El texto que usted escribe debe darme la prueba de que me desea

por Roland Barthes

 

Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra, es porque han sido escritas en el placer (este placer no es contradictorio con las quejas del escritor). Pero, ¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer me asegura —a mi, escritor— el placer de mi lector? De ningún modo. Es preciso que busque a ese lector (que trate de "levantármelo") sin saber dónde se encuentra. Un espacio de goce queda entonces creado. No es la "persona" del otro lo que necesito, es el espacio: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén echadas, que haya todavía juego.

El texto que usted escribe debe darme la prueba de que me desea. Esta prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia sólo hay un tratado: la escritura misma).

El brío del texto (sin lo cual, en suma, no hay texto), sería su voluntad de goce: ahí justo donde excede el pedido, supera el balbuceo y trata de desbordar, de forzar la mano en los adjetivos — que son las puertas del lenguaje por donde lo Ideológico y lo imaginario penetran en grandes oleadas.

Texto de placer: es aquel que contenta, llena, euforiza: aquel que proviniendo de la cultura no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura. Texto de goce: es aquel que pone en estado de pérdida, que incomoda (incluso quizás hasta cierto aburrimiento), que hace vacilar las bases históricas, culturales, psicológicas, del lector, la consistencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos: que pone en crisis su relación con el lenguaje.

Pero es un sujeto anacrónico quien tiene los dos textos en su campo y en sus manos las riendas del placer y del goce porque participa al mismo tiempo y contradictoriamente del hedonismo profundo de toda cultura (que penetra en el apaciblemente bajo el manto de un arte de vivir del que forman parte los libros viejos) y a la destrucción de esta cultura: goza de la consistencia de su yo (es su placer) y persigue su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso.

En el escenario del texto no hay rampa: no hay detrás del texto un alguien activo (el escritor) y frente a él un alguien pasivo (el lector): no hay un sujeto y un objeto. El texto liquida las actitudes gramaticales: es el ojo indiferenciado del que habla un autor excesivo (Angelis Silesius): “El ojo por el que veo a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve".

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Parece que los eruditos árabes, al hablar del texto, emplean esta expresión admirable: el cuerpo cierto. ¿Qué cuerpo? Tenemos muchos: el cuerpo de los anatomistas y de los fisiólogos, aquel que ve o del que habla la ciencia: es el texto de los gramáticos, de los críticos, de los comentadores de los filólogos (es el feno-texto). Pero tenemos también un cuerpo de goce hecho únicamente de relaciones eróticas, sin ninguna relación con el primero: se trata de otro corte, de otra denominación: lo mismo respecto del texto: no es más que la lista abierta de los fuegos del lenguaje (esos fuegos vivientes, esas luces intermitentes. esos trazos paseanderos dispuestos en el texto como semillas y que reemplazan ventajosamente para nosotros a las "semina aeternitatis", a las "zopyra", a las nociones comunes, a las asunciones fundamentales de la vieja filosofía). El texto tiene una forma humana: ¿es una figura, un anagrama del cuerpo? Sí, pero de nuestro cuerpo erótico. El placer del texto seria irreductible a su funcionamiento gramatical (fenotextual). como el placer del cuerpo es irreductible a la necesidad fisiológica.

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El placer del texto es el momento en el que mi cuerpo va a seguir sus propias ideas — puesto que mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo.

¿Será el placer un goce reducido? ¿Será el goce un placer intenso? ¿Será el placer un goce debilitado, aceptado — y desviado a través de un escalonamiento de conciliaciones? ¿Será el goce un placer brutal, inmediato (sin mediación)? De la respuesta (si o no) depende la manera con que narraremos la historia de nuestra modernidad. Porque si digo que entre el placer y el goce sólo hay una diferencia de grado, digo también que la historia ha sido pacificada: el texto de goce no sería más que el desarrollo lógico, orgánico, histórico, del texto de placer, la vanguardia no es nunca más que la forma progresiva, emancipada, de la cultura pasada, el hoy surge del ayer. Robbe-Grillet está ya en Flaubert, Sollers en Rabeiais, todo Nicolás de Stael en dos centímetros cuadrados de Cézanne. Pero si creo, por el contrario, que el placer y el goce son fuerzas paralelas, que no pueden encontrarse y que entre ellas hay algo más que un combate, que hay una incomunicación, entonces tengo que pensar que la historia, nuestra historia, no es pacífica, ni siquiera inteligente, que el texto de goce surge en ella siempre a la manera de un escándalo (de una renguera), que es siempre la huella de un corte, de una afirmación (y no de un florecimiento) y que el sujeto de esta historia (ese sujeto histórico que yo soy entre otros), lejos de poder apaciguarse llevando de frente el gusto de las obras pasadas y el sostenimiento de las obras modernas en un bello movimiento dialéctico de síntesis, no es nunca otra cosa que una "contradicción viviente": un sujeto escindido, que goza, a través del texto, a la vez de la consistencia de su yo y de su caída.

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Proveniente del psicoanálisis, hay por otra parte un medio indirecto para fundar la oposición entre el texto de placer y el texto de goce: el placer puede decirse, el goce es indecible.

El goce es in-decible, inter-dicto. Remito a Lacan ("Lo que hay que tener en cuenta es que el goce es interdicto a quien habla, como tal, y aun, que no puede ser dicho más que entre líneas") y a leclaire (" el que dice, por lo que dice, se interdicta (prohíbe) el goce. o. correlativamente, el que goza hace que toda letra —y todo dicho posible se desvanezca en el absoluto de la anulación que está celebrando”).

El escritor de placer (y su lector) acepta la letra: renunciando al goce tiene el derecho y el poder de decirla: la letra es su placer: está obsedido por ella, como lo están todos los que aman el lenguaje (no la palabra), todos los logófilos. escritores, corresponsales, lingüistas: es posible, pues, hablar de los textos de placer: la critica se ejerce siempre sobre textos de placer, nunca sobre textos de goce: Flaubert. Proust, Stendhal son comentados inextinguiblemente: la critica dice entonces el goce vano del texto tutor. el goce pasado o futuro: tienen que leer esto, yo he leído: la crítica es siempre histórica o prospectiva, el presente constativo. la presentación del goce le está Interdicto: su materia predilecta es pues la cultura, que es todo en nosotros salvo nuestro presente

Con el escritor de goce (y su lector) comienza el texto insostenible, el texto imposible. Este texto está fuera del placer, fuera de la crítica, salvo que sea alcanzado por otro texto de goce: no se puede hablar "de" tal texto, sólo se puede hablar "en" él, a su manera, entrar en un plagio desenfrenado, afirmar histéricamente el vacío de goce (y no repetir obsesivamente la letra del placer)

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Toda una pequeña mitología tiende a hacer creer que el placer (y singularmente el placer del texto) es una idea de derecha. La derecha envía con un mismo movimiento hacia la izquierda todo lo que es abstracto, aburrido, político, y se guarda el placer para sí: ¡bienvenidos los que llegan finalmente al placer de la literatura! Y la izquierda, por moral (olvidando los cigarros de Marx y de Brecht) sospecha, desdeña "todo residuo de hedonismo". En la derecha el placer es reivindicado contra el intelectualismo, contra la clerecía: es el viejo mito reaccionario del corazón contra la cabeza, de la "vida" (caliente) contra la "abstracción" (fría): ¿no debe el artista, según el siniestro precepto de Debussy. "buscar humildemente dar placer"? En la izquierda, se opone el conocimiento, el método, el compromiso, el combate, a la "simple delectación" (y, sin embargo, ¿si el conocimiento mismo fuera delicioso?) De ambos lados, esta idea extravagante de que el placer es algo simple es la causa de su reivindicación y de su desprecio. El placer, sin embargo, no es un elemento del texto, no es un residuo primario: no depende de una lógica del entendimiento y de la sensación: es una "deriva", algo que es a la vez revolucionario y asocial y de lo que no puede hacerse cargo ninguna colectividad, ninguna mentalidad, ningún idiolecto. ¿Algo neutro? Se ve bien que el placer del texto es escandaloso: no porque es inmoral sino porque es atópico.

Me intereso por el lenguaje porque me hiere o me seduce. ¿Hay en ello un erotismo de clase? ¿Pero de qué clase? ¿La burguesa? La clase burguesa no experimenta ningún gusto por el lenguaje que a sus ojos no es ni siquiera lujo, ni elemento de un arte de vivir (muerte de la "gran" literatura), sino solamente instrumento o decoro (fraseología). ¿La clase popular? Aquí, desaparición de toda actividad mágica o poética: no más carnaval, con las palabras no se juega: por lo tanto, fin de las metáforas, reino de los estereotipos impuestos por la cultura pequeño-burguesa. (La clase productora no tiene necesariamente el lenguaje de su rol, de su fuerza, de su virtud. En consecuencia: disociación de las solidaridades. de las empatías — muy fuertes aquí, nulas allá. Critica de la ilusión totalizante: no importa qué aparato unifica ante todo el lenguaje: pero no es preciso respetar el todo.)

Permanece un islote: el texto. ¿Delicias de casta, mandarinato? El placer: tal vez: el goce, no.

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Ninguna significancia (ningún goce) puede producirse, estoy convencido, en una cultura de masa (a distinguir, como el agua del fuego, de la cultura de las masas), pues el modelo de esta cultura es pequeño-burgués. Lo propio de nuestra contradicción (histórica) es que la significancia (el goce) está enteramente refugiada en una alternativa excesiva: o bien en una práctica mandarinal (salida de una extenuación de la cultura burguesa), o bien en una idea utópica (la de una cultura venidera, surgida de una revolución radical, inaudita, imprevisible. de la cual el que escribe hoy sólo sabe una cosa: que, como Moisés, no entrará en ella).

Pero aun si situamos el placer del texto en el campo de su teoría y no en el de su sociología (lo que arrastra aquí a un discurso particular, aparentemente privado de todo alcance nacional o social) no hay duda de que una alienación política es lo que está en cuestión: la clausura del placer (y más aún del goce) en una sociedad trabajada por dos morales: una, mayoritaria, de la chatura: la otra, grupuscularia, del rigor (político y/o científico). Se diría que la idea del placer no halaga más a nadie. Nuestra sociedad parece a la vez reasentada y violenta: de una u otra forma: frígida.

 

Roland Barthes (traducción, Noé Jitrik)

Fragmento del libro de Roland Barthes, "El placer del texto"
Revista "Crisis" Nº 6

Buenos Aires, octubre de 1973

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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