metal se inclinara peligrosamente, el barco viró hacia el sur, para hacerle frente al oleaje. Ahora no era un balanceo, sino un continuo sube y baja de la proa y la popa. Cuando el barco penetraba dentro de esa mole de agua, veíamos pasar las olas sobre nosotros y cuando la ola quedaba debajo, este aparecía como suspendido en el aire, escuchándose al caer, un ruido infernal. 

Los marineros gritaban, dando instrucciones permanentemente.

—¡No se suelten! — dijo uno 

—¡Permanezcan sentados! — dijo otro 

—¡Cierren los ojos para evitar vomitar! — gritó el tercero. 

Fueron quince horas de espanto, de ruegos y de dolor. Quince horas a la espera de un final espantoso y casi inevitable. Abrazado a mi madre, con seguridad que tendría el rostro desencajado de miedo, al igual que todos los pasajeros. Sobre el anochecer llegó la calma, pero no la tranquilidad. El temor a que se repitiera la tormenta, se notaba en el ambiente. El piso estaba intransitable, con sillas tiradas, platos y vasos rotos. Un espectáculo dantesco. Casi nadie durmió. Yo tampoco. Al amanecer, el mar estaba calmo y con ello llegó la emoción de otear nuevamente el horizonte, en busca de la tierra prometida.

Después de quince días de viaje alguien gritó. ¡Tierra a la vista! ¡Sí! Era cierto. Allá a lo lejos, en el horizonte se divisaba una difusa línea, como si fuera una sombra. Casi todos los pasajeros en cubierta. Unos apiñados en la proa y otros en babor y en estribor. Todos buscando aquella aún lejana sombra que debería ser la tierra tan deseada. 

A prepararse para el desembarco. Fui a acomodar mis cosas en la valija, e ir a recoger la hamaca de madera y lona rayada con colores vivos, que mi madre había comprado y yo la marqué con el nombre de Carmen. No la encontré en el lugar habitual. Pregunté a un marinero dónde podría estar y éste me contestó que no se la habían vendido, sino alquilada para la travesía. Lloré por primera vez de impotencia y de bronca. Lloré como un hombre, en silencio. 

La fila que se formó para el desembarco era enorme. Un griterío ensordecedor. De vez en cuando se escuchaba nítidamente, un: — ¡Aquí estoy! ¡Aquí estamos! — Al fin llegué a la complicada escalerilla y lo primero que atiné fue buscar a mi padre entre la multitud. Miré para un lado, miré para el otro, volví a mirar y no pude encontrarlo ni distinguirlo. Me comencé a preocupar. Pensé. — ¿Habrá venido? ¿Estará entre tanta gente?— De pronto un grito hizo que mi corazón latiera a mil por hora.

—¡Victorio, aquí estoy! — ¡Sí! Era él, era mi padre que ya me había reconocido. Un suspiro de alivio y un grito de alegría, brotó de mi boca. Me di vuelta y miré a su madre para decirle lo acontecido, comprobando que después de tantos días y de tanto sufrimiento, estaba sonriendo.

Héctor Victorio Bugallo Rodríguez

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