El Palacio de los Dogos (Venecia)


 por Vicente Blasco Ibáñez

 

Así como la basílica de San Marcos, con su suntuoso exterior, recuerda la grandeza y las conquistas del pueblo veneciano, el palacio de los Dogos, que alza su severa mole junto al templo. ocupando todo un lado de la Piazzetta, hace comprender el poderío incontrastable que ejercía sobre la ciudad aquella magistratura republicana, con sus tenebrosos Consejos y sus Tribunales de inquisición política, propios de un país que vivía en perpetua conspiración.

El palacio de los Dogos forma en la historia de la arquitectura un capitulo suelto y brillantísimo. No existe en el mundo un monumento que tenga con éste el más ligero aire de familia.

Es hermoso; brillan al sol sus amarillentos mármoles y rojizos mosaicos; la blanca crestería se refleja con tornasoles de nácar en las ondulantes aguas de la ribera de los Esclavones. Entre el cincelado de sus estatuas y los pétreos ramajes parecen vagar aún el eco de las serenatas, los galantes diálogos de las suntuosas fiestas de los Dogos, donde las rubias damas daban cita al doncel, que llegaba bajo sus ventanas en oscura góndola, con el mandolino bajo la capa y la escala de seda arrollada al cuerpo. Sin embargo, a pesar de su aspecto atrayente, tiene el edificio algo de ceñudo y terrorífico, como si delatase que en su interior, junto a los dorados salones, están las sombrías cámaras del Consejo de los Diez; encima, a flor del alero, los asfixiantes calabozos conocidos por los «Plomos», y abajo, al nivel del agua, rezumando humedad por todos los poros de la piedra, los lóbregos «Pozos», mazmorras desde las cuales el conspirador desgraciado daba el ultimo adiós a la luz y a la vida.

El palacio parece casi aéreo, sostenido exteriormente por dos galerías de columnas.

A piso llano se extiende la larga columnata de sólidas y desnudas ojivas, sostenidas por fustes cortos y robustísimos. v sobre ésta corre una segunda loggia de columnas más ligeras y esbeltas que sustentan graciosos rosetones, donde la piedra, labrada y vaciada con la misma facilidad que si fuese blanco yeso, asemeja una sutil labor de colegiala.

Sobre esta base ligera, que parece la de una mansión fantástica vista en sueños, se asienta el cuerpo del palacio, una severa masa de rojo ladrillo, otras aberturas que algunas ventanas ojivales, sobrias de adornos, y un balcón parece un altar, guarnecido de figuras y follajes, cuyo triple remate descuella muy por encima del tejado.

Pietro Baseggio, Filippo Calendario y demás arquitectos venecianos que intervinieron en la construcción del palacio de los Dogos tuvieron el genial capricho de invertir los términos. Lo sutil, lo aéreo, las loggias, que en todas partes sirven de remate para destacar sus hermosos contornos sobre el límpido espacio, quedaron abajo, montando sobre ellas lo pesado, lo aplastante, lo que debía servir de cimiento, milagro arquitectónico que asombra al primer golpe de vista.

Se entra por la puerta de la Carta, viéndose en el tímpano la figura del dogo Poscari arrodillado ante el león de San Marcos, animal fabuloso que extiende sus alas de águila, yergue su cabeza rodeada de celeste nimbo como los santos y oprime con sus garras el abierto Evangelio. Se atraviesa el grandioso patio, con sus dos cisternas de bronce y la doble galería de blancas columnas, a cuyas balaustradas se asomaban en otros tiempos los soldados del dogo, los gondoleros del Consejo, los esbirros inquisitoriales, toda la balumba de mercenarios sin alma que tenían en el puño a Venecia, espiando hasta el sueño del último ciudadano, y se llega a la famosa escalera de los Gigantes, con las dos colosales estatuas de Marte y Neptuno, los dioses tutelares de la ciudad marítima y guerrera, y su gran rellano, manchado unas veces de sangre y cubierto otras por las flores y el arrayán de la fiesta de la coronación.

Representación del Dux Francesco Foscari y el león de San Marcos en Porta della Carta

¡Famosa escalera! Cuando la magistratura veneciana abandonaba la sala de escrutinio, a este rellano era conducido el noble dichoso cuyo nombre acababa de salir triunfante de la urna dorada. Resonaba con estrépito la trompetería en el patio; agitábase la muchedumbre, ansiosa por conocer el nombre del nuevo dogo; las patricias agolpábanse en los ventanales de las galerías con curiosa ansiedad, brillando al sol los terciopelos y las sedas, las joyas orientales y los dorados velos; aparecía en el rellano el elegido, despojándose de su toga roja de simple individuo del Senado; la hopalanda de brocado caía sobre sus hombros: sentía en su frente el peso del cornudo bonete de oro con la diadema de piedras preciosas; desplegábase con gran aleteo el invencible gonfalón de San Marcos; gritaban la fórmula de proclamación los heraldos de la Serenísima República, y el nombre del nuevo dogo, Contarini o Cornaro, Dándolo o Morosini, era repetido por la gigantesca aclamación de un pueblo vigoroso y alegre, que después conmemoraba el suceso con quince días de serenatas, regatas y máscaras en el Gran Canal, junto al Rialto.

Pero también la escalera de los Gigantes, con su rellano, que hoy pisa indiferente el gentío, a pesar de que en él está la verdadera historia de Venecia, tiene sus páginas negras, que revelan la ferocidad de una República aristocrática temerosa de que le arrebatasen el más leve de sus derechos, lo mismo en beneficio de una persona que del pueblo entero.

Una mañana fría la multitud, silenciosa y descubierta, se agolpaba al pie de la escalera, mirando el rellano, sobre el cual se erguía un mocetón vestido de rojo, con los brazos arremangados, apoyándose en un hacha que descansaba sobre enlutado tronco. Un anciano de luenga barba, fornido y de mirada audaz, a quien todos conocían, apareció en las galerías seguido de terrorífica procesión: esbirros, soldados, consejeros de los Diez y capitanes de la República.

Era el dogo, el señor de Venecia, el que días antes disponía de la ciudad entera, con sus temibles escuadras que cerraban la entrada del Adriático, aterrando al turco en Oriente. Ahora avanzaba con decisión, se dejaba despojar sin protesta del floreado manto y de la deslumbrante mitra, y arrodillándose, ponía su cabeza en el tajo, como un conspirador cualquiera, envolviendo en una mirada de odio a los silenciosos consejeros que le habían espiado, adivinando sus revolucionarios pensamientos.

Sorpresas del futuro, siempre misterioso. Difícilmente hubiese creído Marino Fallero, el día de su coronación, que siete meses después había de morir sobre el mismo rellano. Hoy, subiendo la recta escalera de los Gigantes, aún parece que se ve rodar, saltando de peldaño en peldaño, la cortada cabeza con los ojos desmesuradamente abiertos, mientras el cuello, como rojo muñón, va dejando una estela de sangre sobre el mármol.

Interior del Palacio

Visitando el interior del palacio es como se comprende lo artificial y hasta irrisorio del poder de los Dogos. Eran para el resto del mundo los señores de la República. Los cequies de oro ostentaban su retrato; los centenares de naves y el invencible ejército de moros y aventureros al servicio de Venecia obedecían sus órdenes; pero no había en toda la ciudad un ser tan falto de libertad y de iniciativa como el dogo.

Para él solo era una pequeña parte de este palacio, ocupado casi completamente por el Senado y los consejeros, que, aparentando ilustrar al jefe del Estado, le hacían sufrir un perpetuo espionaje.

En el salón llamado del Collegio recibía el dogo a los embajadores, y no podía quedar ni un momento solo con ellos. A ambos lados de su trono de oro extendíanse los asientos primorosamente tallados de los que componían con él la Señoría: dieciséis «sabios», seis individuos del Consejo de los Doce y tres «cabezas» de la Quarantia crimínale, los cuales sondeaban con su astuta mirada el más ligero gesto del representante de la República.

Debía de presentar un imponente golpe de vista este salón, donde se discutían los asuntos de Europa con los representantes extranjeros.

Las paredes, cubiertas de sombríos tapices venecianos representando las aventuras de Júpiter y de Hércules; el techo, adornado de famosas pinturas; el suelo, oculto tras oriental alfombra, y en el fondo el dogo, inmóvil y sereno como un dios dentro de ¡as doradas vestiduras, teniendo a sus lados, en los góticos sitiales, como escolta imponente, a sus consejeros, cabezas inclinadas, de frente ceñuda y sutil mirada; unos con togas rojas adornadas de armiño, otros con negras túnicas, y todos poseídos por la soberbia de ser los verdaderos dueños del poder de la República y de la suerte de un hombre que parecía su soberano.

Petrarca compareció una vez en la Señoría como enviado y defensor del duque de Urbino, que estaba en pleito con la República, y al verse ante el inmóvil y augusto Senado, fue tanta la impresión del poeta, que, a pesar de tener preparada su arenga, enmudeció, necesitando nueva audiencia para serenarse y hablar. Como los soldados galos al encontrarse ante el Senado romano, creyó el vate inmortal que se hallaba en presencia de una asamblea de dioses.

Y esta sala del Collegio no es de las más grandes y hermosas que tiene el palacio.

Por la célebre escalera de oro, adornada con las estatuas de Hércules y Atlante, se llega a una serie de salones que son verdaderos museos.

La sala del Senado, llamada del Pregadi a causa de que antiguamente había que rogar a los senadores que asistiesen a las sesiones, muestra los muros y el techo cubiertos por famosos cuadros de Tintoretto, Ticiano y Palma, el joven, en los que se conmemora la Liga de Cambray y las hazañas de algunos dogos, así como su protección a los historiadores y poetas. La Sala dei Capí, con santos y mártires pintados por Bellini y Bassano, y la cámara del Maggiore Consigno, salón de sesiones el más grande que existe en el mundo, donde se reunían todos los nobles de Venecia mayores de veinte años en las más supremas circunstancias de la República.

Allí están trazadas por pinceles inmortales todas las gestas gloriosas de Venecia. La querella entre el emperador Barbarroja y el Papa Alejandro XII, que trajo revuelta a media Europa y sirvió para acrecer el poderío de Venecia; la conferencia del Papa con el dogo Sebastián Ziani en el convento de la Caridad; el momento en que parte Ziani y el pontífice le entrega la espada bendita; la batalla naval de Salvora, con la prisión de Otón; la vuelta del dogo Contarini, vencedor en la guerra de Chioggía; el juramento de alianza del dogo Enrique Dándolo con los cruzados en la iglesia de San Marcos; el asalto y rendición de Zara; las dos conquistas de Constantinopla; Dándola coronando a Balduino como emperador de Oriente, y otras mil escenas gloriosas para Venecia, todo pintado por los genios de este país, que tan honda huella dejaron en el arte.

Por la cornisa, como una guirnalda de doradas cabezas, se extienden los retratos de todos los dogos de Venecia: unos, lampiños y de mirada astuta y profunda, como Papas; otros, barbudos, con vigoroso ceño, como fieros guerreros; y en este circular rosario de soberanos hay un hueco, una gran mancha negra, que parece un paño fúnebre, sobre el cual se lee en letras de oro: Hic est locus Marini Falethri decapitati pro criminibus.

La aristocrática República, feroz para los que conspiraban contra ella, no ha querido conservar ni el rostro del que intentó con un golpe de Estado anular el poderío de los inquisitoriales Consejos, dando participación en la política al oprimido pueblo. En realidad, todo su crimen consistió en desear que su magistratura fuese verdaderamente republicana; en querer destruir los abusos de unas cuantas familias privilegiadas, apoyándose para ello en el pueblo, que luchaba y moría por la gloria de Venecia, sin tener ninguna participación en los provechos.

Tras la sala del Maggiore Consiglio quedan aún la del Scrutinio, la de la Quarantia civile y la del Scudo, todas chorreando oro por sus artesonados y cubiertas de obras maestras.

En la biblioteca se admiran los famosos códices del siglo x, con láminas y viñetas de colores frescos, y brillantes dorados que parecen de elaboración reciente. Junto a estos prodigios de la paciencia y minuciosidad humanas, muestran la hermosa claridad de sus caracteres y la regularidad armoniosa de sus páginas los primeros libros impresos en Venecia, verdadera cuna de la tipografía moderna: volúmenes latinos o italianos de teología y poesía, que revelan el arte de Aldo Manucio y otros famosos impresores venecianos de fines del siglo xv.

Interior del Palacio

Pero lo más interesante está en el salón del Scudo: una colección de cartas geográficas que recuerdan los viajes de los exploradores venecianos que, como Marco Polo, Caboto y otros, contribuyeron con empresas comerciales al desarrollo de la ciencia.

Interesan mucho estos mapas de pergamino amarillento, donde se notan grandes errores. El perfil de las costas aparece trazado con rigidez, y para mayor comprensión del que mira, bogan sobre los mares galeras más grandes que los continentes. Las cordilleras están representadas por una línea de piloncillos de azúcar, y en el sitio de las ciudades del interior de Asia, donde reinaba el fabuloso preste Juan, hay pintados castillos con elefantes y figuras de estrambótica indumentaria.

El ánimo se conmueve al pensar la serie de peligros que arrostraron aquellos audaces mercaderes pasando por entre pueblos salvajes, llegando a países desconocidos, en una época en que el mundo civilizado para nada se ocupaba de estas cosas. Se siente agradecimiento por aquellos hombres, que sí realizaban sus audaces exploraciones por interés comercial, cuidábanse al regresar de hacer públicos sus descubrimientos, para ayuda de la ciencia naciente.

'En el centro del salón, ocupando el sitio de honor, está el famoso mapamundi que fray Mauro Camaldolese trazó en 1457. Este pedazo de papel, con sus continentes mal trazados y su grosero dibujo, ha pesado algo en la suerte de! mundo.

La obra del fraile no es más que el resumen de todo lo visto por los exploradores de Venecia hasta mediados del siglo xv.

El veneciano Alvise da Mosto, que descubrió para Portugal las islas de Cabo Verde, comunicó a fray Mauro su convicción de que existía algo más allá del Océano, y el mapamundi de éste sirvió de base al florentino Toscanelli para trazar sus cartas de navegación, que compraban los mejores marinos de Europa, y que llevó Colón al embarcar en Palos con la proa puesta a lo desconocido.

Nota:

Vicente Blasco Ibáñez (Valencia, 29 de enero de 1867 – Menton, Francia, 28 de enero de 1928) fue un escritor, periodista y político español. Obras notables: Entre naranjos; Cañas y barro; La barraca; Los cuatro jinetes del Apocalipsis; Sangre y arena

Venezia: Palazzo Ducale

 

Visita al Palacio Ducal de Venecia

por Vicente Blasco Ibáñez

Obras completas Tomo primero

M. Aguilar Editor, Madrid 1946

 

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