La máscara y el rostro

por José Bergamín

 

"!Tan cerca hay de mi! y tan lejos
vivo de lo racional!"

Calderón

"La mejor máscara es el rostro". pensaba Nietzsche.

El rostro es la mascara del hombre porque enmascara una calavera: porque es la mascara de la muerte? Máscara de cristal, por dentro; de sangre. por fuera.

"APRENDE a ser el que eres", afirmó Píndaro. Y nuestro Calderón, al paño: aprende a ser el que sueñas. A ser el que sueñas y no a soñar el que eres, como hacen todos: "todos sueñan lo que son — aunque ninguno lo entiende". No entienden que sueñan porque no entienden lo que son: su sueño de vida; por soñar lo que son en vez de soñar lo que no son. "El hombre que vive sueña lo que es..." nos dice el poeta: "hasta despertar". Sueña el rico, que es rico y el pobre que es pobre: y no al revés.

Segismundo sueña despierto porque cree soñar lo quo no era. El hombre que se despierta soñando, como Segismundo, deja de ser el que era para aprender a serlo de nuevo; para aprender a ser el que sueña, para despertar, avivando el seso, su propia alma dormida. Al contemplar lo pasajero de su sueño, lo efímero y fugitivo de el, una sola verdad le queda entre los dedos del recuerdo: la del amor. Y por ese hilillo sutilísimo va sacando el ovillado afán de un alma soñadora, hasta prenderlo o aprenderlo de su propio pensar interrogante. Somos lo que soñamos ser cuando no soñamos lo que somos, sino lo que no somos; haciéndonos sueño de verdad la verdad del sueño. La máscara de lo soñado moldea nuevamente el rostro vivo y lo trasfigura en su divina y sobrenatural transparencia. La máscara de la muerte, por la sangre, vuelve a colorearse de nueva, inmortal vida. Y si todavía soñamos que soñamos, como nos dice Novalis, es, porque estando tan cerca del despertar, el sueño se defiende a si mismo, defendiéndonos con su presencia: que el sueño es guardián del que duerme y no le deja despertar mientras el puede: el sueño de la vida. Porque "todo lo que vemos cuando estamos despiertos, añade el griego, es muerte, como todo lo que vemos cuando dormimos y soñamos es sueño". Aprende a ser el que eres hasta dejar de serlo. Aprende a ser sueño, como el Segismundo calderoniano: hasta despertar, para serlo dejándolo de ser.

UN sueño saca otro sueño como un clavo saca otro clavo.

"TODO lo que no es claro no es francés", dice la famosa frase de Rivarol. Luego todo lo que no es oscuro, o claro-oscuro, no es español.

TENER verdad no es lo mismo que tener razón. Puede ser todo lo contrario. Es lo que nos enseña Cervantes en el QUIJOTE. Para poder tener verdad hay que dejar de tener razón. Este ética, poética y política de la burla, puede perecernos la esencia o quinta-esencia del pensamiento irracional cervantino; el eje o núcleo o médula de toda la poesía mejor española: la de Cervantes y de Lope, como la de Quevedo y San Juan y Santa Teresa y Calderón; lo quo tan puramente vio, sintió, pensó, vivió, exprimió o expresó Unamuno. Don Miguel no quería razonar el goce ni gozarse en la razón, ni dolerse de ella, ni razonar tampoco el sufrimiento. "verdad y vida, pues, y no razón ni goce", me escribía, diciéndome: "Son mi divisa". Que fue también su hado; su más libremente aceptado destino de hombre, de nada menos que todo un hombre: al aprender a serlo hasta dejar de serlo; dejándolo de ser por sacrificar la pasión, a la vida; la razón, a la verdad: como Don Quijote. Como Cervantes.

LA obra de arte, como la criatura humana, nace de irracionalidad y muere de intelectualismo. La muerte es lo más intelectual de todo; lo único enteramente y exclusivamente intelectual; la razón de ser de la vida. Los derechos del entendimiento, de la inteligencia, cuando lo son razonadores o racionales, son, en definitiva, los derechos de la muerte a la vida: acaso los derechos más sagrados. El intelectual absoluto defiende esos derechos mortales como si hiciera de la Muerte la Dama de sus pensamientos. El intelectual absoluto cruza por nuestro mundo, aventurero del sueño de vivir, como la imagen y figura genial grabada por Durero del Caballero de la Muerte. Mide, ese Caballero, como el mismísimo Diablo, por el rasero de la muerte la vida; y por el de la razón, la verdad.

LAS dialéctica de la razón no tienen forma paradójica porque no lo son del pensamiento. Las dialécticas de la pasión no tienen otra forma que la paradójica porque, al serlo, se piensan vivamente se verifican de ese modo. Un pensamiento sin paradoja es como un amante sin pasión, pensaba Kierkegaard. "La paradoja es el nombre que los tontos le dan a la verdad", decía el gregui-parisino Moréas. La paradoja es para el pensamiento como un paracaídas; porque lo salve del peligro, provocándole: paradojicamente. Es naturalmente peligroso pensar en paradojas, como es peligroso arrojarse al vacío en paracaídas; pero es mucho más peligroso lo contrario: pensar sin ella; arrojarse al aire sin paracaídas como al apasionado pensar sin paradojas. Pensar sin paradojas es arriesgarse a romperse definitivamente la cabeza. Lo único que no es peligroso, en definitiva es no pensar. Y no volar.

"Las artes hice mágicas volando", nos dejó dicho, con ese maravilloso verso, Lope de Vega. Las artes mágicas del vuelo: el cante, el baile, las corridas de toros españolas, como el toque de improvisación que acompaña al que canta hondo en la guitarra, son artes mágicas del vuelo, sin huella o trazo literal que señalen su ruta para repetirse: artes puramente analfabetas. Por eso se dieron y aún se dan en España. singularmente, el baile flamenco y gitano, que lo es morisco, o, sencillamente. andaluz: el cante hondo: sin trascripción musical posible, como el rasgueante acompañamiento de la guitarra que lo alienta o frena; las corridas de toros en que la viva improvisación del toreo,  señalada con trazos de razón tan precisos trasciende y supera en cada instante de su ser, que es parecer vano, la propia definición o figuración racional que aparentemente lo crea: subrayando aún mas todavía, cruelmente, su propia evidencia o revelación luminosa con la oscura presencia invisible de la muerte que, impetuosa, como el toro, lo hace posible, lo sostiene, y paradójicamente lo afirma con su propia negación enmascaradora. El canto y el baile andaluz parecen juntarse en la figura luminosa y oscura del torero y el toro; de la razón y la pasión: de la verdad y de la vida: para jugarse, definitivamente, a cara y cruz, todo eso; el todo por el todo. Ninguna representación figurativa como esta, típicamente espiritual, analfabeta, del toreo español, andaluz, asume con emoción y belleza tan puras el misterio eternamente fugitivo del arte, el del hombre mismo, rostro de vida que es máscara de muerte. Éxtasis del vuelo son estas mágicas virtudes del cante y baile; inquietud y sosiego juntos; que en el arte birlibirlológico o birlibirlomágico de torear, se nos expresan o exprimen tan exhaustiva y apuradamente, dándonos la fórmula barroca de lo español más vivo y verdadero con su mejor y más depurada elegancia. Y precisamente porque se hace misterio luminoso de lo más oscuro; secreto a voces, y hasta a gritos; don de aire y claridad, entre sombra y sol, tan evidente, que solo nos dejan en el alma, airosa y aireada, encendida, vacía de todo por llenarse de todo con su garbo, la invisible, imposible, invencible, majeza o majestad de la vida, pasando, traspasando la sombra transparente de la muerte con su angélico vuelo. "Lo que nos queda". El alma — según el decir del barroquísimo y torerisimo soneto calderoniano— "es lo que no nos queda". El alma, con su arte mágica de salir volando, cantando, bailando, toreando, en el cante, en el baile, en el toreo: ole con ole y con ole; es decir, nada. Es decir nada que no en lo mismo, que es todo lo contrario, que no decir nada.

Ver para creer. Oír para dudar.


Desde el gran Bach hasta Beethoven, la música, el canto y el baile, fueron siempre juntos como amigos inseparables. Fue la Tercera Sinfonía, la que los separó; empezando por abrir entre ellos hondas simas de sombra, oscuros abismos de soledad y de silencio. "Yo me entiendo y bailo solo", parecía decirnos Beethoven, cuando, en realidad, ni se entendía ni bailaba de ninguna manera. Pero le dió a la Música una nueva Poesía, como el Romanticismo le había dado, desde Chateaubriand a Baudelaire, a la Poesía, una nueva Música. Beethoven descubrió o inventó la música romántica porque fue el primero que la hizo cuestión de si misma: cuestión o problema total poético y no solución visual, parcialmente cantada, bailada o cantada. Beethoven pasó el contrabando poético de la soledad y del silencio por las fronteras espaciales de la geometría musical, cantante, sonante bailarina. Por eso nos parece quo la música de Beethoven, cuando se calla, se tapa los ojos. La de Chopin, se muerde los labios.

Parece que la Filosofía o Metafísica, pare existir de veras, tiene que salirse por la tangente. El padre y maestro atormentado de todo el existencialismo contemporáneo, Kierkegaard; con sus tres etapas consabidas, la estética, la ética y la religiosa, se sale paradójicamente por la Ultima, la fe religiosa, como Heidegger parece quererse salir por la primera, por la poesia. Estas dos líneas tangenciales, las de la poesia y la religión, la fe religiosa y la fe poética, por las que la interrogante metafísica o filosófica se les escapa a esos angustiados, si son dos líneas tangenciales, y aunque lo sean paralelas, o por serlo, se escaparan para encontrarse en lo infinito; para emerge al fin: para encontrar la Cruz.


 

EL Siglo XVIII, decía Malraux, que había encontrado en las ideas, para el hombre, un estimulante tan vivo como el de la mujer. Del XIX podría tal vez decirse que encontró en la mujer una ilusión tan estimulante como una idea. Y del XX, cuya primera mitad vivimos, que ha hecho con las tres cosas: mujeres, ideas e ilusiones, uno de sus cocktails peores: ¿Para embriagarse estúpidamente hasta el suicidio? ¿para alcoholizarse hasta un delirium tremens aniquilador del hombre mismo? ¿Para no pensar, ni sentir, ni querer, ni esperar ya nada? El signo mágico de nuestro tiempo sigue siendo esa cola de gallo enloquecedora o estupidizante como un inaudito cacareo. "Todo lo demás es silencio". Tras ese silencio mortal en el que se totalizaron todas las demasías lo único que todavía resuena para nuestros oídos es la risa de Shakespeare. Por el enorme inglés parece reírse un pueblo entero, entero y verdadero, del fracaso imperial de su nación. Como por nuestro Quevedo silenciosamente se le ríen los huesos a la imperial nación española en la tumba. Y es que ni en España, contra lo que pensó Menéndez Pelayo, pudo la máscara de una nación ocultar, moldeándola a su antojo, la faz, el rostro verdadero de un pueblo herido. Parece que los pueblos, para poderse arrancar de veras sus propias máscaras nacionales, tienen que lastimar su rostro humano deformándolo; como, según nos decía tan certeramente Maritain, hizo Maquiavelo con el hombre al desenmascararle. Hoy vemos esa trágica danza mortal, macabra, de las máscaras nacionalistas, despegadas de sus propios metros populares ensangrentados, por habérselas tenido que arrancar violentamente; y sin poder mostrarnos, todavía, un semblante verdaderamente humano, hasta que esas, sus más vivas heridas dolorosas, no cicatricen.

La poesía desenmascara la vida de verdad enmascarándola de transparencia.

por José BERGAMÍN
4 de mayo de 1948.

Inédito en el cíber espacio al 5 de octubre de 2016.

 

Publicado, originalmente, en: "Escritura" Nº 4 - Abril /mayo 1948 - Montevideo.

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/3872

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

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                    José Bergamín en Letras Uruguay

 

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