"Quiero hacer La flauta mágica para televisión"

por Ingmar Bergman

Tenía doce años cuando vi por primera vez La flauta mágica, en la Ópera de Estocolmo. Fue una función larga y desaforada. El telón subía para una escena corta e inmediatamente después lo bajaban, mientras la orquesta esperaba en el foso. Tras una pausa interminable se alzaba el telón para la breve escena siguiente. Mozart la compuso para un teatro con fondos y laterales móviles que posibilitan rápidos cambios de escena. Todavía tenían esa maquinaria en la Ópera, pero ya no se usaba. La revolución escenográfica de los años veinte había producido sus funestos efectos (...) Yo había empezado a ir a la ópera en el otoño de 1928. Si uno se sentaba en el gallinero era relativamente barato. Incluso un poco más barato que ir al cine: 65 céntimos la ópera, 75 céntimos el cine. Me convertí en un asiduo espectador de ópera. (...) En 1939 me contrataron como asistente de dirección en la Ópera. En 1940 se hizo una nueva versión de la vieja y aparatosa representación. Mi misión consistía en estar con la partitura de piano en la mano y dar las señales para los cambios de iluminación. Años después llegué al Teatro Municipal de Malmoe. En la sala grande se daban por lo menos dos óperas al año y yo voté ardientemente a favor de que representásemos La flauta mágica. Estaba ansioso de dirigirla. Probablemente hubiese sido así si el teatro no hubiese contratado para todo el año a un director de ópera alemán de la vieja guardia. Tenía unos sesenta años y durante su larga carrera había dirigido casi todo el repertorio. Naturalmente fue él quien puso en escena La flauta mágica, una estática y mastodóntica representación que presencié con doble desilusión. (...)

Hay otra línea que se junta con mi amor por La flauta mágica. Un día, también en mi niñez, fui a la isla de Drottningholm y me dirigí al teatro del palacio. Por alguna razón la entrada del escenario estaba abierta. Entré y vi por primera vez el teatro barroco recién renovado. Recuerdo con gran claridad que fue una vivencia hechizante: la penumbra, el silencio, el espacio escénico. En mi fantasía siempre he visto La flauta mágica encerrada en ese viejo teatro, en esa bonita caja de madera acústica con su escenario suavemente inclinado, sus fondos y sus laterales. Aquí está la noble magia del teatro de la ilusión. Nada es, todo representa. En el mismo instante en que se sube el telón se manifiesta el acuerdo entre el escenario y la sala. ¡Hagamos poesía juntos! (...)

La semilla se sembró a finales de los 60. Ya hacía varios años que la orquesta de la Radio de Suecia daba conciertos públicos en el Circo de Djurgarden. Para los músicos tal vez fuese un local incómodo. Pero para la música era bueno, con buena acústica bajo la cúpula. Una noche me encontré con el entonces jefe de la Sección de Música de la Radio, Magnus Enhórning. Estuvimos charlando durante el entreacto y le señalé que este era el local adecuado para hacer Oedipus Rex de Stravinsky. “Lo hacemos”, dijo. (...) Enhóring me preguntó si tenía alguna otra propuesta de ópera y entonces me oigo decir: “Quiero hacer La flauta mágica para televisión”. “La hacemos también” dijo Enhóring; y así se puso en marcha un laborioso proceso de toma de decisiones. (...) Para empezar necesitábamos un director de orquesta. Le pregunté a Hans Schmidt-Issersedt, un viejo amigo. Con su inimitable tono de voz me contestó: “¡No, Ingmar, todo eso otra vez, no!”. Era una manera exacta de explicar uno de los problemas de La flauta mágica: en lo musical es mareantemente difícil. A pesar de ello el director rara vez ve compensados sus esfuerzos. Por eso me dirigí a Eric Ericsson, a quien admiraba y respetaba como director de coros. Al principio se negó, pero no me di por vencido. El tenía todo lo que me había imaginado: la calidez musical, la pasión por la gente y —sobre todo— un gran sentido de la voz que había desarrollado durante su incomparable carrera de director de coros. Finalmente, aceptó.

Como no se iba a interpretar La flauta mágica en un escenario, sino delante de un micrófono y una cámara, no necesitábamos grandes voces. Pero tenían que ser voces cálidas, sensuales, con personalidad. Para mí era además totalmente decisivo que la interpretase gente joven (...) Tamino tenía que ser un joven apuesto, Pamina tenía que ser una chica adorable. por no hablar de Papageno y Papagena. Además estaba firmemente decidido a que las tres damas fuesen jóvenes y alegres, además de atractivas, audaces, con auténtico espíritu de comedia y al mismo tiempo sensuales. Los tres niños debían ser pequeños gamberros, etcétera. Después de un tiempo considerable conseguimos completar nuestra compañía, que resultó muy nórdica. Cantantes y músicos se reunieron para un primer ensayo. Señalé lo que quería destacar: la intimidad, el tono humano, la sensualidad, el calor, la proximidad. Los artistas respondieron con entusiasmo (...) La idea fundamental era, evidentemente, acercarse lo más posible a los personajes del cuento. Los ilusionismos y la magia escénica ocurren como por ensalmo: de pronto el patio de un palacio, de pronto nieva, de pronto un muro de cárcel, de pronto es primavera. Y pese a que el parto fue largo, nunca una puesta en escena fue tan sobre ruedas. Las soluciones a cada problema se presentaban naturalmente; para mí fue un período de gran creatividad, excitado día y noche por la música de Mozart. (...) Monté la película en Faró. Cuando tuvimos la copia de trabajo terminada con una banda sonora completa hicimos el estreno mundial en lo que era entonces mi estudio cinematográfico. Los invitados al estreno eran colaboradores, vecinos, hijos y nietos. Era una tardía noche de agosto con una mágica luz de luna sobre el mar. Bebimos champagne, encendimos faroles de colores y lanzamos unos pequeños fuegos artificiales.

por Ingmar Bergman

 

Publicado, originalmente, en: Scherzo revista de información y de investigación musical Año XXXIII - Nº 336 - Enero 2018
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